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La llegada a Pekin

Los bandidos chinos y los trenes-fortalezas.—Una mala noche.—El Imperio del bambú soberano y de la paliza paternal.—5000 años de historia conocida.—Recordando a Marco Polo.—Los cuatro grandes héroes de la Geografía.—Micer Millones.—Cómo por obra de Marco Polo salieron Colón y los navegantes españoles hacia Pekín, para visitar al Gran Kan, y dieron con la ignorada América.—El despertar en Tientsin.—Los chinos elegantes.—Agricultura sabia y campos de tumbas.—Una puerta de diez siglos con telegrafía sin hilos.

Al cerrar la noche, nuestro tren se transforma en una fortaleza.

Varios oficiales llevando largo abrigo de pieles y gorra con insignias de oro, a la que han añadido orejeras peludas, pasan de vagón en vagón dando órdenes, como si preparasen la resistencia a un asalto. En las dos plataformas de nuestro coche se sitúan centinelas con el fusil cargado y la bayoneta calada. En el pasillo quedan algunos más para relevar a sus compañeros durante la noche. A la cabeza y a la cola del tren van dos numerosos destacamentos en vagones blindados.

Nuestros defensores pertenecen al nuevo cuerpo que acaba de crear la República china con el título de Guardia de Ferrocarriles. El país está infestado de bandoleros que asaltan los trenes. Muchos de estos bandidos son antiguos soldados. El chino, después de conocer la vida militar, en la que come mejor que la mayoría de sus compatriotas a cambio de mantener un fusil en uno de sus hombros, ya no quiere desprenderse de dicha arma, pues ve en ella la herramienta del más fácil y agradable de los oficios. Si lo licencian o lo expulsan de su regimiento, se agrega a la partida de facinerosos más inmediata.

Hace cuatro meses fue asaltado un tren entre Pekín y Shanghai, y los bandidos secuestraron a los que iban en él (europeos y norteamericanos), para exigir grandes rescates. El gobierno, después de este suceso, se preocupa de vigilar las líneas férreas. No quiere que se repitan las reclamaciones diplomáticas; teme que el Japón aproveche tales incidentes para insinuar una vez más la conveniencia de que China le ceda la custodia de sus ferrocarriles. Esto traería como primer resultado el establecimiento de tropas japonesas dentro del territorio chino: una invasión disimulada igual a la de Manchuria.

No es algo nuevo, que debe atribuirse a la anarquía política del país con motivo de su revolución, esta inseguridad de los caminos. Los bandoleros y los piratas abundaron siempre en China, llegando en otros siglos a quebrantar la autoridad de los emperadores, estableciendo un Estado nuevo y excepcional dentro del vasto Imperio. El vulgo aún muestra admiración por ciertos bandoleros famosos del mar y de los caminos, héroes de antiguos poemas y novelas.

Los soldados instalados en el pasillo de nuestro vagón hablan en voz alta, fuman y discuten con una inconsciencia que impide toda protesta. Están aquí para defendernos, y como ellos no deben dormir, encuentran natural que sus protegidos se priven igualmente del sueño. Sus orejeras peludas, sus pellizas rústicas, las greñas aceitosas que cuelgan por debajo de sus gorras, les dan un aspecto inquietante. Tal vez han sido bandidos antes de figurar como defensores del orden. Según se dice, la Guardia de Ferrocarriles la ha reclutado el gobierno entre el personal de las antiguas bandas, para mayor seguridad. Si les conviene, mañana, en vez de ir dentro del tren para defenderlo, se apostarán al lado de la vía para asaltarlo.

Esto no les impide mostrarse joviales, agradecidos y un tanto confianzudos. Cuando les dan cigarrillos, acogen el regalo con gesticulaciones cómicas de gratitud. Si pasa una señora por el corredor señalan las sortijas o los pendientes que lleva, y a continuación fingen que sacan el revólver, imitando con la boca varios tiros imaginarios. Pretenden expresar con esta mímica su resolución de batirse hasta la muerte en defensa de tales alhajas; pero mejor preferirían apoderarse de ellas, al verse lejos de la vigilancia de sus oficiales, jóvenes, correctos, de aire militar europeo, que mantienen firmemente la disciplina.

Los coches-camas del Japón imitan a los de la América del Norte. Los que ruedan por las líneas chinas son parecidos a los de Europa, pero más abundantes en dorados, y con una altura tan exagerada y absurda de sus camas superiores, que hace necesario el empleo de una escala de muchos travesaños para poder acostarse en ellas.

Como las voces de los chinos no nos dejan dormir, entretengo mi insomnio pensando en la historia de esta aglomeración humana, la más antigua y numerosa de todas las existentes, sobre cuyo suelo vamos deslizándonos a través de la noche. Esta historia abarca más de 5000 años, y sus episodios salientes son veintidós cambios de dinastía y dos grandes invasiones: la de los tártaros mongoles y la de los manchúes.

Egipto es de mayor antigüedad; mejor dicho, los historiadores han ido más lejos en sus descubrimientos, ensanchando las fronteras de su pasado. Pero el viejo Egipto hace miles de años que dejó de existir, y la China se conserva viva y sólida, como en los tiempos de sus emperadores fabulosos.

Recientemente desorientó al mundo, saltando sin transiciones constitucionales del régimen despótico más absoluto a la República democrática. Más esto no pasa de ser un cambio de fachada, ya que la revolución todavía no ha reformado gran cosa en el interior del edificio.

El país más grande y más viejo de la tierra conservó hasta hace una docena de años la forma de gobierno de las sociedades primitivas: el régimen patriarcal. La autoridad política imitaba la autoridad del jefe del hogar. El emperador era el padre de los padres, reinando sobre centenares de millones de súbditos, como los patriarcas de la Biblia sobre su descendencia. El Hijo del Cielo pegaba o premiaba como un padre, y sus palabras eran manifestaciones de la sabiduría divina. Del mismo modo el padre chino ha guardado dentro de su hogar, hasta hace poco, el derecho de vida o muerte sobre sus hijos, casándolos a su antojo, sin consultar para nada su voluntad.

Durante 5.000 años el bambú flexible y duro fue el verdadero cetro de este Imperio, la varilla mágica que hizo marchar los engranajes del Estado, impulsando a los hombres a la práctica de la virtud. El único chino exento del peligro de sufrir una paliza era el Hijo del Cielo. Sus ministros más apreciados, los mandarines favoritos, los virreyes de las provincias, todos podían recibir por orden del emperador unas cuantas docenas de bastonazos, como penitencia de faltas o descuidos. Y después de soportar esta muestra del interés imperial, continuaban en el ejercicio de sus funciones.

Acostumbrados desde su niñez a las castigos del padre, nunca se creyeron los chinos deshonrados por unos cuantos palos más o menos en el curso de su existencia. La paliza no cortaba una carrera ni quebrantaba el prestigio del que la sufría. Era como para nosotros pagar una multa por infracción de los reglamentos municipales. La policía imperial llevaba el bambú o el látigo siempre en la diestra, para aplicar el correctivo apenas notada la falta.

Este Imperio, gobernado lo mismo que una casa por un padre de origen celeste, con cerca de 500 millones de hijos, fue creando en el curso de cincuenta siglos una civilización que hoy se cae al suelo de puro vieja y refinada, pero tuvo en todas las épocas el poder de asimilarse a sus vencedores, de transformar a los caudillos fieros que se adueñaron de su territorio, convirtiéndolos en emperadores chinos, iguales a las dinastías fenecidas.

Hasta hace 800 años, nuestro mundo occidental, indiscutiblemente bárbaro en comparación con el llamado Imperio de Enmedio, nada sabía de éste. Los capitanes que siguieron a Alejandro hasta la India y los romanos del Imperio llegaron a conocer vagamente la existencia del llamado «País de la seda». Mas a esto se limitaron sus noticias sobre la tierra china. Algunos viajeros árabes la visitaron en los primeros siglos de la Edad Media, pero nada se supo en Occidente de sus relatos.

La humanidad se ha desenvuelto en dos escenarios diferentes sobre el gran macizo continental que forman juntas Asia y Europa, sin que el grupo de la vertiente atlántica-mediterránea supiese nada del otro grupo establecido en la opuesta vertiente del Pacífico. Ni Grecia ni Roma tuvieron noticias de la civilización que se iba desarrollando, con muchos siglos de adelanto sobre ellas, al otro lado de la barrera formada por el Asia Menor, la Persia, la India y los mares misteriosos.

Las expediciones de los cruzados y las guerras implacables de Gengis Kan, que arrancaron a tantos pueblos asiáticos de sus alvéolos históricos, lanzándolos como piedras en opuestas direcciones, dejaron adivinar un poco del misterio chino. Pero fue un hombre aislado, un comerciante, un explorador amigo de correr aventuras, quien hizo conocer a los países de Europa lo que existía en este mundo lejano, envuelto en sombras para los occidentales. Este hombre se llamó Marco Polo.

Cuatro grandes héroes tiene la Geografía: Alejandro, que llevó la influencia griega hasta el Ganges; Marco Polo, Colón y Magallanes. Pero el héroe macedónico pudo realizar en gran parte su corta y asombrosa carrera porque su padre le había legado toda la fuerza militar y la sabiduría de Grecia, acaparadas astutamente por él. Colón descubrió un mundo nuevo auxiliado por los Pinzones y otros nautas españoles, que a causa de la posición geográfica de su país conocían mejor que los demás navegantes la existencia de tierras misteriosas en el océano. Magallanes vio completada su circunnavegación del planeta gracias a la energía de Sebastián Elcano, que supo dar fin a tan magna empresa.

Marco Polo no tuvo colaboradores. Fue un simple mercader de genio, aficionado al estudio y a los descubrimientos, hábil para aprender las lenguas y amoldarse a los ambientes; un entendimiento ágil, capaz de ejercer las más diversas funciones.

Su padre y su tío habían hecho ya viajes comerciales a través de la misteriosa Asia, y le llevaron con ellos al ser mozo. Durante veintidós años vivió lejos de Europa, habituándose a los usos del Extremo Oriente. Su vida se desarrolla de la mitad del siglo XIII al primer tercio del siglo XIV. Viajó por el Asia Menor, la Persia, la India, y llegó a China cuando el nieto de Gengis Kan acababa de establecer la dinastía mongola en el Imperio de Enmedio, declarando a Pekín su capital.

El Gran Kan —nombre que Marco Polo da al emperador de la China y la tradición consagró durante siglos— necesitaba extranjeros leales que le sirviesen, en un país recién conquistado y sordamente hostil a sus nuevos dominadores. Por tal razón acogió favorablemente al mercader veneciano, que además podía darle noticias de su remoto y desconocido mundo.

Marco Polo fue un personaje en el Pekín de hace siete siglos, que se llamaba entonces Cambaluc (la Ciudad del Señor), y él titula en su libro Gran Ciudad del Catay. Este título se cambió luego en Pe-King (Corte del Norte), por haber estado la capital en otras ciudades situadas más al sur. El veneciano hasta llegó a ser virrey de una provincia china; pero su curiosidad le impulsó a correr nuevas tierras, viajando por Sumatra, Java, Ceilán y Tartaria.

Pocos autores han influido en las letras como este hombre de acción, falto de pretensiones literarias. Al volver a su país, los venecianos escucharon con interés el relato de sus maravillosos viajes. Luego los incrédulos y los maldicientes hicieron materia de dudas y bromas estas historias de un mundo lejano, y muchos de sus compatriotas acabaron por apodarle «Micer Millones». Unos le llamaban así por las riquezas fabulosas que describía en sus relatos; otros, peor intencionados, calculaban por millones las mentiras salidas de su boca. Estando en la cárcel por haber caído prisionero de los enemigos de Venecia en una batalla naval, escribió la crónica de sus viajes a través del Asia. En sus últimos días, al hablar melancólicamente de la incredulidad de sus contemporáneos, afirmó no haber puesto en su libro ni la décima parte de las maravillas vistas por él.

La veracidad de Marco Polo ha sido comprobada por muchos sabios y exploradores modernos, sin encontrar en su libro errores geográficos de bulto ni descripciones inverosímiles. Su obra circuló entre los hombres doctos de los dos últimos siglos de la Edad Media. Poetas y novelistas la explotaron para sus relatos caballerescos. Él hizo conocer al Preste Juan de las Indias, rey misterioso del que tanto se ocuparon los autores medievales; él lanzó los nombres de Catay y Cipango para designar la China y el Japón; él fue el primero en describir como testigo visual las riquezas del Gran Kan y sus palacios de Pekín.

Colón no pudo leer directamente el libro de Marco Polo. Este relato sólo fue popularizado por medio de la imprenta años después del descubrimiento de América. Pero empleó como autores de consulta a muchos que se habían inspirado en el aventurero mercader, repitiendo sus descripciones de las riquezas asiáticas, en cuya busca fue Colón al salir de España, siguiendo el rumbo de Occidente. Por Marco Polo conocía también la existencia del Gran Kan, y estaba tan cierto de encontrarlo, que pidió a los Reyes Católicos una carta de presentación escrita en latín, para que aquél le recibiese en su ciudad de Catay como enviado de España.

El libro de un explorador que vivió en Pekín a fines del siglo XIII sirvió para que dos siglos después otro aventurero genial, con tres puñados de españoles sobre tres barquitos, fuese en busca del Japón y la China por el lado de poniente, aprovechando la redondez de la tierra. Y al insistir en tan audaz aventura dieron todos, sin esperarlo, con una muralla infranqueable en medio de los mares, la tierra virgen de las nuevas Indias, mal llamada después América…

Acabo por dormirme, no obstante los gritos y las risotadas de nuestros guardianes. Cuando despierto entra el sol por los resquicios de las ventanillas. Parece que ya hemos pasado la parte más peligrosa del camino: unas tierras encharcadas por las grandes crecidas fluviales, en cuyos pantanos, exuberantes de vegetación, se refugian los bandoleros.

Llegamos a la ciudad de Tientsin[9], el puerto más inmediato a Pekín. En el vagón-comedor encuentro a varios europeos residentes en dicha población, que han subido al tren para trasladarse a la capital. Todos ellos llevan abrigos de pieles con el pelo a la parte exterior. En otras mesas hay numerosos chinos de aspecto elegante, que hablan en inglés y usan el tenedor como los occidentales. Son mercaderes acaudalados o personajes adictos al gobierno de la República, que se dirigen a Pekín para despachar sus asuntos. Llevan el traje nacional: una túnica de rica seda azul, chaleco negro de damasco abotonado hasta el cuello, y un solideo de igual color con botón de coral o de jade. Como la sotana azul está abierta a partir de las rodillas, deja ver su forro interior de suaves y costosas pieles. Además, llevan un pantalón sujeto al tobillo, muy ancho y acolchado por dentro. Todos ellos aman las joyas. Ostentan valiosas sortijas en sus manos finamente cuidadas, y cadenas de oro sobre el pecho.

Uno de estos personajes, joven y de sonrisa afable, me explica la vestimenta que usan los chinos modernos según las estaciones. En invierno prefieren el traje nacional. Es más abrigador; su amplitud permite forrarlo con pieles y acolchados. En verano imitan a los coloniales de origen europeo, y se visten de blanco, con pantalón y chaqueta cerrada.

A la nieve ha sucedido el polvo. Corre el ferrocarril por unas llanuras amarillas divididas en campos. Todo está arado. Cuando pase el invierno, esta sucesión de parcelas cultivadas resultará atractiva con su interminable oleaje de mieses; pero ahora el viento levanta remolinos de tierra rojiza, y los servidores del comedor deben sacudir a cada momento el cuero de los divanes y los manteles de las mesas.

Tienen cierta semejanza estos campos con las planicies de la Argentina después de la siembra, pero con más abundancia forestal. Todas las propiedades están orladas de árboles, a los que arrebató el invierno su follaje: hileras de esqueletos grises, elevando al cielo sus múltiples y nudosos brazos.

Hay en todas las estaciones muchedumbres vestidas de azul. Hombres y mujeres usan el mismo traje, de idéntico color. El pantalón y la blusa son el uniforme de la nación china sin distinción de sexos. En los pueblos rurales se conserva la trenza varonil. Sólo los chinos de las grandes ciudades y los que viven en el extranjero aprovecharon la caída del Imperio para cortarse este apéndice tradicional.

Lo que produjo mayor asombro a Marco Polo, y algunos siglos después a los primeros misioneros establecidos en China, fue el desarrollo de su agricultura. En aquellos tiempos los labriegos de Europa eran unos bárbaros que cultivaban sus tierras de un modo rudimentario. Todos los adelantos agrícolas posteriores fueron las más de las veces simples copias de la agricultura china.

Admiramos desde el tren huertas que merecen el título de jardines. Las grandes extensiones dedicadas a los cereales revelan un trabajo minucioso. Mas con frecuencia, partiendo los vastos rectángulos de tierra cultivada, vemos un oleaje de pequeñas cúpulas que son tumbas. Estos grupos de sepulturas se prolongan a veces hasta el horizonte, formando cementerios interminables.

Los chinos pueden ordenar su enterramiento sin ningún obstáculo legal. Cada uno improvisa un cementerio en el campo de su pertenencia. Las tumbas no desaparecen con el curso de los siglos, y a las nuevas generaciones les basta añadir unas paletadas de tierra sobre los montículos sepulcrales para que éstos persistan a través de miles de años con más consistencia que los monumentos de granito.

Cada uno defiende las tumbas de sus muertos al defender la propiedad de la tierra que le alimenta. Y como en este país, poblado por cerca de quinientos millones de seres, la cantidad de defunciones alcanza todos los años a una cifra enorme y no se borra ninguna tumba aunque transcurran siglos y siglos, resulta que los que se fueron roban cada vez más terreno a los que llegan, estrechando los límites de su actividad.

Más de una cuarta parte de la inmensa China se halla ocupada por tumbas. Además, éstas son eternamente sagradas y no hay gobierno que se atreva a tocarlas. Una de las dificultades mayores con que tropiezan los blancos al construir ferrocarriles es la imposibilidad de expropiar una tierra que tenga sepulcros. Algunas veces se ven obligados a desviar la línea férrea con absurdos rodeos porque los descendientes de unos chinos que murieron hace tres o cuatro siglos se niegan a remover las sepulturas de éstos.

La República lleva hechas algunas reformas, peso no se atreverá en muchos años a aligerar el suelo patrio de tantos millones y millones de tumbas. Los muertos pesan sobre el país con una fuerza abrumadora; lo siguen gobernando, y habrá que empezar por hacerlos desaparecer para que la China entre en la vida moderna.

Son tantos los sepulcros en algunos campos, que sus poseedores, necesitados de hacerlos producir, aprovechan los espacios libres entre los montículos y van trazando con el arado surcos tortuosos. Así obtienen hileras de espigas nutridas con el zumo de unos descendientes a los que nunca conocieron, pero que les inspiran un respeto supersticioso.

El japonés venera a sus antepasados porque se han convertido en dioses, y él a su vez será dios cuando sus descendientes le rindan igual culto. El chino los respeta porque les tiene miedo. Venera las tumbas de unos abuelos remotísimos cuyo nombre ignora; se arruina y vende hasta los objetos de primera necesidad para costear funerales ostentosos en honor de los que fallecen dentro de su casa. Como teme a los muertos, procura mantenerlos tranquilos y contentos, para que no vengan a atormentarle durante la noche, ni siembren de fracasos y desgracias el camino de su vida. Alguien ha definido a este país diciendo que es una aglomeración de quinientos millones de vivos, aterrados por la presencia de miles de millones de muertos.

Los cementerios se suceden en el paisaje, cada vez con mayor frecuencia. Al final sólo vemos tumbas, y emergiendo de su oleaje rojizo algunas chozas de esteras y pedazos de lata, semejantes a las que existen en los suburbios de todas las ciudades.

Empieza a deslizarse paralelamente al tren una alta muralla gris de apretadas almenas. En la faja de terreno intermedia van pasando pequeñas huertas y casitas de hortelanos. Vemos, con cinematográfica rapidez, una puerta que perfora lo mismo que un túnel este bastión interminable, y sobre su arcada sombría un castillo rojo con tres tejados superpuestos, cuyos ángulos tienen forma de cuernos.

Esta puerta, fortificada al estilo chino, la hemos contemplado muchas veces en libros de viajes. A continuación, con violenta antítesis visual, se alzan sobre la muralla unos palos gigantescos que se aproximan a nosotros. Son dos poderosas antenas de comunicación inalámbrica, instaladas por los norteamericanos. ¡La telegrafía sin hilos junto a una puerta que cuenta más de mil años!…

Va aminorando su marcha el tren y se inmoviliza finalmente luego de rozar una especie de malecón que es una antigua muralla cortada.

Hemos llegado a Pekín.