DÍA 8

Recordó cuando llegó por primera vez a casa de sus padres adoptivos y vio, entre tantas otras cosas nuevas y sorprendentes, una colección completa de la Enciclopedia Británica en las estanterías del salón. Tantos libros grandes, idénticamente encuadernados a excepción de los números de cada volumen impresos en sus lomos, habían llamado de manera natural su atención. Patricia, la hermana de Richard y la nueva madre de Zula, le explicó que contenían todo lo que pudiera querer saber, sobre cualquier tema, y cogió un tomo y buscó la entrada de Eritrea. Zula, sin entender absolutamente nada, le aseguró que nunca tocaría esos libros por nada del mundo. Patricia dejó escapar una risita sorprendida y le explicó que no, todo lo contrario, que todos esos libros eran específicamente para ella, Zula; ellos y el conocimiento que albergaban eran, en efecto, propiedad de Zula.

Había heredado la colección y la fue arrastrando obstinadamente por una sucesión de habitaciones, albergues estudiantiles y apartamentos. Su llegada a Estados Unidos había coincidido con la irrupción de Internet de alta velocidad, y la habían animado igualmente a hacer libre uso de ello, aunque nunca había sido igual, para ella, que la Británica.

Desde los ocho años, pues, Zula se había criado en un entorno basado en el flujo libre y sin fricciones de información en su joven mente. No lo había apreciado del todo hasta que se encontró en esta situación, donde nadie se preocupaba por decirle nada. Al viajar con la banda de yihadistas de Jones, casi sentía nostalgia de los días con Ivanov y Sokolov, que al menos se habían molestado en dar explicaciones de lo que estaba pasando. Los dos tenían una mentalidad occidental que resultaba importante para que las cosas tuvieran sentido; y, como necesitaban los servicios de Zula, Peter y Csongor, se habían visto obligados a mantenerlos informados.

Csongor. Peter. Yuxia. Incluso Sokolov. Cada vez que su mente volvía a aquellos acontecimientos en Xiamen se detenía en esos nombres, esos rostros. El simple hecho de la muerte de Peter la habría postrado durante una semana en circunstancias normales. Ahora se preguntaba cien veces al día qué había sido de los otros. ¿Quedaba alguno con vida? Si era así, ¿se estarían preguntando qué había sido de ella?

Lo que había sido de ella habría requerido considerables explicaciones, gran parte de las cuales no podía suministrar, ya que no le decían gran cosa. Las pruebas circunstanciales (el llavero colgando del contacto) dejaban claro que este extraño camión con sus orugas de tanque había sido robado a punta de pistola y no por medio de un simple puente. Parecía sencillo dar por hecho que la persona a quien se lo habían robado estaba muerta; habría sido una locura dejar viva a la víctima para que llamara a la policía montada. ¿Qué clase de persona conduciría un vehículo semejante por las montañas de Columbia Británica durante la temporada del barro? Era obviamente un vehículo de trabajo, no de recreo, y por eso Zula suponía que debía de ser algún tipo de guarda o cuidador; quizás había propiedades esparcidas entre esas montañas y contrataban a un currito local para que les fuera echando un ojo de vez en cuando.

La pregunta que Jones debía de tener en mente entonces era: ¿Cuánto tiempo tardarían en advertir que la víctima había desaparecido? Porque ese cacharro en el que viajaban era el vehículo más llamativo del mundo, una especie de zepelín, y tener a cinco yihadistas y a una chica negra dentro no iba a facilitarles mezclarse con el tráfico corriente de las carreteras de Columbia Británica.

A eso de las tres de la tarde, según el reloj del salpicadero, se detuvieron en un lugar donde pudieron contemplar kilómetros de valle yermo, cubierto de rocas. Un amplio arroyo corría por el centro, muchos canales se abrían paso a lo largo de una extensión de piedras regadas por el glaciar. Corriendo en paralelo al curso de agua, a su derecha, había una carretera pavimentada que, varios kilómetros calle abajo, cruzaba el río por un puente bajo. Todavía estaban en el bosque; durante las dos últimas horas habían viajado a un ritmo un poco superior al paso normal, aplastando todo el follaje que no podía soportar el inexorable avance de la camioneta, esquivando los árboles que eran demasiado grandes para poder derribarlos, a veces recorriendo pendientes tan empinadas que Zula apoyaba los brazos contra el techo, preparada para que la camioneta volcara de lado, bajando a veces por otras pendientes tan empinadas que poca cosa podía crecer en ellas. La parte delantera de la camioneta parecía el interior de una cortadora de césped, cubierta de centímetros de hojas y barro. Habían llegado a este lugar siguiendo el curso de un afluente, a veces internándose en el centro de la corriente y a veces subiendo a los bosques cercanos. Ahora se habían detenido en la linde de los árboles. Ante ellos el terreno se cortaba bruscamente, el afluente se convertía en una sucesión de rápidos y cascadas hasta el lugar donde conectaba con el río más grande. La camioneta podría haber sobrevivido a la caída por la pendiente, y si lo hubiera hecho, habría podido llegar a la carretera y continuado durante unos cuantos kilómetros más antes de quedarse sin combustible. Pero si, como parecía probable, se atascaba entre los peñascos o se estropeaba durante el descenso, se habría quedado atrapada en un lugar que quedaba completamente expuesto a la vista de la carretera y desde el aire. Era mejor dejarla aquí. O esto era lo que Zula dedujo que debía de estar pasando por la cabeza de Jones, que metió la marcha atrás y se internó entre los árboles antes de cortar el contacto.

Al parecer esta no era la primera vez que los yihadistas camuflaban un vehículo en las montañas. Dejando dentro a Zula por el momento, rociaron de barro las ventanas y parabrisas y cualquier otra parte que pudiera reflejar la luz del sol. Descargaron algunas cosas, solo lo que podían llevar. Buscaron en el bosque helechos y matorrales y hojas de cedro, que arrancaron y cortaron para traerlas a rastras y apoyar en los costados de la camioneta. En algún momento, recordaron que Zula seguía allí dentro, así que la sacaron a través de la ventanilla trasera de la cabina y la fueron pasando hasta la puerta trasera abierta, muchas manos en sus brazos y tobillos, tratando de sofocar el más mínimo pensamiento de lucha o de huida. Ershut se inclinó y sujetó con las dos manos su pierna derecha, y Abdul-Wahaab envolvió una cadena en su tobillo y luego le puso un candado. La sacaron por la puerta trasera y la dejaron en el suelo tras la camioneta. La cadena estaba envuelta en torno al enganche del tráiler.

Luego siguió uno de esos interludios cómicos en que los yihadistas no sabían qué venía a continuación y se dedicaban a hacerse amargas recriminaciones.

Parecía que les faltaba un candado. En su saqueo del campamento minero habían encontrado esta cadena, y luego el candado y la llave que lo acompañaba. Así que pudieron ponerle la cadena en el tobillo. Bien. Pero ahora necesitaban el segundo candado para conectar el otro extremo de la cadena al enganche del tráiler. Alguno le gritaba a otro, alguno buscaba inútilmente entre los montones de basura que habían rapiñado.

—No es ningún problema —dijo Ershut—, podemos hacerlo con un solo candado. Mirad, os lo mostraré.

Lo dijo en árabe.

Zula lo entendió.

Interesante.

Otros hombres podrían haberse acercado a ver lo que quería demostrar Ershut, pero esos tipos iban cada uno a su avío. En la parte trasera de la camioneta había una caja de herramientas, asegurada con otro candado, y Abdalá Jones estaba rebuscando en el llavero, al parecer siguiendo la razonable suposición de que pudiera contener la llave que necesitaban para abrirla.

Ershut pasó el extremo largo de la cadena por el pomo del enganche del tráiler y lo llevó hasta el tobillo de Zula. Entonces alzó una mano y pidió la llave del candado que ya estaba en su sitio. Luego lo exigió. Después lo pidió a gritos. Por fin alguien se lo puso en la mano. Abrió el candado del tobillo de Zula, lo retiró, acercó el extremo suelto de la cadena, pasó un eslabón por el arco de metal del pestillo, y lo volvió a cerrar.

En ese momento Jones se arrodilló a su lado, mostrando un candado abierto que al parecer acababa de recuperar de la caja de herramientas. Al ver que Ershut ya había encontrado una solución, dejó caer el candado al suelo y se marchó.

Zula solo podía moverse a poco menos de un metro con la cadena que aseguraba su tobillo al pomo del tráiler. Le proporcionaron un trozo de plástico, un saco de dormir, una botella de agua y un puñadito de comida preparada antes de terminar de rodear la camioneta de camuflaje.

En cualquier otro momento de su vida habría ofrecido más resistencia y se habría sentido apurada cuando el candado se cerró. Pero en su mente crecía lentamente la sensación de que la situación iba a cambiar a su favor. Lo que parecía una idiotez, dada su actual situación: encadenada por el tobillo a un pomo en un bosque del noroeste de Canadá, y con las llaves en los bolsillos de terroristas suicidas.

Pero había empezado a ver atisbos de que la cooperación actuaba lentamente a su favor. Era muchísimo mejor estar aquí que en China. Se había defendido y matado a un tipo. Lo había matado. Increíble. Había hecho de su supervivencia el centro del plan de Jones, fuera cual fuese. Todo era diferente. Los yihadistas parecían ajenos a este cambio, igual que los grandes terremotos pasan desapercibidos por la gente que vive encima del epicentro, siempre que este se produzca muy por debajo de la superficie.

La muralla de camuflaje construida a su alrededor se volvió tan densa que apenas podía ver los movimientos de los hombres al otro lado, ya que ocultaban las rendijas de luz que todavía brillaban aquí y allá. Zula tuvo la horrible impresión de que tal vez fueran a encender una hoguera y que la iban a quemar viva. Pero después de un rato advirtió que ya no podía oírlos. Se habían echado al hombro las mochilas, se habían puesto en marcha y la habían dejado sola.

El pomo del tráiler se convirtió en el centro de su universo personal. Encima estaba la puerta trasera abierta, proporcionando refugio para las inclemencias del tiempo. El suelo era un lecho de clavos romos, los tocones cortados del follaje segado. Dedicó algún tiempo a apartar a patadas los tallos, a aplastarlos contra el suelo. Cuando quedó a nivel pasable, extendió el plástico sobre el suelo y colocó el saco de dormir encima, luego se metió dentro. La temperatura era sobre cero, pero el frío húmedo la mataría en cuestión de horas si no seguía moviéndose y trabajando.

«Parece que causaste toda una impresión en el señor Sokolov», le había dicho Jones, sin venir a cuento, la primera noche en el campamento minero. «No pude comprender por qué hasta que lo hiciste con Khalid.» Ella no había podido darle ningún sentido a estas declaraciones, y las había olvidado hasta ahora.

¿Cómo podía saber Jones lo que Sokolov pensaba de ella? Jones y Zula habían pasado horas repasando los hechos del edificio de apartamentos. La mayor parte era para sonsacarle información. Pero dada la naturaleza de las preguntas que Jones había hecho, ella había podido ensamblar una imagen razonablemente coherente de cómo había sido la batalla. Quedaba fuera de toda cuestión que Sokolov y Jones pudieran haber hablado el uno con el otro. Y si lo hubieran hecho, no habría sido para hacer comentarios sobre Zula; incluso en el increíblemente improbable caso de que Sokolov quisiera hablar de ella en mitad de un loco tiroteo, Jones ni siquiera sabía que existía en ese momento.

Finalmente, en este instante, comprendió. La respuesta al acertijo le llegó mientras su mente consciente pensaba en otras cosas. Tal vez le dio una pista la atención que Jones prestó a los sonidos que surgían de la radio CB de la camioneta. Había visto una expresión similar en su rostro antes, en el avión, en el FBO de Xiamen. Había recibido una llamada telefónica y la atendió. Su rostro se iluminó de deleite, pero inmediatamente se colapsó en un gesto de sorpresa y luego quedó petrificado en una especie de intensa fascinación asesina.

Quien lo había llamado debía de ser Sokolov. Y Sokolov había matado, o al menos vencido, a los hombres que Jones había enviado para asesinarlo, se había apoderado de uno de sus teléfonos y había marcado la tecla de rellamada. Le había dicho algo a Jones. Y había mencionado a Zula. Eso tenía que ser: era la única vez que Sokolov pudo haberse comunicado con Jones.

¿Por qué la había mencionado en la conversación?

(Tardó un rato en elaborar las respuestas. Pero Zula tenía tiempo de sobra.)

En realidad, se enfrentaba a dos preguntas: la primera, ¿cómo pudo saber Sokolov que Zula y Jones estaban juntos? Y segunda, ya que lo sabía, ¿por qué se tomó la molestia de mencionárselo a Jones durante su breve conversación telefónica?

La respuesta a la primera pregunta estaba ya en su cabeza, y solo tenía que recurrir a la memoria. En el barco, un par de días antes, después de la escena en el embarcadero. Jones interrogando a Zula. Y ella hablándole del piso franco, señalando el rascacielos, indicando la planta cuarenta y tres. Y preguntándose si al hacerlo le estaba enviando un mensaje a Sokolov, haciéndole saber que ella, o algún otro miembro del grupo, seguía con vida. Porque si los hombres de Jones fueran a curiosear a la planta cuarenta y tres de ese edificio, se plantearía la pregunta: ¿cómo habían descubierto la localización del piso franco?

Y respecto a la segunda pregunta: Jones la había respondido, en cierto modo, con su observación: «Parece que causaste toda una impresión en el señor Sokolov.»

¿Qué demonios significaba eso?

Tal vez Sokolov le había dicho a Jones: «¡Espero que mates a esa zorra asquerosa!» Pero Zula lo dudaba. Su interacción con Sokolov había sido todo lo cortés y respetuosa que era posible en una relación entre un secuestrador y su rehén. En cierto modo, había sentido como si fueran compañeros.

De otro modo, no lo habría hecho.

Se dio cuenta ahora. Indicar el número equivocado de apartamento, enviarlos al 505 en vez de al 405: fue una locura. Un suicidio. No era extraño que Peter se hubiera enfurecido con ella. Tanto que su siguiente movimiento fue abandonarla a su destino, dejándola esposada a una tubería. Csongor se sentía tan sorprendido como Peter, pero se había puesto de su parte por las tonterías del amor. ¿Por qué Peter y Csongor se habían mostrado tan incrédulos ante esta decisión que había parecido tan fácil, tan obviamente correcta, para Zula?

Porque Peter y Csongor no habían formado parte de los intercambios casi subliminales de miradas y de algo que ni siquiera era tan obvio como las miradas o las palabras, sino señales ocultas en posturas, expresiones faciales, la forma en que Zula, al subir a un ascensor con un grupo de rusos, había elegido siempre ponerse al lado de Sokolov. Zula y Sokolov eran aliados. Él la protegería del destino que Ivanov tuviera en mente para ellos. Y, al sentir que estaba bajo su protección, se había sentido lo bastante segura para enviarlos al 505 cuando sabía que el Troll estaba en el 405.

Y podía volver a hacerlo. Lo había estado haciendo otra vez, ahora con Jones. Y lo hacía en parte manteniendo sus emociones bajo control, no llorando y pataleando, no sufriendo desmoronamientos emocionales, mostrando que podía soportarlo, que era de fiar. Acostumbrándolos a tenerla cerca.

Por eso se había relajado y no había mostrado ninguna emoción cuando Abdul-Wahaab le lio la cadena alrededor del tobillo. Poca cosa. Pero un detalle que Jones había advertido, aunque (o sobre todo si) no fuera consciente de que se daba cuenta. ¿Podía manipular tan fácilmente a Jones? Parecía tan listo en otros aspectos.

«No pude comprender por qué hasta que lo hiciste con Khalid.»

Eso lo explicaba. Jones no comprendía por qué Sokolov, su bestia negra personal, tenía a Zula en tan alta consideración como para convertirla en el tema principal de su breve conversación telefónica. No había observado la forma en que Zula y Sokolov se habían acostumbrado el uno al otro durante los días que habían estado juntos; y aunque lo hubiera hecho, podía no haberlo entendido, como no lo habían hecho Peter o Csongor. Por lo tanto, desde que oyó la voz de Sokolov en aquel teléfono, Jones había estado rumiando, tratando de comprender qué veía Sokolov en ella; y cuando Zula mató a Khalid, consideró que esta era la respuesta. Creía que el respeto de Sokolov por Zula estaba enraizado en un aprecio por su espíritu de lucha o por su habilidad con las armas o alguna otra cualidad: el tipo de cosas que un hombre como Jones supondría que un hombre como Sokolov estimaría.

Y esto dejaba a Jones al descubierto. Preparado para ser engañado por las mismas tácticas que Zula había utilizado con Sokolov. La diferencia era que en el caso de Sokolov no habían sido tácticas, solo Zula confiando instintivamente en el hombre. La cuestión ahora era: ¿Podría causar un efecto similar en la mente de Jones haciendo cosas similares de un modo que fuera completamente falso y calculado?

—Un día, hijo mío, todo esto podría ser tuyo —entonó Egdod, sobrevolando las montañas Torgai a baja altura. Se dirigía a un anthron (un hombre, básicamente) a quien tenía cogido por el pescuezo. El anthron iba vestido con la capa de lana más insulsa del mundo. Entre sus pies descalzos (pues había rechazado gastar dinero en zapatos o incluso en sandalias), el maduro bosque conífero de las Torgai pasaba veloz, apenas a cien metros por debajo.

—Lejos de mi intención cuestionar tu base de datos —replicó el anthron—, pero sigo sin ver…

—¡Allí! —exclamó Egdod, girando de sopetón y bajando en espiral hacia un macizo de basalto—. Justo en la base de esas rocas.

—Veo una mota de amarillo, pero supuse que era un zarza de eälanthassala —dijo el anthron, pronunciando sin problemas el nombre hexasilábico de la flor sagrada de la rama montuna de los k’shetriae.

—Mira otra vez —dijo Egdod, y descendió hasta que quedaron solo a unos pocos metros de la «mota», que quedó ahora revelada como un montículo de brillantes monedas amarillas—. Voy a soltarte.

Y así lo hizo.

—¡Cielos! —exclamó el anthron, y luego aterrizó de pie y cayó torpemente de culo, creando pequeños aludes de pequeñas monedas de oro.

—Si tu personaje tuviera mejor Propiocepción (cosa que podrías conseguir gastando algunos de tus créditos Atributos, o enviándolo a realizar algún tipo de entrenamiento, o bebiendo la poción adecuada), habría aterrizado con algo más de destreza y habría rodado como un paracaidista en vez de lastimarse el culo, como acaba de hacer el tuyo —dijo Egdod, un poco malhumorado para tratarse de una criatura de estatus casi divino. Pues este recién creado anthron se había mostrado absurdamente cicatero con sus créditos Atributos y seguía teniendo guardados la mayoría en reserva donde no servían absolutamente para nada.

El estallido de sandeces dejó al anthron completamente perplejo.

—No importa —dijo Egdod.

—¿Quiénes son esas criaturas que salen de los árboles de allá? —preguntó el anthron, volviendo la cabeza hacia la izquierda. Egdod (que era invisible para todo el mundo en T’Rain menos para el anthron) se giró en el aire para ver a un par de merodeadores dwinn que venían derechos hacia ellos. Un soldado armado y blindado que echaba mano a una ballesta, y una maga, vestida solo con una túnica, pero protegida por una rebullente nebulosa de luces de colores: hechizos de campos de fuerzas que había lanzado para protegerse de hondas y flechas.

—Podrías ver la respuesta tú mismo si hubieras gastado algunos de tus créditos de Atributos en Percepción —gruñó Egdod, y perdió altura hasta que se colocó directamente en el camino del dardo que venía en su búsqueda.

—¡No veo! —se quejó el anthron.

—Oh, sí… eres la única persona del mundo para la que soy opaco —dijo Egdod. Se dio la vuelta para mirarlo—. Compruébalo.

—¡Oh, Dios mío, te han alcanzado!

Egdod tenía una flecha clavada en las inmediaciones del hígado. Pero mientras el anthron miraba, la herida escupió la flecha, que voló hacia atrás durante un metro y cayó a la hierba. Para cuando los ojos del anthron volvieron a la herida, había sanado, dejando detrás una cicatriz rosa que se borraba rápidamente.

—Un pequeño truco que aprendí hace mil años —explicó Egdod—. Espera un momento mientras me encargo de estos tipos.

—¿Encargarte de ellos?

—Podría incinerarlos con solo mirarlos con mala cara —dijo Egdod—, pero entonces sabrían que un personaje de nivel enormemente alto estaba campando por las Torgai, y se correría la voz. Así que voy a hacerlo como lo haría un personaje de nivel inferior.

Egdod se volvió hacia sus atacantes, alzó las manos, y murmuró una frase en un lenguaje clásico muerto de T’Rain.

Casi.

—Has usado una declinación incorrecta de turom —se quejó el anthron. El prado entre ellos y los dos dwinn se llenaba de una cosecha de lanzas. Cabezas con casco emergieron a continuación, y luego los cuerpos blindados de los turai, que en la mitología clásica de T’Rain, eran guerreros autóctonos de rápida creación análogos a los spartoi de la mitología griega. La maga dwinn estaba ya agitando las manos al aire tratando de lanzar un hechizo que causara confusión entre los turai y posiblemente incluso que se atacaran unos a otros, pero eran demasiados y era demasiado tarde: los dwinn no tuvieron más remedio que retirarse a los bosques, perseguidos por la docena de turai que habían demostrado ser resistentes al hechizo de la maga.

—Bien, hagamos esto de una vez —dijo Egdod—, porque este tipo de cosas van a suceder una y otra vez mientras este montón de oro esté aquí esperando a que se lo lleven.

—¿Hacer qué, exactamente? —preguntó el anthron, hundido hasta las rodillas en monedas, sin tener ni idea de hasta qué punto eso era algo entre divertido y escandaloso.

—Coger el puñetero dinero y meterlo en tu bolsa —dijo Egdod—. O solo shift-opción-clic-derecho en todo el montón.

—Shift… opción… ¿eso es acaso algún tipo de terminología informática?

—Aguanta los caballos. Voy para allá.

—Creía que estabas aquí.

—Me refiero al mundo real.

Richard arrojó a un lado el portátil y se levantó de la Cama Donde Había Dormido La Reina Ana. Su enorme armazón de madera emitió un gemido casi como si la reina Ana estuviera todavía acostada en ella. Richard se puso en pie y le dio a su presión sanguínea un momento para equilibrarse, luego caminó por la habitación. Y fue una buena caminata. Otras partes de Inglaterra podían ser estrechas, abarrotadas y recargadas, pero solo porque todo el espacio disponible había sido reclamado por esta suite de invitados. Estaba situada en Trinity College, y Richard supuso que había sido construida hacía ochocientos años para que los invitados nobles pudieran ir directamente a caballo a sus dormitorios y llevarse consigo a todos sus escuderos y perros de caza. D-al-cuadrado estaba de pie, de espaldas a Richard, a unos noventa metros de distancia. No había televisión ni calefacción central, pero sí un enorme pedestal rematado por una biblia de cuatro pulgadas de grosor firmada por el duque de Wellington. D-al-cuadrado había colocado un portátil encima del Buen Libro y estaba inclinado sobre él, mirando y picoteando.

Durante el corto trayecto desde el FBO de Cranfield, Richard le había ordenado al conductor de su taxi negro que se detuviera delante de la primera tienda de ordenadores. El encargado, ansioso por ser de utilidad y asegurarse de que Richard acababa con una máquina con la que estuviera contento, se mostró solícito a más no poder hasta que Richard por fin consiguió meterle en la cabeza que tenía más dinero que tiempo y que por favor acabaran de una vez. Cinco minutos después, Richard salió por la puerta y subió al taxi cargando con el nuevo portátil (había dejado la caja vacía en el mostrador de la tienda y un reguero de plásticos de envolver hasta la salida) y una caja de DVD-ROMs con el software de la Legendaria Edición de Coleccionista Deluxe Platinum T’Rain con Extras. El ordenador había terminado su interminable arranque cuando rodeaban Bedford, y él introdujo el disco de instalación más o menos alrededor de St. Neots. El asombrado taxista lo dejó en la Portería del Trinity cuando la barra que indicaba el progreso en la instalación estaba en torno al 21 por ciento y por eso Richard llevaba la máquina en ristre, zumbando y cliqueando y tratando de hacer sonar la estruendosa música de la banda sonora de Richard a través de sus pequeños altavoces, mientras el atildado personal lo saludaba secamente y lo escoltaba a sus cavernosos aposentos. Eran las diez de la mañana aproximadamente. Richard se dirigió al cuarto de baño de la suite, que estaba situado allá por Oxfordshire, y se duchó y se afeitó, insertó luego otro disco en el ordenador, durmió un par de horas, disfrutó de un almuerzo líquido con D-al-cuadrado, y luego lo trajo aquí para enseñarle los rudimentos de T’Rain.

—Así —dijo, extendiendo las manos por encima de los brazos del Don de un modo que casi obligó al pobre hombre a apartarse, y tomando el control del teclado. Entonces Richard hizo algo que siempre le fastidiaba cuando se lo hacía Corvallis: manejar tan rápido las teclas que era imposible que ninguna persona normal comprendiera lo que acababa de hacer. Pero D-al-cuadrado, acostumbrado a que la gente hiciera las cosas por él, ni se inmutó. Estaba mucho más interesado en lo que le había sucedido a todo ese dinero.

—¡El oro! —exclamó—. ¿Dónde ha ido? ¿Se lo llevaron esos dwinn?

La acusación era risible. Sin embargo, mucho más importante, era la expresión de su rostro, un poco picada, y su tono de voz, que solo podía ser descrito como avaricioso.

Bien.

—No —dijo Richard—, tú te lo llevaste y lo metiste en tu faltriquera.

—¿Pero cómo puedo llevar tanto oro en una bolsita?

—Ese es el sentido de la faltriquera. Es mágica. Te permite llegar una cantidad ridícula de PV y por tanto aumenta nuestros márgenes de beneficios de un modo que no podrías creer.

Don asintió. Incluso él sabía que PV significaba Propiedad Virtual.

—Pero ese no es el tema —continuó Richard—. El tema es el siguiente.

Y se dio media vuelta y regresó a la cama. Tardó tanto que una pequeña banda de infantería ligera de var’, casi ofensivamente lumínicos, tuvieron tiempo de salir de entre los árboles para investigar el extraño fenómeno de un anthron solitario, recién creado y por tanto esencialmente de poderes cero, desarmado y sin equipo (descalzo, incluso) que estaba allí de pie como un idiota en la que era posiblemente la región más peligrosa de todo T’Rain. Era tan increíble que se acercaban a él con una especie de temor supersticioso.

Y bien podían, porque Richard, después de usar algunos de sus poderes para verificar sus sospechas de que llevaban un montón de dinero, disolvió a toda la banda en nubes de color rosa.

—¡Richard, me sorprendes, creí que no recurrirías a esos métodos!

—Estoy intentando demostrarte algo. Los hice volar tan rápido que no tuvieron tiempo de Secuestrar ninguna de sus pertenencias.

—¿Y eso qué demonios significa?

—Significa que tenemos que robar toda la PV que llevaban encima. Ir y recoger todo el oro que está tirado en el suelo. Y ya que estás en ello, ¿por qué no te agencias unos puñeteros zapatos?

—¿Estás sugiriendo que saquee cadáveres?

—Lo sé. ¿Qué diría la reina Ana?

—¡No tengo ni idea!

—Puedes quitar tu portátil de encima de esa Biblia primero, si te hace sentirte mejor.

—No hace falta. Supongo que este tipo de cosas suceden continuamente, en T’Rain.

Richard resistió la tentación de decir: «La gente vive de ello.»

Una vez que D-al-cuadrado resolvió el problema de la interfaz de usuario para recoger cosas y meterlas en su faltriquera, y después de que el anthron saqueara todo el oro, más algunas Botas de Dominio Elemental y una Diadema de Observación que le gustó, Egdod lo agarró (es decir, al anthron) de nuevo por el pescuezo y voló con él, a una velocidad que Don describió como «levemente mareante» hasta la otra punta del planeta para visitar a un cambista que, al estar situado casi en las antípodas de donde se desarrollaba la acción, ofrecía servicio rápido y buenos precios.

Era posible interactuar con un cambista verbalmente, y por tanto permanecer «dentro del mundo», que era el equivalente a que un actor permaneciera «dentro del personaje», pero el impaciente Richard dirigió a Don a una ventanilla de interfaz de usuario repleta de botones de estilo medieval y menús de ventanas emergentes.

—Quieres hacer un potlatch[08] a Argelion. Es la tercera casilla a la derecha.

—¿El dios de la codicia y el lucro?

—Sabes perfectamente bien lo que es Argelion.

—¡Tendría que haberlo pensando! ¡Pero no recuerdo nada de un potlatch! ¡Además, ese concepto es una tradición india de la costa oeste del Pacífico! No tiene sentido en…

—Es una de esas cosas que añadimos al mundo hace tanto tiempo que olvidamos que no fue idea tuya —dijo Richard—. Podemos discutirlo durante la cena, si quieres. La mitad de esos tipos de la Mesa Alta probablemente juegan a T’Rain en secreto; les gustará oír tus ideas de por qué los potlatch son malos. Pero por ahora, si quieres picar en la maldita casilla…

—Muy bien, ya lo he hecho. ¡Y ahora cosas nuevas! —Don dijo esto con el tono de asombro que adoptaba siempre que se enfrentaba a una dinámica inesperada en una interfaz de usuario—. Cuarto, mitad, tres cuartos, todo. O introducir una cantidad.

—Te está dando opciones sobre cuánto oro va a ir al potlatch —explicó Richard—. Cliquea «Todo».

Esta sugerencia solo provocó las mismas miserables tendencias que habían hecho que el anthron, hasta hacía poco, se hubiera ahorrado los gastos del calzado.

—¡No! ¿Todo ese oro? ¿Va a desaparecer?

—Del mundo del juego —dijo Richard—. Por favor, hazlo. Si no te satisface el resultado, te daré más.

Don, escandalizado y atribulado, cliqueó «Todo» y luego pulsó el botón «Potlatch». Suspiró.

—Como viene se va.

Richard no contestó durante unos instantes, ya que estaba ocupado desconectando.

—Muy bien —dijo, cerrando su portátil y reemprendiendo el viaje hacia el pedestal de la Biblia. La próxima vez que se alojara aquí, traería patines—. Voy a necesitar de nuevo tu tarjeta de crédito.

—¿Para qué? —exclamó Don, como si esto fuera exactamente lo que lo tenía preocupado.

—La misma que usaste para abrir la cuenta. Por favor.

Para cuando Richard llegó a su alcance, D-al-cuadrado había sacado la tarjeta de lo que parecía ser la cartera de la reina Ana y se la entregó. Richard le dio la vuelta a la tarjeta, la colocó en el teléfono, pulsó el Altavoz, y marcó el número de servicio al cliente impreso en el dorso.

Una encantadora voz británica lo introdujo a un menú de opciones automáticas. Richard navegó hasta «Comprobar transacciones recientes» y luego introdujo el número de la tarjeta de crédito de D-al-cuadrado.

La transacción más reciente, según el robot sin cuerpo al otro lado de la línea, era un ingreso por la cantidad de 842, 69 libras esterlinas hacía unos cinco minutos.

—Creo que me debes una copa —le dijo Richard al boquiabierto y sorprendido rostro de Don—, porque ahora eres ochocientas y pico libras más rico. Gracias a esa pequeña incursión.

—¿Eso era el potlatch?

—Sí. El dinero desaparece de T’Rain, como ofrenda a Argelion. Nunca vuelve. Pero es solo una tapadera que hemos establecido para permitir a los jugadores extraer dinero en efectivo.

—¡Ya veo!

—Creo que sí que ves, Donald.

—Yo sabía, naturalmente, que esas transacciones eran posibles en principio…

—Pero no hay nada como tener dinero en el banco, ¿verdad?

—Creo que sí que te debo una copa, Richard.

—Y yo la acepto alegremente. Pero lo que de verdad me gustaría hacer, mientras nos bebemos esa pinta, es hablar contigo sobre lo que podría suceder en las dos próximas semanas a los otros tres millones de dólares en piezas de oro que están tiradas allí por el suelo. Libres para quien las coja.

Zula comió una ración de combate, metió la bandeja vacía en la maraña de camuflaje que habían erigido en torno al camión, se metió en el saco de dormir, y se quedó dormida más rápido de lo que creía posible. Soñó con China: una versión inconexa y rehecha de Xiamen que incorporaba partes de Seattle y el Schloss y las cavernas-búnkers de Eritrea. Tenía todo el sentido en la lógica del sueño.

Despertó una vez ante un sonido profundamente perturbador que identificó, tras unos instantes, como lobos aullando, o tal vez fueran coyotes. Entonces permaneció despierta durante largo rato. Comió otra ración, suponiendo que un estómago lleno le haría bien. Esto no la ayudó especialmente. Pagó ahora la facilidad con la que se había dormido antes. Después de un rato, abandonó toda esperanza de volver a dormir y solo trató de ponerse cómoda. Pero por lo que acabó soñando más tarde, se desprendía que debía de haberse quedado sobada a su pesar.

El primer par de noches tras el enfrentamiento con Khalid no había soñado nada, al menos que pudiera recordar. Pero ayer, durante el interminable viaje en camión, no pudo evitar recordar el momento en que aquellos fragmentos afilados se le clavaron en la cara, por la fuerza de sus manos, y la sangre, o lo que fuera, que le había manchado los dedos después. Esta noche Khalid volvió a ella en sus sueños, y Zula dedicó algunos esfuerzos a combatirlo. No a combatir con él físicamente, sino a intentar de manera semiconsciente levantar algún tipo de defensa psíquica para no volver a ver su imagen de nuevo, sintiendo que si aparecía en sus pensamientos durante el día y en sus sueños durante la noche, nunca se iría, seguiría soñando con él y reviviendo los momentos en la parte trasera de aquel avión en el improbable caso de que viviera hasta los noventa años.

Oyó una especie de resoplido o de tos y pensó que tal vez había empezado a llorar en sueños y escuchaba sus propios sollozos de esa forma deslavazada que sucedía a veces en la frontera entre el sueño y la vigilia. Algo le sujetaba el tobillo. La cadena, claro. Tiró de ella con urgencia. En realidad era ella tirando contra la cadena mientras se agitaba en sus sueños. Pero en el sueño era un hombre que tiraba de su muñeca. Era curioso que, en un sueño, una muñeca pudiera sustituir a un tobillo. Pero estaba viendo el rostro de un anciano que estuvo con ellos en las cuevas de Eritrea y que había caminado con ellos en el largo viaje descalzos hasta Sudán. Las cuevas eran, entre otras cosas, un hospital de campaña para las bajas de la guerra contra Etiopía. Aparecían soldados jóvenes con quemaduras, heridas de bala, de metralla. Los médicos trataban de curarlos. Algunos morían. Algunos no se podían curar: sufrían amputaciones, y se quedaban por allí hasta que encontraban un sitio al que ir. Pero estaba ese hombre mayor (en retrospectiva, no debía de tener más de cincuenta años), con la cara chupada y demacrada y la barba gris, ojos ávidos y urgentes de color marrón verdoso, que apareció, aparentemente sano, y no se marchó jamás. Llegaron a comprender, con el tiempo, que era una herida psicológica. Cualquier adulto podía ver en unos instantes que no andaba bien de la cabeza. Los niños no tenían ese instinto. El hombre tenía muchas cosas que quería decir, y pareció aprender, con el tiempo, que los adultos se apartaban de él, fingiendo no oírlo, incluso lo espantaban. Pero los niños que no estaban acompañados por los adultos (como sucedía con bastante frecuencia) podían ofrecerle unos momentos de compañía, el bálsamo social que todos los humanos, incluso los viejos veteranos locos, necesitaban. Su forma de hacer que le prestaras atención era agarrarte por las muñecas y tirar de ti hasta que te veías en la obligación de mirarlo a los ojos enloquecidos.

Después de eso, no tenía mucho que decir, ya que parecía haber sufrido una herida en la cabeza y no podía formar realmente palabras. Pero podía señalar las cosas y mirarte a los ojos y tratar de hacerte comprender. Y en lo que la joven Zula podía seguir su cadena de pensamientos, él parecía intentar advertirla, y a cualquiera de los otros niños cuya muñeca pudiera agarrar, de algo. Algo realmente grande y malo y aterrador que estaba ahí fuera en el mundo más allá de este valle donde habían encontrado refugio en las cuevas. En ese sueño concreto intentaba advertirla de algo sobre Khalid y ella trataba de explicarle que estaba bastante segura de que Khalid estaba muerto, pero él no la creía, no le soltaba la muñeca, solo seguía tirando. Los resoplidos y las toses… ¿ella llorando? Pero no estaba llorando: los sonidos procedían de otra parte.

El anciano insistía. Como si ella no lo entendiera. Como si no tuviera ni idea. Tenía que despertar.

Lo hizo, de hecho, al escuchar un estrépito y un golpe, no muy lejos, que viajó por el suelo y le subió por las costillas.

Una ridícula confusión de unos momentos mientras su mente, como un pasajero atrapado en el hueco entre el muelle y el barco que zarpa, trataba de enlazar el sueño con la realidad.

Entonces despertó del todo: el hombre de Eritrea desapareció y fue olvidado al instante.

Quiso gritar «¿Hola?», pero fue incapaz de articular palabra. Si eran Jones y su grupo, no había motivo alguno para llamarlos: sabían dónde estaba y desde luego ella no sentía ninguna necesidad de intercambiar saludos con su ralea. Pero lo que estaba ahí fuera no se movía, no pensaba, como un ser humano.

Pero era al menos tan grande como un ser humano.

Recorría en círculos ese extraño arbusto que había aparecido en sus terrenos de caza, olisqueándolo, dándole golpecitos con sus zarpas. Y descubriendo que se venía abajo con bastante facilidad.

Era un oso (no podía ser otra cosa) y se acercaba a la parte trasera de la camioneta, donde estaba Zula.

Cuando se mudó de Iowa a Seattle, conduciendo un bonito U-Haul en miniatura cargado con la Enciclopedia Británica y otras cosas sin las que no podía pasar, Zula se desvió al norte de Idaho para visitar a su tío Jacob y su familia: su esposa Elizabeth, su hijo mayor Aaron, y otros dos hijos cuyos nombres, vergonzosamente, había olvidado. Casi toda la familia le había advertido que esperara encontrarse con gente rara de verdad, pero el tío Richard le aseguró que eran perfectamente normales. Lo que encontró, naturalmente, fue algo intermedio; o quizás aquellos aspectos de su vida que parecían normales solo hacían que las cosas raras parecieran más raras todavía. Elizabeth hacía sus tareas de la casa y llevaba a los niños al colegio con una Glock semiautomática en una pistolera negra sobre el corpiño de su vestido, que le llegaba hasta los talones. ¿O era una falda pantalón?

Fuera como fuese, durante la cena, acabaron hablando de osos. El tío Richard había advertido a Zula, una vez, que los osos eran el equivalente conversacional a los agujeros negros, en el sentido de que toda conversación que cayera en ese tema nunca salía de ahí. Considerando lo raros que eran los osos y los ataques realizados por los osos en el mundo real, Zula, la universitaria escéptica y racional, dudaba de la veracidad de la observación de Dodge. Tal vez a él le sucedía mucho, se dijo, porque había vivido aquel incidente en el pasado que la gente nunca se cansaba de escuchar. Pero luego lo vio suceder un par de veces, en las mesas de las cafeterías de los dormitorios universitarios: chicos de diecinueve años que no habían visto un oso en su vida y que de algún modo acababan desviándose a ese tema y seguían erre que erre hasta que todos se levantaban y se marchaban.

El tío Jacob había estado construyendo cabañas todo el día y tenía serrín en la barba. Estaba cansado y sus hijos lo distraían, reclamando toda su atención, y parecía querer una cerveza fría: una indulgencia que le prohibía su variante del cristianismo. Así que tardó un rato en mostrarse amable con Zula. Ella casi había empezado a preguntarse si no la aceptaba como verdadero miembro de la familia. Pero lentamente quedó claro a través del curso de la comida que solo tenía hambre. Y al final la cosa derivó en una conversación auténtica.

La cabaña tenía tres plantas, construidas sobre unos pequeños cimientos. El sótano era una zona de almacenamiento de comida que daba paso a un búnker subterráneo que Jake había excavado a mano y reforzado con hormigón. La planta baja estaba dedicada a las cosas prácticas: una especie de garaje/taller con rincones dedicados a asuntos prácticos como la matanza, el despiece, el envasado y la recarga de munición. La planta de arriba era un gran espacio de cocina/salón/comedor y la planta superior eran los dormitorios. Tanto la segunda como la tercera plantas tenían puertas correderas y ventanas que daban paso a zonas cubiertas de lo que Zula consideraba la parte trasera de la casa, ya que no daba a la carretera; pero pronto descubrió que Jake y Elizabeth la consideraban la delantera. Daba a una zona de terreno llano que se extendía unos ocho kilómetros cuadrados, escasamente poblada de árboles, que se elevaban contra la base de una empinada ladera, el acceso sur del monte Abandono. Un arroyo de montaña, el Prohibición, bajaba por aquella ladera y pasaba ante la cabaña, creando un hermoso sonido, camino a una laguna de castores a cosa de un kilómetro de distancia. Otros vecinos habían construido sus casas alrededor, formando una pequeña comunidad de cinco familias y un par de docenas de almas distribuidas por cinco kilómetros cuadrados de tierra llana y semiarable en la entrada de un valle fluvial que se extendía casi hasta Vado de Bourne.

Durante la cena, una tormenta bajó por el valle y los cubrió con unos truenos impresionantes y un súbito chaparrón que golpeteó sobre el techo de chapa. Un aire despejado vino detrás, y el sol salió y creó un arcoíris que parecía zambullirse en el valle. El olor de los cedros mojados por la lluvia entraba a través de la pantalla del porche. Jacob sirvió miel casera en el pan que Elizabeth había sacado del horno una hora antes. La vida de pronto era buena. Jacob le preguntó cómo iba el viaje y qué planes tenía para su nueva vida en Seattle y qué tipo de cosas le gustaba hacer en su tiempo libre. Ella mencionó varias actividades que, ya que eran urbanas y de alta tecnología, a Jacob parecieron entrarle por un oído y salirle por el otro. También mencionó ir de acampada. No es que le interesara demasiado. Lo había hecho con las girl scouts y en los viajes familiares. Parecía casi obligatorio que una persona joven y sana que se mudaba a Seattle dijera que le interesaba ir de acampada. Eso avivó el interés de Jacob, al menos, y hablaron un rato sobre el tema, dando vueltas al agujero negro que estaba allí sentado esperando pacientemente y luego, naturalmente, hablaron de osos. Jacob mencionó que quedaban muy pocos sitios por debajo del Cuarenta y Ocho que todavía tuvieran grizzlies, en oposición a los osos negros, y que el norte de Idaho era uno de ellos; estaban conectados, por las Selkirk y las Purcell, a una reserva mucho más grande de grizzlies que se extendía hasta las Rocosas canadienses y Alaska. Jacob abundó, un poco más de lo que a Zula le hizo gracia, en la idea de que los osos se sentían atraídos por las mujeres con el periodo y que no debería ir de acampada cuando estuviera menstruando. La parte moderna, feminista y universitaria pensó que era profundamente equivocado e inadecuado, la refugiada/huérfana/Forthrast lo interpretó de un modo algo más pragmático.

Aquello le sonaba a folklore. No es que fuera a ponerse a discutir con Jacob; un montón de cosas en las que él creía eran folklore, y cuanto más folklórico fuera, más a pies juntillas lo creía. No hacía falta ser muy inteligente para percibir que albergaba cierto rencor hacia la educación y la ciencia: a Zula ya le habían advertido que no mencionara, en su presencia, la posibilidad de que la tierra pudiera tener más de seis mil años de antigüedad.

No le resultó difícil. Había estado tratando con hombres así desde que vino a Iowa. Los hombres querían ser fuertes. Una forma de ser fuerte era ser sabio. En muchos temas, no era posible ser sabio sin tener una licenciatura, y hacer un posgrado. Las armas y la caza proporcionaban una salida a los hombres que querían ser sabios pero no podían permitirse pasarse las tres primeras décadas de sus vidas poniéndose al día en mecánica cuántica u oncología. Simplemente no podías ir a un campo de tiro sin que te acorralara un tipo que quería hablar contigo durante horas sobre la balística del calibre 308 o los méritos relativos de las escopetas de cañones yuxtapuestos a los de los superpuestos. Si no podías aguantar ese calor, tenías que salir de la cocina, y Zula se había metido de lleno al cruzar el umbral de la casa de Jacob y Elizabeth. Sonrió, asintió y fingió estar interesada en el conocimiento del tío Jacob sobre los osos hasta que tía Elizabeth terminó de acostar a los niños y vino al rescate.

De cualquier manera, en cuanto llegó a Seattle buscó en Internet (naturalmente) y encontró (naturalmente) mucha información contrapuesta de gente con diversos niveles de credibilidad científica. Acabó sin saber más que con la conversación con el tío Jacob, ciertamente. Y sin embargo la conexión con la sangre menstrual tuvo en ella grandes resonancias psíquicas (y por eso, claro, el mito estaba tan extendido en primer lugar), y por eso el amanecer en que estaba encadenada al pomo del tráiler bajo la camioneta y se dio cuenta de que lo que olisqueaba y arañaba era un oso, su cerebro fue directamente a su útero y se preguntó si podría haber perdido la cuenta de los días y había empezado a tener el periodo en mitad de la noche. Desde luego, no lo parecía. Era curioso cómo funcionaba el cerebro: incluso se permitió una breve excursión a la tierra meta/irónica preguntándose si alguien más en el mundo (en la historia) había corrido peligro con gangsters, terroristas y osos en el espacio de una sola semana. ¿Cuándo aparecerían los dinosaurios y los piratas?

Pero finalmente vio y compendió qué era lo que el oso estaba buscando y vio que toda la cadena de pensamientos referida a la sangre menstrual había sido un peligroso ejercicio de ensimismamiento. El oso venía por lo que los osos venían siempre: por la basura. Las bandejas vacías de raciones del ejército. Debido a las restricciones impuestas por la cadena en el tobillo y la pared de matorrales que la rodeaba, Zula no había podido eliminarlas como una buena chica exploradora, metiéndolas en una bolsa y colgándolas de un árbol lejos del campamento.

El animal parecía estar a poco más de un metro de ella, pero se dijo que su temor hacía que la distancia fuera aún menor. Le quedaba una bandeja más. Le quitó la tapa y la arrojó en dirección a aquel sonido jadeante, y luego se retiró bajo la camioneta.

Con las orugas de tanque el vehículo era absurdamente alto, los estribos a la altura de las caderas de Zula. No podía ponerse de pie debajo pero sí ponerse en cuclillas con la cabeza metida en el espacio entre el eje de transmisión y la carrocería. La parte inferior no estaba vacía, sino repleta de maleza, una mezcla de matorrales y pequeñas hojas de coníferas que habían atravesado los parachoques y se habían atascado allí. Permanecían erectas y tranquilas. Así que Zula quedó a la vez oculta en la maleza y refugiada bajo un camión, con la esperanza de que fuera suficiente para mantenerse fuera del alcance de los zarpazos del oso. Tenía la impresión de que era grande. Pero era normal que pensara eso. Quizás era demasiado grueso para querer meterse debajo de la camioneta: se contentaría con los bocados más fáciles de la ración que Zula había arrojado en su dirección. Desde luego, parecía estar disfrutándola. Zula trató de pensar qué haría si se arrastraba para alcanzarla. ¿Golpearlo en la nariz? No, se suponía que eso era lo que se hacía a los tiburones. Quizá no funcionara con un oso. Con los osos se suponía que había que parecer grande. No intentar huir. Esa parte estaba resuelta. Hacerse parecer grande era más difícil. La cadena en su tobillo tenía sus buenos seis metros de largo. Menos de la mitad habían sido utilizados para conectar su tobillo al pomo del tráiler. El resto se extendía por el suelo. Empezó a recoger la cadena, envolviéndola en su mano izquierda, convirtiéndola en un grueso bastón de acero. Su peso la desequilibró, y tuvo que extender la mano derecha para sujetarse contra el bastidor de la camioneta. Creía que sería sólido y fuerte, y en gran parte lo era: pero algo pequeño y débil se movió bajo su mano.

Se obligó a permanecer inmóvil. El oso seguía produciendo sonidos de satisfacción mientras engullía la mayor parte de la bandeja. Pero unos instantes más tarde también guardó silencio y se quedó quieto, como si escuchara, preguntándose por algo. El primer pensamiento de Zula fue que debía de haber hecho algún ruido o que un cambio en la brisa había traicionado su presencia.

El oso se puso en movimiento, y ella se encogió, pensando que podría estar dirigiéndose hacia ella, pero no era así. La luz de la mañana entraba ahora por la pantalla de camuflaje rota, y al agacharse, usando la mano en el bastidor para no perder el equilibrio, Zula se asomó entre las ruedas traseras de la camioneta y vio sus patas traseras (solo sus patas traseras) plantadas en el suelo. Se había alzado para olisquear el aire y escuchar. Dejó escapar una especie de ladrido indignado, luego cayó a cuatro patas y echó a correr.

Definitivamente, había algo bajo la mano derecha de Zula. Lo exploró con la yema de los dedos y descubrió que podía soltarlo haciendo fuerza contra el bastidor. Era una cajita de plástico.

Dejó que la cadena cayera en espiral de la otra mano y se arrastró bajo la camioneta hasta donde la luz era mejor.

La cajita era un esconde-llaves, con un imán en un lado. La abrió deslizando la tapa y encontró dos llaves unidas por una anilla. Una de ellas parecía una llave de contacto de repuesto para la camioneta. La otra era mucho más pequeña y parecía ser de un candado. La probó en el que le sujetaba la cadena al tobillo, pero ni siquiera entraba en el agujero: era de una marca diferente.

Sus ojos se dirigieron al candado de la caja de herramientas que Jones había tirado al suelo ayer.

Sonaron voces bajando la ladera. Probablemente el oso había reaccionado ante ellas. Zula se guardó las llaves en el bolsillo, luego se metió de nuevo bajo la camioneta y colocó la caja en su sitio contra el bastidor.

Eran Abdul-Wahaab y Sharif.

El candado abierto se había quedado medio pisoteado en el suelo. Zula lo recogió, le quitó la tierra y lo miró unos instantes. Entonces enganchó el aro en el último eslabón de la cadena y lo cerró.

Abdul-Wahaab y Sharif llegaron junto a ella. Zula esperó que se dieran cuenta de la diferencia en el camuflaje, de la bandeja rota con enormes agujeros de colmillos. No lo hicieron. Estaban agotados y tenían prisa. Y solo la querían a ella. Atravesaron la grieta en el camuflaje que había creado el oso. Sharif hincó una rodilla en tierra y abrió el candado que la tenía cautiva. Soltó la cadena que pasaba en torno al pomo del tráiler, luego la cerró de nuevo para que quedara fija a su tobillo. Sus ojos repararon un instante en el otro candado, el de la caja de herramientas, que colgaba del extremo de la cadena, pero no le dio importancia. No tenía la llave ni tiempo ni necesidad de entretenerse con eso ahora. Tras soltar la cadena del bastidor, se levantó, se apartó de la camioneta y le dio un tirón a la cadena, como si fuera la correa de un perro.

—Vamos —dijo.

Zula se levantó, luego se dio media vuelta y se agachó como si fuera a recoger el saco de dormir.

—¡Yo lo haré! ¡Vamos! —dijo Abdul-Wahaab.

Ella se volvió hacia Sharif. Él le dio la espalda y echó a andar para salir del bosque y bajar por la pendiente hacia el río. En la orilla opuesta, entre el agua y la carretera, un Suburban verde los estaba esperando. En la puerta tenía dibujado un oso.