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La dulce esfinge de Kamamura

Origen divino del pueblo japonés.—La vanidosa hermosura de la diosa del Sol y las barbaridades de su hermano y esposo.—El Espejo y el Sable.—Una dinastía de 2.000 años.—El feudalismo japonés.—Los daimios y sus fieles samuráis.—La corte de Kioto la Santa.—Los generalísimos de Kamakura.—Kio-To y To-Kio.—El camino de Kamakura.—Ante la imagen del Gran Buda.—La diosa de la Misericordia.—Un gigante divino de bronce sumido en la noche.—Lo que dice la sonrisa de la esfinge dulce.

El pueblo japonés es de origen divino. De ahí su orgullo inmutable, que data de veinticinco siglos.

Los principios de su mitología resultan oscuros y complicados. Vagan en su limbo muchos dioses de historia y atribuciones inciertas. Los primeros conocidos son Izanagui y su esposa Izanami. Este matrimonio de dioses era tan inocente que ignoraba el amor, y fueron dos pájaros los que se lo enseñaron. Por eso los representa la imaginería japonesa contemplando atentos la lección de la pareja alada.

El resultado de sus amores fue unas veces geográfico y otras carnal. La divina Izanami dio a luz varios dioses; pero también surgieron de sus entrañas las ocho islas grandes del Japón con su cortejo de numerosas islitas.

Al arrojar al mundo el dios del Fuego, murió a consecuencia de este parto ígneo, y su marido quiso recobrarla penetrando en el reino de los muertos, como Orfeo, el divino cantor, fue en busca de su difunta Eurídice. Después de numerosos combates para abrirse paso, el valeroso Izanagui rescató a su esposa; pero al abrazarla lo hizo con tanto entusiasmo, que rompió uno de los dientes de su peineta, y la majestuosa diosa se transformó en un amasijo de carnes putrefactas, cayendo al suelo. Para purificarse de tal contacto el viudo se bañó en un torrente, y de cada una de las piezas de su vestidura, abandonada en la orilla, fue surgiendo un dios. Además, de su ojo izquierdo nació Amatérasu, la diosa del Sol; de su ojo derecho, el dios de la Luna, y de su nariz, Susanoo, el Hércules de la mitología japonesa, más violento aún que éste en sus hazañas guerreras y sus acometividades amorosas.

Del acoplamiento de la hermosa Amatérasu y del agresivo Susanoo descienden los actuales emperadores del Japón. Como estos dioses eran hermanos, resulta extremadamente inmoral para los occidentales el origen divino de los soberanos japoneses; pero bueno es recordar que en los primeros tiempos de la creación, explicados por los libros santos del cristianismo y por los de otras religiones antiguas de Europa, existe igualmente el incesto. Los hijos de Adán, para perpetuar la especie, tuvieron que unirse con sus hermanas, las hijas de Eva. Los dioses escandinavos aparecen igualmente en los poemas, aprovechados musicalmente por Wagner, dando vida a hijos e hijas, que se ayuntan para crear los primeros hombres.

Los amores y las rencillas de la diosa del Sol con su hermano el Hércules japonés ocupan gran parte de la mitología nipona. Susanoo era de carácter tan violento, que al disputar una vez con su hermana arrojó un caballo muerto sobre el telar en que tejía ésta, rompiendo su labor. Amatérasu, ofendida, fue a ocultarse en una gruta, y el mundo de los dioses quedó consternado por esta fuga, que privaba a la tierra de su luz solar. Pero uno de ellos, que sin duda representaba la Astucia y era experto conocedor de la vanidad femenina, llevó a una diosa subalterna de gran belleza frente a la entrada de dicha gruta, tapada con enormes piedras.

Todos los dioses formaron una orquesta con coros, y al son de la música y los cánticos, la diosa empezó a danzar. A cada vuelta hacía caer una prenda de su vestido, y el coro de dioses elogiaba con entusiasmo el esplendor de las formas desnudas que iban apareciendo paulatinamente al desprenderse los velos.

Amatérasu, que escuchaba oculta tales alabanzas, se sintió celosa al enterarse de que existía una mujer más hermosa que ella, y fue separando poco a poco las piedras de la entrada para ver si realmente merecía la otra tales homenajes. El astuto dios, que esperaba este momento, agarró las piedras entreabiertas y las echó abajo, tirando de Amatérasu hasta ponerla frente a la deidad desnuda. En el primer instante tuvo que reconocer con cierto dolor la belleza de su rival. Luego le dieron un espejo de mano para que se contemplase, y recobró su tranquilidad al convencerse de que era más hermosa que la otra. Esto la puso de buen humor, y accedió a desistir de su aislamiento, volviendo otra vez a iluminar el mundo.

Susanoo fue expulsado del cielo para que no molestase más a su hermana, y recibió el imperio de los mares, matando en ellos un dragón de ocho cabezas y otras bestias maléficas con un sable encantado. Un nieto de Susanoo y Amatérasu fue el primer Mikado o emperador del Japón que registra la Historia, llamado Jimmu-tenno. De él descienden en línea directa los soberanos del pueblo japonés que han venido sucediéndose en el trono durante 2.600 años.

Las dinastías reales de Europa se consideran antiquísimas al poseer una historia de unos cuantos cientos de años, y no son más que familias de advenedizos comparadas con la lista cronológica del Mikado, que ocupa sin ninguna interrupción veintiséis siglos. Además, todos los monarcas tienen un origen puramente humano. El fundador de una familia real es siempre algún aventurero heroico o político astuto y de suerte. Únicamente descienden de dioses los emperadores del Japón. Su primer antepasado tuvo por abuelos a la diosa del Sol y al dios del Valor.

Se comprende la veneración inconmovible, la fe sólida, más allá de todo raciocinio, que el pueblo japonés ha sentido durante miles de años por sus emperadores. Esta adhesión aún persiste en los soldados, en los campesinos, en todas las clases sociales que no han sido influenciadas por la crítica y la duda que aportaron a su país el progreso material y las ciencias de los pueblos occidentales. La devoción del japonés por el Mikado puede compararse, como dice Brieux, a la que habría sentido hasta hace poco cualquier pueblo de Europa cuyos reyes fuesen descendientes directos de Jesucristo.

Los emblemas del emperador japonés son un espejo de mano, un sable y una joya. El espejo de mano es el mismo que los dioses entregaron a Amatérasu para que contemplase su belleza.

Cuando la diosa regaló a su nieto Jimmu-tenno las islas del Japón, nombrándole para siempre emperador de ellas, le entregó los tres Tesoros Sagrados: el Espejo, el Sable y la Joya, diciéndole que éstos eran los signos de su dignidad soberana y debía transmitirlos a sus descendientes. «Tú y los hijos de tus hijos consideraréis este Espejo como si fuese mi propia persona.»

El Espejo Sagrado y el Sable Sagrado vienen existiendo desde entonces, y cada vez que se proclama un nuevo emperador, la ceremonia más interesante de la entronización es el viaje del monarca a un templo antiguo de Isé, donde están ambos objetos. Ni el mismo emperador logra conocerlos. Queda a solas con ellos, pero no los ve ni los toca. Hace muchos siglos que fueron envueltos en telas de seda, y cada vez que éstas envejecen, los sacerdotes añaden por encima otras nuevas, siendo después de tantas renovaciones unos paquetes informes de tejidos, cuyo contenido hay que imaginarse con ayuda de la fe.

No adoran en realidad los japoneses a sus antiguos dioses por su poder omnipotente, como lo hacen otros pueblos. Los veneran porque fueron los creadores del Japón, y este origen divino del país es un motivo de orgullo para todos ellos. Al deificar de este modo a su patria, se adoran a sí mismos.

Ha acabado el pueblo por ver en el espejo y el sable dos símbolos de la eternidad de la vida, incesantemente renovada. La forma de los dos objetos, uno oval y otro prolongado, ha hecho que se les considere como emblemas, femenino y masculino, de la procreación. Hasta hace poco tiempo, en las romerías al templo de Isé, los vendedores de objetos devotos ofrecían espejitos y sables que imitaban los órganos de la sexualidad. No hay que olvidar que muchas hazañas del hermano de Amatérasu fueron simplemente empresas voluptuosas, dignas de asombro por su repetición, y que su nombre de Susanoo significa el «Macho Impetuoso».

En los 2600 años de la historia del Mikado no hay un solo destronamiento. La autoridad de los emperadores disminuye o aumenta según las revueltas intestinas y las coaliciones de sus feudatarios, pero siempre la persona del Mikado es respetada como algo sacro, aunque se la deje en transitorio olvido. La capital más antigua del país fue Osaka, ciudad que figura ahora como el centro más rico y laborioso de la industria japonesa. Pero el Mikado, al vivir en ella, estaba bajo la influencia de los daimios, señores feudales, dueños de las ricas tierras de arroz, que vivían encerrados en sus castillos con tropas de fieles samuráis.

Esta Edad Media feudal ha durado casi hasta nuestros días, pues fue en 1870 cuando el penúltimo emperador, al reformar enteramente el país, acabó con ella.

Los samuráis eran hidalgos pobres y belicosos que servían a las órdenes de los opulentos daimios. Tenían por emblema la flor del cerezo, «hermosa y de corta duración». Deseaban una vida abundante en gloria y voluptuosidades, pero breve. Los valientes no deben vivir mucho. Todos habían hecho pacto con la muerte y consideraban la vejez como una decadencia vergonzosa.

En tiempo de paz viajaban por el Japón buscando combates. Cuando llegaba a sus oídos la fama de algún samurái valeroso, residente en otra provincia, iban a su encuentro para proponerle un duelo de muerte. Si creían haber perdido la estima de su señor o de sus camaradas, se abrían el vientre en presencia de ellos, rogando al amigo más íntimo que hiciese volar su cabeza al mismo tiempo con un golpe de uno de los dos sables que todos ellos llevaban en la cintura. Esta ceremonia mortal era el famoso harakiri.

Hay que imaginarse las guerras civiles, las batallas desordenadas, ruidosas y confusas que libraron los daimios entre ellos, durante siglos y siglos, acaudillando sus tropas de samuráis. Todos los caprichos diabólicos de un artista delirante los realizaron estos guerreros en el adorno defensivo de sus personas. Se cubrían con armaduras de láminas superpuestas, negras o de reflejos verdes y azules, como los coseletes de los insectos. Llevaban en la cabeza yelmos rematados por cuernos y sobre el rostro máscaras de acero que eran una reproducción del hocico del tigre o de la hiena. Otras veces, estos antifaces metálicos, adornados con bigotes, imitaban el rictus espantable de los demonios.

Guerreros de brazos cortos, pero extremadamente vigorosos, inferían al reñir heridas enormes. Sus armas de acero hábilmente templado tenían a la vez el filo de una navaja de afeitar y el peso de una maza, separando de un solo golpe la cabeza de los hombros, el brazo o la pierna de su tronco correspondiente. Sus encuentros eran choques en desorden, avances impetuosos de jinetes y arqueros, iguales a las invasiones de langostas, arrasando completamente las tierras del enemigo.

Los daimios, no obstante su orgullo, jamás osaron suplantar al emperador, por ser éste de origen divino, pero con frecuencia pretendieron imponerle su voluntad. El Mikado, para librarse de tal influencia, abandonó Osaka, y el Japón tuvo una segunda capital, que fue Kioto.

Aquí empezó el mayor eclipse de su historia. Para defenderse del feudalismo absorbente de los daimios escogió a uno de ellos, confiriéndole el poder ejecutivo y conservando únicamente su majestad histórica. Esta especie de ministro universal tomó el título de Shogun, que quiere decir «Generalísimo». Él aceptaba todas las responsabilidades, incluso la de los desastres, y de este modo el principio divino del Mikado quedaba fuera de toda discusión.

El shogunato, que empezó en el siglo XII y tuvo su apogeo en el XVI, ha durado hasta nuestra época, pues fue destruido en 1808. El Mikado no tuvo que preocuparse en su nueva residencia más que de los asuntos religiosos, y entonces fue cuando la segunda capital japonesa tomó su carácter teocrático y vio levantarse en su recinto los templos más grandes, recibiendo el nombre de Kioto la Santa.

Rodeado de una corte numerosa, acabó el emperador por preocuparse únicamente de las intrigas de su palacio y de su harén. Los soberanos, además de la emperatriz y de doce esposas secundarias, tenían un número infinito de concubinas. Sus aduladores palaciegos los convencieron de que no debían mostrarse nunca en público, por ser personajes de origen divino. En nuestra época, el innovador Mutsu-Hito fue el primer Mikado que se dejó ver por sus súbditos; pero aun actualmente sólo muy de tarde en tarde pueden los japoneses contemplar de cerca a su monarca.

El antiguo palacio imperial de Kioto acabó por ser una ciudad dentro de la ciudad. Sus jardines con bosques y lagos llegaron a abarcar quince leguas de circuito. En torno al emperador vivían 40.000 personas. Pero estos soberanos, que habían abdicado su autoridad en el «Generalísimo», sólo intervenían en querellas teológicas.

A los shogunes les fue imposible permanecer en una vecindad íntima con el Mikado. Victoriosos en la guerra, poderosos en la paz, habiendo sujetado a los revoltosos daimios, necesitaban tener una corte propia, y se trasladaron a la ciudad de Kamakura, engrandeciéndola durante tres siglos. El Japón tuvo entonces dos capitales: la imperial y religiosa, que era Kioto, y la gubernativa, donde funcionaban las verdaderas autoridades, Kamakura, en la entrada de la bahía que entonces se llamaba de Yedo.

Las dos cortes vivían sin rivalidades. Los shogunes engrandecieron el país valiéndose de un procedimiento que en otras naciones ha resultado nefasto, o sea aislándolo del resto del mundo. Yeyazú, el más grande de los shogunes, que muchos comparan a Pericles por el período glorioso de su gobierno, cerró los puertos del Japón a todos los extranjeros, durando tal medida doscientos cincuenta años. En este período no hubo guerras y prosperaron las industrias, formándose definitivamente el arte del Japón.

En 1853, el comodoro Parry, de los Estados Unidos, al frente de una escuadra, exigió al Shogun de entonces que abriese los puertos del Imperio, viéndose éste obligado a ceder. Los daimios, guardadores de las tradiciones, se sublevaron contra el gobernante, haciéndolo responsable de la invasión de los extranjeros. Hubo una guerra civil, y el shogunato pereció, después de setecientos años de gobierno. Entonces, el Mikado, que había vivido oscuramente durante siete siglos como una autoridad divina y decorativa, intervino a su vez en la política, dominando a la nobleza y recobrando sus antiguas prerrogativas.

Mutsu-Hito, el penúltimo emperador, cuyo reinado duró medio siglo, hizo la más asombrosa de las revoluciones, modernizando el Japón y obligándolo a adoptar en pocos años todas las costumbres y progresos del mundo de Occidente. Este nuevo período, que puede llamarse el de «la resurrección del Mikado», exigía una nueva capital, y fue la enorme ciudad de Yedo la escogida por el progresivo emperador, pero cambiando su nombre. Yedo se llamó Tokio, en honor de Kioto la Santa, que durante siete siglos había sido la residencia del Mikado. Tokio no es más que la palabra Kio-to con una transposición de sílabas.

Vamos a Kamakura, antigua capital de los shogunes, que al trasladarse éstos a Yedo empezó a decaer, siendo arruinada finalmente durante la guerra de los daimios contra el shogunato.

Las ciudades japonesas se destruían antes con tanta facilidad como se edificaban. La madera, el lienzo y el papel eran sus únicos materiales de construcción, hasta que se instalaron los extranjeros en el país hace cincuenta años. Kamakura, al perder para siempre sus protectores, no fue reedificada, y sólo quedan de su antiguo esplendor ruinosas pagodas diseminadas en bosques y colinas, que sirvieron de emplazamiento a la antigua capital.

Lo más célebre en ella es el Daibutsu o Gran Buda, imagen la más completa y hermosa que existe del divino Gautama.

Sigue nuestro automóvil las sinuosidades de un camino que a trechos serpentea por la costa y más allá se hunde entre colinas cultivadas. El agricultor japonés merece el nombre de jardinero por la habilidad y limpieza de su minucioso trabajo, y sabe aprovechar hasta la parcela más ínfima del suelo. Las islas son pequeñas en relación con los millones de habitantes que deben mantener, y no hay que dejar improductiva una pulgada de la tierra nacional.

Barrancos y cañadas sirven para el cultivo del arroz, y aparecen divididos en pequeños bancales superpuestos como los peldaños de una escalinata, cayendo el agua lentamente de una meseta a otra. Las vertientes están cubiertas de arboleda. Asoman los kakis sus bolas de oro entre el follaje que los nutre y sostiene.

Atravesamos muchos caseríos antes de llegar a Kamakura. La población del Japón es muy densa. Los grupos urbanos casi se tocan, pues entre pueblo y pueblo hay rosarios de casitas a lo largo de los caminos o sobre las crestas de las colinas.

Los niños parecen surgir del suelo con la hirviente profusión de las bandas de insectos. Son niños dobles, pues toda pequeña musmé[1], apenas tiene seis o siete años, lleva en una especie de capuchón, sobre su espalda, a un hermanito que llora, come o duerme, mientras ella se mueve de un lado a otro para trabajar o jugar. Como han dicho algunos viajeros, todos los niños del Japón parecen de dos cabezas. Además, las madres llevan también el último musko[2] sujeto a su espalda, como si formase parte de su organismo, y con este fardo, del que únicamente se libran al llegar la noche, hacen sus compras, visitan a las vecinas, pasean por los caminos y hasta juegan partidas de pelota. Es una procreación desbordante que sale al encuentro del viajero y le rodea a todas horas.

Como un buque que partiese con su proa densos bancos de peces, nuestro automóvil abre grupos vociferantes de muskos, panzuditos, mofletudos, de ojos estirados y oblicuos que apenas logran entreabrirse y parecen dos líneas trazadas con tinta china. Unos llevan el pelo cortado en flequillo sobre la frente y melenas lacias semejantes a largas orejas. Otros muestran el cráneo aureolado por numerosas trenzas, erguidas y duras como las púas de un erizo. Todos saludan a gritos, agitando banderitas japonesas de papel, o sonríen haciendo reverencias, pues éste es un pueblo meticulosamente bien educado desde la infancia. Pero hay no se qué en la sonrisa de los pequeños que hace sospechar la oculta y secreta convicción, adquirida en la escuela desde las primeras lecciones, de que el Imperio japonés es el pueblo más superior de la tierra y algún día obtendrá la hegemonía que le pertenece por su origen divino.

Pasamos entre una doble fila de casitas, pequeñas tiendas de té o de imágenes religiosas, establecimientos que únicamente se ven frecuentados en días de peregrinación. Es todo lo que resta de la antigua Kamakura. Luego vamos a visitar el Daibutsu.

La imagen del Gran Buda estaba antes en el interior de un templo; pero el edificio fue destruido y sólo queda un pórtico con dos capillas laterales que contienen dos espantables imágenes, la una roja y la otra azul: el dios del Trueno y el dios del Viento. En muchos templos japoneses se encuentra a la entrada esta pareja de divinidades de ojos saltones o iracundos, risa feroz, dientes carnívoros y brazos levantados con expresión amenazante. Los colocan para poner el edificio bajo su protección y que no lo devore el fuego o lo destruya el huracán.

Resulta irónica la supervivencia de esta portada, pues al otro lado de ella sólo se encuentran piedras y árboles. El Gran Buda está rodeado de un jardín y tiene a sus espaldas los declives de tres colinas sombreadas por esos cedros japoneses, retorcidos armoniosamente en forma de candelabros verdes, que aman los paisajes y estampas.

Es una imagen grande como una torre, una escultura de bronce que tiene veinticinco metros de altura. El sacro personaje está sentado, con las piernas cruzadas y las manos juntas, en la posición hierática que recomienda el budismo para la meditación. Si se pusiera de pie, sería más grande que todas las colinas inmediatas. De poder ver sus ojos, sentado como está, contemplaría el mar por encima de los jardines y las casas que existen entre él y la costa.

Empieza a atardecer, y el sol moribundo dora suavemente por uno de sus lados esta figura colosal. El Daibutsu es verdaderamente hermoso. Tiene en su rostro una calma dulce y sonriente, que acaba por penetrar en el alma del que lo contempla. No es obra japonesa. Lo fundieron, hace cuatro siglos, artistas venidos de la China. Este origen representa para los japoneses el más indiscutible de los méritos. El Japón se reconoce discípulo de la China; de ella tomó sus primeras lecciones de civilización y su arte copió mucho tiempo el de los chinos.

El rostro de Buda tiene cierto hieratismo oriental, especialmente en sus orejas, exageradas y algo caídas; pero el resto de sus facciones muestra una expresión de paz y de misterio, que impone respeto y hasta un poco de miedo religioso. ¡Cuán lejos estamos aquí del vulgo occidental, que llama Buda a toda imagen venida del Extremo Oriente, hasta a los dioses gordos, panzudos y joviales de los chinos!…

Este dios de bronce verdoso, dejando caer su sonrisa enigmática desde una altura de torre, tiene algo de esfinge, pero de esfinge dulce y melancólica, que parece guardar, como un depósito doloroso, el triste secreto de nuestros destinos. Inventor de una moral que recuerda la del cristianismo —siendo 600 años anterior al nacimiento de Jesús—, tiene millones de adoradores en el Japón y en la China, pero cada vez se ve más olvidado en la India, su patria. En esto se asemeja también a Cristo, que nació en Judea y, sin embargo, es entre los judíos donde su doctrina conquistó menos adeptos.

Pasa rápidamente por mi memoria la vida legendaria del príncipe Gautama mientras contemplo su imagen, en la que pone el sol sus últimos temblores áureos. Su padre le recluyó en un palacio inmenso, entre centenares de mujeres, danzarinas y músicas, proporcionándole las mayores voluptuosidades para que no conociese el dolor. Mas un día, al escapar de su encierro, vio un enfermo al borde de un camino. En otra huida encontró a un viejo decrépito, que marchaba encorvado y trémulo, como una caricatura de la existencia. En la tercera excursión se cruzó con un entierro. Así supo que existían la enfermedad, la vejez y la muerte, últimas señoras del hombre que salen a buscarnos, sea cual sea el sendero que sigamos en el jardín de nuestra vida. Y el príncipe Gautama, reconociendo la fragilidad de los placeres materiales, abominó de las riquezas y se lanzó por el mundo a predicar la humildad y el renunciamiento, dándole sus discípulos el santo nombre de Buda.

Empieza el crepúsculo y todavía debemos visitar en la cumbre de una colina inmediata el templo venerable de Kuanon, la diosa de la Misericordia.

Este templo consiguió sobrevivir a la ciudad, pero es de madera, tiene varios siglos de existencia, y parece carcomido, frágil, hueco en el interior de sus tablazones, como los navíos abandonados para siempre en el rincón de un puerto.

Los servidores del santuario son japoneses de cabeza esférica y pequeña, enormes gafas de concha y rostro descarnado, de intensa palidez. Tienen todos ellos una expresión de sacristanes fanáticos. Se comprenden las enérgicas disposiciones de los shogunes contra los bonzos budistas, que muchas veces perturbaron la vida del país con sus intrigas políticas y sus intentos de sublevación popular.

Sobre la meseta de la colina donde está el templo, aún es posible ver los objetos a la luz azulada del crepúsculo. Más allá de la puerta del edificio caemos en la noche.

Avanzamos por su lóbrego interior, siguiendo las oscilaciones de la luz roja y difusa que esparce un farolón llevado por uno de los bonzos. Vemos altares dorados que surgen un momento de la sombra y vuelven a hundirse apresurados en ella. Lo interesante está al otro lado del tabique de madera que corta el edificio enfrente de la puerta.

En este segundo templo, a la altura de nuestros ojos, sobre una mesa dorada, vemos unos pies gigantescos, de la longitud de un hombre. El bonzo cuelga su farol de un gancho que se balancea al final de una cuerda, tira del otro extremo de ella, y la luz roja, con lenta ascensión, va iluminando por secciones las rodillas de la diosa, las piernas, el vientre, los pechos, y a doce metros de altura su rostro con una sonrisa fija y sin vida.

Es una imagen policroma y tallada groseramente, como las que hacían en la Edad Media cristiana del gigante San Cristóbal. Tiene el mérito de su enormidad, aunque no es tan grande como el Daibutsu sentado. Hace sonreír como una obra infantil, mientras que el Buda de bronce impone respeto y hace pensar.

Compramos al bonzo varios rollos de papel de arroz con imágenes grabadas en madera y milagrosas oraciones; un pretexto para darle un yen (un dólar japonés), que desde nuestra llegada está atrayendo su mano huesuda, con movimientos instintivos de los dedos. Cuando salimos del templo ya es de noche. Vemos otros santuarios budistas y sintoístas. Entramos en una casa de té, quitándonos los zapatos en sus gradas de madera para no ensuciar la esterilla fina que en toda vivienda nipona sirve de asiento, de mesa, de mantel y de cama, al mismo tiempo que de alfombra.

Antes de subir al automóvil quiero contemplar por última vez el Daibutsu de Kamakura, el más grande y hermoso de todos los Budas. No lo veré más, y es una de las contadísimas obras humanas que hay que guardar en la memoria para decir con orgullo: «Yo lo he visto».

Llego hasta la portada de los dos dioses, horripilantes e iracundos. El dios humano que se alza en el fondo como una montaña, abruma a estos dos mascarones mitológicos, convirtiéndolos en despreciables mamarrachos.

Avanzo con pasos leves por la avenida enarenada que conduce hasta el pie de la imagen colosal. El basamento, hecho de bloques de granito, ha sido removido por el último temblor. Los sillares se salieron de sus alvéolos y están separados por grietas profundas. Pero el hombre-dios sigue en su inmovilidad pensativa y sonriente, con el dorso encorvado y los ojos triangulares perdidos en el infinito.

Al final de su espalda hay una puerta, que antes se abría para el viajero. El interior de la imagen es hueco y sirve de santuario a una docena de estatuas de Buda más pequeñas. Después del reciente cataclismo ha sido prohibida la entrada en el cuerpo del dios.

De hombros abajo está sumido en la oscuridad rumorosa y fresca del jardín. Se oye un canto de agua invisible: algún arroyuelo trivial y juguetón que se desliza por las sinuosidades minúsculas de la jardinería japonesa, pasando al través de puentes de muñecas, cayendo en cascadas de juguete acuático. La tierra y su vegetación de árboles candelabros, de arbustos recortados en formas casi humanas, parecen respirar la alegría serena y reposada de la paz.

El rostro de bronce se destaca sobre la lobreguez celeste, reflejando una luz de origen incierto. Tal vez viene del mar, invisible para nosotros; tal vez desciende de las estrellas que empiezan a temblar en lo alto y envían su resplandor difuso para que la sonrisa sobrehumana del gigante en meditación no se borre un momento, triunfando de la noche.

Creo adivinar el secreto de esta sonrisa, el misterio de la esfinge dulce que atrae a los hombres con su melancolía, en vez de asustarlos, como su hermana de piedra hundida en los arenales de Egipto.

—Vivid en paz —dice—, pobres siervos de la dolencia, de la vejez y de la muerte. Amaos los unos a los otros. No aumentéis la miseria del mundo declarando precisa y eterna una divinidad fatal, inventada por vosotros: la guerra.