Las fiestas florales del año.—Geishas y japonesas honestas.—Cómo se casan los japoneses—El amor fuera de casa.—El paraíso de los maridos.—Opiniones de un moralista japonés sobre las mujeres.—La esclavitud femenina.—Contradicciones del pudor japonés—Las mancebías del Yosiwara.—Hembras expuestas en escaparates.—15.000 muchachas quemadas.—La gran catástrofe de la explanada de Hifukusho.—Un brasero de 40.000 personas.—Ágil agonía de las madres japonesas.—Un policía que imita a los samuráis.
Por observación directa y por las explicaciones de mis amigos japoneses, voy conociendo algo del alma de este pueblo, compleja y contradictoria, pues se funden en ella las tradiciones de 2600 años y los transformismos violentos de un progreso que sólo tiene medio siglo y ha copiado casi de golpe los adelantos materiales del mundo occidental.
El japonés es de un positivismo áspero, prefiere las empresas prácticas, de utilidad inmediata, y al mismo tiempo adora con fervor de poeta los esplendores primaverales de la Naturaleza.
Las flores en el Japón apenas tienen perfume, algunas carecen completamente de él, y sin embargo ningún país de la tierra ama como éste la floricultura. Toda japonesa bien educada aprende el arte de hacer ramilletes, como una señorita occidental aprende el piano o la acuarela. No hay japonés que a la vista de un grupo de flores no quede inmóvil, en actitud reflexiva, lo mismo que un visitante de los museos de Europa ante un cuadro famoso. Hasta el bajo pueblo da su opinión sobre los matices y combinaciones de un ramillete, pues todos conocen desde la escuela el simbolismo y la armonía de las flores.
En el curso del año las principales fiestas populares están reglamentadas y escalonadas por las sucesivas floraciones de arbustos y árboles. El japonés abarca en su veneración todas las flores, dedicando mayor predilección a las de los árboles, casi inadvertidas en otros países, que a las de los arbustos, más conocidas y apreciadas en el Occidente. Cuando al iniciarse la primavera florecen los cerezos, se organizan fiestas de un extremo a otro del Japón, que duran mientras existe dicha flor. Al pie de los árboles se congregan las muchedumbres para presenciar el Miyako-Odori, la «Danza de los Cerezos», y estas romerías dan motivo a un consumo enorme de saké, pues el pueblo se embriaga por tradición, como lo hicieron sus ascendientes durante siglos para glorificar la vuelta de la primavera.
Antes de la fiesta de los cerezos ha sido la de los ciruelos, en realidad la primera del año, pues dichos árboles florecen cuando las nieves empiezan a fundirse. Luego se suceden las otras fiestas florales, con acompañamiento de tacitas de saké, músicas y bailes de geishas. En mayo es la fiesta de las peonías, que no son aquí inodoras, como en el resto de la tierra, gracias a los floricultores nipones que consiguieron darles un ligero perfume de rosa. Después son festejadas las glicinas de largos racimos, y las azaleas, que abundan mucho en los campos. En el curso del verano dedican su alegre glorificación a los iris, a los lotos, y al empezar el otoño se celebra la fiesta de la flor que pudiéramos llamar nacional, pues simboliza al Japón en el resto del mundo, el crisantemo, de infinitas variedades.
Además, el japonés festeja en el otoño el follaje de ciertos árboles que toma diversas tintas, como si sus hojas fuesen flores. Hay árboles que dan frutos en otros países y aquí se cultivan únicamente por su floración. En los ramilletes japoneses figuran como delicados componentes la flor del melocotonero, del peral, del ciruelo, del albaricoquero. Estas flores son infecundas; no contienen la esperanza de ningún fruto. Nacieron simplemente para lucir una belleza virgen y jamás conocerán la procreación.
Todo el que llega a este país con la memoria llena de lecturas literarias pregunta por las geishas, desea verlas, creyendo que son la representación femenina del país. Es algo semejante a lo que ocurre en España cuando los extranjeros desean ver gitanas, creyendo que todas las españolas son la Carmen de Merimée, o a la candidez de ciertos visitantes de París, que se imaginan conocer a la mujer francesa porque conversaron y bebieron con las danzarinas nocturnas de Montmartre.
Algunos escritores europeos, después de cohabitar en un puerto del Japón con una musmé de alquiler, la han exaltado y glorificado con su genio artístico, hasta hacer de ella el símbolo de la feminidad nipona.
Esto es hermoso, pero completamente falso. En el Japón existen la esposa, la madre, la hija, mujeres de resignadas y virtuosas costumbres, que forman la inmensa mayoría de la población femenina, y existe igualmente la geisha, cada vez menos numerosa y más decadente, que es la bailarina y la música de los lugares de diversión.
Esta especie de cocota nipona fue en otros tiempos, antes de que el Japón adoptase las costumbres occidentales, algo así como una institución nacional, destinada a satisfacer necesidades psicológicas más que físicas.
Para explicar esto con más claridad, necesito decir que en el Japón no existe el amor como lo entendemos los occidentales, y si alguna vez llega a nacer, es de un modo dramático e ilegal, fuera de la casa, al margen del matrimonio. El japonés constituye su familia bajo la dirección indiscutible de sus padres, que lo casan sin tomarse la molestia de consultar su opinión. Lo mismo los casaron a ellos e igualmente fueron contrayendo matrimonio sus remotos ascendientes en el curso de siglos y siglos.
Un amigo mío, profesor de lenguas europeas, me cuenta el breve y estupendo diálogo que tuvo hace pocos días con uno de sus discípulos.
—Mañana no podré venir a tomar mi lección, maestro, porque me caso.
Acoge el profesor con extrañeza tal noticia. Nunca le había hablado su alumno de noviazgos. ¿Cómo ha guardado esto en secreto hasta el último momento?… ¿Quién va a ser su esposa?…
—No sé —contesta el joven—. No la conozco. Todo lo han arreglado mis padres, y fue ayer cuando me dijeron que debo casarme mañana.
El japonés somete a su esposa a un régimen despótico, con arreglo a la tradición, y ésta le obedece en todo, sin la más leve protesta. Es posible entre ellos un plácido compañerismo, un afecto tranquilo y fraterno, pero no el amor tal como se ve en novelas y dramas. Por esta razón la literatura occidental sólo empieza a ser comprendida un poco por los japoneses que viven a la moderna y han viajado. Los demás, al leer obras célebres en Europa que sistemáticamente tienen por base el amor, levantan los hombros y sonríen como en presencia de algo infantil, indigno de respeto.
La geisha ha representado siempre para el padre de familia japonés la poesía de la vida, lo imprevisto y complicado que hace sufrir y proporciona deleite al mismo tiempo; en una palabra, el amor. Tiene en su casa varias mujeres, por el privilegio de la poligamia, pero éstas son abejas oscuras y laboriosas, dedicadas a la buena marcha del hogar. La geisha es como la hetaira griega, y a semejanza de los atenienses del tiempo de Pericles, el daimio, el samurái o el simple mercader han despreciado muchas veces a las hembras tranquilas y obedientes de su casa para ir en busca de la danzarina letrada, ingeniosa, maestra de buenas maneras y gran recitadora de versos.
Los principios de la carrera de geisha no son fáciles. Hay colegios especiales que las toman a los siete años, enseñándoles todo lo que puede hacer valer particularmente sus gracias y sirve para seducir a los hombres. Aprenden a tocar la guitarra, ejercitan sus voces, retienen en su memoria los pequeños poemas célebres, que ascienden a centenares, y sus maestras les enseñan además el arte de encontrar respuesta pronta e ingeniosa a las demandas masculinas. Su gran habilidad es la danza, sin saltos ni contorsiones, compuesta de actitudes que tienen algo de rituales, transmitidas a través de los siglos. Sólo a los catorce o quince años salen de estos colegios, gobernados por una disciplina severa, para intervenir en los banquetes y alegrarlos con su presencia.
En realidad, la geisha no fue nunca una prostituida. Su verdadera misión es divertir a los comensales con su belleza y sus palabras. Todas ellas guardan las tradiciones de la cortesía japonesa, y han mantenido en los hombres, con su fino trato, la etiqueta y el mesurado lenguaje de otros tiempos.
Las esposas quedaron siempre en el hogar conyugal, mientras el marido comía en la casa de té con las geishas. Algunas veces, si las mujeres legítimas asistían a tales banquetes, el marido no se mostraba intimidado por su presencia, y seguía acariciando familiarmente a las bailarinas, sin que esto pareciese extraordinario.
Afirman los tradicionalistas que la geisha es una profesional honesta y no va más allá de sus danzas, sus cantos y sus versos, evitando relaciones sexuales con sus clientes. Y añaden que éstos, por su parte, se contentan con la presencia y la conversación de las agradables muchachas. Tal vez haya sido así en muchas ocasiones, y los occidentales pequemos de maliciosos al no comprender unas orgías tan desinteresadas y puras. Mas no es menos cierto que algunas veces el japonés se enamora verdaderamente de la geisha, y como ésta es maestra en el arte de enardecer al hombre manteniéndolo a distancia y muestra una voracidad imprevisora y alegre para el derroche del dinero, tales relaciones duran años y años, perdiendo el enamorado en ellas toda su fortuna y hasta acaba suicidándose.
Así como muchos llaman a los Estados Unidos «el paraíso de las mujeres» por la influencia enorme que ejercen éstas en la vida privada y en la pública, el Japón puede titularse «el paraíso de los maridos». Las leyes escritas, las costumbres, la jerarquía social, la organización de la familia, todo fue fabricado para los hombres. La mujer es la esclava del esposo, y éste ha tenido la habilidad de moldear durante siglos y siglos el pensamiento femenino de un modo tan hábil, que la pobre hembra todavía muestra agradecimiento porque la mantiene al lado de él y se esfuerza por adivinar su voluntad, cumpliéndola inmediatamente.
Todas las japonesas a estilo antiguo adoran a su esposo como un dios, le obedecen sabiendo que no puede equivocarse, y la menor protesta femenina equivaldría a un sacrilegio. Al mismo tiempo se consideran felices porque el marido se digna aceptar su sacrificio.
Vieron en su infancia cómo su madre se prosternaba ante el padre; aprendieron en el propio hogar que las mujeres son infinitamente inferiores al hombre, y por eso acogen con agradecimiento inmenso la menor muestra de consideración que se dignen darles. El japonés, por su lado, desde los primeros años de su niñez aprende con el ejemplo de sus mayores que la hembra sólo ha venido al mundo para servir al varón y procurarle placeres materiales. Así se comprende que la poligamia japonesa haya sido más tranquila y disciplinada que la de los musulmanes. Las esposas marcharon siempre de común acuerdo, como devotas unidas por el deseo de rendir culto a un mismo dios, sin las peleas y rivalidades de las reclusas del harén.
Es la tradición la que ha reglamentado la vida matrimonial. Sin embargo, existe un código escrito de los deberes de la mujer, que redactó en el siglo XVII un moralista llamado Kaibara. En él se dice que las mujeres «nacen con los defectos de la indocilidad, el eterno descontento, la murmuración, los celos y la escasez de inteligencia», lo que las hace inferiores al hombre, y por ello es legítimo y oportuno que éste las someta a una dirección vigorosa.
Según Kaibara, la mujer no debe tener dioses propios y mirará siempre a su marido como único dios, adorándole al mismo tiempo que le sirve. El esposo debe ser su único cielo… Y como si reglamentase las ceremonias de un culto, añade que la esposa debe vestirse con humildad, adornarse únicamente para inspirar deseos a su marido, levantarse la primera y acostarse la última, y mientras el esposo duerme la siesta ella debe trabajar.
Al casarse, el japonés pone a su esposa bajo la vigilancia y dirección de su propia madre, la cual, recordando lo que hicieron con ella, procura imponer a la recién llegada las mismas disciplinas que aguantó bajo la dominación de su suegra.
Todo esto es el Japón antiguo, el matrimonio tal como existió durante miles de años y como subsiste aún en el campo y las ciudades de provincia. Pero, al adoptar el país los adelantos materiales de Occidente, copiando sus costumbres, esta constitución tiránica de la familia, dentro de la cual las esposas no son más que domésticas de clase superior, empieza a modificarse de un modo alarmante para los guardadores de la tradición.
El militar japonés uniformado como los de Occidente, el diplomático y el alto funcionario puestos de frac, han tenido que llevar a sus esposas a las fiestas de la corte imperial y a las de las Legaciones, vestidas a la moda europea. Esto que al principio fue tolerado por los maridos como un disfraz necesario, porque así convenía a la nueva existencia del Japón y porque lo ordenaba el emperador, ha ido modificando el alma femenina con un lento goteo corrosivo y disolvente.
Existen ya en las altas clases muchas japonesas que no toleran la poligamia, conocen los celos, expresándolos francamente, y se niegan a continuar la esclavitud resignada y agradecida de sus abuelas. Con el transcurso del tiempo, este conflicto familiar —que es el tema de muchas novelas japonesas modernas— irá aumentando y se extenderá a todas las clases sociales. Se comprende dicha transformación después que las japonesas han conocido de cerca la existencia más independiente y digna de las mujeres blancas, especialmente de las norteamericanas. Los esclavos —como dice Brieux[3]— sólo encuentran tolerable su situación mientras viven con seres de su misma clase, y se consideran desgraciados si ven de cerca a los que gozan de plena libertad.
La evolución industrial del país contribuye rápidamente a las transformaciones de la mujer. Ésta es ahora obrera en las fábricas, escribe a máquina en las oficinas, desempeña empleos en almacenes y tiendas, así como en muchas administraciones del gobierno, y al ganar su vida puede existir independientemente, sin el apoyo del hombre, que ya no es para ella «el dios único» recomendado por Kaibara. Si se casan y quedan viudas, no realizarán seguramente lo que exigía este venerable moralista, «pintarse los dientes de negro, cortarse los cabellos, afeitarse las cejas, hacerse feas para no inspirar tentación a ningún otro hombre».
Sin embargo, las mujeres que no son ricas y carecen de una profesión para ganarse el arroz, continúan sometidas al despotismo marital, a estilo antiguo. Temen que su esposo pida el divorcio, pues rara vez el hombre deja de ser atendido por los tribunales cuando desea repeler a una de sus cónyuges. Los motivos de divorcio son numerosísimos en el Japón, y entre ellos figuran «que la esposa no obedezca las órdenes de la suegra; que muestre celos del marido; que se enfade con él, profiriendo palabras descorteses». Si tales motivos rigiesen en los demás países, inútil es decir que ya estarían disueltos casi todos los matrimonios de la tierra.
Es diversa la moralidad del pueblo japonés a la de las naciones occidentales, y ofrece un aspecto contradictorio, de difícil explicación para nosotros. Lo mismo ocurre con su pudor, que en todas partes es una consecuencia de la moral imperante.
No mostrará en público la mujer japonesa una línea de sus piernas ni una parte de su pecho. El escote y los brazos desnudos de las occidentales, vestidas con trajes de ceremonia, le parecen algo desvergonzado e inaudito. Las geishas van envueltas siempre en suntuosos kimonos, cerrados sobre el cuello y que descienden hasta sus manos y sus pies. En el Yosiwara, barrio de placer de las principales ciudades japonesas, las rameras se mostraban hasta hace poco en escaparates a la parte exterior de los burdeles, pero todas ellas, llevando su rostro pintado como una máscara, permanecían con aire pudibundo envueltas hasta los talones en pesadísimas vestiduras bordadas de plata y oro.
Al mismo tiempo, éste es el país donde hombres y mujeres toman el baño en público. Los tenderos, para no abandonar su establecimiento, tienen una bañera debajo del mostrador, medio tonel, dentro del cual permanecen en cuclillas. Si entra un parroquiano, se ponen de pie para servirle, y la tendera muestra sonriente, con tranquilo impudor, sus exiguas amenidades superiores, limitándose a colocar delante de ellas una servilleta de papel menos grande que la palma de la mano. En los hoteles a estilo del país, las criadas asisten al baño de los viajeros, y a su vez, se muestran con la mayor tranquilidad cuando salen casi desnudas del mismo lugar.
Como la mujer fue considerada siempre inferior al hombre, no mereciendo ningún aprecio moral, la prostitución ha sido tenida hasta hace poco como una industria femenina, sin consecuencias para el honor de las familias.
Los padres vendían sus hijas a las grandes casas del Yosiwara. Las familias decentes, cuando salían a paseo por la noche, se encaminaban a dicho barrio, a causa de la animación de sus calles esplendorosamente iluminadas y a la enorme cantidad de teatros y establecimientos de danza confundidos con las mancebías en este lugar de placeres. Las hijas de buena familia saludaban a sus amigas que, vistiendo kimonos de regia suntuosidad, se mostraban en los escaparates, esperando la orden de un cliente. Luego conversaban con ellas, sin ninguna extrañeza, considerando natural este cambio de situación.
El penúltimo emperador, que tantas reformas hizo en medio siglo de reinado, para dar un aspecto moderno a su país, tuvo que prohibir por una ley, en 1870, que los padres siguieran vendiendo sus hijas a las traficantes del Yosiwara, Pero hay quien dice que no por eso se han cortado definitivamente las relaciones entre algunas familias y las casas de lenocinio.
Yo he visto los Yosiwaras de otras ciudades japonesas, pero no el de Tokio, pues lo destruyó completamente el incendio hace tres meses, al ocurrir el último terremoto.
Me enseñan fotografías de este lugar alegre después de la catástrofe. Como todos sus palacios de paredes policromas y aleros salientes, cubiertos de inscripciones doradas, de linternas y banderolas, eran construidos con madera y lienzo, ardieron en unos minutos, abrasando a sus habitantes y cerrando el paso a los que huían. Sobre los tizones apagados veo pirámides de cadáveres desnudos, y confundidos de tal modo, que no se puede adivinar el sexo de cada uno de ellos. Únicamente sabiendo la extremada delgadez y la pequeña estatura de la japonesa, pueden reconocerse como cuerpos femeninos unos cadáveres que en el primer momento parecen de muchachos.
Quince mil huéspedes existían en el Yosiwara de Tokio en el momento del incendio. Ya no se permite en los de otras ciudades que las mujeres se exhiban en escaparates sobre la calle. Éstos se abren ahora en el zaguán de la casa, y el transeúnte no tiene más que pasar un pie sobre el umbral para ver las mercancías expuestas en el interior. Lo que permanece sobre las fachadas de dichos establecimientos es una hilera de fotografías de tamaño más que natural, representando en trajes de geishas y con grandes flores sobre las sienes a las pensionistas del establecimiento.
Debo decir que estas jóvenes muestran una corrección pudorosa en la práctica de su industria. Esperan el momento de ejercerla tranquilamente, sin un ademán excitante, sin una palabra deshonesta, sin mostrar siquiera uno de sus pies. Su rostro guarda una sonrisa inmóvil, y están como encogidas dentro de sus vestiduras brillantes y gruesas de imagen sagrada. Es verdad que aunque quisieran ser descocadas en sus palabras no podrían conseguirlo. El idioma es el principal apoyo de la cortesía y las buenas maneras de este pueblo. La lengua japonesa no tiene palabras para insultar a un enemigo ni para expresar obscenidades. Todo su diccionario es un manual de buena educación.
El mortífero incendio del Yosiwara, con sus 15.000 mujeres carbonizadas, me hace recordar una catástrofe mayor, ocurrida en otro de los barrios de Tokio.
Me muestran numerosas fotografías de la explanada de Hifukusho, donde perecieron 40.000 personas quemadas o aplastadas. Al temblar la tierra huyeron las familias de sus viviendas, aglomerándose en los lugares descubiertos, plazas, paseos, terrenos baldíos. Esta explanada de Hifukusho, de unas cincuenta hectáreas, abierta en plena ciudad, y que tenía una cerca de planchas de cinc para ser utilizada por los militares, fue el sitio adonde afluyeron los habitantes de todos los barrios limítrofes. Los hombres arrastraban carretillas llevando en ellas sus mejores muebles; otros corrían doblados bajo el peso de fardos de ropa hechos apresuradamente. Las mujeres tiraban de filas de niños, gritando para atraer a los rezagados.
Un guardia de policía vigilaba su entrada. En el primer momento, fiel a su consigna, intentó oponerse al avance de la muchedumbre. Pero ésta fue engrosando, la tierra repetía sus temblores, gritaban las mujeres, lloraban los niños, y el policía, conmovido por el peligro general, acabó por olvidarse de su deber, dejándolos pasar. Al poco rato 40.000 personas se aglomeraban dentro de la explanada con sus carretones, muebles y fardos, tan estrechamente, que no podían moverse. Pero una alegría egoísta les hizo reír y bromear. En este espacio libre se consideraban salvos y seguros, mientras empezaba a arder Tokio.
Las llamas se fueron extendiendo por el horizonte y avanzaron como dos brazos rojos, hasta juntarse, cerrando toda salida. Esto no consiguió que la gran masa de refugiados perdiese su buen humor. El incendio estaba lejos y no podía llegar hasta ellos en una explanada completamente descubierta.
De pronto sopló el ciclón, completando la obra del terremoto y del incendio. Las llamas verticales se inclinaron bajo el impetuoso bufido, con una horizontabilidad destructora. La succión atmosférica aumentó el ardor de los inmensos braseros. Llovieron maderas encendidas, arrastradas a enormes distancias. Se elevó la atmósfera a una temperatura de horno, y las planchas metálicas de la cerca se enrojecieron, quemando a cuantos se aproximaban a ellas. Se arremolinó la enorme masa humana en este espacio, cada vez más angustioso para sus pulmones. Le era imposible moverse; le faltaba aire para respirar; llovía fuego.
Los más perecieron quemados vivos. Algunos, con el empuje de la desesperación, marcharon ágilmente sobre la muchedumbre, poniendo los pies en sus apretadas cabezas. Pero morían también al llegar a las vallas enrojecidas, o más allá, junto a la línea de edificios llameantes.
Algunos testigos lejanos de la catástrofe describen un espectáculo inaudito, que presenciaron repetidas veces. Por el enorme calentamiento del aire o por las succiones del ciclón, las personas subían ardiendo a través de la atmósfera lo mismo que cohetes voladores, cayendo poco después en un brasero crepitante de grasa cuyos tizones eran cuerpos humanos.
Cuando extinguido el incendio se procedió a la limpieza de la explanada de Hifukusho, los fúnebres exploradores tuvieron que recoger con palas y carretillas las cenizas de esta inmensa hoguera.
Más abajo de la costra de cuerpos carbonizados fueron encontrando otros cadáveres enteros, que habían perecido por aplastamiento y sofocación. Los de arriba les habían derribado y pateado para abrirse paso, sin conseguir otra cosa que morir a su vez ardiendo.
La capa inferior de muertos estaba compuesta de mujeres, de niños, de ancianos. Debajo de ella se encontraron varios pequeñuelos que respiraban aún y fueron devueltos a la vida.
Sus madres, pobres mujercitas amarillas, se habían arqueado sobre ellos, con instintiva precaución, procurando mantenerlos intactos hasta el último momento bajo sus cuerpos agonizantes.
El policía no fue de los muertos, pero como buen japonés creyó necesario expiar su olvido de la disciplina, su tolerancia misericordiosa, que había abierto las puertas de la eternidad a 40.000 personas.
Y fiel a la tradición del harakiri, se rajó el vientre con su machete, echándose las tripas afuera, como un antiguo samurái.