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La Ciudad Prohibida

Los mares y las montañas de los jardines imperiales.—La Montaña del Carbón.—El árbol sentenciado a cadena perpetua por lesa majestad.—Los guardianes de la República. Los grandes patios de mármol y sus ríos.—Los tesoros del Hijo del Cielo.—Las recepciones solemnes en la Sala de la Gran Reunión.—Todo Pekín visto desde el trono.—Los dueños alados y definitivos de la Ciudad Prohibida.—Robos de las tropas civilizadoras.—Un museo formado con lo que dejaron o lo que devolvieron.—La ironía de los chinos.—«Nosotros los salvajes».

Antes de 1911, fecha de la caída del régimen imperial, el europeo llegado a Pekín sólo podía ver el templo del Cielo y de la Agricultura, con sus vastos parques. La Ciudad Prohibida estaba cerrada para él, e igualmente muchos templos antiguos que eran al mismo tiempo boncerías habitadas por monjes fanáticos.

La República ha abierto todas las residencias imperiales, y desde hace catorce años un nuevo Pekín se ofrece a la curiosidad de los viajeros. La llamada Ciudad Prohibida puede ser visitada a todas horas en los tres diferentes recintos que la componen.

El primero lo designó siempre el pueblo con el nombre de Ciudad Amarilla, a causa del color de las tejas barnizadas que cubren sus techos. En ella estaban los ministerios y otros centros de la vida oficial, pudiendo ser visitada por los extranjeros de distinción. El segundo recinto era la Ciudad Roja, llamada así por el color de sus muros. Nadie pasaba sus puertas si no pertenecía a la corte del Hijo del Cielo. En sus construcciones más avanzadas vivían los soldados de la Guardia del emperador y sus cortesanos. El tercer núcleo, o sea el lugar central y misterioso donde estaban las habitaciones del soberano y su familia, se llamaba la Ciudad Violeta, también por el color de sus techumbres.

Pocos entraban en la Ciudad Violeta. Los mandarines importantes y los embajadores recibidos por el Hijo del Cielo no iban más allá de los patios majestuosos de la Ciudad Roja. Aún en el presente continúa siendo inaccesible la Ciudad Violeta, por estar reservada una parte de ella para el joven emperador sin corona, que sigue llevando, cerca del presidente de la República, una existencia misteriosa.

Así como los antiguos viajeros quedaban admirados ante los grandes parques existentes dentro de la ciudad amurallada de Pekín, se siente asombro ahora viendo los jardines de la Ciudad Prohibida. Se cree vivir en pleno campo al contemplar arboledas que parecen interminables; montañas cubiertas de palacios y pagodas con techos superpuestos y cornudos, de cuyos aleros penden campanillas de sonoros estremecimientos; lagos por los que navegan sampanes con proas de dragón y cámaras doradas de techo redondo. Y estos vastos jardines están en el interior de un recinto fortificado; los guardan murallas, invisibles desde aquí, pero que se extienden kilómetros y kilómetros.

Los emperadores chinos y los mandarines opulentos consideraron un jardín como el más precioso adorno de toda vivienda rica, reproduciendo en su frondosidad las bellezas naturales con arreglo a un gusto pueril y extremadamente minucioso, mas no por esto indigno de consideración. Visitando esta Ciudad Prohibida, tan grande como algunas capitales de Europa y que sirvió de simple vivienda a un solo hombre, se puede apreciar cuán necesario es para la vida humana el contacto con la Naturaleza. Estos monarcas absolutos, que durante largos siglos dominaron la mayor parte del mundo asiático y por exigencias de la etiqueta debían mantenerse aislados de su pueblo, reprodujeron en el interior de su ciudad-palacio los esplendores del campo, ya que no podían ir a contemplarlos como simples viajeros.

Ahora los jardines imperiales están olvidados. La República no puede mantener un ejército de miles de jardineros como lo hacían los Hijos del Cielo, derrochadores de tesoros. Pero a pesar de su abandono creciente y la tristeza de las tardes invernales, aún ofrecen un aspecto de melancólica majestad.

Los lagos son varios y enormes, con islas y penínsulas cubiertas de arboleda. Como los chinos de Pekín vivían y morían lejos del océano, no vieron obstáculo alguno en llamar enfáticamente «mares» a estas extensiones acuáticas, y todavía conservan dicho título. Dentro de la Ciudad Prohibida se encuentran el Mar de Enmedio, el Mar del Norte, el Mar de las Cañas, y otros.

No bastando a los emperadores abrir mares en el suelo de sus jardines, elevaron igualmente montañas. Pekín está asentado en una llanura polvorienta, y sólo al perder de vista la capital empiezan a columbrarse las estribaciones de una cordillera. Pero los jardines de la Ciudad Prohibida tienen montañas que ostentan en sus cumbres palacios y templos, siendo la más famosa de ellas la llamada Mei Shan (Montaña del Carbón).

Según cuentan, debe su título a que cierto emperador, durante una de las remotas guerras civiles, hizo previsoramente enormes acopios de carbón, temiendo un asedio de sus enemigos. La gigantesca masa de combustible quedó en el olvido, los huracanes polvorientos que soplan sobre la planicie pekinesa la fueron cubriendo de tierra, y acabó por convertirse en una colina de rudas pendientes. Luego, los emperadores, despreciando por innecesario el contenido de la montaña artificial, cubrieron sus laderas con jardines, y durante varios siglos fue un lugar predilecto dentro de este mundo cerrado y majestuoso.

Hoy la Montaña del Carbón está abandonada. En sus caminos sólo se ven boncerías desiertas o palacios que habitaron los mandarines favoritos y caen ahora poco a poco en escombros. Entre estos edificios crecen bosques de lilas y extienden su venerable ramaje los cedros centenarios. Bandas de pájaros saltarines animan con sus voces una soledad verde que dura de sol a sol.

No creo, sin embargo, que estas avenidas en pendiente se viesen más frecuentadas en los buenos tiempos del Imperio. El chino rico gusta de los jardines para verlos desde una ventana; rara vez pasea por ellos, los aprecia como un deleite de los ojos. Los mandarines del pasado únicamente debieron subir en palanquín los caminos ásperos de la Montaña del Carbón para llegar a su cumbre y sentarse en la torre que la corona, contemplando desde sus miradores todo el ámbito de una ciudad que sólo de tarde en tarde podían visitar a causa de sus deberes palaciegos.

En el centro del Mar de Enmedio o de los Lotos, sobre una colina artificial con bosques y palacios, está el famoso árbol encadenado.

Cuando los emperadores manchúes, hace dos siglos y medio, destronaron a la dinastía de los Ming, apoderándose de Pekín, el último de los Ming no quiso sobrevivir a tal vergüenza y se ahorcó de una rama de dicho árbol. A los nuevos emperadores les convenía mantener intacto el prestigio de su investidura, la inviolabilidad religiosa de sus personas, y ordenaron el procesamiento del árbol por haber prestado sus ramas para esta acción sacrílega, condenándolo a prisión perpetua como reo de lesa majestad. El árbol hace muchos años que está seco, pero aún se mantiene erguido, negro y leñoso, en medio de una vegetación que goza de plena libertad, teniendo enroscadas a su tronco y sus brazos numerosas cadenas manchadas de herrumbre.

Sobre los canales con riberas de piedra que llevan el agua de un «mar» a otro, se lanzan las curvas de los puentes de mármol. En otros sitios ponen en comunicación el jardín con las islas. El arqueamiento exagerado de estos puentes resulta penoso para los pies occidentales. Uno de ellos, a pesar de su magnificencia, recibe el apodo de «El Jorobado» por la altura de su curva. El tiempo y el abandono han desgastado además los pequeños escalones de su doble pendiente, haciendo aún más difícil su tránsito. Pero los personajes chinos iban calzados con ligeras zapatillas de fieltro, que les permitían ajustar sus plantas a las sinuosidades del suelo, ascendiendo por ellas mejor que nosotros. Ya dije también cómo el monarca, con sus ligeras sandalias de pergamino, subía ritualmente las escalinatas por el «sendero imperial», que no siempre era camino fácil.

Actualmente los jardines de la Ciudad Prohibida no tienen otros guardianes que hombres del ejército. Al licenciar la República el personal enorme mantenido por los emperadores en sus palacios, lo suplió con soldados de línea. Como el ejército es muy numeroso en este país extraordinariamente poblado y gusta más de vivir tranquilo que de ejercicios y maniobras, una gran parte de la guarnición de Pekín se halla dedicada a la vigilancia de los edificios públicos.

En todos los kioscos su encuentran soldados y fusiles. Sobre las riberas marmóreas de los lagos circulan patrullas con el arma al hombro. Junto a los puentes de atrevida curva hay militares que se apresuran a ofrecer una mano a los viajeros, ayudándolos a pasar sobre el lomo resbaladizo de mármol, en espera de una propina o un simple cigarrillo. Si no reciben nada no por ello dejan de sonreír y hacer cortesías. Estos mocetones, procedentes de las provincias del norte, campesinos de buen humor que la República ha convertido en soldados, parecen más grandes de lo que son en realidad a causa de sus trajes de invierno, acolchados interiormente. Los forros de algodón en rama los hacen extremadamente obesos. Hay nieve en los rincones sombríos de la arboleda, flotan sobre los lagos anchas placas de helado cristal, pero como luce el sol, estos guerreros han dejado sueltas las orejeras de piel de sus gorras. Cuando pasa un destacamento se ve sobre las cabezas de sus hombres y por debajo de las hileras de bayonetas cómo se balancean al compás de la marcha los pares de orejas erguidas.

Por encima de las murallas de la Ciudad Roja espejean las techumbres de los palacios imperiales, todas con tejas de laca amarilla, color que únicamente podía usar el Hijo del Cielo. Una sucesión de nueve patios enormes (siempre el número simbólico), en torno a los cuales corre una cuádruple fila de edificios, forma el núcleo de la Ciudad Prohibida. Estos patios se comunican a través de portadas, sobre mesetas de mármol que tienen por ambos lados amplios graderíos. Las portadas también son de mármol y constan de tres puertas, estando reservada la del centro para el emperador y las otras para los mandarines, según su categoría. Sobre cada una de aquéllas existe un pabellón de madera laqueada y dorada, con techo amarillo, cuyos aleros se encorvan en los ángulos.

Estos patios, orientados con arreglo a los puntos cardinales, tienen al sur y al norte las portadas de acceso, a ambos lados de ellas los salones más importantes, y al este y al oeste galerías, detrás de las cuales existen almacenes, dormitorios y cuadras. En torno al primer patio vivían los funcionarios palaciegos más modestos y los jefes de la Guardia imperial. Hay que advertir que la Ciudad Prohibida contaba siempre con una guarnición de 15.000 infantes y 5.000 jinetes.

Todos los nueve patios tienen pavimento de mármol, y por su centro corre un río atravesado por tres o cinco puentes. Su extensión es tan enorme que el hombre parece perdido en ella, achicándose con una modestia lamentable cuando se aleja a uno de sus extremos. Para cortar la monotonía de estas llanuras rectangulares, embaldosadas de blanco y cerradas por ostentosos edificios, se alzan en ellas grandes pedestales sustentando leones chinescos, de ojos saltones como bolas, dentadura de cocodrilo y melena de perro. Otras veces sostienen cigüeñas de bronce o vasos que parecen campanas olvidadas.

El segundo patio, el más enorme de todos, guarda en su fondo la sala imperial. Dentro de ella recibía el Hijo del Cielo a los embajadores y los príncipes feudatarios. En las galerías del este y del oeste estaban los almacenes de las cosas preciosas de su pertenencia particular, vastos salones que muchas veces no podían contener los tesoros del celeste emperador, dueño absoluto de un país más grande que Europa.

Uno de los edificios guardaba los vasos de bronce y diversas obras de metal hechas por los artífices de Pekín o regaladas por los gobernadores de las provincias. Otro contenía las peleterías preciosas enviadas por los cazadores de las provincias limítrofes con Siberia. El enorme Imperio chino abarcaba todos los climas y poseía todas las faunas, desde el oso de las llanuras de hielo a la pantera y el tigre de los arrozales cercanos a los mares del Sur.

En un tercer depósito se almacenaban las vestiduras de honor que el Hijo del Cielo regalaba como si fuesen condecoraciones a los funcionarios dignos de tal recompensa: gabanes de seda, con forros de zorro azul, de cibelina, de armiño. Otra sala contenía las piedras sin montar del tesoro imperial, diamantes, amatistas, esmeraldas, mármoles raros, jade de un verde tierno que parece vivir o veteado de oro, perlas finas pescadas por los súbditos de las provincias meridionales. El ropero imperial ocupaba un edificio de dos pisos, con armarios y cofres repletos de maravillosas vestimentas, ligeras y coloreadas como flores. En un sexto depósito estaban las armas, ricas y célebres, tomadas al enemigo, y otras ofrecidas por los embajadores de los monarcas tributarios…

Creo oportuno recordar cómo fue en otras épocas el poder de los emperadores chinos. Nos hemos habituado tanto en los últimos tiempos a ver subyugado este país a las exigencias abusivas y crueles de las naciones europeas y de los japoneses, que apenas si nos damos cuenta de que el Hijo del Cielo vivió durante siglos y siglos, dentro del mundo asiático, más poderoso y obedecido que ningún monarca lo fue en Occidente. No había pueblo del viejo mundo que no reconociese su autoridad y temiera sus ejércitos innumerables. El Japón fue el único que se libró de tal vasallaje, por su posición insular y por los caprichos oceánicos que destruyeron todas las flotas chinas llegadas a sus costas. El cruel Timur, o sea el famoso Tamerlán, terror y azote de tantos pueblos, se declaró feudatario del Gran Kan residente en Pekín.

Hay que imaginarse el aspecto de este segundo patio en días de gran recepción. Se abre en su parte norte lo que puede llamarse sala del trono y que los chinos titulan Taeho-Tien (Sala de la Gran Reunión)[10]. En el centro de ella colocaban el asiento del emperador, quedando las cuatro patas de dicho mueble a ambos lados del eje que divide por la mitad a Pekín. Si abrían la puerta central del pabellón sur, y sucesivamente las portadas de la Ciudad Roja, de la Amarilla y de la Tártara —todas colocadas exactamente en la misma línea—, el Hijo del Cielo, sin moverse de su asiento, podía extender sus miradas hasta el extremo sur de Pekín, a través de toda la Ciudad China, en una extensión longitudinal de muchos kilómetros, viendo como un hormiguero la remota actividad de las muchedumbres circulando por la calle de Enfrente.

A la meseta de mármol que sustenta la Sala de la Gran Reunión se sube por cinco escalinatas que dan a otras tantas terrazas con balaustradas de maravillosa labor. El mármol ha sido trabajado como algo dúctil que adquiriese rápida forma bajo los dedos. Cigüeñas y dragones parecen correr entre los encajes marmóreos. Los siglos han dado a la preciosa piedra un color amarillo de miel.

Las puertas de esta sala imperial son de laca roja y de oro, con menudos dragones deslizándose entre ramajes complicados. También son de rojo y de oro las grandes columnas, y estos dos colores imperiales se repiten en el adorno de los muros, dando a todo el salón una visualidad que hace recordar las tintas de la bandera española agitada por el viento.

Sobre pedestales quebrados por los golpes más que por los siglos, se ven unos vasos maravillosos de bronce verde, con adornos de oro pálido profundamente rayado. Fueron soldados japoneses los que en 1900 rascaron con sus cuchillos-bayonetas esta capa de oro, para llevarse el precioso polvo. Tal rapiña no resultó un acto extraordinario. Las tropas europeas llegadas a Pekín en la misma expedición contra los bóxers mostraron igual conducta. Lo admirable de estas vasijas gigantescas, desfiguradas por la rapacidad de los invasores, es su timbre sonoro. Basta dar en ellas con los nudillos para que salga de sus entrañas una vibración misteriosa y ultraterrena, un eco que hace recordar las melodías planetarias imaginadas por los pitagóricos.

Todo el salón es de madera, paredes y columnas, pero con numerosas capas de laca roja, dorada o de bronce verdoso, que imitan los tonos de los metales y las piedras preciosas, dando además a dichos colores la frescura eterna de su barniz, en cuyo brillo no logran morder los años.

El canal que atraviesa este segundo patio es profundo como un río. Cinco puentes de mármol lo atraviesan, para que en otros tiempos pudiesen pasar a la vez los imponentes cortejos del Hijo del Cielo. Sobre las cinco mesetas de mármol que se escalonan hasta la Sala de la Gran Reunión se mantenían derechos miles de mandarines durante el curso de la ceremonia imperial.

En este patio, donde podrían desplegarse cómodamente varios batallones europeos, formaban los destacamentos de las Ocho Banderas en que estaba dividido el ejército chino, con sus corazas multicolores, sus yelmos metálicos en forma de sombrilla, sus lanzas rematadas por anchos alfanjes, sus mosquetes que tenían por culatas cabezas de dragón, sus vestimentas de tinte anaranjado o azul. Sobre el bosque brillante de las armas ondeaban las Ocho Banderas, emblemas de las antiguas tribus manchúes, amarilla, blanca, roja, azul o con diversas combinaciones de estos cuatro colores. En el fondo, ocupando un lugar secundario y modesto, formaban las tropas de la Bandera Verde, las más numerosas y plebeyas, que mantenían el orden en las provincias del Imperio, haciendo oficio de gendarmería.

Hoy, todas las explanadas de mármol de la Ciudad Imperial, majestuosas y enormes, como no las tiene ningún palacio de la tierra, están solitarias. De tarde en tarde, cual si fuesen hormigas, se deslizan por sus llanuras cuadrangulares y blancas algunos pequeños grupos de soldados o de curiosos. Sus verdaderos habitantes de ahora vuelan y viven en los aleros.

Los adornos salientes de los edificios tienen un color blancuzco, a causa de la capa de fenta depositada por los palomos. Éstos deshonran igualmente con sus residuos las terrazas de mármol y las imágenes de leones, tortugas y cigüeñas de verdoso bronce erguidas sobre pedestales. Unos cuervos pequeños y de graciosos movimientos revolotean en los patios o se posan en los filos de las techumbres, alterando con sus voces el silencio de la gran ruina. Gritan como niños asustados; otras veces parecen burlarse de los que entran y salen en este palacio de inusitadas proporciones, que ellos poseen ahora absolutamente. En realidad, los personajes soberbios de la Historia, al construir monumentos que se imaginan inmortales, trabajan para el cuervo, la araña, el lagarto y la hiedra, sus herederos forzosos.

En los edificios de otros patios ha improvisado la República china un museo con lo que se pudo salvar de la rapacidad de las tropas civilizadas cuando vinieron en 1900 a socorrer a los sitiados del barrio de las Legaciones y a dispersar a los bóxers. Dichas salas ofrecen un aspecto poco ordenado, pero su magnificencia deslumbra y llega a fatigar los ojos. Mejor que museo debía titularse lo que se guarda en ellas «colección de riquezas nacionales que no pudieron robar los representantes de la civilización occidental».

Sus porcelanas son de valor inestimable, piezas antiquísimas que parecen fabricadas por manos superiores a las del hombre. Se ven en las vitrinas lujosos muebles con todos los caprichos de la curva escamosa del dragón, tallados en ricas maderas; tronos de oro; corazas con incrustaciones de pedrería; árboles cuyas hojas y troncos están hechos con valvas de madreperla; armas cinceladas como joyas; trajes de ceremonia con bestias heráldicas de grueso realce; cetros de oro y cristal de roca; esmaltes de tan enormes proporciones que resulta inexplicable su producción; cascos y sombreros cubiertos enteramente de perlas, cual si hubiese caído sobre ellos un rocío celeste.

Muchos de estos objetos los ocultaron chinos fieles a la dinastía, cuando llegó la expedición de los países civilizadores, devolviéndolos luego al gobierno. Otros fueron robados por las tropas invasoras, y las comisiones encargadas de remediar tales delitos consiguieron rescatarlos. ¡Pero desaparecieron tantas riquezas!… ¡Fueron tan numerosos los robos!…

Cada vez que nos muestran un objeto precioso estúpidamente destrozado, los guardianes del museo se limitan a decir:

—Esto lo hicieron las tropas de las naciones civilizadas.

Y sonríen con una amabilidad irónica.

El pueblo chino ha cometido crueldades, como todos los pueblos de la tierra, pero muchas menos que las imaginadas por la ignorancia occidental. La culpa remota de este error la tienen los sacerdotes budistas, que tanto aquí como en el Japón han hecho circular durante varios siglos estampas horripilantes representando cuantos tormentos sufren en la otra vida los que mueren en pecado. Son casi iguales a las estampas del infierno y de sus suplicios que existen en los países católicos.

Muchos viajeros, al ver estas escenas del infierno budista, las creyeron una fiel representación de tormentos complicados y monstruosos que aplicaban antiguamente chinos y japoneses. Nada más falso. En China han existido la muerte a palos y la decapitación, como en casi todos los países de la tierra. Durante las revueltas populares y las guerras civiles abundaron refinadas ejecuciones y matanzas, aunque tal vez menos que en ciertos países de Europa y América. Sus piratas y sus bandidos de tierra firme no fueron peores que los de otras partes.

En cambio, la expedición civilizadora contra los bóxers abundó en episodios inauditos. Un soldado procedente de uno de los países más cultos de Europa, al pasar con varios· camaradas por una de las calles de Pekín, vio en la puerta de su tienda a un mercader extremadamente gordo, con esa obesidad monstruosa producto de una vida sedentaria, lenta y pacífica.

—Me interesa saber —dijo— lo que ese chino tiene en el vientre.

Y de un bayonetazo le rajó el abdomen, echando afuera sus tripas.

Estos chinos que parecen cansados y hasta apolillados, después de cincuenta siglos de civilización a su modo, hablan con ironía del estado que ocupan en el mundo moderno.

«Nosotros los salvajes», dicen con burlona modestia. Y añaden poco después: «Los blancos, que nos hacen el favor de querer civilizarnos…».

Hemos mencionado ligeramente algo de lo ocurrido durante la última entrada en Pekín de las tropas civilizadoras. En otra expedición militar emprendida en tiempos de Napoleón III por un ejército de ingleses y franceses, el robo de los palacios imperiales resultó inaudito. Casi todas las riquezas de arte chino existentes en Europa datan de aquella invasión de bandidos civilizados.

Además, la artillería de las citadas tropas se instaló en el primitivo Palacio de Verano, cerca de Pekín, y la explosión intencionada o casual de un depósito de pólvora hizo desaparecer instantáneamente este monumento célebre del arte chino.

Otra intervención anterior de Inglaterra, en la primera mitad del siglo XIX, que le permitió adueñarse de Hong-Kong, aún fue más vergonzosa. Los gobernantes chinos, para librar a su pueblo del envilecimiento del opio, prohibieron el consumo de dicha droga. Los ingleses siguieron entrándola de contrabando, porque así convenía a su comercio, y como el virrey de Cantón embargase varios cargamentos, echándolos al agua, la piadosa y liberal Inglaterra envió sus batallones y sus navíos contra el gobierno del Hijo del Cielo para defender una vez más la civilización… y la venta del opio.

—Nosotros los salvajes —repiten sonriendo los chinos.

Saben que su enorme y viejo país, rutinario y fatigado como todos los pueblos extremadamente antiguos, dio al mundo la brújula, la imprenta, la pólvora, la porcelana y los principios fundamentales de la agricultura científica.