El despertar antes del alba.—La muralla de ébano.—Vemos el primer templo egipcio a la luz de una linterna.—Amanecer en el Nilo.—Los cuatro gigantes rojos surgen de la sombra.—El flechazo del sol naciente en las entrañas del templo.—Los cuatro dioses del santuario crepuscular.—Mentiras y fanfarronadas de Ramsés II, llamado el Gran Sesostris por los griegos.—La historia, estafada por dicho monarca.—Aparición del bacshis.—Un monstruo legendario que traga monedas de plata.—Navegación Nilo abajo.—Campos donde cazaban a los esclavos nubios.—Las fellahinas.—Efectos del gran embalsamiento de Filaé.—Mirajes del Nilo.—La hora de cristal.—Cae la noche.
Es todavía de noche cuando los criados del buque empiezan a golpear las puertas de los camarotes dando gritos para que despertemos. Unos sorbos de café y unos pedazos de pan del día anterior nos sirven de desayuno. Luego pasamos sobre dos tablas tendidas entre la orilla y la cubierta más baja.
Tenemos enfrente un muro lóbrego, de un negro denso y pesado, semejante al del ébano. Por encima de esta muralla, que es la ribera occidental del Nilo, vemos un pedazo de cielo sereno, en el que resbala una media luna sutil próxima a ocultarse. Las últimas claridades de esta noche tranquila se detienen en el filo de la meseta negra, sin atreverse a descender hasta las aguas ribereñas. Al otro lado del buque, en el centro del Nilo, la superficie acuática cabrillea reflejando la luna moribunda y los puntos temblones de los astros.
Los marineros del buque nos llevan de la mano por un sendero arenoso cuesta arriba. Ladran perros invisibles en míseras huertecitas que vamos entreviendo junto a nuestro camino. Según avanzamos, el obstáculo negro proyecta una oscuridad más densa sobre lo que nos rodea.
A la cabeza de nuestra columna, varios marineros han encendido faroles. Se mezclan con nosotros algunos indígenas embozados en sus astrosos alquiceles y estremecidos por el frío del amanecer. Lo que nos parece un fresco agradable, compensador de las angustias sofocantes sufridas en el desierto, es para estos nubios un frío que les hace temblar.
De pronto las luces de nuestros guías cesan de subir y se esparcen horizontalmente. Hemos llegado a una meseta cortada por el obstáculo. Ya no hay más allá. Estamos al pie de la muralla negra. Las luces se multiplican. Todos los marineros que nos acompañan encienden linternas, y siguiendo cada uno de nosotros su llamita preferida, va aproximándose a una boca de cueva que tiene forma rectangular.
Vista de cerca ofrece la sorpresa de un umbral precedido de varios peldaños y un dintel en el que se columbran figuras talladas. Presiento que a ambos lados de esta puerta subterránea existe algo colosal, sorprendente. La roca parece tener formas humanas, monstruosas, nunca vistas. Pero la densa tiniebla continúa guardando su secreto, y debemos seguir adelante, guiados por las luces.
Hemos entrado en una caverna de piedra tallada. Los pilares que sostienen la bóveda tienen en sus bases pies humanos de gigantescas dimensiones. Mi marinero de tarbuch rojo y cuello azul con anclas estira un brazo todo lo que puede y la luz de su farol va sacando de la lobreguez del techo una nariz, unos ojos sin pupilas, una mitra de faraón, un rostro majestuoso e inexpresivo, rematado por la barba egipcia en forma de perilla. Cada pilastra es un coloso esculpido en la roca. Luego me doy cuenta de que todos representan a Ramsés II con la diadema y las galas del omnipotente Osiris. En los muros hay bajorrelieves con escenas de guerra, triunfos del faraón o inscripciones aduladoras para su gloria.
Estamos en un templo egipcio, el más lejano de todos los construidos a orillas del Nilo. Para los que vienen de Europa, es el último monumento de tal especie que pueden visitar; para nosotros que llegamos de Asia, el templo subterráneo de Abu-Simbel significa nuestro primer encuentro con el arte egipcio.
La luz rojiza va extrayendo de la oscuridad aglomerada en los santuarios laterales muchos relieves profundamente grabados en los muros, estatuas de diversas divinidades, todas con el rostro del mencionado faraón. Atravesamos las tres salas que se suceden en esta lobreguez y llegamos al santuario más profundo, viendo los cuatro dioses de piedra que lo ocupan, sentados, los pies descansando en el suelo, sin pedestal alguno, con un tamaño mayor que el natural. Estas cuatro divinidades fueron imágenes policromas y guardan cierta parte de los colores con que las adornaron hace tres mil años. Una tiene las piernas rojas, otra azules completamente; las dos restantes sólo conservan harapos vagamente dorados de su antigua vestimenta.
El templo no va más allá. Hemos conocido sus diversas naves fragmentariamente siguiendo las secciones de luz rojiza que trazan las linternas, como el que pasa un álbum de grabados hoja por hoja.
Vemos Egipto por primera vez, lo mismo que se ven las cosas en una pesadilla, a saltos, sin continuidad lógica. Pero esta visita es preliminar. Ahora lo más interesante se halla fuera, y nos apresuramos a salir del templo, dejándolo hundido otra vez en su atmósfera de tinieblas. Todas las luces se escapan por la puerta y se extinguen, considerándolas innecesarias, al llegar a la meseta exterior.
Conozco la historia del monumento. Una gran roca calcárea sumerge aquí su pared verticalmente en el Nilo cuando éste sube durante su crecida anual. Hace siglos tenía el río en este mismo lugar un rápido que dificultaba la navegación, obligando a los viajeros a suspender momentáneamente su marcha. Esto dio origen a varios santuarios, y Ramsés II, que sufrió un ansia continua de nuevas construcciones, labró el único de sus templos subterráneos aprovechando la existencia de la mencionada roca. Tan soberbia obra la consagró al Sol Naciente, y sus arquitectos se preocuparon de que la divinidad a quien estaba dedicada pudiese penetrar hasta su extremo más recóndito.
Nos sentamos en pedazos de piedra que tal vez son fragmentos de fachada caídos en la arena. Tenemos fijos los ojos en la muralla gigantesca, todavía negra, sobre cuyo lomo va ocultándose el segmento de la luna.
Lentamente, con gradaciones de luz cuyos cambios mortecinos no puede apreciar nuestra visualidad, se aclara el lóbrego obstáculo. Primeramente es gris, después, de un vago azul; a continuación este azul se convierte en rosa, color de aurora; y vemos surgir de la penumbra cuatro gigantes sentados, cuatro varones colosales, con los pies sobre un pedestal del tamaño de una casa, y las cabezas en mitad del declive de una montaña de asperón rojo.
Una de las cuatro imágenes no tiene cabeza, sólo conserva parte del pecho y las piernas. Otras dos muestran profundas heridas en su torso, agujeros abiertos expresamente para derribarlas, por orden tal vez de algún faraón posterior a Ramsés, ganoso de que figurasen en sus templos.
Los soberanos de Egipto, siempre dispuestos a construir para perpetuar su nombre, se robaban unos a otros. Con Ramsés II el robo arquitectónico resultaba acción compensadora, pues ningún monarca egipcio abusó como él de sus antecesores, borrando el nombre de ellos en los monumentos que construyeron, para grabar el suyo, engañando a la posteridad.
El coloso sin cabeza no fue desfigurado por los hombres. Su enorme amputación es obra del viento, del calor que disgrega la roca, de alguna grieta que dejó entrar las lluvias, poco frecuentes pero torrenciales, en el interior de esta piedra con forma humana.
No obstante sus lacras, los cuatro gigantes rojizos ofrecen un conjunto majestuoso. En el Egipto clásico que vamos a ver días después no queda nada, estatutariamente, que pueda compararse con los colosos de Abu-Simbel. Los dos célebres de Memnón resultan monstruos informes al lado de estos cuatro faraones con atributos divinos que guardan la entrada del primer templo anunciador de la gloria egipcia para los que vienen del sur.
Se agrupan entre las piernas de los colosos graciosas figuritas de princesas y pequeños príncipes en actitud de adorar al rey, hecho dios. Su pequeñez es relativa. Resultan insignificantes al pie de los cuatro Ramsés, no llegan a la mitad de sus pantorrillas, pero algunos beduinos y marineros trepan a los pedestales que sirven de taburetes a sus pies monstruosos, y esto nos permite ver que un hombre resulta diminuto al lado de las figuras que considerábamos pequeñísimas.
Apunta el día. El Nilo es de nácar bajo los fuegos lejanos de la aurora. Empiezan a enrojecerse los colosos, como si transparentase una luz interior. Va a salir el sol, como surge siempre en los cielos tropicales, con una rapidez casi instantánea, sin nubes que velen su aparición, asomando primeramente una ceja de fuego, luego una cúpula, y redondeándose al final como una cereza gigantesca, para despegarse con rudo tirón de la línea pegajosa del horizonte.
Este momento es el famoso de Abu-Simbel. Va a realizarse el milagro de la luz, el flechazo de oro disparado por el sol naciente, y para presenciar tal espectáculo abandonamos el lecho en plena noche. Un coro inmenso de pájaros ocultos en la orilla verde del Nilo, o que ascienden desde las huertecitas a la plaza de arena y piedras en que estamos, abre la gran sinfonía matinal. Ya ha salido el sol.
Los arquitectos egipcios construyeron el templo con rigurosa orientación, de modo que los primeros rayos horizontales del dios diurno penetrasen hasta lo más hondo de aquél. Ramsés quiso que su obra gigantesca fuese para una hora única, la primera de la mañana, cuando despierta la Naturaleza y surge Osiris, el astro deificado por los egipcios. Vemos cómo un rayo del sol recién nacido se arrastra por la escalinata roja lo mismo que un niño de paso vacilante, cómo se desliza por la portada, cómo invade a saltos las salas interiores. Se desvanecen las tinieblas en el sagrado subterráneo. La luz penetra ahora como una lanza disparada, haciendo huir delante de su punta de oro a la vencida noche.
Corremos hacia el interior del templo, pero alguien nos precede: nuestras propias sombras. Como tenemos el sol a la espalda, proyectamos unas manchas negras y larguísimas hasta el fondo del santuario. Cada uno es por algunos segundos tan enorme como las imágenes del interior que sirven de pilastras.
Agrupados en torno a los cuatro dioses policromos de la capilla final, presenciamos el milagro de todos los días. El templo entero se ha cubierto con esplendorosas colgaduras de oro. Repelen sus vestiduras de sombra los pilares colosos, las batallas y pompas reales grabadas en los muros, las imágenes con diademas puntiagudas de dioses. Y a través de las tres salas vemos —como podríamos verlo por el cañón de un telescopio— la gran puerta rectangular, más allá el río, que parece hervir seccionado por una faja vertical de fuego; encima la orilla opuesta, y unos barquitos egipcios, todo negro, como pintado con tinta china, y sobre el panorama nilótico un sol color de sangre fresca, que nos envía directamente su puñado de jabalinas luminosas, obligándonos a desviar los ojos.
Dura unos minutos este espectáculo mágico. Luego el sol asciende y va desapareciendo cortado por el filo pétreo del umbral de la puerta. Se oculta a la inversa de su aparición y de su ocaso. Pierde su casquete superior, luego no es más que una especie de caldero incandescente y al final una media luna roja. El templo que fue de oro durante unos minutos se torna azul. Como el astro solar se ha ocultado sobre su portada, ya no tendrá en todo el día otra luz que una penumbra de subterráneo, volviendo a esfumarse sus adornos arquitectónicos.
Todos los visitantes se marchan al desaparecer el globo del sol. A mí me interesa permanecer solo, completamente solo en este subterráneo milenario, abierto por hombres de los cuales no queda ni el polvo. Ahora, la gran puerta, única entrada de luz, encuadra hasta su mitad una sección del Nilo, color gris de estaño. Mis pasos suenan con nuevo eco en la profunda soledad. Avanzo con cierto temor religioso hasta el fondo del templo, oscura cueva donde permanecen los cuatro dioses, rojos y azules, con tocados diferentes, tiaras, cuernos y discos solares.
Puedo examinarlos de cerca y hasta tocarlos. Sus rostros de piedra están roídos de viruelas y tienen las narices achatadas. Como la luz llega hasta aquí igual que llegaría al fondo de un pozo, a través de los templos sucesivos, parecen animarse los cuatro dioses en la penumbra con una vida misteriosa.
Siento humildad y admiración al pensar que estos hombres de piedra han vivido tres mil años y seguirán viviendo tal vez más, mientras yo, hombre de carne y sangre, seré dentro de poco un paquete de materia putrefacta, luego un esqueleto blanco, después un puñado de cal que no bastará para pintar tres metros de pared, y finalmente nada. La evolución destructiva del cadáver puede durar cien o doscientos años, y estos compañeros míos del momento llevan una existencia de treinta siglos en su cueva crepuscular.
Me consuelo de mi insignificancia examinando las victorias prodigiosas de Ramsés II grabadas en los muros. Veo al faraón en dichos relieves con estatura de gigante y a sus enemigos representados en forma tan diminuta que no alcanzan a sus rodillas. Todos ellos tienen los mismos rostros de los nubios y etíopes actuales. El rey vencedor los agarra de los pelos, formando racimos, y con un palo los golpea, mientras los que ya fueron vapuleados se prosternan medrosos a sus pies.
Son un motivo de regocijo para mí las hazañas de Ramsés II, comediante milenario, fanfarrón coronado, el primero de los reyes que logró engañar a la posteridad dando como hechos verdaderos las mentiras de sus aduladores y las jactancias de su ambición y su orgullo. Hasta hace pocos años fue llamado Ramsés «el Grande», siendo además el glorioso Sesostris del que tanto hablaron los griegos. Los egiptólogos han descubierto después la verdad, mostrándolo como un farsante que engañó al mundo ya la historia durante treinta siglos.
Al penetrar los griegos en Egipto vieron tantos monumentos a la gloria de Ramsés, tantos templos con su nombre, tantos relieves ensalzando sus conquistas, que acabaron por transmitir a las generaciones posteriores un Sesostris completamente falso.
Fue ciertamente un hombre ávido de acciones gloriosas, pero su orgullo y su fatuidad resultaban superiores a sus virtudes. Siendo príncipe heredero realizó una expedición Nilo arriba, como generalísimo de su padre, batiendo a las tribus nubias y etíopes con las ventajas de todo ejército que posee los medios agresivos de una civilización superior, y para eterna memoria de esta campaña colonial, elevó el templo en que ahora estamos. Llevó la guerra a Asia siendo ya faraón, ganoso de ensanchar las fronteras de su imperio, y aunque no obtuvo éxitos duraderos, se dedicó a sí mismo tantos monumentos religiosos, tantos pilones conmemorativos, tantas estatuas colosales, que consiguió «engañar a la historia», o sea, a los autores griegos, que lo describen de buena fe en sus relatos como el más grande de los reyes de Egipto. Su afán de notoriedad no admitía escrúpulos, y raspó el nombre de otros faraones en monumentos anteriores a su reinado para inscribir el suyo.
No hay relato heroicamente absurdo de los antiguos libros de caballería que pueda compararse con las hazañas que este monarca se atribuye en las inscripciones dictadas por él. En uno de sus combates afirma Ramsés II que, abandonado de sus guerreros, se vio envuelto por dos mil quinientos carros de guerra y varios millones de enemigos; pero él, completamente solo, gracias a la fuerza de su brazo, obligó a huir a muchos y mató a los demás.
Su historia verdadera es otra. Lo que hizo fue venir varios años a Nubia y Etiopía para capturar miles y miles de negros, llevándolos encadenados a trabajar en sus canteras. No obstante haber levantado tantos templos, su reinado marca una regresión en la ciencia y las artes egipcias. Además, el vanidoso Sesostris se hizo modelar en todas sus estatuas como «el más hermoso de los hombres», título inventado por sus cortesanos. Los cuatro dioses colosales de Abu-Simbel tienen, efectivamente, un rostro tranquilo y correcto, con la belleza hierática que los escultores egipcios de la decadencia daban a sus dioses. Más por una singular ironía de la suerte, la momia de este falsificador de la gloria ha sido conservada hasta nuestros días. La guardan en el Museo de El Cairo y podremos verla antes de dos semanas. Todo el que ha hojeado historias de Egipto conoce la fisonomía de este Sesostris exhumado de la tumba, su rostro de momia «poco inteligente», conservando una expresión de brutalidad, de orgullo terco, de insolencia de rey.
En la plaza arenisca dominada por los cuatro colosos se agrupan algunos beduinos sedentarios, que cultivan las huertecitas cercanas mientras las aguas están bajas. Los más jóvenes se aproximan para repetir una palabra que oiremos continuamente durante nuestra permanencia en Egipto. Con una mano sostienen su garrote de madera blanca en forma de porra, y tienden la otra diciendo: Bacshis, bacshis. Esta demanda de propina, pues en realidad el oriental no pide limosna —aunque bacshis significa en árabe «limosna»—, nos sale al encuentro ante este primer templo egipcio y no nos abandonará hasta nuestro embarque en Alejandría.
Un grupo de muchachos, más hábiles y graciosos que los grandes, procura sacarnos el dinero con espectáculos de su invención. Uno de ellos, de ocho a diez años de edad, se pone en cuatro patas y sus compañeros empiezan a echarle arena sobre el lomo con ambas manos. A los pocos minutos está enterrado y sólo conserva al aire su cabeza. Luego colocan en su dorso arenisco muchas ramas leñosas, verticalmente. Se adivina por la gravedad con que realizan su obra que ésta obedece a un modelo fijo, a algo que oyeron, y que tal vez perturba con medrosas pesadillas sus sueños infantiles. Están formando un monstruo, un animal quimérico engendrado por las leyendas del desierto, tal vez simplemente un cocodrilo centenario de los que existían antes en este gran curso fluvial y la navegación a vapor ha ido repeliendo más allá de las cataratas y la confluencia de donde venimos nosotros.
El muchacho enterrado ayuda a esta evocación grotescamente pavorosa. Convencido de su papel, mueve la cabeza con gestos amenazantes y ruge. Algunas damas ríen y dan monedas de plata a los chicuelos que han asumido la dirección del espectáculo. Noto las miradas de desesperación que lanza el pobre monstruo. Revelan la certeza de no ver jamás ni una sola de dichas monedas. Pero al mismo tiempo se siente prisionero de la montaña de arena, no puede librarse sin el auxilio de los amigos de su envoltura pesadísima, y si protesta nosotros no entenderemos su lenguaje.
Me acerco a él como si fuese a darle la comunión, e introduzco una piastra egipcia en su boca. Rugido de entusiasmo. Otros viajeros deslizan más piastras entre sus labios tostados, y el pequeño monstruo, con la boca llena de plata, hace esfuerzos para no tragarse una de las monedas y sigue moviendo su cabeza de hidra del desierto, entre gritos y bufidos.
El sol está ya muy alto y la arena empieza a reverberar un calor que punza la epidermis cáusticamente. Volvemos a nuestro buque, ansiando la fresca brisa que levanta al deslizarse por el río. Bajo el ardor solar adquiere el suelo un brillo metálico. A un lado del templo de Abu-Simbel, la pared de roca desaparece bajo un derrumbamiento de arena. Fue arrastrada por el huracán desde la meseta que sirve de techo al monumento, y quedó así, como cascada inmóvil. Un muro de dos metros de espesor, pero de simples adobes, se levanta ante la arena para contenerla, y gracias a tal obstáculo permanece libre la entrada del templo.
Al avanzar río abajo, encontramos frecuentemente estos derrumbamientos arenosos cortando el verdor de la orilla. A veces nos engañan, y tomamos por campos de trigo recién segado lo que son playas infecundas. Su color hace recordar el de los rastrojos.
Pasamos un día entero navegando por el Nilo de Nubia, hasta llegar al lago artificial de Filaé, donde empieza el Egipto clásico. Vemos a un lado y a otro algunas aldeas. El Nilo no se halla tan poblado en Nubia como después de Filaé, por ser aquí las riberas cultivables más angostas que las del antiguo Egipto. Las casas, hechas con barro, tienen canales salientes para la lluvia, fabricadas con medio tronco de palmera hueco. Junto a los pueblos existen siempre grupos compactos o dobles filas de dicho árbol. Otras veces se muestra sumergido hasta un tercio de su tronco.
En ciertos lugares donde la corriente se estrecha entre dos promontorios, vemos castilos en ruinas, antiguas fortalezas romanas, que fueron los puntos más avanzados del imperio en el mundo de entonces. Estas fortalezas las aprovecharon después bizantinos y musulmanes, reconociendo su valor estratégico.
Las orillas nilóticas tienen en Nubia un aspecto militar que evoca las violencias del pasado. Se muestran aún completamente distintas a las del Bajo Egipto, cuyos resignados pueblos de fellahs fueron incapaces de resistirse al vencedor. En Nubia figuró durante miles de años como un campo de caza para los explotadores de la esclavitud. Ser nubio fue en tiempo de los faraones sinónimo de esclavo. Cuando el rey de Egipto no enviaba tropas para capturar trabajadores destinados a sus canteras, ciertos mercaderes organizaban expediciones particulares para adquirir «carne de ébano». Hasta el último tercio del siglo XIX los gobernadores egipcios de este país toleraron el comercio de esclavos.
Unas veces la orilla es baja y pantanosa, manteniéndose las aldeas sobre pedestales de barro seco que han ido fabricando sus habitantes a secciones, según el ensanche de la población. En otros sitios, una cadena de montañas de color de elefante avanza hasta el río sus estribaciones, en cuyos lomos se alzan pueblos.
Estas montañas de un gris negruzco llevan a veces gualdrapas amarillas. Son grandes sabanas de arena que el kamsin[15] ha arrojado caprichosamente sobre sus flancos, y algún día volverá a llevarse. Hace miles y miles de años que el mencionado huracán parece entretenerse en tal juego. Sorbe por medio de sus torbellinos la arena del desierto, aglomerándola contra las montañas en olas o cascadas inmóviles, como un testimonio de su fuerza, hasta que sopla otra vez, pero en sentido inverso, y arrebatando dichas reservas, las traslada a las llanuras, cubriendo los campos con una mortaja de infecundidad.
Vemos pobres villorrios que parecen encogidos junto a ciudades extensas y abandonadas. Aún quedan en ellas bosques de columnas que sostuvieron techumbres de templos, estatuas colosales hechas pedazos y esparcidas en el suelo, avenidas con esfinges mutiladas por los siglos, hasta no conservar más que una vaga forma escultural.
Lo que mejor se mantiene en estos cadáveres de ciudades son los «pilones», pirámides truncadas y macizas con la piedra de sus cuatro superficies cubierta de jeroglíficos.
Otros pueblos nilóticos, de aspecto próspero, carecen de ruinas. Su desarrollo lo deben a que la ribera fluvial se ensancha en el lugar que ocupan, y sus vecinos pueden disponer de más tierra para el cultivo. En todo grupo de población, el principal edificio es la mezquita, cuadrada y hecha de barro, como las demás casas, con una cúpula pintada de blanco.
Rumian muchas cabras, en las orillas, la vegetación nilótica. Filas de mujeres marchan entre sicomoros y palmeras llevando un cántaro erguido sobre su cabeza. Estas fellahinas, cuando trabajan en la puerta de sus casas, no temen echarse atrás el yabrah, manto de algodón azul, y muestran su rostro a pesar de ser musulmanas. Lo único que tapa el manto es su cabellera, dividida en trencitas y untada con aceite de ricino. Se pintan los ojos cuando son jóvenes, igual que las mujeres de las ciudades, se tatúan las mejillas y el entrecejo con azul índigo y usan una túnica, apretada debajo de los senos, que les arrastra por detrás. Sólo cuando terminan sus trabajos domésticos y bajan al Nilo en busca de agua colocan ante su rostro la luenga máscara negra.
Las vemos caminar en fila por ambas riberas, con sus largas vestiduras oscuras o azules, cuyas colas levantan nubecillas rojas detrás de sus pasos. Esta cola debe de ser algo tradicional que las enorgullece, colocándolas muy por encima de las mujeres de las dos mesetas paralelas al río, hembras de beduinos errantes, sin otra fortuna que sus camellos, eternamente envidiosos de las cosechas que proporciona el limo de la inundación.
Algunos pueblos son completamente negros a causa del color de este limo empleado en sus edificios, y se confunden con las rocas basálticas amontonadas detrás de ellos. Es necesario mirar con anteojos para que las casas se despeguen de las peñas, viéndose en sus azoteas mujeres azules que siguen con inmóvil curiosidad el paso de nuestro vapor.
Se notan los efectos del embalsamiento del Nilo en Filaé. El dique moderno retiene las aguas después de la inundación, para distribuirlas oportunamente, y esta reserva enorme refluye Nilo arriba, haciendo subir el nivel ordinario. Casas y norias están en algunos sitios debajo del agua, asomando sólo sus extremidades superiores. Bosques de palmeras surgen también del río, convertidos para siempre en árboles acuáticos por el mencionado embalsamiento.
Pasamos ante Derr, la ciudad más importante de esta sección del Nilo. En realidad, es un villorrio musulmán; pero ciertas casas de adobes tienen piso superior, y los ricos del país las han adornado con columnas de igual materia que imitan groseramente las de la antigua arquitectura egipcia. Junto a Derr se extienden las rutas de otro gran templo de Ramsés II. ¡Siempre el vanidoso Sesostris!
Nuestra navegación dulce, reposada, sin incidentes, nos hace sufrir un continuo engaño visual, comparable al de los mirajes del desierto. Creemos deslizarnos por una sucesión de lagos. Nuestros ojos no nos dan nunca la convicción de que estamos en un río. Se van extendiendo ante la proa grandes láminas acuáticas, pero todas ellas tienen siempre una faja de terreno cerrando el horizonte. En los lugares donde el Nilo forma un récodo, la tierra fronteriza está muy próxima. Cuando el río se desarrolla recto, las dos orillas, avanzando paralelas, acaban por tocarse y cierran igualmente la perspectiva.
A cada cambio de paisaje nuestra observación silenciosa formula la misma pregunta: «¿Por dónde saldremos de este encierro?».
Nunca se parte el horizonte con una lámina infinita de agua. Siempre tenemos en último término una colina, un acantilado, una banda de vegetación. En realidad, no se sabe cómo vamos pasando de unos paisajes a otros, y persiste el engaño de creer que atravesamos una serie de lagos comunicantes.
Empieza el anochecer. Cielo y río son de nácar, con un resplandor suave de arco iris, característico de las tierras cuya atmósfera está saturada de humedad. En torno a los pequeños pueblos se inicia la atracción del crepúsculo, la marea regresiva de la jornada. Por ambas riberas pasan filas de borriquillos llevando a lomos a sus dueños, de vuelta de los campos.
Adivinamos con anticipación la existencia de las aldeas todavía invisibles, por las procesiones humanas que añaden a ellas. Mujeres de larga cola bajan a llenar en el borde nilótico el último cántaro del día. Las norias lanzan sus postreros chirridos. El fellah entona con voz melancólica las estrofas finales del cántico del agua. Todavía suben y bajan en las riberas los brazos innumerables de los shadufs, norias a mano de cangilón único, largas perchas en forma de balancín, que el campesino egipcio maneja con rápida habilidad, sacando cubos llenos para hacerlos caer en la pequeña acequia situada dos metros más arriba.
Suenan en la atmósfera azul los últimos estremecimientos de un trabajo que viene repitiéndose, junto al Nilo, hace ocho mil o diez mil años, siempre en la misma forma, con igual resignación fatalista ante la Naturaleza y el Destino. Del fondo de este curso acuático eternamente nutridor va surgiendo un vaho que envuelve personas y cosas, dando un temblor fantasmagórico a sus líneas y una pátina violeta a sus colores.
La hora es de cristal, y todo vibra, comunicando a la atmósfera sonoridades que vencen los obstáculos de la distancia. Oímos con claridad voces de hombres que marchan por las riberas, pequeños como hormigas; ladridos de perros invisibles en el interior de aldeas lejanísimas que parecen escapadas de una caja de juguetes.
Suenan cercanos, como ruidos de nuestro propio buque, la caída de un remo en una barca oculta entre las cañas, el relincho de un caballo hundido hasta el vientre en las vegetaciones de un pantano.
Nos cruzamos con un vapor semejante al nuestro, que lleva ya encendidas todas las luces eléctricas de sus salones. Cae la noche con la instantaneidad violenta de los países tropicales.
Mañana, al salir el sol, estaremos en Filaé.