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Camino de la China

Las calles glaciales de Seúl.—El teatro coreano.—Espectadores que se obsequian con hornillos encendidos.—La viuda enamorada del bonzo y el guerrero matador de su rival.—Bailes simbólicos.—El antiguo palacio de los reyes coreanos y el Capitolio de cemento de los japoneses.—La Puerta de la Independencia y sus caravanas.—De Seúl a Pekín en sesenta días.—Salimos para la China en ferrocarril.—El escenario de la guerra ruso-japonesa.—Llegada a la estación de Mukden.—Grito mágico de los empleados.

Lo que atrajo más la atención de los primeros europeos que visitaron Seúl fue la anchura de sus calles principales. Tal amplitud, copiada indudablemente de las avenidas de Pekín, resulta más enorme a causa de la escasa altura de sus edificios. Los japoneses han derribado barrios antiguos para abrir nuevas vías, y exceptuando algunas calles tortuosas donde subsisten por tradición los comercios más ricos, el resto de la ciudad tiene un trazado norteamericano, con amplias avenidas centrales y otras adyacentes, no menos desahogadas.

En estas calles de lejana perspectiva hay filas de postes, cuyos brazos en cruz sostienen numerosos hilos telefónicos y de alumbrado eléctrico. Además, por las avenidas centrales se deslizan los tranvías hasta horas avanzadas de la noche.

Son casi las diez cuando me dirijo solo al teatro coreano. Ocupo una koruma, cuyo conductor tiene el raro arte de hacerse entender gracias a un idioma de su invención, más abundante en gestos que en palabras.

Corre a toda velocidad de sus piernas desnudas, y esta carrera aumenta el frío para mí. Voy envuelto en un gabán de pieles; llevo las piernas enrolladas en una manta, propiedad de mi kurumaya. Siento además sobre mis orejas unas segundas orejas de piel con largos pelos. Aquí todos llevan este adorno, hasta los policías y los soldados. Son dos parches lanudos con un agujero en su centro, para que su portador pueda oír aunque sea con cierta sordina. Pero a pesar de tales abrigos, me siento tan desnudo como en una playa al salir del baño.

Es un frío que cae del cielo y surge de la tierra a un mismo tiempo. Un vientecillo sutil parece arremolinarlo en torno a cada persona, para que no quede ninguna parte de su cuerpo sin conocerlo. Al respirar parece que la pulmonía va a colarse hasta lo más hondo del pecho.

Las tiendas están cerradas; no se ve luz en ninguno de los orificios de sus pequeños pisos superiores. Por el centro de la calle, bajo una hilera de grandes focos eléctricos, se deslizan los tranvías, enviándonos el glacial remolino del aire desplazado por su velocidad. También se cruzan con nosotros algunas korumas, cuyos conductores, medio desnudos y sudorosos, saludan al mío con alegres rugidos.

Entro en el teatro con mi «caballo» nipón, que continúa dándome explicaciones a su modo. Es un teatro blanco, grande y frío, hecho de cemento armado como cualquiera de Europa. Lo único que lo distingue de los nuestros es su escenario, con plataforma movible. Mientras en una mitad de ella representan los cómicos, en la otra montan los maquinistas las nuevas decoraciones, o de este modo, al terminar el acto, no hay más que hacerla girar para que aparezca el decorado siguiente y continúe la función.

Están representando un drama escrito en coreano, y los personajes necesitan hablar a toda voz para ser entendidos. Muchos espectadores conversan entre ellos al mismo tiempo que escuchan con expresión distraída.

Voy sabiendo, por las explicaciones de mi acompañante, que la protagonista que dialoga en la escena con un cazador es una mala mujer, deseosa de librarse de su esposo, para lo cual seduce al cazador, que se encargará de matarlo. Añade otros detalles que dan una lejana semejanza a esta obra coreana con uno de los dramas del alemán Hauptmann. Pero a mí me interesa más la gran masa de espectadores que veo abajo desde mi asiento del primer piso.

Todos van vestidos de blanco, con la luenga bata tradicional. Parecen un público de albañiles que aún no se han quitado las blusas del trabajo. Como los asientos no están en hileras fijas, los espectadores forman corrillos, según sus predilecciones y amistades. Algunos boys del café inmediato entran y salen para servir las bebidas que les encargan. Pero el género de mayor consumo es el fuego. Los grupos piden hornillos bien rellenos de carbones ardientes, y el boy coloca en medio del corro el deseado brasero, cobrando en seguida su importe. Algunos del grupo, para recibir el calor directamente, permanecen de espaldas al escenario, y sólo vuelven medio rostro cuando entra un personaje nuevo o el rumor general les indica que va a ocurrir una peripecia interesante.

Encargo yo también un hornillo al mozo del café, y mis blancos vecinos de asiento, con sus mujeres algo marchitas y de flácidos pechos mal ocultos por un pañuelo de colorines, me agradecen, sonriendo, esta excelente idea. Pero ni con el auxilio del fuego puedo permanecer en este teatro, oyendo un drama que nunca llegaré a entender y aguantando un frío que me obliga a colocar las manos junto a las brasas. A la media hora me vuelvo al Gran Hotel de Chosen, atraído por la seductora tibieza de sus habitaciones.

En la noche siguiente asisto a una representación de bailes coreanos. La orquesta la forman hombres barbudos, que tañen sus instrumentos con gravedad, como si realizasen una función patriótica.

Un joven que ha viajado por muchas repúblicas americanas de lengua española, para ensalzar los progresos de la dominación japonesa en este país, y que yo me imagino a sueldo del gobernador de Corea, nos da primeramente una conferencia en inglés sobre el baile y la música coreana. Lo más interesante para nosotros es conocer el «argumento» de los bailes que vamos a presenciar, pues todos ellos consisten en fábulas dramáticas, expresadas por la danza y la mímica.

El primer baile es la historia de una viuda enamorada de un bonzo, santo varón que no quiere prestarse a sus impúdicos deseos. Esta novela bailada, que recuerda tantas novelas escritas, debe ser muy interesante.

Empieza a sonar la orquesta, compuesta de violines de una sola cuerda, guitarras de largo mástil, timbales, y un gong enorme. La viuda sale bailando lentamente de los bastidores. Estas coreanas son menos exiguas de estatura que las japonesas; hay en ellas un poquito más de material femenino. La danzarina lleva una vestidura parda de luengas mangas que casi tocan el suelo. Gira por el escenario moviendo los brazos y la cabeza, y cuando ha transcurrido mucho tiempo sin otra novedad, avanza el músico del gong y lo coloca cerca de ella.

La viuda da vueltas alrededor del metálico redondel como si éste la atrajese. Luego lo golpea con las puntas de sus mangas y así se entretiene varios minutos. ¿Cuándo saldrá el bonzo?… Después ya no da con sus mangas al gigantesco cuenco. Lo aporrea con ambos puños, mostrando un frenesí creciente, hasta que, vencida por el estruendo y por su propia excitación, cae al suelo. El público, que está en el secreto, aplaude, la artista se levanta, saluda y desaparece. Ha terminado el baile.

¿Y el bonzo?… El hombre de Dios no sale. Este baile es simbólico, y en ello estriba su mérito. La bailarina ha relatado la historia entera con sus pies, con sus manos, y sobre todo con sus mangas.

Nos cuenta el conferencista la fábula de otro baile que vamos a presenciar. Es la historia de un guerrero celoso de su general porque raptó a su amante. El guerrero consigue sublevar a todo el ejército contra su caudillo; hay batalla, mata a su rival, lo proclaman rey, y después de esto todavía realiza un sinnúmero de cosas que no puedo recordar.

Como ya estoy en pleno simbolismo coreano, espero que una sola bailarina representará con sus gestos al guerrero, al general, a un ejército de varios miles de hombres, al pueblo que aclama al nuevo monarca, etcétera. Pero los organizadores de la representación se han lanzado a hacer gastos extraordinarios por darnos gusto, y en vez de una bailarina veo aparecer dos, con casquetes dorados y unas espaditas de a palmo en sus diestras.

Bailan y bailan con diferentes ritmos. Luego hacen gestos, primeramente de pie y a continuación sentadas, una frente a otra. Chocan sus espaditas, corren, y de pronto saludan y se retiran. Ya está contada la historia, sin que hayamos perdido un solo episodio de ella.

No oso reírme de los bailes coreanos. Temo que a un empresario se le ocurra llevarlos a París con un conferencista joven que explique sus simbolismos en relación con los cánones de la nueva estética. Las damas esnobs, siempre al acecho de la última moda, pondrán los ojos en blanco al hablar de ellos, y no faltará quien escriba artículos y hasta libros sobre las sublimidades de un arte incomprensible para los miserables burgueses.

Paso un día corriendo la capital de Corea. En sus vías comerciales encuentro la confusión de tipos y razas que ya había notado en la puerta del hotel el día de mi llegada. Juntos con los hombres del país circulan chinos, mogoles y rusos. Pero los japoneses se han apoderado de la vida de la ciudad, lo mismo que en el campo tomaron posesión de las mejores tierras. Los dueños de los comercios de lujo, los obreros que trabajan en las calles, los kurumayas, todos son japoneses. Ningún coreano se gana la vida tirando de un cochecillo. Tal vez no le darían el permiso necesario para ejercer tal industria. Además, los kurumayas, como signo de su origen superior, llevan una gorra con insignias doradas, a estilo japonés.

Muchos personajes de camisa blanca se han colocado bajo la chisterita con funda de hule una toca, que les cubre desde la mitad de la frente hasta la nuca, y lleva en torno una franja de crines recortadas. Por en medio de la muchedumbre de súbditos resignados pasan en sus korumas y automóviles los altos funcionarios japoneses, con levita y sombrero de copa alta, o los militares a caballo.

Visito el antiguo y múltiple palacio de los reyes de Corea. A pesar de su abandono, guarda la majestad melancólica de todo lo decaído que fue grande. Quedan fragmentos de la ancha muralla que lo defendía, con sus puertas monumentales. Los diversos pabellones ocupan pequeñas alturas. Al final de sus graderíos de piedra las columnatas de laca roja sostienen techumbres cóncavas de tejas amarillas, por cuyos filos marchan procesiones de monos de bronce y dragones quiméricos.

En un extremo del palacio está el museo coreano, que guarda objetos de las remotas dinastías, cuando la historia del país era oscura y confusa. En los edificios que forman su parte central hay una sala de recepciones, de techo altísimo, que deslumbra por la diversidad de sus colores y sus oros. Aquí se conserva el trono de los antiguos soberanos. Detrás de él cubre el muro un riquísimo tapiz de seda con bordados que representan dos faisanes de plumaje multicolor. Esta pareja de aves hermosas como el arco iris fueron las bestias heráldicas del reino de la Mañana Tranquila, lo mismo que un par de dragones invertidos simbolizaron siempre al Imperio chino.

Quiero ver el salón donde los japoneses dieron muerte a la reina, y los diversos guías a quienes me dirijo, asombrosos políglotas hasta momentos antes, pierden de pronto el don de lenguas y hasta el oído. No me escuchan, y si insisto no me entienden. Ninguno sabe a qué reina me refiero.

Entro en los jardines del palacio real para conocer su famoso Comedor de Verano. Es un edificio de dos pisos, sin paredes, compuesto únicamente de columnatas y un techo con amplios y elegantes aleros. Este comedor se halla en el centro de un lago y se llega a él por un puente de mármol.

El lago está helado, profundamente helado, con una congelación que llega hasta su fondo, y un enjambre de chicuelos japoneses patina sobre él, dando gritos de triunfo. No miran a los pequeños coreanos que se agrupan en las orillas; muestran la ceguera orgullosa de los hijos de los vencedores, siempre más presuntuosos y crueles que sus padres.

Un acto de bárbara vanidad indigna a todos los viajeros de buen gusto. El gobierno japonés de Corea disponía de numerosos terrenos en la capital para construir un palacio que albergase al gobernador y sus oficinas principales. Pero los vencedores mostraron empeño en levantar este edificio sobre un patio de la antigua vivienda de los reyes, e imitando torpemente la arquitectura norteamericana han elevado una mala copia del Capitolio de Washington, hecha en cemento armado, que aplasta con su masa estúpida los delicados y ligeros pabellones del viejo palacio de la monarquía coreana y los oculta a los ojos del visitante, impidiendo que aprecie su conjunto.

Después de haber visto, lejos de Seúl, el famoso Buda Blanco, imagen enorme esculpida en el corte marmóreo de una montaña, me llevan a visitar la puerta más reciente de la ciudad, un arco de ladrillo y piedra sin ningún valor artístico. Pero esta obra conmemora la independencia de Corea, hace veintiocho años, cuando la libertaron los japoneses de la «tiranía china» para apoderarse luego de ella en absoluto.

Es lugar interesante a causa de la gran afluencia de gentes que pasa por él, y me hace recordar ciertas afueras de Madrid. Numerosos carretones de traperos, con la «busca» juntada en la ciudad, la llevan a los depósitos de inmundicias situados en los campos inmediatos. Los bueyes tiran solos. La yunta es considerada aquí como un lujo y sólo se emplea en vehículos enormes. Otros bueyes de poca alzada llevan cargas al lomo, como las mulas, o van montados, cual si fuesen caballos, por jinetes de túnica blanca, sombrero de clown y larga pipa. Las mujeres cubren sus aceitosos pelos con un gorro negro de cuartel. Algunos mogoles y manchúes, bohemios del desierto, con un perfil picudo de ave de presa, pasan al trote de sus caballitos en perpetua rabia, que muerden el freno arrojando espuma.

De aquí arranca el camino para Pekín. Antes de que se terminase el ferrocarril a la China salían diariamente de esta puerta numerosas caravanas. Ahora todavía se forman, de vez en cuando, luengas filas de mulos y bueyes que marchan con lento paso hacia la maravillosa urbe, situada para los antiguos coreanos en los últimos confines de la tierra.

Para llegar a Pekín desde esta puerta hay sesenta días de marcha, sesenta jornadas abundantes en privaciones y peligros, a través de tierras poco seguras y de un extremo del inclemente desierto de Gobi. Los blancos, al poder utilizar los diabólicos inventos de nuestros países, hacemos el viaje con más rapidez.

A los tres días de haber llegado a Seúl salgo para la Manchuria y la China. Vuelvo a ver desde el vagón los horizontes amplios de Corea, que contrastan con la campiña japonesa, limitada y agradable.

Ríos y lagunas están bajo una gruesa costra de hielo. Los arrozales son láminas de cristal opaco. No se comprende cómo logran los hombres amarillos que el arroz grane en este país de nieve, siendo un producto de las tierras templadas y cálidas.

Sentado a una mesa del vagón-comedor aprecio el rudo contraste entre lo que puedo contemplar desde la ventanilla y lo que me rodea dentro del vehículo.

Comemos a estilo occidental, bebemos burdeos, y al mismo tiempo, más allá del vidrio en que se apoya uno de mis hombros veo pasar campos nevados, grupos de chozas negras, hombres blancos como espectros, casas de arquitectura china. El criado que nos sirve no es de raza blanca, ni tampoco el cocinero y los demás empleados. Son todos ellos japoneses; pero a estos asiáticos se les encuentra desde la orilla americana del Pacífico, y les consideramos por costumbre como unos amarillos distintos a los otros, como unos parientes por adopción que se han agregado a nuestras civilizaciones.

Al pasar junto a una pequeña ciudad vemos un cortejo nupcial. La novia ocupa un palanquín de colorines rematado por una flor de loto, dorada y balanceante. Detrás marchan los invitados masculinos bajo sombrillas pintadas con ramilletes y dragones. Las damas cierran la marcha sentadas en korumas.

Después de Heijo[7], ciudad que sigue en importancia a Seúl, las montañas son rojas y amarillas. Escasean los arrozales. Los surcos están cubiertos de hielo, y sobre esta blancura uniforme, los caballones, con sus matojos negros, parecen líneas interminables de tinta china.

Empieza a nevar. Al atardecer, todos los campos están cubiertos de nieve reciente y blanquísima. Al ponerse el sol, la llanura y el cielo toman una tonalidad de rosa suave, que hace recordar el color de la sangre anémica. El termómetro marca catorce bajo cero… ¡Y pensar que hace menos de un mes estaba yo en países tropicales, vestido de blanco!

Los coreanos agrupados en las estaciones llevan gorros tártaros y casacas de pieles. Vemos en el campo grandes cortas de árboles, montones de troncos negros por abajo y amerengados en su cúspide. La nieve ya no es granujienta. Parece a la vista pegajosa y compacta, como la albúmina batida.

Corremos en la noche por inmensidades que no podemos ver; oímos títulos de estaciones que nada dicen a nuestra memoria. De tarde en tarde creemos recordar algunos de estos nombres, y evocamos la guerra ruso-japonesa. Sobre estas tierras misteriosas, ocultas en la oscuridad, se mataron miles y miles de hombres hace veintidós años, y el mundo olvidó ya tan espantosa carnicería. Nuevas matanzas humanas han borrado su recuerdo. Y así continuará la historia del hombre, al que llaman el más inteligente de los animales.

En las estaciones hay tártaros y siberianos que ofrecen ricas pieles de bestias cazadas semanas antes. A media noche pasamos un puente y nos detenemos bajo una techumbre enorme. Es Mukden[8].

No conozco ninguna estación de ferrocarril que despierte tanta curiosidad e interés: ni aun las más célebres de Londres, de Nueva York, de París.

Aquí está el centro de una cruz que forman cuatro vías. Por el este, o sea por donde llegamos nosotros, se va al Japón. Por el norte, a Siberia y a Rusia, pues aquí empieza, en realidad, el famoso Transiberiano. Por el sur, a una distancia solamente de algunas docenas de kilómetros, está la nueva ciudad de Dairén y el famoso Port-Arthur de la guerra ruso-japonesa. Por el oeste, se sigue hacia la China.

Cuando echamos pie a tierra, los empleados lanzan a gritos un aviso en chino, en japonés y en inglés; un anuncio de mágica influencia para la imaginación; unas cuantas palabras de extraordinaria novedad, preñadas de ilusiones y esperanzas; algo que no puede oírse muchas veces en la brevedad de una vida humana…

—¡Cambio de tren para Pekín!