Noroeste de Iowa
ACCIÓN DE GRACIAS
Richard procuraba no apartar la mirada del suelo. No todas aquellas bostas de vaca estaban congeladas, y las que lo estaban podían torcerle un tobillo. Había limitado su equipaje a una mochila, así que se abría paso entre los montículos verdes y marrones con unas zapatillas flexibles negras de la talla 44 que podías prácticamente doblar por la mitad y guardarte en el bolsillo. Podría haber ido al Walmart esta mañana a comprar unas botas. La reunión, sin embargo, se habría percatado de semejante extravagancia y le habría dado demasiada importancia.
Dos docenas de parientes estaban desplegados a lo largo de la verja de alambre de espino a su derecha, disparando al barranco o recargando. La tradición había empezado como entretenimiento para que algunos de los chicos más jóvenes se desfogaran durante la tortuosa espera del pavo y la tarta. En los viejos tiempos, después de volver a la casa del abuelo tras la misa de Acción de Gracias y haberse quitado las chaquetas y corbatas en miniatura, salían corriendo por la puerta y corrían casi un kilómetro hacia los pastos, seguidos por unos cuantos hombres mayores para asegurarse de que las cosas no se salieran de madre, y disparaban sus pistolas calibre 22 y sus carabinas Daisy contra el riachuelo. Hombres adultos ahora con hijos propios, aparecían para la reunión con escopetas, rifles de caza y pistolas en la trasera de sus todoterrenos.
La verja estaba oxidada, pero sus postes de madera naranja de Osage no se habían podrido. Richard y John, su hermano mayor, la habían emplazado hacía cuarenta años para impedir que el ganado se escapara al riachuelo. La corriente era tan estrecha que un adulto podía cruzarla de una zancada, pero el ganado no estaba hecho para dar zancadas, ni para la inteligencia, y siempre podía encontrar algún modo de meterse en líos en las orillas empinadas que se desmoronaban fácilmente. Esa misma característica hacía que fuera un campo de tiro ideal. El verano había sido seco y el otoño frío, así que el riachuelo corría poco profundo bajo una capa de hielo fina como el papel, y la orilla al otro lado levantaba gotas de tierra suelta cada vez que detenía una bala. Esto facilitaba a los tiradores corregir la puntería. A través de sus protectores para los oídos, Richard podía oír las voces de los mirones que se ofrecían a ayudar.
—Estás unas tres pulgadas por debajo. Seis pulgadas a la derecha.
El estampido de las escopetas, el chasquido de los calibres 22, y el pow, pow, pow de las pistolas semiautomáticas quedaban reducidos a un leve repiqueteo por los componentes electrónicos de los protectores, duros auriculares de los que sobresalían los mandos para el volumen, que había metido en la bolsa ayer, casi a última hora.
Siguió estremeciéndose. El sol, ya bajo, se reflejaba en la turbina de viento de sesenta metros de altura en el campo al otro lado del riachuelo, y sus aspas proyectaban largas sombras como guadañas sobre ellos. No dejaba de sentir la súbita llegada de una lanzada de oscuridad que lo cubría sin efecto y continuaba su camino para ser seguida por otra y otra más. El sol parpadeada con el paso de cada hoja. Todo esto era nuevo. En sus días de juventud, solo estaban los elevadores de grano que demostraban la existencia de un mundo más allá del horizonte, pero ya habían sido sustituidos y humillados por esas torres faraónicas que alzaban sus cabezas sobre la pradera, lo único en el paisaje que había sido capaz de inspirar asombro. Algo en el hecho de que estuvieran en movimiento, en un lugar donde todo lo demás estaba casi patológicamente inmóvil, llamaba la atención; siempre parecían saltar hacia ti desde detrás de las esquinas.
A pesar del viento, los pequeños músculos de su rostro y cuero cabelludo (los padres de los dolores de cabeza) estaban relajados por primera vez desde su regreso a Iowa. Cuando estaba en el espacio público de la reunión (el vestíbulo del Ramada, la granja, el partido de fútbol en el patio) siempre sentía que todo el mundo lo miraba. Aquí era distinto: había que atender a tu propia arma, asegurarte de que los cañones siempre apuntaban al otro lado de la verja de alambre. Cuando Richard se veía, era durante tersas conversaciones de uno en uno, mantenidas CLA-RA-MEN-TE a través de la protección de los auriculares.
Los parientes más jóvenes, los cuñados recientes y los primos lo llamaban Dick, un nombre que Richard nunca había usado por su asociación, en su juventud, con Nixon. Atendía por Richard o por el apodo Dodge. Durante el largo viaje hasta aquí desde sus casas en las afueras de Chicago o Minneapolis o St. Louis, los padres informaban a los niños de quién era quién, algunos de ellos incluso mostraban copias en papel del árbol familiar y dosieres de fotos. Richard estaba seguro de que cuando se internaban en su rama del árbol familiar (y era una rama larga, recta y sin bifurcaciones) tenían en los ojos una cierta mirada que los chavales podían leer en el espejo retrovisor, un tono de voz que en esta parte del país decía más de lo que se permitía decir a las palabras. Cuando Richard los encontraba en la línea de tiro, podía verlo en sus rostros. Algunos no querían mirarlo a los ojos. Otros lo hacían de manera descarada, como para hacerle saber que lo habían calado.
Aceptó un calibre 12 abierto de manos de un tipo recio con sombrero de camuflaje a quien reconoció vagamente como el segundo marido de su prima segunda Willa. Manteniendo el rostro y el cañón del arma hacia la verja, los dejó mirar la espalda de su parka de esquí mientras se mordía el guante de la mano izquierda y metía un par de balas en los calientes cañones. Varios metros más allá, justo donde la tierra se perdía en el barranco, alguien había colocado un puñado de calabazas sobrantes de Halloween, la mayoría de las cuales ya habían sido convertidas a tiros en pulpa para relleno de pasteles y esparcidas por las hierbas marrones muertas. Richard cerró el rifle, lo alzó, acomodó la culata contra su hombro, echó adelante el peso de su cuerpo y apretó el primer gatillo. El retroceso lo golpeó, y la base de una calabaza saltó por los aires dando vueltas. La alcanzó con el segundo cañón. Entonces abrió el arma, sacó los casquillos calientes, los dejó caer al suelo, y le entregó la escopeta a su dueño con un gesto apreciativo.
—¿Cazas mucho allá en tu Schloss, Dick? —preguntó un hombre de unos veintitantos años. El hijastro de Willa. Lo dijo en voz alta. Era difícil decir si era por los tapones de gomaespuma naranja que cubrían sus oídos o por sarcasmo.
Richard sonrió.
—Nada de nada —respondió—. Casi todo lo que aparece de mí en la Wikipedia está equivocado.
La sonrisa del joven desapareció. Parpadeó, observando los protectores electrónicos de doscientos dólares de Richard, y luego bajó la mirada, como buscando bostas de vaca.
Aunque la entrada de Richard en la Wikipedia había estado tranquila últimamente, en el pasado había estado repleta de guerras de correcciones entre gentes misteriosas, conocidas solo por sus IP, que parecían querer recalcar aspectos de su vida que ahora le parecían, aunque técnicamente fueran ciertas, completamente ajenas. Por fortuna todo eso había sucedido después de que su padre enfermara demasiado como para poder manejar un ratón, pero eso no detenía a los Forthrast más jóvenes.
Richard se dio media vuelta y empezó a desandar lo andado. Las escopetas no le hacían demasiada gracia. Quedaban relegadas al fondo de la línea de tiro. Un poco más cerca, junto a un puñado de todoterrenos mal aparcados, niños de ocho y diez años, rodeados de adultos vigilantes, descargaban sus fusiles de calibre 22.
Directamente delante de Richard había un grupo de cinco hombres de unos veinte años o poco más, rodeados por un par de quinceañeros aspirantes. El centro de atención era un rifle de asalto, de esos que llamaban arma negra, estilo militar, sin culata de madera, ni camuflaje, ninguna pretensión de que se utilizara para cazar. El propietario era Lens, sobrino segundo de Richard, que actualmente estudiaba entomología en la Universidad de Minnesota. Las manos enrojecidas por el viento de Len sostenían un cargador de treinta balas vacío. Richard, dando un respingo cada vez que sonaba un disparo tras él, lo vio meter tres cartuchos en la parte superior del cargador y luego ofrecérselo al joven que ahora mismo tenía el rifle. Luego se colocó detrás del joven y le habló pacientemente mientras encajaba el cargador, liberaba el cerrojo y quitaba el seguro.
Richard se alejó de ellos dando un amplio rodeo y se encontró con un grupo de hombres mayores, algunos relajándose en sillas plegables de tela de camuflaje, otros disparando viejos rifles de caza. Le gustó más este ambiente, pero notó (y quizás era un recelo exagerado por su parte) que se sentían un poco aliviados cuando continuó su camino.
Solo venía a la reunión cada dos o tres años. La edad y las circunstancias le habían permitido el lujo de ser el genealogista de la familia. Era el compilador de aquellos árboles familiares que las madres desplegaban en los todoterrenos. Si pudiera llamar su atención durante unos pocos minutos, reunirlos y contarles historias de los hombres que habían poseído, disparado y limpiado algunas de las armas que ladraban ahora en la verja (no las Glocks ni los rifles negros, naturalmente, sino los revólveres de acción simple, los 1911, los pulidos 30-30 de acción de palanca) les haría comprender que aunque lo que había hecho no encajara con su idea de lo que estaba bien, era más fiel a las antiguas costumbres de la familia que la forma en que ellos vivían.
¿Pero por qué se molestaba siquiera?
Distraído con sus pensamientos, llegó junto a un grupito de veinteañeros que disparaban con sus pistolas.
De un modo que no fue capaz de situar, estos jóvenes tenían un aire distinto a los que se congregaban en torno a Len. Eran de ciudad. Probablemente de alguna ciudad costera. Probablemente de la Costa Oeste. De algún lugar entre Santa Cruz y Vancouver. Un hombre de pelo largo y tatuajes asomando de las mangas de cinco capas de vellón y el impermeable que se había puesto para defenderse de Iowa, empuñaba una Glock 17, disparando con cuidado e interés balas de nueve milímetros contra una jarra de plástico de leche situada a doce metros de distancia. Tras él se hallaba una mujer, de piel y cabellos más oscuros que ninguno de los presentes, con grandes gafas de montura pesada que Richard consideró propias de la Generación X, aunque «Generación X» debía de ser ya un término anticuado. Sonreía, pasándoselo bien. Estaba enamorada del joven que disparaba.
Su franqueza emocional, más que su pelo o su ropa, indicaba que no era de por aquí. Richard había salido de este lugar con ese estilo reservado, incluso amargado, que parecía tatuado en todos sus hombres. Eso había vuelto locas a media docena de novias hasta que por fin hizo algún progreso y pudo quitárselo de encima. Pero, cuando era útil, podía dejarlo caer como un rastrillo.
La joven se volvió hacia él y alzó los guantes rosa al aire en un gesto que, para un hombre, significaba «¡Gol!», y para una mujer: «¡Venga un abrazo!» Sonreía diciéndole algo, pero sus palabras quedaron convertidas en fragmentos ya que los auriculares neutralizaron una serie de disparos de nueve milímetros.
Richard vaciló.
Un anticipo de sorpresa se dibujó en el rostro de la muchacha cuando comprendió que no iba a recordarla. Pero en ese momento, y por esa expresión, Richard la reconoció. Un placer auténtico asomó a su cara.
—¡Sue! —exclamó, y entonces, pues a veces venía bien ser el genealogista de la familia, se corrigió—: ¡Zula!
Dio un paso adelante y la abrazó con cuidado. Bajo las capas de ropa, ella era de huesos finos, como siempre. Pero fuerte. Ella se alzó de puntillas para rozar su mejilla contra la suya, y luego se soltó y volvió a plantarse sobre los talones de sus enormes botas aislantes.
Richard lo sabía todo, y nada, sobre ella. Debía de tener ya veintitantos años. Un par de años después de la universidad. ¿Cuándo la había visto por última vez?
Probablemente no desde que era estudiante. Lo que significaba que, durante el puñado de años que Richard había olvidado pensar en ella, había vivido su vida entera.
En aquellos días, su aspecto y su identidad no se extendían mucho más allá de su historia pasada: huérfana eritrea, rescatada de un campo de refugiados en Sudán por una misión eclesiástica, adoptada por la hermana de Richard, Patricia, y su marido, Bob, de nuevo huérfana cuando Bob huyó de la justicia y Patricia se murió de pronto. Adoptada de nuevo por John y su esposa, Alice, para que pudiera terminar el instituto.
Richard trató de recuperar sus oscuros recuerdos de las últimas cartas por Navidad de John y Alice, intentando unir las piezas. Zula había ido a la universidad no muy lejos (¿Iowa State?) y había hecho algo práctico, ingeniería. Encontró trabajo y se mudó a alguna parte.
—¡Tienes un aspecto magnífico! —dijo él, ya que era hora de decir algo, y esto parecía inofensivo.
—Tú también —respondió ella.
A él le pareció un poco desconcertante, ya que era una mentira manifiesta. Casi cuarenta años antes, Richard y algunos de sus amigos recorrían una carretera local siguiendo una ridícula aventura adolescente y se encontraron atascados detrás de un granjero que conducía muy despacio. Uno de ellos, probablemente con la ayuda de drogas, había advertido la similitud (que, una vez señalada, era innegable) entre el ancho rostro rojizo y escalonado de Richard y la trasera de la camioneta roja que tenían delante. De ahí el apodo de Dodge. No dejaba de preguntarse cuándo iba a desarrollar el aspecto aguileño y de pelo canoso de los hombres de los anuncios de medicinas para la próstata en sus infinitos catálogos de viajes en hidroavión y sus paraísos de pesca con mosca. En cambio, se estaba convirtiendo en una versión cada vez más extensa y moteada de lo que era a los treinta y cinco años. Zula, por su parte, tenía verdaderamente un aspecto magnífico. Negra/árabe con una inconfundible chispa italiana. Una nariz espectacular que en otras familias y circunstancias había acabado bajo el bisturí. Pero ella había decidido que era hermosa con aquellas grandes gafas encaramadas. Nadie la confundiría con una modelo, pero había encontrado un look. Richard solo pudo imaginar qué feromonas de estilo lanzaba Zula a sus iguales, pero para él era una especie de bibliotecaria del hiperespacio, un no se qué de chica friki que le parecía inteligente y encantador sin atraerlo de un modo que habría sido repulsivo.
—Te presento a Peter —anunció ella, puesto que su novio había vaciado ya el cargador de la Glock. Richard valoró que comprobara la recámara del arma, sacara el cargador, y comprobara de nuevo la recámara antes de pasarse la pistola a la mano izquierda y extender la derecha para estrechar la suya—. Peter, este es mi tío Richard.
Mientras Peter y Richard se estrechaban la mano, Zula le dijo a Peter:
—¡Lo cierto es que vive bastante cerca de nosotros!
—¿En Seattle? —preguntó Peter.
—Tengo una casita allí —dijo Richard, y le pareció algo estúpido y estirado por su parte. Se agobió. Su sobrina estaba viviendo en Seattle y él no lo sabía. ¿Qué dirían de eso en la reunión? A modo de excusa, comentó—: Pero últimamente he pasado mucho tiempo en Elphinstone.
Y añadió, por si aquello no significaba nada para Peter:
—Columbia Británica.
Pero una expresión alerta e interesada se formaba ya en el rostro de Peter.
—¡He oído decir que practicar allí el snowboard es magnífico!
—Pues no lo sé —dijo Richard—. Pero todo lo demás es muy bonito.
Zula también estaba agobiada.
—¡Siento no haberme puesto en contacto contigo, tío Richard! Lo tenía pendiente en mi lista.
Para la mayoría de la gente esto habría sido simplemente un tópico amable, pero Richard sabía que Zula tendría una lista de verdad y que «llamar a tío Richard» estaría escrito en alguna parte.
—Es culpa mía —dijo él—. Tendría que haber comunicado dónde estaba.
Mientras volvían a cargar el arma, se pusieron al día. Zula se había graduado en Iowa State con una doble licenciatura en geología e informática y se había mudado a Seattle hacía meses para trabajar en una empresa de energía geotérmica que iba a construir una planta piloto cerca del monte Rainier: la estupenda escopeta volcánica que apuntaba a la cabeza de Seattle. Iba a hacer simulaciones del flujo de calor subterráneo usando códigos informáticos. A Richard le fascinó oír la jerga que salía por su boca, ver el cerebro de Zula desencadenado en algo que merecía la pena sus poderes. En el instituto había sido callada, un poco demasiado ensimismada, un poco demasiado fácil de contentar al estilo de las chicas de granja de los pueblos pequeños. Una chica cien por cien americana llamada Sue cuyos documentos oficiales la identificaban casualmente como Zula. Pero ahora había entrado en contacto con su esencia.
—¿Y qué pasó entonces? —preguntó Richard, pues ella había dicho que «iba a hacer» esto y lo otro.
—Cuando llegué allí, todo era un caos —respondió Zula. La expresión de su rostro mostraba fascinación. Ir de Eritrea a Iowa decididamente daba a una persona joven algunas perspectivas interesantes sobre el caos—. Pasaba algo curioso con los inversores. Uno de esos fondos de cobertura piramidales estilo Ponzi. Se declararon en bancarrota hace un mes.
—Estás en paro —dijo Richard.
—Es una forma de verlo, tío Richard —dijo ella, y sonrió.
Ahora Richard tenía un nuevo punto en su lista, que al contrario de la de Zula, era una amalgama de preocupaciones acuciantes, vagas intenciones, y deudas kármicas vagamente percibidas que llevaba en la cabeza. «Conseguirle a Zula un trabajo en la Corporación 9592.» E incluso tenía una forma plausible de lograrlo. Eso no era lo difícil. Lo difícil era conseguirle ese favor a ella sin dar ayuda y consuelo a cualquiera de los otros desempleados de la reunión.
—¿Qué sabes del magma? —preguntó.
Ella se dio media vuelta y lo miró de reojo.
—Más que tú, supongo.
—Sabes hacer simulaciones del flujo de calor. ¿Pero qué hay de las simulaciones del flujo de magma?
—La capacidad está ahí.
—¿Tensores?
Richard no tenía ni idea de lo que era un tensor, pero había advertido que cuando los genios matemáticos empezaban a mencionar la palabra, significaba que se encaminaban en la dirección general donde generalmente se hacía algo.
—Supongo —dijo ella, nerviosa, y él supo que su pregunta había sido ridícula.
—Es importante, de verdad, que lo hagamos bien.
—¿Qué, para tu compañía de juegos?
—Sí, para mi compañía de juegos Fortune 500.
Ella se quedó inmóvil en aquella pose alerta, tratando de decidir si le estaba tomando el pelo.
—La estabilidad de los mercados monetarios mundiales está en juego —insistió él.
Zula no iba a picar.
—Hablaremos más tarde. ¿Conoces a alguien con trastornos del espectro autista?
—Sí —farfulló ella, mirándolo directamente ahora.
—¿Podrías trabajar con alguien así?
Ella dirigió la mirada hacia su novio.
Peter estaba enfrascado recargando su arma. Intentaba meter las balas al revés en el cargador. Algo que llevaba molestando a Richard un par de minutos ya. Trató de pensar en una forma no humillante de mencionarlo cuando Peter se dio cuenta y le dio la vuelta a la bala.
Richard había asumido, basándose en cómo manejaba Peter el arma, que había hecho esto antes. Ahora volvió a considerarlo. Tal vez fuera la primera vez que Peter tocaba una semiautomática. Pero era rápido aprendiendo. Autodidacta. Todo lo que fuera técnico, lo que fuera lógico, lo que funcionara según las reglas, podía deducirlo. Y lo sabía. No se molestaba en pedir ayuda. Era mucho más rápido deducirlo por su cuenta que sufrir los esfuerzos bienintencionados de alguien por educarlo… y por forjar una conexión emocional con él mientras lo hacía. Había algo, en alguna parte, que podía hacer mejor que la mayoría de la gente. Algo de naturaleza técnica.
—¿Qué has estado haciendo, tío Richard? —preguntó alegremente Zula. Podía haber recuperado su «zulidad», pero mantenía a mano su «suezidad» para usarla en momentos como estos.
«¿Esperando al cáncer?» habría sido una respuesta demasiado sincera. «Combatiendo amargamente contra la depresión clínica» habría dado la impresión de que se sentía deprimido hoy, cosa que no era cierta.
—Preocupándome por mis pinceles —dijo Richard.
Peter y Zula parecieron extrañamente satisfechos con esta no-respuesta, como si encajara a la perfección con sus expectativas de lo que hacían los cincuentones. O tal vez Zula ya le había contado a Peter todo lo que sabía, o sospechaba, sobre Richard y sabían que era mejor no insistir.
—¿Viniste en avión desde Seattle? —preguntó Peter, saltando rápidamente al tópico de último recurso de los viajes aéreos.
Richard negó con la cabeza.
—Vine en coche hasta Spokane. Se tardan tres o cuatro horas, depende de la nieve y la espera en la frontera. Un salto a Minneapolis. Luego alquilé un gran coche americano y lo conduje hasta aquí —señaló con la cabeza en dirección a la carretera, donde un Mercury Grand Marquis marrón ocultaba dos casas del Zodiaco.
—Este debe de ser lugar adecuado para él —observó Peter. Volvió la cabeza para contemplar la granja, y luego miró inocentemente a Richard.
La reacción de Richard ante esto fue más complicada de lo que Peter podría haber imaginado. Le satisfizo que Peter y Zula lo hubieran identificado como uno de los chicos guai y lo invitaran ahora a compartir su ironía. Por otro lado, había crecido en esta granja, y una parte de él no hacía mucho caso a su actitud. Sospechaba que ya estaban dando cuenta de esto en Facebook y Twitter, que la gente guai de las cafeterías de San Francisco estaban haciendo comentarios admirados de las fotos de Peter con la Glock.
Pero entonces oyó la voz de cierta ex novia diciéndole que era demasiado joven para empezar a actuar como un viejo cascarrabias.
Una segunda voz lo reprendió, recordándole que, cuando había alquilado el colosal Grand Marquis en Minneapolis, lo había hecho irónicamente.
Las ex novias de Richard habían desaparecido hacía tiempo, pero sus voces lo seguían todo el tiempo y le hablaban, como Musas o Furias. Era como si tuviera siete superegos dispuestos en un pelotón de fusilamiento ante un único y asediado ID, asegurándose de que no disfrutara de aquel último cigarrillo.
Toda esa complejidad interna debió de notarse, pues Peter y Zula de pronto se achantaron. Tal vez fuera un aviso de senilidad. No importaba. Los cargadores estaban todo lo preparados que podía conseguirse con los dedos congelados. Zula, y luego Richard, se turnaron para disparar la Glock. Para cuando terminaron, el ritmo de los disparos por toda la verja se había reducido casi a la nada. Las sillas de camuflaje habían sido plegadas y las estaban guardando en las traseras de los todoterrenos. Zula se acercó a intercambiar abrazos y encantadas conversaciones en tono agudo con algunas de sus primas. Richard se agachó, algo que le resultó más difícil de lo que solía, y empezó a recoger casquillos vacíos. Con el rabillo del ojo vio que Peter le imitaba. Pero Peter renunció a la tarea rápidamente, porque no quería alejarse de Zula. No tenía ningún interés en el parloteo social con el puñado de primas de Zula, pero tampoco quería dejarla sola. Se mostraba siempre alerta y protector hacia ella de un modo que Richard a la vez admiró y envidió. No estaba por encima de sentirse un poco celoso por el hecho de que Peter se hubiera nombrado a sí mismo protector de Zula.
Peter contempló la casa, apartó un momento la mirada, y luego se volvió para hacerle un examen concienzudo.
Lo sabía. Zula le había contado lo que le había sucedido a su madre adoptiva. Probablemente lo habría buscado en Google. Probablemente sabía que había de cincuenta a sesenta muertes causadas por rayos al año y que a Zula le costaba trabajo hablar de ello porque la mayoría de la gente consideraba que era una forma extraña de morir, incluso aunque pudiera estar bromeando.
El Grand Marquis bloqueaba un todoterreno lleno de niños y madres que se habían hartado de estar allí fuera con el ruido y el frío, así que Richard, alegre por tener una excusa para marcharse, se dirigió rápidamente hacia el vehículo, pasando entre Peter y Zula. En un tono de voz no demasiado alto anunció:
—Voy al pueblo.
Lo cual significaba que iba al Walmart. Subió al enorme Mercury, oyó las puertas abrirse tras él, vio a Peter y Zula ocupar el mullido sofá del asiento trasero. La puerta de pasajeros se abrió también y entró otra mujer de veintitantos años cuyo nombre Richard debería saber pero no podía recordar. Tendría que sonsacárselo durante el trayecto.
Los juguetones jóvenes tuvieron mucho que decir sobre el Grand Marquis mientras Richard se dirigía a la carretera. Pillaron la broma y decidieron que Richard molaba. La chica del asiento de pasajeros dijo que nunca había estado antes en «un coche como este», refiriéndose, al parecer, a un sedán. Richard se sintió mucho más que simplemente viejo.
La conversación alternó como un gorjeo de pájaros durante unos cinco minutos, y luego todos guardaron silencio. Peter no estaba especialmente interesado en divulgar detalles de su vida. A Richard le pareció bien. La gente que tenía puestos de trabajo y tarjetas de presentación podían decir fácilmente dónde trabajaban y qué hacían para ganarse la vida, pero los que trabajaban por cuenta propia, haciendo cosas de naturaleza complicada, aprendían con el tiempo que no merecía la pena dar explicaciones si su único propósito era mantener una conversación anodina. Era mejor ir directamente a hablar de los viajes en avión.
Las extremidades congeladas sorbían toda la energía de sus cerebros. Contemplaron a través de las ventanas el paisaje devorado por la escarcha. Estaban en el oeste de Iowa. La gente de cualquier otro lugar, al cruzar el estado, habría tenido dificultades para ver ninguna diferencia entre el este y el oeste, o, ya puestos, para distinguir Ohio de Dakota del Sur. Pero al haber crecido aquí, y haber realizado muchas búsquedas de tesoros piratas y emboscadas indias a lo largo del riachuelo, Richard sentía una gradación en el territorio, estaba convencido de que se hallaban en el umbral entre el Medio Oeste y el Oeste, como si en un lado del riachuelo estuvieras en la tierra de las hojas rojas rastrilladas sobre el indulgente suelo negro y húmedo mientras escuchabas en el transistor los partidos de fútbol de los Big Ten, pero en el otro lado te estuvieras arrancando flechas del sombrero.
También había una gradación norte-sur. Al sur estaban Misuri y Kansas, de donde había venido esta rama de los Forthrast (según su investigación) allá por la época de la Guerra Civil para escapar de los terroristas y los escuadrones de la muerte. Al norte (algo difícil de pasar por alto un día como hoy) casi se podía ver el recodo del mundo volviéndose hacia el Polo. Estos Forthrast que buscaron el norte debieron de pensárselo mejor cuando ascendieron a esta latitud y sintieron el frío aire metiéndose por los cuellos de sus abrigos y cachearlos, y por eso se detuvieron aquí y echaron raíces, no del modo en que lo hacían los viejos castaños alrededor del riachuelo, sino como lo hacían las zarzamoras y los dientes de león cuando una semilla afortunada se posa y prende en un trozo de terreno sin vigilancia.
El Walmart era como una nave espacial que hubiera aterrizado en los campos de soja. Richard dejó atrás la zona de alimentación, la farmacia y el centro óptico, y aparcó al fondo, donde almacenaban la mercancía. Los aparcamientos estaban preparados para furgonetas grandes, un detalle que ahora le resultaba útil.
Entraron. Los jóvenes se detuvieron cuando sus irónicas sensibilidades, que les hacían las veces de almas, fueron interceptadas por una señal de abrumadora potencia. Richard siguió moviéndose, ya que era el que tenía una misión. Había visto un modo de contribuir a la reunión sin pisar ni meter el pie hasta el tobillo en ninguna de las bostas de vaca tan retorcidamente colocadas en su camino.
Siguió caminando hasta que todo en su campo de visión fue camuflaje o naranja fluorescente, y luego buscó el mostrador de las municiones. Salió un hombre mayor vestido con un chaleco azul y apoyó sus arrugadas manos en el cristal como si fuera un camarero del viejo oeste. Richard asintió ante el saludo indiferente del hombre y luego anunció que quería tres cajas grandes de cartuchos de 5,56 milímetros de la OTAN. El hombre asintió y se dio media vuelta para abrir la vitrina de cristal donde estaba guardado el material bueno. En la parte trasera del chaleco llevaba un gran Smiley amarillo que sobresalía y parecía casi una semicircunferencia debido a su joroba de viudo.
—Len estuvo descargando tres rondas cada vez —le explicó a los demás, cuando lo alcanzaron—. Todo el mundo quiere disparar su carabina, pero nadie compra munición, y la 5,5 es cara hoy en día porque todos los chalados están convencidos de que la van a prohibir.
El empleado depositó con cuidado las pesadas cajas sobre el mostrador de cristal, sacó un lector de código de barras en forma de pistola de su cartuchera de plástico, y le disparó a cada una de las tres cajas por turno: tres apretones al gatillo, tres blancos directos. Citó una cifra impresionantemente alta. Richard ya había sacado la cartera. Cuando la abrió, la sobrina o sobrina segunda (todavía no había conseguido sonsacarle el nombre) contempló la cartera de hermoso cuero de manera tan indiscreta que estuvo a punto de entregárselo todo. Ella se sorprendió al ver la efigie de la reina Isabel y pintorescas imágenes de jugadores de hockey y soldados de la Primera Guerra Mundial. No se le había ocurrido cambiar el dinero, y ahora estaba en un sitio donde no había oficina de cambio. Pagó con tarjeta.
—¿Cuándo te mudaste a Canadá? —preguntó la joven.
—En 1972 —respondió él.
El viejo lo miró por encima de sus bifocales: «¡Desertor del reclutamiento!»
Ninguno de los jóvenes pareció hacer la conexión. Richard se preguntó si sabían siquiera que el país tuvo en tiempos un reclutamiento, y que la gente se daba patadas en el culo para evitarlo.
—Necesito su PIN, señor Forrest —dijo el empleado.
Richard, como muchos que se habían marchado, pronunciaba su apellido forTHRAST, pero atendía cuando lo pronunciaban FORthrast, que era como lo decía aquí todo el mundo. Incluso atendía por «Forrest», que era como acabaría por degradarse muy pronto, si la familia no tomaba medidas.
Para cuando llegaron a la salida, había decidido que el Walmart no era tanto una nave espacial como un portal interdimensional a cualquier otro Walmart del universo conocido, y que cuando atravesaran las puertas de recepción podrían encontrarse en Pocatello o en Wichita. Pero resultó que seguían todavía en Iowa.
—¿Por qué te fuiste a vivir allí? —preguntó la chica en el camino de regreso. Estaba profundamente afectada por la patología del habla nasal y cantarina que era tan común en las chicas de su edad y que Zula había hecho grandes esfuerzos por dejar atrás.
Richard miró por el espejo retrovisor y vio que Peter y Zula intercambiaban una mirada significativa.
«Chica, ¿no has oído hablar de la Wikipedia?»
En vez de decirle por qué se había mudado, le contó lo que hizo cuando llegó allí.
—Trabajé de guía.
—¿De guía de caza?
—No, no soy cazador.
—Me preguntaba por qué sabías tanto de armas.
—Porque crecí aquí —explicó él—. Y en Canadá algunos de nosotros las llevábamos al trabajo. Allí es más difícil poseer armas. Tienes que recibir cursillos especiales, pertenecer a un club de tiro y esas cosas.
—¿Por qué las llevabas en el trabajo…?
—¿Si no era guía de caza?
—Sí.
—Por los grizzlies.
—Oh, ¿por si alguno te atacaba?
—Así es.
—¿Podías, no sé, disparar al aire y espantarlo?
—Al corazón y para matarlo.
—¿Sucedió alguna vez?
Richard miró de nuevo por el retrovisor, esperando hacer contacto ocular y enviar el mensaje telepático: «Por el amor de Dios, que alguien me rescate de esta conversación.» Pero Peter y Zula parecían meramente interesados.
—Sí —dijo Richard. Sintió la tentación de mentir. Pero esto era la reunión. Se enterarían.
—La alfombra de oso de la habitación del abuelo —explicó Zula desde el asiento de atrás.
—¿Es de verdad? —preguntó la chica.
—¡Pues claro que es real, Vicki! ¿Qué creías que era, poliéster?
—¿Mataste a ese oso, tío Dick?
—Le metí dos balas en el cuerpo mientras mi cliente volvía a descubrir habilidades trepadoras largamente olvidadas. Poco después, su corazón dejó de latir.
—¿Y lo despellejaste?
«No, se quitó amablemente la piel antes de exhalar el último suspiro.» A Richard le costaba cada vez más trabajo resistirse a responder con retruécanos. Solo las Musas Furiosas lo mantenían a raya.
—Cargué con él hasta la frontera con Estados Unidos —se encontró explicando—. Con cráneo y todo, pesaba la mitad que yo a esa edad.
—¿Por qué hiciste eso?
—Porque era ilegal. No dispararle al oso. Ahí no hay ningún problema. Es defensa propia. Pero luego hay que entregarlo a las autoridades.
—¿Por qué?
—Porque —repuso Peter, deduciéndolo—, de otro modo, la gente se lanzaría a matar osos. Dirían que fue en defensa propia y se quedarían con los trofeos.
—¿Qué distancia recorriste?
—Trescientos kilómetros.
—¡Debías de querer quedártelo con ganas!
—No lo quería.
—¿Por qué cargaste con él trescientos kilómetros?
—Porque el cliente lo quería.
—¡No lo entiendo! —se quejó Vicki, como si su estado emocional fuera realmente lo importante aquí—. ¿Lo hiciste solo por el cliente?
—¡Todo lo contrario! —dijo Zula, levemente indignada.
—Espera un momento —intervino Peter—. El oso te atacó a ti y tu cliente…
—¡Yo contaré la historia! —anunció Richard, alzando una mano. No la quería contar, desearía que no hubiera salido a colación. Pero era la única historia sobre sí mismo que podía contar en compañía decente, y si iban a contarla, quería ser él quien lo hiciera—. El perro del cliente fue el que empezó. Acosó al pobre oso. El oso atrapó al perro en sus fauces y empezó a sacudirlo como si fuera una ardilla.
—¿Era un caniche o algo así? —preguntó Vicki.
—Era un labrador de cuarenta kilos —dijo Richard.
—¡Dios mío!
—Es lo que estaba diciendo. Cuando el labrador dejó de debatirse, cosa que no tardó mucho, el oso lo arrojó a los matorrales y avanzó hacia nosotros como diciendo: «Si tenéis algo que ver con ese puñetero perro, estáis muertos.» Entonces empezaron los tiros.
Peter hizo una mueca ante la frase escogida.
—No hubo nada de valentía por medio, si eso es lo que estás pensando. Solo había un árbol al que poder subirse. El cliente no batió ningún récord al hacerlo. No podíamos subir los dos al mismo tiempo, eso es lo que estoy diciendo. Y ni siquiera un caballo puede correr más rápido que un grizzly. Yo estaba allí de pie con una escopeta de postas. ¿Qué otra cosa pude hacer?
Silencio, mientras consideraban la pregunta retórica.
—¿Una escopeta de postas? —preguntó Zula, pasando a modo ingeniero.
—Una escopeta calibre 12 cargada con postas en vez de balas. Optimizada para esto. Dos cañones paralelos: un arma especial típica de Elmer Fudd. Así que hundí una rodilla en tierra porque temblaba de arriba abajo y la descargué en el oso. El animal huyó y murió a unos cuantos cientos de metros de nuestro campamento. Fuimos y encontramos el cadáver. El cliente quiso la piel. Le dije que era ilegal. Me ofreció dinero para que lo hiciera por él. Así que empecé a despellejarlo. Tardé días. Un trabajo horrible. Sacrificar incluso a animales de granja domesticados es inenarrable, y por eso traemos a mexicanos a Iowa para que se encarguen —dijo Richard, animándose—, pero un oso es peor. Es apestoso.
La palabra no tenía mordiente alguno. Era una de esas palabras que todo el mundo había oído pero nadie sabía lo que significaba realmente.
—Casi olía a pescado. Es como si te metieras dentro de las hormonas del bicho.
Vicki se estremeció. Richard pensó en contar en detalle las dimensiones físicas de los testículos de un oso grizzly, pero, a juzgar por su lenguaje corporal, ya había establecido bastante bien su argumento.
De hecho, había sentido la tentación de acelerar el trabajo de despellejar al oso. Pero el problema fue que empezó por las garras. Y recordó haber leído en su infancia sobre los indios lakota que quitaban las garras después de matar al oso como rito de masculinidad, y hacían collares con ellas. Los chicos de su quinta se tomaban en serio todas esas cosas; sabía tanto sobre Caballo Loco como cualquier hombre de una generación anterior podía saber de César. Así que se sintió obligado a hacer el trabajo siguiendo la manera sagrada. Tras haber empezado así, no pudo encontrar el momento adecuado para pasar al modo carnicero puro y duro.
—Cuanto más tiempo pasaba, cuanto más me sumergía en ello, menos quería que se lo quedara el cliente —continuó Richard—. Él lo quería con todas sus fuerzas. Yo estaba allí cubierto de sangre, espantando abejorros, y él bajaba del campamento y venía a mirar, ya sabes. Me lo imaginé contemplándolo en el suelo de su despacho o su salón. Era un bróker de Nueva York. Diría que él mismo lo había matado mientras el gallina de su guía se subía a un árbol. Nos pusimos a discutir. Una estupidez por mi parte, porque ya estaba metido hasta las trancas en la ilegalidad de todo aquello. Amenazó con denunciarme, con conseguir que me despidieran, si no le daba el trofeo. Así que le dije que a la mierda y me marché con él. Le dejé las llaves de la furgoneta para que pudiera volver a casa.
Silencio.
—Ni siquiera lo quería tanto —insistió Richard—. Pero no podía dejar que se lo llevara a casa y contara mentiras al respecto.
—¿Te despidieron?
—Sí. Me causó problemas también. Me quitaron la licencia.
—¿Qué hiciste después de perder el trabajo?
«Dediqué mis recién halladas habilidades a transportar marihuana por la frontera.»
—Esto y lo otro.
—Mmm. Bueno, espero que mereciera la pena.
«Oh, Cristo, sí.»
Llegaron a la granja. El camino de acceso estaba lleno de todoterrenos, así que Richard, dejando claro que había crecido en esa propiedad, aparcó el Grand Marquis en la hierba muerta del patio lateral.
El vehículo era tan bajo que bajarse de él fue como salir de tu propia tumba. Mientras lo hacían, Richard advirtió que Peter observaba el lugar, tratando de identificar dónde estuvo el cordel fatal.
Richard pensó en convertirse en el Virgilio de Peter y darle al pobre chico un poco de cuartelillo y explicarle todas las cosas que tendría que acabar por sumar por su cuenta, si Zula y él seguían juntos. No lo hizo, pero las palabras que habría dicho quedaron flotando en su mente. Si existía el ojo de la mente, entonces la boca de su mente había empezado a hablar.
Dirigió la mirada a un leve promontorio en el suelo, rodeado por un círculo de champiñones congelados, como un forúnculo que pugnara por abrirse paso a través del césped desde algún estrato propio de los hermanos Grimm. «Eso es lo que queda del roble. El cordel corría desde el árbol hasta el lado de la casa; justo allí, junto a la chimenea, se puede ver el soporte. Mamá estaba arriba, agonizando. La naturaleza de lo que la afectaba había creado la necesidad de cambiar frecuentemente las sábanas. Me ofrecí a llegarme al pueblo y comprar más ropa de cama en J.C. Penney… eso fue antes del Walmart. Patricia se ofendió. Como si la estuviera acusando de ser una mala hija. Un puñado de sábanas estaba terminado, pero la secadora seguía ocupada, así que las colgó del cordel. Era uno de esos días en que se nota que va a haber tormenta. Estábamos arriba sentados alrededor de la cama de mamá cantando los himnos de media tarde, y oímos los truenos cruzar la pradera como si fueran bolas de billar. Todos oímos el rayo que la mató. Sonó como diez cartuchos de dinamita estallando al mismo tiempo justo ante la ventana. Alcanzó el árbol y corrió por el cordel y por su brazo y le atravesó el corazón hasta llegar al suelo. La luz se fue, mamá despertó, las cosas fueron muy confusas durante un minuto o dos. Finalmente Jack se asomó por casualidad a la ventana y vio a Pat tendida en la hierba, cubierta ya por la sábana. Nunca le dijimos a mamá que su hija había muerto. Habría sido una explicación embarazosa. Perdió el conocimiento ese mismo día y murió tres días después. Las enterramos juntas.»
Solo ensayar esto mentalmente hizo que Richard sacudiera asombrado la cabeza. Era difícil de creer, incluso aquí, donde el clima mataba a la gente continuamente. La gente no podía oír la historia sin hacer alguna observación o incluso reírse a su pesar. Richard pensó, durante un tiempo, en fundar un grupo de apoyo en Internet para los hermanos de las personas fulminadas por los rayos. Toda la historia parecía sacada de una novela de Iowa City, si la familia hubiera producido a un escritor, o el relato hubiera llamado la atención de algún Cuentacuentos itinerante. Pero tal como era, pertenecía a Zula, y le daba a ella la oportunidad de cuándo y cómo contarla, si quería hacerlo.
Ella, gracias a Dios, estaba fuera en el campamento de girls scouts, y por eso pudieron traerla a casa y decirle, en condiciones controladas, con psicólogos infantiles presentes, que se había quedado huérfana por segunda vez a los once años.
Unos meses más tarde Bob, el ex marido de Patricia, asomó la cabeza del agujero donde vivía e hizo un débil amago por interferir con la adopción de Zula por parte de John y Alice. Entonces, con la misma rapidez, desapareció del mapa.
Zula había pasado en esta casa sus años de adolescencia, como pupila de John y Alice, y había salido extrañamente bien. Richard había leído en un artículo en alguna parte que incluso los niños que proceden de familias realmente jodidas salen bien si alguna persona mayor los toma bajo su ala en el momento adecuado de los primeros años adolescentes, y le parecía que Zula debía de encajar en esta clasificación. En los cuatro años transcurridos entre la adopción y la caída del rayo, algo había pasado de Patricia a Zula, algo que había hecho que el resto saliera bien.
Richard no se había casado y Jake, el hermano menor, se había convertido en lo que se había convertido: un proceso que había empezado poco después de asomarse a aquella ventana y ver a su hermana muerta envuelta en una sábana humeante. Estos accidentes de muerte y demografía habían convertido a Alice no solo en la matriarca, sino también en la única mujer Forthrast. John y ella tenían cuatro hijos, pero precisamente porque habían hecho un trabajo excelente al criarlos, todos se habían marchado a hacer cosas importantes en grandes ciudades (era la tragedia continua y permanente de Iowa: todos los jóvenes bien educados se sentían obligados a escapar del estado para encontrar un empleo digno de sus cualidades). Esto, combinado con su percepción de un eje Richard-Jake de irresponsable masculinidad, habían creado una semipermanente sensación de agravio masculino-femenino, una especie de guerra de trincheras a cámara lenta. Alice era la mariscal de campo de un bando. Su estrategia era dedicarse a las ramas exteriores del árbol familiar. John ayudaba, a sabiendas o no, con cosas como las prácticas de tiro, que hacían que venir aquí fuera más atractivo para los parientes lejanos varones. Pero el verdadero trabajo de la reunión, como Richard había llegado a comprender demasiado tarde, se producía en la cocina y no tenía nada que ver con la preparación de la comida.
Lo que no quería decir que los hombres no pudieran hacer unas cuantas cosas por su cuenta.
Richard se desvió hasta el Subaru de Len y dejó las cajas de cartuchos en el asiento del conductor. Luego entró en la casa por la puerta principal, que rara vez se utilizaba, y se dirigió al salón, rara vez utilizado también y abarrotado. Pero más de la mitad de los tiradores había vuelto al motel a descansar y lavarse, así que pudo abrirse paso. Una prima se ofreció a coger su anorak y colgarlo. Richard declinó amablemente su ofrecimiento, y luego palpó el bolsillo de su pecho para verificar que los paquetes seguían allí, la cremallera todavía echada.
Cinco primos jóvenes («primos» era el término genérico utilizado para todos los que tuvieran menos de cuarenta años) ocupaban sofás y tresillos y acariciaban sus portátiles, descargando e intercambiando fotos. Torrentes de brillantes fotos cristalinas corrían por sus pantallas, creando un curioso y triste contraste con la docena de fotos familiares, reveladas por medio de las complejidades medievales de la fotografía química, trabajosamente enmarcadas y colgadas en las paredes de la habitación.
La palabra «Jake» llegó a sus oídos, y se dio la vuelta para ver a algunos primos mayores que miraban una foto enmarcada de Jake y su prole de hacía unos cinco años. La foto tenía un desorientador aspecto normal, como si Jake pudiera pasarse cómodamente por el forro todas las demás convenciones de la vida americana moderna pero no se le ocurriera dejar de hacerse una foto con Elizabeth y los tres chicos. Una foto tomada, tal vez, por algunos otros miembros de su rústica iglesia que tenía habilidad para estas cosas, y enmarcada en un marco de abedul que había hecho uno de los chicos. Parecían bastante normales, y signos del verdadero Jake eran detectables solamente en algunos de los detalles como su barba de soldado de infantería de la Confederación.
Una mujer preguntó por qué Jake y su familia no venían nunca a la reunión.
Richard había aprendido a la fuerza que cuando aparecía el tema de Jake, tenía que dar rápido un paso al frente y hacer todo lo posible por retratar a su hermano como un tipo razonable, antes de que alguien dijera que estaba chalado y causara una situación embarazosa.
—Desde el 11-S, Jake no quiere volar porque hay que mostrar un carné de identidad —dijo Richard—. Cree que es anticonstitucional.
—¿No viene nunca en coche? —preguntó un primo político, curiosamente interesado, casi divertido.
—Tampoco cree en tener carné de conducir.
—Pero tiene que conducir, ¿no? —preguntó la mujer que había empezado la conversación—. Alguien me ha dicho que era carpintero.
—En la parte de Idaho por donde se mueve, puede hacerlo sin tener carné de conducir —dijo Richard—. Tiene un acuerdo con el sheriff que no funciona tan bien en otras partes del país.
Ni siquiera se molestó en decir que Jake se negaba a ponerle la matrícula a su camioneta.
Richard hizo una rápida incursión a las afueras de la cocina, pilló un par de galletas y les dio a las mujeres algo de lo que hablar. Luego se encaminó hacia lo que fue, en su infancia, el porche trasero y que últimamente se había convertido en una caverna subterránea con instalaciones de cuidados médicos para su padre.
Su padre, nombre legal Nicholas Forthrast, conocido como el Abuelo en la reunión, de noventa y cinco años, estaba sentado en un sillón reclinable en una habitación cuyo rasgo más llamativo, para la mayoría de los que entraban a verlo, era la alfombra de piel de oso. Richard podía prácticamente oler las mencionadas hormonas del animal. Durante el proyecto de conversión del porche en 2002, esa alfombra fue lo primero que Alice trasladó aquí. Como símbolo de las antiguas virtudes Forthrast, competía con la Medalla de Honor del Congreso de su padre, enmarcada y colgada en la pared no lejos del sillón reclinable. En un rincón había una bombona de oxígeno de tamaño impresionante, compitiendo por el espacio en el suelo y los aparatos eléctricos con una máquina de diálisis. Una consola de televisión muy antigua, montada en un mueblecito de nogal, servía como inerte pedestal para una pantalla de plasma de cincuenta y cuatro pulgadas que mostraba ahora un partido de fútbol americano profesional con el sonido apagado. El copiloto en un sillón reclinable algo menos impresionante a la derecha del de papá era John, seis años mayor que Richard, y el patriarca en activo de la familia. Algunos primos estaban sentados con las piernas cruzadas sobre la piel de oso o la alfombra de debajo, embobados con el partido. Una de las hermanas Cárdenas (le pareció que era Rosie) se movía tras los sillones reclinables, anotando números en una carpeta, doblando sábanas… mostrando claros signos, en definitiva, de que estaba a punto de entregarle a papá a John para poder dedicarse a las necesidades de Acción de Gracias de su propia familia.
Desde que papá había adquirido todos estos accesorios (el riñón externo, el pulmón externo), se había convertido en una pieza de maquinaria bastante complicada, como un soldador TIG de gama alta, que no podía ser manejado por cualquiera. John, que había vuelto de Vietnam con amputaciones bilaterales por debajo de la rodilla, se sentía más cómodo con la tecnología prostética: había leído todos los manuales y comprendía las funciones de la mayoría de los mandos, así que podía hacerse responsable de las máquinas en un momento como este. Sin embargo, si Richard se quedara solo con él en la casa, papá estaría muerto en cuestión de doce horas. Richard tenía que contribuir de formas menos fáciles de describir. Deambuló con las manos en los bolsillos, fingiendo ver el partido de fútbol, hasta que Rosie se encaminó claramente hacia la puerta. La siguió y un momento después la alcanzó en la rampa para sillas de ruedas que conducía a la furgoneta equipada con elevador parecida a la del doctor Seuss.
—Te acompañaré hasta tu coche —anunció, y ella sonrió dulcemente ante su anticuada forma de abordarla—. ¿Pavo esta tarde?
—Pavo y fútbol —respondió ella—. Nuestro tipo de fútbol.
—¿Cómo está Carmelita?
—Bien, gracias. Su hijo… ¡tan alto! Juega al baloncesto.
—¿Al fútbol no?
Ella sonrió.
—Un poco. Le da muy bien con la cabeza.
Sacó el llavero del bolso, y Richard olisqueó una rápida vaharada de todas las cosas fragantes que guardaba allí dentro. Se adelantó y abrió la puerta del conductor de su Subaru.
—Gracias.
—Muchísimas gracias a ti, Rosie —dijo él, abriéndose la cremallera del bolsillo del pecho de su anorak. Mientras ella ocupaba el asiento del conductor, alisándose la falda bajo el culo, él sacó un sobre marrón que contenía un fajo de un centímetro de grosor de billetes de cien dólares y lo introdujo en el pequeño compartimento lateral de la puerta. Luego la cerró con suavidad. Ella bajó la ventanilla—. Es lo mismo que el año pasado, más el diez por ciento —explicó Richard—. ¿Sigue siendo adecuado? ¿Sigue estando bien para ti y Carmelita?
—¡Está bien, muchas gracias!
—Gracias a vosotras —insistió él—. Sois una bendición para nuestra familia, y os apreciamos mucho. Tienes mi número por si alguna vez hay algún problema.
—Feliz Acción de Gracias.
—Igualmente para ti y todos los Cárdenas.
Ella saludó con la mano, arrancó el Subaru, y se marchó.
Richard volvió a palparse el chaquetón, comprobando el otro paquete. Encontraría algún modo de entregárselo a John más tarde; podría pagar un montón de oxígeno.
La entrega en mano había sido indudablemente incómoda y extraña. Mucho menos estresante, para un hombre de su temperamento, era enviar por FedEx el dinero, como solía hacer cuando no asistía a la reunión. Pero, mientras subía por la rampa, las Musas Furiosas permanecieron en silencio, así que consideró que no lo había hecho demasiado mal.
El gravamen de las quejas de las M.F. era la incapacidad de Richard para estar «emocionalmente disponible». La frase lo hizo sentirse aturdido e incrédulo la primera vez que una mujer se la había encasquetado. Suponía que muchas de sus emociones no eran adecuadas para ser compartidas con nadie, mucho menos una novia, con la que se suponía que tenía que ser amable, y la «disponibilidad emocional» asociada con momentos desprotegidos como el que le habían hecho ganarse el apodo de Dodge. Pero varias de sus futuras ex novias habían insistido en que lo querían y, con una especie de venganza mítica griega, habían continuado estando emocionalmente disponibles para él mucho después de sus fechas de caducidad. Y sin embargo él consideraba que se había mostrado emocionalmente disponible para Rosie Cárdenas. Tal vez hasta el punto de hacerla sentirse incómoda.
De vuelta al ex porche. El lugar se había ido abarrotando más a medida que el partido de fútbol se acercaba al final del último cuarto, y habían vuelto a poner el sonido. Richard rodeó a la multitud y encontró un sitio donde pudo apoyarse contra la pared, cosa que resultó más difícil que de costumbre, porque la gente seguía colgando cosas nuevas. John, al parecer, había pasado tanto tiempo aquí que se había tomado la libertad de decorarlo con algunos de sus recuerdos de Vietnam.
Sin embargo, en mitad de un gran espacio vacío, un antiguo rifle M1 Garand de la Segunda Guerra Mundial estaba montado en una panoplia con una placa de latón. John sabía que no debería abarrotar este altar con sus recuerdos del Nam.
De niño, Richard creía que este rifle era El Rifle, pero más tarde Bud Rorgeson (el más longevo de los camaradas de papá) se rio al enterarse. Pero le explicó pacientemente que sujetar un rifle M1 descargado por el cañón y blandirlo como una porra para golpear los excelentes cascos de acero Krupp estaba muy por encima de las posibilidades de este equipo concreto y normalmente quedaba inútil. Después de que El Rifle fuera diligentemente inspeccionado por quien fuera que estuviese a cargo de repartir las medallas, fue desguazado. Este M1 de la pared, junto con la placa, había sido comprado como sobrante, limpiado, y entregado a papá por los soldados que sirvieron a sus órdenes y, según la historia, fueron salvados de la muerte o de una larga estancia en un campamento de prisioneros por el mencionado espasmo enloquecido de aplastamiento de cabezas estilo Berserker.
Sin sentirse demasiado amargado al respecto, Richard siempre se había preguntado por qué los hijos de Nicholas que se habían asentado y llevaban vidas ejemplares y estables en el Medio Oeste, incluso acudiendo a la iglesia, eran considerados como portadores de la herencia del hombre y que vivían siguiendo su ejemplo, puesto que el episodio más celebrado de la vida de ese hombre había sido matar a golpes a un puñado de soldados de asalto con una porra improvisada.
Tras la muerte de Patricia, cuando el largamente ausente Bob, o un abogado que lo representaba, les envió una carta con la sorprendente noticia de que reclamaba la custodia de Zula, la familia celebró un pequeño cónclave. Richard asistió por medio de un teléfono manos libres desde Columbia Británica. Los teléfonos manos libres eran una mierda, pero la tecnología le sirvió bien en este caso, ya que le permitía poner los ojos en blanco, llevarse las manos a la cabeza, y cuando la cosa se ponía realmente mal, pulsar el botón de silencio y ponerse a dar vueltas cabreado. John y Alice y sus abogados se comportaron de manera perfectamente racional, por supuesto, pero a él le parecieron un concilio de hobbits redactando una resolución para exigirle disculpas a los nazgul. Richard, en esa época, mantenía contacto regular con moteros entusiastas que tenían una rama en el sur de California eufemísticamente descrita como «activa». A través de sus buenos oficios, contactó con unos investigadores privados, poco convencionales en su aspecto y sus métodos. Estos hombres se dedicaron a descubrir cosas sobre la vida privada de Bob. Cuando el dosier que recopilaron tuvo un grosor aceptable (lo bastante pesado para lastimarte el pulgar cuando lo lanzabas casualmente a una mesa), Richard se subió a su viejo Land Cruiser y fue directamente de Elphinstone a Los Ángeles. Allí se registró en un hotel, se dio una ducha, y se puso exactamente el tipo de gruesa cazadora de cuero que usaría para ocultar una pistolera, si tuviera una. Dejó el Land Cruiser para que le hicieran un cambio de aceite y tomó un taxi hasta un establecimiento de alquiler de coches que le había recomendado un actor que había conocido en una taberna en el Schloss cuando este y su séquito estuvieron en Elphinstone para rodar una película. Allí alquiló un Humvee. No un Hummer, que era el pseudo-Humvee de entonces (era 1995), disponible en el mercado civil, sino un Humvee militar de verdad, de más de dos metros de ancho e, incluido el peso de los subwoofers, de tres toneladas de peso. Haciendo sonar el «Know your enemy» de Rage Against the Machine con su formidable equipo de segunda mano, apareció media hora más tarde para el encuentro en Denny’s y aparcó en el espacio reservado para discapacitados. Supo, desde el momento en que divisó el perfil encogido de Bob a través del escaparate del restaurante, que ya había ganado.
Fue una desgracia. Un puñado de los trucos más burdos imaginables. Eso solo habría convencido a un hombre mejor de que Richard iba de farol.
La futura ex novia de Richard de aquel momento se pasó varios años con la nariz apretada contra el cristal del hinduismo, y él se había visto sometido a conversaciones sobre avatares, maias, y todo lo demás. Al aparecer con este avatar, Richard estaba manifestándose exactamente del modo en que Bob lo había imaginado siempre. Y en tanto que Bob era ahora un enemigo declarado de la familia, Richard se convertía así en su peor pesadilla hecha carne.
El gambito funcionó. Pero Richard no se sentía cómodo con aquel avatar, hasta el punto de que acabó preguntándose de dónde demonios había salido. ¿Qué se había apoderado de él? Solo más tarde, después de hablar con Bud y meditar sobre la historia tras la Medalla de Honor comprendió que se había manifestado no como avatar de Richard, sino como avatar de toda su familia.
El partido de fútbol no terminó exactamente, pero como la mayoría, alcanzó un punto donde fue simplemente imposible verlo. Casi todos se marcharon. Richard acercó una silla y se sentó a la izquierda de su padre. Solo quedaron entonces los tres: John, Nicholas, y Richard. Patricia había muerto hacía catorce años. Jacob nació mucho después que los demás, cuando mamá casi estaba al borde de la menopausia, y todos comprendieron que fue un embarazo no deseado. No estaba muerto ni aquí, sino en Idaho, un estado a menudo confundido, por la gente de la costa, con Iowa, pero que de hecho era anti-Iowa en muchos aspectos, un lugar que la gente de Iowa solo visitaba para hacer algún tipo de declaración de principios.
Richard no tenía ni idea de cuál era el verdadero estado de consciencia de su padre. Desde el último puñado de miniembolias, había tenido poco que decir. Pero sus ojos seguían las cosas con bastante cuidado. Sus expresiones faciales y sus gestos sugerían que sabía lo que estaba pasando. Se sentía feliz ahora sentado entre sus dos hijos mayores. Richard se acomodó en su silla, cruzó los tobillos sobre la piel de oso, y se dispuso a pasar sentado un buen rato. Alguien le trajo una cerveza. Papá sonrió. La vida era bella.
Richard despertó y trató de hacer callar su teléfono, solo para descubrir que el clima local había absorbido toda la humedad de la yema de sus dedos, que no podían conseguir la presión virtual de las diminutas teclas de su interfaz de usuario. Después de lamer y soplar sus dedos pudo humedecerlos lo suficiente para que la máquina los reconociera a regañadientes como carne humana, respondiera a sus órdenes, y guardara silencio.
Buscó a tientas sus gafas de leer y pulsó la tecla de Calendario. Un recuadro verde brotó de la oscuridad e hizo que los vellos blancos de su pecho brillaran como matorrales verdiazules. Enfocó la mirada y leyó la etiqueta: VIAJE: SKELETOR.
Tras ampliar a una escala horaria mayor, vio buenos presagios de color: no había nada rojo para la siguiente quincena, y cuatro sólidos días en verde (el color de los negocios) a la vuelta de la esquina.
El azul era el color de la familia y otras actividades personales. Ayer, por ejemplo, fue una placa azul de dieciséis horas etiquetada RE-U.
Después de VIAJE: SKELETOR había otras enormes placas verdes etiquetadas → IDM, que, como Richard sabía bien, era el código del aeropuerto de la Isla de Man. Luego VASALLAJE D2 y finalmente → MAR.
El rojo era para las visitas médicas y el pago de impuestos. Una semana que estuviera aunque fuese levemente moteada de rojo era un alivio cuando llegaba a su fin. El azul no era tan malo como el rojo, pero tendía a infiltrar regiones vecinas de verde y fastidiarlas. Eran raros los momentos en que el tiempo azul podía convertirse en verde; por ejemplo, ayer cuando se dio cuenta de que Zula debería estar trabajando para la Corporación 9592.
Despertar en modo verde y luego pasarse todo el día así era la única forma de hacer algo. Así que la física del color dictaba que tenía que largarse del hotel sin tener ninguna relación más con la gente de la reunión que ya llenaría el salón de desayunos del Ramada y ocuparía el vestíbulo.
Comprobó por el teléfono y permaneció de pie en absoluto silencio, mirando por la cámara, hasta que ya no pudo ver a ningún Forthrast en miniatura en traje de baño yendo o viniendo de la piscina. Luego salió del motel por una puerta lateral y dirigió el Grand Marquis hacia una gasolinera un kilómetro más abajo, solo para quitarse de en medio claramente. Echó gasolina a la máquina y compró una taza de café y un plátano para el camino. Conectó el GPS de a bordo y empezó a copiarlo con su interfaz de usuario.
El Aparcamiento de tráileres Possum Walk ya no estaba incluido en la base de datos de los «puntos de interés», así que tuvo que contentarse con repasar la región Nodaway del noroeste de Misuri. Como no esperaba ver más que una oficina de correos y tal vez un parque estatal, se sintió desazonado y fascinado cuando apareció un icono a baja resolución de un humanoide de orejas puntiagudas con largas trenzas azules con la etiqueta de REINO DE KSHETRIAE. Una búsqueda posterior le informó que era parte de un complejo superior de temática K’Shetriae que incluía un parque de atracciones y una tienda de saldos. No fue capaz de elegir este lugar como destino y permitió tímidamente que la máquina lo dirigiera hacia la capital del condado.
Al salir de la ciudad, profundamente preocupado por el hecho de que la raza cuasi-élfica conocida como los k’shetriae estuviera imbuida (aunque sin el controvertido apóstrofe) en los chips de memoria de los sistemas de GPS del mundo real, casi se empotró en la parte trasera de lo que hacía las veces de un atasco de tráfico por aquí: compradores del Viernes Negro[01] intentando meter sus vehículos en el aparcamiento, y sus cuerpos por la puerta, del Walmart. En los viejos tiempos habría frenado juiciosamente, deteniendo el enorme vehículo, pero en ese momento sabía que podía confiar en los frenos ABS, así que tan solo pisó el pedal a fondo y esperó. El pedal tembló bajo su pie. La blanca teta de plástico de su taza de café para llevar descargó una burbuja de café y su plátano rebotó como un bumerán en la tapa de la guantera. Richard observó sin pasión ninguna cómo la parte trasera de una camioneta se volvía cada vez más enorme ante su parabrisas, no muy distinta a un artículo de calendario al aparecer en la pantalla de su teléfono. No hubo ninguna colisión. El conductor le hizo un gesto obsceno con el dedo. Un semáforo cambió y el tráfico aceleró. Poco después, Richard se encontró en la interestatal, rumbo al sur. Pronto se aburrió, y pasó a carreteras de dos carriles, para gran decepción de su GPS.
A pesar de su azarosa escapada del Ramada, su cerebro estaba repleto de cosas de la familia. ¡Se había despertado en el color equivocado! Tenía que borrar de su mente todo rastro de azul y conseguir verde pleno antes de llegar a la frontera Iowa/Misuri.
Porque esto no era solo una reunión amistosa. Los detalles de la conversación de hoy, las cosas que se quedaron por decir, o se dijeron de forma equivocada, podrían haber tenido caras consecuencias. El día después de Acción de Gracias podía ser festivo para la mayor parte del país, pero no para Skeletor. La pueblerina costumbre estadounidense de comer pavo no interesaba en absoluto a la clientela hiperinternacional que Richard y él compartían. E incluso sus jugadores americanos, aunque podían haber dedicado unas cuantas horas ayer a las obligaciones familiares, dedicarían la mayor parte del día de hoy a buscar oro virtual y perseguir la gloria vicaria en el mundo de T’Rain, haciendo de este uno de los días más intensos para los servidores de la Corporación 9592 y los administradores del sistema que los mantenían en funcionamiento.
Pero su mente seguía pasando al azul. Era como un puzle en un videojuego: tenía que descubrir qué era realmente lo que le estaba molestando. No eran las Musas Furiosas; después de un breve aullido de furia cuando casi chocó contra la parte trasera de la furgoneta, habían permanecido en silencio durante horas.
En algún lugar en las cercanías de Red Oak, finalmente sumó dos y dos: fue la breve pero incómoda conversación con el pariente político respecto a la Wikipedia.
El contenido de la entrada en Wikipedia no era el tema. Lo que le molestaba a Richard era el simple hecho de que una cosa así existiera y que le hubiera recordado bruscamente un momento en que solo quería ser Dodge y visitar la antigua casa y hacer cosas normales de Iowa.
La entrada en cuestión comenzaba con un resumen de lo que Richard era ahora, y se completaba con detalles biográficos solo cuando parecían relevantes a los misteriosos acosadores/eruditos que compilaban esos documentos. No era lo suficientemente importante, y la entrada era insuficientemente larga, para incluir una sección bibliográfica que cubriera toda la historia de forma narrativa. Cosa que le parecía un error, ya que la única forma de encontrar sentido a lo que era ahora era contar la historia de cómo había llegado hasta ahí.
Cuando pasó aquella piel de oso por los montes Selkirk, lo hizo sin ningún plan (incluso sin un motivo), y desde luego sin mapa. Los montes eran empinados y rocosos. El sol brillaba en ellos como una antorcha. No había arroyos. Los intentos por descender a aquellos valles de frío aspecto quedaron frustrados por la intensidad de la vegetación, llamada «pelaje de perro» por las pocas personas que vivían en estos parajes, al parecer porque hacían sentirse al viajero como una pulga que deambulara por los cuartos traseros de un chucho. Medio loco de hambre y cansancio, atravesó una larga pendiente rocosa que desembocaba en los restos de una mina de plata muerta, y luego bajó por un cinturón de pelaje de perro y, sorprendentemente, llegó a un bosquecillo de viejos cedros. Décadas más tarde aprendería el término «microclima». En ese momento, solo sintió que había atravesado un agujero de gusano para llegar a un húmedo y helado bosque tropical encaramado sobre el Pacífico. El dosel de la vegetación era tan denso que ahogaba el suministro de energía de todo lo que había debajo, así que el lugar estaba piadosamente libre de matorrales, y un arroyuelo corría por el centro desde un manantial situado más arriba en la pendiente. Tal vez fue solo un golpe de calor y una bajada de azúcar en la sangre, pero sintió algo sagrado. Se quitó la mochila y se sentó en el arroyo y dejó que su fría agua explorara sus ropas, se tendió de espaldas, jadeó de frío, se volvió boca abajo, bebió.
Su fantasía de que era el primer humano que ponía el pie en este sitio se quebró momentos después cuando advirtió, a pocos metros del arroyo, los cimientos de una antigua cabaña de una sola habitación. Ahora mismo la ocupaban los restos de su propio tejado. La putrefacción y las hormigas carpintero la habían reducido a una masa de astillas que apartó con sus manos desnudas, hasta que una fría sensación de corte le advirtió que acababa de rebanarse un dedo con algo innaturalmente afilado. Investigando con más cuidado después de vendar el corte, encontró una caja de whisky que había sido reducida a añicos por el desplome del tejado. Había seguido sin saberlo un antiguo sendero de contrabando de whisky de los días de la Prohibición. Esta cabaña era un depósito de contrabandistas.
Lo que funcionó para el whisky debía de funcionar también para la marihuana, e hizo de ello su negocio durante unos cuantos años, a veces viajando en solitario, otras como parte de una caravana pedestre. Les mostró la cabaña de los contrabandistas, y la usaron como campamento base en Estados Unidos. Un kilómetro pendiente abajo había un camino forestal donde podían reunirse con sus distribuidores norteamericanos, una fraternidad de entusiastas de las motos.
En 1977, el presidente Carter concedió la amnistía a los que habían escapado del reclutamiento, así que Richard, finalmente libre para hacer negocios en su país con su propio nombre, cruzó la frontera en un vehículo real para variar y se dirigió al valle de Vado de Bourne, la capital del condado, donde se encontraban los registros de la propiedad. Encontró al dueño de los terrenos donde se hallaba la cabaña y los compró en metálico.
Aunque esto era exactamente el tipo de sutileza en la que podía esperarse que la mente borrega de Wikipedia tropezara, había mucho de su vida posterior que podía explicarse por la obsesión por la tierra que se apoderó de él cuando llegó por primera vez a aquel fresco claro. Con el paso del tiempo, llegó a comprender que probablemente tenía algo que ver con la granja en Iowa y su conocimiento, incluso en esa época, de que dijera lo que dijese la última voluntad y testamento de su padre (se manejaran como se manejasen las cosas después del óbito de su padre), no iba a ser parte de ello. Si quería poseer tierras, tendría que ir y encontrarlas. Y podrían ser unas tierras mejores y más hermosas que la granja de Iowa, pero nunca serían lo mismo: siempre sería un lugar de exilio.
Durante unos años, a finales de los setenta, acarició la idea de poder construir una cabaña en la orilla del Arroyo Prohibición, como había nombrado a aquel riachuelo sin nombre que atravesaba su propiedad, y vivir allí. Pero se estaba mucho más cómodo al norte de la frontera, viviendo en las orillas del lago Kootenay con los bolsillos repletos de billetes de cien dólares, y perdió su deseo de establecerse en el bosque.
Las montañas de aquel rincón de la Columbia Británica estaban repletas de minas abandonadas. Richard y uno de sus amigos moteros, un canadiense llamado Chet, se encandilaron con una de ellas, un lugar donde, cien años antes, un minero alemán con éxito construyó un Schloss estilo alpino cuyos cimientos y paredes de piedra estaban todavía en buen estado. La economía local estaba hecha una mierda a causa del cierre de una fábrica de papel, y todo estaba barato. Chet y Richard compraron el Schloss. Desde el momento en que concibieron esta idea, Richard consideró la propiedad de Idaho como un mero borrador, un ensayo.
A medida que el Schloss se fue convirtiendo en un lugar más asentado y cómodo para vivir, y se transformó en una residencia legítima dirigida por gente que sabía lo que hacía, Richard se encontró con un montón de tiempo libre, que llenó principalmente jugando con videojuegos. En concreto, se enganchó seriamente a un juego llamado Warcraft: Orcos y Humanos y sus diversas secuelas, que acabarían culminando en el enormemente popular juego de multijugadores World of Warcraft. Los años entre 1996 y 2006 fueron su Década Perdida, o al menos eso es lo que habría considerado si no lo hubieran conducido a T’Rain. Su peso ascendió hasta niveles casi fatales hasta que descubrió el truco de jugar mientras caminaba (muy lentamente, al principio) por una cinta sin fin.
Como muchos jugadores serios, Richard se sumió en la costumbre de adquirir piezas de oro virtual y otros artículos deseados a los granjeros de oro chinos: jóvenes que se ganaban la vida jugando y acumulando armas virtuales, armaduras, pócimas y lo que fuera que pudiese ser vendido a compradores americanos y europeos que tuvieran más dinero que tiempo.
Que una industria semejante pudiera existir le pareció extraño e improbable hasta que leyó un artículo donde se calculaba que el tamaño de la economía mundial del oro virtual oscilaba entre los mil y los diez mil millones de dólares al año.
Así que, al haber llegado a un lugar donde no tenía más mundos virtuales que conquistar (su personaje había conseguido un estatus cuasi-divino y podía hacer cualquier cosa que se le antojara), empezó a pensar en este como una seria propuesta comercial.
Era aquí donde la entrada de la Wikipedia lo confundía todo al poner demasiado énfasis en el blanqueo de dinero. El Schloss estaba dando beneficios y aumentaba su valor y le daba alojamiento y comida gratis, así que a estas alturas habían pasado años desde que Richard pensó por última vez en todos sus billetes de cien dólares sin gastar. En sus años mozos, cierto, había pasado tanto tiempo preocupándose por blanquear dinero que había desarrollado cierto olfato para los movimientos de dinero subterráneos, como uno de esos zaoríes que podían supuestamente encontrar agua caminando con un palo ahorquillado. Así que, sí, la economía del oro virtual cuasi-subterránea le resultaba inherentemente fascinante. Pero T’Rain no tenía nada que ver con que blanqueara unos cuantos sacos de billetes de cien.
Los videojuegos eran una droga más adictiva que ningún producto químico, como acababa de demostrar tras pasar diez años practicándolos. Ahora había llegado a descubrir que también eran una especie de moneda de cambio. Entendía de esas dos cosas (las drogas y el dinero). La tercera pata del trípode, entonces, era su pasión por los bienes raíces. En el mundo real, quedaba siempre limitada por las restricciones físicas del planeta en el que estaba atrapado. Pero en el mundo virtual, los únicos límites eran la ley de Moore, que seguía proyectándose en la distancia exponencial.
Cuando unió esos tres elementos, todo se desarrolló con rapidez. Tras aislar las salas de chat para comunicarse con granjeros de oro de habla inglesa, confirmó sus sospechas de que muchos de ellos tenían problemas para expandir sus negocios por una incapacidad crónica de transferir fondos a China. Se asoció con Nolan Chu, el jefe de una compañía de juegos chinos, patológicamente emprendedor y obsesionado con encontrar un modo de poner a trabajar el talento creador chino creando un nuevo juego online para multijugadores masivo. Durante una épica serie de intercambios MI y llamadas por Skype, Richard consiguió convencer a Nolan de que había que construir primero el sistema de fontanería: había que resolver el sistema de flujo de dinero. Terminado eso, todo lo demás vendría después. Y así, aprendiendo sobre la marcha, elaboraron un sistema en el que Richard actuaba como extremo norteamericano de una tubería de dinero, aceptando pagos por PayPal de adictos a WoW americanos y canadienses, y enviando luego por FedEx billetes de cien dólares a Taiwán, donde el dinero se blanqueaba a través de la red de pagos subterránea filipina y acababa por ser transferidos de cuentas bancarias taiwanesas a la cuenta de Nolan en China, de donde podía pagar a los granjeros de oro en especias locales.
Este bizantino acuerdo, cuyas complejidades, pintorescos modos de error, multinacionales ilegalidades, y reparto de personajes oscuros todavía, todos estos años más tarde, hacía que Richard despertara bañado en sudor de vez en cuando, era solo un puente para una aventura más sana y estable: Richard y Nolan cofundaron una compañía cuyo propósito era construir el nuevo y completamente original juego de los sueños de Nolan basándose en el sistema de blanqueo financiero que Richard ahora se sabía capaz de construir.
Cuando su discusión por el nombre de la compañía consumió más de los quince minutos que Richard consideraba que se merecía, se sacó del bolsillo unos dados de Dragones & Mazmorras y los lanzó para generar el número aleatorio 9592.
El juego que construyó la Corporación 9592 tenía un puñado de rasgos novedosos, pero para Richard su innovación fundamental era que lo construyeron de cero para que fuese amistoso hacia los granjeros de oro. Las granjas de oro habían sido un producto residual no deseado, un epifenómeno de los primeros juegos, que habían hecho todo lo posible por suprimir la práctica, incluso hasta el punto de que el gobierno chino llegó a prohibir esas transacciones en 2009. Pero en opinión de Richard, toda industria que estuviera entre los mil y los diez mil millones de dólares al año se merecía más respeto. Permitir que esa cola sacudiera al perro solo podía llevar a un aumento de ingresos y lealtad de los clientes. Solo fue necesario estructurar la economía virtual del juego en torno a la certeza de que los granjeros de oro lo colonizarían en gran número.
Sintió a un nivel primario, casi olfativo, que el juego solo podía tener el éxito que le procurara la estabilidad de su moneda virtual. Esto lo llevó a investigar la historia del dinero y en especial del oro. Descubrió que el oro se consideraba una fuente de valor fiable porque extraerlo del suelo requería cierta cantidad de esfuerzo que tendía a permanecer estable a lo largo del tiempo. Cuando se descubrían nuevos depósitos de oro fáciles de extraer, o se desarrollaban nuevas tecnologías mineras, el valor del oro tendía a caer.
No hacía falta ser muy listo, entonces, para comprender que el valor del oro virtual en el mundo del juego podía estabilizarse de una manera directamente análoga: obligando a los jugadores a gastar cierta cantidad de tiempo y esfuerzo a extraer cierta cantidad de oro virtual (o de plata, o de diamantes, o de otros diversos elementos y gemas míticos y mágicos que los Creativos añadieran más tarde al mundo del juego).
Otros juegos online lo hacían por decreto. Las piezas de oro se guardaban en mazmorras protegidas por monstruos. Cuanto más poderoso fuera el monstruo, más oro guardaba. Para conseguir el oro, tenías que matar al monstruo, y construir un carácter lo suficientemente poderoso para tal misión requería tiempo y esfuerzo. El sistema funcionaba bien, pero al final, la decisión de dónde se colocaba el oro y cuánto esfuerzo era necesario para ganarlo era solo una decisión arbitraria hecha por un friki en un cubículo perdido en alguna parte.
La loca idea de Richard era eliminar la posibilidad de esos tejemanejes con la posibilidad de que el oro virtual emanara de los mismos procesos geológicos básicos que en el mundo real. Los mismos, excepto que serían numéricamente simulados en vez de suceder de verdad. Mientras curioseaba por Internet, descubrió la sorprendente y reveladora web de P. T. Plutón Olszewski, entonces un chico de veintidós años, hijo de un geólogo que trabajaba para una compañía petrolífera en Alaska y que estudiaba en casa más allá del Círculo Polar Ártico recibiendo clases de su padre y de su madre, experta en matemáticas. Plutón, una personalidad típica de «pequeño profesor» con síndrome de Asperger atrapada ahora en el cuerpo bastante hirsuto de un explorador canadiense, se había pasado un montón de tiempo jugando a videojuegos e hirviendo de ira por su pedestre tratamiento de la geología y la geografía. Sus masas de tierra no parecían masas de tierra reales, al menos para Plutón, que podía sentarse a mirar una montaña durante una hora. Y así, básicamente como acción de protesta, casi como un acto de desobediencia civil contra toda la industria de los videojuegos, Plutón montó una web que mostraba los resultados de algunos algoritmos que había creado para generar masas de tierra imaginarias que estuvieran al nivel de sus exigencias de realismo. Lo que significaba que todos los matices del terreno abarcaban una historia simulada de cuatro mil quinientos años de placas tectónicas, química atmosférica, efectos biogénicos, y erosión. Naturalmente, una persona corriente no podía distinguirlos de las masas de tierra arbitrarias usadas como fondo en los videojuegos, así que en ese sentido los esfuerzos de Plutón eran perfectamente inútiles. Pero a Richard no le importaba la piel del mundo de Plutón. Le importaban sus huesos y sus tripas. Lo que le interesaba mucho era lo que un enano imaginario fuera a encontrar cuando alzara una pala virtual y empezara a excavar en la falda de una montaña. En un videojuego convencional, la respuesta era literalmente nada. La montaña era solo una superficie, más fina que el papel maché, sin ningún interior. Pero en el mundo de Plutón, el primer bocado de la pala revelaría el suelo subyacente, y la composición de ese suelo reflejaría su procedencia en el crecimiento estacional y el deterioro de la vegetación y la erosión secular de lo que hubiera más arriba en la montaña, y cuando el enano cavara lo suficiente encontraría el lecho de roca tras el suelo, y el lecho de roca tendría una composición mineral concreta, y sería sedimentario o ígneo o metamórfico, y si el enano tenía suerte podría contener cantidades utilizables de oro o plata o hierro.
Compraron su IP. Plutón se mudó a Seattle, donde encontró alojamiento en unas instalaciones especiales para personas con desórdenes en el espectro autista. Se puso a trabajar en la creación de todo un planeta. TERRAIN, la gigantesca amalgama de código informático que había creado él solito en la cabaña de sus padres en las montañas Brook, dio su nombre a T’Rain, el mundo imaginario donde la Corporación 9592 estableció su nuevo juego. Y con el tiempo T’Rain se convirtió también en el nombre del juego.
Cerca de Red Oak la carretera pasaba ante un centro comercial anclado junto a un Hy-Vee, una cadena de supermercados local. Como muchos de los Hy-Vees más grandes, este tenía un restaurante adyacente junto a la entrada principal, donde los jubilados locales iban por las mañanas a disfrutar el desayuno especial de 1,99 dólares. Richard, considerándose al menos durante la siguiente media hora como una especie de jubilado aspirante, aparcó el Grand Marquis en uno de los muchos espacios disponibles y entró.
Esperaba colores brillantes y sencillos, cosa que habría sido común en los restaurantes Hy-Vee de su juventud. Pero este tenía un decorado post-Starbucks, lo que significaba que no había colores primarios, siendo todo de color terroso, confortable, medido al milímetro. Grandes camionetas humeantes rodaban lentamente más allá del escaparate, aumentadas, como muñecos Lego, con equipo adosado. Tarimas de gigantescas bolsas de sal se apilaban delante de las ventanas como fortificaciones improvisadas. En las mesas, un solitario contratista general iba pasando mensajes en su teléfono. Los camioneros de largas barbas, anchos tirantes y amplias barrigas, observando y conversando. Empleados uniformados del supermercado en el descanso del café con sus cónyuges. Chicas de pueblo con los ojos pintados como mapaches, incapaces de comprender que eso no funcionaba con las rubias pálidas. Mexicanos encogidos y vagamente furtivos. Jubilados mostrando el buen humor de quienes, diez años antes, habían aceptado el hecho de que podían morirse cualquier día. Unos cuantos clientes más jóvenes, y algunos caballeros con mono de peto, concentrados en sus portátiles. Richard se acomodó en una mesa, pidió dos huevos con beicon y pan de trigo, y sacó su propio portátil del macuto.
La pantalla de inicio de T’Rain estaba claramente fusilada de lo que veías cuando conectabas con Google Earth. Richard no sentía ninguna culpa por eso, ya que se había enterado de que Google Earth, a su vez, estaba basado en una idea de una antigua novela de ciencia ficción. El planeta T’Rain flotaba en el espacio ante un fondo de estrellas. Las posiciones de las estrellas estaban generadas al azar, un hecho que volvía loco a Plutón. De cualquier forma, el planeta entonces empezaba a rotar y se acercaba mientras el punto de vista de Richard atravesaba la atmósfera, que mostraba formaciones nubosas de aspecto realista. Las formas de los continentes y las islas empezaban a adoptar tridimensionalidad. Manchas de nieve aparecieron en las alturas. Aparecían olas en las superficies acuáticas, se veía moverse a los ríos. Ciudades, ciudadelas y palacios se volvían visibles. Algunos habían sido presuministrados en la concepción de T’Rain, y por tanto contenían gran número de historias. Otros habían sido construidos por personajes-jugadores durante el Preludio, un periodo de tiempo acelerado que había ocupado el primer año de calendario de la existencia de T’Rain, y otros estaban siendo construidos ahora, aunque mucho más despacio ya que el mundo del juego se había adaptado al tiempo real. En este momento, el principal personaje de Richard estaba holgazaneando en una fortaleza a medio terminar en un sistema de fortificaciones que, en esta parte de T’Rain, era más o menos análoga a la Gran Muralla china, en el sentido de que todo al norte de ella estaba dominado por jinetes arqueros con malas pulgas.
Richard no se había conectado desde el miércoles por la tarde. Durante las treinta y seis horas intermedias, la misma cantidad de tiempo había pasado en el mundo virtual de T’Rain, lo que significaba que el personaje de Richard tenía que haber estado haciendo algo durante ese día y medio… algo tranquilo, inocuo e intrascendente, como dormir. Y de hecho, según el minidiario que ahora quedó superpuesto sobre la visión del mundo, el personaje, que se llamaba Fudd, había dormido durante ocho horas, se había pasado diecisiete despierto, había dormido otras ocho, y se había levantado de la cama hacía tres horas. Durante las horas que había permanecido despierto, sin ninguna intervención por parte de Richard, Fudd había consumido un total de cuatro comidas, que ocuparon dos horas, y había dedicado el tiempo restante a «meditar» y «entrenar», lo cual había tenido el efecto de hacer a Fudd un poco más poderoso a nivel mágico y un poco mejor pateando culos (y no es que necesitara mucha mejora en ninguno de los dos apartados). Todas las razas y tipos de personajes en T’Rain tenían esas conductas automáticas. Algunas, como dormir y comer, eran compartidas por todos. Otras eran específicas de ciertos tipos de personajes. Como Fudd era una especie de mago guerrero, sus «botductas» eran la meditación y el entrenamiento. Si hubiera sido minero, su botducta habría sido excavar oro, y cada vez que Richard conectara con ese personaje habría observado una cantidad ligeramente superior de polvo de oro en su faltriquera.
Naturalmente, ser un mago guerrero tenía mucho más valor de entretenimiento que ser minero. Los jugadores seleccionaban sus tipos de personajes según ese baremo. De cualquier manera, toda la economía virtual se vendría abajo a menos que los mineros excavaran el oro y los otros materiales que Plutón había esparcido por el mundo, y por eso los personajes mineros tenían que existir en gran número para que todo funcionara. La Corporación 9592 había logrado crear un juego que fuera divertido de la siguiente forma:
Al crear estas prestaciones y retocarlas durante el primer par de años de existencia de T’Rain, Richard y Nolan habían conseguido la no demasiado fácil hazaña de crear un juego masivo de multijugadores tan accesible al importantísimo mercado adolescente chino como a los rollizos maduros occidentales que dependían de esos adolescentes chinos para conseguir oro virtual. Desde un punto de vista, los occidentales se divertían más, ya que podían conseguir piezas de oro y usar ese dinero virtual para financiar espectaculares proyectos de construcción y guerras que estaban simplemente fuera del alcance de los chavales chinos. Pero por otro lado, esos chavales chinos estaban ganando dinero: jugar, para ellos, era una fuente de ingresos en vez de un gasto, y la mayoría estaba perfectamente feliz con el acuerdo.
Todo lo cual se encuadraba bajo la categoría general de «fontanería»; era lo que Richard había descubierto muy pronto en el proyecto, el requisito previo para que fuera un negocio capaz de mantenerse a sí mismo. Le fascinó tanto el material descarnado, como las botductas de los manipuladores de fuelles, que se olvidó de prestar suficiente atención a los rasgos del mundo que serían más obvios, y por tanto más importantes, a los clientes. El código generador del mundo de Plutón era alucinante. El plan de estabilización de moneda de Richard (una vez contratadas un par de personas que sabían de tensores) estaba elaborado con más detalles que los planes similares de las monedas reales. Y el código subyacente escrito por los programadores de Nolan para mantener en marcha todo el sistema estaba tan bien preparado como cualquiera en la industria. Pero con todo y con eso, no tenían un mundo. Todos los mineros y arqueros a caballo y lo que fuese eran solo maniquíes sin rostro. T’Rain no tenía razas, ni culturas, ni arte, ni música, ni historia. Ni héroes.
Para proporcionar todo eso, necesitaban lo que en el negocio eran conocidos como Creativos.
Parecía lógico que sus primeros Creativos fueran escritores, ya que su trabajo informaría al de los artistas y compositores y arquitectos que serían contratados luego. Habían contratado al profesor Donald Cameron, catedrático decano de Cambridge y escritor de libros de fantasía muy bien considerado, para que esbozara unos cuantos marcadores generales. Pero Decano Donald, o D-al-cuadrado como inevitablemente se referían a él en todas las comunicaciones internas, estaba bajo contrato, en ese momento, para entregar los volúmenes 11 al 13 de su trilogía de la Balada del Rey de Invierno, y Richard necesitaba tener un montón de material escrito a toda prisa.
Y por tanto, con la presión del tiempo (el lanzamiento estaba a menos de un año vista), Richard ideó el Programa de Escritores Residentes de la Corporación 9592.
Años más tarde, se asombraría por la ingenuidad de todo aquello. Resultó que a los escritores les gustaba tener residencias. Una vez alojados, fue casi imposible echarlos.
Devin Skraelin fue el tercer escritor contactado. Las negociaciones con los dos primeros se endurecieron por diversas arcanas subcláusulas relativas a los medios para las que sus abogados carecían del necesario equipo mental. A esas alturas Richard estaba desesperado, pero resultó que igual estaba Devin. Como escritor de fantasía no estaba muy bien considerado («no se le puede llamar profundamente mediocre sin extender tanto el miembro crítico que acaba por tumbarlo en el suelo», «tan derivativo que el lector pierde la pista de a quién está copiando», «decir que tiene oído de plomo sería despotricar de un ciudadano inocente de la tabla periódica de los elementos»), pero era tan obsesivamente prolífico que se había visto obligado a idear tres pseudónimos y establecer cada uno de ellos en una editorial distinta. Y a estas alturas del juego lo que Richard necesitaba era a alguien prolífico. A principio de su carrera Devin se había establecido en un aparcamiento de tráileres en Possum Walk, Misuri, porque de algún modo había decidido (eso fue antes de Internet) que era el lugar más barato donde vivir en Estados Unidos al norte de la línea Mason-Dixon. Se había negado a hablar con abogados (cosa que le venía bien a Richard, en este punto) y se negaba a viajar, así que Richard fue a verlo en persona, decidido a no salir del tráiler sin un contrato firmado en la mano.
Lo sucio y escuálido que era aquel tráiler, y cuánto pesaba Devin, se había exagerado enormemente desde entonces por parte de los detractores que Devin tenía en la comunidad de fans de T’Rain. Era cierto que su reticencia a viajar tenía mucho que ver con el hecho de que no encajaba cómodamente en un asiento de avión, pero eso le pasaba a mucha gente. No era cierto, por lo que Richard podía decir, que se hubiera vuelto demasiado obeso para caber por la puerta de su tráiler. Más tarde, cuando el dinero empezó a llegar, Devin se mudó a un Airstream para poder ser remolcado por todo el país sin ninguna interrupción en su plan de escritura… no porque fuera físicamente incapaz de dejarlo. Richard había visto el Airstream. Su puerta era de anchura normal y sus instalaciones sanitarias no más grandes que las de cualquier otro vehículo, por lo que Devin usaba ambas cosas, si no rutinariamente… bueno, cuando tenía que hacerlo.
Todo eso era irrelevante ahora. Richard había compartido con Devin el truco de trabajar (o al menos de jugar) mientras caminaba sobre la cinta sin fin, y Devin se lo había tomado demasiado a pecho. La obesidad no le había resultado un problema durante mucho tiempo. Antes al contrario. El nombre Skeletor tenía al menos cuatro años de antigüedad. Había una página web donde podías seguir su ritmo cardiaco, y el número de kilómetros que había hecho ese día, en tiempo real. Amablemente reconocía que Richard le había salvado la vida al hablarle de la cinta sin fin, y Richard sin mucha amabilidad se preguntaba si había sido tan buena idea.
Fudd tenía una docena de vasallos, cada uno de los cuales tenía otra docena: suficientes para mantenerlo. Su señor era otro personaje que Richard poseía, y con el que no jugaba muy a menudo. Como no tenía ninguna responsabilidad concreta, Fudd había estado holgazaneando en un rincón de su fortificación, diseñada como Casa Capitular, lo cual solo significaba que era un lugar seguro para aparcar a los personajes de su tipo, y para practicar sus botductas, durante horas, días o incluso semanas seguidas mientras sus jugadores no estaban conectados. En la jerga del juego se llamaba una zona hogar o simplemente ZH, por analogía con los juegos infantiles. Para un minero la ZH era una mina con su cantina y sus dormitorios, para un campesino, una granja, etcétera. Los caballeros magos-guerreros como Fudd tenían ZH más bonitas y más caras en forma de Casas Capitulares, la mayoría de las cuales eran genéricas y servían a cualquier personaje de ese tipo general, y unas cuantas estaban limitadas a órdenes específicas, por analogía a los Caballeros de Malta, los Caballeros del Temple y demás de la tradición terrestre. Alrededor de las ZH se había desarrollado todo un conjunto de reglas y convenciones. Eran necesarias para mantener la verosimilitud del juego. No podías tener a personajes borrándose de la existencia cuando la conexión Internet de sus jugadores se cortaba o su madre insistía en que desconectaran, y por eso la mayoría de los personajes trataba de que sus personajes volvieran a una ZH cuando era la hora de dejar de jugar. En casos de fuerza mayor (por ejemplo, un corte de línea, o mamá cerrando el portátil sobre los dedos del jugador), el personaje se sumía en modo de inteligencia artificial (IA) e intentaba transportarse automáticamente a una ZH. Esto era fácil para los personajes de alto nivel con acceso al sistema de línea ley (la versión de T’Rain de la teleportación), y para los personajes de bajo nivel que nunca se alejaban de la mina o de la granja de todas formas, pero los de nivel medio tenían que caminar o cabalgar durante largas distancias para volver a una ZH. Trotando como zombis, eran presa fácil para bandidos y enemigos. Nolan lo había establecido así para desanimar a los jugadores a desconectar sin más cuando sus personajes estaban metidos en un lío.
De todas formas, ahora que Richard tenía el control, era seguro que Fudd saliera de la Casa Capitular, así que Richard pulsó su teclado y el mago guerrero de blanca barba se sacudió de su pose meditabunda y se dirigió a la salida de la ZH. El camino de salida pasaba por la taberna donde Fudd había estado comiendo en ausencia de Richard. El tabernero tenía correo para él: pagos de su red de vasallos, que fueron a la faltriquera de Fudd. De ahí pasó a una especie de sala de armas y asambleas, una zona de transición entre la ZH y el mundo exterior. Fudd rechazó una invitación de un trío de personajes que habían calculado que era decentemente poderoso y querían que se uniera a ellos en una especie de partida incursora. Para muchos que jugaban a este tipo de juegos, lo importante era ir de saqueos y aventuras en compañía de los amigos de uno (o, si no había más remedio, con desconocidos). Richard siempre se había sentido más inclinado a tener misiones en solitario. En vez de explicarles nada, simplemente usó un hechizo mágico para volverse invisible. Burdo, pero efectivo. Furiosos «¿WTF?»02 aparecieron en la interfaz del chat mientras salía por la puerta.
De todas formas, Fudd no iba en busca de aventuras. Richard no tenía tiempo para eso. Solo quería recorrer un poco el mundo y ver qué estaba pasando. Lo hacía mucho últimamente. Algo estaba cambiando; había una especie de transición de fase en marcha en la sociedad del juego. Richard no sabía mucho de transiciones de fase, aparte de que era lo que sucedía cuando se derretía el hielo. Sin embargo, trabajar en la Corporación 9592 lo había puesto en contacto con un número tan grande de empollones con grados avanzados que ahora comprendía que «transición de fase» era una expresión tan enormemente portentosa que estos tipos solo la empleaban cuando querían que otros empollones se irguieran en sus asientos y tomaran nota. De repente sucedía algo: no podías distinguir exactamente por qué. O tal vez (una idea aún más preocupante), ya había sucedido algo y era demasiado obtuso, demasiado fuera de la realidad, para pillarlo. Por eso existía Fudd. Richard tenía otros personajes en T’Rain que controlaban enormes redes de vasallos y poseían poderes cuasi-divinos, pero por ese mismo motivo nunca tenía que participar en las mismas misiones de bajo nivel y las búsquedas de dinero en la que la mayoría de los clientes pasaba casi todo su tiempo. Fudd era lo suficientemente poderoso para moverse por el mundo sin tener que morir y saltar cada diez minutos, pero no tan superpoderoso para no tener que trabajar en él.
Invisible, Fudd correteó por el patio de la fortaleza, que era la sede de un bazar o un mercado donde había varios puestos: un armero, un herrero, un vinatero, un prestamista. Escuchó a este último durante un momento para asegurarse de que no estaba pasando nada raro con los tipos de cambio. No pasaba nunca. El sistema de fontanería de Richard funcionaba bien. Algo en el departamento de Devin podía estar jodido, pero la Corporación 9592 seguía ganando dinero.
Los personajes que dirigían los puestos del mercado, y los clientes que los frecuentaban, se dividían en tres grupos raciales: anthrons, que eran humanos corrientes: k’shetriae, que eran elfos renombrados; y dwinn (originalmente d’uinn antes de que el Apostrofecalipsis alterara para siempre la tipografía de T’Rain), que eran enanos renombrados. En el mundo existían otros tres grupos raciales, pero no estaban representados aquí, porque esos otros tres grupos estaban asociados con el Mal, y esto era un fuerte fronterizo en el lado del Bien de la frontera. Los k’shetriae y los dwinn eran generalmente buenos. Los anthrons podían oscilar entre las dos cosas, aunque los que había aquí (a menos que fueran espías del Mal), eran buenos.
No vio nada nuevo en este lugar. Invocó un hechizo flotador. Fudd levitó en el aire por encima del patio de la fortaleza y contempló a las dos docenas de personajes del mercado.
Un proyectil pasó bajo él, arqueándose hacia el patio desde el exterior de la muralla. Aterrizó sin causar daños en el suelo. Richard acercó su visión y pasó por encima. La cosa era azul cobalto y tenía una forma rara. Al acercarse pudo ver que se trataba de una flecha: la punta y la pluma eran enormes y exageradas, el astil demasiado grueso. Había que modelarlas así para que fueran visibles. Las pantallas, incluso las modernas de alta resolución, no podían mostrar una flecha que se moviera rápido desde treinta metros de distancia de un modo que fuera detectable por el ojo humano, y por eso un montón de proyectiles y otras piezas pequeñas del juego (tenedores y cucharas, monedas de oro, anillos, cuchillos) estaban hechos con ese estilo grande y torpe, como las armas de gomaespuma que empuñan los frikis en los juegos de rol en vivo.
Esta flecha, sin embargo, era aún más gruesa y con un aspecto más estúpido que de costumbre, y cuando Richard se centró en ella, vio por qué: tenía un pergamino de papel amarillo enrollado en el astil, atado con un lazo rojo. La interfaz la identificó como una FLECHA MENSAJERA TATAN.
Ganó altura y miró hacia el norte para descubrir una formación de arqueros a caballo tatan que daban brincos, desafiando a la población del fuerte a hacer una salida y disparaban flechas mensajeras en altos arcos parabólicos. Probablemente arqueros chinos, cada uno dirigiendo una docena de personajes a la vez; los arqueros a caballo tenían botductas que facilitaban manejarlos en escuadrones. A Richard le ofendió su esquema de colores. No tenía que consultar con Diana (la zarina del color de la Corporación 9592 y la última de las Musas Furiosas) para saber que estaba viendo un ejemplo claro de deriva en la gama de colores.
Los arqueros dispararon una última andanada de flechas y luego se volvieron; el fuego de las ballestas desde el parapeto de la fortaleza ya había abatido a varios de ellos. Richard volvió su atención al patio, solo para ver si alguno de los personajes de allí abajo había sido alcanzado por una flecha mensajera. No lo había sido ninguno; pero uno de ellos se había acercado a investigar una flecha caída en el suelo. Mientras Richard miraba, la recogió. Richard se situó encima. El nombre del personaje era Barfuin y era un guerrero k’shetriae de logros modestos. Tras hacer doble clic para obtener un resumen más detallado de Barfuin, Richard fue recompensado con un cuadro de estadísticas y un retrato de medio cuerpo. No pudo dejar de sorprenderle la similitud entre Barfuin y el espantoso icono k’shetriae a baja resolución que había aparecido en la pantalla de su GPS esta mañana, cuando intentaba localizar los puntos de interés de la zona de Nodaway. El hecho más obvio era que ambos tenían el pelo azul. Lo cual suponía otra deriva de color. Cerró el portátil y lo hizo a un lado, porque una camarera se acercaba con sus huevos con beicon.
Si iban a ser k’shetriae y dwinn, y si Skeletor y Don Donald y sus acólitos iban a obstruir los canales de distribución de la industria editorial con obras de ficción que detallaran hazañas históricas que se remontaban a miles de años atrás, era necesario que esas dos razas fueran distintas en lo que los arqueólogos llamarían sus culturas materiales: sus ropas, arquitectura, artes decorativas, etcétera. Para ello, la Corporación 9592 había contratado a artistas y arquitectos y músicos y diseñadores de ropa para crear esas culturas materiales consistentes con la «biblia» de T’Rain tal como la habían trazado Skeletor y Don Donald. Y eso había funcionado bien en el sentido en que cada nuevo personaje venía con esa cultura material incluida: sus ropas, sus armas, sus ZH estaban todas extraídas de esos libros de estilo. Pero era necesario dar a los jugadores cierta libertad en el estilo de sus personajes, porque les gustaba expresarse y mostrar algo de individualidad. Así que había una interfaz para ello. La capa k’shetriae podía hacerse con un tejido de un solo color, con bordes de otro, y pespuntes de un tercero. Pero los tres colores tenían que ser seleccionados a partir de una gama de color, y esa gama la había elegido Diane. Así que en los primeros años del juego, fue fácil distinguir las razas y los tipos de personajes desde lejos solo con los colores que vestían.
Entonces alguien descubrió que se podía hackear el sistema de gamas y posteó un nuevo software que daba a los jugadores la capacidad de cambiar las gamas de color oficiales de Diane por las que ellos crearan para encajar con sus propios gustos. La Corporación 9592 reaccionó con lentitud, y por eso esta costumbre se hizo popular y se difundió mucho antes de que pudieran reunirse para tratar el tema. A esas alturas, algo así como un cuarto de millón de personajes habían sido customizados usando gamas no oficiales, y no había modo de volver a cambiar los colores sin fastidiar enormemente a los usuarios. Así que Richard decidió que la compañía miraría hacia otro lado.
Cosa que casi había que hacer, tan feas eran muchas de las gamas de color que la gente acababa usando. La cosa se puso tan mal que al final hubo un efecto rebote. La tendencia en el último año había sido volver a la gama de colores de Diane. Pero aparte de eso, parecía que estaba teniendo lugar un fenómeno aún más extraño, y es que la gente usaba los colores de Diane con solo leves modificaciones. Estas gamas de colores que eran las de Diane pero no del todo estaban siendo posteadas e intercambiadas en las páginas de los fans. Los jugadores las descargaban y luego hacían sus propias pequeñas modificaciones y las volvían a postear en algún otro lugar. Como un color, para un ordenador, era solo una cadena de tres números (un punto 3D, si querías verlo de esa forma) dibujabas diagramas que mostraban la migración de gamas a través del espacio de colores. A lo largo del verano, Diane había contratado a un interino para que desarrollara algunas herramientas de visualización para comprender este fenómeno de la deriva de gamas de color, y luego durante los dos últimos meses había dedicado un montón de horas a toquetear esas herramientas y enviar a Richard e-mails «de la máxima urgencia» sobre las tendencias que estaba observando. Otro ejecutivo habría reprogramado su filtro anti-spam para que dirigiera esos mensajes al espacio interestelar, pero a Richard en realidad no le importaba, ya que esto era un ejemplo perfecto de la mierda hiperarcana que emplearía para justificar ante los accionistas su continua implicación en la compañía, si alguno de ellos se molestaba en preguntar. Sin embargo, estaba teniendo dificultades para poner el dedo en lo que era importante. Diane estaba convencida de que las gamas de color no se extendían de forma caótica sino que convergían lentamente unas hacia otras en el espacio del color, agrupándose en regiones que definía como «atractores» (un término prestado de la teoría del caos).
Mientras cortaba el huevo y veía la yema color neón extenderse por el plato, Richard reflexionó. Alzó la cabeza y contempló el Hy-Vee. Era un buen lugar para recordar que las gamas de color estaban por todas partes, que gente como Diane trabajaba en muchas empresas, eligiendo los esquemas de color que mejor encajaran para llamar la atención de los mercados objetivos. Mientras miraba desde el pasillo de cereales (colores cálidos para ciudadanos con problemas de colon) a los pasillos de las cajas (brillantes bombas de azúcar al alcance de los niños en carrito), vio una especie de deriva de colores en acción allí mismo. Estaba demasiado lejos para leer las etiquetas de las cajas, pero todavía pudo extraer ciertas inferencias sobre qué tipo de clientes se buscaba aquí.
Hubo una pequeña interrupción cuando el reflejo gastrocólico se apoderó de él. Mientras volvía del servicio de caballeros, Richard miró por encima del hombro de un granjero (a juzgar por sus ropas) de unos cincuenta y tantos años que estaba sentado solo ante una mesa, ignorando un tazón frío de café y jugando a T’Rain. Richard redujo el paso y curioseó lo suficiente para establecer que el personaje del granjero era un guerrero dwinn enzarzado en un combate en las alturas con las criaturas parecidas al Yeti conocidas como t’kesh. Y, con respecto a la gama de colores, este cliente jugaba bien: algunos de sus accesorios eran un poquito chillones, pero en su mayor parte todos los tonos de su conjunto habían sido elegidos por Diane.
Regresó a su mesa y llamó a Corvallis Kawasaki, uno de los hackers de Seattle. Reflejando la división natural de habilidades entre Nolan y Richard, la mayor parte del trabajo de programación de la Corporación 9592 se hacía en China, pero la oficina de Seattle tenía departamentos que dirigían el negocio, hacían buena la vida para los Creativos, y se encargaban de lo que generalmente era conocido como Cosas Raras y la gente rara que las hacía. Plutón era la Prueba A, pero había muchos otros proyectos arcanos en I+D que se llevaban a cabo en Seattle, y Corvallis participaba en varios de ellos.
Mientras marcaba el número de Corvallis, Richard comprobó las direcciones IP del router wi-fi del Hy-Vee.
—Richard —fue como Corvallis respondió al teléfono.
—C-plus. ¿Cuántos jugadores llegan desde 50.17.186.234?
Tecleó.
—Cuatro, uno de los cuales pareces ser tú.
—Hmm, son más de lo que pensaba.
Richard echó un vistazo al restaurante y encontró a uno de los otros: un chico de veintipocos años. El cuarto fue más difícil de detectar.
—Uno de ellos está soltando un montón de paquetes. Mira fuera —sugirió Corvallis.
Richard miró por la ventana y vio un cuatro por cuatro aparcado en el espacio reservado para discapacitados, y a un hombre sentado en el asiento del conductor, la cara iluminada por un escenario grotescamente virado en los colores de la pantalla de su ordenador.
—Uno de ellos es un dwinn que combate a un t’kesh.
—Lo acaban de matar.
Richard alzó la cabeza y comprobó que el granjero apartaba disgustado la mirada de la pantalla. Extendió la mano hacia la taza de café y se dio cuenta de lo frío que estaba. Entonces miró la hora.
—¡Este tipo merece un estudio! —dijo Richard.
—¿Qué quieres saber?
—Demografía general.
—Su valor e ingresos en la red son extrañamente altos, considerando que estás en algo llamado Hy-Vee en Red Oak, Iowa.
—Es granjero. Tiene tierras y equipo que valen un montón de dinero. Recibe buenas subvenciones federales. Esa es la causa.
—Tiene una licenciatura.
—Apuesto a que es perito agrónomo.
—Ha comprado diecisiete libros en lo que va de año.
Richard comprendió que se refería a libros temáticos de T’Rain comprados en la tienda online.
—¿Todos de D-al-cuadrado?
—Acertaste. ¿Cómo lo sabías?
—Le pega.
Corvallis tecleó.
—Muy bien —dijo—, parece un dwinn bastante normalito.
—Exactamente lo que pensaba.
—¿Y eso?
Richard sacó el mantelito de papel de debajo de su plato y le dio la vuelta. Se sacó un portaminas del bolsillo de la camisa, dibujó una línea vertical en el centro y luego posó la punta del utensilio en el encabezado de una de las columnas.
—¿Richard? ¿Sigues ahí?
—Estoy pensando.
En realidad, no estaba seguro de que «pensar» fuera la palabra adecuada para lo que estaba pasando por su cabeza, ya que eso implicaba algún tipo de procedimiento ordenado.
Había ciertas percepciones que penetraban las preocupaciones del día a día y las confusiones del tiempo como flechas mensajeras a través de la oscuridad, y una de esas acababa de golpearle en la frente: un recuerdo de una escena de un mundo genérico de fantasía, no Tolkien sino algo derivado de Tolkien, al estilo de lo que habría creado Devin Skraelin. Lo habían pintado en el costado de una furgoneta que lo recogió en 1972 cuando hacía autostop para ir a Canadá y evitar que le volaran las piernas como a John. En aquellos días, extraños de relacionar, había una conexión entre los porretas y los pirados de Tolkien. Durante los últimos treinta años simplemente no habían casado: los fans ardientes de Tolkien eran un grupo distinto de los colgados y porretas del mundo. Pero Richard recordó ahora que una vez estuvieron conectados entre sí y los tipos que pintaban sus furgonetas usaban la misma gama de colores de la cubierta del álbum que esta gente (algunos buenos, algunos malos) que se buscaban a tientas unos a otros con sus flechas mensajeras azul cobalto y sus pergaminos amarillo ácido.
—Nuevo proyecto de investigación —se oyó decir Richard.
—Ajá.
—¿Has visto todas esas chorradas de Diane sobre los atractores en un espacio de gama de colores?
—Soy consciente de ello —dijo Corvallis, pasando a modo defensivo—, pero…
—Eso es todo lo que importa —gruñó Richard.
Su mano empezó a moverse, dibujando letras en la parte superior de la columna de la izquierda. Vio con fascinación cómo iban escribiendo: FUERZAS DE LA LUZ. Entonces su mano pasó a la columna de la derecha. Solo tardó un momento: COALICIÓN TERROSA.
—Olvida todo lo que se supone que sabes sobre T’Rain. Las razas, las clases de personajes, la historia. Sobre todo olvida todo lo del Bien y el Mal. Busca qué pasa en el tema de la conducta y la afiliación. Usa atractores en el espacio del color como extremo fino de tu cuña. Golpea hasta que se abra.
Richard pensó en suministrarle a Corvallis esas dos etiquetas pero pensó que si no estaba completamente lleno de mierda, C-plus descubriría lo mismo por su cuenta.
—¿A qué viene esto?
—Esta mañana, en Bastión Gratlog, los arqueros a caballo dispararon mensajes sobre la muralla a la gente que había dentro.
—¿Por qué no usan el e-mail como todo el mundo?
—Exactamente. La respuesta es: no se conocen unos a otros. Están contactando. Con desconocidos.
—¿Completamente al azar?
—No —dijo Richard—. Creo que hay un mecanismo de selección y que está basado en el… —estuvo a punto de decir «color», pero una vez más no quiso alertar a Corvallis—, gusto.
—Muy bien —respondió Corvallis, ganando tiempo mientras pensaba—. Así que tu granjero rico de entre cincuenta y cinco y sesenta años con su licenciatura universitaria y que lee un montón de libros de Don Donald… estaría a un lado de la línea del gusto.
—Sí. ¿Quién está en el otro lado?
—No es difícil de imaginar.
—Pero dame hechos concretos cuando dejes de imaginar.
—¿Algún plazo concreto?
—Mi GPS me indica que estoy a dos horas de Nodaway.
—De gustibus non est disputandum.