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La isla donde nadie nace ni muere

Osaka y su población industrial.—El famoso mar Interior.—La isla de Myajima, donde nadie nace y nadie muere.—Ni perros, ni automóviles, ni telégrafo, ni luz eléctrica.—El dulce rincón de la paz y la vanidad patriótica.—El príncipe heredero de Corea, su esposa y su séquito.—Embarque bajo la nieve.—Adiós al Japón insular.—La terrible ironía del Pacífico.

Osaka es la ciudad más populosa del Japón, después de Tokio. En sus barrios céntricos, muchos edificios de pisos numerosos tienen en sus puertas chapas metálicas con rótulos de sociedades industriales. Por todas partes grandes almacenes y oficinas. Los transeúntes van vestidos a la europea, y solamente cuando pasa una mujer que conserva el traje japonés o al encontrar alguna casita baja de madera que aún subsiste entre edificios enormes, a imitación de los de Nueva York, se recuerda que estamos en el Japón.

Una espesa red se tiende sobre las cruces de los postes y andamiajes férreos de las techumbres: teléfonos, telégrafos, cables conductores de luz y de fuerza. Centenares de chimeneas esparcen borrones de humo sobre un cielo donde hace medio siglo colocaban los artistas del país sus vuelos de blancas cigüeñas.

En algunos talleres las chimeneas de vapor son cuadradas y ostentan en una de sus caras el rótulo del establecimiento, según la escritura japonesa, letra sobre letra. Tienen el aspecto de enormes barras de lacre rojizo clavadas en el suelo y con una misteriosa marca de fábrica. Aquí están las grandes manufacturas de la sedería japonesa y todos los centros de la industria moderna del país.

Canales anchísimos parten las principales avenidas. En todos ellos y en el río se ven sampanes de construcción arcaica y remolcadores flamantes llevando las mercancías hacia Kobé, que es en realidad el puerto de Osaka.

Se nota en esta urbe japonesa la influencia de la clase obrera. Al anochecer hay una muchedumbre trabajadora en las calles, compuesta especialmente de mujeres que salen de las hilanderías de seda. Entre estas japonesas y la musmé de hace pocos años existe una diferencia de siglos. Son jornaleras como las de Europa y las imitan en el adorno de su persona. Los hombres están organizados para la resistencia pasiva y la huelga.

Esta muchedumbre sometida a la industria da a Osaka una abundancia extraordinaria de espectáculos públicos y lugares de diversión. Todos los comediantes japoneses pasan por esta ciudad. Hay calles enteras de teatros y cinematógrafos, con carnavalescos adornos de linternas, lienzos escritos y enormes banderas. Como el japonés es sobrio en sus necesidades nutritivas, reserva gran parte del jornal para los recreos nocturnos. El deseo de todas las obreras es ir al cinematógrafo y vestir como las mujeres de Europa. En Osaka se vive ya muy lejos del antiguo Japón, visto en los libros y las estampas.

Salimos de esta ciudad para ir hacia Shimonoseki, donde nos despediremos del Japón insular, pasando a la orilla firme de Asia, a la antigua Corea, que es hoy un Japón continental. Pero antes de abandonar la mayor de las islas niponas, todavía volvemos a encontrar el primitivo pueblo japonés, retardatario y enamorado de sus tradiciones.

Marchamos en ferrocarril un día entero, siguiendo las costas del mar Interior. Aquí están los paisajes y las marinas que copiaron en el transcurso de dos siglos y medio los grandes maestros del arte japonés.

Es un mar que nunca ofrece la desnuda monotonía de los horizontes oceánicos. Siempre tiene en su fondo un promontorio, una cúspide de montaña que emerge solitaria, o un grupo de islas. El agua, al introducirse en la tierra nipona, ha roído las costas con una sucesión innumerable de cabos, pequeños golfos, bahías casi cerradas y desfiladeros marítimos. Estos últimos son más angostos que muchos ríos, pero de considerable profundidad, que permite el acceso a buques de gran calado y hasta a los paquebotes del océano.

Pasamos ante golfos de un agua verde y dormida, en la que permanecen móviles los sampanes de cabotaje, con velas de persiana y popa de carabela. Más allá vemos deslizarse sobre la superficie acuática, como si marchasen en sentido inverso, grupos de islitas negras, compuestas de picachos volcánicos, que tienen agudas aristas. En otras ensenadas, el mar Interior está agitado por una desviación caprichosa del viento, y varias filas de olas verdes y blancas se suceden casi tan juntas como los pliegues de un vestido. Es el mar de las estampas japonesas, que parece amanerado y antinatural por invención de los artistas, siendo sin embargo una copia exacta de la realidad.

Muchos pueblecitos de pescadores se extienden entre la playa y la vía férrea. Vemos barcas puntiagudas puestas al seco en plazas, paseos y jardines. Grupos de muskos corretean ante las casitas con techo negro y cóncavo y paredes de madera sin pintar. Todos agitan los brazos y dan gritos viendo el paso del tren, con la exuberancia algo insolente de los muchachos japoneses. Éstos sólo adquieren la amabilidad risueña, concentrada y un poco inquietante del nipón cuando son hombres y las necesidades de la vida los obligan a tal cambio. Por algo las autoridades y las asociaciones cívicas, cuando instituyen premios públicos, los destinan a «las viudas virtuosas» y a «los niños respetuosos».

Al alejarnos por corto tiempo del mar Interior pasamos ante el castillo de Himaja[4] y otras viviendas fortificadas de los antiguos daimios. Estas residencias feudales tienen cóncavos tejados negros sobre sus murallas, así como en las torres y en el alcázar central. Las almenas al aire libre de los castillos de Europa no existieron en la Edad Media japonesa. Los samuráis disparaban sus ballestas bajo techo y arrojaban igualmente piedras y líquidos sobre los asaltantes a cubierto de la lluvia y del sol.

Otra vez viajamos frente al mar Interior, viendo canales salados que se deslizan como ríos entre la costa firme y las islas inmediatas. Vapores de gran tonelaje avanzan lentamente por estos corredores marítimos. En mitad de los pasos surgen islotes o isleoncillos, que aún los hacen más angostos.

Una rica fauna marina se multiplica en el laberinto de los canales verdes. Las barcas pescadoras son innumerables. Las orillas están ocupadas en un espacio de varios kilómetros por redes y otros artefactos modernos de pesca. Se ve que las poblaciones ribereñas tienen por única industria la explotación de este mar, en el que se quiebra la luz con infinitas variedades, según el contorno de las tierras que lo rodean. En ciertos lugares cerrados por montañas es a la vez verde, rojo y azul, como si un trozo del arco iris flotase sobre sus aguas.

Empieza a nevar, sin que por ello se oculte el sol. Los campos de arroz brillan lo mismo que espejos dentro de un marco blanco; la nieve ha cubierto sus ribazos. Aumenta el frío a medida que nos vamos alejando de la orilla japonesa que mira a las soledades del Pacífico. Nos aproximamos a Corea, península que al despegarse del continente asiático recibe en su dorso el frío soplo de los vientos de Siberia.

Abandonamos el tren para visitar la famosa isla de Miyajima, la Arcadia japonesa, un pedazo de tierra «donde nadie nace y nadie muere».

El viajero que llegando por occidente ha desembarcado en Nagasaki y aún no ha visto nada del país, se siente profundamente impresionado por la paz campestre de esta isla. Los que vienen del interior del Japón después de haber visitado la selva de Nikko y el parque sagrado de Nara, no pueden sentir del mismo modo las impresiones avasallantes de la novedad.

Miyajima, separada de la tierra firme por un canal del mar Interior, con sus bosques de criptomerios, pinos y árboles frutales que sólo dan flores, es toda ella un templo vegetal dedicado a los dioses. Por sus senderos trotan los venados, lo mismo que en Nara, con la confianza del que no ha conocido nunca el miedo. Nadie puede molestar a estos dulces animales, señores de la isla.

Los antiguos japoneses quisieron hacer de este pedazo de tierra un modelo de lo que sería la vida humana si no existiesen el dolor, la muerte y la necesidad de trabajar para comer.

Una paz absoluta y profanada sale al encuentro del viajero al poner sus pies en la isla. Los venados se acercan a lamerle la mano, en espera de alguna golosina. En las revueltas de los senderos se tropieza con musmés de sonrisa franca que le miran sin los remilgos de la honestidad, como si perteneciesen a un mundo de primitiva inocencia, sin noción alguna de lo que es pecado. En las frondosidades de la selva sagrada va descubriendo capillitas con Budas de piedra, roída por los siglos, y linternas de granito que en ciertas noches esparcen su luz vagorosa para recuerdo de los antepasados.

Todo lo que representa la vida moderna, con sus ruidos incómodos y sus hediondeces, está prohibido aquí. Ningún perro puede entrar en Miyajima, para que los venados no sufran alarmas ni miedos. Además, no se toleran en la isla automóviles, carruajes de caballos, ni simples korumas. Todos deben marchar por sus pies, como en los primeros tiempos de la creación. La gasolina es contrabando. Tampoco son permitidos el telégrafo, el teléfono y la luz eléctrica.

Hasta hace cincuenta años estaba prohibido igualmente nacer o morir dentro de la isla. Las mujeres embarazadas y los enfermos eran embarcados para la orilla de enfrente. La dulzura de una paz inalterable rodeaba a los habitantes de este paraíso. Todos sonreían. Jamás sonaba una mala palabra, ni las voces coléricas de una contienda.

Ahora la isla feliz conserva sus ciervos familiares y dulces, su arboleda sagrada y rumorosa, pero los habitantes humanos han cambiado. Se nace y se muere sobre su suelo, como en las demás tierras. Hay enfermos, y además hay hoteleros rapaces, que se han establecido en ella atraídos por la gran afluencia de visitantes.

El monumento religioso más frecuentado es una pagoda a orillas del mar, con la plataforma montada sobre pilotes. Aguas adentro, un tori enorme hunde sus dos columnas de madera en la superficie tranquila, que refleja su imagen. Es tal vez el pórtico más hermoso del Japón por su emplazamiento marítimo. En cambio, el templo inmediato, cuando baja la marea y queda en seco sobre sus hileras de postes, tiene el aspecto de un balneario.

En el interior de este edificio dedicado a la paz se tropieza inmediatamente con recuerdos de guerra y peligrosas vanidades del patriotismo. Muchos soldados de la contienda ruso-japonesa dejaron aquí sus cucharas como un homenaje a la divinidad. En las paredes hay pinturas, algo primitivas, representando las principales batallas navales de la citada guerra, y el ingenuo artista se complació en detallar el efecto mortal de los tremendos cañonazos.

¿Será la paz un eterno ensueño de los humanos?… Estos hombres amarillos quisieron crear hace siglos un rincón en el que nadie conociese los dolores del nacimiento y de la muerte, un retiro de paz donde hombres y animales ignorasen las emociones del miedo, y el patriotismo viene ahora en peregrinación a depositar sus recuerdos de guerra y cubre las paredes con imágenes de enormes matanzas.

Cuando tomamos el tren para continuar nuestra marcha hacia Shimonoseki, nos encontramos con un compañero inesperado de viaje, cuya persona atrae una afluencia oficial en todas las estaciones importantes. Es el príncipe heredero de Corea, que va a pasar una temporada en la capital del país regido en otro tiempo por sus ascendientes. Esto de príncipe heredero no es más que un título. Nada puede ya heredar, pues el reino de Corea se lo anexionó definitivamente el Japón en 1910.

Vemos en los andenes grupos de militares que vienen por obligación a saludar ceremoniosamente a este príncipe olvidado, sin que les inspire una verdadera curiosidad. Los guerreros japoneses son los únicos que saben llevar bien su vestimenta de origen europeo. Los gobernadores civiles de las provincias se van presentando puestos de frac, con un lado del pecho cubierto de condecoraciones, lo mismo que un profesor de ocultismo y prestidigitación de los que actúan en los teatros.

La gente popular no se preocupa de este recibimiento monótono y aparatoso. En todos los andenes, por modesta que sea la estación, hay lavabos al aire libre, hechos de azulejos blancos y con espejos ovales. Todos ellos tienen agua caliente en abundancia, y los japoneses que afrontan el frío ligeros de ropa aprovechan la ocasión para lavarse el cuerpo en público, sin recato alguno, con este líquido que humea.

Sigue nevando, cada vez más copiosamente, y cuando llegamos a Shimonoseki, a las diez de la noche, a pesar de que el tren se detiene a unos cien metros del embarcadero, resulta penoso el corto trayecto. Nos hundimos en la nieve hasta cerca de la rodilla, y así vamos llegando al buque estrecho y largo, que llena una gran parte del malecón con su pared blanca perforada por redondeles de luz interior.

Desde la última cubierta veo una procesión de linternas igual a las que figuran en las antiguas estampas japonesas. Es el príncipe que viene de embarcarse con todo su cortejo.

A este heredero sin corona, instalado en Tokio, cerca del gobierno, lo casaron con una japonesa de gran familia, para tenerlo de tal modo en la más absoluta sumisión. Gran número de policías, con uniforme o en traje civil, avanzan sobre la nieve, llevando cada uno de ellos un farol redondo de papel. Entre las dos filas de resplandores rojos y amarillos que danzan sobre el suelo blanco veo venir al príncipe, un personaje asiático, de aspecto decadente, vestido de general japonés y mirando a un lado y a otro mientras sonríe tímido e inquieto.

Delante de él marcha su esposa con una petulancia militar, balanceando marcialmente un brazo, irguiéndose para que la crean más alta, dentro de su gabán de viaje rematado por un sombrero a la moda de Europa. Un oficial va pegado a ella para defenderla de la nieve con un paraguas abierto de brillante cartón. Todas las atenciones son para la japonesa. El marido la sigue como uno de tantos individuos del séquito.

Antes de media hora vamos a alejarnos del Japón insular. Volveremos a encontrarlo en la tierra de Corea, pero ésta sólo es japonesa por las imposiciones de la fuerza y han de pasar muchos años de tranquilidad para que llegue a fundirse verdaderamente con su dominador.

Al alejarnos de las costas del antiguo Imperio del Sol Naciente reflexiono para concentrar y fijar mi opinión definitiva sobre él.

Esta opinión no es firme y homogénea. Resulta doble y contradictoria, como el espíritu del Japón actual. Admiro el enorme esfuerzo realizado por un pueblo que hace medio siglo vivía en su Edad Media y se asimiló en tan corto espacio de tiempo todos los progresos materiales realizados por el resto de la humanidad. Admiro su buena educación y me asombra igualmente su disciplina, que le permitió cambiar de un modo casi instantáneo sus pensamientos, sus costumbres y sus trajes, para obedecer las órdenes innovadoras del Mikado.

Algunos sólo han visto en todo esto una facilidad enorme de imitación, un trabajo simiesco extraordinario. Es cierto que hasta ahora los japoneses no han hecho más que copiar, sin producir algo verdaderamente original. Pero medio siglo es un plazo muy corto, y no puede exigirse a un pueblo, después de haber realizado en tan pocos años la absorción de varias civilizaciones ajenas, que produzca además obras propias y originales. Queda por ver en lo futuro si el japonés es un simple imitador o si al dar por terminado el ciclo de esta asimilación podrá contribuir al progreso universal con un aporte puramente suyo.

El porvenir del Japón resulta más enigmático que el de otros pueblos. No se sabe si continuará adelante, aceptando el progreso con todas sus consecuencias disolventes para el mundo antiguo, o sentirá miedo al ver que la masa de su obrerismo, cada vez mayor, apadrina las reivindicaciones sociales de los blancos, y en tal caso se aislará de las demás naciones, cerrando sus puertos como en tiempo de los dos shogunes.

Lo único que sé con certeza es que este pueblo ha sido elogiado con exceso, adulado en demasía.

Muchos que por ignorancia se imaginaban a los japoneses como unos «monos amarillos» antes de su guerra con Rusia, al verlos luego vencedores los han considerado unos superhombres, admirándolos ciegamente hasta en sus mayores defectos.

Repito que es asombroso el progreso material de este pueblo y las fuerzas defensiva y ofensiva que supo improvisar y organizar en cincuenta años. Pero la suerte le ayudó también de un modo extraordinario, una suerte que ahora parece haberse vuelto de espaldas, dejando caer sobre las islas niponas los cataclismos más destructores.

Para engrandecerse tuvo que batallar con la China, desorganizada y poco propensa a la guerra. Su único enemigo importante fue la Rusia de los zares, podrida hasta la médula por la inmoralidad administrativa, debilitada por el odio popular, y teniendo que mantener ejércitos casi en el lado opuesto del planeta, sin otro medio de comunicación que el Transiberiano, ferrocarril incompleto, de vía única.

Las grandes potencias tratan con dureza a este pueblo, que continúa acariciando silenciosamente su ensueño de dominación sobre la mayor parte del Asia. Inglaterra, su antigua maestra y aliada, lo ha dejado de su mano. Los Estados Unidos, instalados en Hawai y en Filipinas, dispensan a la China amenazada una protección que se expresa con regalos más que con palabras.

El Japón siente una cólera sorda, cada vez más grande, al ver que no puede avanzar sin que la mano de alguna de las potencias blancas se apoye en su pecho.

¡Quién sabe si Magallanes, al dar el nombre de Pacífico al mayor de los océanos, inventó, sin saberlo, la más cruel y sangrienta de las ironías de la Historia!…