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Recuerdo que me desperté, sería poco después del mediodía. Abrí los ojos, vi el cielo sobre mí. Era azul, con pocas nubes; hacía calor, y supe al momento que el calor era excesivo para abril. Casi se podía decir que era un calor de verano. Había relativo silencio, por encima de mí no se veían aviones enemigos, ni se oían cañonazos, en las proximidades no había impactos de proyectiles ni sirenas de la defensa antiaérea. De lo que también tomé nota: ni Cancillería del Reich ni búnker del Führer. Volví la cabeza, vi que estaba tendido en el suelo de un descampado rodeado de paredes de edificios, construidas con ladrillos y, en parte, pintarrajeadas por gente indeseable; aquello me fastidió instantáneamente y decidí al punto hacer venir al almirante Dönitz.[1] Al principio hasta pensé, aún medio aletargado, bueno, Dönitz también estará tendido por aquí; después triunfó la disciplina, la lógica, capté enseguida la peculiaridad de la situación. Por lo general no acampo a cielo abierto.

Primero reflexioné: ¿qué había hecho la tarde anterior? Queda descartado el abuso de alcohol, puesto que no bebo. Recordé que al final estaba sentado con Eva en un sofá, en un canapé. Recordé también que yo, o que nosotros, estábamos allí con cierta despreocupación; que yo sepa, había decidido dejar descansar un poco, por una vez, los asuntos de Estado, no teníamos más planes para aquella tarde; salir a cenar o al cine o algo por el estilo no entraba en consideración, evidentemente; por fortuna, en aquellos días la oferta recreativa de la capital del Reich, en no poca medida en consonancia con la orden dada por mí, había disminuido considerablemente. No podía decir con seguridad si Stalin llegaría a la ciudad durante los días siguientes; en aquel estadio de la guerra, era imposible excluirlo por completo. Lo que sí podía decir con seguridad era que él buscaría una sala de cinematógrafo aquí tan en vano como en Stalingrado. Creo que luego estuvimos charlando un poco Eva y yo, y le enseñé mi pistola; no me acordaba de más detalles cuando me desperté. También porque me dolía la cabeza. No, pensar en la tarde anterior no me hacía avanzar.

Así que decidí pasar a la acción y considerar detalladamente la situación. He aprendido en la vida a observar, a contemplar, a percibir a menudo mínimos detalles que mucha gente con estudios desprecia e incluso ignora. Yo, en cambio, gracias a la férrea disciplina que mantengo desde hace muchos años, puedo decir con la conciencia tranquila que en las crisis tengo más sangre fría, obro con más reflexión, mis sentidos se tornan más agudos. Trabajo con precisión, impasible, como una máquina. Resumo metódicamente las informaciones de las que dispongo: estoy tendido en el suelo. Miro a mi alrededor. A mi lado hay inmundicias, crecen malas hierbas, cañas, hay algún arbusto aquí y allá, también margaritas, dientes de león. Oigo voces, no están demasiado lejos, gritos, el ruido de un rebote continuo. Miro en dirección a los ruidos, vienen de unos chavales que juegan al fútbol. Ya han salido de la infancia, pero aún son demasiado jóvenes para pertenecer a las fuerzas de ataque del pueblo, al Volkssturm[2]; supongo que pertenecen a las Juventudes Hitlerianas, pero ahora, evidentemente, no están de servicio, el enemigo parece haber dado una tregua. En las ramas de un árbol se mueve un pájaro, está piando, cantando. Para muchos eso es sólo un signo de contento y alegría, pero en esta insegura situación en la que uno depende de todas las informaciones posibles, por pequeñas que sean, quien conoce la naturaleza y la diaria lucha por la supervivencia puede deducir de ello que por aquí no hay animales de presa. Justo al lado de mi cabeza se ve un charco, parece que está disminuyendo, seguramente ha llovido hace bastante tiempo, pero no ha vuelto a llover desde entonces. A orillas del charco está tirada mi gorra de visera. Así trabaja mi cabeza acostumbrada a pensar, así trabaja también en este desconcertante momento.

Me incorporé. Lo logré sin problemas, moví las piernas, las manos, los dedos, al parecer no tenía lesiones, el examen físico era satisfactorio, por lo visto me encontraba en perfecto estado de salud, a excepción del dolor de cabeza; hasta el temblor de la mano parecía haber cesado casi del todo. Bajé los ojos y miré mi cuerpo. Estaba vestido, llevaba el uniforme, la guerrera militar. Estaba un poco sucia, aunque no demasiado, por tanto no había estado enterrado. Tenía tierra, también migajas de bollos, de pasteles o algo por el estilo. La tela olía intensamente a combustible, tal vez a gasolina, quizá se debía a que a lo mejor Eva había tratado de limpiar mi uniforme, si bien con cantidades exageradas de gasolina: podría creerse que me había volcado encima un bidón entero. Ella no estaba, tampoco parecía andar por allí cerca mi Estado Mayor. Estaba sacudiéndome para quitarme de la guerrera y de las mangas la suciedad más aparatosa, cuando oí una voz.

—¡Eh, abuelo, mira pa cá!

—¡Ahí va! ¿Qué clase de vejestorio es ese?

Al parecer, yo daba una impresión de desvalimiento, los tres jóvenes hitlerianos se habían dado cuenta perfectamente. Interrumpieron su partido de fútbol, se acercaron respetuosamente; era comprensible: encontrarse de pronto en inmediata proximidad del Führer del Reich alemán, en un descampado que por lo general se usa para el deporte y el fortalecimiento físico, entre dientes de león y margaritas, es un giro insólito, en el transcurso de su jornada, para el joven que aún no ha alcanzado la madurez; los chicos, sin embargo, vinieron a todo correr, como galgos, dispuestos a ayudar. ¡Los jóvenes son el futuro!

Los muchachos se reunieron a mi alrededor, aunque guardando cierta distancia, y me examinaron, tras lo cual el más alto de ellos, por lo visto el jefe de grupo, se dirigió a mí:

—¿Tóo bien, jefe?

Aunque se preocupaban por mi estado no pude dejar de constatar la completa ausencia del Saludo Alemán, brazo en alto. Sí, claro, la manera de dirigirse a mí, en extremo informal, esa confusión de «jefe» y «Führer», podía ser debida a la sorpresa; en una situación menos desconcertante es posible que hubiera producido hilaridad, aun sin intención, del mismo modo que muchas veces ocurren las más curiosas escenas incluso en medio de las despiadadas tempestades de acero de la trinchera sin embargo, el soldado ha de mostrar, por supuesto, determinados automatismos incluso en medio de situaciones insólitas, esa es la finalidad de la disciplina militar: si faltan esos automatismos, el ejército, en su totalidad, no vale un pimiento. Me puse de pie; no me resultó muy fácil, al parecer llevaba bastante tiempo tendido en el suelo. No obstante, me alisé la guerrera y limpié someramente las perneras del pantalón con unas ligeras sacudidas. Luego me aclaré la garganta y pregunté al jefe de grupo:

—¿Dónde está mi secretario? ¿Dónde está Bormann?[3]

—¿Quién es ese?

Era inconcebible.

—¡Bormann! ¡Martin Bormann!

—Ni puta idea.

—No me suena.

—¿Qué pinta tiene?

—¡La de un jefe de la Cancillería del Reich, por todos los demonios!

Había algo absolutamente insólito en todo aquello. Estaba en Berlín, desde luego, pero privado, eso era evidente, de todo el aparato del gobierno. Tenía que regresar con urgencia al búnker y, lo veía clarísimo, aquellos jóvenes no podían prestarme mucha ayuda. Lo primero era encontrar el camino. El insípido descampado en el que me hallaba podía estar en cualquier parte de la ciudad. Pero sólo tenía que salir de allí, llegar a una calle y, como al parecer las hostilidades estaban suspendidas desde hacía algún tiempo, seguramente habría bastantes transeúntes, profesionales, taxistas, que me mostrarían el camino.

Probablemente no les parecí lo bastante desvalido a los jóvenes hitlerianos, daban la impresión de querer reanudar su partido de fútbol, en cualquier caso el más alto se dio la vuelta en dirección a sus compañeros, por lo que pude leer su nombre, que su madre había cosido en la camiseta deportiva de colores realmente chillones.

—¡Joven hitleriano Ronaldo! ¿Por dónde se sale a la calle?

La reacción fue escasa, lamentablemente he de decir que aquella tropa casi ni prestó atención; sin embargo, uno de los dos más pequeños hizo al marcharse un gesto lánguido con el brazo en dirección a una esquina del descampado, en la que, al mirar más de cerca, se descubría en efecto un pasillo. Mentalmente tomé nota con vistas a «despedir a Rust» o «alejar a Rust»; ese hombre era ministro de Educación desde 1933, y precisamente en su campo, el de la enseñanza, no hay lugar para una negligencia tan inconcebible. ¡Cómo va a encontrar un joven soldado el victorioso camino a Moscú, el corazón del bolchevismo, si ni siquiera reconoce a su propio comandante!

Me agaché, recogí la gorra, me la puse y caminé con paso firme en la dirección indicada. Primero había que doblar una esquina y luego seguir, entre elevadas tapias, por un angosto pasillo al final del cual brillaba la luz de la calle. Un gato cauteloso pasó a mi lado pegado a la pared, tenía manchas y aspecto descuidado; di otros cuatro o cinco pasos y salí a la calle.

Se me cortó la respiración ante la poderosa embestida de luz y color.

Recordé haber visto últimamente la ciudad totalmente gris, por el polvo y por el uniforme de los soldados; había además considerables montañas de escombros y daños materiales por todas partes. Ante mí, sin embargo, no había nada semejante. Los escombros habían desaparecido o al menos los habían retirado con todo cuidado, las calles estaban despejadas. En los bordes había numerosos, o más bien innumerables coches multicolores, que serían sin duda automóviles, pero eran más pequeños y tan avanzados parecían que el diseño podría haber estado en gran parte en manos de la fábrica Messerschmitt. Las casas estaban cuidadosamente pintadas con colores muy diversos que me recordaban las golosinas de mi infancia. Confieso que la cabeza me dio vueltas un poco. Buscaba con la mirada algo familiar. Vi un banco deslucido en una franja de césped al otro lado de la calzada, anduve unos cuantos pasos que, no me da vergüenza decirlo, quizá produjeron cierta impresión de inseguridad. Oí un timbrazo, el ruido de la goma que frenaba sobre el asfalto, y luego alguien que vociferaba:

—¡Pero bueno, viejo! ¿Aún te tienes en pie? ¿Estás ciego?

—Yo…, le ruego que me disculpe… —me oí decir, asustado y aliviado a la vez. A mi lado había un ciclista, esa escena al menos sí me era familiar, doblemente además. Seguíamos en guerra, para protegerse llevaba un casco que, sin duda debido a anteriores ataques, estaba muy deteriorado, o, para hablar con propiedad, completamente agujereado.

—Pero ¡con qué pinta vas tú por la calle!

—Yo…, perdón, tengo que sentarme.

—Lo que tendrías más bien es que acostarte. ¡Y además por una buena temporada!

Me puse a salvo en el banco del parque; seguramente estaba un poco pálido cuando me dejé caer sobre él. Ese hombre, más bien joven, tampoco parecía haberme reconocido. Tampoco saludó con el brazo en alto; su reacción parecía ser la de quien ha medio atropellado a un transeúnte cualquiera. Y con esa negligencia actuaban todos: a mi lado pasó un señor mayor que me miró con cara de asombro; luego una voluminosa señora con un cochecito infantil futurista: otro elemento familiar, pero eso no logró ofrecer una mejor perspectiva a mi desesperada situación. Me levanté, me acerqué a ella con una actitud que trataba de parecer enérgica.

—Perdone, puede que le extrañe, pero…, necesito saber con urgencia el camino más corto a la Cancillería del Reich.

—¿Actúa usted en el programa de Stefan Raab?

—¿Cómo?

—¿O es el actor ese, Kerkeling, disfrazado? ¿O sale en el programa de Harald Schmidt?

Seguramente fue el nerviosismo el que me hizo perder un poco la contención y agarrarla por el brazo.

—¡Haga un esfuerzo, señora! ¡Tiene usted obligaciones como miembro de la comunidad del pueblo! ¡Estamos en guerra! ¿Qué cree que hará el ruso con usted si llega hasta aquí? ¿Cree que el ruso pondrá la mirada en su hijo y dirá, uy, uy, una apetitosa muchachita alemana, pero por el niño dejaré en el pantalón mis bajos instintos? En estos días, en estos momentos, está en juego la perpetuación del Pueblo Alemán, la pureza de la sangre, la supervivencia de la humanidad. ¿Quiere hacerse responsable ante la historia del final de la civilización, sólo porque, con su increíble estulticia, no está dispuesta a explicar al Führer del Reich alemán cómo se llega a su cancillería?

Ya casi no me sorprendió que no hubiese la menor reacción a mis palabras. Aquella retrasada mental liberó de un tirón su brazo de mi mano, me miró estupefacta y se llevó a la sien el dedo índice, con el que ejecutó varios movimientos circulares, un gesto de clara reprobación. Era innegable, algo estaba fuera de control. A mí no se me trataba ya como a un general en jefe, como a un Führer del Reich. Los jóvenes futbolistas, el señor mayor, el ciclista, la mujer con el cochecito infantil: no podía ser casualidad. Mi siguiente impulso fue dar parte a los órganos de seguridad, para que todo volviera a su ser. Sin embargo, me contuve. No estaba demasiado al corriente de mi situación. Necesitaba más información.

Mi mente, que trabajaba otra vez metódicamente, recapituló el estado de cosas. Estaba en Alemania, en Berlín, aunque en un Berlín completamente ajeno. Esa Alemania era distinta, pero en algunas cosas tenía semejanzas con el Reich que conocía: seguía habiendo ciclistas, automóviles, por tanto habría también periódicos. Miré a mi alrededor. Debajo de mi banco asomaba, en efecto, algo que parecía un periódico, aunque estaba impreso de un modo un poco dispendioso. La hoja era en color, para mí algo completamente nuevo, se llamaba Media Markt; por mucho que me empeñaba no recordaba haber autorizado algo así, y tampoco lo habría autorizado. Las informaciones que allí había eran completamente ininteligibles, mi indignación fue grande al ver que, en tiempos de escasez de papel, con semejante porquería llena de disparates se perdían para siempre valiosos recursos propiedad del pueblo. Que Funk[4] se preparase a recibir una filípica cuando yo estuviese de nuevo sentado ante la mesa de mi despacho. Pero ahora necesitaba noticias fiables, periódicos como el Völkischer Beobachter[5], el Stürmer[6], de momento hasta me habría dado por satisfecho con el Panzerbär[7] de Berlín. Y, en efecto, no lejos de allí había un quiosco, e incluso a aquella considerable distancia se distinguía el extraordinario surtido que parecía tener. Cualquiera habría pensado que estábamos disfrutando de la más dudosa y ambigua de las paces. Me levanté impaciente. Ya había perdido demasiado tiempo, era urgente volver a poner las cosas en su lugar. La tropa necesitaba recibir órdenes, posiblemente ya me echaban de menos en otro sitio. Me acerqué con rapidez al quiosco.

Ya una primera mirada algo más de cerca me aportó interesantes datos. En la pared exterior se veían numerosos y multicolores periódicos en lengua turca. Por lo visto, últimamente pasaban por aquí muchos turcos. Mi estado de inconsciencia había durado mucho, al parecer, y durante ese tiempo viajaron muchos turcos a Berlín. Eso era interesante. Al fin y al cabo, el turco, en el fondo un fiel colaborador del Pueblo Alemán, siempre ha sido neutral; pese a nuestros considerables esfuerzos, nunca fue posible hacerle entrar en la guerra como aliado del Reich. Pero ahora parecía que durante mi ausencia alguien, seguramente Dönitz, había convencido al turco para que nos apoyara. Y el ambiente de la calle, más bien apacible, llevaba a la conclusión de que la intervención turca había producido de modo evidente un cambio decisivo en la guerra. Estaba asombrado. Sin duda siempre había respetado al turco, pero jamás le habría considerado tan eficiente; por otra parte, debido a mi falta de tiempo, nunca pude seguir con detalle la evolución de ese país. Las reformas de Kemal Atatürk tuvieron que darle un impulso verdaderamente sensacional. Eso era, al parecer, el milagro al que también Goebbels[8] vinculaba sus esperanzas. Me latió el corazón, lleno de ferviente optimismo. Había valido la pena que yo, que el Reich, no perdiera nunca, ni siquiera en el momento de la —supuestamente— más profunda oscuridad, la fe en la victoria final. Cuatro o cinco publicaciones distintas, en lengua turca y de abigarrados colores, daban un testimonio inconfundible de ese nuevo eje, de un inconfundible eje Berlín-Ankara. Ahora que mi mayor preocupación, la preocupación por el bienestar del Reich, parecía calmada de manera tan sorprendente, sólo me quedaba averiguar cuánto tiempo había perdido yo en ese curioso letargo, tendido en un terreno baldío con casas alrededor. El Völkischer Beobachter no se veía por ninguna parte, probablemente estaba agotado, por eso eché una ojeada al siguiente periódico de apariencia más familiar, uno que se llamaba Frankfurter Allgemeine Zeitung. Era nuevo para mí; sin embargo, comparado con algunos otros allí expuestos, me agradó la hermosa letra gótica del título, que inspiraba confianza. No perdí un solo segundo leyendo las noticias, busqué la fecha del día.

Allí ponía 30 de agosto.

De 2011.

Miré esa cifra, desconcertado, sin darle crédito. Dirigí la mirada a otro periódico, el Berliner Zeitung, provisto también de una impecable escritura alemana, y busqué la fecha.

2011.

Arranqué el periódico de su sujeción, lo abrí, pasé a la página siguiente, y luego a la otra.

2011.

Vi que la cifra empezaba a bailar, casi sarcásticamente. Se movía despacio hacia la izquierda, luego más deprisa hacia la derecha, luego regresaba más deprisa aún, de modo parecido a ese balancearse cogidos del brazo que tanto les gusta a las masas populares cuando están en una carpa cantando y bebiendo cerveza. Mis ojos trataban de seguirla, después el periódico se me fue de las manos. Noté que me caía hacia delante, en vano busqué apoyo en los otros periódicos de los estantes, me fui agarrando a las distintas revistas hasta que caí al suelo.

Luego perdí el conocimiento.