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El reino de la Montaña Tranquila

Una mala noche sobre las aguas que presenciaron la gran batalla naval de Tsushima.—El frío de Corea.—El traje grotesco de los coreanos.—Sus dos sombreros.—Cómo el Japón se apoderó del reino de la Mañana Tranquila.—Asesinato de la reina por los japoneses.—Horizontes dilatados.—Procesiones de fantasmas.—Cuervos y tumbas.—En Seúl.—Las generosas ilusiones de un patriota.

Un barco nevado inspira una tristeza fúnebre.

En tierra, la nieve lo cubre todo con su blancura uniforme, la casa que habitamos, los campos inmediatos, las montañas, el último límite del horizonte. En el mar, la lívida superficie atrae con una succión de boa las blancas mariposas del invierno, haciéndolas desaparecer. Únicamente se amontona la nieve y persiste sobre la cubierta del buque, dándole un aspecto de féretro. Al andar por ella nos hundimos en la pasta glacial y su contacto nos recuerda el frío de la muerte.

Este buque japonés que va hacia Corea es largo, angosto y de poderosa máquina, como un torpedero. Fue construido para la velocidad, sin pensar en los nervios y entrañas de las gentes que irían dentro de él. Como toda su navegación es por un estrecho, el de Tsushima, entre el Japón y el continente asiático, recibe la marejada de lado, y dócil a la ola, se acuesta, navegando largo rato en tal posición, hasta que por las leyes del equilibrio repite su rumbo sobre la banda contraria.

Pasamos una mala noche por la calidad del buque más que por las furias del mar.

Cerca de la isla de Tsushima, situada en mitad del estrecho, es tan violento el oleaje y de tal modo se ladea el barco, que para sostenerme dentro del lecho necesito agarrarme a sus bordes. No pudiendo dormir, salgo de mi camarote, a pesar del frío. En el comedor suena un estrépito de loza rota, que hace correr a los pequeños camareros japoneses.

Veo sentados en el salón, como si estuviesen de visita, a la mayor parte de los personajes del séquito del príncipe. Los militares conservan puestas sus medallas y cordones de oro, sus charreteras, su sable al cinto. Los funcionarios civiles siguen con su larga levita correctamente cruzada y el sombrero de copa en una rodilla.

Son las dos de la mañana. Como en el buque no hay camarotes disponibles para tanta gente, estos personajes amarillos, pequeños y estirados, insensibles a la noche y a la violencia de las olas, continúan en sus asientos sin perder nada de su aspecto oficial, sin desabrocharse un botón, con los ojitos casi cerrados, cambiando solamente de tarde en tarde alguna palabra. Están cumpliendo un servicio patriótico. Son los cortesanos del príncipe de Corea y al mismo tiempo sus guardianes. El príncipe vive sometido al Mikado, y perdió todo crédito en su antiguo reino, pero nadie puede adivinar el porvenir, y montando la guardia junto al heredero sin herencia, velan por la seguridad del Japón.

Vuelvo a mi cama, y para entretener el insomnio recuerdo el célebre combate naval de Tsushima, la gran victoria que el almirante Togo obtuvo en estas mismas aguas sobre los rusos. Las sacudidas del mar me humillan y al mismo tiempo me hacen admirar la barbarie heroica de mis semejantes, que añaden al peligro de la ola y a la violencia del viento el estrago de las armas inventadas por ellos. ¡Valerse del cañón y del torpedo, metidos en unas cajas férreas e inseguras, sobre este mar tempestuoso!…

Hay que reconocer al hombre una brutal superioridad sobre los animales más fieros de la creación. Éstos, cuando se baten por comer, necesitan una tierra sólida y un ambiente tranquilo. Si tiembla el suelo, si estalla una tempestad, si sobreviene una inundación, las bestias más feroces cesan de pelear, el miedo las junta y huyen, sin ocurrírseles insistir en sus agresiones. El animal humano, sobre islas inestables y frágiles construidas por él, dispara cañones monstruosos y sólo piensa en destruir al enemigo que tiene enfrente, sin preocuparse del cariz del cielo, sin acordarse del abismo abierto bajo sus pies. ¡Y este encarnizamiento de su gloriosa superbestialidad empieza a repetirlo ahora en los silenciosos desiertos de la atmósfera!…

Al romper el día es menos violento el balanceo, el mar se va serenando, los objetos recobran el ritmo de su estabilidad, y al fin nos inmovilizamos, llegando a través de los ventanillos del buque un ruido de voces exteriores.

Estamos en Pusán, puerto el más importante de la Corea, organizado por los japoneses con todas las comodidades que exigen los transportes modernos. Desembarcamos fácilmente, y a corta distancia del muelle nos espera el tren que ha de llevarnos en diez horas a Seúl, la capital.

Necesito hacer una aclaración. Corea y Seúl son nombres que sólo usamos los blancos y desconocen los coreanos. El verdadero nombre de Corea para los del país es Chosen, y Seúl se llama en coreano Keijo[5].

Todos los imperios del Extremo Oriente tienen un nombre poético, que les dieron sus primitivos habitantes de acuerdo con sus observaciones geográficas o su vanidad patriótica.

Los japoneses llamaron siempre a su país Imperio del Sol Naciente. Como ven surgir el sol por el lado del Pacífico, el nombre no es inexacto. Pero juzgando lo que les rodeaba por sus propias sensaciones, llamaron a la China Imperio del Sol Poniente, ya que por el lado de esta nación continental descendía y se ocultaba el astro diurno.

El nombre de China lo ignoraron completamente los chinos hasta hace poco. Por primera vez se ha usado de un modo oficial al proclamarse la República. En los numerosos siglos que duró el régimen de los emperadores, el vastísimo país amarillo se tituló Imperio de Enmedio. Admitían que el Japón fuese el país del Sol Naciente, pero ellos no podían ser el del Sol Poniente, pues veían descender a éste más allá de sus dominios, en tierras desconocidas.

Colocado entre el Imperio del Sol Naciente y el Imperio de Enmedio, tomó el reino de Corea el título que le quedaba disponible, y se llamó Chosen, que significa «Mañana Tranquila» o «Mañana Fresca».

Pisamos el suelo del ex reino de la Mañana Tranquila. El día es clarísimo, luce un sol juvenil en un cielo de nítido azul, pero el frío resulta extraordinario: un frío más crudo y hostil que el de los países donde fueron establecidas las grandes urbes humanas.

De las fuentes de la estación y del muelle, así como de las techumbres de los vagones, penden estalactitas de hielo. Arroyos y charcas parecen de mármol blanco y bruñido. Hay que llevarse las manos frecuentemente a las orejas y la nariz para frotarlas con violencia. Un viento cortante viene de la Siberia, a través de esta atmósfera azul empapada en luz solar.

Empezamos a ver por todas partes hombres vestidos de blanco, todos ellos con una bata o amplia camisa hasta los talones, que aletea bajo el viento. Estas vestiduras parecen aumentar con su color de nieve la aguda sensación de frío que nos rodea. Los hombres que trabajan en el puerto llevan, además de su bata, un pasamontañas, casco tejido que les llega hasta los hombros y enmascara una parte de su rostro.

Luego, los verdaderos coreanos, los que usan completo el traje nacional, van llegando, atraídos por el desembarco de viajeros. ¿Cómo explicar la extravagancia de su indumento?… Visten todos la túnica blanca y debajo unos calzoncillos de igual color sujetos al tobillo, y unas sandalias de cuero o de paja. Esto no es extraordinario, aunque resulte poco comprensible que, en una tierra cuyo invierno es de los más crudos, vayan las gentes vestidas, veraniegamente, de algodón blanco. Su tocado es lo inverosímil. Todos llevan un sombrero de copa cuyo tamaño no llega a ser el de la mitad de su cabeza: un sombrero como el de los clowns, que se sostiene gracias a unas bridas atadas por debajo de la mandíbula inferior.

Este sombrero no sirve de nada, no puede librarles del sol ni de la lluvia, ni siquiera entra en su cabeza, sosteniéndose en la forma que ya hemos dicho; y sin embargo, la pequeña chistera, que parece fabricada para un niño, es objeto de atenciones y modificaciones, según la época del año. En invierno la llevan metida en una funda de hule reluciente; en verano le quitan dicha envoltura y queda tal como es, de gasa engomada con un armazón de alambre.

De vez en cuando se ve algún coreano que usa otra clase de sombrero, antítesis por su enorme tamaño de la chisterita de payaso. Es una espuerta de paja con la boca invertida, una especie de plato de bordes tan amplios que casi toca los hombros del portador, dejando su rostro invisible. Este sombrero-cúpula sólo lo usan los que están de luto.

Sea cual sea el tocado de sus cabezas, los coreanos van a todas partes con una pipa de bambú de tubo larguísimo, que les precede lo mismo que una antena de insecto o la hoja del pez espada. A su final hay un hornillo de barro tan exiguo que pueden llenarlo con un pellizco de tabaco. Nunca abandonan esta pipa, y con ella en la boca labran los campos o construyen los edificios de las ciudades, lo que da a su trabajo una lentitud soñolienta.

Su estatura aventajada aún parece más alta cuando pasan al lado de sus dominadores los japoneses. Estos pigmeos disciplinados, activos y enérgicos, vestidos de gris, no tienen la majestad de los arrogantes coreanos con sus luengas túnicas blancas. Tal es su aire solemne de personajes decadentes y perezosos, que el observador acaba por acostumbrarse a su pequeño sombrero de payaso, y hasta encuentra cierta belleza a sus rostros largos, de nariz algo aplastada, tez pálida y barbas lacias.

Este reino de la Mañana Tranquila es uno de los lugares del Extremo Oriente que más tardaron en recibir la visita de los blancos. Marco Polo, que estuvo en tantos pueblos del Asia del Este, no pasó nunca por Corea. El primero que penetró en el país fue un jesuita español, el padre Gregorio de Céspedes, en 1594, pero no pudo ir más allá de los alrededores de Pusán, donde nos hallamos nosotros ahora.

Ningún pueblo asiático fue tan cruel como éste en la persecución de los misioneros cristianos. Los martirios de Corea resultan los más espantosos de todos. Hace cuarenta años nada más, los propagandistas del cristianismo arrastraban aún espeluznantes tormentos al circular cautelosamente sobre esta tierra, visitando los grupos de coreanos que profesaban en secreto dicha religión. Para viajar con más seguridad los misioneros, disfrazados con trajes del país, empleaban el sombrero de luto, que oculta el rostro.

En nuestros tiempos se disputaron este reino decadente la China, Rusia y el Japón. El Imperio chino, gobernado por los soberanos manchúes, que procedían de los límites de la Corea, era el dominador. Pero el Imperio del Sol Naciente, deseando esparcir su exceso de población en el suelo asiático, había puesto sus ojos en el país de la Mañana Tranquila.

Con el pretexto de libertar a los coreanos de la «tiranía china», hizo la guerra al Imperio de Enmedio en 1894, obligándolo a que reconociese la independencia de Corea. Después, como los rusos pretendían influir en la política de este país, hizo la guerra a Rusia en 1902, y la batió, siempre por defender la independencia de la pobre Corea. Y en 1910, para que nadie pudiese atentar más contra la tal independencia, se anexionó simplemente la península coreana, declarándola colonia japonesa. Pocas veces se ha visto en la Historia tanta generosidad aparente encubriendo una hipocresía tan cínica.

Hasta fines del siglo XIX la Corea fue un misterio. Ningún explorador europeo había penetrado en ella. Los geógrafos sólo podían saber lo que contaban los marinos después de navegar ante sus costas y los relatos algo vagos de los misioneros, más atentos a la conquista de las almas que al estudio físico del país. Todavía, en 1885, al escribir Élisée Reclus su famosa Geografía universal confesaba la escasez de sus conocimientos sobre la península de Corea, país que «había procurado mantenerse en el olvido sin intervenir en la historia de Asia», añadiendo que el lugar ocupado por este vasto reino daba la impresión de una tierra vacía.

Sólo conocían los europeos relatos confusos y fabulosos sobre Corea. De tarde en tarde se conmovían un poco al enterarse de horribles martirios sufridos por los misioneros. Los japoneses vivían más cerca, su calidad de amarillos les permitía deslizarse en el país, y como estaban enterados de la riqueza de sus minas y de su fertilidad agrícola, descuidada y abandonada, procuraron apoderarse de él por los medios falsamente generosos que hemos indicado.

Hubo una reina de Corea que, en 1895, intentó oponerse a los manejos absorbentes del Japón. Éste iba apoderándose del país con disimulo, y la reina, para contrarrestar su influencia, hizo una política nacionalista, francamente coreana, buscando apoyo para ello en los rusos, ya que las demás potencias europeas no mantenían relaciones seguidas con su patria.

Los japoneses, que son el pueblo más cortés de la tierra, no reconocen obstáculos cuando se proponen la realización de un deseo. Estos hombrecitos risueños y amantes de las flores consideran la muerte como un accidente sin importancia. Y como les estorbaba la reina de Corea, enviaron a Seúl un embajador extraordinario, el vizconde Miura Goro, para que organizase simplemente el asesinato de dicha soberana.

Un grupo de bandidos a sueldo invadió pocos días después el palacio de Seúl, mientras varios piquetes de soldados japoneses ocupaban sus puertas para que nadie pudiese escapar. Varios oficiales del ejército japonés acompañaron, sable en mano, al grupo de asesinos. Y la reina de Corea cayó hecha pedazos bajo tanta cuchillada mortal. Luego su cadáver fue quemado en un bosquecillo del parque de palacio.

A partir de este crimen político, los monarcas coreanos fueron humildes servidores del Imperio japonés, y al emprender éste su guerra con Rusia y apoderarse militarmente de Corea, no hizo más que completar una obra preparada desde algunos años antes.

Hoy el ex reino de la Mañana Tranquila es un Japón continental. En los primeros años de ocupación los japoneses se mostraron brutales y crueles. Luego, al quedar dueños absolutos del país con la aquiescencia de todas las naciones, el gobierno japonés ha cambiado de conducta, dedicándose a su fomento industrial y agrícola.

Debe reconocerse que en los últimos años los japoneses llevan hechos grandes trabajos en Corea. Han saneado las ciudades, construido ferrocarriles y carreteras, y sobre todo procuran engrandecer la agricultura canalizando los ríos, creando grandes zonas de riego, repoblando con enormes arboledas las montañas, talladas por los naturales. Tal vez el gobierno de Tokio ha realizado en esta colonización, fuera del antiguo solar patrio, mayores obras que para el progreso de su propio país.

Pero a ello contestan los coreanos que las reformas no las hacen los japoneses para el bienestar de los naturales, sino para mejor desarrollo y estabilidad de las muchedumbres niponas, que han caído sobre la tierra conquistada como una nube de langosta, acaparándolo todo con su actividad absorbente y agresiva. Y esto es tan verdad como lo otro.

Apenas nuestro tren empieza a marchar por las planicies de Corea nos damos cuenta de que hemos entrado en un mundo distinto al del archipiélago japonés. En el Japón no se ven animales en los campos. La tierra es cultivada por el brazo humano, y la mujer trabaja tanto como el hombre. Todo está dividido en reducidas parcelas, y por más que se viaje horas y horas no se sale de una huerta interminable de pequeños cuadros de arroz o de hortalizas, con surcos escrupulosamente rectos, donde todo está agrupado como en una decoración de teatro. El bambú orla las porciones de tierra cultivada, y entre éstas surgen árboles graciosos cuyas hojas tienen colores de flor.

En el reino de la Mañana Tranquila no existen las amenas sinuosidades del cultivo intensivo. Impera la línea horizontal, como en los desiertos azules del océano. Nada es reducido y gracioso, todo es amplio y severo. Las montañas tienen más roca que tierra, y brillan bajo el sol con tonos rojos de carne desollada. Únicamente en los valles, atravesados por ríos y arroyos, se extiende un doble cordón de álamos. En el resto del paisaje, la tierra seca por el frío guarda la huella de los surcos, pero no se ven árboles, y el suelo sin labrar sólo alimenta matorrales. Los pueblos tienen un aspecto de pobreza crónica. Las viviendas son cabañas de techo redondo hechas de paja y barro.

Seguimos el curso de un gran río azul con láminas de hielo que se desprenden de las orillas nevadas y flotan sobre la corriente, lentas y cabeceantes. Unos perros enormes saltan junto a la vía e intentan correr a la par del tren, enviándole feroces ladridos. Recuerdo los animales fabulosos de piedra, mezcla de perro y de león, que decoran las escalinatas de los templos japoneses. Estas bestias de granito con mechones puntiagudos, ojos redondos y dentadura aguda de caimán, son llamadas por los budistas «perros celestiales» o «perros coreanos», por haber tomado los escultores como modelos a los canes de este país.

Vemos marchar a través de los sembrados largas filas de hombres blancos. Las rudas barcazas que descienden el río van tripuladas igualmente por hombres blancos. Los trabajadores que reparan la vía visten de idéntico color. Por todas partes las mismas procesiones blancas, como si fuese este país una tierra de fantasmas que se niegan a ocultarse en las horas de sol. Los menos pobres van montados en bueyes, que aquí sirven de cabalgaduras, sin abandonar por ello la larga pipa de bambú y el sombrerito de copa alta sujeto con cintas.

Pasean a grandes saltos por sembrados y caminos bandas de cuervos, gruesos como pavos. Es la primera aparición de este animal, dueño absoluto del cielo de Asia. Aquí es más grande y pesado, como si engordase con la miseria del país. En China, en la India, en todos los pueblos del mundo antiguo, vamos a encontrarlo más pequeño, más gracioso de movimientos, pero con una abundancia prolífica de calamidad alada.

Hacemos otro descubrimiento que va a acompañarnos por toda China, con la repetición obsesionante de un tema infinito. Vemos en ciertos campos una sucesión de montones redondos de tierra, iguales a los que forman los agricultores para quemar las hierbas nocivas, o como las cúpulas de los hormigueros en África y América. Son tumbas. Todos los campos tienen algunas, y a veces esta sucesión de montículos ocupa colinas enteras. El Japón oculta discretamente sus sepulcros. En Corea y China la tierra amontonada sobre un ataúd queda así para siempre, y los muertos van ocupando con sus cúpulas una parte considerable del suelo que debe sustentar a los vivos.

Se nota en las montañas y en los sitios no cultivados la despoblación forestal de otras épocas, que ahora procuran remediar los nuevos amos. Corea es un país de rudos inviernos, y sus habitantes no poseen la dureza de los japoneses para arrostrar el frío. Los coreanos han tomado de los chinos su sistema de calefacción. Todas las viviendas, por míseras que sean, tienen un subterráneo de piedra, donde se encienden hogueras que envían su calor a través del piso de tablas. Para poder calentarse durante numerosos siglos, los coreanos han cortado primeramente los troncos de sus bosques, y al fin arrancaron sus raíces.

Los japoneses, al menospreciar a estos amarillos que viven bajo su dominación, dicen que el fuego fue para los coreanos lo que el opio para los chinos. El placer del calor los adormeció, mientras su país iba decayendo.

Cerrada ya la noche llegamos a Seúl, la antigua Keijo. Al abandonar el tren podemos darnos cuenta del frío de este país. Hasta ahora sólo lo habíamos sentido al abrir momentáneamente los vidrios de las ventanillas. La tierra está tan endurecida, que cruje bajo los pies, como cristal en polvo. Las huellas de las ruedas sobre un suelo que fue blando parecen ahora abiertas con cincel en el granito. Los del país acogen con extrañeza nuestros estremecimientos. La temperatura no es más que de doce grados bajo cero; algo primaveral para ellos, que esperan fríos más crueles.

El Gran Hotel de Chosen, donde nos alojamos, está preparado afortunadamente para todos los rigores de este clima. Puertas y ventanas tienen vidrios dobles. La calefacción es generosa y amplia en todas las piezas.

Junto al pórtico hay grupos de mercaderes ambulantes, cuyo aspecto nos hace recordar que ya estamos en la verdadera Asia. En el Japón todos son japoneses. Sólo de tarde en tarde se ve algún blanco, llegado por recreo o por negocios. En la capital de la Corea nos sale al encuentro el Extremo Oriente cosmopolita.

Mezclados con los coreanos hay mogoles de alta tiara de pieles y casaca hecha con cueros peludos de oso negro; siberianos con gorro de astracán y levita de cosaco, llevando el pecho adornado de cartucheras; judíos rusos de perfil ganchudo; manchúes de estatura de gigante y chinos: los primeros chinos que encontramos. Todos ellos ofrecen pieles sueltas de cibelina, de zorro plateado, de otras bestias de pelaje precioso, cazadas en la vecina Siberia. Además venden pequeños objetos de jade, como si fuesen anuncios del arte chino que vamos a encontrar muy pronto.

Después de comer y antes de ir al teatro coreano, hablo con un periodista de Seúl, el más célebre de todos ellos, un verdadero héroe. Con el entusiasmo de la juventud, este escritor ha emprendido la generosa aventura de protestar contra la anexión japonesa y defender la antigua independencia coreana.

Sólo le sigue la clase popular, atraída siempre por los luchadores audaces y desinteresados. No tiene otras armas que su pluma y su energía. El gobernador japonés de Corea lo mete con frecuencia en la cárcel por sus artículos, pero el castigo aumenta su popularidad y su propio entusiasmo.

Cuando se reúne en Europa algún congreso diplomático, se presenta el doctor Li, que así se llama dicho joven, con una comisión de compatriotas, para exigir que sea devuelta su independencia al país de la Mañana Tranquila. Como posee muchos idiomas, le es fácil expresar su protesta. En Ginebra los señores de la Sociedad de Naciones lo han escuchado muchas veces con aire distraído. ¡Pedir que el Japón renuncie a la Corea, cuando ya la posee hace años y guarda en su propia casa, como un esclavo feliz, al último heredero de sus reyes!… Que se contente con esta única presa es lo que desean las otras potencias.

Si de tarde en tarde pasa por Seúl un hombre político o un escritor conocido, el doctor Li le visita para pedirle que aporte su concurso a la justa empresa de devolver a todo un pueblo la independencia que le arrebataron sin consultarlo.

Oigo en silencio la larga historia de trabajos y penalidades que me cuenta este propagandista de fe robusta, de tenacidad quijotesca y al mismo tiempo de una candidez asombrosa en sus ilusiones.

Está convencido de que su causa triunfará finalmente, y confía para ello en Lloyd George[6] y en los Estados Unidos. En una de sus visitas a Europa le prometió Lloyd George, sin pestañear, que Corea sería independiente dentro de diez años justos. ¡Ah, terrible burlón! ¿Por qué diez años y no nueve u once?…

Para animar a este joven generoso finjo creer en la promesa del político inglés.

—Cuando él dijo eso —añado— sus razones tendrá para afirmarlo. En lo que se refiere a la ayuda de los Estados Unidos, tal vez se vea usted obligado a esperar un poquito más, querido doctor. Antes de exigir al Japón que devuelva a Corea su independencia, los señores de Washington tendrán que ocuparse de otros dos países que se llaman Puerto Rico y Filipinas.