Un efecto secundario de hallarse encadenada en el cuarto de baño era estar fuera de contacto. Zula no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Comió sus raciones militares y durmió sorprendentemente bien y despertó de buen humor. No es que su situación hubiera cambiado. Pero al menos había podido intentar algo. Podía oír a gente yendo y viniendo de los ascensores. Como no tenía ventanas, ni teléfono, ni reloj, no podía saber qué hora era.
Había conseguido guardarse un boli en el bolsillo el día anterior, así que escribió una carta a su familia en toallitas de papel, hizo un rollo y lo guardó en el tubo que había desconectado. Tal vez algún fontanero lo viera cuando viniera a arreglar el desagüe, y llamara la atención de un supervisor, y acabaría llegando a alguien que supiera leer inglés. Eso esperaba. Estaba orgullosa de esa carta. No carecía de humor.
Sokolov llamó una vez, luego entró en el cuarto de baño y le dio los buenos días. Le quitó la esposa del tobillo y la escoltó fuera.
—Nos marchamos definitivamente —dijo—. Coja sus cosas.
Bajaron en el ascensor hasta la planta baja y salieron por la entrada principal del edificio de oficinas hasta el camino de acceso, una herradura parcialmente cubierta por un alero, donde los esperaba una furgoneta con el motor en marcha y las puertas traseras abiertas. Detrás de la furgoneta había cuatro asesores de seguridad, ataviados con sombreros ridículos, algunos fumando o jugueteando con el puñado de neveras de plástico y fundas de cañas de pescar que habían metido detrás. Como era inevitable, los observaban mil chinos y un número imposible de calcular de cámaras de seguridad. Pero toda la gente que hacía tai chi a la sombra de los árboles, las escolares uniformadas que salían de los terminales de los ferris, los taxistas que mataban el tiempo en la plaza cercana, las parejas de oficiales de la OSP, los carreteros, los obreros de la construcción que aparecían para trabajar en el rascacielos, toda esa gente miraba la escena que tenía lugar en torno a la furgoneta durante unos segundos y consideraba que eran un puñado de extranjeros locos que iban de pesca.
Peter y Csongor estaban en el asiento trasero. Qian Yuxia estaba al volante. Junto a ella iba Ivanov, hablándole con el estilo encantador del que había exhibido ráfagas durante la entrevista en el loft de Peter en Seattle. Estaban hablando del gaoshan cha, el té de las montañas, y el plan de Ivanov para distribuirlo en Rusia, donde estaba seguro que tendría un enorme éxito.
Zula fue instada con energía a entrar en la furgoneta por la puerta lateral y acomodarse entre Peter y Csongor. Mientras lo hacía, Yuxia la saludó.
—Buenos días, amiga querida, ¿preparada para capturar algunas buenas piezas?
Zula asintió, preguntándose si había algo que pudiera decir en este momento para convencer a Yuxia de poner la furgoneta en marcha y pisar a fondo el acelerador. Eso los alejaría de los asesores de seguridad, pero Ivanov seguiría en la furgoneta con ellos. Parecía casi inconcebible que no llevara algún tipo de arma. ¿Así que de qué les serviría a menos que Yuxia tuviera el valor de conducir directamente hasta la comisaría de la Oficina de Seguridad Pública y atravesar de golpe sus puertas delanteras?
—Hay mucho de lo que hablar —observó Peter, dirigiéndole una mirada sucia.
—¿Qué demonios está haciendo ella aquí? —le preguntó Zula a Csongor.
—Para esta operación era necesaria una furgoneta —dijo Csongor—. Cuando Ivanov oyó hablar de Yuxia, dijo: «Es perfecta, dame su número de teléfono», y entonces la llamó y la convenció.
—Comprendo —dijo Zula, no en el sentido de «lo acepto» sino de «ya veo lo horrible que es esto». Tuvo ahora la sensación de haberse perdido un montón de cosas durante su cautiverio en el cuarto de baño de señoras—. Pero ayer… ¿qué sucedió?
—Después de que Sokolov te metiera en el taxi en el wangba, le dijo a Yuxia que era hora de comprar neveras, y los dos se marcharon —Csongor vaciló, tal vez buscando un modo de decirle lo siguiente de forma diplomática—. Creo que volvía de ese encargo cuando se tropezó contigo.
—La verdad es que fui yo quien tropezó con él —dijo Zula—, pero continúa.
—¿Y de qué iba eso, por cierto? —exigió Peter—. ¡Podrías habernos hecho matar!
Ahora sucedió algo nuevo: Csongor giró su gran torso en forma de barril hacia Zula y se inclinó hacia delante para que ella pudiera ver bien a Peter. Se agarró con una mano al asiento que tenía delante. Dejó caer la otra en lo alto del asiento cerca de la cabeza de Zula, cuidando de no tocarla pero casi haciéndola sentirse medio abrazada. Le dirigió a Peter una mirada que Zula habría considerado intimidatoria si hubiera ido dirigida hacia ella. La cabeza de Csongor parecía tan grande como un balón de baloncesto y sus ojos estaban abiertos de par en par y miraban la cara de Peter como si estuvieran conectados por tensores de alambre.
—Iba de echarle cojones —dijo Csongor.
—Pero los rusos… —empezó a decir Peter, sorprendido por el súbito cambio en la personalidad de Csongor.
—A los rusos les encantó —dijo Csongor terminantemente. Se volvió hacia Zula—. Estuvieron hablando de ti toda la tarde. Puedes estar segura de que no hay ningún resentimiento por su parte. Ni por la mía.
—¿Y qué hay de él? —preguntó Peter, mirando a Ivanov—. Los suyos son los únicos sentimientos de los que tenemos que preocuparnos.
—No estoy seguro de que esto sea el caso…
Zula alzó las manos entre ambos, y luego hizo de nuevo el gesto de entrechocar los puños.
—Volvamos al wangba si no os importa, puesto que no sé nada.
—Muy bien —dijo Csongor—. Los otros rusos subieron al piso y me acompañaron durante un rato mientras le echaban un ojo a los jugadores de T’Rain que localizaste. Estuvimos allí durante seis horas, vigilando a esos tipos. Quedó más o menos claro que uno de ellos era el jefe. Un tipo alto, un poco mayor que los otros, con un jersey Manu.
—¿Un jersey Manu?
—Manu Ginobili —dijo Peter, casi enfadado porque Zula no entendía la referencia—. Juega en los Spurs.
—Manu, como lo llamábamos, nunca llegó a jugar a T’Rain, no se expresaba emocionalmente, solo veía lo que estaba pasando y hablaba constantemente por teléfono y les decía a los otros tipos dónde debían enviar a sus personajes y qué hacer. Así que uno de esos tipos —Csongor señaló con la barbilla a los asesores de seguridad tras la furgoneta— bajó a la calle y se puso a parar taxis hasta que encontró a uno cuyo conductor hablaba un poco de inglés. Le tendió un puñado de dinero al taxista y le dijo: «Puede quedárselo si me ayuda.» Y lo que le dijo al taxista fue que iban a estar allí un rato, posiblemente toda la noche, pero que al final un chico con un jersey Manu saldría y que iban a seguirlo.
—Nunca he oído hablar de Manu Ginobili —dijo Zula—. Si de verdad es una referencia cultural tan común que…
—Sí —dijeron Peter y Csongor al unísono.
—Así que —continuó Csongor—, después de unas cuantas horas, Manu salió del wangba y el taxista lo siguió durante aproximadamente un kilómetro hasta uno de esos barrios de poca monta. Manu entró en un edificio. El ruso y el taxista se quedaron allí durante otro par de horas, tan solo vigilando el edificio, y Manu no volvió a salir. Pero más tarde lo vimos en el tejado encestando canastas con otros jóvenes.
—¿Hay una cancha de baloncesto en el tejado?
—Una cancha no —dijo Peter, molesto de nuevo por lo que consideraba una pregunta inane—. ¡Solo un aro! Podemos verlo claramente desde el piso franco.
—¿De verdad?
—De verdad. Está como a un kilómetro de aquí, todo recto.
—Se ve claramente. Nos pasamos la mitad de la noche observándolos por los binoculares —dijo Csongor.
—¿Entonces es un edificio de oficinas? ¿De apartamentos? —dijo Zula.
—Un vertedero —respondió Peter—. La mitad de la manzana está vacía.
—¿Cómo puede haber algo vacío en esta ciudad?
—A una manzana de distancia hay una obra —dijo Csongor—. La zona está en desarrollo. Ese edificio y los que lo rodean probablemente serán demolidos antes de que pase un año.
—El taxista fue enormemente servicial en cuanto vio el fajo de dinero —dijo Peter—. Se bajó del taxi para echar un pitillo, hizo unas cuantas preguntas por la calle, se enteró de algo más sobre el edificio.
—¿Y?
—Tiene mala fama. El casero no puede hacer contratos a largo plazo en un edificio que está deseando derribar. Pero odia dejar de ganar dinero. Así que lo alquila de mes a mes a todo el que esté dispuesto a pagar en efectivo, sin hacer preguntas.
—Me hago a la idea —dijo Zula.
—Por ejemplo, hay varios inquilinos extranjeros —dijo Csongor.
—¿Filipinos?
—No —rio Csongor—, extranjeros internos.
—¿Y eso qué significa?
—Chinos que vienen de otras partes de China tan lejanas y distintas que bien podrían ser países extranjeros.
—Inmigrantes económicos —dijo Peter—. El equivalente a los mexicanos.
—Vale —dijo Zula—, pero Manu no es uno de esos.
—Parece que Manu y unos cuantos jóvenes más están viviendo juntos en uno de los pisos. No sabemos en cuál —respondió Peter—. Tienen un aro de baloncesto en el tejado. Suben allí y pasan el rato bebiendo cerveza y fumando y jugando hasta las tantas.
—Con portátiles —dijo Csongor, sacudiendo incrédulo la cabeza.
—Sí, incluso a las dos de la madrugada tienen los portátiles encendidos. Su oficina auténtica está abajo en alguna parte, pero obviamente tienen conexión wi-fi en el tejado.
—Así que creen que el Troll es uno de esos tipos —dijo Zula, tratando de sumar todo esto—, o tal vez todos ellos, colectivamente, lo sean. Manejan REAMDE desde este apartamento. Tienen problemas con los bandidos que atacan a sus víctimas cuando van a la intersección de línea ley con el rescate y por eso pagan a jugadores más jóvenes para que frecuenten el wangba todo el día y maten a los bandidos. Manu va al wangba a supervisarlos, pero está constantemente en contacto con el apartamento a través del teléfono.
—Cinco minutos después de que Manu se fuera del wangba apareció otro tipo haciendo botar una pelota de baloncesto y ocupó su lugar —informó Csongor.
—Los mata-bandidos trabajan en turnos las veinticuatro horas seguidas —dijo Zula, traduciendo eso.
Durante el último minuto más o menos, los asesores de seguridad habían estado subiendo a la furgoneta y ocupando sus asientos uno a uno. No había sitio suficiente, y por eso uno de ellos acabó apretujado en el hueco entre los asientos del conductor y el copiloto. Sokolov cerró las puertas traseras y subió el último y ocupó un espacio que le habían reservado.
—¿Todo el mundo listo? —exclamó Yuxia, con una voz que penetró fácilmente hasta la fila del fondo.
La respuesta fue apagada pero afirmativa.
Ivanov miró al asesor sentado entre Yuxia y él, e intercambiaron un gesto de asentimiento. Ivanov extendió la mano izquierda y la colocó sobre la mano derecha de Yuxia, sujetándola contra el volante. Al mismo tiempo, el asesor extendió su mano y colocó unas esposas en la muñeca de Yuxia. Un instante después cerró la otra mitad de las esposas en el volante. Ivanov retiró la mano.
—¿Pero qué coño…? —exclamó Yuxia, retirando la mano, probando la esposa, convenciéndose todavía de que esto no estaba sucediendo de verdad.
—Por tu bien —explicó Ivanov.
—¿Mi bien?
—Cuando la OSP investigue, verán las esposas, sabrán que no tuviste elección, y te declararán inocente.
—¿Inocente por pescar?
Ivanov se abrió la chaqueta y le dejó ver una pistolera.
—De caza.
Chasqueó los dedos y Sokolov le entregó un mapa impreso, sacado al parecer de Google. Mostraba una foto satélite de Xiamen con las calles superpuestas.
—¡Zula! —exclamó Yuxia—. ¿Qué está pasando, amiga querida?
—Me secuestraron —explicó Zula—. Intenté escapar anoche y advertirte, pero me capturaron. Lamento que te veas metida en esto.
Anoche se había dicho a sí misma que no volvería a llorar, pero las lágrimas acudieron ahora libremente a sus ojos.
Yuxia captó ese detalle en el espejo retrovisor.
—¡Te voy a joder vivo, hijo de puta! —le dijo a Ivanov.
—Tal vez luego —repuso Ivanov secamente.
—No servirá de nada hablarle así, Pies Grandes —dijo Zula.
—Ahora nos iremos y todos estaremos bien al final del día, a excepción del Troll —dijo Ivanov. Extendió la mano e internó la furgoneta en el camino de acceso, y luego le dirigió a Yuxia una mirada expectante.
—¿Quién es Troll? —preguntó Yuxia con voz apagada. Pero aceleró un poco y pasó a la carretera del muelle.
Ahora que estaban en marcha hacia un destino situado solo a un kilómetro de distancia, a Zula se le ocurrió una pregunta muy básica.
—¿Por qué nos traen? ¿Lo sabe alguien?
—Al parecer el edificio contiene algo así como ochenta apartamentos separados —dijo Peter—. Algunos vacíos, otros no. Esta gente no sabe en cuál vive el Troll. No pueden ir por los pasillos echando abajo ochenta puertas; alguien llamaría a la policía.
—Eso sigue sin responder a mi pregunta.
—Se han convencido a sí mismos —dijo Csongor—, que si nosotros tres entramos en el edificio, podremos determinar en qué piso está el Troll.
—¿Por qué creen eso?
—Porque somos hackers y han visto muchas películas.
El trayecto les llevó un rato; podrían haberlo hecho más rápido a pie. Sokolov mantenía contacto ocasional con otros rusos por su walkie talkie, que Zula supuso que era algún tipo de artilugio encriptado, pues de lo contrario la OSP los detectaría. Como faltaban dos rusos en la furgoneta, dedujo que Sokolov había enviado una avanzadilla.
Csongor, que tenía un dominio razonable del ruso, suministró la traducción de lo que hablaban por el walkie talkie.
—Envió a dos tipos cuando todavía estaba oscuro. Hallaron una forma de entrar en el edificio. Se encuentran en una habitación en el sótano que no utiliza nadie. Accesible por una entrada trasera. Ahí es adonde vamos.
Yuxia, siguiendo direcciones de Sokolov, se internó en una calle tan estrecha que tuvieron que plegar los dos retrovisores, y los residentes locales tuvieron que salir corriendo para apartar de su camino pollos en jaulas y grandes cestas planas con té verde. Después de unos minutos agónicamente lentos y conflictivos, llegaron ante un callejón, no más ancho que una puerta, situado a su derecha. El ruso al otro extremo del walkie talkie gritó una sola palabra.
—Alto —dijo Sokolov.
Abrieron la puerta de la derecha de la furgoneta. Los rusos salieron de uno en uno y pasaron al callejón y formaron una fila: Peter rebuscó tras el asiento y sacó neveras y otro equipo, que fue entregando a Sokolov, quien a su vez lo lanzó a sus hombres. De este modo metieron todo el equipo por la entrada trasera del edificio. Con la oscuridad era imposible ver claramente, pero parecía estar a cinco o seis metros, en el lado izquierdo del callejón. Mientras tanto, Zula intentó ver dónde estaba moviéndose en el asiento y asomándose a las ventanillas.
Si el callejón a su derecha era la entrada trasera, entonces esta calle corría a lo largo del lateral del edificio del Troll, y estaban aparcados en su esquina trasera. La planta baja mostraba algunas aberturas selladas con puertas de acero enrollables. Sobre estas había algunos aleros de metal corrugado, agujereados por el óxido, que se extendían sobre la calle y le hacían imposible ver gran cosa de los pisos superiores.
Al mirar por el parabrisas, pudo ver un cruce a unos diez metros, donde esta calle se encontraba con otra más ancha que estaba repleta con el habitual flujo de tráfico de peatones y bicicletas. Esa calle parecía pertenecer a una parte mejor iluminada del universo, y Zula supuso que era porque había obras al otro lado: el edificio de enfrente estaba cubierto de andamios y lonas azules; y más allá había un socavón en el tejido de la ciudad donde estaban arrojando una arcologia o algo parecido.
Eso fue todo lo que Zula pudo ver antes de que Sokolov indicara que era hora de mostrarse útiles. Csongor, Zula y Peter bajaron de la furgoneta tras plegar uno de los asientos. Sokolov cerró la puerta lateral y los siguió por el callejón hacia la entrada trasera. Yuxia, presumiblemente siguiendo instrucciones de Ivanov, que seguía sentado a su lado, arrancó y se perdió de vista.
Una discusión menor tenía lugar en el callejón, donde una anciana estaba asomada a una ventana del primer piso gritando a los rusos. Zula disfrutó de un momento de esperanza de que la mujer llamara a la OSP. Sokolov alzó la cabeza y la miró durante unos instantes, luego buscó en su bolso de hombre, sacó un fajo de billetes de medio grosor, le permitió verlo (esto la hizo callar) y se lo lanzó. El dinero atravesó la ventana y se estrelló contra algo dentro. La mujer se retiró y cerró la ventana. Sokolov ni siquiera llegó a detenerse.
Medio tramo de escaleras de hormigón los condujo a un pasillo del sótano iluminado por unas cuantas bombillas peladas. Los asesores de seguridad los llamaron desde el fondo del pasillo, y entraron en una habitación llena de una luz azul grisácea que entraba por un par de sucias ventanas situadas al nivel de la acera. Estaba situada junto al pie de lo que Zula supuso que era la principal escalera del edificio. No era difícil ver que el edificio estaba diseñado en torno a un núcleo central que incluía no solo la escalera, sino otras cosas que tenían que correr en vertical: las instalaciones de tuberías, los cables de la luz, los bajantes. De modo que esta habitación estaba repleta de tubos, válvulas, contadores, desbarajustados cables eléctricos y paneles de fusibles. No había instalación de Internet (de hecho, no había ninguna tecnología posterior a la Segunda Guerra Mundial), lo cual no resultaba nada sorprendente, pero sí planteaba la cuestión de dónde sacaban la conexión los tipos de REAMDE. Pero todos los edificios de China estaban montados con cables improvisados así que probablemente los pirateaban de otro sitio.
—¿Podemos subir al tejado? —preguntó Peter.
Un explorador subió al tejado e informó a través del walkie talkie que ninguno de los chicos de REAMDE estaba allí en este momento. Por tanto Peter y Zula, acompañados por Sokolov, subieron cinco pisos hasta lo alto de las escaleras. El acceso al tejado había sido sellado anteriormente por una puerta, pero habían roto el candado.
La terraza del Troll consistía en media docena de sillas de plástico, una oxidada mesa plegable, un aro de baloncesto sujeto por un andamio hecho con tubos, un servicio de té, una bañera de plástico con un puñado de revistas de la NBA, y un cable de extensión que cruzaba el tejado hasta las escaleras y conectaba con los restos de un aplique de luz.
Desde ese mismo aplique, un tramo de cable doble barato corría hasta el tejado de la garita que remataba la escalera, donde desaparecía bajo un cubo de plástico sujeto con un ladrillo. Un cable de red azul pasaba bajo ese cubo.
Peter recibió permiso de Sokolov, se encaramó a lo alto de la garita, quitó el ladrillo y lo apartó para revelar un router wi fi, las luces verdes LED parpadeando alegremente.
El cable azul cruzaba el tejado hasta la fachada del edificio, luego desaparecía por un sumidero en el pretil de un metro de alto. Zula siguió el cable hasta el filo, se asomó al pretil y echó un vistazo. Se encontraba ahora cerca de la esquina del edificio, diagonalmente frente al lugar donde habían bajado de la furgoneta.
A dieciocho metros más abajo pudo ver la furgoneta aparcada delante de la entrada principal del edificio, bloqueando el tráfico y creando problemas.
El cable azul seguía corriendo a lo largo de un bajante vertical que salía del sumidero del pretil y corría por el lado del edificio. En algún punto el cable presumiblemente se separaba del bajante y entraba en el edificio a través de una ventana o cualquier otra apertura, y eso marcaría la localización del apartamento del Troll. En un mundo perfecto habrían podido ver ese lugar desde este punto de observación y detectado inmediatamente el apartamento en cuestión, pero no hubo esa suerte: debía de estar oculto bajo algún rasgo horizontal que bloqueaba su visión. Y con todos los balcones, tendederos, aleros y tuberías exteriores, había obstáculos de sobra.
No por primera vez, Zula se corrigió a sí misma: no, era buena suerte, no mala, no poder averiguarlo. Entregarle el Troll a Ivanov sería muy mala cosa. Le preocupó por lo fácil que había sido implicarse en la emoción de la caza.
Peter se acercó a ella, concentrado en la pantalla de una PDA.
—¿El nombre Golgaras significa algo para usted?
—Es uno de los continentes de T’Rain —dijo Zula.
—¿Y Atheron?
—Lo mismo.
—Estoy detectando cuatro puntos de acceso wi-fi —dijo Peter—. Dos de ellos tienen nombres por defecto y tienen una señal muy débil… apuesto a que están en ese edificio de enfrente. Golgaras es muy fuerte, y Atheron, considerablemente más débil.
—Intenta desconectar ese router que hay bajo el cubo —sugirió Zula—, a ver si una de ellas se apaga.
Peter se volvió y regresó a la escalera para probar el experimento.
Un puñado de cables improvisados que unían este edificio con el del otro lado de la calle, el de los andamios y lonas azules, llamó la atención de Zula. Estaba conectado a la pared frontal que había casi directamente bajo ella entre los pisos cuatro y cinco. No estaba conectado a ningún punto sino que se mezclaba con el edificio a través de un sistema ramificado que se extendía. Zula pudo distinguir un cable de red azul expandiéndose perezosamente en espiral alrededor de la parte externa del puñado de cables: el último trozo de cable que había sido añadido.
—Ivanov solicita informe de situación —dijo Sokolov, que se había agachado tras ella en el piso de gravilla. Había conectado un auricular a su walkie talkie.
—Creo que está en esta esquina del edificio —respondió Zula—. Debajo de nosotros, en alguna parte. Yo diría que en el cuarto o quinto piso.
Sokolov retransmitió sus palabras al micro que llevaba sujeto en el cuello de su camisa.
—Golgaras se ha apagado —informó Peter—. Atheron sigue transmitiendo.
—¿Y eso significa? —preguntó Sokolov.
—Creemos que tienen dos WAPS[06] —dijo Peter—. Uno aquí en el tejado y probablemente otro en su apartamento.
Sokolov se llevó la mano al oído y escuchó. Luego preguntó:
—Ivanov dice que cuál es la base para suponer que está en esta esquina.
Zula dirigió su atención al haz de cables que tenían debajo. Peter y Sokolov se asomaron al pretil y vieron lo que había visto ella.
—Podríamos estrecharlo más —ofreció Peter—, si pudiéramos echar un vistazo al edificio desde el frente. Ver por dónde entran en la estructura los cables azules.
Sokolov lo retransmitió. Hubo una breve pausa.
—Mierda —dijo Sokolov en inglés, y miró hacia abajo. En su cara, la furia se mezcló con algo parecido a la vergüenza.
Zula y Peter siguieron su mirada y vieron a Ivanov salir del asiento de pasajeros de la furgoneta. Se dirigió a la puerta lateral, la abrió, rebuscó un momento, y sacó un par de binoculares, que se llevó a la cara y enfocó hacia ellos.
Sokolov se apartó del pretil y extendió la mano para agarrar a Peter y Zula, pero estos ya se habían agachado para que no los pudieran ver desde abajo.
—Está loco —dijo Sokolov, de manera casual, como si observara que Ivanov medía un metro ochenta de altura. No lo dijo de la forma irónica y admiradora con que podría haberlo hecho un joven americano. Pero antes de poder abundar en el tema sus ojos se desencajaron mientras recibía una transmisión de Ivanov.
—Bajemos —dijo.
Se reunieron en el sótano con Ivanov, que había sacado una foto con el móvil de lo que, desde su punto de vista, era el cuadrante superior izquierdo de la fachada del edificio. Naturalmente la pantalla de su teléfono ni siquiera podía mostrar con su resolución un objeto tan fino como un cable de red desde lejos, pero pudo señalar el lugar donde, con la ayuda de sus binoculares, había visto los dos cables azules entrar en el edificio: un agujerito, probablemente el respiradero de un ventilador de cocina, sobre el cuarto piso y debajo del quinto.
Contaron las ventanas entre la esquina del edificio y la localización de ese agujero. Entonces enviaron a un asesor de seguridad a una de las plantas inferiores (asumiendo que todas tenían el mismo trazado) y lo hicieron llegar hasta el fondo del pasillo y luego contar las puertas hacia atrás, anotando los números de los apartamentos de las puertas.
Mientras tanto, Zula consiguió apartar a Csongor del centro de la discusión.
—¡Yuxia está sola en la furgoneta! —exclamó—. Si pudiéramos llegar hasta ella…
Csongor negó con la cabeza.
—Ivanov quitó las llaves del contacto. Las lleva en el bolsillo.
—Oh.
—En el bolsillo delantero izquierdo de su pantalón, por si esa información es relevante de algún modo.
—De todas formas, podría tocar el claxon, pedir ayuda…
—Uno de los rusos planteó el mismo tema —dijo Csongor, y guardó silencio.
—¿Y…?
—A Ivanov no le preocupa.
—¿Por qué no?
—Yuxia te llamó «amiga querida».
—¿Y?
—Así que creen que tal vez seáis lesbianas —Csongor se ruborizó claramente incluso con la tenue luz azul del sótano.
—Mierda —dijo Zula—. Mañana recuérdame que me tronche de risa si no me han torturado hasta la muerte.
—Pero yo pienso que «amiga querida» es una forma que tienen las mujeres negras de saludarse, aunque sean heterosexuales.
Algo en la expresión del rostro de Csongor indicaba que no se trataba solo de una incursión en el argot urbano norteamericano, sino que era de posible importancia directa en su futura felicidad. Zula se permitió un momento de diversión pensando cómo el impulso reproductor masculino podía interponerse en situaciones donde era peor que inútil. Incluso consideró decir una mentirijilla.
—Tienes razón —dijo por fin—. Yuxia aprendería la expresión en alguna película o algo.
—Yuxia y tú solo sois amigas —dijo Csongor, con un alivio tan evidente que Zula sintió que su rostro se acaloraba.
—Solo amigas que se conocen desde hace unas veinticuatro horas.
—Ivanov cree otra cosa —dijo Csongor—, y le dijo a Yuxia que si creaba algún problema, te haría cosas malas.
—Bueno, eso podría ser cierto.
A Csongor no le gustó oír esto.
—Pero aunque Yuxia y yo no somos amantes —recalcó Zula—, amenazarme podría cambiar la forma en que tome decisiones.
El ruso que contaba las puertas regresó con un burdo boceto. A partir de aquí y con la foto de la fachada del edificio, pudieron calcular qué puerta daría acceso al apartamento en cuestión, suponiendo que supieran si era la tercera o la cuarta planta. Pero no había forma de zanjar la cuestión mirando al edificio desde fuera. El resultado era que el Troll probablemente vivía en el apartamento 305 o 405.
Esto le pareció a Zula un progreso excelente (si querías mirarlo de esa forma), considerando que llevaban en el edifico unos veinte minutos. Pero solo hizo que Ivanov pareciera más fastidiado.
Zula se acercó a la gran caja de acero oxidada que, como todo el mundo podía ver por los cables y conductos, servía como panel eléctrico principal del edificio. La puerta colgaba torcida. La abrió de una patada. El tío John le había enseñado a meterse las manos en los bolsillos cuando se acercaba a equipo eléctrico misterioso. Así lo hizo ahora.
El panel contaba con un puñado de objetos planos redondos con ventanitas, conectados a enchufes redondos. Algunos de los enchufes estaban vacíos, revelando roscas de tornillos y electrodos similares a los casquillos de las bombillas. La mayoría, sin embargo, estaban ocupados por los pequeños botones con ventanas. Estaban etiquetados con tiras de papel con caracteres chinos escritos a mano.
—¿Qué son? —preguntó Peter. La había seguido.
—Fusibles —dijo Zula—. He oído hablar de ellos.
—¿En vez de interruptores diferenciales?
—Eso creo.
—Muy bien, ya veo dónde quieres ir a parar —dijo Peter, con un arrebato de energía friki.
Zula no había pretendido ir a ninguna parte, solo acercarse a mirar el material. Miró a Peter. Él había vuelto a sacar su PDA.
—Sí —dijo—. Todavía puedo ver a Atheron.
La miró sonriente, luego se volvió a ver si Sokolov e Ivanov estaban prestando atención. No lo hacían. Comprobó de nuevo la señal y su rostro se nubló.
—Mierda, lo he perdido. La señal es muy débil.
Csongor se había acercado, así que Peter se lo explicó.
—Zula y yo hicimos esto antes, en el tejado. Atheron es su WAP en el apartamento. No puedo conectar (tiene una contraseña), pero puedo ver la señal. Si cortamos la energía tirando del fusible, debería desconectarse.
Los ojos de Csongor se dirigieron al panel.
—¿Cada apartamento tiene un único fusible?
—Eso parece —dijo Zula—. Identificado en chino.
—¿Sabe alguien leer números en chino?
—Más o menos —dijo Zula.
Ivanov se acercó e hizo una pregunta en ruso. Sus ojos saltaron del panel de fusibles a Zula mientras Csongor contestaba. Peter añadió el aviso de que su PDA no podía captar del todo a Atheron desde este sótano y por eso, tras un montón más de charla que parecía realmente necesaria, llegaron a un nuevo acuerdo. La mayoría de los asesores de seguridad se quedó en el sótano haciendo lo que llevaban haciendo todo el rato de todas formas, que era juguetear con las armas y munición que habían sacado de las fundas de las cañas de pescar y las neveras. Peter subió un tramo de escaleras con la PDA, situándose mejor en el edificio para poder captar una señal consistente de Atheron. Ivanov se pegó a Peter: quería verlo con sus propios ojos y por eso estaría asomado a su hombro durante todo el experimento. Csongor se quedó en la base de las escaleras, donde podía ver y charlar con Zula, que estaba apostada ante el panel de fusibles, y Sokolov estaba en las escaleras entre Csongor e Ivanov, de modo que podía intercambiar señales de manos con ambos.
Mientras elaboraban todo esto, Zula se preparó para leer, o fingir que podía leer, los números chinos.
Los números de las puertas eran arábigos. Pero el electricista o el conserje que había etiquetado estos fusibles del sótano había utilizado el sistema chino.
El cero era un círculo. El uno, dos y tres se representaban con el número adecuado de líneas horizontales. El cuatro podía recordarse porque era un cuadrado con algo dentro. A partir de ahí, sin embargo, los números eran un enigma. Con un poco de ayuda de Yuxia, había estado intentando aprenderlos. En algunos contextos, donde los números se presentaban en orden predecible, fue fácil. Leer números al azar le habría resultado imposible. La situación con esta caja de fusibles estaba entre ambos extremos. En lo alto de la caja veía algunas etiquetas que no eran números (supuso que debían de decir cosas como «sótano» o «lavandería»). Debajo empezó a ver números que empezaban con una sola línea horizontal, que significaba 1, y después de varias de estas vio algunas con dos líneas horizontales, y después un puñado con tres líneas, y así sucesivamente. De modo que parecía que los fusibles estaban colocados de forma lógica según la planta y el número del apartamento. Pero todo esto era más una tendencia general que una regla absoluta: estaba claro que la instalación eléctrica del edificio había sido renovada varias veces y que los enchufes disponibles habían sido repartidos al azar. Zula tuvo que hacer primero una especie de investigación arqueológica mental para reconstruir cómo habían llegado a esto. Hacia el fondo del panel empezó a ver el carácter cuadrado que significaba cuatro y, debajo, el glifo menos obvio que estaba segura que era el cinco. Así que el fusible que mataría la señal de Atheron probablemente estaba en la media docena inferior de filas de la caja. Pero esta parte era la que más había sido explotada por los oportunistas renovadores en décadas más recientes y por eso había mucho más problema para orientarse.
—Están preparados —dijo Csongor—. Puedes empezar a extraer fusibles.
—Explícales que esta caja es un lío, y que puede que tarde un poquito más en hallarle sentido.
Csongor la miró como si no quisiera para nada ser el portador de ese mensaje.
—Si empiezo a arrancar fusibles indiscriminadamente —señaló Zula—, los inquilinos empezarán a bajar aquí a averiguar qué ocurre.
Csongor subió las escaleras y le transmitió sus palabras a Sokolov.
Zula advirtió que los circuitos más nuevos tenían todos fusibles pero que varios de los enchufes de lo que consideró eran los apartamentos del quinto piso estaban vacíos. Pensó que eso significaba que los apartamentos estaban vacantes. Para desanimar a los ocupas e impedir que otros inquilinos piratearan la electricidad, quitaban el fusible, por tanto la energía, de todo piso que estuviera desocupado. Al escrutar el panel, Zula vio que todas las plantas tenían al menos una o dos unidades vacantes pero que eran más comunes en el quinto piso: no era sorprendente que, en un edificio sin ascensor, fueran los apartamentos menos deseables.
Encontró un enchufe etiquetado con el carácter del 5, luego el 0, luego el 5 otra vez. El 505 era uno de los candidatos más probables, el otro era el 405. Pero este enchufe no tenía un fusible conectado.
Estudió el panel hasta encontrar la secuencia de caracteres que, estaba bastante segura, representaba el 405. Tenía fusible.
Extendió la mano y desatornilló el fusible, luego se volvió hacia Csongor y alzó el fusible. Csongor le hizo una señal con la mano a Sokolov, quien al parecer la retransmitió escaleras arriba.
Pero nada de esto fue necesario. Peter e Ivanov estaban ya de vuelta.
Zula volvió a colocar el fusible mientras bajaban, devolviendo la corriente al 405.
—¡Lo encontré a la primera! —anunció Peter, agitando la PDA en el aire con un estilo triunfal que a Zula le pareció un poco escalofriante—. ¡Encontramos al Troll!
—Zula —dijo Ivanov—, bien hecho.
Como si ella hubiera extirpado un tumor cerebral. Entonces Ivanov se detuvo, de un modo que resultó casi cómico.
—¿Qué apartamento?
Acababa de darse cuenta de que todavía le faltaba esta información. Solo Zula sabía la respuesta.
Hacía tiempo que no la miraba tanta gente con tanta curiosidad.
—El 505 —dijo.
Sokolov le habló a Ivanov en ruso, haciendo algún tipo de objeción. O tal vez eso fuera una palabra demasiado fuerte. Estaba mencionando un punto interesante.
Ivanov lo consideró y lo discutió con Sokolov, pero no dejó de mirar a Zula ni un instante.
Lo sabía. Ella había hecho algo mal… se había descubierto de alguna forma.
—A Sokolov le preocupa —dijo Csongor— que el procedimiento sea imperfecto. Recomienda una exploración adicional. Pero Ivanov dice que si somos demasiado descarados, podemos advertir al Troll, que podría intentar escapar.
Ivanov asintió, sin embargo, como si hubiera aceptado el argumento de Sokolov. Se dirigió entonces en ruso a los asesores de seguridad.
Tres de ellos echaron mano a sus cinturones, abrieron unas cartucheras negras y sacaron unas esposas. Uno de ellos se acercó a Zula. Enganchó una de las esposas a un pesado tubo de acero que surgía del suelo, conectando cables con la caja de fusibles. Agarró la mano izquierda de Zula y le puso la otra esposa en la muñeca. Mientras tanto esposaron a Csongor a una tubería de agua fría en otra parte de la habitación. Un tercer asesor encadenó a Peter al pasamanos de hierro en la base de las escaleras.
Los otros asesores se pusieron en pie, comprobaron su equipo y ocultaron sus armas.
—Vamos a visitar al Troll en el 505 —dijo Ivanov—. Si has dicho la verdad, entonces conseguiremos nuestro objetivo y nos pondremos en marcha, todos contentos. Si has cometido un error, regresaremos y discutiremos las consecuencias. Bien. ¿Es el 505 el lugar correcto? ¿O es quizás el 405?
—Es el 505 —dijo Zula.
—Muy bien —respondió Ivanov, y dio la orden. Sokolov, todos los agentes de seguridad e Ivanov empezaron a subir las escaleras.
El gran ruso gordo había intentado aterrorizar a Yuxia y en parte había tenido éxito, pero mientras permanecía allí sentada sola, esposada al volante, el terror remitió rápidamente y empezó a sentirse decepcionada y ofendida. Cuando él la llamó el día anterior y le pidió que fuera a recoger la furgoneta y organizara una excursión de pesca, se sintió halagada por haber sido escogida, de entre toda la gente de Xiamen, para semejante responsabilidad. Había pasado despierta la mitad de la noche viajando en autobús hasta el pueblecito en el campo donde había aparcado la furgoneta, luego tuvo que regresar a Xiamen y hacer los preparativos. Como gesto especial para demostrar cuánto apreciaba esta oportunidad, apareció temprano esta mañana con tazas de café y madalenas de una panadería estilo occidental cercana.
Sin embargo, lo peor fue que el gordo la había engatusado contando grandes historias sobre cómo la ayudaría a vender gaoshan cha en Europa, y ella había picado a pies juntillas. Parecía que esta gente la había etiquetado como una especie de palurda. Una palurda oportunista que se tragaba cualquier tipo de mentira si pensaba que eso iba a ayudarla a vender té.
Eso ya era ofensivo de por sí. Pero lo que la había herido de verdad fue el hecho de que tenían razón.
Todo lo que tenía que hacer era bajar la ventanilla y empezar a gritar y esa gente pasaría en la cárcel el resto de sus vidas.
Pero el hombretón era poderoso: tenía dinero, tenía soldados, y todos iban armados.
Pero si era tan poderoso, ¿por qué necesitaba ayuda de alguien como Yuxia para llevar a cabo la sencilla acción de tomar prestada una furgoneta?
Porque era desechable. Por eso. Ella no era nadie, sola en la gran ciudad. Nadie advertiría que había desaparecido.
Así que había llegado la hora de bajar la ventanilla y empezar a gritar.
Pero si lo hacía, el hombretón le haría cosas terribles a Zula. Lo había prometido. A Yuxia le caía bien Zula y sentía hacia ella una especie de lealtad basándose simplemente en las lágrimas de vergüenza que asomaron a sus ojos cuando confesó su incapacidad de avisarla.
Tal vez había otras cosas que pudiera hacer, en vez de gritar, para mejorar un poquito la situación. Estudió sus alrededores. No sus alrededores inmediatos, que solían consistir en gente que le gritaba por bloquear la calle, sino más a media distancia. Todo estaba abarrotado de gente ofreciendo sus mercancías y cumpliendo sus recados. Un carretero, cuyo carro estaba vacío, había parado a un par de metros de distancia de la furgoneta y miraba con atención a Yuxia. Como muchos de su oficio era delgado y parecía tener noventa años, lo que probablemente significaba que le resultaba difícil competir contra los carreteros más jóvenes y fornidos. Tenía que compensarlo con astucia callejera. Los había visto antes, descargando cosas de la furgoneta y pasándolas callejón abajo. Había visto al hombre grande bajarse de la furgoneta hacía un minuto y observar la fachada del edificio con binoculares. Sabía que había varios occidentales dentro del edificio y que allí estaba pasando algo. Como todos los demás en esta calle siempre estaba pensando en cómo beneficiarse de las cosas, y había hecho el cálculo de que si se quedaba cerca de la furgoneta, mostrando su disponibilidad, entonces alguien conectado con esta operación podría enviarlo a algún tipo de recado.
Yuxia bajó la ventanilla. No tuvo que buscar la atención del carretero porque él la estaba mirando ya directamente.
—Necesito un cerrajero —se quejó—. Pero mi teléfono no funciona.
Entonces miró la fachada del edificio de apartamentos solo para asegurarse de que el grandullón no estaba viéndolos. Cuando devolvió su atención hacia el carretero, el hombre se había marchado.
—Gracias a Dios —murmuró Peter cuando los pesados pasos de Ivanov se apagaron—. Lo logramos. ¡Sí! Lo logramos. Se acabó.
Zula no pudo hacer acopio de fuerzas para darle la noticia de que no lo habían logrado ni se había acabado. Buscó de nuevo el fusible del apartamento 405 y empezó a desenroscarlo.
—¿Qué estás haciendo, Zula? —preguntó Csongor.
Peter se volvió para mirarla.
—Sí, ¿qué estás haciendo?
—Avisándolos.
—¿Avisando a quiénes?
—A los hackers del apartamento 405.
Extrajo el fusible, luego lo volvió a colocar. Repitió la operación. Cada vez que restablecía contacto, oía un pequeño chasquido de un chispazo.
—Me pregunto si sabrán Morse —dijo, y empezó a meter y a sacar el fusible, creando una pequeña pauta: punto punto punto, raya raya raya, punto punto punto. Igual que en el campamento de girl scouts.
—Le acabas de decir a Ivanov que estaban en el 505 —dijo Peter con una voz extrañamente calmada y pastosa, como si hubiera estado haciendo gárgaras con melaza.
—Una confusión comprensible —respondió Zula—. Este panel es un lío. ¿Y quién sabe leer números en chino?
Le resultaba imposible hablar y transmitir en código Morse a la vez, así que retiró el fusible y escrutó el sótano.
Peter y Csongor la estaban mirando. ¿Esperando, tal vez, que estuviera tomándoles el pelo? Era difícil de decir.
Era importante que comprendieran. Zula suspiró y los miró por turno.
—Antes que nada, Ivanov tiene pensado matarnos pase lo que pase. Eso es obvio.
Dejó que sus palabras flotaran en el aire unos instantes.
—Lo que no significa que vayamos a morir. Porque Sokolov piensa que Ivanov está loco e intervendrá para impedir que nos mate. Todo eso no está en nuestras manos. Nos han pedido que entreguemos a esos hackers, que básicamente son un puñado de chavales inofensivos, para que Ivanov pueda matarlos. Y sencillamente no podemos hacerlo. Está mal. La gente no se comporta así. De modo que mentí a los rusos.
—¡Mierda! —exclamó Peter, y se dejó caer sobre sus manos y rodillas (o más bien sobre una mano y una rodilla, ya que tenía una mano sujeta a la barandilla), y empezó a palpar por el suelo como si hubiera perdido una lentilla. Pero parecía que no podía encontrarla.
—¡Zula! —susurró—. ¿Tienes una horquilla?
—¿Quieres decir, en el pelo?
—Sí.
Zula no pudo dejar de contener un suspiro y poner los ojos en blanco, pero luego se sacó una horquilla del pelo y se la lanzó.
—¿Tienes más? —pregunto Csongor.
Zula le lanzó otra.
La gente que veía demasiadas películas de hackers tenía todo tipo de ideas ridículas sobre lo que eran capaces de hacer. En general, sobrevaloraban enormemente las habilidades de los hackers para hacer ciertas cosas. Pero había un área en la que los hackers eran subestimados por rutina, y era en cuestión de abrir candados. Para ellos, abrir candados era una buena forma de ponerse cómodos y relajarse después de un largo día haciendo pruebas en las redes corporativas. Ningún refugio de hackers estaba completo sin una caja de zapatos llena de candados viejos, esposas y demás, para que esos tipos pudieran sentare y abrirlos por pura diversión. Zula siempre había sido espectadora, no partícipe, y ahora deseó haber prestado más atención. Pero estaba segura de que Peter y Csongor habrían resuelto esta parte del problema bastante pronto y que podrían salir corriendo por la puerta y liberar a Yuxia de su cautiverio en la furgoneta.
—Los rusos irán a la 505 y echarán la puerta abajo y probablemente hagan ruido —dijo Zula—. Espero que esto alerte a los chicos de la 405 y tengan una posibilidad de salir de aquí.
Como no tenía otra cosa que hacer, continuó metiendo y sacando el fusible del enchufe.
—¿Y la gente que vive en el apartamento 505? —preguntó Peter—. ¿No has pensado en ellos?
—Está vacío —respondió Zula, pero la pregunta de Peter la puso nerviosa. ¿Y si había cometido un error? Buscó la etiqueta que, estaba segura, decía «505» y verificó que el enchufe estaba vacío.
Así era. Pero esta vez advirtió un detalle que había pasado por alto la primera vez. No había ningún fusible enroscado en el enchufe, eso era cierto. Pero sí había algo brillando allí dentro, algo más que el enchufe vacío. Se apoyó en una rodilla para poder ver mejor, estirando la mano esposada por encima de su cabeza.
Había un disco de metal incrustado en el enchufe.
Habían hecho un puente: alguien había metido una moneda, algo muy inseguro por diversos motivos.
—¿Qué ves? —preguntó Csongor.
—Me pregunto si en el 505 estarán viviendo unos ocupas —dijo Zula—. ¿Puedes prestarme tu linterna?
Csongor le lanzó la pequeña linterna LED que llevaba en el bolsillo. Zula apuntó con ella al agujero y verificó que habían hecho un puente en la abertura entre los contactos con una moneda de plata.
No era una moneda china, ni ningún tipo de moneda que Zula hubiera visto jamás. Estaba acuñada, no con la imagen del perfil de una persona o ningún otro tipo de imagen normal, sino con una media luna con una pequeña estrella entre los cuernos.
El carretero regresó unos pocos minutos más tarde. Un hombre pequeño y calvo corría tras él, cargando con una caja de herramientas.
Mientras se acercaba Yuxia llamó su atención a través del parabrisas y le indicó el asiento de pasajeros. Le quitó el seguro a la puerta. El hombre la abrió y entró, vacilante, ya que podía ser considerado impropio que un desconocido subiera al coche de una mujer solitaria.
—Cierre la puerta, por favor, tengo que hablar con usted un momento —dijo Yuxia.
El hombre cerró la puerta, mirándola con extrañeza, como si Yuxia pudiera estar llevando a cabo el timo más complicado y opaco del mundo. Como quizás así era. Por el momento, no le permitió ver su mano esposada.
El carretero se había acercado al lado del conductor de la furgoneta.
—Póngase allí y espere —dijo Yuxia, indicando con la cabeza la fachada del edificio—. Le pagaré cuando mi problema esté resuelto.
El carretero, entre receloso y reacio, se retiró un par de metros.
Yuxia se volvió hacia el cerrajero y le dirigió una gran sonrisa.
—¡Sorpresa! —exclamó, y mostró la esposa.
Temió que al pobre hombre fuera a darle un infarto. Yuxia había dejado la mano sobre el cierre de la puerta, dispuesta a encerrarlo en la furgoneta si intentaba escapar. Probablemente habría hecho exactamente eso si Yuxia hubiera sido un hombre, pero como era una mujer joven al parecer consideró que lo decente era escucharla.
—Un hombre malo me hizo esto —dijo—. Como puede ver, probablemente sea un asunto para la policía. Los llamaré cuando esté libre. Pero ahora mismo necesito liberar la muñeca. ¿Puede ayudarme, por favor?
Él vaciló.
—Me duele mucho —gimió ella. Hablar de esta forma no era su estilo, pero lo había visto funcionar en otras mujeres.
El cerrajero maldijo entre dientes y abrió la cremallera de su bolsa.
Como buen ruso, a Sokolov le gustaba el ajedrez. En cierto modo, nunca dejaba de jugar. Despertaba cada mañana y miraba las losetas del techo de la oficina que era su dormitorio y revisaba las posiciones de todas las piezas y pensaba en todos los movimientos que podrían hacer hoy, qué contramovimientos tendría que hacer para maximizar sus posibilidades de sobrevivir.
No obstante, había oído en alguna parte que, matemáticamente hablando, el juego del Go era más difícil que el ajedrez, en el sentido en que el árbol de posibles movimientos y contramovimientos era mucho más vasto: demasiado vasto incluso para que un superordenador pensara en todas las posibilidades. Se habían escrito programas de ordenador de ajedrez que podían desafiar a Kasparov, pero ningún programa podía ofrecer a un jugador de Go de alto nivel una partida que fuera incluso moderadamente desafiante. Al parecer ni siquiera podías considerar el Go como una serie lógica de movimientos y contramovimientos específicos: tenías que pensar visualmente, reconociendo pautas y desarrollando intuiciones.
Hacía treinta segundos (cuando Zula hizo lo que demonios hubiera hecho) esto había pasado de ser una partida de ajedrez a una de Go.
Podía ser que Zula hubiera tomado la decisión de ofrecerle a Ivanov lo que quería, vendido al Troll con la esperanza de conseguir merced por parte de Ivanov. Si ese era el caso, entonces dentro de unos cuantos segundos estarían invadiendo un apartamento lleno de aterrorizados hackers chinos y sucedería algo lamentable. ¿Por qué, oh, por qué, había bajado Ivanov de la furgoneta? Si se hubiera quedado allí, Sokolov tal vez habría podido afinar un poco la situación, quizá salir del edificio con un hacker tras haber dejado escapar a los otros. Tal vez Ivanov se habría quedado satisfecho con asustar de muerte a ese hacker, tras golpearlo un poco. Después de lo cual Sokolov tendría que adivinar las intenciones del jefe respecto a Zula. Ya había tomado la decisión de que, si era necesario, intervendría físicamente para protegerla. Aunque eso significara matar a Ivanov.
Por otro lado, era posible que Zula los hubiera enviado a perder el tiempo. Que estuvieran a punto de irrumpir en un apartamento vacío. En cuyo caso se iba a desatar el infierno cuando Ivanov advirtiera que Zula se había burlado de él y que los hackers que lo habían jodido escapaban del edificio. Ese fue realmente el punto en que esto se convirtió en una partida de Go, porque Sokolov ni siquiera podía empezar a pensar racionalmente en el árbol de movimientos y contramovimientos que se extendería a partir de ese hecho.
Así que no lo hizo. Renunció a ello y aceptó el hecho de que tendría que actuar instintivamente, como un jugador de Go. Aunque nunca hubiera jugado al Go en su vida.
Por ahora tenía que actuar sobre la suposición de que Zula les había dado la información correcta y que el apartamento 505 contendría a unos diez jóvenes hackers, la mayoría dormidos. No estarían armados de forma importante. Había repasado eso con su pelotón la noche anterior y se lo recordó esta mañana antes de salir del piso franco: su acción táctica sería controlar el apartamento en los primeros cinco segundos después de echar abajo la puerta. Había que encontrar a todos y a cada uno de los hackers y apartarlos de sus teléfonos y ordenadores antes de que pudieran enviar llamadas de auxilio. Había que encontrar y cortar las líneas de tierra. Todo el apartamento tenía que ser explorado. Podía ser un solo espacio o un laberinto de habitaciones más pequeñas. Algunas de esas habitaciones secundarias podían tener medios de escape, como accesos a escaleras de incendios o balcones. El plan, entonces, era atravesar la puerta en el momento en que estuviera abierta y dejar a un hombre para asegurar el centro mientras los otros seis se desplegaban por todos los huecos del apartamento. Cuando hubieran encontrado y asegurado la periferia, se abrirían paso hasta el centro, conduciendo a los hackers ante ellos. Todos acabarían en el mismo sitio, y entonces podría empezar la conversación.
Todos los hombres conocían el plan, estaban equipados para él, estaban preparados. Desde las escaleras salieron al pasillo del quinto piso, que convenientemente para ellos estaba vacío en este momento. Sokolov guiaba el camino, pero cuando pasaron ante el apartamento 503 miró por encima del hombro y le dejó paso a Kautsky, el hombre más grande del pelotón, el abridor de puertas. Kautsky iba armado con una combinación de martillo/hacha/palanqueta que podía derribar cualquier puerta. Las de este edificio parecían particularmente endebles, así que Sokolov no tuvo ninguna preocupación de que no fuera a hacerlo rápidamente. Kautsky sería el hombre del centro, el primero en entrar, el que controlaría el centro y bloquearía la salida mientras los otros entraban tras él y se dispersaban hacia los extremos. Ivanov no había tomado parte en este plan, ya que se suponía que estaría esperando en la furgoneta, pero Sokolov esperaba que tuviera el buen sentido de quedarse detrás, en el pasillo, el tiempo suficiente para que las cosas quedaran bajo control. Entonces podría entrar y desarrollar la venganza que hubiera estado soñando.
Kautsky se plantó delante del 505 y alzó el martillo, luego miró a Sokolov, esperando su indicación. Sokolov miró a Ivanov. No tendría que haberse preocupado. Subir escaleras no era el fuerte de Ivanov, y acababa de llegar al pasillo, respirando entrecortadamente, todavía a unos buenos veinte metros de distancia. Antes de que Ivanov pudiera alcanzarlos y fastidiar toda la operación, Sokolov le asintió a Kautsky, y el martillo cayó.
Mientras el cerrajero trabajaba en la esposa que sujetaba la muñeca de Yuxia, ella se mordía la uña del pulgar libre y estudiaba la calle y la fachada del edificio.
Dentro de un momento, estaría libre y podría salir de la furgoneta. Lo más sencillo entonces sería simplemente desaparecer entre la multitud de la calle y esperar que la OSP no la siguiera. Una jugada dudosa, considerando que un oficial de la OSP, a media manzana de distancia, llevaba un par de minutos mirando con recelo a la furgoneta.
Pero la furgoneta pertenecía a la empresa familiar de Yongding. Si la abandonaba aquí, la localizarían inmediatamente.
Podía entrar en ese edificio y tratar de descubrir qué estaba pasando. Eso es lo que haría una intrépida heroína en las películas, pero no parecía una idea muy aconsejable en la vida real.
O podía llamar ella misma a la OSP. Pero a veces sucedían cosas curiosas cuando la OSP intervenía. No siempre se trataba de castigar a los malhechores y ayudar a las víctimas. Todo el mundo sabía que había todo tipo de conexiones entre el gobierno y grupos criminales. Yuxia sabía muy poco de estos rusos. Había pasado menos de una hora desde que le pusieron la esposa en la muñeca y no había tenido tiempo todavía de revisar sus recuerdos de ellos y elaborar una teoría de qué pretendían realmente. Pero tenían que ser o bien espías o gangsters. Si era lo segundo, podían tener conexiones con los gangsters locales, y si ese era el caso, no se podía saber qué cosas malas le podían suceder a Yuxia si los denunciaba a la OSP y algún topo dentro de la policía la delataba a ella a su vez.
Tenía que sacar la furgoneta de aquí.
La esposa se soltó de su muñeca.
—Gracias, señor. ¿Puede ahora arrancar el motor? —pidió—. No tengo las llaves.
Los ojos del cerrajero se dirigieron al contacto de la columna de dirección, luego a los de ella. No dijo nada, pero Yuxia pudo ver en su rostro que podía hacerlo. Pero igual de claro quedó que en realidad no quería hacerlo. Sabía que había algo profundamente extraño en esta situación y quería marcharse de aquí.
—No —dijo él, y empezó a meter sus herramientas en la bolsa.
A través del parabrisas, Yuxia vio que el policía miraba en su dirección, ignorando a una mujer furiosa que lo acosaba mientras gesticulaba irritada señalando la furgoneta.
Yuxia agitó las manos y lo llamó para que se acercara.
El cerrajero terminó de cerrar su bolsa.
—Esto es gratis —dijo—. Ahora me marcho de aquí y no quiero volver a verla, no quiero saber nada más de usted.
La ventanilla automática de la furgoneta no funcionaba con el contacto quitado, así que Yuxia medio abrió la puerta y obligó al policía a dar la vuelta.
—¡Buenos días, oficial! —dijo animosamente, lo cual tuvo el efecto de detener en seco al cerrajero. Abrió un poco más la puerta, girando hacia el policía, y bloqueando su visión de la esposa que colgaba del volante mientras le ofrecía una bonita sonrisa que contemplar. Pero no se dejó engañar. La miró de arriba abajo, prestando especial atención a las botas azules.
—¡Mueve esta furgoneta! —dijo.
—He perdido las llaves —contestó ella.
—¿Cómo has podido perder las llaves?
Todo en este policía le recordó a Yuxia otro motivo por el que no quería tener ningún trato con la OSP. Era una mujer pies grandes de las montañas y estos eran gentes han de las llanuras y no era fácil tratar con ellos.
—Las llaves se me cayeron de la mano y se perdieron por allí abajo —respondió ella, señalando una alcantarilla a unos cinco metros calle arriba—. El cerrajero me va a poner el motor en marcha. En cuanto hayamos terminado, me marcho.
El policía avanzó hacia ella, queriendo mirar dentro de la furgoneta. Yuxia se echó hacia delante en el asiento y se apoyó contra el volante, ocultando la esposa pero permitiendo que el policía viera bien la cara del cerrajero y su bolsa de herramientas. Asintió. Era su habilidad: reconocía las caras de todos los mercaderes del barrio, incluyendo a este.
—¿A qué esperas? —exigió el policía—. ¡Este vehículo está bloqueando el tráfico! ¡Deja de estar ahí sentado tonteando con esta muchacha! ¡Arranca el motor y marchaos de aquí o llamaré a la grúa!
El cerrajero hizo unos cuantos cálculos por si debía pedir ayuda y convertir esto en una investigación plena de la OSP. Yuxia no tenía forma de saber qué elementos entraron en esos cálculos.
—¡Sí, oficial! —respondió el cerrajero—. ¡Solo serán un par de minutos!
—Muy bien.
El policía se apartó de la furgoneta y se plantó delante del vehículo para dirigir el tráfico y controlar las cosas. Yuxia cerró la puerta.
La puerta cedió al segundo golpe, y Kautsky la atravesó. El resto del pelotón, colocados como sprinters en la línea de salida, lo hicieron tras él, separándose a su alrededor como el agua entorno a un tanque inutilizado en un río afgano.
Sokolov les había hablado de la necesidad de cortar el bucle: el bucle de observar, pensar, decidir y actuar. En circunstancias normales el bucle era buena cosa, pero ahora no: tenían que actuar sin pensar durante unos momentos, y solo entonces podrían observar y pensar y decidir. Sokolov, que nunca pedía a sus hombres que hicieran algo que él no hiciera, siguió la regla fielmente aunque una parte de su cerebro le decía que algo iba mal, que algo no tenía sentido. El apartamento era en efecto un laberinto de habitaciones más pequeñas, lo cual era malo para ellos, pero no inesperado, nada con lo que no pudieran enfrentarse. Pero no veía ningún ordenador ni ningún joven chino. Veía sacos de dormir y colchones en el suelo, muy pegados unos a otros, con hombres durmiendo en ellos. Montones de hombres. Algunos parecían chinos pero otros no. ¿Un piso ocupado por trabajadores emigrantes? Eran velludos y algo mayores de lo que esperaba. Había cosas apiladas por todas partes: hornillos, termómetros, ollas y sartenes, frascos de ingredientes que no pudo identificar en ese momento, grandes latas rectangulares de las que se usan para contener disolventes industriales. ¡Dios, había un montón de gente viviendo aquí! El pelotón de Sokolov estaba claramente en inferioridad numérica, quizá dos a uno. No es que importara, ya que los rusos llevaban todos múltiples armas semiautomáticas y, en el caso de Kautsky, una escopeta de repetición. Mientras que China no era uno de esos sitios donde la gente corriente fuera armada.
Lo cual solo lo hizo sentirse más sorprendido y desorientado cuando, después de que pasaran los primeros cinco segundos, y el bucle hubiera vuelto a ponerse en marcha, advirtió que el apartamento estaba lleno de fusiles de asalto Kalashnikov. Estos, y sus cargadores con forma de plátano, estaban por todas partes.
No se podía mirar todo a la vez, y por eso Sokolov acabó mirando una cosa destacada en concreto. Se hallaba en una habitación increíblemente grande, cortada casi por la mitad por una mesa larga consistente en tablas colocadas sobre barriles de petróleo. Su mente consideró al principio la mesa como la encimera de una cocina, ya que parecía que estaban mezclando cosas en cuencos, pero a segunda vista lo que estaban mezclando no era comida. Era un mejunje que Sokolov había visto y olido antes. Demonios, incluso lo había fabricado antes. Era combustible y nitrato de amonio. El explosivo barato favorito de todo el mundo. De pie al otro lado de la mesa había un hombre bastante alto, un negro con barba y vestido con la camiseta y los vaqueros con los que al parecer estaba durmiendo. Pero en ese momento estaba de pie, mirando sonriente alrededor. Tras él, una ventana inconveniente había sido sellada cubriéndola con un póster mal impreso de Osama bin Laden.
Se produjo el silencio en el apartamento mientras los bucles de todos los rusos empezaban a ponerse de nuevo en marcha y los ocupantes, que habían estado durmiendo en su mayoría, despertaban para descubrir a los rusos entre ellos.
Sokolov debía de tener una expresión de asombro total en la cara porque el negro lo miraba con cierto grado de diversión. Las manos y brazos del negro quedaban ocultos por el puñado de material para fabricar explosivos que había sobre la mesa, pero ahora se pusieron en movimiento, y Sokolov oyó el familiar clic-clac de un Kalashnikov al ser cargado: la última acción que generalmente uno hacía antes de apretar el gatillo.
Dos explosiones muy fuertes sonaron en otra habitación: Kautsky abriendo fuego con su escopeta semiautomática.
Alzando el rifle, el negro habló en tono tranquilo y casual:
—Alá akbar.
—No me lo puedo creer, joder —murmuró Peter, mientras trabajaba en la esposa con la horquilla—. No puedo creerme que lo hayas hecho.
—De verdad.
—Sí, de verdad.
—Bueno, yo no puedo creer lo que están haciendo todos los demás —dijo Zula—. Por lo que a mí respecta, soy la única aquí que está siendo razonable.
—¿Crees que es razonable cagarla con un tipo como Ivanov?
—¿Qué clase de tipo es Ivanov, por cierto? —preguntó Zula—. ¿Qué sabemos de él realmente?
—Es un tipo muy duro —intervino Csongor. Zula lo fulminó con la mirada, y él pareció algo acharado por haberse puesto de parte de Peter.
—¿Lo sabes por experiencia propia, o solo por su reputación? —preguntó Zula.
Csongor no respondió.
—¿No viste lo que le pasó a Wallace en mi edificio? —inquirió Peter.
—Eso es una buena forma de expresarlo. No vi lo que le pasó a Wallace. Lo vi entrar en una habitación. Vi sacar un bulto grande. Obviamente. Se nos hizo pensar que era el cadáver de Wallace. Apuesto a que era falso.
—¿Falso?
—Sí. Lo metieron allí dentro y dijeron: «Escucha, Wallace, tenemos que darle un susto de muerte a esos dos americanos, así que síguenos el rollo. Cállate y hazte el muerto durante un momento y te enrollaremos en esta sábana de plástico y te sacaremos de aquí para que parezca que acabamos de matarte.» Probablemente ahora mismo estará en Vancouver sentado en su apartamento y jugando a T’Rain.
—Lo dudo —dijo Csongor.
—Supongo que es teóricamente posible —dijo Peter—, pero creo que es una locura irresponsable por tu parte apostar nuestras vidas a ello.
—Nada de esto es real —replicó Zula—. Todo es teatro de gangsters.
Un par de fuertes explosiones resonaron en la escalera.
Después de un breve silencio, oyeron varias armas automáticas disparando al mismo tiempo.
—Es eso, o puede que esté equivocada —dijo Zula.
—¡Ya es suficiente! —exclamó el cerrajero, aunque apenas se le pudo oír por encima del sonido de los disparos y los pedazos de cristal roto y escombros que cayeron sobre el techo de la furgoneta—. ¡No puedo más!
Estaba medio tendido medio sentado en el suelo del vehículo, intentando trabajar en el contacto. Su cerebro le decía que saliera de la furgoneta y corriera lo más rápido posible, pero iba a costarle trabajo sacar de allí el cuerpo.
Yuxia miró por el parabrisas. El policía de la OSP se apartaba del edificio y miraba hacia arriba, como todos los demás en la calle.
Estaba sucediendo algo realmente malo, y Qian Yuxia era cómplice de ello.
Extendió la mano y agarró la del cerrajero como si fuera a ayudarlo a incorporarse. En cambio, la sujetó contra el volante. Usó la otra mano para coger la esposa que colgaba y cerrarla en torno a su muñeca.
—Puedes tratar de librarte de esa esposa mientras te meto las uñas en los ojos —dijo—. O puedes arrancar el motor mientras estoy aquí sentada. Tú decides.
En el mundo entero, habría unas diez mil personas mejores que Sokolov en eso de caer y rodar por superficies duras. Acróbatas de circo y maestros de aikido, principalmente. Incluidos en el grupo también habría muchos de los hombres más jóvenes de los Spetsnaz. Los restantes seis mil millones o así de humanos vivos ni siquiera entraban en el cuadro.
Sokolov había llegado un poco tarde, ya que no lo reclutaron para los Spetsnaz hasta después de servir un par de veces en Afganistán. Pero exactamente por ese motivo sus instructores habían sido implacables con él, haciéndole saltar y caer y rodar sobre suelos de roca una y otra vez hasta que la sangre manchaba el tejido de su uniforme dondequiera que hubiese hueso cerca de la piel. El tema era que si lo hacías bien, no debería haber sangre, ni magulladuras siquiera.
Diferentes unidades de fuerzas especiales del mundo tenían diferentes filosofías respecto a cuál era la mejor forma de librar combates en confines reducidos. En los Spetsnaz, era una doctrina fija que debías estar en movimiento continuo y que la mayor parte de ese movimiento debería tomar lugar en una altura de menos de un metro. Estar allí de pie como un gilipollas quedaba bien en las películas de vaqueros pero no era una táctica viable en un mundo lleno de armas automáticas. Las rodillas, las caderas, los hombros y los codos deberían ser utilizados tan fluidamente como las suelas de tus botas. Las manos, sin embargo, tenían que reservarse para sujetar cosas, como las armas. Sokolov había sido instruido según esa idea y había mantenido ese nivel de entrenamiento mientras permaneció en los Spetsnaz. Después de pasar al sector privado, había continuado practicando SAMBO, un arte marcial soviético, similar en muchos aspectos al jiujitsu, que implicaba gran cantidad de caídas y rodajes. Lo había hecho porque, cuando trabajabas como asesor de seguridad, intentando mantener las cosas a salvo para tus clientes (clientes que podían ser, digamos, estrellas de cine en estaciones de esquí o esposas de altos ejecutivos en centros comerciales), había ocasiones en que solo querías tirar a alguien al suelo o someterlo con una llave en vez de llenar su cadáver de balas y postas.
Normalmente, por supuesto, calentaba primero un poco y barría el suelo para asegurarse de que estuviera limpio y libre de trocitos de cosas duras que pudieran causar heridas menores. Aquí no tenía esa ventaja, pero el hecho de que un negro alto (evidentemente algún tipo de militante islámico) empuñara un AK-47 cargado y amartillado le dio toda la motivación que necesitaba para saltarse los preliminares y ponerse en movimiento.
Primero, sin embargo, puso cuatro balas en la pared situada justo al lado de la puerta hacia la que se lanzaba. Lo hizo porque había visto, en su visión periférica, que alguien había asomado furtivamente la cabeza en la esquina y luego la retiró: conducta que disparó redes enteras de circuitos neurales construidos en su cerebro durante su trabajo en Afganistán y Chechenia.
¿Cómo pudo disparar cuatro balas a través de una pared cuando su mano estaba vacía? La respuesta era que tuvo una pistola en la mano, con una bala en la recámara y dispuesta, antes de ser consciente de ello. Aunque su patrón le habría comprado cualquier arma y cartuchera que hubiera pedido, Sokolov había decidido quedarse con una Makarov: la pistola rusa estándar, un arma pequeñita y semiautomática que se alojaba en una extraña e ingeniosa cartuchera. Al contrario de la mayoría de las cartucheras, que eran callejones sin salida (solo podías sacar el arma tirando, la culata primero), la cartuchera de los Spetsnaz era una especie de raíl por el que la pistola se movía a través. Cuando no pasaban cosas malas, insertabas el arma en lo alto del raíl, donde se quedaba, a salvo y segura. Cuando empezaban a ocurrir cosas malas, bajabas la mano hasta la culata de la pistola y empujabas hacia abajo y hasta el extremo del artilugio. Al hacerlo, unas patillas de fijación insertadas en el raíl permitían que la pistola se deslizara y la empujaban hacia arriba, insertando una bala, de modo que para cuando el arma estaba fuera de la cartuchera estaba dispuesta para disparar. Una décima de segundo después de que el negro dijera «Alá akbar», Sokolov descubrió que tenía la pistola en la mano exactamente en ese estado. La apuntó al lado del marco de la puerta y disparó cuatro balas lo más rápidamente posible mientras iniciaba una zambullida y rodaba. Un estallido del AK-47 tal vez barriera la zona general donde había estado de pie, pero era difícil asegurarlo: el apartamento se había vuelto bastante ruidoso, y todo lo que podía oír era un zumbido en los oídos. Llegó rápidamente a la habitación siguiente, que era una especie de almacén, quizás una despensa, con un saco de dormir, ahora vacío, en el suelo. El antiguo ocupante del saco se había puesto sigilosamente en pie, había cogido un AK-47 propio y se había asomado furtivamente a la habitación donde el negro estaba mezclando NAFO. Ahora estaba tendido en el suelo, sin hacer gran cosa. Sokolov no podía ver dónde le habían atravesado las balas, pero sí por la expresión vidriosa y mansa de su cara que había sido alcanzado. Mientras hacía estas rápidas observaciones Sokolov empezó a disparar hacia la habitación de la que acababa de escapar, pero el negro había tenido la presencia de ánimo de cambiar de posición y por eso allí no había nadie. Sokolov, tendido ahora de espaldas en un charco de sangre ajena, enfundó la pistola y cogió el AK-47. Era un poco grande y molesto para este entorno, pero sus balas podían penetrar paredes de ladrillo y tenía un cargador más grande.
Algún idiota estaba disparando a la pared encima de él, causando que trozos de escayola le cayeran en la cara. Sokolov verificó que su rifle estaba preparado para disparar, entonces rodó hacia la puerta y le pegó tres tiros a un hombre (no el negro, sino un árabe con barba) que era el que estaba disparando. El hombre se envaró y con la misma rapidez se quedó flácido, y Sokolov le disparó un tiro adicional, apuntando con más cuidado a su centro de masa. El árabe cayó. Sokolov no tenía ninguna duda de que el negro le había ordenado ocupar esa posición con órdenes de cubrirlo. Esto implicaba que, (a) el negro estaba al mando, y (b) intentaba escapar del apartamento. Un instinto profundamente enterrado, la emoción de la caza, hizo que Sokolov quisiera ir tras él. Entonces una parte superior de su cerebro se hizo cargo. ¿Treinta segundos antes se hallaba en el pasillo preparándose para dar un susto de muerte a un hacker chino y ahora quería perseguir a un militante islámico negro en mitad de un duelo con AK-47 en una fábrica de bombas?
Al mirar más allá del cuerpo caído del árabe, Sokolov pudo ver un extremo de una habitación más grande que casi parecía una discoteca a causa de los destellos de las armas. Lo que estaba pasando allí (y podía ver muy poco) no podía durar mucho. Pudo ver los pies de uno de sus hombres tendido inmóvil en el suelo, junto a la puerta.
La luz se avivaba y fluctuaba.
Desde donde estaba tendido, Sokolov podría haberse arrastrado como un infante por la habitación donde se mezclaba NAFO, pero eso lo habría convertido en presa fácil para cualquiera. Así que se aupó y cruzó la habitación con una zambullida y una voltereta y acabo ante la puerta con el rifle preparado.
Lo recibió una lengua de llamas amarillas que cubrió el suelo. Retrocedió, no antes de que las llamas lamieran su bota y la hicieran prender. Golpeó el suelo con la bota y consiguió apagar el fuego, y un poderoso olor a acetona le llegó a la nariz. Habían alcanzado una de las latas de material.
Cuatro cuerpos completamente inmóviles (dos de ellos rusos) estaban tendidos en el suelo. Tres heridos (uno de ellos ruso) habían renunciado a toda idea de continuar la refriega e intentaban rodar o arrastrarse para alejarse del lago de disolvente en llamas que se extendía rápidamente. La salida se encontraba al otro lado de las llamas; Sokolov estaba atrapado en este lado del apartamento. Todos los disparos tenían lugar en el otro. A través del aire ondulante por encima del fuego, Sokolov vio a hombres en pie y supo que eran el enemigo, ya que los muchachos de los Spetsnaz nunca se exponían de manera tan estúpida. Apuntando y disparando por encima de las llamas, abatió a cinco de ellos con otros tantos tiros. Pero el simple hecho de que estuvieran de pie solo demostraba que los hombres de Sokolov estaban muertos o se habían retirado al pasillo.
Una lata de algo reventó con un gran chorro de llamas que lo obligó a salir de la habitación y entrar en el lugar donde estaban mezclando NAFO. Empezó a cerrar la puerta. Todas las ventanas tras él habían sido destruidas por balas perdidas, y el fuego, ansioso de oxígeno, absorbía a través de ellas un torrente de aire. El viento clavó los dientes en la puerta y la cerró de golpe. Pequeños agujeritos redondos empezaron a aparecer en ella, y las astillas volaron por toda la habitación.
La cantidad de ruido que emanaba del apartamento de arriba fue literalmente sobrecogedor en el sentido en que Marlon y sus amigos reaccionaron a él de forma física, como si unas manos gigantescas estuvieran apretujando sus vísceras. Su instinto fue tirarse al suelo. Una línea de cráteres se esparcieron por el techo. Tardaron un rato sorprendentemente largo en comprender que eran producto de las balas.
Si unos desconocidos hubieran venido a aporrear su puerta, tal vez habrían reaccionado con algo más de rapidez. Siempre habían especulado con lo que harían si el proyecto del virus conducía a una redada policial. La mayor parte de esa discusión iba en la misma onda de «¿Y si Xiamen fuera tomada por los zombis?». Porque las probabilidades de que la OSP se molestara con las actividades de un nido de escritores de virus no eran mucho más altas que las de una plaga de zombis. Pero habían hablado del tema de todas formas y llegado a la conclusión de que escapar a través de la escalera principal del edificio quedaba descartado. Los policías, o los zombis, estarían allí a montones. Más importante: no era ni inteligente ni lo bastante guai: carecía del estilo hacker.
La corriente en el edificio no era de fiar, y por eso tenían en sus ordenadores sistemas de alimentación ininterrumpida (SAIS) para proporcionar reservas durante los apagones. Los SAIS tenían alarmas que avisaban cada vez que se cortaba la energía: era una advertencia para apagar el ordenador antes de que se agotara la batería.
Esta mañana, Marlon había despertado con el sonido de varios SAIS zumbando y chirriando. No había nada terriblemente novedoso en ello. Sin embargo, normalmente, cuando la corriente se iba, tardaba un rato en volver, y los avisos continuaban. Pero hoy no. Hoy había habido un breve corte, de menos de un minuto. Suficiente para despertar a Marlon. Pero unos pocos minutos más tarde hubo una serie entera de avisos breves que hicieron que las alarmas chirriaran de forma repetitiva: grupos de tres pitidos, a veces más largos, a veces más cortos.
Alguien había intentado enviarles una señal. No tenía ni idea de quién lo estaba haciendo, ni qué era el mensaje, pero algo en aquella situación disparó todos los nervios paranoicos del cuerpo de Marlon. Revisó el plan de evacuación. Conocía bastante bien a sus compañeros de apartamento y le pareció probable que hubieran llegado al mismo estado mental.
Si un ataque zombi se hubiera materializado, entonces tal vez habrían tenido una idea de cómo responder. Pero un estupendo ametrallamiento a tutiplén en el apartamento de encima no era una eventualidad en la que hubieran pensado y por tanto no supieron reaccionar durante un momento.
En realidad no querían conocer a sus vecinos, ni ser molestados por ellos; y por eso siempre habían intentado tratar a sus vecinos exactamente de la misma forma. Esto era una política fija de Marlon. Era el mayor de todos, con veinticinco años. Llevaba viviendo en lugares como este unos diez años, o desde que abandonó la escuela secundaria para convertirse en zhongguo kuanggong, minero de oro chino, y dedicándose al oficio de dailian o guerrero acumulador de poder, en World of Warcraft, y vendiendo personajes de alto nivel a clientes en Omei: Europa-América. Al principio solo dormía, no trabajaba, en lugares como este. Cada día se levantaba e iba haciendo botar su pelota de baloncesto por las calles de Xiamen hasta un edificio de oficinas que un par de cientos de mineros usaban por turnos. Pero desde que cualquiera podía hacer esto desde cualquier ordenador con acceso a Internet, no había motivos para trabajar para una compañía que se quedara con parte de tus ganancias, por eso tras un par de años, él y una docena de otros zhongguo kuanggong se separaron y establecieron su propio grupo en un apartamento donde todos ellos habían trabajado y la mayoría había vivido.
Esto duró al menos dos años. El grupo actual de Marlon (el de este apartamento) se creó tras una lenta divergencia entre dos facciones que se hizo demasiado amplia para ser ignorada. Una se hizo más conservadora con el tiempo y empezó a buscar un estilo de vida más estable. Empezaron a buscar un regreso más firme y seguro al mercado doméstico, donde podían diversificarse entre un número de juegos basados en China, especialmente el Aoba Jianghu, para así no tener que preocuparse por ser descubiertos por Blizzard, la compañía que dirigía World of Warcraft y había hecho activos esfuerzos por echar del negocio a los mineros de oro. La facción de Marlon, por otro lado, decidió buscar mayores oportunidades, aunque con riesgos más altos, al concentrarse en WoW para el mercado extranjero.
O al menos eso era lo que habían discutido; era el motivo ostensible para la secesión. Pero en realidad se debía al orgullo. Algunos de los mineros se sentían avergonzados porque vivían en apartamentos abarrotados y se ganaban la vida de esta forma. Querían salir, o si no podían salir, querían cambiar la naturaleza esencial del trabajo. El grupo de Marlon, por otro lado, se sentía a gusto con lo que estaban haciendo. No lo consideraban peor que cualquier otra ocupación, e incluso era mejor que la mayoría; estaban creando un producto y lo vendían a un mercado, no tenían que soportar jefes gilipollas ni condiciones de trabajo peligrosas, y siempre estaban alerta en busca de nuevas oportunidades.
De ahí vino la división y el traslado a un apartamento distinto. Casi al mismo tiempo, apareció T’Rain. Lo abrazaron de inmediato, encantados porque había menos riesgo: había sido creado por el fundador de Aoba Jianghu, estaba designado desde sus placas tectónicas hacia arriba para ser amable con los da O shou, como ahora se llamaban a sí mismos, los Creadores de O(ro). Y habían sido felices con T’Rain durante un tiempo.
Pero con menos riesgo vino más control. Se hizo más difícil dar un gran golpe cuando sus movimientos estaban siendo tan meticulosamente vigilados, analizados y controlados por los contables de Seattle.
Era eso, o bien habían llegado con la ilusión adolescente de que podían de algún modo dar un gran golpe, y luego habían crecido.
En cualquier caso, después de que los da O shou llevaran trabajando un par de años, empezaron a resignarse al hecho de que iban a tener que seguir así posiblemente el resto de sus vidas, y habían desarrollado una cadena de resentimiento. El inteligente pueblo chino había creado esta industria de minería de oro y la había mantenido ante los ataques más decididos de Blizzard, pero los creadores de T’Rain, usando a Nolan Chu como perro de presa, los habían fagocitado y los habían convertido en una colonia de extracción de recursos.
Durante los días de WoW, era corriente entre los zhongguo kuanggong ser víctimas de ataques furibundos (implacables persecuciones en el mundo del juego) por parte de jugadores racistas de Omei que habían descubierto que era divertido MaV (matar al ver) a cualquier personaje que sospecharan que perteneciera a un jugador chino. Las identidades en el juego de esos atacantes eran bien conocidas. Marlon y varios de sus camaradas habían formado una cofradía compuesta solo por chinos llamada los Boxers: una banda poderosa pero no indestructible de saqueadores que cazaba a sus enemigos y los acosaba hasta el punto de que tenían que liquidar a sus personajes y crear nuevas cuentas bajo otros nombres. Los Boxers permanecieron en estado durmiente cuando todo se trasladó a T’Rain. Sin embargo, más recientemente, habían revivido. No obstante, en su nueva encarnación, no se contentaron con ir por ahí atacando a los atacantes. En cambio, se apoderaron de un trozo de territorio en la región de las montañas Torgai y la defendieron contra todos los que llegaban, expandiéndose lentamente y progresando. REAMDE era solo el último (y con diferencia el más lucrativo) de los planes para ganar dinero que habían lanzado desde su enclave rebelde. Habían conseguido suficiente oro para contratar un apartamento más grande, tal vez incluso una suite de oficinas, pero Marlon, el avezado veterano, que había visto muchos de esos planes ir y venir, se mostró reacio. Este lugar era un estercolero, pero era un estercolero barato, estaba convenientemente localizado respecto a un wangba con un policía fácil de sobornar, el casero no hacía preguntas ni los molestaba, y no había ningún motivo importante para mudarse. Muchos de los otros inquilinos parecían pensar lo mismo.
Hasta que las balas de alta velocidad empezaron a caer a su apartamento desde arriba, Marlon no se había preocupado en pensar sobre los posibles inconvenientes de tener vecinos que compartían su actitud sobre lo que constituía una propiedad inmobiliaria adecuada. Tenía la vaga sensación de que el apartamento de encima estaba abarrotado, pero eso solía ser frecuente en edificios como este. De vez en cuando, cuando subían las escaleras para jugar al baloncesto en el tejado, veían a gente que parecían waidiren (tipos «que no son de por aquí», extranjeros internos), y quizás incluso waiguoren (no-chinos). Según soplara el viento a veces les llegaba el olor de productos químicos, pero era difícil localizar su origen.
Pero ahora esos productos químicos caían al apartamento a través de los agujeros de bala, y los goterones estaban ardiendo.
Marlon contempló fascinado un charco de acetona ardiente que se estaba formando sobre una pila de revistas. Entonces se dio cuenta de que los demás, los más jóvenes, lo miraban preguntándose qué hacer.
—Zombis —anunció, y se volvió hacia la ventana más cercana.
Las ventanas situadas a lo largo de la fachada del edificio tenían pequeños balcones que apenas se proyectaban un metro de la pared: estaban recubiertos de rejas de hierro como medida de seguridad, pero algunas de las rejas tenían ventanillas abatibles que cerraban con candados. Pero uno de los resultados de sus sesiones planificando cómo reaccionar ante un ataque zombi había sido la decisión de que las llaves de esos candados estuvieran colgando de clavos, lo bastante cerca para que pudieran encontrarse fácilmente en caso de una huida impulsada por el pánico (un poco más lógicamente, les preocupaba quedarse atrapados dentro del edificio en caso de incendio). Había tres ventanillas, tres cerraduras, y tres llaves. Marlon advirtió que un miembro del grupo ya había usado una, así que cogió a su compañero más cercano por el brazo y lo empujó hacia otra y se aseguró de que entendiera lo que tenía que hacer. Entonces Marlon buscó la tercera, que estaba en la cocina, y cogió la llave y abrió la cerradura y abrió de par en par la ventanilla.
Asomó la cabeza. La calle parecía estar muy lejos. Allí abajo había aparcada una furgoneta. ¿El vehículo de los gangsters? No importaba. En el piso de arriba estaban sucediendo cosas increíblemente malas (delante de él caían fragmentos de cristal y escayola) y su apartamento estaba ardiendo. Los da O shou más jóvenes, muchachos de los que se consideraba responsable, formaban cola tras él. Dudó si debía ser el último en marchar, como un capitán en un barco que se hunde, o si dirigirlos como un sargento que corre a la batalla. Se decidió por lo segundo. Dando la espalda a la ventanilla se echó hacia atrás, asomó la cabeza, extendió las manos, se agarró a los barrotes y se asomó al vacío. Entonces apoyó los pies en los barrotes que tenía debajo y se apartó, dejando sitio al chico siguiente.
Incluso desde el sótano, el tiroteo sonó sorprendentemente fuerte desde el inicio, pero siguió haciéndose más fuerte. Zula, relegada a sentirse furiosamente inútil por la esposa y su incapacidad para abrirla, solo pudo quedarse allí mirando, a la espera de que algo cambiara.
«Piensa, Zula.»
¿Tenían los hackers adolescentes chinos un montón de armas automáticas en sus apartamentos?
Si era sí, ¿tan hábiles eran en su uso que podían presentar semejante batalla a un grupo como el de Sokolov?
Peter se había soltado. Al verlo, Zula se volvió hacia él, esperando que su primera acción fuerza cruzar el sótano y empezar a trabajar en su esposa. Incluso giró la muñeca para ofrecerle una postura más conveniente.
Él no se acercó.
—Será mejor que vaya a ver qué pasa —dijo, después de un momento de silencio. Un momento de silencio que se había extendido demasiado. Había tenido mucho tiempo para pensar durante ese silencio.
—¿Peter? —dijo ella. Allí de pie con la muñeca torcida en lo que esperaba que fuera una pose invitadora, se sintió como una chica con su vestido de baile de promoción a quien ha dejado colgada su cita.
—Solo voy a echar un vistazo —le aseguró él.
Tenía la misma expresión, el mismo tono de voz, que la noche en que volvieron en coche desde Columbia Británica. Estaba en modo esquivador total.
—Lo que esté pasando allá arriba no tiene nada que ver con los hackers —dijo Zula—. Es algo más grande.
—Vuelvo en un segundo —replicó Peter, y se acercó a la base de las escaleras. Vaciló durante unos instantes, incapaz de mirarla a los ojos—. Allá voy —murmuró. Cuadró los hombros y empezó a subir las escaleras.
Marlon pudo ver a otros cuatro da O shou aferrándose como arañas a diversas rejas, buscando formas de bajar. Solo quedaban tres más en el apartamento.
Moverse así no era difícil. Al menos el cincuenta por ciento de las fachadas de los edificios tenían rejas como esta de la que colgaba Marlon. El único aspecto que era remotamente problemático era encontrar medios de hacer la transición de una reja a la siguiente. En muchos casos, era considerablemente más fácil gracias a los otros rasgos que habían ido uniendo al exterior del edificio: aleros, abrazaderas para los equipos de aire acondicionado, puñados de cables, tuberías, bajantes, y chorraditas arquitectónicas casi europeas, moldeadas en hormigón.
Al mirar hacia arriba, Marlon pudo ver los cables que corrían por encima de la calle hasta el edificio de enfrente. Podía distinguir claramente el cable azul de categoría 5 que sus compañeros y él habían añadido al mudarse. Si pudiera escalar hasta allí, podría cruzar hasta el edificio de enfrente. Sin embargo, eso parecía innecesariamente arriesgado, cuando podía bajar simplemente.
La ventana que tenía encima, en el quinto piso, explotó y lo roció de cristales. Marlon cerró los ojos e inclinó la cabeza y dejó que los cristales lo cubrieran. Entonces empezó a moverse de lado lo más rápido que pudo, porque la rotura de los cristales no había sido una cosa casual: alguien estaba rompiendo sistemáticamente las ventanas con un objeto duro y pesado. Arriesgándose a mirar hacia arriba, logró ver el objeto y lo reconoció como la culata de un rifle. Siguió moviéndose. Sus compañeros de piso salieron por la misma escotilla que él había empleado y miraron en su dirección: su instinto era seguir al líder. Marlon les señaló furiosamente en la otra dirección, mirando significativamente la culata del rifle, y ellos entendieron al momento lo que quería decir.
La gente gritaba abajo en la calle. Los ignoró.
Un disparo sonó encima, luego otro más, cada uno amenazando con hacerlo soltarse por su onda expansiva. Volaron trozos de metal, y Marlon comprendió que la cerradura de una ventanilla había sido volada de un tiro desde dentro. Sin saber lo que esto podía significar, empezó a moverse más rápido, más intrépidamente, y en unos instantes llegó a la esquina del edificio. Bajo él, una calle estrecha desembocaba en la más grande que corría ante la fachada del edificio. Un piso más abajo, habían construido un alero lo bastante alejado ya en el tiempo para que el metal corrugado estuviera completamente lleno de óxido y agujeros. Cosa que era buena; habría resbalado en un tejado nuevo. Este permitiría bastante fricción y numerosos asideros. Marlon usó las rejas de las ventanas para descender hasta ese nivel y luego usó la abrazadera del aire acondicionado y un bajante como asideros para rodear la esquina y llegar hasta aquel alero. Siguiéndolo en horizontal durante unos diez metros llegó a la mitad de la pared lateral del edificio, que quedaba marcada por una columna vertical de pequeñas ventanas que daban luz a una escalera interna. En paralelo había un nudo de cables en vertical, muy grueso y denso, con muchos asideros. Marlon clavó los dedos en él, se aferró con fuerza, y entonces plantó los pies contra el ladrillo y empezó a bajar por el lado del edificio como una mosca humana.
Cuando pasaba junto a la ventana del segundo piso, casi perdió su asidero. Una cara apareció brevemente en la ventana, tan cerca que casi podría haberla tocado si no hubiera habido un cristal de por medio. Era la cara de un hombre blanco, orondo, pesado, el pelo negro peinado hacia atrás, la piel enrojecida de excitación. Estuvo allí solo un segundo. Entonces desapareció mientras el hombre continuaba bajando las escaleras.
Pero incluso a través del cristal y por encima del ruido, Marlon pudo oír al hombre gritarle en inglés una sola palabra:
—¡TÚ!
La curiosidad, para Marlon, se había convertido ahora en una fuerza más poderosa que la autoconservación. Se aseguró en su avance durante unos instantes y devolvió su atención al grupo de cables, buscando su siguiente asidero. Quería llegar al nivel de abajo y ver quién era TÚ.
Pero un nuevo movimiento en la ventana distrajo su atención: otra cara, tenuemente entrevista a través de la suciedad de la ventana, bajando las escaleras, rodeando el rellano. Pero esta era distinta de varias formas. Para empezar, era una cara oscura, algo rara vez visto en estas partes. Un par de otros da O shou habían mencionado que habían visto a un negro en el pasillo superior del edificio, y Marlon se había burlado de ellos por haber visto demasiados partidos de baloncesto por televisión. Pero no se podía negar que Marlon estaba viendo ahora a un negro, y bastante alto además. Llevaba un rifle que reconoció, de los videojuegos, como un AK-47. Pero al contrario que el primer hombre, se movía con cautela, incluso furtivamente.
Tras rodear el rellano, el hombre le dio la espalda a Marlon, bajó un par de escalones, y se detuvo.
Marlon había permanecido inmóvil durante todo esto, pues no quería llamar la atención de nadie haciendo movimientos súbitos, pero ahora se permitió bajar tan rápido que perdió su asidero y se encontró colgando brevemente de una mano antes de poder recuperar la compostura y apoyar de nuevo los pies.
Al ver la ventana del primer piso, vio al primer hombre, el blanco grandullón, de espaldas a Marlon, enfrentándose a otro hombre blanco que al parecer venía subiendo las escaleras desde el sótano. Este segundo hombre era joven, más delgado, con el pelo más largo y barba sin afeitar. Sus rasgos faciales eran difíciles de distinguir, pero por su lenguaje corporal quedó claro que se hallaba en un estado de terror tan avanzado que se había vuelto físicamente incapaz. Se apoyaba contra la pared de la escalera como para conseguir esa pulgada extra de distancia del hombretón que de algún modo fuera a mejorar su situación. Había agachado la cabeza, mirando hacia un lado, y alzaba las manos ante él.
El hombretón le estaba gritando en inglés. Marlon no pudo entender una palabra de lo que decía, debido en parte a la ventana y el ruido ambiental (aunque el tiroteo parecía haber terminado) pero también, comprendió, porque el hombretón tenía un acento raro.
Y también porque el hombretón estaba completamente fuera de sí. Su ira solo parecía aumentar cuanto más gritaba y gesticulaba.
El hombretón hablaba intentando convencerse de algo.
Hablaba para convencerse de hacerle algo terrible al hombre más joven.
Marlon advirtió ahora que en la mano del hombretón había aparecido una pistola.
Cuando estuvo preparado, el hombretón apuntó con su pistola directamente al joven, quien trató de esconderse tras las blancas palmas de sus manos. Hubo tres enormes estampidos. El hombretón hizo una observación despectiva y dejó atrás al joven, que se desplomaba todavía, y continuó bajando el siguiente tramo de escaleras.
Después de unos instantes, el negro bajó tras él.
Con sentimientos encontrados, Olivia Halifax-Lin se había enterado de que Abdalá Jones se había fugado de Mindanao para aparecer en Xiamen. Pues Olivia había dedicado casi un año, y el MI6 había gastado medio millón de libras, en darle una falsa identidad china para que pudiera trabajar infiltrada dentro de las fronteras del Reino Medio. Y desde luego odiaba mucho a Abdalá Jones. Pero cazar a terroristas islámicos no era su trabajo.
Como cualquier foto de la familia Halifax-Lin demostraba, nunca se podía predecir el resultado de lo que solía llamarse mestizaje. Olivia tenía dos hermanos. El mayor parecía galés para los galeses, pero en un viaje a Portugal lo tomaron por portugués, y cuando fue a Alemania, los turcos se le acercaban por la calle y lo saludaban en turco. La hermana menor tenía rasgos mestizos clásicos. Olivia, por otro lado, podía caminar por cualquier calle de China sin llamar la atención. En una ciudad pequeña podía ser etiquetada como waidiren, pero en una ciudad grande nunca seria identificada como waiguoren.
Su padre era economista, nacido y criado en Pekín, pero fue enviado a Hong Kong poco antes de cumplir los veinte años y finalmente consiguió un puesto académico en Londres, donde se había casado con la madre de Olivia, logoterapeuta. Los niños habían crecido hablando inglés y mandarín indistintamente. Olivia había estudiado historia de Asia Oriental en Oxford. Se consideraba aconsejable escoger al menos un idioma que no supieras ya, y por eso estudió un par de años de ruso.
Prefiriendo relacionarse con gente más internacional, se pasó mucho tiempo en el bar de estudiantes de St. Antony’s College, y fue allí donde fue abordada por un miembro del claustro que sugirió de forma sesgada y amable, casi subliminal, que (ejem) el MI6 conocía su existencia. Aunque se sintió halagada, ella rechazó la propuesta (suponiendo que hubiera sido eso), mencionando que tenía planes para hacer un máster en relaciones internacionales en la Universidad de Columbia Británica, con un ojo puesto en volver a St. Antony’s para hacer el doctorado.
A estas alturas, el profesor la invitó a una copa. Después de dejar pasar unos minutos, hizo una sugerencia algo extraña. La comunidad china de Vancouver era enorme: una ciudad dentro de una ciudad, tan populosa que la aparición de una persona desconocida de aspecto chino y que actuara como tal en unos almacenes o un edificio de apartamentos no causaría ningún recelo. El recuerdo que Olivia tenía de la conversación era un poco neblinoso (era una bebedora pésima), pero estaba segura de que él había usado la expresión «espiar Disneylandia». Y cuando ella pidió una explicación, recalcó que una chica como Olivia podía ir a un sitio como la Chinatown de Vancouver y tratar de pasar por china y ver si alguien detectaba el subterfugio. Eso le proporcionaría un avance de cómo sería trabajar como agente encubierto en China, pero sería de hecho tan seguro, y tan falso, como Disneylandia.
La idea de Olivia como agente del MI6 pareció cómica al principio, y sin embargo tenía que admitir que atraía a la misma parte de su personalidad que disfrutaba actuando en montajes teatrales aficionados, que aparte de alguna esporádica y desilusionante participación en el hockey sobre hierba y en kung-fu, era su principal actividad extracurricular.
Había representado dieciséis papeles con frase en una docena de producciones diferentes. Los números parecían chocantes porque solía aparecer en papeles tan pequeños que, con un cambio de disfraz, podía hacer más de uno en la misma obra. Con tiempo y experiencia se graduó a papeles de acompañante y novia en pequeñas producciones en la zona de Oxford. Aparte de eso, no tenía ninguna ambición en el mundo teatral. Pero había llegado a comprender las decisiones de los directores de casting en lo relativo a la forma en que la gente en general, los hombres en particular, la miraban. Los hombres nuevos que acudían a su entorno la ignoraban al principio. Algunos empezaban luego a mirarla con curiosidad. Entonces o bien volvían a ignorarla o descubrían algún modo de hacerle saber que consideraban que era preciosa; que esto no era en modo alguno obvio; y que se merecían alguna recompensa o apreciación por haber sido tan ingeniosos de descubrirlo. Distintos directores le habían concedido papeles mayores o menores dependiendo de dónde caían en el continuum de la apreciación de Olivia, pero los papeles principales la habían eludido por dicho motivo.
Pero en el juego de los agentes infiltrados, los secundarios, las novias y los ayudantes eran precisamente lo que se buscaba. No hacía falta ningún tipo al estilo James Bond.
Había una media docena de fotos en el mundo (casi todas fotos improvisadas tomadas con teléfonos móviles) que hacían que Olivia pareciera realmente hermosa. Y había descubierto que podía hacer que la gente buscara, y acabara por encontrar, esa belleza haciendo como si lo esperara. Pero bien podía hacer que fracasaran aparentando lo contrario. Le parecía que podía ser una buena habilidad para una espía.
Después de seis meses en Vancouver, la asaltó de pronto un deseo irrefrenable de tomar sopa de melón de invierno que acabó en un espontáneo viaje a Chinatown. No la vieja Chinatown del centro, sino la nueva de las afueras. Una sesión de regateo con un frutero le hizo poseer un melón de invierno tan largo como su brazo. Mientras terminaban la transacción, el frutero entabló conversación con Olivia y le preguntó cuánto tiempo llevaba en Canadá.
—Seis meses —le dijo Olivia, y entonces él preguntó amablemente de qué parte de China era. Y en vez de tratar de explicarle la historia de sus padres, ella simplemente contestó: «Pekín.» Él lo aceptó sin ningún tipo de escepticismo, y la gente que había cerca se unió a la conversación y la aceptó como china pura del país.
Luego, durante su segundo año, se mudó a un edificio de apartamentos en un barrio más chino y pasó, con muy poca dificultad, como estudiante graduada de Pekín. Lo más cerca que estuvo de ser descubierta fue cuando alguien hizo un comentario (halagador, supuso) sobre su aspecto poco común. Pero para entonces Yao Ming probablemente causaba ya muchos comentarios debido a su inusitada altura. Nadie dudaba que Yao Ming fuera chino.
Después de un rato la invitó a tomar té (del tipo inglés) una mujer destinada en el consulado británico de Vancouver, quien una vez más de forma muy amable y sesgada quiso saber cómo iba todo y si un doctorado en St. Antony’s seguía estando en su futuro, o si podría considerar tomarse un poco de tiempo libre primero y ganar alguna experiencia en el mundo del trabajo. Olivia no lo había descartado, y después de eso, los tés se volvieron algo regular y llevaron a entrevistas con almuerzos en bonitos restaurantes de Londres cuando fue a casa para las vacaciones.
Había empezado no haciendo ciertas cosas que, si las hubiera hecho, le habrían impedido trabajar para el MI6 en el futuro. No había abierto una página en Facebook. No había colgado fotos en Flickr. No había visitado China, lo que significaba que el gobierno de ese país no tenía fotos suyas, ni registros de su existencia. No había hecho estas cosas por el sencillo motivo de que los recaderos del MI6 que seguían cruzándose en su camino no paraban de preguntarle si lo había hecho alguna vez. Y cuando decía que no, la noticia era siempre recibida con un enorme alzar de cejas.
Y por eso fue a Londres y al MI6, donde trabajó como analista durante dos años, desarrollando su identidad encubierta y escribiendo informes sobre diversos temas. Uno de los cuales era el terrorista galés Abdalá Jones, que era de particular interés para Olivia porque una vez hizo volar al compañero de bridge de su tía-abuela en un autobús en Cardiff.
Era (como había aprendido) de origen indio, es decir, descendiente de esclavos llevados al Caribe para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar. Había crecido en un arrabal de Cardiff donde se había hecho adicto a la heroína. Superó esa adicción con la ayuda de un mullah local que lo había convertido al Islam.
Libre de la dependencia siguió un curso de ciencias de la tierra en Aberystwyth y se graduó en la Facultad de Minas de Colorado, donde al parecer aprendió muchísimo de explosivos. Tras regresar a Gales, se unió a una célula islamista radical y se curtió volando autobuses en Gales y la región central de Inglaterra antes de emigrar a Londres y graduarse en las estaciones de metro. Cuando esas actividades lo convirtieron en objeto de intensa curiosidad policial, se trasladó al norte de África, luego a Somalia, después a Pakistán (el lugar de su mayor hazaña, donde mató a 111 personas con una bomba en un hotel), más tarde a Indonesia, el sur de las Filipinas, Manila, Taiwán y ahora, extrañamente, a Xiamen. Todos aquellos pasos tenían perfecto sentido excepto los dos últimos.
Decir, como hacía la gente frecuentemente, que Abdalá Jones era al MI6 lo que Osama bin Laden fue para la CIA, era pasar por alto unos cuantos puntos importantes, en opinión de Olivia. Era cierto que Jones era el objetivo de máxima prioridad del MI6. Hasta ahí, la comparación servía. Aparte de eso, como Olivia aprovechaba cada oportunidad para recalcar, comparar a Jones con Bin Laden era peligroso en tanto minimizaba el peligro que suponía Jones. Los mejores días de Bin Laden habían pasado antes de que lo mataran. Era uno de los hombres más famosos de la historia; no podía sacar un pie de su cueva sin aparecer en Internet. Jones, por otro lado, era poco conocido fuera del Reino Unido, y aunque había asesinado a 163 personas en ocho atentados distintos antes de cumplir treinta años, había pocas dudas de que mataría a muchos más en el futuro.
A menos que fuera capturado, naturalmente.
Como estaba fuera del Reino Unido, y era improbable que regresara, tendrían que hacerlo en algún otro país.
Y eso era difícil.
Por fortuna estaba el MI6, una entidad cuyo objetivo era operar en lugares que casualmente no pertenecían al Reino Unido. Y por eso cuando los jefes de Olivia le pidieron que escribiera informes sobre Abdalá Jones, no fue solamente porque quisieran engordar su dosier, ya grueso de por sí. Era porque querían elaborar algún modo de capturarlo o de matarlo.
Olivia había supuesto que todo era académico, al menos para ella. Sus idiomas eran el inglés, el mandarín, (un poco menos) el ruso y (todavía menos) el galés. Esto hacía que fuera improbable que la destinaran como agente encubierta en los lugares donde solía aparecer Abdalá Jones. Así que todos sus intachables memorándums y presentaciones en PowerPoint sobre lo malo que era Jones y lo importante que era ir tras él habían parecido libres de ninguna mancha de interés propio: el MI6 podía lanzar todo su presupuesto anual tras Jones y no daría a Olivia Halifax-Lin más autoridad presupuestaria ni ninguna posibilidad de gloria operativa.
Después de un tiroteo en Mindanao que mató a varios miembros de las fuerzas especiales americanas y filipinas, Jones se mudó a Manila durante un par de meses y luego se largó de la ciudad horas antes de una redada policial, dejando detrás una fábrica de bombas plenamente operativa que había minado a conciencia. Pruebas circunstanciales sugerían que debía de haber encontrado pasaje a Taiwán en un barco pesquero. El mundo chinoparlante no era un objetivo normal del terrorismo islámico, y por eso los motivos de su marcha a Taiwán, y lo que había hecho allí, seguían siendo un misterio.
Después de seis meses sin hacerse notar cruzó el estrecho y se fue a Xiamen, nada menos.
Por vago que pudiera parecer, eran datos de inteligencia increíblemente precisos y específicos que apuntaban a la existencia de recursos y métodos extraordinarios. Aunque Olivia no lo había dicho de manera explícita, era bastante fácil deducir que el MI6 debía de tener un informador en Pakistán que tenía acceso a los mensajes que se transmitían Jones y sus contactos de al-Qaeda.
Sí sabía con seguridad que a través de ese canal, fuera cual fuese, el MI6 había conseguido el nombre de una ciudad (Xiamen) y un par de números de móviles. Se utilizaron aparatos para detectar frecuencias de radio y buscar la firma digital de esos móviles y cernirse lentamente sobre el lugar donde estaban siendo utilizados. Gran parte se había hecho en colaboración con agencias norteamericanas de tres letras, a través de pura tecnología de inteligencia de señales: satélites, puestos de escucha en la cercana isla taiwanesa de Kinmen, y aparatos por control remoto colocados en Xiamen por operativos contratados que, naturalmente, no tenían ni idea de lo que estaban haciendo ni para quién trabajaban.
Toda esa fase de la operación se basó en la premisa, presentada por Olivia, de que Jones tenía que estar inmovilizado en algún sitio la mayor parte del tiempo. Un negro alto simplemente no podía moverse por una ciudad china sin atraer una enorme cantidad de atención. Debía de tener un piso franco en alguna parte y debía de pasarse virtualmente todo el tiempo en él, comunicándose a través del teléfono. Todo lo cual era perfectamente obvio para alguien que hubiera estado alguna vez en China, o incluso en Chinatown, pero que al parecer fue una reflexión muy útil para alguna gente del MI6 que había supuesto que, como Xiamen era una gran ciudad portuaria internacional, Abdalá Jones podía ir deambulando por las calles igual que podría haber hecho en París o Berlín.
A través de estos medios técnicos, de todas formas, los expertos en señales de inteligencia habían reducido la localización de Jones a un kilómetro cuadrado antes de que Jones tuviera el buen sentido de tirar sus teléfonos y cambiarlos por otros nuevos.
El día después de que esos teléfonos se apagaran, subieron a Olivia a un avión con rumbo a Singapur.
Ninguna orden concreta la esperaba allí, así que deambuló por Chinatown durante unos cuantos días, reafirmándose en que realmente podía pasar por china.
Entonces, en el brusco y enigmático estilo al que estaba empezando a acostumbrarse, voló a Sydney, y de ahí a un aeropuerto en un lugar llamado Hamilton Island, donde la recibió John, un bronceado británico antiguo miembro del Servicio Especial de Buques de los Marines Reales, ahora trabajando, o fingiendo trabajar, como instructor de buceo para turistas. Desde el aeropuerto, Olivia y John fueron caminando (era la primera vez en su vida que Olivia salía de un aeropuerto como peatona) a un fondeadero donde les esperaba un barco. Olivia se acomodó en un camarote mientras John los dirigía a una islita situada a unos pocos kilómetros de distancia.
Entonces John se pasó tres días enseñando a Olivia todo lo que pudo sobre buceo.
Luego la llevó de vuelta al aeropuerto, le dio un gran abrazo salado/arenoso, y la metió en otro avión. Ella se sintió triste por verlo por última vez pero también un poco aliviada. Menos de doce horas después de que subiera a su barco, Olivia y John habían empezado a practicar sexo, y no habían parado hasta diez minutos antes del paseo hasta el aeropuerto. Esta era con diferencia la vez que más rápido Olivia había pasado de cero a cien con un hombre: se sentía emocionada, sorprendida y cortada y comprendía que si se hubiera quedado en aquel barco un día más toda la situación se habría vuelto agria y tal vez incluso habría destruido su carrera.
Tras regresar a Singapur con las huellas dactilares de John casi palpables encima, siguió instrucciones para ir a cenar a un restaurante concreto. Allí se encontró con un hombre llamado Stan, cuyos intentos por vestir como un turista hacían muy poco para ocultar que era capitán de la Marina norteamericana. Stan y Olivia comieron juntos sus tallarines y luego se dirigieron en taxi a los muelles de Seambawang, donde Olivia subió a bordo de un destructor con una larga gabardina con la capucha puesta mientras llevaba un paraguas grande. No estaba lloviendo.
El destructor parecía impaciente de su llegada, y soltó amarras y se hizo a la mar mientras aún le estaban mostrando su alojamiento. Para su alivio, Olivia no mantuvo sexo impulsivo con Stan ni con ningún otro miembro de la tripulación del destructor.
Un día y medio después, bajo densas nubes justo antes de amanecer, fue transferida a un submarino de la Royal Navy que los estaba esperando en mitad de ninguna parte. Aquí su alojamiento fue de lo más diminuto imaginable, y vio todo tipo de pruebas circunstanciales de que hombres y material habían sido retirados a toda prisa, y a regañadientes, para su beneficio. Una bolsa impermeable la esperaba. Contenía un traje barato pero razonablemente presentable de un sastre de Shangai a quien estaba claro que le habían suministrado sus medidas. También había un bolso, con su carné de identidad chino, su pasaporte chino, y una cartera algo usada que contenía tarjetas de crédito, dinero, fotos y otras cosas plausibles: recipientes medio usados de los mismos cosméticos que normalmente usaba, sobre todo material Shiseido que podía ser obtenido en cualquier ciudad del mundo; y otras tonterías típicas de los bolsos, como billetes de tren, recetas, caramelos para la tos, tampones, seda dental, un kit de costura de hotel, Krazy Glue, e inevitablemente, un condón, fecha de expiración de hacía tres años, habilidosamente gastado para que pareciera que lo había guardado en el bolso después de un taller obligatorio de sexo seguro y lo había olvidado.
El capitán del submarino le entregó un sobre cerrado, de media pulgada de grosor, cubierto con advertencias sobre su cualidad de secreto. Ella lo abrió y encontró tres cosas:
A bordo del submarino había un pelotón de hombres de los servicios especiales. Uno de ellos le mostró un lugar donde habían soldado una cápsula extra a la quilla del submarino, como un lobanillo en un camello. Se podía acceder a ella a través de un sistema de escotillas. Olivia estaba segura de que era el objeto más caro que había visto en su vida. La cápsula era un submarino diminuto, capaz de alojar a media docena de hombres.
—O cinco hombres y una mujer, si llega el caso —dijo el hombre de los servicios especiales.
En cierto sentido era un navío sencillo. No estaba hecho para ser llenado de aire ni soportar la presión del océano. El agua del mar lo llenaba, y los ocupantes llevaban equipos de submarinismo. Pero en otros aspectos estaba lleno de lo que ella consideraba que era una tecnología de navegación y ocultamiento fantásticamente compleja.
Pasó un día en el submarino, casi siempre sola, aunque le ofrecieron una buena cena en el comedor de oficiales e hicieron varios brindis en su honor, por sus buenas cualidades, su misión, desearle buena suerte, etcétera, etcétera.
Y fue entonces cuando Olivia empezó a asustarse.
Cabría pensar que habría sucedido antes. No es que no le hubieran faltado atisbos sobre la naturaleza del plan. Pero lo que pudo con ella emocionalmente durante la cena fue precisamente la tradición: cientos de años de hombres de la Royal Navy yendo a partes extrañas del mundo para hacer cosas espectacularmente imprudentes. Era un guiño a aquellos que no iban a mostrar su apreciación: un precursor de la culpa del superviviente.
No se le había ocurrido antes, pero tenía que cruzar de algún modo la frontera china. Cruzarla por cualquier puerto de entrada legal dejaría huellas imposibles de reconciliar con su tapadera. Aunque lo hiciera con papeles falsos y luego se deshiciera de ellos, tendrían fotos de ella, y había que asumir que ahora ya tendrían software de reconocimiento facial. Teóricamente podría haber cruzado caminando la frontera desde algún lugar como Laos o el Tíbet, pero eso parecía horriblemente victoriano. Y no tenían tiempo. Así que iba a ser esto. A las tres de la madrugada se puso el equipo de buceo y llevó su bolsa impermeable a la cápsula-submarino, donde, como le habían prometido, la esperaban cinco hombres de los servicios especiales. Luego se produjo un largo y tedioso procedimiento, donde hubo un montón de comprobaciones. El aparato se llenó de agua y empezó a moverse con independencia del gran submarino.
Luego no hubo más que oscuridad y silencio durante una hora. Los hombres que controlaban los movimientos del submarino trabajaban con dedicación, leyendo instrumentos, mirando mapas electrónicos. Ella empezó a ver masas de tierra que reconoció: la gran isla redonda de Xiamen apareció en la pantalla.
Se acercaron mucho a una de las islas exteriores, y uno de los hombres de los servicios especiales se pasó un rato mirando a través del equivalente electrónico de un microscopio. Luego se tomó la decisión y se dio la orden. Acompañada por uno de los buzos, Olivia nadó los últimos cien metros y se arrastró por una playa repleta de basura en una cala solitaria y siguió arrastrándose hasta que el buzo y ella quedaron ocultos por el follaje. Se quitaron las máscaras y se quedaron allí tendidos inmóviles durante un rato, hasta que tuvieron la seguridad de que no había nadie cerca. Olivia se quitó el traje de neopreno. Mirando recatadamente en otra dirección, el buzo abrió la bolsa impermeable y sacó las prendas una a una, empezando por las bragas, y se las tendió por encima del hombro. Cuando ella estuvo vestida del todo, se dio la vuelta y la saludó (otro detalle que casi la mató) y luego se arrastró entre la basura hasta el agua, arrastrando tras de sí una bolsa que contenía el equipo de submarinismo de Olivia. Una ola lo cubrió y desapareció.
Olivia se aplicó repelente de mosquitos y permaneció oculta en el bosque durante dos horas, luego caminó colina arriba hasta la carretera durante un kilómetro hasta un lugar donde cientos de personas, sobre todo mujeres jóvenes, salían de un enorme complejo de apartamentos nuevo en dirección a una parada de autobús. Como ellas, cogió un autobús hasta la terminal de ferris, y desde allí se unió a un flujo de miles que cruzaban las amplias planchas de aluminio y subió a un ferry atestado. Una hora más tarde estaba en el centro de Xiamen. Siguiendo instrucciones memorizadas de aquel sobre, se dirigió a una oficina de FedEx y recogió una caja grande que la estaba esperando. Tras abrirla con una navaja que había en su bolso, descubrió que contenía una típica maleta con ruedas de las que suelen hacer las rondas en las cintas de equipaje de todos los aeropuertos del mundo.
Un trayecto de cinco minutos en taxi la llevó a un hotel mediocre cerca del muelle. Entró en el lugar como si acabara de llegar del aeropuerto, presentó su carné de identidad chino, y alquiló una habitación. Tras acomodarse, abrió la maleta y encontró un portátil que reconoció, ya que ella misma lo había comprado y preparado, asegurándose de que cada detalle de su configuración de software y hardware fuera consistente con su historia. Lo encendió, conectó con la wi-fi del hotel, y descubrió mensajes de varios días de clientes ansiosos de Londres, Estocolmo, y Amberes.
Ahora era Meng Anlan, que trabajaba para una firma ficticia de Guangzhou llamada Xinyou Quality Control Ltd., fundada y dirigida por el ficticio tío Meng Binrong, que intentaba establecer una sucursal en la zona de Xiamen. Xinyou Quality Control Ltd. actuaba como enlace entre clientes de Occidente y pequeñas empresas de China. Era una forma bastante común de ganar dinero hoy en día, y muchas firmas lo hacían. Lo único que era un poco inusitado en la tapadera era el género de Meng Anlan: excepto en casos muy puntuales, las mujeres no se dedicaban a estas cosas en China.
O al menos no lo hacían abiertamente. Había un montón de empresas que, para todos los propósitos prácticos, eran controladas por mujeres: pero siempre daban la cara hombres. Así que la plausibilidad de la tapadera de Olivia se basaba en su ficticio tío Meng Binrong de Guangzhou, quien (según la historia) era el verdadero jefe. Meng Anlan tan solo hacía encargos para él, actuando como una especie de secretaria personal. Todas las decisiones de importancia tenían que ser consultadas con Binrong.
Esto era un poco más complicado de lo que era deseable en la tapadera de un espía. Peo no había muchas excusas plausibles para que una joven en China fuera por ahí sola, lejos de su casa y su familia. Había millones de ellas haciendo trabajos menores en fábricas y durmiendo en dormitorios de empresas, pero tenía poco sentido que el MI6 la colara en China para que pudiera adoptar ese estilo de vida. Solo era útil como agente si tenía dinero y libertad de movimientos. Incluso habían considerado convertir a Olivia en una call-girl de alto standing o una mantenida. Esto no habría implicado tener que acostarse con nadie: los clientes podrían haber sido imaginarios. Se habían decidido por la historia de la relación industrial porque le proporcionaba excusas para viajar por la región, hacer contacto con gente de la industria y alquilar espacio de oficinas.
Habían utilizado diversos tipos de desvíos electrónicos para establecer números de teléfono y de fax en Guangzhou que sonaran en una habitación subterránea en el cuartel general del MI6 donde había disponible un pequeño personal chino-británico: una mujer que hacía el papel de recepcionista y un inglés rubio y de ojos azules que hablaba fluidamente el cantonés y el mandarín y que hacía el papel de Meng Binrong. Así que la historia aguantaría mientras la gente con quien ella hablara en Xiamen no fuera más allá de contactar con su tío por teléfono, fax o e-mail. Pero si alguien sentía suficiente curiosidad para visitar las oficinas de Xinyou Quality Control en Guangzhou no encontraría nada, y toda la historia se vendría abajo. Y había varias formas en que la identidad de Meng Anlan podía ser descubierta. Cuando eso sucediera, la mejor salida posible sería marcharse para nunca más volver, para nunca más trabajar en este tipo de papel. Otros posibles resultados incluían cumplir una larga condena penitenciaria o ser ejecutada.
Era un despilfarro. No había otra manera de expresarlo. Su combinación de aspecto, educación y dominio del idioma la convertían en un activo único. Alguien del MI6, en algún momento, debió de albergar altas esperanzas hacia ella: debió de planear emplearla para algo grande e importante. Su identidad había sido creada, con enormes gastos y cuidados, para servir a ese propósito, fuera cual fuese. Pero aquel propósito original se olvidó cuando Abdalá Jones se mudó a Xiamen y se deshizo de su móvil. Alguien había tomado la decisión de que Olivia fuera reubicada y enviada a buscar a este hombre.
Encontró un bonito apartamento estilo occidental en la isla de Gulangyu, justo al otro lado del estrecho respecto al centro de Xiamen, y lo decoró y amuebló de manera consistente con su tapadera. Empezó a tomar el ferry para ir al centro cada día a «buscar espacio para oficinas». Pero la búsqueda de ese espacio para oficinas era en realidad un reconocimiento manzana por manzana del kilómetro cuadrado donde se creía que Abdalá Jones tenía su piso franco.
Experimentó varios enormes cambios emocionales en su valoración del nivel de dificultad. Mil metros no era en realidad una gran distancia. Diez campos de fútbol. Y así, visto desde la comodidad de la lejanía, el trabajo no había parecido tan difícil. Durante su primer par de semanas de gastar suelas en el centro de Xiamen, sin embargo, empezó a sentirse terriblemente deprimida respecto a sus posibilidades de conseguir ningún avance. La población del kilómetro cuadrado en cuestión estaba probablemente entre veinte y treinta mil personas. El número de edificios llegaba a varios cientos. Se sentía abrumada, deambulando todo el día y perdiéndose en las tortuosas y atestadas calles del distrito y luego yaciendo medio desnuda en su apartamento de Gulangyu, rehaciendo los pasos que había dado durante el día y teniendo sueños alucinatorios sobre lo que había visto.
El apartamento, al menos, era bonito. La isla de Gulangyu era pequeña, empinada, verde, casi sin vehículos, y cubierta de estrechas y sinuosas carreteras que envolvían sus pequeños enclaves. Una red más fina de callejones y escaleras de piedra unía sus parques y patios. Era el lugar donde los occidentales habían construido sus mansiones y sus consulados en el periodo posterior a la Guerra del Opio, cuando Xiamen era conocida por su nombre fujianés de Amoy. Aunque esa época había pasado hacía mucho tiempo, los edificios permanecían.
A duras penas. Echar un vistazo a Gulangyu era recordar que Fujian había sido una jungla tropical y quería, de la peor manera posible, volver a serlo. Si los humanos se marcharan alguna vez, o dejaran de contraatacar con tijeras y sierras, las enredaderas y lianas, las plantas, las raíces, esporas y semillas, en el espacio de unos pocos años, cubrirían todo lo que se había construido. Olivia no conocía la historia detallada del lugar, pero era obvio que algo como esto debía de haberle sucedido a Gulangyu durante los tiempos de Mao, y que los desarrollistas inmobiliarios post-Mao habían llegado a la isla justo a tiempo. De un sitio a otro podía verse todavía algún viejo edificio estilo occidental que estaba siendo hecho pedazos a cámara lenta por el follaje, convirtiéndolo en una estructura tan insegura que solo las ratas y los gusanos de la madera podían vivir allí. Pero bastantes edificios antiguos habían sido rescatados (Olivia imaginaba una invasión al estilo día-D de la isla, con jardineros con sierras y palas saltando en paracaídas del cielo y asaltando las playas), y estaban siendo liberados del florido o espinoso abrazo de las enredaderas, desratizados, provistos de nuevos tejados, reparados y compartimentalizados. Su apartamento era pequeño pero bien situado en la planta superior de lo que una vez fue la mansión de un comerciante francés y ahora servía de hogar a una docena de jóvenes profesionales como Meng Anlan. Su cama daba a un pequeño balcón con vistas al mar y las brillantes luces del centro de Xiamen, y durante las noches en que el sueño la eludía, se sentaba y se abrazaba las rodillas y contemplaba la ciudad al otro lado de las aguas, preguntándose cuál de aquellas luces centelleantes era la pantalla del portátil de Abdalá Jones.
Pero a medida que pasaban las semanas y tuvo en la cabeza la imagen del kilómetro cuadrado, empezó a parecer factible. El noventa por ciento de los edificios podía ser descartado sin más. Eran propiedades comerciales o residencias privadas. A menos que Jones tuviera algún tipo de acuerdo con el propietario de una tienda o con una familia próspera, que parecía muy improbable, tenía que estar viviendo en un edificio de apartamentos, y no en cualquiera, sino uno que sirviera a la gente de paso y los emigrantes económicos. Solo había unos pocos en la zona de búsqueda, y por varios medios había podido tachar a algunos de la lista. Así que aquellas primeras semanas de confusión y tristeza culminaron, de repente, con una breve lista de escondites plausibles.
En sentido racional, no podía decidir entre ellos, pero su instinto estaba claramente a favor de un edificio grande y notablemente destartalado, de cinco pisos de altura, en medio de las calles perfectamente reticuladas de un barrio antiguo pero lo bastante cerca de su linde como para estar destinado a ser demolido y convertido en zona de rascacielos. Había sido un edificio orgulloso durante la época en que la ciudad se llamaba Amoy y los europeos ricos tenían bodegas en Gulangyu. Un hotel, tal vez. Pero hacía mucho que se había convertido en un edificio de apartamentos para obreros.
Olivia fingió estar interesada en alquilar una oficina en un edificio situado justo enfrente. Los dos edificios eran de igual altura y similar edad, unidos por vetas de colores de cables improvisados. El casero quiso destinar a Olivia a las oficinas de los pisos inferiores, donde el acceso era más fácil y el alquiler más alto. Pero Olivia se había convertido en una experta a la hora de prolongar su «búsqueda de espacio para oficinas» a niveles ridículos hablando de la loca avaricia de su tío en Guangzhou. Tenía preparada toda una serie de discursos, y un puñado de anécdotas sobre lo miserable que era Meng Binrong. Los empleó para impulsar al casero cada vez más alto en el edificio y lo engatusó para que le abriera viejas puertas polvorientas y la dejara ver oficinas que eran utilizadas como trasteros de equipos de mantenimiento y puertas, baños y ventiladores que esperaban ser reparados. En cada oficina que inspeccionaba, Olivia tenía cuidado de mirar las vistas, abriendo las ventanas atascadas y asomando la cabeza a la cálida brisa pegajosa. Como explicaba, su única compensación para trabajar en una oficina con tantos tramos de escaleras era la bonita vista que podía conseguir, y la ventilación natural. En realidad, claro, miraba al edificio al otro lado de la calle, estudiando sus ventanas y esperando ver un atisbo de un alto negro galés.
Un sonido irregular surgía de alguna parte, no dentro de este edificio, sino cerca. Al principio lo oyó solo de manera subliminal, ya que estaba enterrado en el sonido ambiental de la calle. Pero mientras arrastraba al agotado e irritable casero hacia arriba, el sonido empezó a distinguirse del clamor general de la calle y entró en su consciencia. Los golpes empezaban y paraban. Se repetían tres o seis o diez veces seguidas, como el latido de un corazón, y entonces cesaban durante un momento, para volver a empezar, a veces más rápido y a veces más lento. A veces terminaba con un leve sonido aplastante. Ella conocía bien la pauta porque sus colegas y ella lo habían oído de fondo en las conversaciones telefónicas grabadas de Abdalá Jones y habían dedicado muchas horas a preguntarse qué era. Su primera idea fue que era el ruido de obras en un apartamento vecino, pero no encajaba realmente con esa pauta: ¿qué tipo de obra usaba solamente martillos pero no una sierra? ¿Tal vez Jones vivía encima de una carnicería donde se usaban hachas pesadas para cortar las piezas grandes? ¿O un dojo de artes marciales donde los estudiantes golpeaban un saco? Nunca habían logrado llegar a una conclusión, y los volvió locos.
Pero cuanto más alto subía Olivia en aquel edificio de oficinas, más segura estaba de que oía exactamente la misma pauta de sonidos del edificio de apartamentos de enfrente. Se hacía más claro, y a medida que iba subiendo se sentía más nerviosa.
Al llegar al piso de arriba, entró en una oficina y descubrió que su visión quedaba bloqueada por una vieja lona azul que habían colgado delante de las ventanas. Cruzó la habitación, abrió la ventana (eran ventanas grandes, de la vieja escuela, de doble hoja) e hizo a un lado el filo de la lona azul.
Directamente al otro lado de la calle, quizás a veinte metros de distancia, en el tejado del edificio de apartamentos, media docena de jóvenes jugaban al baloncesto.
Vio a uno de ellos driblar entre los defensas (thump, thump, thump, thump, thump) y lanzar un tiro. Crash.
—Este podría ser aceptable —le dijo al casero, un poco distraída ya que estaba tomando imágenes en vídeo con el móvil de los jugadores—. Volveré a ponerme en contacto con usted.
El casero hizo una llamada telefónica. Olivia continuó disfrutando de la vista. El apartamento que había directamente debajo de la cancha de baloncesto improvisada tenía sábanas o pósters o algo cubriendo la mayoría de sus ventanas. Olivia deseó con todas sus fuerzas hacer una llamada propia: «Lo he encontrado.» Pero no quería repetir el error de Jones. Tenía otros medios para comunicarse con sus supervisores en Londres.
Se dirigió al wangba más cercano, se conectó a un ordenador, navegó al azar por la red durante un rato, luego visitó cierto blog y dejó un comentario con una frase preacordada.
Al día siguiente recibió un mensaje codificado en los poco sospechosos bits de un archivo de imagen, diciéndole qué hacer a continuación.
Una parte de ella esperaba que el MI6 la devolviera directamente a Londres, la invitara a cenar en un bonito restaurante, y le diera un ascenso. Esa fantasía se basaba en su suposición de que actuarían contra Jones inmediatamente, bien dando un soplo a la Oficina de Seguridad Pública de su presencia o enviando un comando.
Sin embargo, el mensaje codificado decía otra cosa respecto a cómo debería pasar Olivia las siguientes semanas o quizás incluso meses.
La felicitaban, de la manera diabólicamente sobria que cabía esperar. Pero parecían haber decidido que Abdalá Jones les sería más valioso si pudieran extraer más información antes de que lo enviaran a recaudar su cuota de vírgenes de ojos oscuros. Querían que Olivia encontrara un lugar desde donde pudieran vigilar el apartamento de Jones, y que informara.
Olivia llamó al casero, volvió al edificio de enfrente, tomó fotos con el móvil de la oficina, y negoció un alquiler. Usando su identidad falsa, envió un e-mail a Meng Binrong, con todas las fotos y detalles de los términos del alquiler. El mensaje fue a una dirección registrada en Guangzhou pero inmediatamente fue encriptado y enviado a Londres.
Otro mensaje, rebosante de satisfacción, le llegó al día siguiente. Le dijeron que continuara con su tapadera y esperara nuevos contactos.
Trabajar en su tapadera fue un buen consejo: lo dejó correr durante un par de semanas mientras se establecía en Xiamen. Hizo que trasladaran un escritorio y una silla a la nueva oficina, luego se puso a hacer como que trabajaba, intercambiando montones de e-mails con sus supuestos clientes y su supuesto tío, concertando visitas a pequeñas fábricas por todo el estuario del río Nueve Dragones, y manteniendo siempre un ojo puesto en el apartamento 505 del otro lado de la calle. Los inquilinos cuidaban de tener bloqueadas la mayoría de las ventanas, pero a veces tenían que abrirlas para ventilarse, y cuando lo hacían Olivia podía ver detalles emocionantes: montones de colchones en el suelo, y contenedores de lo que parecían ser disolventes industriales, y hombres que no parecían ser de por aquí. Nunca vio a Jones; pero era inconcebible que un hombre tan cuidadoso como él mostrara su rostro en una ventana abierta.
Empezó a llegar equipo a través de FedEx, disfrazado como prototipos de aparatos electrónicos que sus supuestos clientes querían producir en masa en China. Fue muy fácil mantener el disfraz: todos los equipos electrónicos parecían iguales por fuera, pues eran solo placas de circuitos con chips. Se sabía que los servicios de inteligencia chinos habían empezado a insertar chips programables en las placas de circuitos que se enviaban a Occidente, chips cuya misión era llamar a casa y enviar datos, y Olivia sospechaba que su destino original (el destino para el que había sido preparada) era investigar ese problema. Así que había cierta simetría, y un poco de satisfacción, en darle la vuelta a la tortilla. Tras elaboradas hojas de instrucciones, enviadas, codificadas, por cerebritos de Londres y Fort Meade, puso esos artilugios en marcha en la oficina, y permaneció a la escucha de cualquier señal electromagnética que surgiera del edificio de apartamentos. Los datos llegaban y eran comprimidos y encriptados y enviados de vuelta a Londres y Fort Meade, donde gente que comprendía de verdad estas cosas podía analizarlas y sacarles sentido.
Esto proporcionó el primer contratiempo verdadero en la investigación. Los artilugios recogían un montón de datos, pero parecía (por abreviar una larga historia) que el piso franco de Abdalá Jones estaba situado directamente encima de un nido de hackers cuyos aparatos lanzaban una enorme cantidad de ruido electrónico al éter. Estos hackers, por lo que Olivia podía deducir, eran los jugadores de baloncesto, que también parecían trabajar mucho en el tejado del edificio, así que el nido de Jones estaba situado entre dos niveles de actividad hacker. Era difícil distinguir el ruido de Jones del de los hackers. Hasta el punto de sugerir que Jones tal vez había escogido este lugar deliberadamente como añagaza para ocultar sus propias emanaciones en el ruido de sus vecinos.
Enviaron más cosas por FedEx, y Olivia hizo una incursión en el edificio de apartamentos y plantó un aparato tras un radiador en el pasillo situado ante el apartamento de Jones. No conocía los detalles pero supuso que esto de algún modo hacía más fácil diferenciar los bits de los terroristas de los de los hackers. Entonces el MI6 mandó a un experto en inteligencia de señales, usando el nombre de Alastair y fingiendo ser uno de los clientes de Xinyou Quality Control. Alastair y Olivia mantuvieron largas «reuniones» en la oficina, durante las cuales Alastair manipuló el equipo que ya estaba allí e instaló una nueva caja: un sistema para lanzar láseres invisibles a las ventanas del apartamento 505. Cualquier sonido dentro del apartamento haría que las ventanas vibraran levemente, y el aparato láser podía detectar las vibraciones y traducirlas a grabaciones de sonidos sorprendentemente inteligible. También conectó un sistema de grabación en vídeo automático que se conectaba cada vez que se detectaba movimiento, es decir, cada vez que los terroristas (pues no había ninguna duda, ahora, de que eran terroristas) abrían una ventana.
El hecho de que el edificio de oficinas estuviera siendo remodelado proporcionó enormes ventajas para usarlo como plataforma de vigilancia. Su fachada quedaba oscurecida por una maraña de andamios, cuerdas, lonas, trenzas de bambú, cables de extensión, luces de trabajo y mangueras neumáticas. Entre toda esa morralla, el equipo de Alastair (bastante modesto en tamaño) podía pasar fácilmente desapercibido. Su cámara principal asomaba por un agujero en la lona azul, no más grande que la punta del dedo de Olivia.
Olivia no tenía que leer ningún memorándum extasiado de Londres para saber que había encontrado una mina de oro. Las respuestas que obtenía de Londres sugerían que el valor de la información que estaban consiguiendo era tan alto que ahora deseaban que Abdalá Jones continuara una carrera muy larga volando cosas, o preparándolas, en Xiamen, mientras pudieran continuar ordeñándolo. Al leer los periódicos extranjeros, Olivia veía reportajes ocasionales sobre ataques de aviones no tripulados Predator en Waziristán y no podía dejar de tener la impresión de que el material que estaba enviado a Londres estaba directamente relacionado con algunos de ellos.
Estaba dirigiendo una de las instalaciones de más valor en la guerra global contra el terror. Y era la única persona que podía hacerlo. La operación era un éxito colosal, mucho más importante que el ahora olvidado trabajo, fuera cual fuese, que originalmente querían que hiciera. Eufórica como se sentía al respecto, en el fondo sabía que no podía durar. Tarde o temprano Jones tendría que hacer algo. No podía vivir allí mes tras mes construyendo bombas sin ningún propósito. Tarde o temprano se enterarían, gracias a los lásers de las ventanas, que Jones estaba a punto de hacer volar algo. Y entonces el MI6 tendría una decisión interesante que tomar. Si no hacían nada, la explosión se produciría y la OSP investigaría y acabaría por descubrir el apartamento 505. Y a partir de ahí acabarían por venir a comprobar la oficina de Olivia y descubrirían todo el aparato de vigilancia de alta tecnología, la detendrían, y la someterían a solo Dios sabía qué tipo de tratamiento. Si se llegaba a eso, Olivia tendría que descubrir el equipo y salir de la ciudad primero.
O, en el espíritu de la cooperación internacional, el MI6 podría darle el soplo a las autoridades chinas e impedir así que Jones llevara a cabo su plan. Pero al hacerlo también revelarían su jugada respecto a las fuentes y métodos que habían empleado para descubrir todas estas interesantes cosas, lo cual llevaría a las mismas o similares consecuencias para Olivia.
O podían enviar alguna especie de comando para matar a Jones o incluso secuestrarlo y sacarlo del país. Esto, por decirlo suavemente, sería una operación peliaguda.
En cualquier caso, Olivia disponía de instrucciones detalladas para clausurar su pequeño piso franco si llegaba el caso. No había papeles que romper, ni cintas que quemar. Todo era electrónico. Así que el procedimiento de cierre se reducía a freír los equipos electrónicos. Lo habían puesto fácil. Todo tenía un interruptor de autodestrucción: lo único que tenía que hacer era pulsarlo, y una descarga de alta tensión recorrería todos los chips y destruiría toda la información almacenada en ellos. La OSP podría recuperar las placas de circuitos, pero según Alastair estarían vacías de información útil: eran solo chips normales que cualquiera podía comprar en una tienda de electrónica por Internet, conectados unos con otros de forma obvia. Lo importante (lo que los hacía únicos) estaba en cómo estaban configurados, los bits que contenían, y eso era fácil de codificar. Sería bueno, recalcó, si ella pudiera impedir que el material cayera en sus manos: por ejemplo, lanzándolo al agua desde la barandilla de un ferry o quemando el edificio (Olivia no supo si esta última sugerencia la decía en serio), pero lo más importante era pulsar todos aquellos interruptores de destrucción.
En un piso franco adecuadamente montado, habría habido al menos tres personas trabajando por turnos, cuidando los aparatos, siempre dispuestos a pulsar los interruptores y cerrar el lugar en un instante. Unas cuantas décadas antes el MI6 tal vez habría tenido recursos para mantener a tantos agentes infiltrados en China. Si la operación hubiera tenido lugar en cualquier otro país, podrían haber encontrado un modo. Pero en China era demasiado difícil. Cuando Alastair regresó a casa, Olivia fue la única persona que quedó allí, y solo podía pasar en la oficina un tiempo limitado. Meng Binrong le enviaba muchos supuestos e-mails haciendo que pareciese que era un auténtico negrero, y esto le proporcionaba la excusa que necesitaba para trabajar doce, catorce, a veces dieciséis horas al día en la oficina, pero a veces tenía que volver a Gulangyu y dormir unas cuantas horas en su apartamento, aunque solo fuera por guardar las apariencias con el casero y los vecinos.
Debido a aquellas largas horas y la estrechez de miras que tuvieron como resultado, tal vez podría ser perdonada por haber estado ajena, durante tanto tiempo, al objetivo obvio de los preparativos de Abdalá Jones. Xiamen iba a albergar una conferencia internacional, trayendo a diplomáticos de todo el globo. En teoría era para celebrar el 350 aniversario de la liberación de Taiwán de los holandeses por parte de Zheng Chenggong. Pero todo el mundo sabía que el verdadero plan era discutir la reunificación de Taiwán con la China continental y que podían anunciarse desarrollos muy significativos. Algunos islamistas radicales sostenían que Zheng Chenggong era uno de los suyos, y por tanto consideraban que Taiwán formaba parte del Califato Islámico. Era una pretensión vana, pero de todas formas estaban furiosos por la opresión de los musulmanes en la China occidental, así que cualquier excusa sería suficiente.
Olivia había advertido los estandartes en las farolas, mostrando imágenes heroicas de Zheng Chenggong, pero no se dio cuenta de que la conferencia ya había comenzado hasta que empezó a causar atascos de tráfico camino del trabajo por la mañana. En ese momento comprendió, demasiado tarde, que debía haber alguna conexión entre esto y un reciente aumento de conversación en el apartamento 505. La crisis debía de estar cerca.
Una mañana regresaba a la oficina, tras haber disfrutado de unas cuantas horas de sueño en casa, cuando advirtió un detalle menor: una furgoneta aparcada en la calle entre el edificio de apartamentos y su oficina. Estaba interrumpiendo el tráfico y creando un pequeño escándalo entre los vendedores callejeros y los transeúntes. Si no hubiera sido por la conferencia diplomática y su consciencia de que algo gordo iba a pasar, podría haberlo ignorado. Pero tal como estaban las cosas, su primer pensamiento fue que habían descubierto el pastel: era un pelotón de investigadores de la OSP que venían a llamar a la puerta de Abdalá Jones y preguntarle qué estaban haciendo allí sus amigos y él. O peor todavía: venían a arrestarla a ella.
Sin embargo, al inspeccionar con más atención, vio que no parecía un vehículo oficial, y que el conductor era una joven con botas azules que parecía tener algún problema con las llaves. Pero había sido suficiente para acelerar su corazón, así que después de entrar despacito y tranquilamente en el edificio de oficinas y llegar a la escalera donde nadie podía verla, subió los peldaños de dos en dos y entró en su oficina lo antes que pudo. Resistiendo la tentación de asomarse a la ventana, se puso los auriculares que usaba para monitorizar los sonidos en el apartamento de Abdalá Jones.
Todo parecía rutinario: algunos ronquidos, unos cuantos hombres adormilados levantándose y preparando té, escuchando un podcast en árabe. La misma normalidad de todo esto la calmó un poco y la hizo sentirse como una idiota por haberse emocionado tanto. Se secó el sudor de la frente, se sentó, dejó el bolso sobre la mesa, despertó al ordenador y comprobó el correo.
Un enorme golpe sonó a través de los auriculares, seguido por un montón de conversaciones nerviosas.
Entonces unos fuertes estampidos, reducidos por los aparatos electrónicos de modo que parecían goterones en la corriente de ruido.
Entonces el sonido se apagó por completo. Olivia se quitó los auriculares y advirtió que podía oír más estampidos directamente al otro lado de la calle. Se acercó a la ventana y comprobó el artilugio láser. Parecía que no funcionaba. Luego miró a través del agujero de la lona azul y vio el problema: funcionaba haciendo rebotar un láser en el cristal de una ventana. Pero el cristal en cuestión ya no existía.
La sobresaltó el estrépito de cristales y cosas rotas dentro de la oficina, a su derecha. Tras volver a meter dentro la cabeza, advirtió que la mitad de sus ventanas eran ahora fragmentos en el suelo. Había polvo en el aire y cráteres en la pared frente a las ventanas. Su mente, reaccionando lentamente, le dijo que acababa de oír el tableteo de armas automáticas y que buena parte procedía directamente del otro lado de la calle y que había alcanzado su oficina.
Se dejó caer a cuatro patas, extendió la mano, y pulsó el interruptor de destrucción del artilugio láser.
El MI6 había enviado un comando. Lo estaban haciendo ahora. Pero se habían olvidado de avisarla.
O tal vez habían decidido que era sacrificable.
Sokolov había visto muchas cosas extrañas ya esta mañana, y sin embargo siguió sorprendiéndose cuando salió de la ventana destrozada y escrutó la fachada del edificio y la encontró llena de jóvenes chinos que trepaban por ella como si fueran arañas.
Entonces recordó que, sesenta segundos antes, su principal preocupación en el mundo había sido qué hacer con un grupo de hackers chinos. Debían ser ellos.
Comprendió y aprobó la decisión que los hackers habían tomado para evitar las escaleras del edificio y escapar a través de la superficie externa. Habría sido fácil seguirlos hasta la calle, y en cierto modo esta era la decisión obvia, ya que conocían el terreno mucho mejor que él. A menudo, en territorio desconocido, lo más aconsejable era imitar las acciones de los lugareños.
Por otro lado, había un grueso haz de cables que corrían desde un punto de la fachada del edificio no muy lejos de donde Sokolov se encontraba ahora y cruzaba la calle hasta un edificio de oficinas en construcción. Los cables, en conjunto, debían de ser mucho más pesados que Sokolov, así que probablemente podrían soportar su peso. Le gustó la idea de utilizarlos como ruta de escape por dos motivos. Primero, simplemente bajar a la calle no le ayudaría mucho, ya que, al contrario que los hackers, no podía mezclarse con la gente. Lo verían y lo arrestarían rápidamente. Pero si pudiera llegar al otro edificio, tendría alguna posibilidad de esconderse en alguna parte, al menos el tiempo suficiente para diseñar un plan.
Segundo, el apartamento que acababa de dejar atrás estaba lleno de altos explosivos y ardiendo.
Ahora bien, al contrario que al típico profano, a Sokolov no le preocupaba especialmente la proximidad del NAFO y las llamas descontroladas. Como la mayoría de los altos explosivos era difícil de prender. El fuego solo no bastaba. Era necesario algún tipo de cebo: un detonador, un fulminante. Así que era posible que todo el edificio pudiera arder hasta los cimientos sin que tuviera lugar ningún tipo de explosión.
Y sin embargo eso era una lectura simplista de la situación. Había muchas más cosas en ese apartamento además del NAFO. Durante los breves y frenéticos instantes que había estado allí, Sokolov no había podido hacer un inventario sistemático. Pero si planeaban usar el NAFO, como parecía probable, entonces debían de tener algunos fulminantes por allí; y si estaban planeando usarlo pronto, entonces era probable que ya hubieran montado algún aparato explosivo completo donde los detonadores estarían sincronizados con el NAFO. Y de todas formas, en aquella cocina del infierno que había dejado atrás, no se sabía qué otras cosas podían haber mezclado: los terroristas tenían recetas para otros explosivos además del NAFO que eran mucho menos estables. De ahí la fuerte discusión para escapar del edificio lo más rápido que pudiera. El haz de cables le ofrecía esa opción.
El principal argumento en contra era que los terroristas podrían dispararle fácilmente cuando estuviera suspendido en el aire sobre la calle, justo ante sus ventanas.
Pero podía pasar mano sobre mano sobre un cable tendido con la misma rapidez con que la mayoría de los hombres podía correr. Y los pocos terroristas que todavía seguían vivos debían de estar bastante preocupados. Así que la decisión fue fácil. Se encaramó a las rejas de la ventana y otros materiales hasta el haz de cables, extendió una mano, se agarró, y lentamente transfirió su peso. Los cables no se soltaron de la pared. Bien. Se apartó del edificio, saltó al espacio, extendió la mano, y se agarró de nuevo. Luego otra vez. Y otra.
Entonces se sintió descender y vio el haz de cables subir al cielo.
Esto no era como cruzar un cable de acero tendido en un campo de entrenamiento militar. El haz era una madeja de unas dos docenas de cables separados, de colores tan alegres como un poste de mayo. Algunos de los cables eran eléctricos, otros telefónicos, otros de datos, otros no claramente identificables. No podía abarcar con la mano todo el haz, y por eso cada vez que se balanceaba hacia delante tenía que clavar las yemas de los dedos como si fueran un cuchillo en el corazón del manojo y agarrarse a lo que encontrara. Esto funcionó durante los primeros intentos, pero en el último apuntó mal, no alcanzó el haz y se agarró a un solo cable, un cable de red azul que se extendía en espiral sobre los otros cables, y ahora su peso tiró de ese cable y lo soltó del haz. Extendió la mano libre, la enganchó en la tensa línea azul, y se aupó lo suficiente para liberar la primera mano, luego repitió la operación, ascendiendo al cable pero sin ganar altura, porque el cable azul cedía. Solo estaba a un brazo de distancia del haz pero no podía alcanzarlo. Finalmente el cable dejó de ceder y aguantó y él agitó las piernas, poniéndose boca abajo durante un instante, y envolvió ambas piernas en torno al manojo entero. El rifle y una cantimplora CamelBak que llevaba a la espalda cayeron a los extremos de sus correas y oscilaron. Se permitió unos pocos segundos para recuperar el aliento antes de empezar a trepar a lo largo del haz lo más rápidamente que pudo. Esta técnica era mucho más lenta que la de mano sobre mano y le hizo sentirse como un civil incompetente, pero no podía arriesgarse a hacerlo de la otra forma. En cualquier caso, no le preocupaba demasiado que le dispararan porque el apartamento estaba ahora completamente envuelto en llamas. Las latas de disolvente reventaron y vomitaron tormentas de vapor inflamable por las ventanas.
A Yuxia le sorprendió la cantidad de tiempo que el cerrajero tardó en trabajar en el contacto de la furgoneta. El hotel de su familia en las montañas de Fujian estaba bien surtido de DVDs de películas de acción occidentales, que podían conseguirse prácticamente por nada en Xiamen. Viéndolas, Yuxia había aprendido que cualquier vehículo del mundo podía arrancar en unos segundos golpeando la columna de dirección hasta que salieran los cables y luego uniendo los cables hasta que saltaba una chispa. Y sin embargo este cerrajero lo convirtió en un elaborado proceso que se centró en hurgar el contacto en sí. Era muy claro por la expresión de su cara que estaba enormemente preocupado por todos los disparos que se producían arriba, y que esto no contribuía a que su trabajo fuera más rápido.
Yuxia, naturalmente, estaba también bastante preocupada. Había reaccionado de manera algo impulsiva al esposar al pobre cerrajero al volante. En ese momento solo se habían oído algunos disparos, y había dado por hecho que eso sería todo, y que él pondría el motor en marcha en unos instantes. El hombre estaba exagerando, usándolo como pretexto para abandonar a Yuxia y, por extensión, a Zula y Csongor y Peter. Pero desde entonces se había convertido en lo que parecía una guerra a gran escala, y trozos de escombros no paraban de caer sobre el techo de la furgoneta. Cada vez que eso sucedía el cerrajero daba un respingo y parecía perder su habilidad con el contacto. Eso duró lo que pareció un año entero, y Yuxia empezó a perder los nervios y se sintió a la vez aterrada por hallarse en esta situación y culpable por lo que le había hecho al cerrajero. Nada le impedía salir de la furgoneta y echar a correr. Y sin embargo, cada vez que lo pensaba en serio, algo grande caía sobre el techo del vehículo y le recordaba que era buena cosa tener acero sobre la cabeza. Y la vida realmente sería mucho más fácil si pudiera sacar la furgoneta de aquí.
Tan preocupada estaba con esos pensamientos que se sobresaltó cuando oyó el motor cobrar vida. Las luces del salpicadero se encendieron y la aguja del tacómetro saltó.
El cerrajero dejó escapar una imprecación, arrojó las herramientas con las que había estado trabajando, y atacó la esposa con otra distinta. Esta vez solo tardó unos segundos. Entonces se marchó, dejando la esposa colgando del volante y la mitad de sus herramientas en el suelo de la furgoneta. No se molestó en cerrar la puerta de pasajeros.
Yuxia extendió la mano, cerró la puerta, se acomodó de nuevo en el asiento del conductor y puso el vehículo en marcha.
Entonces dirigió una última mirada al edificio. ¿Y Zula y los dos muchachos hackers? ¿El que era malo para ella, y el que era bueno?
Csongor fue un poco más lento que Peter a la hora de soltar sus esposas. Zula advirtió que asomaba la lengua mientras trabajaba. De algún modo, a partir de eso, llegó a la conclusión de que era mejor permanecer absolutamente quieta y no distraerlo.
Sin embargo, un sonido que resonaba por toda la escalera y se hacía más fuerte a cada segundo la distrajo. Era una voz humana, repitiendo el mismo murmullo, una y otra vez, como si quien hablaba fuera un actor intentando memorizar un fragmento elusivo de diálogo. Al principio solo pudo percibir algunas de las consonantes más percusivas, pero a medida que quien hablaba se iba acercando, tramo a tramo, pudo convertir los sonidos en palabras.
Estaba diciendo:
—¡PUÑETERA zorra! ¡PUÑETERA zorra! ¡PUÑETERA zorra!
Era Ivanov y lo decía en un tono más sorprendido que airado, como si el grado de puñetería y zorrez exhibido por Zula hoy fuera más allá de todos los precedentes históricos conocidos, hasta el punto de que el propio Ivanov no podía dar crédito al testimonio de sus propios sentidos. Mientras avanzaba, su asombro fue en aumento, y cuando decía «¡PUÑETERA!» su voz se alzaba, por un instante, en un falsete antes de caer y decir «zorra».
A pesar de todos sus esfuerzos por no hacerlo, Zula miró a Csongor para ver cómo le iba. Él reaccionó inmediatamente, lo que le dijo que también podía oírlo y que comprendía su significado.
Entonces el cántico se interrumpió con un súbito «¡TÚ!».
Ivanov estaba solo a dos, quizá tres tramos de escaleras sobre ellos. Sus pisadas se habían detenido.
Tenía que estar hablando con Peter, pero Peter no dio ninguna respuesta que Zula pudiera oír.
—¿Estás solo? —preguntó Ivanov. Tuvo que repetir la pregunta e insistir en que Peter proporcionara una respuesta. Finalmente Zula pudo distinguir algún tipo de leve respuesta, una especie de gemido, por parte de Peter.
—¿Y dónde está entonces tu bonita novia?
La conversación, si esa era la palabra adecuada para definirla, no era más que una serie de murmullos por parte de Ivanov.
—Ah, ¿el valiente Peter se adelanta a explorar el peligro? ¿Zula espera atrás, lista para seguirlo? ¿No? ¿Por qué no? ¿Tal vez es mentira? ¿Sí? ¿Mentira? ¿Zula está en el sótano por otro motivo? ¿Tal vez porque está ENCADENADA A LA TUBERÍA? ¿Por qué el VALIENTE NOVIO la dejó atrás? ¿PARA MORIR? ¿Mientras el VALIENE NOVIO huye COMO UNA JODIDA RATA?
Una mano se posó amablemente sobre el hombro de Zula, y ella dio un respingo tan violento que prácticamente se magulló la muñeca cuando la esposa la detuvo en seco. Pero no era más que Csongor. Se había soltado. Se llevó un dedo a los labios, luego hincó una rodilla en tierra, en la actitud del hombre que propone matrimonio, y se puso a trabajar en la esposa con la horquilla. Al principio intentó acceder al agujero de la cerradura de la esposa que rodeaba su muñeca, pero apuntaba hacia abajo y le resultaba difícil encontrar el ángulo adecuado, así que desistió y empezó a trabajar en la que estaba enganchada a la tubería, que estaba inclinada convenientemente hacia él.
—¿Cómo una CHICA VALIENTE como Zula tiene semejante mierda de novio? —aullaba Ivanov—. ¿Qué pensarían tus padres de ti, Peter? ¿Quién te educó? ¿Lobos? ¿Gitanos? ¡Responde! No llores como una niña pequeña. ¡Ah!, ¡PUÑETERO… PEDAZO… de MIERDA!
Recalcó cada una de las tres palabras con un estampido. Csongor dio un respingo al oír el primero y dejó caer la horquilla. Pronto la recuperó y continuó trabajando en la esposa.
Al sonido de la pistola de Ivanov, Zula se volvió instintivamente hacia la puerta situada en la base de las escaleras y permaneció en esa posición, enfocando toda su atención en las manos de Csongor, como una niña pequeña que piensa que el monstruo se irá si finge que no está allí. Era una tontería, pero no había sucedido nada en los últimos días que la preparara para nada como lo que al parecer le acababa de suceder a Peter.
—¡Csongor! —llamó una voz suave.
Zula y Csongor dieron un respingo y se volvieron para descubrir a Ivanov en la habitación, con una pistola semiautomática en la mano, apuntando al suelo.
—Qué bien —dijo Ivanov—. Por fin un hombre de verdad.
Csongor dejó de hurgar en la esposa y se puso en pie, para colocarse junto a Zula, con Ivanov apenas a dos metros de distancia. Ivanov observaba el rostro de Zula de un modo que hizo que Csongor quisiera interceptar su mirada: dio medio paso adelante y se situó entre Zula e Ivanov.
—Sí —dijo Ivanov—. Esto está bien. Siempre supe que eras todo un caballero, Csongor. Ahora apártate para que pueda meterle una bala en la cabeza a esta zorra mentirosa.
—No —espetó Csongor.
Ivanov puso los ojos en blanco.
—Entiendo que debas continuar comportándote como un caballero. Es lo adecuado. Pero la situación es tal como sigue. Le dije a Zula que dijera la verdad sobre el apartamento o la mataría. Zula mintió. Debo cumplir mi parte del trato tal como prometí. Seguro que lo entiendes.
Ivanov alzó el arma para poder apuntar a lo largo del cañón y se hizo a un lado para poder ver a Zula. Pero Csongor se interpuso de nuevo.
—No es un juego de hockey. No es un disco. Es una puñetera bala, Csongor. No puedes detenerla.
—Sí que puedo —recalcó Csongor.
—¡Csongor! Eres el único hombre en este edificio que se merece vivir —señaló Ivanov—. Por favor, deja de comportarte como un jodido gilipollas. ¿No quieres hacerte viejo y dejarte bigote? ¿Conducir el autobús?
Zula solo pudo interpretar estas preguntas como una prueba más de la locura de Ivanov, pero parecieron significar algo para Csongor, que se encogió de hombros.
—Zula quiere que vivas. ¿Verdad, Zula?
Era una pregunta extraña. Csongor se volvió a mirarla.
Al hacerlo, Zula vio que Ivanov se abalanzaba hacia delante con inesperada velocidad.
La expresión de Zula le dijo a Csongor que algo iba mal y empezó a volver la cabeza… justo a tiempo de recibir un terrible golpe en la mandíbula con la culata de la pistola de Ivanov. Csongor se desplomó. Zula pudo sujetarlo y amortiguar el impacto. Le puso la mano libre bajo la cabeza y la acunó hasta que llegó al suelo.
Entonces se quedó inmovilizada, sentada en el suelo con todo el peso de Csongor sobre el regazo. Debía de pesar más de ciento veinte kilos.
Zula se humedeció los labios y abrió la boca para hacer el último discurso de su vida, donde intentaría explicarle a Ivanov por qué no tenía sentido matar a Peter por no tratarla caballerosamente y luego dispararle a ella a la cabeza mientras estaba esposada a una tubería.
Hubo una serie de ensordecedores estampidos. Una bala invisible borró la sien de Ivanov y la lanzó al otro lado de la habitación. Ivanov se volvió de lado como intentando coger sus sesos antes de que llegaran al suelo.
Zula advirtió ahora que había otra persona en la habitación: un negro alto. Llevaba un arma larga que Zula reconoció de las reuniones familiares como un AK-47.
Sus ojos se clavaron en los de ella.
—¿Inglés? —preguntó.
—Americana.
—Su confusión es comprensible, pero no preguntaba por sus nacionalidades, sino por el idioma —dijo el hombre del fusil de asalto—. Me encargaré de que mis preguntas sean menos ambiguas en el futuro.
Hablaba con algún tipo de acento británico. Se agachó junto al cadáver de Ivanov y empezó a cachearlo.
—¿Este es el tipo que la esposó? —preguntó, cambiando sin problemas al ebonics[07].
En uno de los bolsillos de Ivanov sonó un leve tintineo. El hombre metió la mano y sacó un puñado de cambio, esculcó, y sacó un artículo que no era una moneda: una llave de esposas.
—Bingo —dijo. Tras echarse al hombro el fusil de asalto, se puso en pie, se acercó a Zula, y abrió el extremo de las esposas que estaba enganchado en la tubería—. ¡Libertad! —proclamó alegremente.
—¡Gracias! —exclamó Zula.
—Es una ilusión —continuó él, y se cerró la esposa en la muñeca derecha, encadenando su brazo derecho al brazo izquierdo de Zula. Entonces se guardó la llave.
—¿Quién es usted? —preguntó ella, rebulléndose debajo de Csongor.
—Puede llamarme señor Jones, Zula —respondió él. Dejó que el fusil de asalto le resbalara por el hombro, lo agarró por el cañón y lo miró con tristeza—. Es difícil disparar con una mano —señaló. Se volvió a mirarla. Su rostro era inteligente y no carente de atractivo—. ¿Qué es lo único que llama más la atención, en las calles de Xiamen, que dos negros esposados?
—Me rindo.
—Dos negros esposados con un Kalashnikov —dejó el arma en el suelo. Entonces sus ojos se posaron en la semiautomática de Ivanov. La cogió con la mano izquierda libre—. Bonita pieza —dijo—. Una 1911, si no me equivoco.
Incluso en medio de tantas distracciones, a una parte de la mente de Zula le resultó curioso que el señor Jones no estuviera del todo seguro de que la pistola de Ivanov fuera una 1911. Obviamente, lo era. Se la pasó a la mano derecha, puso el pulgar en el percutor, que estaba en posición de disparo. Pulsó el gatillo y con cuidado soltó el percutor para que no disparara. Luego extendió la mano izquierda e hizo girar el tambor, expulsando una sola bala y colocando otra en la recámara, para amartillar automáticamente el percutor.
—Amartillada —murmuró. Con cierta torpeza, logró colocar el seguro—. Y asegurada.
Entonces, deseando claramente no tener la mano derecha inutilizada, se pasó el arma a la izquierda y se la metió en los pantalones.
—Vamos —dijo—, algún tipo de destino fascinante nos espera ahí fuera. Inshalá.
Le agarró la mano y empezó a dirigirse a la salida. Ella trató de soltarse y volver con Csongor, pero el señor Jones simplemente le soltó la mano y permitió que las esposas se tensaran, de modo que el metal se clavó en su muñeca ya desollada y diera un tirón. Ella tropezó y se tambaleó en su estela y chocó contra una pared, donde una sucia ventana, situada en un hueco bajo el nivel de la calle, permitía a duras penas que una tenue luz gris se colara a través de varias capas de barrotes y mallas y gruesas manchas de suciedad traída por la lluvia.
En aquella ventana asomaba la cara de un hombre, un joven chino, que la miraba a los ojos. A poco más de un metro de distancia. ¿Cuánto tiempo llevaba viendo lo que pasaba en el sótano?
Pero bien podría haber sido un busto parlante de una pantalla de televisión por lo que podía ayudarla ahora. Jones dio otro tirón, acercándola, y luego volvió a agarrarla de la mano y empezó a tirar de ella escaleras arriba.
Mientras trepaba por el haz de cables, Sokolov tuvo más tiempo de lo que realmente era bueno para él para desarrollar ese tema de los altos explosivos y los detonadores que había en el apartamento en llamas a unos pocos metros de distancia. Los viejos instintos empezaron a hacerse cargo, y advirtió que su boca se detenía en un bostezo: esto era para que sus tímpanos no reventaran en el caso de una explosión. Cada vez que movía sus manos a una nueva posición, cuidaba de hundir los dedos profundamente en el puñado de cables para no soltarse si se producía una onda de choque. Mantenía la barbilla apretada contra el pecho, aunque de vez en cuando echaba la cabeza atrás para poder ver el edificio de oficinas, aunque fuera boca abajo. Durante un rato agónicamente largo, no pareció estar más cerca, y por eso se obligó a no comprobar durante un tiempo. Entonces miró de nuevo y vio que apenas estaba ya a dos metros de distancia. Se estiró todo lo que pudo, se agarró con todas sus fuerzas al haz de cables, y soltó las piernas. Ahora quedó colgando a poco más de la longitud de un brazo del punto donde el haz de cables penetraba en una abertura entre dos lonas colgantes.
Las lonas destellaron como si alguien estuviera tomando fotos desde el otro lado de la calle. Sokolov empezó a abrir la boca y a agarrarse con más fuerza a los alambres durante la fracción de segundo que pasó entre ese momento y la llegada de la onda expansiva. Lo golpeó como una bola de demolición y lo lanzó contra las lonas.
Después de la andanada de disparos que rompió las ventanas de Xinyou Quality Control Ltd. y lanzó a Olivia al suelo, el tiroteo al otro lado de la calle se acabó rápidamente. Olivia permaneció a cuatro patas durante un rato, permaneciendo por debajo del nivel del alféizar. La oficina tenía ocho aparatos distintos con interruptores de destrucción. Pudo encargarse de tres de ellos antes de llegar a un lugar donde el suelo estaba regado de cristales rotos: no esos modernos que se convierten en bonitos cubos, sino cascos dentados de la vieja escuela. Arrastrarse a cuatro patas no pareció una buena idea. No había recibido mucho entrenamiento de combate, pero sí un poco, y una de las lecciones más vívidas habían demostrado que las cosas detrás de las que suelen esconderse los civiles (puertas de coches, paredes de ladrillo) eran casi completamente inútiles cuando se trataba de detener balas de alta velocidad. Las paredes de este edificio eran de ladrillo. Así que no tenía sentido esconderse tras ellas en ningún caso. Olivia se levantó y empezó a pisar cristales para llegar a los otros cinco aparatos que había que destruir. Andar era difícil ya que su disfraz de chica china con carrera implicaba usar tacones altos, y a los fragmentos de cristal les gustaba resbalar unos sobre otros cuando apoyaba en ellos su peso. En cualquier caso llegó junto a los aparatos y pulsó todos los interruptores. Hizo un esfuerzo consciente por no distraerse por lo que sucedía al otro lado de la calle. El apartamento de Abdalá Jones había salido ardiendo con una velocidad asombrosa, como si estuviera hecho de papel de seda. Y él estaba o bien muerto o había salido corriendo a las calles de Xiamen, donde no podría durar más de unos pocos minutos.
El shock inicial del tiroteo había empezado a despejarse de su mente, y ahora advirtió que la situación no era tan fea como había creído al principio. Naturalmente, seguía sin tener ni idea de quién había invadido el apartamento de Jones ni por qué. Especular al respecto no la llevaría a ninguna parte. Nadie echaba abajo las puertas de Xinyou Quality Control Ltd. Así que lo correcto era reunir todo el material de espionaje y destruirlo. Le pareció que podría hacerlo muy fácilmente metiéndolo todo en una bolsa de basura y luego, durante el regreso a casa, lanzar la bolsa al estrecho entre Xiamen y Gulangyu. Parecería un poco raro, pero no había nada radicalmente extraño en que los chinos arrojaran basura al océano, así que probablemente pasaría desapercibido. Aunque alguien decidiera formar un alboroto, ese delito no merecía que ningún buzo fuera a peinar el sucio fondo del estrecho.
Así que arrancó la bolsa de basura de la papelera e hizo la ronda por la oficina, arrancando los componentes electrónicos de su cables y dejándolos caer en el saco uno a uno. Con cierto reparo, arrojó también dentro su portátil.
Le hizo un nudo a la bolsa para cerrarla. Pesaba tanto que tuvo que cargársela al hombro, al estilo Santa Claus. Le dio la espalda a las ventanas vacías y empezó a cruzar la oficina para recoger su bolso de la mesa. Bajaría tranquilamente las escaleras y se dirigiría a pie al muelle, donde haría un derroche contratando a un taxi acuático para que la llevara a Gulangyu. A mitad de camino, arrojaría la bolsa por la borda. Cuando llegara a su apartamento haría la maleta, haría una llamada telefónica codificada anunciando que habían reventado la tapadera, y luego se dirigiría al aeropuerto y cogería el primer avión capaz de sacarla del país.
Mientras repasaba mentalmente su plan, le asombró la súbita consciencia de que estaba desplomada contra la pared de la oficina, sin aliento. Veía las ventanas de lado… no, boca abajo. Entonces la visión desapareció del todo mientras una nube de polvo gris se colaba por las lonas rotas y se expandía para llenar cada rincón de la habitación, incluyendo su boca abierta.
Trató de escupir, pero tenía la boca seca. El polvo había penetrado hasta el fondo de su garganta, y esto hizo que su esófago sufriera espasmos que solo terminaron cuando vomitó. El instinto por apartarse del charco de vómito la obligó a ponerse a cuatro patas. Este pequeño movimiento envió agujas eléctricas por todos sus miembros y la mareó tanto que volvió a vomitar.
Tenía que salir de aquí.
Se desplomó contra la pared de la oficina, las rodillas todavía dobladas.
Su mirada se posó en la bolsa de basura, que yacía tendida a su lado. La agarró por el nudo. Entonces se puso en pie con esfuerzo, apoyándose en la pared. Con la mano libre tanteó hasta encontrar la puerta. O más bien el pasillo, puesto que la puerta había volado.
¿Dónde estaba su bolso? Miró de nuevo hacia la oficina, pero solo era una mancha gris con formas indiferenciables. Todo estaba manga por hombro. El techo se había desplomado.
Las ventanas vacías, carentes de lonas, formaban cuatro grandes rectángulos grises en la pared de enfrente.
Una sombra apareció en una de ellas: la silueta de un hombre. Entró por el alféizar, rodando, y aterrizó en el suelo de la oficina, agazapado. Con los mismos movimientos se quitó del hombro un Kalashnikov y lo alzó para disparar.
Para dispararle a ella. Pues la estaba apuntando a la cara. Olivia lo supo en cuanto los ojos del hombre se clavaron en los suyos a través de la mirilla de hierro del arma. Los ojos del hombre eran azules.
Había gritado algo. A través del miedo y la confusión y el zumbido en sus oídos, ella tardó unos instantes en situarlo: «Ne dvigaites’!», que en ruso era una forma rudamente familiar de decir: «¡No te muevas!» Al comprender su error, añadió entonces, en inglés:
—¡Quieta!
—Ne streliaite! —dijo ella, un poco más formalmente: «¡No dispare!»
Los dos permanecieron inmóviles hasta la cuenta de tres. Entonces el ruso resopló y bajó el arma hasta que quedó apuntando el suelo.
Olivia se dio media vuelta y salió corriendo por la puerta destrozada.
Ante la furgoneta de Yuxia, la calle se volvió muy brillante y con la misma rapidez se volvió muy oscura, y luego quedó cubierta por lo que sonaba y parecía que era el contenido completo del edificio de apartamentos.
En cuanto Yuxia pudo ver algo más allá del parabrisas, cosa que llevó segundos, pisó a fondo el acelerador. La furgoneta avanzó de un salto poco más de un metro y se detuvo.
Un fuerte ruido sonaba tras ella. Se dio media vuelta y vio que la mitad del marco de hormigón de una ventana había caído a través del techo de metal del vehículo como si fuera un cuchillo a través de una hoja de papel de aluminio y se había detenido en los restos aplastados del asiento central. Por el agujero abierto en el techo del vehículo entraba una lluvia de polvo, arena y grava.
Puso el motor en marcha una y otra vez y oyó las ruedas traseras girando inútilmente en la calle. Había algo que obstaculizaba el avance de las ruedas delanteras.
La tendencia de Marlon a dejarse fascinar por las cosas y olvidar el normal instinto humano de autoconservación lo había metido en problemas desde que tuvo edad suficiente para gatear hasta un enchufe eléctrico y meter algo dentro. Tras ver al grandullón blanco dispararle al joven blanco en la escalera y al negro seguirlo hasta el sótano, Marlon fue incapaz de no seguirlos una planta más y ver en qué acababa todo. Tras bajar hasta el callejón y ponerse de rodillas ante el hueco de la ventana, pudo asomarse y ver todo lo que sucedía allí; el blanco fornido tratando de ayudar a la chica negra esposada y recibiendo un golpe con la pistola por sus esfuerzos, una especie de confrontación entre el asesino blanco y la chica negra, la decisiva intervención del acechante negro, y luego la partida de los dos negros, esposados juntos. La chica miró a Marlon a los ojos al salir, y él se sintió aterrado durante un momento, temiendo que lo llamara y alertara al negro de su presencia, convirtiéndolo así en la siguiente víctima, pero no pasó nada.
Se marcharon dejando al joven blanco inconsciente o muerto en el suelo del sótano. Marlon sintió la tentación de dejar correr el asunto y simplemente largarse de allí.
Pero aunque los detalles eran increíblemente confusos, tenía la fuerte sensación de que sus compañeros y él habían escapado de la muerte porque alguien los había avisado encendiendo y apagando la corriente de su apartamento. Los candidatos obvios, ya que estaban aquí abajo con la caja de fusibles, eran la muchacha negra y el grandullón blanco. Parecía que ahora iban a hacerlos sufrir por lo que habían hecho. Le parecía mal que fuera incapaz de ayudar a la chica negra, porque estaba esposada a un asesino armado (y no solo un asesino, sino un asesino que había asesinado a otro asesino, cosa que, en la medida basada en los videojuegos que Marlon usaba para tomarle el pulso al mundo le confería un estatus de élite), pero el tipo blanco estaba allí tendido solo, sin protección, y a Marlon se le ocurrió que podía entrar en el sótano por la puerta trasera y ver si estaba bien.
Normalmente la puerta trasera estaba cerrada con llave, naturalmente. Pero hoy alguien la había dejado abierta.
Marlon la estaba atravesando cuando el edificio explotó. Y aunque su primer instinto fue salir corriendo al exterior y escapar, se alegró de no hacerlo. Una enorme porción de la estructura se desplomó en el sótano y causó que una polvareda se disparara por el pasillo hacia su cara. Se dio media vuelta y la recibió de espaldas, mirando al callejón, y allí vio unos mil ladrillos sueltos caer de las alturas. Si alguno de ellos lo hubiera golpeado en la cabeza, lo habría matado. Pero la puerta (según la sabiduría sísmica, la parte más fuerte de un edificio) aguantó y lo protegió.
El hombre que se hacía llamar señor Jones estaba claramente improvisando sobre la marcha. Pero, del mismo modo, se sentía cómodo al hacerlo. No parecía ser consciente de que el sótano tenía una salida que daba al callejón de atrás, y por eso, tirando de Zula, subió un tramo de escaleras hasta el rellano de la planta baja. Mientras llegaban extendió la mano libre y cubrió con ella los ojos de Zula y no le permitió ver hasta que estuvieron en un pasillo. Zula supo por qué y no se opuso.
De allí se dirigió a la entrada principal del edificio. Después de un par de giros por estrechos pasillos, llegaron a un lugar donde Zula pudo ver un pasillo recto, lo que entendió que era un vestíbulo al fondo, y las puertas principales que daban a la calle. Aparcada delante de esas puertas estaba la furgoneta. Al principio Zula no pudo ver a Yuxia en la ventanilla del conductor, pero entonces advirtió movimiento y comprendió que Yuxia se había inclinado para cerrar la puerta de pasajeros. Entonces Yuxia se irguió y se puso de nuevo al volante, arrancó la furgoneta y se volvió a mirar al edificio. Zula disfrutó de un momento de esperanza, por si Yuxia miraba hacia el pasillo y la veía. Pero habría sido muy difícil porque el interior del edificio le habría parecido muy oscuro a cualquiera que lo mirase desde el exterior. Y no solo oscuro, sino abarrotado, ya que los inquilinos, asustados por el tiroteo, salían del lugar lo más rápido que podían.
Casi llegaron al vestíbulo. Entonces Jones, al parecer por impulso, se volvió hacia una puerta a la izquierda que había visto entornada. Era el apartamento que daba a la calle y parecía haber sido abandonado a toda prisa: no había nadie, pero el televisor estaba todavía encendido y de la cocina llegaba el olor a comida caliente. Jones se dirigió a la ventana, se acercó de lado, bajó la persiana, y luego la retiró un par de pulgadas y se asomó a la calle a través de la abertura.
—Ahí está nuestro vehículo —observó después de un segundo o dos, y a Zula le pareció que estaba hablando de la furgoneta hasta que advirtió que había apoyado la cabeza contra la pared y miraba más abajo en la calle.
Entonces se produjo un ruido espantoso y la flácida persiana chocó contra el cristal y, un instante más tarde, se agitó en el espacio vacío más allá, puesto que toda la ventana salió volando de su marco. Zula se estremeció por instinto cuando la onda expansiva le subió por los pies. Pero las ondas siguieron sucediéndose.
Jones no pareció sorprendido en lo mas mínimo.
—El edificio se está desplomando de arriba abajo —observó—. Quizá deberíamos salir de aquí.
—¡Pero Csongor…!
—Si Csongor es el tipo del sótano —dijo Jones—, escogió el lugar adecuado para librarse de esto.
Si la china no le hubiera hablado en ruso, Sokolov no le habría prestado la menor atención. Pero ahora le había picado la curiosidad, y por eso dedicó un poco más de tiempo a marcharse de la oficina destruida de lo que habría hecho en otra situación. El lugar había quedado completamente destrozado; la mayoría de los daños los había causado la caída del techo de listón y escayola que Sokolov tuvo que pisar y esquivar mientras se dirigía a la puerta. Sospechosamente colocada junto a la salida había una bolsa de basura atada con un nudo. Al parecer la china que hablaba ruso pretendía llevársela consigo hasta que Sokolov entró por la ventana y le dio un susto de muerte. La bolsa era sorprendentemente pesada y contenía un puñado de discretos objetos rectangulares.
Se volvió a observar la oficina y le sorprendió el número de cables y alambres que había por todas partes. La mayoría no estaban conectados a nada: sus enchufes estaban desplegados por el suelo, cubiertos de escayola pero no de cristal. Los cristales rotos formaban la capa de escombros más baja. Los cables y enchufes habían sido arrancados después de que el cristal cayera y el techo le había caído encima después. Con la prisa y la confusión del momento, Sokolov no pudo llegar a ninguna conclusión definitiva a partir de eso, solo identificarlos como un perplejo tropel de datos que tendría que analizar más tarde.
Alzando un poco la mirada, estudió la oficina mientras salía lentamente de espaldas y advirtió que algunos cables estaban sujetos con chinchetas y/o con cinta de plástico a los marcos de las ventanas o cualquier otra cosa que pudiera sujetarlos. Al menos uno de esos cables conducía a lo que era obviamente una antena, y no el tipo de antenas que se pueden comprar en una tienda de electrónica sino algo que a Sokolov le sonaba a militar.
Su talón golpeó algo pesado pero que cedió. Bajó la mirada y apartó con el pie algunos fragmentos de escayola y descubrió un bolso de mujer. La explosión lo había arrancado de una mesa, y unos cuantos artículos de su interior habían caído al suelo. Sokolov los recogió, los volvió a meter en el bolso y lo cerró. Luego se dirigió a la puerta. Le quitó el nudo a la bolsa de basura y vio que contenía un portátil y algunas cajas electrónicas, pero nada que le resultara intrínsecamente útil ahora. Además, era pesado.
Sospechosamente pesado.
Extendió la mano y sacó una de las cajas al azar y la agitó. Todo su peso estaba concentrado en la base. Había una placa de acero, o algo por el estilo, allí dentro.
Su función era hundirse cuando arrojaran la bolsa al agua.
Era material de espías y esto era un nido de espías, y la china que hablaba ruso trabajaba aquí y estaba intentando cerrar el lugar.
Pero no debía de ser china, o de lo contrario no necesitaría ser tan furtiva. Era una agente extranjera.
Sokolov dejó caer el bolso en la bolsa de basura, volvió a anudarla, y se la echó al hombro. Luego recorrió el pasillo hasta que encontró las escaleras. Descendió un par de tramos, entró en otra oficina devastada y abandonada, se acercó a las ventanas reventadas e hizo un reconocimiento de la calle. La furgoneta (su billete de salida) estaba todavía allí, aunque había un agujero en el techo por donde se había colado algo grande.
Un movimiento en la entrada principal del edificio atrajo su mirada. Dos personas querían salir. A ese fin, esperaban en el umbral. Pero los dividía el miedo de lo que tenían detrás y el miedo de lo que tenían delante. Tras ellos el edificio estaba sometido a un colapso gradual y parte por parte, mientras un suelo herido se desplomaba sobre el de abajo y el peso de la estructura se redistribuía cruelmente. Cada uno de esos desplomes producía una enorme exhalación de polvo por todos los orificios del edificio, incluyendo la puerta principal: por eso las dos personas a las que Sokolov estaba mirando tendían a desvanecerse en intervalos aleatorios, durante unos cuantos segundos seguidos, mientras una nebulosa de polvo salía por la puerta y luego remitía. Nada era ya horizontal o vertical de modo que grandes montones de escombros tendían a resbalar de donde caían y aceleraban hacia la calle y la golpeaban con impactos que Sokolov podía sentir en sus gónadas y que debían de ser aún más impresionantes para aquellas dos personas de la puerta.
Hubo otra gran polvareda, otro de esos hongos horizontales de polvo, y cuando se despejó, las dos personas ya no estaban. Se habían puesto en marcha. Sokolov escrutó la calle arriba y abajo, obligándose a conservar la calma y hacer un buen trabajo. Los vio corriendo cogidos de la mano, alejándose, en dirección a un cruce situado a una manzana de distancia, donde se había congregado una vasta multitud de espectadores: coches que simplemente se habían detenido, y peatones agazapados detrás de ellos para contemplar el espectáculo del edificio en llamas que se venía abajo.
Había algo familiar en los dos corredores. En otras circunstancias Sokolov los habría reconocido por el color de su piel, pero ahora ambos estaban cubiertos de polvo blanco, como mucha otra gente en el barrio.
El alto era el líder de los muyahidines del apartamento 505.
La baja era Zula.
¿Por qué corrían cogidos de la mano? ¿Estaban trabajando juntos de algún modo? No pudo imaginar una manera en que esto tuviera sentido.
Entonces tropezaron y los dos se tambalearon y trastabillaron unos cuantos pasos, separados. Se soltaron de la mano, y Sokolov vio que iban esposados.
Tenía el rifle al hombro. Había avanzado hasta una posición donde podía apoyarse contra el marco de la ventana, y apuntar al alto negro yihadista. Desde esa distancia el disparo era factible, suponiendo que el antiguo dueño del rifle lo hubiera cuidado decentemente, pero tendría que observar su respiración y esperar a que el blanco se quedara quieto. Hasta entonces todo lo que podía hacer era seguirlo y pensar en los fundamentos del disparo: cómo se preparaba y qué obstrucciones podría haber en su camino.
De repente quedó claro adónde se dirigían: un taxi se había detenido, dos ruedas en la acera y dos en la calzada, y el conductor se había bajado y estaba de pie junto a la puerta abierta mirando la escena del desastre con la boca abierta y un cigarrillo colgando del labio inferior.
El hombre a quien Sokolov apuntaba se dio cuenta. Acelerando y prácticamente arrastrando a Zula tras él, se lanzó hacia el taxi, detuvo su impulso chocando con la puerta lateral trasera, rebotó, abrió la puerta al hacerlo, envolvió a Zula en un abrazo de oso, y de un salto se metió en el asiento trasero del taxi, arrastrando a Zula consigo de modo que los dos acabaron tendidos el uno al lado del otro.
Esto era quizá lo único que podía haber desviado la atención del taxista del edificio que se desmoronaba. Se dio media vuelta y miró casi con el mismo asombro las cuatro piernas cubiertas de blanco polvo que asomaban por la puerta trasera de su taxi. Intentó decir algo, descubrió que tenía un cigarrillo pegado en el labio, se lo quitó, asomó la cabeza por la puerta del lado del conductor, y se envaró.
Sokolov supo por qué, aunque no pudiera verlo: el yihadista le estaba apuntando a la cara con un arma.
Después de una breve discusión, el taxista se desplomó ante el volante, cerró la puerta, arrancó el vehículo y se puso en marcha. El caos en el cruce era tan grande que Sokolov podría haberlos alcanzado andando. Demonios, incluso arrastrándose a cuatro patas. Pero matar al yihadista y ayudar a Zula, por deseables que pudieran ser ambas cosas, no eran en ese momento su principal preocupación. Tenía que salir de aquí antes de que la OSP acordonara toda la zona.
Hasta hacía poco, cuando Csongor consideraba su posición en el mundo, nunca se había considerado a sí mismo el tipo de persona que acabaría en una situación ni remotamente parecida a esta. Lo cual parecía extraño puesto que, en mayor o menor grado, lo habían contratado delincuentes desde que tenía catorce años. Pero como le había explicado con mucho detalle a Zula, la mayor parte de las cosas que hacían esos delincuentes eran muy aburridas y tendían a tomarse muchas molestias para evitar feos resultados.
El hecho de que él fuera la persona más estable y equilibrada de la familia decía más sobre la historia reciente de Hungría que sobre el propio Csongor.
Su familia, al menos por parte de padre, había vivido en Kolozsvár, la capital de Transilvania, desde la Edad Media. La ciudad había sido durante siglos objeto de disputas entre húngaros y rumanos, quienes la conocían como Cluj. Después de la Primera Guerra Mundial, Hungría la perdió, junto con el resto de Transilvania, y pasó a pertenecer a Rumanía. La familia de Csongor se encontró de pronto viviendo en un país extranjero. No les fue bien, y por eso cuando Hungría se alió con el Eje a finales de los años treinta, el abuelo de Csongor se enroló entusiasmado en el ejército húngaro. Se había casado con una húngara en Budapest, se la había llevado a Kolozsvár, la dejó embarazada, y luego se marchó a ayudar a Hitler a invadir Rusia. Junto con muchos otros húngaros que participaron en la Batalla de Stalingrado, desapareció como un grano de sal lanzado al Océano Pacífico, y así su hijo (el padre de Csongor) ni siquiera llegó a verlo nunca. Su madre se retiró al hogar familiar en Budapest, donde sobrevivió a la ocupación nazi y luego al asalto del ejército rojo soviético con la habitual letanía de horrores, privaciones y roces con la muerte violenta y súbita. Después de que las cosas se asentaran un poco, y Hungría y Rumanía se convirtieran, al menos en teoría, en naciones hermanas que vivían en armonía bajo el paraguas del Pacto de Varsovia, la abuela de Csongor regresó a la vieja casa familiar de Kolozsvár, que se llamaba ahora Cluj una vez más después de haber sido devuelta a Rumanía. Allí el padre de Csongor soportó el resto de su infancia, y allí asistió a la universidad y se graduó en el departamento de matemáticas. Pero hacia 1960 la universidad, que era predominantemente húngara, cayó bajo el talón de los chauvinistas rumanos que sometieron al lugar a una concienzuda limpieza étnica. Su tutor se suicidó. Actuando ahora como el hombre de la casa (pues su madre se había vuelto un poco loca), el padre de Csongor vendió la vieja residencia familiar y levantó el campamento y se marchó a Budapest, donde, a falta de una licenciatura avanzada, encontró trabajo como maestro de escuela.
Un maestro solterón durante mucho tiempo, ya que la combinación de pobreza y vivir con una madre necesitada y difícil le imposibilitaba atraer novias en firme. Pero su madre falleció a mediados de los setenta y él entabló relación con una mujer mucho más joven, una de sus antiguas alumnas, a quien había encontrado por casualidad en el metro, años después de su graduación. Se casaron en 1979. Bartos nació en 1982 y Csongor en 1985. Su padre era un hombre encantador, pero ya tenía cuarenta y tantos años. Fumando varios paquetes de tabaco al día, quemó su cuerpo como si fuera un cigarrillo de carne y murió cuando Csongor tenía diez años de edad. Aunque no antes de conseguir descargar casi todo lo que sabía de matemáticas en la mente de Bartos y, en menor grado, en la de Csongor.
Los húngaros tenían un don para las matemáticas. Contrariamente a los rumores, no se trataba de algo genético. No podía ser. Como podía ver cualquiera solo con pasear por las calles de Budapest, eran absolutos mestizos: los americanos de Europa. Muchos ojos azules donde normalmente no te los esperabas. Caras vallas publicitarias, por todos los aeropuertos de Budapest, promocionaban la experiencia, el poderío, el alcance global de la ingeniería alemana y sus empresas de construcción. ¡Ingeniería! Otro lujo de nacionalidades con enormes poblaciones y masas de tierra intactas. Hungría, separada de la mitad de la población que un día tuvo y de la mayoría de los recursos naturales que un día reclamó, tenía que practicar ahora una suerte de acupuntura económica, esforzándose por conocer los nódulos mágicos en el flujo de energía global donde una aguja pudiera alterar el funcionamiento de un órgano importante. Como un jinete que controla con las rodillas los movimientos de un caballo de media tonelada para poder disparar flechas con las manos. Las matemáticas eran una de las pocas disciplinas donde era posible ejercer ese nivel de beneficio, y por eso los húngaros se habían vuelto fenomenalmente buenos a la hora de enseñárselas a sus hijos. Parte de ello era mostrar reconocimiento a los que destacaban. Bartos había participado en competiciones matemáticas que se transmitían por la televisión nacional como si fueran campeonatos de fútbol. Incluso tenía pinta de matemático.
Mientras tanto, Csongor, que no la tenía, deambulaba por los pasillos de su escuela tratando de evitar al entrenador de lucha libre, que lo seguía al menos una vez al día y hacía de todo menos apresarlo en una llave para convencerlo de que apareciera por los entrenamientos. Csongor había conseguido mantener a raya al departamento atlético uniéndose al equipo de hockey. Pero no era capaz de patinar de espaldas, así que lo nombraron portero. Era bueno en esto, debido a una inusitada combinación de masa para bloquear el disco y reflejos enormemente rápidos (una vez intentó sacar partido de esto último dedicándose a la esgrima, pero como le explicó el entrenador: «Hay demasiado de ti para alcanzarte»).
No podía saber, durante sus jóvenes años de portero, que esto le proporcionaría muchos momentos de conversación con su futuro jefe: una figura del crimen ruso organizado que era un fanático del hockey y quería que lo llamaran Ivanov.
«¿No quieres hacerte viejo y dejarte bigote? ¿Conducir el autobús?»
Ivanov insistía en que era un gran admirador de los húngaros y siempre se maravillaba del milagro de que continuaran existiendo, cosa que al principio Csongor tomó ingenuamente por un cumplido pero más tarde llegó a comprender como una amenaza implícita. Su manera de relacionarse con Csongor había sido hacer todo tipo de observaciones sobre su aspecto: «No pareces un hacker. Al verte en la calle, pensé que eras capitán de un equipo de waterpolo. Luego, portero de un night-club. Luego, conductor de autobús. ¿Cuándo vas a dejarte crecer el bigote?» Pues parecía que los húngaros, aunque tuvieran todo tipo de aspectos cuando eran jóvenes, convergían hacia unas pocas formas corporales básicas cuando eran viejos. La cabeza entrecana en forma de bala. La frente alta, con el pelo canoso peinado hacia atrás. El hombre salvaje de los Cárpatos, precedido a todas partes por sus cejas. Csongor, un cabeza de bala clásico, sabía que solo era cuestión de tiempo empezar a dejarse bigote. Pero por ahora su costumbre era raparse el pelo al uno el primer martes de cada mes y mantener lampiño el rostro, que no consideraba ofensivo pero lejos de ser guapo.
Había aprendido que ciertas mujeres se sienten atraídas hacia los hombres grandes, y no había dejado de aprovecharse de ello de vez en cuando. Solo había tenido una novia formal, hacía un año. El día anterior, había decidido que Zula era la mujer ideal para él.
No había perdido del todo la consciencia cuando Ivanov lo golpeó con la pistola en la mandíbula, pero se había distraído enormemente y de algún modo se había desconectado del control de su cuerpo durante los momentos en que el otro pistolero hizo su sorprendente aparición. Sintió, y agradeció profundamente, el contacto de la mano de Zula sobre su mejilla cuando detuvo su caída, pero todo lo demás parecía un poco difuso, sobre todo porque su cabeza apuntaba en dirección opuesta y no había podido moverla.
Ahora el mareo había remitido. Sabía que se encontraba en el sótano de un edificio que se estaba viniendo abajo. Que el núcleo de la escalera, inmensamente fuerte, aguantaba bien y creaba un bolsillo de espacio para respirar relativamente seguro a su alrededor. Y que estaba atrapado en aquel bolsillo con el cadáver semidecapitado de Ivanov y un rifle de asalto Kalashnikov. Y aunque la situación era, obviamente, ridículamente caótica y peligrosa, el húngaro en él decía: «Esto era de esperar; me estaba preguntando cuándo iba a acabar así.»
De vez en cuando se había preguntado cómo había muerto su abuelo, ya que nadie tenía ni idea de dónde había sucedido, ni siquiera en qué año. Tal vez estaba en el sótano de algún edificio en Stalingrado, igual que él.
Durante los momentos en que el edificio no estaba activamente en estado de avalancha, gritaba «¡Hola! ¡Hola!» con todas las fuerzas de las que era capaz. Algún reflejo profundamente enraizado le impedía decir la palabra más obvia, «¡Socorro!», porque se suponía que solo podías pedir socorro cuando estabas realmente en problemas y pedías ayuda de verdad. De lo contrario, era como gritar que viene el lobo.
Vale, tal vez estaba un poco mareado.
Estaba casi totalmente oscuro. Tanteando a su alrededor, Csongor sintió cuero suave cubierto de grava: el bolso de mano de Ivanov, que había caído al suelo y estaba justo a su lado. Csongor lo acercó y lo abrió, por si contenía una linterna o cualquier otra cosa que pudiera ser útil. Sus manos le dijeron que estaba casi completamente lleno de dinero chino. Había dos rectángulos de frío metal extraordinariamente densos: cargadores de munición, advirtió, para una pistola que ya no estaba a la vista. Al lado, una caja negra, con un extremo en forma de mandíbulas bostezantes y pequeñas aletas de metal como colmillos. Csongor la cogió y su dedo cayó de forma natural sobre un botón que era claramente un gatillo. Lo apretó y un rayo púrpura saltó entre los colmillos y danzó y se retorció salvajemente hasta que lo soltó. ¡Estúpido! Si hubiera un escape de gas, la chispa podría haberlo prendido.
Pero no hubo ninguna explosión: no había ningún escape de gas.
Era una especie de arma no letal: una pistola aturdidora. Tal vez Ivanov la había traído para torturar al Troll. Csongor volvió a apretar el gatillo y usó la luz bailarina del arco para iluminare. Como esperaba, el bolso estaba lleno de dinero chino. Pero en los bordes había bolsas de autocierre que contenían cosas importantes: pasaportes y teléfonos.
Oyó movimiento no muy lejos.
—¡Socorro! —gritó.
El movimiento cesó.
—¿Hola? —llamó Csongor.
—Hola —dijo una voz en la oscuridad—. Venga hacia aquí, por favor.
—Ya voy —respondió Csongor. Metió la pistola aturdidora en la bolsa y la cerró. Luego empezó a reptar hacia la voz, arrastrando la bolsa consigo.
—¡Al aeropuerto! —gritó el señor Jones. Entonces una expresión de remordimiento asomó a su rostro, supuso Zula, porque se había dado cuenta de lo fuera de control que estaba—. Al aeropuerto —repitió, de manera mucho más clara y calmada.
Como la mano derecha del señor Jones estaba esposada a la mano izquierda de Zula, tuvieron que colocarse a la fuerza de manera que Zula estuviera en el lado derecho del asiento trasero y el señor Jones a la izquierda, directamente detrás del conductor, que se había vuelto para mirarlo lleno de paralizada desazón.
—Aero… puerto —dijo Jones por tercera vez, en un tono de furia apenas contenida, acompañado por un leve movimiento de la pistola que empuñaba en la mano izquierda. El taxista finalmente se dio media vuelta y se puso en marcha. El taxi avanzó unas tres pulgadas y se detuvo para evitar atropellar a un vacilante refugiado cubierto de polvo. Pero al menos se movía; el taxista tenía algo en que pensar aparte de la extraña pareja del asiento trasero. Unos momentos más tarde, ocupó un tramo de la acera. Y a partir de ahí fue más fácil. Como si la multitud, tras haber reconocido el derecho del taxi a moverse un metro, ya no pudiera negarle los siguientes diez, ni los siguientes cien.
Sokolov vio la lenta disolución del taxi en la multitud con admiración profesional. Era un guerrero altamente entrenado y experimentado, trabajando completamente solo, libre para esconderse en este edificio durante un rato o salir en el momento en que escogiera. Incluso así, había evaluado sus posibilidades de escapar de esta situación como esencialmente cero. Y sin embargo este negro musulmán, víctima de un ataque sorpresa, esposado a una rehén reacia, y a tiro del rifle de Sokolov, había conseguido al parecer hacer buena su huida simplemente aprovechando una oportunidad que se le había presentado al azar. Naturalmente, la distracción proporcionada por la explosión y el desplome del edificio le habían ayudado muchísimo, pero seguía siendo algo admirable. Por su larga experiencia en lugares como Afganistán y Chechenia, Sokolov reconoció, en los movimientos de yihadista, una especie de ventaja cultural o de actitud que esas personas disfrutan siempre en situaciones como esta: eran absolutos fatalistas que creían que Dios estaba de su parte. Los rusos, por otro lado, eran fatalistas de un estilo distinto, y creían, o al menos sospechaban, que estaban jodidos de todas formas, y que lo más aconsejable era sacar el mejor partido posible, pero no veían en esto la mano de Dios en acción ni la esperanza de alguna gloria futura en el cielo de los mártires.
Y por eso lo que lo impulsó a bajar por las escaleras del edificio de oficinas no fue ninguna esperanza de ser salvado, sino la furia competitiva por el hecho de que lo habían superado las improvisaciones suicidas de este fanático.
Csongor reconoció a su salvador como uno de los hackers: Manu, como lo habían estado llamando para identificarlo. «Manu» le mostró cómo salir del sótano por la puerta trasera que daba al callejón. Csongor lo siguió entonces por el callejón hasta la calle lateral y de ahí hasta el cruce con la calle ancha que corría por delante de la fachada del edificio. Esto los llevó lo suficientemente lejos del peligro claro y permitió que «Manu» se sintiera cómodo volviéndose para mirar con curiosidad a Csongor.
—Gracias —dijo Csongor.
—Me llamo Marlon —dijo el otro.
—Yo soy Csongor.
Se estrecharon las manos de una forma curiosamente estirada, formal.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Marlon.
Csongor, sin confiar del todo en su capacidad para comunicarse en inglés se encogió de hombros para indicar que no tenía ni la menor idea.
No muy lejos, alguien estaba haciendo sonar el claxon de un coche. Primero una serie de llamadas largas, ahora con una larga serie de golpes al azar, culminando con el «Niños queridos, adiós». El barrio ofrecía muchas distracciones en este momento, pero finalmente Csongor se volvió y advirtió la furgoneta esperando a unos diez metros de distancia. Asomando bajo la puerta abierta del conductor había un par de botas azules. La cabeza de Yuxia asomó por la ventanilla abierta, para ver si había logrado ya llamar su atención.
—¿Te apetece un paseo? —preguntó Csongor, extendiendo una mano hacia la furgoneta, como un conductor de limusinas que da la bienvenida a una estrella de cine en el aeropuerto.
Marlon se encogió de hombros y sonrió.
—Vale.
Mientras se acercaban, Yuxia salió de detrás de la puerta y se puso delante de la furgoneta, se agachó, y agarró un retorcido trozo de acero que se alzaba delante del guardabarros. Estaba clavado en un trozo de hormigón que impedía que la furgoneta avanzara y que era demasiado pesado para que ella pudiera moverlo solo. Marlon y Csongor la ayudaron a apartar el obstáculo del camino y luego subieron a la parte trasera del vehículo mientras Yuxia se ponía al volante. Arrancó y empezó a avanzar sobre los escombros más pequeños que, aunque hicieron que el vehículo traqueteara, no impedían que las ruedas rodaran. Marlon y Csongor se entretuvieron unos instantes arrojando el dintel de hormigón por la puerta, que no se cerraba porque el impacto había distorsionado todo el marco, así que Csongor la sujetó. Marlon se tumbó de espaldas contra los destrozos del asiento, apoyó los pies contra el techo hundido, y empujó con todas sus fuerzas, empujando la placa de metal y sellando en parte el agujero del techo y aumentando el espacio disponible dentro de la furgoneta. Aparte de eso, su fuerza no bastó para mover más el metal, así que Csongor y él acabaron los dos de espaldas dando patadas al techo, golpeando el metal como si fueran herreros. Les dio algo que hacer y los distrajo de la forma en que conducía Yuxia: si le hubieran prestado atención, habría sido lo más aterrador que habían visto en todo el día.
—¿Adónde vamos? —se le ocurrió por fin preguntar a Csongor, ya que no podía encontrarle sentido a las decisiones de Yuxia.
—Al mismo lugar que ese taxi —respondió ella, indicando una mota en el mar de gente y tráfico que tenían delante.
—¿Por qué?
—Porque mi amiga querida está en ella —respondió Yuxia. Se volvió para taladrarlo con la mirada—. Mi amiga querida, y la tuya.
—¡Ojalá! —exclamó Csongor, antes de poder evitarlo.
—¿Entonces no quieres saber adónde va?
Sokolov llegó a la planta baja, sacó el cargador de su rifle, despejó la recámara, y lo arrojó a la escalera. Entró en el pasillo que conducía a la entrada principal del edificio y echó a correr. Cuando llegó al vestíbulo, redujo el paso, atravesó un par de puertas interiores, cruzó la entrada y se abrió paso por una de las puertas exteriores.
Justo a tiempo de ver la furgoneta marcharse. Como un caballo soltando un mojón, soltó un gran pedazo de hormigón mientras aceleraba.
Tenía poco sentido preguntarse ahora cómo había conseguido la muchachita china arrancar el motor. Sokolov volvió la cabeza a derecha e izquierda, comprobando la acera, y luego se retiró al vestíbulo para volver a considerar sus opciones. Varias personas se habían refugiado bajo el andamio, y todos estaban demasiado interesados en lo que ocurría al otro lado de la calle para reparar en él. Incluso así, prefería no estar al descubierto más tiempo del necesario.
Pero había visto algo. A la derecha.
Empujó con el pie la puerta de la izquierda. La ventana estaba rota, pero aguantaba en el marco. Al principio pudo ver su propio reflejo en ella, pero cuando la abrió del todo el ángulo cambió y el reflejo revoloteó. Cuando la abrió unos cuarenta y cinco grados pudo ver la acera a su derecha y comprobar lo que había advertido un momento antes: en la esquina del edificio, uno de esos tipos que tiraban de carros se había refugiado bajo el mismo extremo del andamio. Sokolov pudo leerle prácticamente la mente. Se había visto pillado en mitad del desastre y había echado a correr a un lugar donde encontrar refugio. Ahora lo peor había pasado, los vehículos de policía y de bomberos convergían rápida y velozmente a la zona, y se olió la oportunidad de ganar dinero. Porque iba a haber que quitar de allí un montón de mierda.
Sokolov subió al primer piso, irrumpió en una oficina vacía, se dirigió a una ventana y despejó a patadas los cristales rotos, lo que le proporcionó una salida fácil al andamio. Lanzó la bolsa de basura a la plataforma y luego salió a los tablones. Una lona azul, muy gastada, colgaba allí. Sokolov llevaba un buen suministro de cuchillos y usó uno de ellos para soltar una lona con unos cuantos golpes rápidos. En vez de dedicarle tiempo a doblarla o incluso hacer una bola, se la echó sobre los hombros como si fuera una capa. Recogió la bolsa de basura y empezó a correr hacia la esquina donde había visto al carretero.
Cuando llegó al extremo del andamio, soltó la bolsa de basura, se agarró a la barandilla de bambú, saltó por encima y buscó asidero para los pies. Tras asomarse y mirar hacia abajo, pudo ver apenas el borde del sombrero cónico de paja del carretero, a unos pocos palmos bajo él. Sokolov cogió la bolsa de basura, la arrastró desde el extremo de la plataforma, y la dejó caer en la calle lateral, más o menos a un metro del carretero.
El hombre entró en la calle para investigar. Sokolov solo podía ver la punta de su sombrero.
Cuando el carretero alzó la cabeza para ver de dónde había salido la misteriosa bolsa, Sokolov le golpeó en la frente con un fajo de billetes de dos pulgadas de grosor. El fajo le alcanzó en la nariz, rebotó en su barbilla, y acabó atrapado entre sus manos y su flaco vientre.
El carretero tardó unos instantes en dar crédito a sus ojos. Sokolov no tenía ni idea de cuánto dinero ganaba un carretero, y solo una vaga noción del valor de aquel fajo de billetes, pero supuso que la disparidad entre las dos cifras era notable.
Cuando el carretero volvió a alzar la cabeza, se encontró mirando el cañón de la pistola de Sokolov.
Sokolov señaló el carro y luego hizo un gesto indicándole al hombre que lo acercara a la calle lateral.
El carretero hizo un movimiento a medio camino entre el asentimiento y la reverencia, se escabulló bajo la plataforma un momento, y luego atrajo el carro hasta dejarlo directamente debajo de Sokolov, quien saltó a él. Con el mismo movimiento, se echó por encima la lona azul. Echó mano a la bolsa de basura, pero el carretero, comprendiendo sus intenciones, ya la había cogido. Sokolov la metió bajo la lona. El carretero y él se estaban mirando ahora a través del túnel que Sokolov había hecho en la lona, más o menos del tamaño de su mano. Sokolov indicó con la cabeza la calle lateral, marcando la dirección por la que quería que siguiera el carretero.
El carro empezó a moverse. Sokolov descorrió la cremallera de otro bolsillo, sacó su teléfono, buscó la aplicación de fotos y fue pasando imágenes hasta que encontró la foto de uno de los grandes hoteles estilo occidental que había a lo largo de la costa, uno de esos sitios donde era posible ser blanco sin atraer tu propio Stonehenge personal de mirones catalépticos y boquiabiertos. Llamó la atención del carretero con un fuerte «psst» y le mostró la imagen. El carretero tardó un instante en concentrarse en ella (tal vez su vista no era muy buena), pero luego pareció comprender. Cambió de rumbo y llevó a Sokolov a una calle más grande que estaba aún más histéricamente abarrotada que de costumbre. Vehículos policiales y de socorro venían hacia ellos en oleadas. Sokolov tiró hacia dentro de los bordes de la lona y apoyó en ellos su peso para que su refugio no volara con algún capricho del viento o la mano de un niño curioso. La luz azul se filtraba a través de la lona. Hacía calor allí debajo, pero tendría que soportarlo. Su corazón latía a unas 180 pulsaciones por minuto, lo que significaba que su cuerpo estaba generando una enorme cantidad de calor. Apoyó la cabeza sobre su brazo y cerró los ojos y empezó a hacer un esfuerzo consciente por refrenar su respiración. Tenía agua en la mochila CamelBak que llevaba a la espalda. Se echó un poco en el pelo para que pudiera evaporarse y enfriarle la cabeza, y luego se metió en la boca el extremo del tubo y empezó a dar pequeños sorbos cada diez segundos o así. El carro dio un respingo y se detuvo, giró y se abrió paso entre la turba. Sokolov estaba vivo, y ponía distancia entre el epicentro y él.
—Culpa mía —decía Yuxia una y otra vez, mientras la furgoneta subía la rampa que desembocaba en la carretera de circunvalación, persiguiendo al taxi cubierto de polvo donde iba Zula—. Culpa mía, culpa mía, culpa mía.
—No es tu culpa —dijo Csongor. Tuvo que gritar para hacerse oír ya que, mientras aceleraban hacia la autopista, el viento empezó a ulular por entre la grieta del techo de la furgoneta—. No hiciste nada malo.
—Pero la vi —insistió Yuxia—. ¡Pasó por mi lado! Toqué el claxon pero no miró atrás. ¡Aiyaa!
Parecía que el tráfico era muy intenso. Marlon, sentado junto a Csongor en la segunda fila de asientos, directamente detrás de Yuxia, se inclinó hacia delante e hizo una brusca observación. Yuxia miró el velocímetro por primera vez desde que comenzó el viaje, y retiró la bota azul del acelerador.
Y justo a tiempo, ya que casi pasaron de largo un taxi cubierto de polvo en el carril derecho. Yuxia dejó que les ganara distancia, y luego pasó al carril derecho, atrajeron las estentóreas protestas de coche y camiones.
—Bien —dijo Csongor, aunque en realidad no tenía ni idea de lo que estaba pasando—. Zula pasó ante ti. Le tocaste el claxon. Te ignoró. ¿Se metió en un taxi…?
—La metieron.
—¿Quién? ¿De qué estás hablando?
Ella abrió la boca y sacudió desesperada la cabeza.
—¿El negro alto? —dedujo Marlon.
—No, el blanco alto.
Marlon y Csongor se miraron el uno al otro.
—Blanco como el papel —continuó Yuxia. Se lamió un dedo, limpió una veta de polvo de hormigón de su mejilla y se lo mostró a los dos para que lo vieran—. De este color, básicamente.
—Si hubieras intentado hacer algo, ese tipo te habría matado —dijo Marlon. Pero esto provocó en Yuxia otro paroxismo de golpes en el volante.
—Estaba mareado —dijo Csongor—. No vi nada con claridad. Pero después de que Ivanov me golpeara, alguien más entró en el sótano… ¿El mismo hombre del que estáis hablando?
—Sí, el mismo —confirmó Marlon—. Le pegó un tiro al hombre que te golpeó y…
Al recordar lo que ocurrió, Marlon sacudió la cabeza con una combinación de incredulidad y náusea. Csongor, que no hablaba nada de chino, se sintió impresionado por la habilidad que tenía Marlon para hablar el inglés universal de las películas de acción y los chats.
Recorrían un enorme cruce donde la carretera de circunvalación conectaba con un colosal puente de aspecto flamante tendido sobre un estrecho hasta lo que Csongor dedujo que era tierra firme: una zona recuperada al mar con inmensos complejos de apartamentos todavía en construcción, y postes igualmente altos para sostener los cables de energía sobre el agua.
—Todo el que mate a Ivanov es mi amigo del alma —observó Yuxia.
Csongor tuvo la fuerte impresión de que el asesino de Ivanov sería un terrible amigo del alma. Se volvió a mirar a Marlon.
Una figura humana, fuera del coche, llamó su atención. A través del parabrisas manchado de polvo vio a un policía uniformado de pie en la mediana, al lado de la carretera, frente al tráfico. Con las dos manos por delante.
Apuntando con un arma.
Justo a ellos.
Csongor se volvió tan bruscamente que de una patada metió el bolso de Ivanov bajo el asiento de pasajeros. Pero a medida que el policía se acercaba, percibió que en realidad era un maniquí, plantado en una base de hormigón, y que lo que empuñaba era la imitación de una pistola radar. Se llevó las manos a la cara y se echó hacia atrás y trató de recuperarse.
Lo primero era lo primero.
—¿Tienes un teléfono? —preguntó.
Marlon no había visto al maniquí. Estaba observando con curiosidad las extrañas reacciones y movimientos de Csongor. Asintió, se irguió, sacó un teléfono y le quitó la batería. Csongor sintió una oleada de buenos sentimientos. Marlon no solo le había sacado del infierno, sino que era de esa clase de tipos a los que no había que decirle cómo convertir su teléfono en silencioso e ilocalizable.
—¿Yuxia?
—¡No! El Doctor Maligno se lo llevó.
—Entonces estará probablemente en el bolso del Doctor Maligno —dijo Csongor. Lo sacó de debajo del asiento de pasajeros, se lo puso en el regazo y empezó a abrir la cremallera. El rosa inconfundiblemente chillón del dinero chino brilló en la abertura, y se lo pensó mejor antes de abrirlo del todo, así que lo hizo lo suficiente para poder meter la mano y empezar a palpar. Lo hizo despacio, ya que no podía ver lo que hacía. Marlon observó con una mezcla de curiosidad y nerviosismo.
—¿Quién era ese tipo? —preguntó Csongor, intentando hacer que Marlon pensara en otra cosa—. ¿Ese negro?
Marlon apartó los ojos del bolso para mirar a Csongor.
—¿Y quién coño eres tú? —exigió.
Entonces Marlon y Yuxia empezaron a discutir. Csongor tuvo la impresión de que Yuxia le estaba echando la bronca por sus malos modales.
—No te preocupes —dijo Csongor—. Es una pregunta razonable.
Sonrió, intentando demostrar que no se sentía ofendido. Sin embargo, cualquier tipo de expresión facial pronunciada hacía que le doliera la cabeza.
Quizá como respuesta a algo que había dicho Marlon, Yuxia adoptó una expresión interesada y se volvió a observar a Csongor. Entonces sus ojos se posaron en el bolso de mano.
Marlon le dio un golpecito en el hombro y señaló el parabrisas, tratando de devolver su atención a la carretera, ya que ella se había pasado al carril izquierdo y estaba adelantando a un montón de coches.
—Marlon tiene razón —concluyó, dándose la vuelta y reduciendo la velocidad—. ¿Quién coño eres tú?
Estaba claro que la conducta de Csongor con el bolso los había puesto nerviosos. Así que lo dejó caer al suelo de la furgoneta, en mitad del espacio entre Yuxia y Marlon y él mismo. Lo abrió del todo y retiró la solapa superior para mostrar todo su contenido.
Tenía una especie de refuerzo interno que lo mantenía abierto en forma de caja. Su cavidad central principal estaba llena de dinero: una docena de fajos sujetos con gomillas que, junto con los cargadores de munición y la pistola aturdidora eléctrica, flotaban en un guiso de billetes sueltos y paquetes de diez. Cosidos a las paredes internas del bolso había varios bolsillos de malla, llenos de cosas diversas. Csongor, al reconocer el tono azul purpúreo de un pasaporte húngaro, abrió uno de esos bolsillos y sacó una bolsa de plástico transparente que contenía su pasaporte, su teléfono y la mayoría de los contenidos de su cartera. Le quitó la batería al teléfono y puso las demás cosas en el asiento a su lado. Tras seguir explorando los otros bolsillos, encontró otras dos bolsas de plástico, una con las cosas de Peter y otra con las de Zula. Se aseguró de que sus teléfonos estuvieran desactivados.
Sin embargo, en otro de los bolsillos había un teléfono más, un modelo chino. Csongor lo sacó y lo mostró.
—¿Este es el tuyo? —preguntó, quitándole la batería.
Yuxia no respondió, y Csongor alzó por primera vez la mirada para descubrir que Marlon y ella miraban el bolso con silencioso asombro. Yuxia, al menos, tenía la suficiente presencia de ánimo para mirar la carretera de vez en cuando.
—Este bolso es de Ivanov —dijo Csongor—. ¿Lo comprendéis? No es mío.
—Ahora lo es —respondió Marlon.
—¿Eso son balas? —preguntó Yuxia.
Csongor dejó el teléfono de Yuxia y su batería en el portavasos junto a su codo, y luego rebuscó en el bolso y sacó uno de los cargadores. Las dos balas superiores eran claramente visibles en su parte superior.
—Sí.
—¿Tienes un arma?
Su tono de voz no era: «Sería muy guai y muy útil si tuvieras un arma», sino más bien: «Si tienes un arma, estamos metidos todavía en más líos de lo que pensaba.»
—No. Solo esto. Tal vez el otro tipo se llevó la pistola de Ivanov.
—¿Qué hay en el fondo? —preguntó Marlon, mirando un compartimento separado al fondo del bolso, lo bastante grande para albergar un par de libros de bolsillo. Algo abultaba allí dentro. Csongor descorrió la cremallera, metió la mano, y, para su propia sorpresa, sacó una pistola. Era más pequeña que la que llevaba Ivanov, con cachas de madera. La reconoció: era la pistola básica que habían llevado siempre el ejército soviético y el ruso. No podía creer que tuviera una en la mano.
—Oh, Dios santo —dijo Marlon.
En Hungría, Csongor había tenido muy poco acceso a las armas. Pero en un viaje a una conferencia de hackers en Las Vegas hacía dos años, se pasó un par de tardes en un campo de tiro que atendía a visitantes extranjeros, y había aprendido unas cuantas cosas básicas. Descubrió cómo sacar el cargador de esa arma, y luego lo acercó a la luz que entraba por el agujero del techo y echó atrás la corredera para asegurarse de que no había balas en la recámara. Luego buscó el seguro y lo abrió y lo cerró varias veces hasta asegurarse de cuándo estaba puesto y cuándo no. Una vez que estuvo seguro de que el arma no contenía ningún cartucho y que era inofensiva, la dejó en el asiento a su lado, y luego rebuscó en el bolsillo del bolso para ver qué otros tesoros podía contener. Encontró un cargador para la pistola, lleno de balas. Luego sacó un par de pesados cilindros con anillas de acero en lo alto.
Miró a Marlon a los ojos. Ninguno de ellos había visto jamás algo parecido fuera de los videojuegos, pero Csongor estaba bastante seguro, y la expresión de Marlon lo confirmó, de que eran granadas.
—Haz algún ruido si estás vivo —dijo Yuxia. El tráfico se había vuelto complejo, y cambiaba continuamente de carril.
—Ahora tenemos una pistola y un par de granadas de mano —anunció Csongor.
Marlon había cogido una de las granadas y la estaba examinando. Los lados del cilindro estaban perforados por grandes agujeros, revelando la estructura interna.
—No son granadas de verdad —anunció—. Mira. No hay metralla. Solo agujeros.
—¿Granadas aturdidoras? —aventuró Csongor.
—O de humo o lacrimógenas.
Marlon y Csongor podían comunicarse muy claramente mientras se ciñeran al vocabulario de los videojuegos.
Yuxia intervino.
—Csongor iba a decirnos quién es —le recordó a Marlon—. Las granadas pueden esperar.
—Os diré quién soy —prometió Csongor—. Pero por favor, contadme primero qué ha pasado. ¿Qué sabéis de ese negro alto?
Marlon lo miraba fijamente. Csongor advirtió que lo había insultado, o más probablemente lo había asustado, al dar por hecho que podía saber algo importante sobre quién era aquel tipo. Lo miró a los ojos.
—Podría ser importante —suplicó.
—Vivía en el piso de arriba con tipos del lejano oeste —dijo Marlon—. Solo lo vimos un par de veces.
—¿Sabías que esos tipos del lejano oeste tenían AK-47?
—¿Por quién me tomas, tío?
—Vale, lo siento.
Csongor se echó hacia atrás en su asiento, esperando que esto aliviara su dolor de cabeza. Se produjo un silencio significativo: la forma que tenían de recordarle que todavía tenía que explicarse.
—Muy bien —dijo—. ¿Sabéis algo de Hungría?
Ninguno de los dos sabía. Pero tampoco lo admitieron, quizá preocupados por ser maleducados. Marlon, sorprendentemente, hizo una referencia al equipo olímpico de waterpolo de 1956. Pero ahí era donde empezaba y terminaba su conocimiento de Hungría.
Cada vez que Csongor se encontraba en un aeropuerto, iba a los kioscos de prensa y repasaba las interminables filas de lustrosas revistas en inglés y alemán, divertido por el fenómeno de culturas que eran lo bastante grandes para tener publicaciones mensuales donde la gente se preocupaba por los detalles más mínimos sobre el maquillaje, las motocicletas de alta fama y los modelos de trenes. Los húngaros aprendían esos idiomas para poder fingir ser parte de ese mundo cuando les venía bien. Pero su aislamiento y pequeñez no eran nada con lo que habrían sido si Hungría hubiera formado parte de China. Aquí, si los húngaros hubieran sobrevivido, los sacarían una vez al año para bailar danzas folklóricas, simplemente para demostrarle al resto del mundo que no habían sido exterminados. Csongor nunca había oído hablar de la minoría étnica de Yuxia, los hakka, y sin embargo no tenía que buscarlos en la Wikipedia para saber que probablemente había diez veces más hakka que húngaros en el mundo.
¿Por donde empezar entonces?
—Es una larga historia. Podría empezar con la Batalla de Stalingrado y continuar a partir de ahí. Pero…
Se detuvo, suspiró y lo consideró.
—Antes que nada, soy un gilipollas que ha tomado un montón de decisiones equivocadas.
Hungría era un sistema integrado. Era costumbre soñar con lo que podría ser, con todas las nobles y valientes decisiones que los húngaros habrían tomado, si hubiera sido mil veces más grande y estuviera rodeada de un foso de agua salada. Se detuvo a descansar.
Yuxia lo miró por el retrovisor.
Marlon le dirigió una mirada algo incrédula, como diciendo: «Si tú eres un gilipollas que ha tomado un montón de decisiones equivocadas, ¿qué soy yo?»
Csongor no pudo evitar reírse. De algún modo, para su asombro, el rostro de Marlon le devolvió una sonrisa. Fría, dura, conocedora del mundo, pero incuestionablemente una sonrisa. Se volvió hacia la ventanilla para ocultarla.
—Y debido a ciertos restos de meteduras de pata del pasado, de las que ahora nos estamos deshaciendo —continuó Csongor—, me siguió resultando fácil y sencillo tomar más decisiones equivocadas. Sin embargo —comprobó su reloj, y descubrió que el cristal se había roto y las manecillas estaban paradas—, hace algo así como media hora, tomé una decisión correcta e hice lo adecuado. Mira dónde estoy ahora.
Otra nerviosa mirada por el retrovisor por parte de Yuxia. Csongor advirtió que sería mejor explicar esa observación.
—En un coche con dos personas agradables —dijo.
Eso estaba mejor, pero seguía metiendo sus grandes pies en los lugares equivocados. Para Csongor, Marlon siempre sería el tipo que arriesgó la vida entrando en un edificio que se desplomaba para llevar a un desconocido a lugar seguro. Pero le daba la impresión de que Marlon no quería ser considerado así. Tenía la fría despreocupación de los skaters que ejecutaban sus saltos que desafiaban a la muerte en Erszébet Tér, que los hackers que alardeaban de sus últimas hazañas en la DefCon de Las Vegas.
—O al menos con una persona agradable —se corrigió Csongor.
Marlon se volvió para sonreírle de nuevo, y extendió la mano derecha. Se produjo a continuación un complejo apretón de manos estilo jugador de baloncesto. Csongor estaba seguro de que había hecho mal su parte: los jugadores de hockey centroeuropeos no practicaban esas cosas. Pero ya no tenía aquella horrible sensación que experimentaba cuando intentaba patinar hacia atrás, así que lo dejó correr.
El señor Jones no dijo nada más en inglés hasta que llevaban ya una hora de viaje, cuando miró a Zula y dijo:
—Me rindo.
A esas alturas ya habían recorrido un par de veces la carretera de circunvalación que se extendía por toda la costa de la isla. Contrariamente a la primera instrucción dada, no habían ido al aeropuerto. Zula se sintió confundida por esto hasta que comprendió que su compañero (si esa era la palabra adecuada) no hablaba una palabra de chino, y que por eso había gritado la única palabra en inglés que tenían que conocer todos los taxistas del mundo. Bastó para que se pusiera en marcha. Cuando el taxista se abrió paso entre el caos que rodeaba al edificio derruido, el señor Jones sacó un teléfono, marcó un número, y habló en árabe. Zula supo que era árabe porque había oído bastante esa lengua cuando vivía en un campamento de refugiados en Sudán. Tras un breve intercambio de noticias, que Zula pudo ver que sorprendía enormemente a la persona al otro lado de la línea (pues el señor Jones pronto se cansó de insistir que cuanto decía era verdad), él le tendió el teléfono al taxista, que escuchó unas instrucciones, asintió vigorosamente, y dijo algo que debía significar «Sí» o «Lo haré».
El señor Jones intercambió entonces unas cuantas frases en árabe con su interlocutor y colgó. Y el taxista empezó a dar vueltas por la carretera de circunvalación.
Zula tenía apoyado el codo libre en el marco de la ventanilla del taxi, volviendo la mano hacia fuera, de vez en cuando, para apretar las yemas de los dedos contra el cristal tintado. Había algo en el entorno fabricado de un coche que potenciaba una sensación de seguridad completamente falsa.
Cuando el señor Jones dijo aquellas palabras, «me rindo», Zula abrió los ojos y se sobresaltó un poco. ¿Podía ser cierto que se había quedado dormida? Parecía un momento extraño para echar una cabezada. Pero el cuerpo reaccionaba de formas extrañas al estrés. Y cuando salieron a la carretera de circunvalación, ya no hubo explosiones ni disparos que exigieran su atención. El agotamiento había podido con ella.
—Era ruso, ¿no? ¿El grandullón?
—¿El hombre que usted… mató? —Zula no podía creer que frases como aquella salieran de su boca.
Sorprendentemente, el atisbo de una sonrisa asomó en el rostro del pistolero.
—Sí.
—Sí. Ruso.
—Los otros también. Los de arriba. Spetsnaz.
Zula nunca había oído la palabra «Spetsnaz» hasta hacía un par de días, pero ahora ya sabía lo que significaba. Asintió.
—Pero había otros tres… diferentes —alzó la mano esposada, arrastrando la de ella consigo, y mostró el pulgar—. Usted —el índice—. El que ese ruso grandote mató en la escalera. Creo que era americano —el dedo corazón—. Y el del sótano que intentó protegerla.
—Hizo más que intentarlo.
—Tal vez era ruso también… ¿pero algo distinto a los demás?
—Húngaro.
—El grandullón… ¿era del crimen organizado?
—Más bien desorganizado —respondió Zula—. Creemos que huía de su propia organización. Metió la pata a lo grande. Intentaba taparlo. Enmendarlo.
—Dice «creemos». ¿Quiénes?
Ella giró la mano esposada e imitó su gesto de contar con los dedos.
—Ustedes tres —dijo él.
El señor Jones lo pensó un momento. Su estado de ánimo parecía estar mejorando, pero no perdió la cautela.
—Aceptaré lo que dice. Pero esto no es lo que asumí al principio.
—¿Qué asumió?
—Una operación especial encubierta, naturalmente.
La frase era lo bastante familiar, tras haber aparecido en incontables artículos y argumentos de películas veraniegas, pero él la pronunció con un énfasis, una inflexión que Zula nunca había oído antes, como quien conoce esas cosas de primera mano y ha visto a sus amigos morir en ellas.
—Pero si esto es realmente lo que dice… —parpadeó y sacudió la cabeza, como un hombre que intenta librarse de los efectos de una droga hipnótica—. Imposible. Estúpido. Era claramente un trabajo de operaciones especiales. Disfrazados.
—¿Disfrazados?
—Lo que llamaríamos una fiesta de disfraces —replicó él, parodiando el acento del Medio Oeste—. Para negarlo —volvió a su habitual acento británico, el que ella no era capaz de situar—. Porque sería un caos diplomático enviar a un equipo militar a China. Sin embargo, de esta forma, pueden encogerse de hombros: «Son esos locos de la mafia rusa, no tenemos control sobre ellos, no pudimos hacer nada.»
Parecía tan convincente que Zula misma estaba empezando a creérselo.
—¿Cuál es su papel? —preguntó él.
Zula se echó a reír.
Él abrió un poco los ojos. Entonces también se echó a reír.
—Los tres —dijo, haciendo de nuevo el gesto con la mano—. ¿Por qué un comando infiltrado ruso tiene que ir a remolque de los tres? ¿Y esposarlos a tuberías y dispararles a la cabeza?
Al recordar que Peter estaba muerto, el rostro de Zula se ensombreció y sintió un momentáneo retortijón de horror por haberse estado riendo tan solo unos instantes antes. Permanecieron en silencio durante un rato.
—¿Entonces ustedes se dedican al negocio de crear virus? —probó a decir.
Y entonces descubrió qué cara ponía Jones cuando estaba completamente aturdido. Habría sido un placer si Zula no hubiera estado igual de confundida.
—Los rusos —explicó—. Por eso ellos… nosotros, fuimos a ese edificio. Par encontrar a alguien que había escrito un virus.
—Un virus informático —dijo Jones, expresando la pregunta como si fuera un hecho.
Zula asintió y se quedó con la inquietante idea de que el grupo de Jones tal vez estaba trabajando con otro tipo de virus.
—No tenemos nada que ver con virus informáticos —anunció Jones—. Aunque ahora que lo pienso, podría ser una buena empresa a la que dedicarse —entonces su mente lo captó—. Oh. Esa gente de abajo. Los chicos de los ordenadores. Siempre me pregunté qué estaban haciendo.
Zula deglutió con dificultad y no dijo nada. Acababa de recordar una imagen fugaz antes de que empezara el tiroteo: la moneda metida en el interruptor, una media luna y una estrella. Alguien (tal vez el propio Jones) la había puesto allí cuando invadieron el piso vacío y lo ocuparon.
Todo era culpa suya. ¿Qué haría Jones cuando se enterara?
—Así que el ruso grande…
—Ivanov.
—Tenía un buen cabreo con esos chavales.
—Podríamos decir que sí.
—¿Cómo te implicaste?
—Es una larga historia.
Jones echó atrás la cabeza y soltó una carcajada.
—Mírame —dijo—. Tu amigo Ivanov me ha obligado a cancelar ciertos acuerdos. A hacer otros planes. Tengo tiempo de sobra. Y a menos que esté equivocado, tú tienes aún más tiempo en las manos que yo. ¿Así que por qué demonios iba a ponerle pegas a una historia larga en esta situación?
Zula miró a través de la ventanilla del taxi.
—Es tu única salida posible —dijo Jones.
La nariz de Zula empezó a moquear, anunciando el llanto. No porque su situación fuera mala. Ya lo era desde hacía mucho tiempo. Y no podía empeorar más que con Ivanov. Era porque no podía contar la historia sin mencionar a Peter.
Tomó aire, lentamente. Si podía pronunciar su nombre sin desmoronarse, el resto saldría sin problemas.
—Peter —dijo, y su voz se estremeció como un coche al pasar por un badén, y sus ojos se humedecieron un poco—. El hombre de la escalera.
Miró a Jones hasta que comprendió.
—¿Tu novio?
—Ya no.
—Lo siento —dijo Jones. No lo sentía en lo más mínimo. Solo cumplía con las formalidades apropiadas.
—No, quiero decir… no es porque esté muerto. —Ya. Lo había dicho—. No porque Peter esté muerto.
Tanteó las palabras, como si pisara una fina capa de hielo en el estanque de una granja, preguntándose hasta dónde podía llegar sin que se resquebrajara bajo su peso.
—Habíamos roto antes. El día en que todo se volvió loco.
—Entonces tal vez me enteraría mejor si pudieras rebobinar hasta el día en que todo se volvió loco, ya que parece un día interesante —sugirió Jones.
—Estuvimos haciendo snowboard.
—¿Vives en una zona de montaña?
—En Seattle. En realidad, estuvimos a varias horas de Seattle, en Columbia Británica.
—¿Cómo decide una chica del Cuerno de África practicar snowboard? —preguntó, pues el hecho de que Zula era del África oriental estaba escrito claramente en su rostro para que un hombre como Jones lo leyera.
—No lo practiqué. Me dediqué a descansar.
—¿Tu novio te arrastra a las montañas para poder practicar snowboard mientras tú no haces nada?
—No, no he dicho que no hiciera nada.
—Creo que es lo que acabas de decirme.
—Tenía muchas cosas que hacer.
—¿Qué? ¿Ir de compras?
Ella negó con la cabeza.
—No soy de esas. —Todavía no había contestado a la pregunta—. Mi tío vive allí, así que fue una oportunidad para visitar a la familia. Y pude trabajar: me llevé mi portátil.
—¿Tu tío vive en una estación de esquí?
—Parte del tiempo.
—¿Tienes mucha familia en Columbia Británica?
Ella volvió a negar con la cabeza.
—En Iowa. Él es la oveja negra de la familia.
—Yo pensaba que la oveja negra eras tú.
Zula no pudo reprimir un leve atisbo de sonrisa.
A Jones le encantó.
A Zula no le hizo gracia. Le molestó que él hubiera jugado la carta de su color tan pronto y que todavía funcionara con ella.
¿Cómo podía haber adivinado que era adoptada? Ser de Iowa era claramente una pista. Eso, y su acento.
—Así que las dos ovejas negras se entretienen mientras Peter practica snowboard. ¿Es ahí donde todo se volvió loco?
—No. Ahí es donde empezó.
—¿Cómo empezó?
—Un hombre entró en el bar.
—Ah, sí. Un montón de buenas historias empiezan así. Por favor, continúa.
Y Zula continuó. Si Jones le hubiera dado tiempo para considerar sus opciones, para elaborar la estrategia y las tácticas de lo que debería o no debería divulgar, ¿habría hecho lo mismo? No podía saberlo. Empezó a relatar sus recuerdos de Wallace en la taberna, y el resto de la historia se fue desplegando, como la estela tras un barco. El señor Jones escuchó con atención al principio, pero a medida que avanzaba hasta el punto en que pudo deducir las conexiones por su cuenta, su mente se distrajo, y se puso cada vez más al teléfono.
Parecía entenderse bien en árabe, pero empezó a quedar claro que no era su lengua materna: hablaba despacio, deteniéndose y empezando ocasionalmente mientras elaboraba las frases, y de vez en cuando, mientras escuchaba al hombre al otro lado de la línea, una sonrisa de perplejidad asomaba a su rostro y a Zula le parecía que pedía clarificación.
Nada de lo cual parecía interponerse en su plan. La primera parte de la conversación había sido empezar y parar, con un montón de callejones sin salida para luego salir de ellos. O eso juzgaba Zula por el tono de voz y los gestos de Jones. Pero de repente, en los últimos minutos, el señor Jones y su interlocutor parecieron tener un plan a su gusto: finalmente él alzó los ojos del asiento que tenía delante y empezó a mirar alrededor animosamente y dejó de decir «De acuerdo» en sus frases.
Estaban en la curva oriental de la isla. Era la parte menos edificada, pero nadie podría confundirla con un espacio natural preservado. Parte de la carretera estaba construida sobre tierra recuperada al mar, por encima de un rompeolas, de modo que el agua quedaba justo bajo la ventanilla de Zula. En otras secciones, una ancha playa de arena se extendía entre la carretera y la orilla. De vez en cuando la carretera se internaba tierra adentro, cediendo la costa a un campo de golf o un complejo residencial. Llevaban largo rato rodeando la isla: Zula no tenía reloj, pero calculaba que debían de haber pasado al menos dos horas. Ahora, a una orden del teléfono, el taxista dio media vuelta y empezó a dirigirse al norte, hacia el tramo oriental de la isla.
—Oh, Dios mío —dijo Yuxia—, está dando la vuelta.
—¿Por qué hace eso? —preguntó Csongor retóricamente.
—Teme que lo estemos siguiendo —teorizó Marlon.
Pasaron junto al taxi, que había parado en un cruce en la mediana y estaba esperando una ocasión en el tráfico de cara. Sus ventanillas traseras eran tan oscuras que no pudieron ver nada a través de ellas. Pero el conductor era claramente visible, sujetando el volante con una mano y con un teléfono en la oreja. No les prestaba ninguna atención.
—¿Por qué habla por teléfono? —preguntó Yuxia, introduciendo la furgoneta en una abertura en el tráfico y pasando al carril izquierdo.
—Creo que estoy equivocado —dijo Marlon—. No me parece un tipo que piensa que lo están siguiendo.
Csongor, el forastero, fue el primero que se dio cuenta.
—No habla inglés —dijo—. Y Zula y el terrorista no hablan chino. Tienen a alguien al teléfono que está traduciendo.
Yuxia frenó con fuerza, provocando una tormenta de furiosos cláxones, y viró hacia el próximo cruce.
—Lo cual plantea la pregunta —continuó Csongor—, de quién está ayudando a ese tipo.
Una abertura en el tráfico se presentó fortuitamente, así que en vez de detenerse Yuxia viró hacia los carriles de frente y se internó en el arcén, esperó que unos cuantos coches pasaran, y luego aceleró. No habían perdido mucho terreno respecto al taxi, que había tenido peor suerte con el tráfico y en cualquier caso avanzaba de manera más conservadora. Pero si alguien miraba por aquellas ventanillas tintadas, le habría quedado ya claro que la cascada furgoneta los estaba siguiendo.
Marlon se encogió de hombros, diciéndole que la respuesta era obvia.
—Tiene amigos por aquí.
—Pero todos están muertos.
—No todos. Debe de haber otros. En otro edificio.
—¿Entonces por qué no van directamente a ese edificio? —preguntó Csongor—. ¿Por qué dar vueltas por la isla durante horas?
—¿Quería ver si lo seguían? —dijo Marlon—. Pero nosotros lo estamos siguiendo descaradamente y no se ha dado cuenta.
—No tan descaradamente —dijo la ofendida Yuxia, lanzando un breve intercambio de recriminaciones en mandarín.
—Ha estado organizando algo. Un tipo de canje o de bajada —dijo Csongor, acabando con la discusión—. Usa el asiento trasero del taxi como oficina.
—Mierda, tío —dijo Marlon—. Nunca tendría que haber subido a esta furgoneta.
—¿Ahora sales con esas? —preguntó Yuxia, todavía un poco irritada con él.
—Dijiste que me ibas a llevar a dar un paseo —dijo Marlon, mirando a Csongor.
—Puedes bajarte cuando quieras.
Yuxia dijo algo en mandarín que pareció reforzar el ofrecimiento de Csongor con considerable vigor.
—En serio —dijo Csongor—, me has salvado la vida, eso es suficiente por un día.
—¿Quién me salvó la mía? —preguntó Marlon—. ¿La mía y la de mis amigos?
Csongor se volvió a mirarlo con curiosidad.
—Conectando y desconectando la corriente. Avisándonos.
—Oh —dijo Csongor. En medio de tantas otras cosas, se había olvidado de este detalle—. Fue Zula.
Asintió en dirección al taxi, a unos doscientos metros por delante.
—Y por eso el hombretón, Ivanov, estaba tan furioso —dedujo Marlon—. Porque sabía que Zula había estropeado su plan para matarnos.
—Sí.
—Comprendo —asintió Marlon, luego inspiró profundamente y empezó a frotarse la barbilla lampiña, ausente. Por fin, llegó a algún tipo de decisión y se irguió en el asiento—. No he hecho nada malo hoy. Los policías no pueden acusarme de nada.
—Excepto de REAMDE —le recordó Csongor.
—Por eso ya estoy jodido —dijo Marlon—. Pero es poca cosa comparada con todo esto. Así que iré con vosotros un poco más y veré qué pasa.
—Pues claro que sí —dijo Csongor.
Cada vez que la vista era buena, el señor Jones contemplaba el agua. Zula trató de seguir su mirada. Pero no había mucho que ver. Directamente al otro lado de un angosto estrecho, tan cerca que un buen nadador podría haberlo cubierto en un par de horas, se encontraba la más pequeña de las dos islas taiwanesas. Tal vez eso explicaba lo despoblado de la costa, y la falta de tráfico de barcos. Durante unos pocos minutos, su trayectoria los desvió de aquel fragmento de territorio extranjero. Una masa de tierra más grande y edificada apareció a su derecha, y empezaron a ver más tráfico marítimo, ya que el agua a su derecha era ahora un estrecho de un kilómetro y medio de ancho, entre Xiamen y otra parte de la República Popular. La carretera se desviaba de la costa para dejar sitio a un puerto de contenedores construido en una zona ganada al mar, indiferenciable, para Zula, de las mismas instalaciones de Harbor Island en Seattle, con equipos similares y los mismos nombres grabados en los contenedores. Una serie de enormes complejos de apartamentos los acompañaron tierra adentro. Entonces el mar acudió a saludar de nuevo la carretera, y todo el tráfico se encarriló a un complejo de calzada elevada y un puente que ya habían cruzado varias veces hoy; llegaba hasta una caleta, un brazo de mar que penetraba el círculo que era la isla y se perdía en su interior.
Al mirar en perpendicular por la ventanilla mientras cruzaban el puente, el señor Jones vio algo. Parecía estar concentrándose en un típico barquito chino que se había separado del tráfico marítimo y pasaba bajo el puente para entrar en la caleta: un largo zapato plano en el agua, con una cabina de piloto en lo alto, hacia la popa, el cargamento apilado en la parte delantera de la cubierta. Un hombre se había subido a la carga y estaba de pie con los codos proyectados a ambos lados de la cabeza; Zula advirtió que los estaba mirando con unos binoculares. Bajó los codos e hizo un gesto que ella pudo reconocer como sacar un teléfono y llevárselo a la cabeza.
El teléfono del señor Jones sonó. Lo atendió y escuchó unos momentos. Sus ojos se dirigieron a la nuca del taxista. Tras escuchar una larga perorata del hombre del barco, dijo: «De acuerdo», y le tendió de nuevo el teléfono al conductor.
Salieron de la carretera de circunvalación en la siguiente oportunidad.
—Un barco —dijo Yuxia, retirando el pie del acelerador y disponiéndose a tomar la salida—. Van a subir a un barco. Eso lo explica todo.
—¡No los sigas tan de cerca! —la reprendió Marlon.
—No importa —dijo Csongor—. Ni siquiera están mirando. Pensad. Todos los rusos han muerto. Y si los policías los estuvieran persiguiendo, habrían sido arrestados hace rato, ¿no? El hecho de que no hayan sido arrestados demuestra que nadie los está siguiendo.
—Pero pronto será obvio —insistió Marlon, y sabemos que el negro tiene una pistola, y si tiene amigos en un barco, probablemente tendrán armas también.
Y miró nervioso la pistola que Csongor había dejado descargada en el asiento de la furgoneta.
¿Estaba nervioso porque estaba allí?
¿O porque Csongor no la había cargado todavía?
Era una pregunta que Csongor tenía que empezar a hacerse a sí mismo.