Un muro de 600 leguas edificado en ocho años.—El chino sabe demasiado para ser militar.—Las industrias fúnebres.—Entierros ruinosos.—Las tumbas de los emperadores de la dinastía Luminosa.—En las puertas de la Tartaria.—Los vagabundos de la Gran Muralla.—La caravana de Kalgán.—El frío viento de la Mongolia.—Los dos ciegos musulmanes.
En este país extremadamente viejo, decano de todas las naciones actuales, no abundan los monumentos que puedan llamarse antiguos. Templos y palacios sólo alcanzan una vida de contados siglos. Lo eterno es la China, su historia y sus costumbres. El alma del país perdura inmutable a través de miles de años. La exterioridad de las cosas resulta transitoria y ha sufrido muchas renovaciones.
Su monumento más venerable y famoso es la Gran Muralla. Representa en la historia del pueblo chino lo que las Pirámides para la primitiva nación egipcia.
Las Pirámides tienen algunos miles de años más que la Gran Muralla. Cuando el emperador Hoang-Ti levantó ésta 240 años a.C, las Pirámides eran ya antigüedades milenarias que venían a contemplar viajeros de otros países. Pero como esfuerzo constructivo, la obra china resulta más enorme que la de los primeros faraones de Menfis. Resultan las Pirámides más grandiosas al poder abarcarlas el visitante con sus ojos; imponen un respeto casi místico por su pesadez de cumbre; tienen la concreción aplastante del amontonamiento. La Gran Muralla es una obra de extensión, un trabajo de gigantes en sentido horizontal, que casi nadie ha podido apreciar en conjunto, pues esto exigiría un viaje larguísimo. Los chinos, para crearla, manejaron indudablemente mayor cantidad de materias que los fellahs constructores de las Pirámides.
Ocupa la Gran Muralla una longitud de 600 leguas, distancia mayor que la existente entre Madrid y París. Algunos han calculado que con sus materiales se podría construir un muro que diese por dos veces la vuelta a la Tierra. Tal obra la ordenó Hoang-Ti, porque deseaba separar sus Estados del resto del mundo, y para él todo el mundo eran los tártaros y los manchúes, que podían atacar a su nación por el norte.
Hoang-Ti sólo gobernaba entonces la verdadera China, o sea las llamadas Dieciocho Provincias. Una cosa es la China y otra el Imperio chino. Los tártaros y los manchúes, que a pesar de la Gran Muralla acabaron por invadir el suelo de la China, fundieron sus territorios con las provincias de los vencidos, dando así su extensión actual a este Imperio de once millones de kilómetros cuadrados y quinientos millones de habitantes. Hace muchos siglos que la Gran Muralla resulta una obra completamente inútil, por haber quedado dentro del Imperio, extendiéndose la nación a un lado y a otro de sus baluartes; pero en sus primeros tiempos significó un gran adelanto como obra de fortificación, defendiendo la China de sus más temibles enemigos.
Se extiende sin interrupción 2400 kilómetros sobre cumbres de montañas, sobre valles profundos, y algunas veces sus cimientos se apoyan en pilotes para atravesar terrenos blandos y pantanosos. El emperador exigió a los ingenieros que no dejasen fuera de la muralla la más pequeña parcela de sus tierras, y esta orden hizo aún más dificultoso el trabajo. Quiso además que la obra colosal se terminase cuanto antes y fue emprendida por muchos puntos a la vez, dedicándose a ella millones de hombres.
En menos de ocho años se realizó, venciendo todos los obstáculos naturales, y según cuentan los historiadores, murieron en esta empresa sobrehumana unos 400.000 hombres.
Su trazado tiene el ondulamiento del dragón, línea favorita de los artistas chinos, pero tal forma se debe también a la exigencia imperial de seguir con rigurosa exactitud los límites de sus provincias septentrionales. En algunos sitios parece suspendida de los flancos escarpados de las montañas; otras veces se oculta en gargantas profundas o pasa como un puente sobre ríos y torrenteras.
Todo el que visita Pekín siente la atracción de la Gran Muralla. Presenta ésta diversos aspectos según los sitios que atraviesa, e imagínese el lector si ofrecerá puntos de vista distintos en una extensión de 600 leguas. El lugar más frecuentado por pintores y fotógrafos se halla a varias horas de Pekín, empleándose para llegar a él un ferrocarril que va a la Mongolia y tiene por término la ciudad de Kalgán, situada casi en pleno desierto.
Atravesamos la mayor parte de la capital, poco después de amanecer, para ir a la estación de esta línea férrea construida por una empresa china. Se halla fuera de las murallas, al otro extremo de la Ciudad Tártara. Nunca como en esta mañana me di cuenta de la extensión de Pekín. Nuestro automóvil rueda kilómetros y kilómetros, siempre por avenidas que parecen sin término. Vemos calles laterales con las fachadas llenas de anuncios colorinescos y el arroyo oscurecido por una apretada muchedumbre. Atravesamos mercados con inmóviles caravanas de camellos.
Todas las puertas de la antigua Ciudad Prohibida ostentan a ambos lados, clavadas en su muralla rosa, dos banderas cuyas telas tienen muchos metros de amplitud. Es el pabellón quinticolor de la China revolucionaria: rojo, amarillo, azul, blanco y negro. La República hace gran ostentación de su nueva bandera, como si esto bastase para modernizar a un país que hasta hace poco no conocía otro símbolo patriótico que los dos dragones heráldicos de sus emperadores. Algunos edificios oficiales han adornado sus fachadas con falsas columnas y capiteles de papel multicolor que muestran la prodigiosa habilidad manual de los artífices del país. Estamos en las fiestas de Año Nuevo, colocadas por el calendario chino algunos días después de nuestro 1 de enero, y todos los palacios gubernamentales se cubren de dichos adornos.
Llegamos finalmente a la estación del ferrocarril de Mongolia. Junto a ella se extiende un campo de maniobras, y mientras llega la hora de partir el tren vemos cómo trotan, cómo se echan al suelo y nos apuntan con sus fusiles varios grupos de soldados vistiendo uniforme blanco y azul, todos con zapatillas afieltradas, de pie negro y caña blanca, que son el calzado nacional.
Dicen que estos soldados resultan tan excelentes como los mejores si los dirigen oficiales extranjeros, capaces de hacerlos avanzar con su ejemplo y con el automatismo de la disciplina. Pero al ser mandados por generales chinos no hay tropas más blandas, más refractarias al ataque a pecho descubierto, con menos «mordiente». Esta flojedad, incomprensible en hombres que aprecian la vida menos que nosotros y parecen más acostumbrados a sufrir el dolor físico, sólo puede explicarse teniendo en cuenta que el chino, por regla general, es más astuto e inteligente que el blanco.
Sabe demasiado para ser militar; tiene una experiencia de varios miles de años a su espalda, y las expresiones sonoras «patria», «gloria», etc., que en otros países empujan a los hombres a la muerte, no despiertan en él grandes entusiasmos. Su positivismo le hace pensar que los provechos de la victoria serán para sus jefes y no para él. Sabe que si queda inválido no recibirá ninguna recompensa digna de tan enorme desgracia. Pero el porvenir es una sucesión de sorpresas, y ¡quién sabe lo que hará en el futuro este pueblo de quinientos millones de seres!…
Sus campesinos, individualmente valerosos, sobrios y crueles, pueden convertirse en temibles soldados si los reúne y los entusiasma un ideal común, algo que hable a su orgullo de raza y a un positivismo. Mas por el momento, los que conocen a este ejército afirman que nada vale como fuerza agresiva y tampoco puede servir gran cosa para la defensa del país en caso de invasión. Los chinos, como todos los pueblos de un gran pasado histórico, miran con superioridad a los países que estuvieron bajo su dependencia, política o intelectual. Como los japoneses fueron sus discípulos y los vapulearon hace treinta años en una guerra, se vengan de ellos llamándoles «los enanos». Pero es indudable que si las potencias europeas y los Estados Unidos no se preocupasen de mantener la independencia de la República china, «los enanos» habrían aprovechado cualquier pretexto para llegar hasta Pekín —sólo están de él a veinticuatro horas de ferrocarril—, barriendo con facilidad todo este ejército azul y blanco, de zapatillas silenciosas.
Empieza a deslizarse el tren sobre los campos inmediatos a la capital. Pasan ante las ventanillas grupos de árboles ennegrecidos por el invierno y montones de tierra que son tumbas cada vez más numerosas. Algunas de ellas deben ser de gente rica, cuyos parientes cuidaron de su ornamentación, haciendo algo más que amontonar terrones sobre los féretros. (Había olvidado decir que el ataúd chino no lo descienden al fondo de una fosa, como en nuestros cementerios. Queda sobre el suelo y lo van cubriendo con tierra hasta que forma ésta una cúpula suficientemente gruesa para preservarlo de las injurias atmosféricas.) El adorno escultórico de los cementerios ricos es siempre el mismo: una gran tortuga de piedra que lleva sobre el lomo un obelisco o una torre de pagoditas superpuestas. Esta tortuga, emblema de una larga vida, con la pareja de dragones imperiales y el ave fénix, constituye el grupo principal del simbolismo chino.
Pasamos junto a canales que tienen sus taludes cubiertos de nieve. Cisnes blancos y negros abren el agua verdosa con el plumón de sus pechos. Entretengo la monotonía del viaje pensando en la importancia que las supersticiones taoístas han dado a las ceremonias del entierro.
Hasta el culí más humilde ahorra pequeñas monedas pensando en el féretro que ocupará después de muerto. Los almacenes de pompas fúnebres son los establecimientos más importantes en los barrios populares de Pekín. Hay talleres enormes de carpintería que fabrican montañas de ataúdes de pino blanco, dentro de los cuales se encajan otros de maderas más valiosas.
Un entierro magnífico es la ambición suprema de todos los habitantes de este país; el glorioso final de una existencia. Las familias contraen deudas que agobian el resto de su vida, o se arruinan totalmente, perdiendo su rango social, para costear unos funerales. Tardan éstos con frecuencia meses y aun años a causa de los preparativos que exigen. Los entierros, escrupulosamente reglamentados según su costo, se escalonan en clases, y la memoria de una persona se venera de acuerdo con la importancia de su sepelio.
En los funerales de un rico se queman muebles, armas de caza, perros; antiguamente palanquines con sus portadores, ahora berlinas tiradas por caballos o automóviles de marcas célebres. Lo que constituyó en vida el lujo del difunto debe seguirle más allá de la tumba. Pero este pueblo, hábil en toda clase de negocios, ha encontrado el medio de proporcionar a los muertos sus comodidades terrenales sin que por ello pierda el capital de los vivos unos objetos tan preciosos para la existencia. Y los muebles, las armas, los automóviles, los animales domésticos, son todos de cartón, construidos por notables artífices que reproducen el original con una escrupulosidad puramente china, sin olvidar detalle.
Los muertos de gran familia quedan provisionalmente metidos en ataúdes, esperando que todo esté listo para sus funerales. El fallecimiento de un personaje proporciona a los escultores fúnebres largo trabajo, y por más que se afanen transcurre mucho tiempo antes de que la familia pueda realizar un entierro suntuoso. El público acude a ver el desfile de objetos y bestias de cartón para apreciar la fidelidad con que fueron reproducidos, y admita que tan costosas obras estén destinadas a convertirse en cenizas sobre una tumba.
Continuamente se encuentran en las calles de Pekín bandas de músicos que van a ponerse a la cabeza de un cortejo fúnebre. Chinitos mofletudos y sonrientes pasan cargados con enormes gongs y otros instrumentos no menos ruidosos y de grandes dimensiones. Ellos y los músicos que les siguen parecen alegres por la abundancia de trabajo. La muerte fomenta los negocios del país y aviva la actividad de las gentes. Hay entierros que llegan a costar 300.000 o 400.000 dólares chinos, figurando en ellos centenares de hombres con dobles estandartes, varias bandas de músicos y una procesión interminable de falsos carruajes, monigotes y casas portátiles, destinados a convertirse en humo.
Abandonamos el tren en mitad de nuestra marcha a la Gran Muralla. Son las nueve. El sol de una hermosa mañana de invierno empieza a caldear la tierra. Los charcos han perdido su costra blanca de la noche. Lloran los árboles con la licuefacción de la escarcha de sus hojas. El terreno ha ido subiendo y no oscurece ya la atmósfera el polvo amarillento de los alrededores de Pekín. Se respira un aire fresco de montaña. Vemos en el horizonte las cumbres de la Mongolia, que parecen haberse acercado a nosotros repentinamente.
Marchamos dos horas a caballo para ver un grupo de mausoleos de los emperadores Ming. Son más ostentosos y ocupan mayor espacio que los que visitamos en las cercanías de Mukden, construidos por la dinastía de los «Muy Puros». Pero el aspecto arquitectónico de unos y otros casi es igual; largas avenidas que conducen a templos multicolores y tienen en sus bordes parejas de animales gigantescos esculpidos en granito: elefantes, caballos, licornios y leones. Lo más notable de este parque fúnebre es su arboleda, que se extiende kilómetros y kilómetros, formando una selva de sagrado silencio. El suelo está cubierto de césped finísimo y resbaladizo. Con gran frecuencia pasamos sobre el arco de un puente de mármol. Los arquitectos paisajistas de la China se complacen en hacer dar a un mismo arroyo numerosas revueltas, de modo que se coloque incesantemente ante el paso del visitante, sólo por el placer de ir lanzando nuevos puentes sobre su curso.
El puente es la obra suprema del artista chino, y cuanto más abunda en un paisaje, mayor esplendor le proporciona. Esta predisposición a la línea tortuosa la siguen también al trazar las avenidas funerarias. Únicamente son rectas en cortos espacios, torciéndose inmediatamente para tomar una nueva dirección y volver más allá a la línea primitiva. Según parece, en estos bosques sepulcrales los constructores emplearon la línea quebrada con un fin religioso, para desorientar y fatigar a los malos espíritus. Como éstos sólo vuelan en línea recta, llegarían fácilmente hasta el monumento fúnebre, levantado en su último término si las avenidas fuesen tiradas a cordel. Gracias a tales tortuosidades, queda defendido el sepulcro por masas de arboleda que lo ocultan a los demonios alados.
Visitamos las tumbas de estos Ming, emperadores que en el siglo XIII formaron una verdadera dinastía nacional, gobernando a la China entre los invasores tártaros, a quienes destronaron, y los invasores manchúes, que los destronaron a su vez. El primero de los Ming fue verdaderamente un héroe, un gran capitán salido del pueblo, que llegó a convertirse en emperador. Empezó de niño como acólito de una pagoda; luego, de joven, ganó su vida barriendo el templo y sirviendo de criado a los sacerdotes. Al sublevarse la nación contra los últimos descendientes de Gengis Kan, este sacristancito chino se lanzó a la guerra, revelándose como hábil guerrero y astuto político, que supo reunir en torno a su persona las fuerzas populares hasta entonces disgregadas, batiendo para siempre a los tártaros y entronizando a su familia con el título de dinastía Ming, que significa «Luminosa».
No llegó el primero de los Ming a reinar en Pekín. Su capital fue Nankín[11], ciudad creada por él, donde se halla todavía su tumba.
Volvemos al tren y éste reanuda su marcha hacia las montañas de la Mongolia, que llenan el horizonte. Siguiendo la orilla de un río, se desliza poco después por las tortuosidades de continuos desfiladeros. Empezamos a ver cortinas de fortificación que, partiendo del valle fluvial, se remontan a las cumbres. Son defensas secundarias, a espaldas de la Gran Muralla, cuya proximidad se deja adivinar.
Todas las montañas son rojizas, a causa de su vegetación seca y quemada por el frío. En verano deben vestirse de un verde tierno y jugoso. Ahora su aspecto es áspero y fiero; parecen forradas todas ellas con pieles de león.
Creo adivinar el destino de las murallas que cortan el largo y tortuoso valle. Veo caminos fortificados que suben a las cumbres; escalinatas entre dos murallas con almenas, para poner a cubierto de los flechazos enemigos a las huestes que ascendían por sus peldaños de roca. Los puentes que se encorvan sobre el río tienen igualmente almenas y dan acceso a castillos ruinosos que fueron cuarteles. Las tropas chinas no podían pasar el invierno entero acampadas en la Gran Muralla. Precisamente en esta región serpentea sobre cumbres donde sopla durante largos meses el frío viento de la Mongolia. La guarnición vivía en el valle, de temperatura más templada, y al dar la alarma los destacamentos avanzados podía ascender rápidamente por los caminos cubiertos, yendo a ocupar sus sitios de combate.
Se detiene el tren en la estación de Chinglungchiao, nombre que no es fácil para dicho ni para escrito. Desde la estación se ve sobre las cumbres inmediatas una torre, cuadrada, y varios lienzos de muro que se alejan. Es la Gran Muralla, que llega hasta aquí en uno de sus ángulos entrantes y retrocede con brusquedad, perdiéndose, entre picachos de rocas.
Empezamos a ascender por la pendiente de un barranco. La marcha se prolonga más de una hora. Algunas veces el suelo deja de ser pedregoso y pasamos entre pequeños rectángulos de tierra cultivada por unos labriegos puramente tártaros. Los chinos que vienen con nosotros, intérpretes y guías, con sus sotanas negras y sus birretes de seda rematados por un botón rojo, resultan extranjeros en este país.
El tártaro lleva gorro de pieles y barbas lacias. Todos tienen los pómulos muy anchos y unos ojitos menos oblicuos que los chinos, pero más duros. Nos rodea una tropa de ellos, con trajes andrajosos, cuya tela acolchada de algodón deja escapar éste por las roturas. Los calzones son tan rígidos por su forro interior y por la suciedad externa, que parecen tallados en madera como dos troncos huecos de árbol.
Muchos de estos hombres, formando grupos de cuatro, sostienen ramas peladas de árbol de las que penden unos sillones viejos de junco, y cuando se cansa un viajero le invitan a que se siente en el rústico palanquín. Así lo llevan cuesta arriba con esfuerzos escandalosamente exagerados para exigir luego mayor recompensa. Cada cien pasos se detienen, y el primero de los cuatro portadores lanza un grito. Apoyan entonces la barra en unas horquillas y cambian ésta de hombro, continuando su ascensión.
Otros tártaros son comerciantes de la Gran Muralla y acosan a los viajeros ofreciéndoles «curiosidades» del país, especialmente cencerritos y eslabones fabricados por los herreros indígenas. Lo que más venden son piezas de la antigua moneda mongola. Esta moneda, la más original que puede encontrarse en el mundo, consiste en pequeños sables de bronce, yataganes de la longitud de un dedo, que tienen grabadas en su hoja la leyenda de la pieza y el año en letras chinas.
Llegamos finalmente a una de las puertas del interminable recinto fortificado, la de la ruta que va a Kalgán, ciudad importante del desierto. Lo mismo que los antiguos soldados del Hijo del Cielo, empezamos a subir por unas escaleras fortificadas, hasta lo alto de la Gran Muralla. Una vez sobre ella marchamos entre dos filas de almenas por un camino enlosado de granito, en el que pueden avanzar cómodamente diez hombres de frente.
Sólo logramos ver la parte más insignificante de esta obra que ocupa una extensión igual a la longitud de dos o tres naciones medianas de Europa. Y sin embargo, este reducido sector nos parece algo extraordinario que hace presentir la enormidad de todo lo que permanece oculto más allá de nuestro poder visual.
La muralla sube por ambos lados siguiendo las pendientes, escala las cumbres, desaparece, la vemos surgir a muchos kilómetros de distancia sobre nuevas alturas, se oculta en los valles, y así va hundiéndose y emergiendo en los sucesivos términos del horizonte, hasta no ser más que un hilillo rojo casi esfumado entre remotas montañas azules. A distancias regulares se levantan torreones cuadrados, todos parecidos. Los arqueros, desde lo alto de sus plataformas, podían cruzar sus disparos de modo que no quedase un fragmento del muro sin ser defendido por sus flechas.
Caminamos mucho tiempo sobre el lomo de esta obra que parece infinita. El tiempo apenas ha causado mella en su masa de piedras y ladrillos. La soledad del lugar la conservó, como la campana neumática preserva los objetos confiados a su vacío.
Al otro lado se extiende la árida tierra mongola, que es como una antesala del desierto de Gobi, y diversos países de misterio, poblados por demonios guardadores de tesoros, por tribus nómadas de bandidos, y en cuyos remotos valles hay ciudades santas que gobiernan dioses vivientes. Allá está Urga, donde se deja adorar el Buda hecho carne, divinidad que muere envenenada muchas veces, si los santos lamas del Tíbet, establecidos en Lhassa, consideran que ha vivido demasiado y ansían darle un sucesor más sumiso, para lo cual les basta con enviarle un nuevo médico. Allá los lagos de nafta que arden incesantemente poblando la noche de resplandores infernales; allá las tribus guerreras que pertenecen de nombre al inmenso Imperio chino, pero hace años viven con independencia, aliadas a los sóviets de Siberia, y ensoberbecidas por el armamento que les regala el gobierno rojo de Moscú.
Vamos encontrando monótono el espectáculo al poco rato de marchar por estos caminos almenados que se empinan siguiendo las pendientes y en cuyas piedras pulidas por los siglos resbalamos con demasiada frecuencia. Luego el interés renace al pensar que esta obra de color rojizo, que sólo parece tener un siglo de existencia, fue construida hace 2300 años. Siempre que vemos el interior de un torreón recordamos que la Gran Muralla tiene 20.000 de ellos, todos iguales.
En la puerta atravesada por el camino de Kalgán se notan más las roeduras del tiempo. Un castillo fue adosado a ella, y esta fortificación suplementaria es ahora un montón de ruinas. El arco de la puerta se mantiene intacto. Detrás de él se halla obstruido el camino por masas de mampostería derrumbada, semejantes a los pedruscos que forman islotes en el lecho de los barrancos.
Vemos cómo se aproxima cortando el desierto una caravana de mulas y camellos procedentes de la Mongolia. La fila de bestias, con sus arrieros tártaros, atraviesa la puerta-túnel de la muralla. Luego saltan aquéllas, con una agilidad de cabras, sobre las ruinas que obstruyen el paso, y vuelven a formarse más allá en el camino libre que desciende a las llanuras cultivadas de la China.
Unos gendarmes con guedejas de pelo de mono, gorra azul y blanca y revólver al costado se han unido a nosotros en las inmediaciones de la muralla. Su compañía es oportuna. Todos estos grupos de comerciantes de monedas-yataganes, de portadores de palanquines rústicos, de vagabundos con andrajos duros como la madera, ojitos feroces y barbas de chivo, si se limitan a pedirnos dinero valiéndose de gesticulaciones humildes o exagerando desvergonzadamente el menor servicio que prestan, es porque ven a nuestro lado a estos gendarmes algo grotescos con sus melenas lacias, que han sustituido a la antigua trenza, y sus orejeras peludas. De no estar ellos presentes, exteriorizarían sin duda sus deseos con menos humildad.
Desciende el sol, y un viento helado y cortante, el terrible viento de la Mongolia, empieza a cantar en torreones y almenas. Los mismos habitantes del país acogen con una sonrisa crispada estos chillidos atmosféricos. Unos introducen sus manos en los guantes-manoplas que les cuelgan del pescuezo. Otros más pobres se las meten bajo los sobacos y empiezan a bailar para defenderse por adelantado del frío.
Es tan brusco este soplo, huracanado y glacial, que nos hace correr muralla abajo, con gran arremolinamiento de faldas y gabanes, levantando todos las manos para asegurar los sombreros.
Al pie de la escalera fortificada, junto al arco de la puerta, en una especie de hornacina, vemos arrodillados a dos mendigos, viejos tártaros de luenga barba blanca. Uno de ellos tiene un vago parecido con Anatole France.
Los dos están ciegos, con esa ceguera extremada y monstruosa de los países orientales, que no se contenta con borrar la vista y destruye además ferozmente los globos de los ojos. Tienen sus cuencas rojas y completamente huecas. Las moscas invernales se sobreviven y alimentan revoloteando en torno a estos cuatro orificios de herida, siempre frescos y sangrientos.
Murmuran oraciones con voz monótona, balanceando sus diestras tendidas. Canturrean como si cumpliesen un rito, indiferentes a que el viajero se detenga o siga adelante.
Se adivina que estos chinos son musulmanes. El nombre de Alá, confusamente pronunciado, pasa a través de la sorda melopea de sus invocaciones. Tienen además la gravedad fatalista de los mendigos del Islam.
Reciben las monedas en sus manos impasibles y siguen suspirando palabras, fijas sus órbitas sin ojos en el infinito.
Estos dos habitantes de la Gran Muralla no se mueven nunca de la hornacina que les sirve de refugio: aquí duermen; aquí comen cuando tienen de qué.
¿Para qué canturrean todos los días, si sólo de tarde en tarde se presentan viajeros?… ¿Quién puede darles limosnas en este desierto?… ¿Qué es lo que ven en su eterna noche, arrodillados junto a esta puerta que da entrada a una de las soledades del mundo más extensas y misteriosas?…