4
La ínsula de Taprobana

Viaje a Darjeeling.—La India fría.—Visión del majestuoso Himalaya, llamado ahora Everest.—Salimos de la bahía del Diamante.—Otra vez el mar tropical.—Los infortunios del heroico Rama.—Cómo el rey de los monos le prestó ayuda, construyendo un puente de la India a Ceilán con todo su ejército de cuadrumanos.—La ínsula de Taprobana y sus maravillosas riquezas.—El Pico de Adán.—Los grandes hoteles de Colombo.—«¿Viene usted a cazar tigres?».—La avenida central de la ciudad y sus transformaciones políglotas.—Hombres con peineta y faldas.—Indos con apellido portugués.—Budistas y brahmanistas.—Por qué los ingleses procuran que los indostánicos sigan llevando los pies descalzos.

Volvemos a la bahía del Diamante, donde nos espera el Franconia.

Desde Calcuta hemos hecho un viaje igual al de Benarés, pero hacia el Norte, en busca de la fría ciudad de Darjeeling, donde el indostánico no puede vivir medio desnudo, como sus compatriotas del Ganges inferior y los Estados del Sur.

No hemos ido a Darjeeling para ver sus plantaciones de té, sus callejuelas y sus bazares donde pueden adquirirse tapices de pelo de cabra con flores bordadas. El principal atractivo de esta ciudad, construida a considerable altura, es poder contemplar la famosa cumbre llamada vulgarmente Himalaya, y a la que han dado los ingleses el nombre de Everest, un inspector general de las Indias. Inútil es decir que Everest no puso jamás sus pies en la altura hasta ahora inaccesible que lleva su apellido, como tampoco los numerosos exploradores que intentaron luego escalarla.

Llega el ferrocarril hasta la mencionada ciudad remontando una sucesión de curvas audaces, siguiendo el borde de precipicios, atravesando selvas húmedas, eternamente verdes, compuestas de diversos árboles gigantescos a cuyo pie crecen los helechos. Cerca de fuentes y arroyos tienen los matorrales, como en el Japón, bandas enrolladas de papel conteniendo oraciones. Los rododendros se cubren de flores al lado de cedros, sicomoros y palmeras. Las orquídeas semejan pájaros, balanceándose agarradas a los troncos. Según vamos subiendo, las plantas tropicales se rarifican, reemplazándolas abetos, musgos y florecillas de las montañas de Europa.

A no ser por los trajes de los vendedores que acuden a las estaciones, resultaría difícil imaginar que estamos en la India. Usan casacas hechas con pieles de animales, pero llevando el pelo adentro y bordado de colores el cuero exterior. Hombres y mujeres van calzados con botas de fieltro que les hacen marchar de un modo titubeante.

En Darjeeling, a la salida del sol, vemos de una manera vaga la cumbre famosa que nos ha hecho venir hasta aquí. El antiguo Himalaya está muy lejos y enormemente alto; casi parece una nube a través de la escotadura que forman dos cumbres más próximas. Su cúspide cubierta de nieve nos parece de una majestad aplastante, tal vez porque estamos enterados de su altura excepcional, 8840 metros, la mayor del mundo. En realidad, tiene demasiadas montañas en torno para que podamos darnos cuenta de su grandeza desde este lugar. De todos modos, nos proporciona cierta satisfacción vanidosa el ver desde las afueras de Darjeeling esta montaña blanca que cubre gran parte del horizonte.

—Ya conozco el Himalaya —podemos decir—, aunque sea de lejos.

Todo aficionado a la lectura prefiere usar el antiguo nombre que dieron poetas y viajeros a la montaña más alta de la tierra. El Himalaya (llamado por los indígenas Gaurisánkar) pierde mucho de su prestigio fabuloso, de las leyendas terroríficas unidas al misterio de su cumbre nunca pisada por los humanos, y en la que residen dioses misteriosos y diabólicos, cuando se le da el nombre del funcionario británico Everest.

Al salir el Franconia de la bahía del Diamante, va tomando ésta el aspecto de una cola abierta de pavo real. Se aclara el agua rojiza con las masas oceánicas que envía a su encuentro la marea. Las luces del sol matinal extienden sobre la superficie del estuario praderas verdes, lagos azules y rojizos, senderos que parecen cubiertos de temblonas violetas. Toda esta variedad de tintas va disolviéndose según se esfuman y desaparecen a ambos lados del buque las riberas de la jungla. Se estrechan y prolongan como filamentos las manchas amarillas de barro líquido. Los redondeles color de sangre coagulada que reflejan fondos de cieno son cada vez más reducidos, y al final flotan como escudos sueltos, aleteando sobre su círculo las aves de presa.

El azul compacto y sereno disuelve este desorden colorinesco, absorbiéndolo finalmente en su grandeza oceánica. Terminaron las aguas medio dulces con sus aportes orgánicos; ya estamos más allá de la zona influenciada por el enorme caudal del Ganges. De nuevo viene hacia nuestra proa el mar del trópico, color de zafiro.

Cinco veces lo abandonamos en nuestro viaje para meternos en ríos y estuarios, y nos vuelve a acoger con la calma de siempre, cieno de fosforescencias en la noche, rayado por enjambres de peces voladores durante las horas meridianas.

Cuatro días navegamos por la parte occidental del golfo de Bengala, hasta la isla de Ceilán que, según los poetas indostánicos, cuelga sobre el pecho del océano Índico como una esmeralda engarzada en plata.

Se cruzan con nosotros, el último día de esta navegación, veleros que parecen de otros siglos, goletas y fragatas de la marina malaya con arboladura europea, pero conservando las líneas principales de la antigua construcción, la popa más alta que la proa. Estos descendientes de los nautas remotos que corrieron el Pacífico y tal vez llegaron a América todavía explotan, a pesar de su decadencia, la navegación entre las tierras aisladas vecinas al Asia, que la nueva geografía llama Insulandia.

Nos aproximamos a Ceilán. Mar y cielo parecen anunciamos con su calma luminosa la vecindad de una isla celebrada siempre por su eterna primavera, donde exploradores remotos colocaron el emplazamiento del Paraíso terrenal. Vemos el océano terso y blanco como el interior de una concha perla. Parece que el exceso de luz haya absorbido todo su azul. Los peces voladores son los únicos que alteran esta inmensidad con el arañazo ligero y rapidísimo de su vuelo a flor de agua.

Vamos en busca de Colombo siguiendo la costa oriental de Ceilán. En su parte opuesta existe una cadena de escollos, igual a las ruinas de un puente gigantesco, que ha dado origen a numerosas leyendas poéticas y religiosas. Indudablemente Ceilán era una península de la India, pero el mar rompió su istmo, dejando como restos catastróficos la actual línea de islotes y peñascos submarinos.

Por este puente pasó Rama, hijo de dioses descendido a la tierra para ser simplemente héroe, símbolo tal vez de la invasión de la India por los arios. Un demonio repugnante, llamado Ravana, que tenía su reino en la isla de Ceilán, aprovechó una ausencia de Rama para robarle su bella esposa, Sita, llevándosela por los aires hasta su palacio, donde la guardó cautiva.

Como el pobre Rama, al descender a la tierra, se había despojado de sus poderes celestes, carecía de buques para atravesar el estrecho y de ejércitos para combatir al raptor de su esposa. En tan angustiosa situación, Hanuman, el rey de los monos, vino a socorrerle.

Ayudado por su lugarteniente el heroico cuadrumano Nala, movilizó Hanuman todos los monos de la península, empezando este ejército de muchos millones de combatientes por transportar a través de la India entera rocas y troncos arrancados de las vertientes del Himalaya, materiales que sirvieron para construir en cinco días un puente entre la tierra firme y Ceilán.

De este modo, el divino Rama, encarnación de Visnú, pudo marchar contra su enemigo al frente de los mencionados auxiliares. Tales eran los chillidos de los monos al atravesar el puente, que apagaban el ruido de las olas.

En vano el diabólico Ravana intentó cortarles el paso; los monos acabaron con él y sus tropas en una batalla que duró varios días, y al fin Rama pudo recobrar a su dulce Sita. Como hijo de los dioses, preguntó a Hanuman qué recompensa extraordinaria deseaba por sus servicios, y el simiesco rey le pidió vivir todo el tiempo que las hazañas de Rama fuesen cantadas en la India. Y como estas hazañas figuran en el Ramayana, poema épico y sagrado que los brahmanes consideran inmortal, por ser lo que la Biblia en las tierras de Occidente, el heroico mono vive aún y seguirá viviendo, oculto en las profundidades misteriosas de la jungla.

Los indostánicos han hecho de él un dios, y su imagen figura en los templos. Posee también santuarios propios, siempre en las selvas, con sacerdotes que gozan de fama de brujos y pueden convertir a los hombres en animales.

Respeta el hinduista al mono como animal sagrado, viendo en él una reencarnación de Hanuman. Cuando el hambre reina en la India, las gentes mueren a miles, pero jamás les falta comida a los cuadrumanos que vagan en torno a los templos.

Todas las riquezas y exuberancias de la naturaleza indostánica parecen haberse concentrado en la isla de Ceilán. Los brahmanes la titularon «estanque cubierto de lirios rojos», los chinos «tierra sin penas», los griegos «país del jacinto y del rubí», y los poetas budistas «perla eternamente fresca sobre el pecho de la India». Muchos siglos después, al establecerse los mahometanos en Ceilán, la llamaron «consuelo de los padres de la humanidad, después de haber perdido el Paraíso».

Tanta era la fama de esta isla, que los antiguos geógrafos, entre ellos Ptolomeo, la supusieron quince o veinte veces más grande. Durante miles de años la imaginación concentró en ella todas las maravillas de la India. Tenía playas de piedras preciosas desmenuzadas por las olas. Una de sus ciudades poseía un templo con la cúpula rematada por un carbunclo color de fuego, y esta gema enorme iluminaba las noches lo mismo que un faro.

Ceilán es la isla de Simbad el Marino. Los navegantes de su tiempo hablaban de una montaña toda de piedra imán, que atraía los clavos y cuantos hierros llevaban las naves, desuniendo su tablazón, sumergiéndolas en plena bonanza y obligando a sus tripulaciones a ganar a nado la costa. Esta montaña-imán era el símbolo de una tierra que atrajo con sus riquezas a tantos hombres de mar, guardándolos para siempre, seducidos por la dulzura de su clima y su vegetación maravillosa.

Primeramente los árabes, y luego los portugueses, vinieron a esta isla en busca de la pimienta, la canela y otras especias, encontrando gran abundancia de zafiros, topacios, rubíes, piedras de luna, aguamarinas y sobre todo perlas. Ceilán es la famosa isla o ínsula de Taprobana que figura en los libros de caballerías, tierra de inauditos tesoros guardados por enanos feroces, tropas de monos y desaforados gigantes. Don Quijote, en la biblioteca de su caserón manchego, soñó muchas veces con la conquista de uno de los reinos de la lejanísima Taprobana[14], donde abundaban perlas y diamantes, como si fuesen guijarros.

Por encima de las montañas inmediatas a Colombo vemos un cono casi vertical, un pitón que parece inaccesible, al que llaman «Pico de Adán». Situado a dieciséis leguas en el interior de la isla, sólo las gentes del país llegan a su cumbre, cuando van en peregrinación, durante los meses de verano. En la meseta terminal existe una oquedad, abierta en la roca, que tiene la forma de un pie enorme. Esta huella, según los budistas, la dejó Buda antes de ascender a los cielos. Los brahmanistas aseguran que es la huella de Shiva, y los musulmanes, al establecerse como mercaderes en la isla y propagar su religión, afirmaron que la había abierto el pie de Adán, padre de toda la humanidad. Éste, al verse arrojado del Paraíso, situado en Ceilán, pasó varios años llorando sus culpas sobre dicha cumbre, mientras Eva vivía desterrada cerca de La Meca. De este modo cada una de las tres religiones se apropia de la montaña, y todas envían a sus peregrinos en los meses que resulta accesible.

Sólo devotos de gran fe pueden emprender tan peligrosa ascensión. En la última parte del camino hay que trepar verticalmente, agarrándose a cadenas, que algunas veces se han roto, cayendo los peregrinos en una profundidad mortal de centenares de metros. Varios oficiales ingleses, aburridos de su larga permanencia en la isla, han efectuado la ascensión al «Pico de Adán», examinando la informe oquedad que los devotos toman por la huella de un pie gigantesco, así como un altar que levantan los bonzos en la mencionada plataforma mientras duran los meses del verano.

La periferia de la isla recibe un contacto frecuente de la civilización occidental. El interior es más primitivo, y sus poblaciones viven rodeadas de una naturaleza tan exuberante, que algunas veces las obliga a defenderse. El tigre abunda en dichas regiones. El elefante salvaje resulta para el explorador de las selvas el animal más temible. Los periódicos de Colombo publican con alguna frecuencia relatos de muertes causadas por la mordedura de las najas. Hay también boas enormes. En mi viaje a Kandy por carretera pude ver cómo marchaba una tranquilamente a corta distancia de nuestro automóvil.

El gobierno de la isla ha normalizado y reglamentado la cacería de bestias salvajes. Existe una tarifa indicadora de lo que se debe pagar por cada animal cazado en las tierras del interior. Un elefante cuesta diez libras; un tigre, menos. Algunos de los que vienen a invernar a Ceilán hacen el viaje por conocer las emociones de estas cacerías.

No puedo disimular mi extrañeza cuando los periodistas de Colombo, al subir al buque, me preguntan con naturalidad, como si se tratase de algo ordinario en mi existencia:

—¿Viene usted a cazar tigres o elefantes salvajes?…

—¿Yo?… ¿Qué mal me han hecho esos animales?… Deseo ver otras cosas más interesantes para mí.

Pasamos al entrar en el puerto ante grandes hoteles rodeados de jardines. El desarrollo de los medios de comunicación ha empequeñecido la tierra, ensanchando considerablemente el espacio en que se mueven las personas adineradas. Hace unas docenas de años nada más, los ricos de Europa, al trasladarse en invierno a la Costa Azul, creían mostrar con ello una audacia aventurera. Luego la moda convirtió en estaciones invernales Argelia y Egipto. Ahora estos viajes resultan mezquinos y sin novedad. Lo chic para las gentes ricas y de humor vagabundo es embarcarse en un paquebote del Extremo Oriente y pasar los meses de frío en Ceilán.

A causa de la afluencia de clientes opulentos, los hoteles de las cercanías de Colombo son ahora tan grandes como los de América del Norte. Su numerosa servidumbre no lleva zapatos, pero es muy limpia y tiene cierta elegancia exótica vestida con túnicas siempre inmaculadas y tocada con turbantes color de fuego. En torno a estos edificios, verdaderos cuarteles de la riqueza, los jardineros improvisan edenes, sometiendo a las disciplinas de su invención todas las exuberancias y variedades de la flora tropical. Colombo es lugar de obligado descanso para los buques que van al Extremo Oriente o vuelven a Europa. Imposible hacer uno de ambos viajes sin echar el ancla en su puerto, depósito enorme de combustible.

La avenida central de esta ciudad de paso cambia varias veces de aspecto en el curso de un solo día. Repentinamente, los vendedores ambulantes agrupados bajo las arcadas, los que están a la puerta de su tienda, los que tiran de ricshas, los niños que piden limosna, dejan de hablar inglés y empiezan a gritar a su modo palabras francesas. Es que un trasatlántico procedente de la Indochina acaba de anclar en el puerto. Los grupos de viajeros llevan el uniforme militar de las colonias o el casco blanco, con traje de igual color, cerrado hasta el cuello, que usan funcionarios y comerciantes. Las señoras tienen un aspecto nostálgico y distinguido de parisinas en el destierro.

Pasadas unas horas, nadie habla francés. Los viajeros han regresado a su buque. Ahora llena la ciudad otro alud de gentes que se expresan en inglés, y sin embargo parecen hallarse en casa ajena. Pertenecen a un paquebote llegado de Australia. Y así sucesivamente van pasando por Colombo grandes buques de todos los países, que vuelcan por unas horas su población fugaz.

Entre la muchedumbre cobriza y políglota que grita ante las puertas de los establecimientos pugnando por atraer a una clientela que se embarca horas después, para no volver nunca, hay muchos que hablan español. Todos empiezan a ser viejos y realizan un esfuerzo mental para evocar palabras que sabían perfectamente y han olvidado por falta de uso. Cuando el archipiélago filipino pertenecía a España, era frecuente el paso de españoles por Colombo, y sus mercaderes consideraban necesaria nuestra lengua. Ahora sólo de tarde en tarde, al pasar el vapor-correo de Manila, se acuerdan los tenderos cingaleses de que existe nuestro país.

El lector conoce seguramente los adornos masculinos de esta isla. Todo europeo, al desembarcar, se siente desorientado y necesita tiempo para establecer una diferencia indispensable entre los machos y las hembras de Colombo. Deja crecer el hombre sus cabellos y los lleva en forma de rodete, sujetos con un peine o caídos sobre el cogote, a estilo de «castañas», como se decía en otro tiempo. Además, usa una pieza de tela arrollada a las piernas en forma de falda. Su lujo es llevar pintadas boca y mejillas, los ojos agrandados con líneas negras, y usar pulseras, pendientes y collares. El bigote, que se dejan crecer los más, es lo único que distingue al hombre de la mujer. Hasta los criados, en hoteles y cafés modestos, llevan faldas blancas y una peineta sobre su cabellera anudada a estilo femenil.

El uso de la peineta resulta general en Colombo, y hasta la conservan los cingaleses que adoptaron el traje europeo. Es una media corona de carey puesta al revés, de modo que sus extremos quedan a ambos lados de la frente, pareciendo de lejos sus puntas dos cuernecitos.

Así va la marinería que se agrupa en los muelles, cerca de sus barcos larguísimos, estrechos, y sin embargo con velas grandes y audaces, pudiendo navegar estas piraguas sin volcarse, gracias al balancín sostenido paralelamente a uno de sus costados por gruesos bambúes. Así también, la muchedumbre pedigüeña y pegajosa, igual a la de todos los grandes puertos, que pasa el día en medio de la calle y sigue al viajero de tienda en tienda, esperando a la puerta para ofrecer sus servicios.

En las vías secundarias las casas están pintadas de azul, blanco o rosa. Los hombres que salen de las tiendas para mostrar sus géneros, así como los vendedores ambulantes y los vagabundos, saludan a todo el que lega llamándole «capitán». Es tal vez un recuerdo de la dominación portuguesa. También resulta verosímil que en este puerto, siempre lleno de buques, el título más honorífico que puede discurrir un cingalés es el de «capitán». Los niños ofrecen a las viajeras flores de estanque, enormes, con intenso perfume. Otros granujas bronceados y completamente desnudos llaman «papá» y «mamá» a los europeos, con un balido humilde de bestezuela desamparada, mientras guardan sus ojos ardientes cierta expresión de picardía.

Muestran estos pilluelos un conocimiento algo retrasado de las modas de Europa, y para halagar a los blancos, cantan a coro Tipperary, la canción inglesa de la guerra, al mismo tiempo que se meten una mano en el sobaco opuesto y dan golpes de codo para apoyar un cántico con un acompañamiento de ruidos inconvenientes.

Se nota en las calles la escasez de caballos. En Ceilán no existen otros que los del ejército y los de algunos ricos. Los animales del país son el elefante, dedicado aquí a las faenas agrícolas, el toro y el búfalo. Pero estos últimos sólo merecen su nombre en diminutivo. En ninguna parte del mundo pueden encontrarse toritos como los de Ceilán. Tienen aire de viejos, y sin embargo su alzada no va más allá de la de un asno. Parecen creados para una humanidad de pigmeos. Los búfalos, a causa de su giba, aún resultan más grotescos en su pequeñez. Estos animales tiran valerosamente de carretas y vehículos de recreo. Se les ve a veces muy peinados y limpios, con los cuernecitos rojos o verdes, enganchados a un tílburi u otro carruaje de lujo.

El pasado de Colombo nos sale al encuentro al transitar por sus calles populares, lejos de la avenida central, donde sólo existen almacenes ingleses. Los comerciantes del país se muestran orgullosos de sus apellidos, colocándolos en letras doradas sobre las puertas de sus tiendas. No hay calle en que no viva algún Silva, Fonseca, Costa, Gómez, Fernando o Perera. Todos cuentan con orgullo que son portugueses, como si se hubiesen embarcado años antes en el puerto de Lisboa; pero basta mirar sus caras cobrizas, sus ojos asiáticos, para poner en duda tal origen. Descienden de remotos soldados de Portugal que se cruzaron con hembras del país. También pueden ser nietos de esclavos que tomaron el apellido de su señor.

Los conquistadores portugueses fundaron Colombo, estableciendo aquí las primeras bases de la civilización europea. Cuando Portugal fue anexionada a España por Felipe II, los holandeses, en continua agresión contra las colonias españolas, se adueñaron de Ceilán, conservando esta isla, que puede llamarse gemela de Java por sus productos y su hermosura, hasta que a su vez los ingleses les arrojaron de ella.

Todos estos hombres con cabellera de mujer, rostro pintado, mirada inquietante, una chaqueta blanca abrochada sobre la epidermis y una pieza de tela inglesa arrollada a las piernas, tienen ennegrecida su dentadura y las encías hinchadas, de color sanguinolento. Las mujeres, feas e indolentes, que llevan por todo vestido una tela oscura a guisa de falda y un sari o blusa muy corta, dejando visible la morcilla circular de su carne entre los bordes de ambas prendas, muestran una boca igualmente negra y ensangrentada. Todos mascan betel. Hasta los niños de corta edad tienen una sonrisa repugnante.

En medio de la muchedumbre cobriza se ven ancianos de tez puramente blanca. Deben pertenecer a una tribu medio extinguida de las muchas que fueron superponiéndose en esta tierra considerablemente poblada por los aluviones de la civilización y la conquista. Algunos de estos arios, con barba blanca y un pedazo de tela por toda vestidura, recuerdan la estatua de Victor Hugo desnudo cincelada por Rodín.

Lo mismo que Rangún, es Ceilán un gran centro del budismo. En ambas regiones indostánicas dominan las doctrinas de Gautama. Vencidas hace mil años por los brahmanes en el resto de la India, tienen fuera de ella tantos millones de adeptos, que el budismo figura como la más numerosa de las religiones.

Se encuentran aquí los mismos bonzos de manto azafranado que en Rangún; pero los sacerdotes budistas de Ceilán son mendicantes, viven de la caridad de los fieles, y sus envolturas deshilachadas ya no guardan el hermoso color primitivo a causa de su vejez. Todos llevan la ola de cobre debajo de la manta, lo que les da, vistos de lejos, un aspecto de mujeres encinta. Se detienen ante los vendedores callejeros, abren su capa, avanzan la ola, reciben la limosna, y vuelven a cerrar la envoltura, prosiguiendo su camino.

Triunfante el brahmanismo en el resto de la India, vino a Ceilán en busca de su adversario. Los reyes de la isla, convertidos al budismo en los mejores tiempos de dicha religión, se mantuvieron fieles a ella, y todo el país es budista con cierta vanidad religiosa, considerándose superior a Birmania. Esto no impide que los brahmanes tengan varios templos en Colombo, extremando las ceremonias de su culto con un fervor propagandista. Sus pagodas están cubiertas exteriormente de cartelones colorinescos representando las apsarasas y otras divinidades del cielo hinduista, todas ligeras de ropa, con desnudeces tentadoras. Unos sacerdotes voltean campanas en el atrio de estos pequeños templos; otros tañen dulzainas o golpean tambores con ambas manos. Su estrépito para atraer creyentes recuerda el de los barracones de las ferias. Algunos brahmanes más jóvenes salen al medio de la calle para regalar guirnaldas de flores rojas y amarillas a los que pasan, invitándoles a que visiten su santuario.

Hasta en los jardines más céntricos de Colombo están los árboles cargados de cuervos. Duermen o graznan sobre sus ramas; aletean por las avenidas, lo mismo que las palomas en los jardines de Europa. Un olor complejo de pimienta, de jazmín, de clavel, de sándalo y de murciélago vampiro, eternos perfumes de la India, sale a nuestro encuentro bajo todas las frondas.

Es famoso Ceilán por sus jardines botánicos. En el de Colombo admiramos las dimensiones de sus grupos de bambúes. El hombre resulta un insecto al lado de estas cañas que se remontan en el espacio hasta alturas sólo conocidas por los árboles colosos. Algunos de estos árboles abarcan con su raigambre a flor de tierra espacios tan extensos como sus copas, y el visitante, para llegar hasta el tronco, tiene que ascender por una sucesión de raíces exteriores, escalinata de peldaños torcidos y oscuros como trompas de elefante.

Cerca de este jardín botánico, poco considerado por los cingaleses cuando lo comparan con el de Peradeniya, han construido los ricos de Ceilán toda una ciudad nueva de palacios. En sus avenidas es frecuente ver indígenas viejos elegantemente vestidos de blanco, como un funcionario recién llegado de Londres. Llevan, sin embargo, los pies desnudos y la peineta de los dos cuernecitos sobre su cabeza, tradicionalismo que no les impide ocupar un automóvil propio. Son los millonarios del país, los dueños de las plantaciones de té. Por conveniencia nacional propagan los ingleses en toda la tierra el té de su isla, pretendiendo establecer rivalidades entre Ceilán y la China. Son infinitamente superiores en número los que prefieren el brebaje chino, pero esto no obsta para que muchos cingaleses cultivadores de la citada hierba posean fortunas enormes.

El vecindario indígena de Colombo parece ocuparse del porvenir político de la India más que del de otras ciudades. Casi todas las tiendas ostentan el retrato de Gandhi en lugar preferente. Es un retrato melodramático, que muestra al famoso agitador casi desnudo, sentado con las piernas cruzadas sobre las losas de su calabozo, y una reja a sus espaldas.

Gandhi está en la cárcel desde hace meses a causa de su propaganda en favor de la independencia de la India, pero lo van a libertar de un momento a otro. Muchos comerciantes han colocado un anuncio sobre el mostrador declarando que venderán con rebaja de cincuenta por ciento el día que Gandhi salga de su encierro.

Todos los que poseen tienda abierta y los que ofrecen géneros como vendedores ambulantes bajo las arcadas de la gran avenida usan zapatos. Consideran oportuno ir calzados para presentar a los viajeros las piedras de luna y las aguamarinas que sacan a puñados de sus bolsillos, envueltas en papel de seda, así como los zafiros más hermosos del mundo. Pero yo creo que al anochecer, cuando se retiran a sus viviendas, les falta el tiempo para descalzarse.

Afirman los ingleses que el indostánico abomina de los zapatos, y a causa de esto han establecido en sus casas particulares y en los hoteles que todo el que tiene rostro cobrizo debe marchar con los pies desnudos, sin distinción de categorías. Los recaderos de los «Palaces» de Colombo visten con una elegancia europea, extremadamente vistosa: dolmán escarlata de cinco filas de botones, gorro redondo inclinado sobre una oreja, a estilo de los soldados de la Guardia, placa de plata en el costado izquierdo, pantalones hasta la rodilla… y a partir de aquí las piernas desnudas. En los comedores de los grandes hoteles ya he dicho que los domésticos, uniformados a usanza oriental, llevan los pies desnudos, deslizándose silenciosamente en torno a las mesas que ocupan señoras y señores vestidos de ceremonia. Cuando el maître d’hôtel es indostánico, va de frac, con inmaculada pechera, corbata blanca, pantalón negro hasta los pies y sin zapatos.

—Hay que respetar las costumbres —dicen los ingleses establecidos en la India—. El nativo no quiere ir calzado y sería una crueldad imponerle tal tormento.

Tengo un amigo en Bombay, doctor portugués que lleva más de veinte años en el país, y es hombre de ingenio, algo aficionado a las paradojas.

—No los crea usted —me dice—; pura hipocresía británica. Fingen respeto a las costumbres, pero lo que desean verdaderamente es que el indígena no se aficione a usar zapatos. Si los trescientos millones de indostánicos se calzasen, no quedarían suela ni cuero en el país para hacer envíos a las Islas Británicas. Y entre que lleven zapatos los vecinos de Londres o los súbditos de la India, resuelven la cuestión afirmando que el indostánico sólo puede vivir descalzo y es preciso respetar sus aficiones.