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El país de las especias

La vieja Batavia y la famosa Compañía de las Grandes Indias.—Cómo vivió Java dos siglos y medio de colonización holandesa.—Opulencia de Batavia.—Abundancia de dinero y de enfermedades mortales.—El monopolio de las especias.—Destrucción de artículos para mantener su escasez.—Las ciudades-jardín de Weltevreden y Micer Cornelius.—Una plaza de un kilómetro cuadrado.—El país de batik.—Muchedumbres hermosas y colorinescas.—El dulce mahometismo del pueblo javanés.—Facilidad de las javanesas para desnudarse.—El turbante y los pies descalzos.—Baño de las mujeres en las calles.—Dos condiciones exigidas por los antiguos javaneses para dejarse matar tranquilamente.—El traidor Erberfeld y su eterna execración.—Reparto equitativo de las vergüenzas del pasado.

Al detenerse el Franconia en Tandjong Priok cae sobre nosotros el calor ecuatorial con toda su húmeda pesadez. Nos hallamos a unos cuantos grados nada más de la Línea, en una ribera de Java, entre terrenos de verdura exuberante pero bajos y casi anegados.

Batavia[12], la antigua metrópoli javanesa, está a varias millas del mar. Un canal navegable permitía la llegada hasta cerca de sus almacenes a los navíos de otros tiempos, que eran de poco calado. Hoy los vapores quedan en el puerto moderno de Tandjong Priok y por el canal sólo navegan sampanes del país y rosarios de lanchones tirados por remolcadores.

Ver Java fue uno de mis mayores deseos al emprender el viaje alrededor del mundo. Siempre leí con predilección los relatos escritos en pasados siglos sobre esta isla inagotablemente productora. Ya he dicho cómo los holandeses se la arrebataron a los portugueses en 1600, lo mismo que Sumatra, las Molucas y otros archipiélagos inmediatos. Los reyes indígenas, quejosos de la dominación portuguesa, se aliaron con los holandeses, y su auxilio fue decisivo para que éstos se apoderasen del país. Al poco tiempo se convencieron de que sus nuevos dominadores no eran preferibles a los antiguos. Holanda cedió a una sociedad mercantil el gobierno y explotación de sus colonias oceánicas, y ésta se hizo famosa en la historia con el título de Compañía de las Grandes Indias.

El actual gobierno de los holandeses en Java es dulce, tolerante, progresivo, y ha realizado grandes obras; pero el período de 1600 a 1800 —más de dos siglos y medio—, que fue el de la Compañía de las Grandes Indias y otras organizaciones sucesoras de igual carácter, puede considerarse como la muestra más completa que se conoce de colonización ávida, cruel e inexorablemente mercantil. Todos los defectos probados o problemáticos de la colonización española en América pierden importancia si se les compara con la dureza explotadora de la célebre compañía en sus posesiones oceánicas.

Un gobernador enviado de Holanda reinaba como monarca absoluto sobre todas las islas. Este personaje sólo se dejaba ver en una carroza dorada con tiro de seis caballos, escoltada por oficiales y precedida de varios negros armados de cachiporras de plata, dispuestos a golpear al que no hiciese alto reverentemente y saludase doblando el espinazo. Los criollos ricos y los holandeses que iban en carrozas más modestas debían echar pie a tierra con sus mujeres o hijos para unir sus encorvamientos a los de la muchedumbre. Este virrey tenía un Consejo de dieciséis ministros, llamados edelheers, o sea consejeros de Indias, que no por ser secundarios resultaban menos temibles. Los que de ellos no gobernaban por delegación en Macasar o alguna otra capital isleña y permanecían en Batavia podían usar también carroza dorada, pero de cuatro caballos, y los propietarios de los otros carruajes debían ponerse de pie para saludar a sus excelencias.

Todas las Indias holandesas estaban organizadas como una oficina mercantil. El ejército, cuya oficialidad era en gran parte extranjera, dependía de los funcionarios civiles. Éstos veían designados los cargos de su escalafón en términos comerciales. Los más modestos se llamaban asistentes, y al ascender obtenían los títulos de tenedor de libros, submarchante, marchante, gran marchante y gobernador. Dichos grados civiles tenían sus correspondientes uniformes y gozaban de honores militares. El empleo de gran marchante estaba asimilado al de teniente coronel, submarchante equivalía a capitán, y tenedor de libros a teniente.

En ningún país de la tierra corrió el dinero como en la antigua Java; más que en México y en el Perú, a raíz de la explotación de minas famosas. Los empleados percibían anualmente gratificaciones ocultas que representaban veinte veces el valor de sus sueldos. La Compañía no necesitaba cuidarse de la moralidad de ellos para mantener sus ganancias. Hubo años en que sus accionistas recibieron dividendos de 60 por 100.

La riqueza de este país consistió principalmente en la explotación de las especias. Al quedar los holandeses dueños absolutos de las Molucas, dominaron los mercados del mundo como únicos vendedores de tales materias. Nadie las poseía fuera de ellos. Los ingleses aún no les habían arrebatado Ceilán ni intentado el cultivo de las especias en sus colonias.

Deseosa la compañía de mantener la rareza de tales productos, se valió de un sistema brutal. Todos los años cargaba en los navíos holandeses las especias que consideraba necesarias para el consumo de Europa, quemando a continuación el resto guardado en sus almacenes. Con el deseo de asegurar más aún su monopolio, decretó en cada isla un cultivo único. Sólo permitía a Ceilán que recolectase la canela. Las islas de Banda eran las únicas que podían cosechar la nuez moscada. Amboina y otras tierras inmediatas tuvieron el monopolio del clavo de olor. Anualmente sus comisionados recorrían las islas con destacamentos de tropas, arrancando y quemando los árboles de especias en los lugares no autorizados para su cosecha. También repetían tal destrucción al encontrar, por ejemplo, árboles de canela en una isla solamente autorizada para recoger el clavo. Como el consumo de los europeos no exigía grandes cargamentos a causa del enorme precio de tales materias, el trabajo de la Compañía durante muchos años consistió especialmente en destruir los productos, para que no se generalizasen y abaratasen.

La situación exacta de los centros de especiería era un secreto de Estado. Los funcionarios, al irse de Java, debían hacer entrega de los planos y todos los papeles concernientes a dicho emplazamiento. Todavía en los primeros lustros del siglo XIX, un vecino de Batavia fue azotado, marcado con un hierro candente y relegado a una isla casi desierta, por haber hecho ver a un inglés un mapa interior de las islas Molucas.

Otro motivo de opulencia para la antigua Batavia fue que comerciantes y funcionarios enriquecidos en el país no lograban fácilmente volver a Europa con su fortuna. Los giros sólo podían hacerse por medio de la Compañía, y ésta tasaba a cada habitante el dinero que podía enviar fuera de la isla. Además, como la moneda javanesa era emitida por la misma compañía, experimentaba un enorme descuento al pasar a Europa.

Fácil es imaginarse cómo sería la vida dentro de esta ciudad colonial, abundante en ricos que no sabían cómo gastar su dinero y sometida a una autoridad despótica. Todos los viajeros, hasta principios del siglo XIX, se hicieron lenguas de la opulencia de Batavia. Hoy parece una ciudad moribunda. Se desdobló hace un siglo, creándose a corta distancia de ella la ciudad de Weltevreden, y ésta, a su vez, tiene una prolongación que se llama Meester Cornelis. Las tres ciudades, Batavia, Weltevreden y Meester Cornelis, ocupando un área enorme, forman unidas la gran metrópoli javanesa.[13]

Insisto en la extensión de su área. Hay que acostumbrarse a las modalidades de este país para saber cuándo se halla uno dentro de una ciudad o en pleno campo. Corre el automóvil por amplias avenidas orladas de árboles grandiosos, como sólo pueden desarrollarse en estas tierras solares y fecundas. A un lado y a otro se extiende la vegetación de frondosos jardines, abundantes en flores. Y al preguntar el viajero cuándo llegará a la ciudad, le contestan que hace una hora que está dentro de ella.

Las avenidas son calles y los jardines son casas. Todo vecino tiene en torno a su vivienda un gran espacio de tierra, hermoseado por los olores y perfumes de la flora tropical. Como en este país de terremotos no pueden construirse edificios altos, las casas, de un solo piso, levantadas sobre plataformas, por elegantes y cómodas que sean, permanecen casi ocultas bajo el ramaje de los árboles. Hasta en muchas calles las tiendas están en el fondo de jardines. Únicamente en la vieja Batavia, construida con arreglo al gusto de otros tiempos, y en el centro de Weltevreden, abundante en comercios modernos, se encuentran plazas y calles cuyos edificios están unidos y sin jardín, dando las fachadas sobre la acera para lucir sus escaparates.

La vieja Batavia, tan hiperbólicamente descrita por los viajeros de hace un siglo, resulta pobre y decadente en la actualidad. Establecida sobre terrenos bajos próximos al mar y cortada por las acequias naturales de su desagüe, todavía los holandeses, con la nostalgia del colono que recuerda a todas horas la patria lejana, abrieron canales artificiales en sus vías más céntricas, a semejanza de los de Amsterdam. Inútil es decir lo que representan estas vías acuáticas en el interior de una ciudad, y bajo una temperatura extremadamente cálida, para la reproducción de los mosquitos. Con motivo fue reputada Batavia como una de las ciudades más insalubres del mundo. Los holandeses se enriquecían en ella con rapidez, pero morían no menos aprisa.

A principios del pasado siglo un gobernador trasladó su vivienda algunas millas más lejos del mar, donde se halla ahora Weltevreden, y la mayor parte de los habitantes de Batavia le siguieron, creándose la nueva ciudad. Pero la nostalgia patriótica les hizo volver a abrir grandes canales en las avenidas de Weltevreden, y el mosquito se enseñoreó igualmente de la segunda capital.

Al entrar en la vieja Batavia se pasa por una especie de arco de triunfo, levantado en tiempos de la Compañía de las Grandes Indias. Es de mampostería blanca, con hornacinas que cobijan varias estatuas simbólicas pintadas de negro. A un lado de este monumento casi fúnebre puede verse una de las curiosidades tradicionales del pueblo javanés.

Caído en el suelo hay un cañón de bronce verdoso, desmontado hace siglos, y en torno se extiende un prado de flores de papel ofrecidas por los devotos de dicho ídolo. Un indígena establecido cerca del cañón vende varillas de sándalo, que las mujeres queman con los ojos puestos en el cilindro de bronce ornado de relieves. Todos saben en Java que la mujer que se sienta sobre este cañón y le dedica flores e incienso queda en estado de tener un hijo a los nueve meses justos.

Al borde del canal más grande se extiende una fila de caserones de dos pisos —altura extraordinaria en este país—, que ostentan fachadas algo ruinosas, con galerías cubiertas, columnatas y remates ondulados al gusto del siglo XVIII. Estos palacios de los ricos de otros tiempos, cuyos descendientes se trasladaron a Weltevreden, están ahora ocupados por oficinas comerciales y por bancos. Los negocios se hacen todavía en Batavia, y al caer la tarde, jefes y empleados regresan a sus bungalows floridos de Weltevreden, por ser peligroso para la salud pasar la noche en la vieja ciudad.

Los chinos forman la mayoría del vecindario de Batavia, y todo el movimiento nocturno se concentra en sus calles tortuosas, cuyas fachadas tienen celosías con dragones de oro y de cuyas ventanas penden rótulos sobre telas ondeantes.

Después del recogimiento constructivo de Batavia, que aglomeró sus casas como todas las ciudades antiguas, sorprende la extensión inaudita de Weltevreden. Todas las calles importantes tienen kilómetros y kilómetros.

Atravesar alguna de sus plazas a las horas de sol es todo un viaje. Se sabe la existencia de la plaza porque lo afirman los guías, pero el visitante, al separarse de una hilera de edificios, ve enfrente un jardín, marcha por él hasta sentir cansancio, y cuando cree hallarse en plena selva tropical, lejos de la ciudad, columbra a través de los troncos las techumbres de otros pabellones rodeados de jardines. Es la acera de enfrente.

En el centro de Weltevreden está la llamada plaza del Rey, que tiene un kilómetro de longitud por cada uno de sus lados. Es la plaza más grande del mundo dentro de una ciudad. En la parte central de este kilómetro cuadrado, verde como una pradera, galopan soldados amaestrando sus caballos y pastan finas vacas holandesas. Todo en ella tiene un aspecto de campo libre a pesar de la arboleda urbana que orla sus cuatro lados frente a los jardines de los particulares.

Viendo las casas de las gentes acomodadas de Weltevreden se adivinan su dinero, su escrupulosa limpieza y sus comodidades; pero en otros países, y sin el mareo esplendoroso que les proporciona la vegetación de sus jardines, estas construcciones se verían tal vez menos preciadas. Son ligeras y frágiles. No tienen la estabilidad señorial de los caserones de Batavia ocupados ahora por el comercio, que aún guardan sus pavimentos y sus grandes zócalos a la altura de un hombre, hechos con losas de mármol blanquísimo.

Los bungalows elegantes de Weltevreden ofrecen una particularidad que aún parece hacerlos más inestables. Todos ellos carecen de fachada; únicamente las piezas interiores que sirven para dormir tienen tabiques y puertas. El techo está sostenido en su parte delantera por ligeras columnas, y el comedor, el gran salón para recibir visitas, el gabinete íntimo donde la familia lee, se hallan descubiertos, a la vista del que pasa. Los árboles del jardín sirven de movible cortina, y bajo los aleros de estas piezas sin pared se balancean macetas colgantes de alabastro con chorros de flores. Hasta las casas de los empleados más modestos tienen en torno un jardín y las habitaciones principales sin más abrigo que el techo.

A un lado de Weltevreden se ha ido formando durante el siglo XIX la tercera ciudad, o sea Meester Cornelis. Dicho personaje fue un holandés que se defendió heroicamente cuando los ingleses desembarcaron en Java, ocupando la isla. Esto ocurrió en la época de Napoleón. Como el emperador francés se anexionó a Holanda, acabando por dar la corona de este país a uno de sus hermanos, el gobernador inglés Raffles, fundador de Singapur, organizó una expedición desde dicha colonia, apoderándose de todas las Indias holandesas, y Java no fue devuelta a sus antiguos poseedores hasta 1816.

Meester Cornelis fue al principio una barriada indígena a la que acudían los javaneses en días de fiesta para sus diversiones un poco libres. Las principales viviendas estaban dedicadas a industrias vergonzosas. Este suburbio es hoy una ciudad-jardín como Weltevreden, urbanizada por las gentes de la clase media que desean crearse un hogar propio.

Puede afirmarse que lo más extraordinario en Java es el aspecto de las muchedumbres y su belleza corporal. La vegetación maravillosa de esta isla puede encontrarse igualmente en las inmediaciones de Singapur o en Ceilán. Pero los habitantes de dichos lugares no son comparables a los javaneses por el color de su epidermis ni por la infinita variedad de sus vestiduras.

Ya dije en otro lugar cómo es la tez metálica de los javaneses y especialmente de sus mujeres. Resulta exacto compararla con el bronce, pero un bronce recién frotado, limpio, que brilla como el oro. Parece que la piel de estas gentes tenga una luz interior. Sus cuerpos, lo mismo en hombres que en mujeres, son de una esbeltez que deja al viajero, algunas veces, absorto por la admiración.

El lector debe estar enterado de que Java es el país del batik. Aquí se fabrica esta tela, pintada con toda clase de colores y puesta en uso por la moda hace poco tiempo, que las fábricas europeas falsifican a causa de su alto precio. Hasta los mendigos van en Java vestidos de batik.

En realidad el traje nacional consiste en una pieza de dicho tejido, el sarong, que hombres y mujeres llevan arrollada sobre sus piernas, como una falda de corto paso. Los varones añaden una camisa y las mujeres también, pero tan corta la de éstas, que deja al descubierto una gran faja de carne desnuda entro su borde y el sarong. Muchas hembras prescinden en el campo o dentro de sus casas de esta breve camiseta y van desnudas de cintura arriba, mostrando unas abundancias mamilares que también parecen ser algo especial de esta isla paradisíaca.

Los pechos de las javanesas se sostienen macizos y erguidos hasta después de las majestuosas amplificaciones que trae la maternidad. Avanzan rigurosamente horizontales, no obstante su volumen, y algunas veces, tal es su dura soberbia, que, abandonando la línea recta, elevan hacia el rostro de su portadora los dos agudos botones de sus vértices.

Están pintadas las faldas de batik con los colores innúmeros de una primavera fantástica, y a estas flores inverosímiles, que muchas veces son de oro, se agregan tigres de perfil heráldico, reptiles vomitando fuego, leones de melena verde. Una muchedumbre javanesa recuerda a los pueblos de la Edad Media, vestidos con ropas blasonadas y de violentos colores. Los chinos, siempre trajeados de azul, resultan humildes y oscuros al lado de los naturales de la isla.

Empieza aquí el uso del turbante, tocado que seguiremos encontrando en los otros pueblos de Asia. Creo oportuno advertir que el pueblo de Java es por entero musulmán. Este país lo catequizaron los brahmanes indostánicos en remotos siglos; luego fue budista, y aún quedan de tal época maravillosas ruinas de templos en su interior. Pero mucho antes que los portugueses, llegaron a Java los malayos y otros pueblos que habían recibido de los marinos árabes el mahometismo, y todos los habitantes de la isla profesan actualmente dicha religión.

Es un mahometismo especial, suave y dulce. En Java sólo pueden ser así las cosas. Los santones no tienen la influencia que en otros países musulmanes; se ven pocas mezquitas y todas ellas son pobres. Las mujeres javanesas gozan de absoluta libertad y no se limitan a ir con la cara destapada a todas partes. Fácilmente se desnudan de cabeza a pies, con una sencillez paradisíaca. Los hombres toman toda clase de bebidas alcohólicas, si se las ofrecen gratuitamente.

Los más llevan el pequeño turbante característico de Java, que consiste en un pañuelo oscuro y dorado de batik enroscado sobre la cabeza y con dos cuernecitos en la frente que indican el nudo terminal. He visto en las calles de Weltevreden ricos personajes javaneses que se dirigían a los clubes más lujosos vistiendo uniforme por ser oficiales del ejército colonial. A todos ellos, por detrás del kepis holandés les asomaba la torta del turbante. Sin embargo, éste no es obligatorio. Los javaneses de la capital que se dedican a oficios manuales y los comerciantes de los pueblos llevan un gorrito redondo de terciopelo con bordados, semejante al que usan en las oficinas de Europa algunos funcionarios viejos.

A partir de Java, empiezan también para nosotros los pies descalzos y la marcha silenciosa. Los japoneses van montados sobre banquitos que a cada paso lanzan el chacoloteo de la madera. Los chinos usan zapatillas y su marcha afieltrada les permite aproximarse como fantasmas. El javanés va descalzo, y a partir del lujoso y célebre Hotel de las Indias de Weltevreden, vamos a ser servidos en los hoteles de Singapur, de Birmania y de toda la India por camareros elegantemente vestidos, pero sin zapatos.

La parte más grande del Asia desconoce el calzado. Este tormento queda para los blancos. Los camareros que en el inmenso comedor del citado Hotel de las Indias nos sirven platos javaneses rociados de salsas infernales van todos vestidos de blanco, con levitas inmaculadas y pantalones cortos, en la cabeza el pequeño turbante de batik y los pies completamente desnudos.

A ciertas horas del día, en los canales de las calles más importantes, que son de cierta profundidad, se ven numerosos grupos de mujeres descendiendo con lentitud las escaleras de piedra para meterse en el agua, sin más traje que una de esas telas asiáticas, extremadamente sutiles, que tienen además el tono rosa de la carne. Apenas se encuclillan en los últimos escalones para que el agua les llegue al cuello, dicha tela desaparece, pegándose a todas las curvas entrantes y salientes de estas buenas mozas de piel de oro. Luego remontan con paso tranquilo la escalera, hasta el lugar donde dejaron sus ropas secas.

Tal baño en las calles no llama la atención de ningún habitante blanco de la ciudad. Lo ven todos los días. Además tiene por base un motivo religioso, respetado por las autoridades. Como estas mujeres son musulmanas, hacen sus abluciones rituales en el canal. La temperatura de Java, que algunos llaman «la isla del sudor», convierte en voluptuoso placer tal acto de devoción. De aquí la facilidad de las javanesas para desnudarse, su amor al agua y su odio al vestido… cuando no es muy rico.

Las más de estas mujeres resultarían de una belleza apreciable, a pesar de sus facciones exóticas, si no fuese por su costumbre de mascar betel, materia que desfigura sus bocas y les hace escupir una saliva del mismo color de la sangre. En las calles se encuentran con frecuencia preparadores de esta materia que tanto repugna a los europeos.

Hay también numerosos vendedores de comestibles que libran a las javanesas de la necesidad de encender fuego para la preparación de sus alimentos. Los que ofrecen melones, plátanos, mangos y otros frutos del país condimentan igualmente arroz guisado con curry, entregándolo envuelto en hojas de platanero que sirven de platos. Sólo las gentes del país pueden comer este guiso popular, que despierta en la boca los ardores de un incendio. También, sentadas al pie de los árboles, hay mujeres que venden té y otras bebidas refrescantes.

Los hombres mostraron en tiempo de la Compañía de las Grandes Indias ciertas preocupaciones supersticiosas, que ésta hubo de respetar para que no ocurriese una sublevación general. La justicia de la citada Compañía, tremendamente severa, castigaba con suplicios rigurosos hasta ciertas faltas de poca gravedad entre los blancos. La constancia de los naturales en el sufrimiento de penas bárbaras pareció increíble a muchos viajeros de entonces. El javanés recibía tranquilamente la muerte, pero a condición de que lo matasen llevando calzoncillos blancos y no le cortaran la cabeza. Los tribunales tuvieron siempre con sus reos esta complacencia. Para un javanés, lo terrible no era morir, sino llegar al otro mundo con la cabeza bajo el brazo y sin calzoncillos blancos, por tener la certeza de que en tal forma no lo recibirían en el cielo.

Todo esto es muy antiguo y con razón empieza a olvidarse. El régimen actual resulta muy distinto al de la antigua Compañía, pero aún queda en Batavia, intacto y con frescura de obra cuidadosamente renovada, un monumento de la crueldad de los antiguos colonizadores.

Pocos son los viajeros que no van a visitar, junto a la iglesia vieja de Batavia, la lápida del «traidor» Erberfeld. Ésta consiste en una gran piedra vertical incrustada en el muro de un jardín con la siguiente inscripción, primero en holandés y luego en javanés:

PARA PERPETUAR EL NOMBRE EXECRABLE DEL TRAIDOR

PIETER ERBERFELD

QUEDA PROHIBIDO PARA SIEMPRE

CONSTRUIR O PLANTAR EN ESTE SITIO.

BATAVIA, 14 ABRIL 1722.

El mencionado Erberfeld fue un mestizo rico, hijo de un colono alemán y de una javanesa, que intentó en el siglo XVIII una revolución para echar fuera de su país a los europeos. Él y catorce personajes javaneses, sus compañeros de conjura, fueron condenados a muerte como traidores, aunque muchos sospechan que la tal conspiración no representaba ningún peligro serio, y el principal delito de Erberfeld consistió en las tentaciones que inspiraban sus ricas propiedades a muchos de los dominadores.

Erberfeld y el javanés Catadia, reputado también como jefe, merecieron un suplicio aparte, consignado así en su sentencia: «Serán extendidos y atados cada uno sobre una cruz y se les cortará la mano derecha. Luego serán atenaceados en los brazos, las piernas y los pechos, de modo que las tenazas ardientes se lleven pedazos de su carne. Después se les abrirá el vientre y el pecho de abajo arriba, se les arrancará el corazón y se les echará al rostro. La cabeza cortada puesta sobre una estaca y el cuerpo hecho cuartos quedarán expuestos fuera de la ciudad, para que sean comidos por las aves de presa».

Encima de la lápida que execra la memoria del «traidor» hay una cabeza de yeso atravesada por un largo clavo o hierro de lanza. Es una cabeza de difunto con los ojos cerrados. Algunos dicen que dentro del yeso está el verdadero cráneo de Erberfeld.

Por detrás de este monumento se abren las ramas de un jardín tropical. Los plataneros extienden como un dosel sus anchas hojas barnizadas sobre la cabeza del martirizado.

¡Y pensar que fue en la vieja Holanda protestante donde se imprimieron y editaron la mayor parte de los libros, algunas veces fantásticos, sobre las crueldades de los españoles en América, más de un siglo antes de la ejecución horrible de Erberfeld y sus catorce compañeros javaneses!

Suplicios parecidos se encuentran en la historia de todos los pueblos: es cierto. Francia repitió con Damiens las crueldades horripilantes sufridas por Erberfeld, algunos años después del martirio de éste.

Son barbaries del pasado… Conformes. Pero que las vergüenzas de ese pasado se repartan con equidad entre todos los países, sin distinciones injustas y fanáticas para aplicárselas a España solamente.