El plan de Olivia de salir del hotel y ponerse a trabajar a tope para ganar tiempo resultó ser embarazosa y estúpidamente optimista en más de un sentido. La noche anterior se había quedado dormida vestida y había dejado varias cosas por hacer, como darse una ducha, comprobar el correo electrónico, y ponerse en contacto con el inspector Fournier, que había tenido la amabilidad de enviarle aquellos informes policiales. Después de que Seamus la despertara, se dispuso a hacer todas esas cosas. La ducha fue rápida y según lo planeado; lo demás no. Lo que había imaginado como un rápido repaso al correo se convirtió en una ciénaga de tristeza. Cuando volvió a mirar el reloj, había desaparecido una hora y media, y no había hecho más que empezar: los e-mails que había enviado al principio de esta sesión habían engendrado hilos enteros de respuestas en los que ahora estaba profundamente liada, y la gente amenazaba con llamarla por teléfono. Su rápida partida de las oficinas del FBI en Seattle había dejado a sus colegas de allí confundidos e irritados, y había que contactar rápidamente con ellos y calmarlos. Al mismo tiempo, esta misma gente era consciente de las imágenes en vídeo encriptadas de las cámaras de seguridad del apartamento de Peter, y por eso tuvo que ver cómo esa conciencia se extendía por sus redes de listas de correo y empezaban a discutir qué hacer a continuación. Era sábado por la mañana y los agentes del FBI estaban enviando mensajes desde las bandas de los partidos de fútbol de sus hijos. Respuestas de «fuera de la oficina» rebotaban por el sistema como bolas de máquinas del millón. El canal por el que estas imágenes los había alcanzado era enormemente confuso (clave de desencriptado sacada de la cartera de un muerto por un húngaro en Filipinas que se comunicaba con un americano en Canadá, en una conversación que tenía lugar en un planeta imaginario), y Olivia tuvo que intervenir y explicar las cosas.
Y eso era solo la parte del FBI de Seattle. Olivia había cometido el error de mencionar la idea de las cámaras de seguridad de Prince George a sus colegas en Londres, y esto había causado un montón de debate inútil y esfuerzos contraproductivos para ayudarla.
Lo único que impidió que quedara atascada con los e-mails todo el día fue una llamada telefónica de Fournier, que de pronto se mostraba hospitalario y quería tomarse un café con ella. Olivia acordó reunirse con él en el vestíbulo del hotel media hora más tarde, luego hizo las maletas (no fue una gran tarea, ya que no las había deshecho, y de todas formas la mayoría de sus porquerías estaban todavía en el coche de alquiler), y, casi como una idea de último momento, usó Google Maps para comprobar la ruta a Prince George.
Los resultados la obligaron a hacer una segunda comprobación. Eran 750 kilómetros e iba a tardar once horas, sin contar las pausas para comer y orinar. Las cifras eran tan enormes que sufrió un momento de desorientación, pensando que Google debía de haberla enviado por error por una ruta ridículamente complicada. Pero no, el mapa mostraba un rumbo razonablemente recto. Estaba así de lejos: el equivalente a conducir desde Londres a John O’Groats. Iba a pasarse todo el día al volante, y no llegaría hasta después de oscurecer. El día siguiente era domingo.
Comprobó los horarios de avión, esperando que hubiera lanzaderas cada hora. El resultado: había unos pocos vuelos durante el día, incluyendo uno que podría coger si cancelaba el desayuno con el inspector Fournier y salía corriendo hacia el aeropuerto. Políticamente, no era el mejor gesto, así que reservó asiento en un vuelo posterior.
Bajó al vestíbulo a tomar café y un bollo con Fournier. Por algún motivo, se esperaba a una versión madura y quebequesca de Columbo, pero Fournier era delgado, de treinta y pocos años, y llevaba unas elegantes gafas que le hacían parecer todavía más joven. Lo que había confundido por hostilidad, sospechaba, era una formalidad continental que contrastaba con el ambiente de fraternidad estudiantil americana en el que había estado inmersa durante los días anteriores. Sospechó de inmediato, y Fournier pronto lo confirmó, que él había vivido unos cuantos años en Francia, que era donde había aprendido sus modales profesionales y su gusto en gafas. El estatus de Olivia como agente del MI6 que operaba en suelo extranjero probablemente no había hecho nada por tranquilizarlo. Pero en persona no podía ser más encantador y atento.
En esas circunstancias, Olivia no pudo dejar de contarle su plan de ir a Prince George a buscar cámaras de seguridad situadas estratégicamente. Él se echó hacia atrás, se frotó la barbilla afeitada a la moda, y lo consideró.
—En un mundo perfecto —dijo—, no tendría que ir allí en persona para buscar esas cosas.
Entonces se encogió expresivamente de hombros y ladeó la cabeza.
—Estando las cosas como están, me temo que tiene razón. Hacer una cosa así por los canales habituales, cuando no tenemos ninguna prueba de que Jones se haya acercado a miles de kilómetros de Canadá, y ningún motivo concreto para sospechar de juego sucio en el caso de la desaparición de los cazadores, sería… ¿cómo expresarlo amablemente? Un gran consumo de tiempo.
Parecía claro que Fournier había venido aquí esperando encontrar a una especie de loca, pero reunirse con Olivia en carne y hueso y oír su versión de la historia había empezado a convencerlo. Su confianza de que los cazadores estaban tan solo perdidos, o muertos inocentemente por congelación, había flaqueado un poco. Ahora dedicaba unos momentos a saborear la teoría de Olivia. En el mejor de los casos, parecía pensar, animaría una investigación por lo demás aburrida.
Olivia, por su parte, encontraba cada vez más difícil mantener la concentración. Nunca debería haber comprobado el correo electrónico. Solo podía pensar en el torrente de mensajes que llegaban a su buzón incluso en este momento. Sus adversarios estaban formando contraargumentos que no recibían respuesta, sus colaboradores solicitaban ayuda y clarificaciones y ella no les daba nada. Tendría que haberse sentido agradecida, y amable, respecto a Fournier, y por eso saboreaba cada minuto de su discusión. En cambio ella se sintió aliviada cuando él miró su taza vacía y empezó el final de la conversación diciendo: «Bueno…»
Ella prometió ponerse en contacto desde Prince George, le estrechó la mano, y se dirigió al aeropuerto. Hizo un esfuerzo consciente por no sacar el teléfono hasta que entregó el coche de alquiler y estaba en el autobús lanzadera camino de la terminal.
Entonces se encontró con una cola de mensajes sin leer cuya longitud superaba incluso sus peores expectativas. Los asuntos ya se habían quedado completamente desfasados a esas alturas, haciendo difícil deducir de qué estaban hablando. Pero uno de ellos, en la parte superior de la lista (recibido hacía solo unos minutos) tenía el sucinto titular «Lo tenemos». Procedía de uno de los agentes del FBI en Seattle.
Lo llamó directamente por teléfono. Agente Vandenberg. Un pelirrojo de Grand Rapids, Michigan.
—Voy a declararme en quiebra de e-mails —dijo ella.
—Nos pasa a todos, Liv —dijo el agente Vandenberg, que decididamente no tenía el estilo continental del inspector Fournier.
—Cuénteme cómo ha ido.
—No lo sé todavía —respondió él con picardía.
—Pero he visto «lo tenemos» en la línea del asunto. ¿A quién tenían?
—Supongo que tendría que haber escrito «lo reconocimos» —dijo el agente Vandenberg después de una pequeña pausa embarazosa—. Uno de nuestros chicos reconoció inmediatamente al tipo que robó el rifle. Lo sabemos todo sobre él. Igor —se mofó del nombre—. Igor ha sido sujeto de muchas investigaciones. Es un inmigrante legal. Pero es lo único que es legal en él. Es la primera vez que lo pillamos con las manos en la masa.
—¿Entonces lo van a detener?
—No lo vemos como un riesgo para la seguridad. No creemos que vaya a hacer algo malo. Ha pasado una semana y media desde que robó esa arma, y ha estado inactivo todo el tiempo. Así que sacamos a un juez de la cama, nos procuramos una orden, y pusimos su domicilio bajo vigilancia. Es una casita de mierda en Tukwila.
—¿Dónde está Tukwila?
—Exactamente. La comparte con otro ruso, que es su compañero de cuarto desde hace unos cuatro años.
—¿Han encontrado algo ya?
—Nos está costando un poco encontrar un intérprete, así que no sabemos qué dicen los tres.
—¿Los tres?
—Sí. Hay tres rusos en la casa.
—Creí que había dicho dos. Igor y su compañero de cuarto.
—Tienen un visitante. Acaba de llegar. Al parecer los ha sorprendido muchísimo. No sabemos qué está pasando exactamente. Igor y su compañero estaban holgazaneando, viendo un partido de hockey por satélite, y de repente llamaron a la puerta. Entonces todo es: «¿Quién demonios puede ser?» Lo deduzco por su tono de voz. Entonces uno de ellos se asoma a la ventana y dice: «¡La leche jodida, es Sokolov!», y entonces parecen asustados durante unos momentos. Pero al final lo dejan entrar.
Era una suerte que el agente Vandenberg fuera un alma locuaz, ya que siguió hablando el tiempo suficiente para darle a Olivia una oportunidad de recuperar la compostura.
—Creo que me voy haciendo una idea —dijo ella cuando Vandenberg se detuvo a tomar aire, y sintió que era capaz de mantener la voz firme—. ¿Ha dicho que el nombre del visitante sorpresa era Sokolov?
—Sí, estoy bastante seguro. ¿Por qué? ¿Significa algo para usted?
—Es un apellido ruso bastante común —observó ella—. ¿Pero ha dicho que se sorprendieron al verlo?
—Se sorprendieron y se acojonaron. Sokolov tuvo que llamar al timbre tres veces. Lo dejaron allí plantado delante del porche durante, no sé, cinco minutos mientras discutían cómo manejar la situación. No sé quién es ese tipo… pero desde luego no es la señorita de Avon.
—Gracias —dijo Olivia—. Muy interesante.
Zula acabó retirándose a su diminuta tienda y tapándose la cabeza con el saco de dormir. Una reacción natural a la vergüenza. Lo único que quería era tener un poco de intimidad mientras terminaba de lloriquear. Eso tuvo la consecuencia no pretendida, pero útil, de que los demás se olvidaran de que estaba allí.
No literalmente, por supuesto. La puñetera cadena cruzaba todo el terreno y llegaba hasta la tienda. Todos sabían exactamente dónde se encontraba. Pero algún tipo de irracional efecto psicológico les hizo actuar como si no estuviera allí, a unos pocos metros de ellos.
Zula no estaba segura de si eso era bueno o malo. Podría hacer que farfullaran información útil que nunca divulgarían si los estaba mirando. Por otro lado, tal vez era más fácil ordenar la ejecución de alguien a quien no podías ver.
Abdul-Wahaab, la mano derecha de Jones, fue el último en partir del campamento. Antes de echarse la mochila al hombro, reunió al grupo restante a su alrededor: Ershut, Jahandar, Zakir y Sayed. Todos se hallaban a seis metros de Zula, de pie alrededor del hornillo, bebiendo té.
—Hablaré en árabe —dijo Abdul-Wahaab. Algo un poco redundante, ya que, de hecho, estaba hablando en árabe.
Tratando de no hacer ningún ruido obvio, Zula se quitó de la cara el saco de dormir y rodó hacia ellos, esforzándose por escuchar cuanto pudiera. Llevaba dos semanas enteras en compañía de hombres que hablaban árabe y se sentía continuamente frustrada por no haber aprendido más. Y sin embargo comparaba su comprensión actual del idioma a la que tenía hacía dos semanas y parecía que había avanzado mucho: su estancia en el campamento de refugiados había plantado algunas semillas que habían tardado en brotar, pero ahora crecían claramente de un día a otro.
—He hablado con nuestro líder —dijo Abdul-Wahaab—. Ha aprendido del guía algunas cosas sobre el camino al sur.
La traducción mental de Zula apenas tenía sentido. Por fortuna, Abdul-Wahaab no hablaba de corrido. Pronunciaba frases cortas y concisas y hacía pausas para beber té. La comprensión de Zula se basaba principalmente en detectar nombres: «líder. El camino al sur». Y aquella palabra, «dalil», que había escuchado frecuentemente en los últimos días y que por fin había recordado que significaba «guía».
—El camino es difícil, pero conoce atajos y senderos secretos —continuó Abdul-Wahaab, usando la palabra inglesa «atajos».
—Piensa que tardaremos dos días en cruzar la frontera. Después de eso, un día más antes de poder llegar a un sitio con Internet. Tal vez dos días.
Los otros escuchaban y esperaban a que Abdul-Wahaab les diera sus órdenes. Tras beber más té, continuó:
—Después de cuatro días, si no recibís noticias, matadla e id adonde queráis. Pero intentaremos enviar un mensaje a nuestros hermanos que esperan en Elphinstone. Entonces ellos vendrán aquí y os encontrarán. Enviaremos coordenadas GPS mostrando el camino al sur. Con la voluntad de Dios, podréis uniros a nosotros para la operación de martirio.
—En ese caso, ¿debemos matarla? —preguntó Zakir.
—Os daremos instrucciones. Puede que nos sea útil —Abdul-Wahaab sorbió su té—. El guía dice que no habrá cobertura telefónica, a menos que subamos a lo alto de una montaña y tengamos suerte. Si esto sucede, quizá recibáis un mensaje de texto con otras instrucciones.
Después de eso, la charla se desvió hacia lo que harían cuando hubieran cruzado la frontera: los desafíos a los que se enfrentarían y su ansiedad por encontrar diversas oportunidades para causar una masacre. Abdul-Wahaab, sin embargo, disuadió esas conversaciones, insistiendo en que debían mantenerse concentrados en lo que sucediera en los próximos días. Parecía ser consciente de que estaba haciendo esperar al resto del grupo, apuró su té, y aceptó la ayuda de Ershut para echarse al hombro su pesada mochila. Entonces, después de intercambiar abrazos con los cuatro hombres que se quedaban atrás, se dio media vuelta y empezó a bajar hacia el sendero.
Zula decidió que actuaría cuando anocheciera.
Cuando Sokolov era niño y crecía en la Unión Soviética, había quedado expuesto a más de unos cuantos artículos de revistas y programas de televisión que describían la miseria de vivir bajo el capitalismo. Un periodista viajaba a algún lugar cochambroso de los Apalaches o el sur del Bronx y tomaba unas cuantas fotos deprimentes, y luego anotaba, o inventaba, algunas anécdotas igualmente deprimentes y daba forma a un artículo que pretendía dejar claro que los habitantes de la Unión Soviética no estaban tan mal. Aunque nadie era lo bastante estúpido para tomarse en serio esa propaganda, todos menos las personas más cínicas asumían que había algo de verdad. Sí, el nivel de vida podía ser más alto en Occidente. Todo el mundo lo sabía. Pero también podía ser más bajo.
Ambos extremos de ese espectro se mostraron durante el viaje de una hora desde Golden Gardens a la casa de Igor. Esperó un autobús cerca de un puerto deportivo repleto de yates. El autobús lo llevó hasta un barrio moderno, donde hizo unas compras y luego subió a un tren ligero que se dirigía al aeropuerto. Durante ese viaje, lo que veía a través de las ventanillas se pareció cada vez más a una foto doble de un artículo de propaganda doble. La vía férrea atravesaba los barrios más pobres. La parte urbana era una mezcla compleja y abarrotada de negros e inmigrantes de todo el mundo; no era bonita, pero al menos intentaba salir adelante. Luego pasó ante una zona industrial intermedia que la separaba de una especie de gueto blanco en los suburbios. El tren corría por encima de esta zona sobre altos pilares reforzados de hormigón, y desde allí podía ver los patios traseros de diminutos bungalós putrefactos regados de detritos.
Se bajó en la última estación antes del aeropuerto y luego caminó durante un par de kilómetros, hasta llegar a un barrio lleno de ese tipo de casas. Todavía no había adquirido un teléfono, pero había podido hacerse con un mapa callejero en una librería del centro, y tenía la dirección de Igor escrita en un librito que le había acompañado durante todas sus aventuras.
La casa de Igor se hallaba al final de un callejón sin salida, apoyada contra un muro de la autopista que sostenía un tapiz de zarzamoras y yedra. Esta alfombra de vegetación había cubierto y matado varios árboles e intentaba apoderarse de un cobertizo que había al fondo. Pero la casa que Igor compartía con su amigo Vlad era más limpia que muchas de la calle: los dos vehículos aparcados delante parecían capaces de funcionar, y ninguno de ellos se había vuelto verde por el moho. No acumulaban basura en el porche delantero, y habían tomado precauciones sensatas, cubriendo las ventanas con malla de acero y reforzando los cerrojos de la puerta principal.
El miedo de Igor no causó en Sokolov más que una leve irritación al principio, ya que su único efecto fue retrasarlo todo. Pero no podía reprocharle al hombre ser cauteloso. Sokolov se sacó las manos de los bolsillos y las alzó, las palmas hacia arriba.
—Un par de horas —insistió—, y luego me iré. Para siempre.
Su decisión de venir aquí era, como poco, discutible. La había estado pensando durante todo el viaje por mar.
Tenía que ir a alguna parte y hacer algo. Su único medio real de vida era hacer lo que hacía: asesoría de seguridad. El hecho de que solo hablara con fluidez ruso y que llevara un pasaporte ruso ponía ciertos límites a dónde podía aplicar ese trabajo. Podía volver a Rusia y retirarse a los bosques y pasarse el resto de la vida cortando leña y cazando ciervos, pero se había acostumbrado a vivir en grandes ciudades y a cobrar una decente cantidad de dinero y, a falta de mejor expresión, a ser respetado por quien era y lo que hacía. La mayoría de sus clientes no eran como Ivanov, y, después de esto, nunca volvería a trabajar para una persona así. Pero había que explicar los lamentables incidentes de las últimas semanas a los dueños del obschack a los que Ivanov había robado el dinero, y a las familias de los hombres que habían sido asesinados por Abdalá Jones. Y Sokolov confiaba en que podía explicarlo. Pues los dueños del obshchack eran, en el fondo, personas razonables. Sabían mostrarse corteses. En lo que le había sucedido a Wallace e Ivanov percibirían una especie de justicia poética. Ivanov, de hecho, había obtenido el destino que había querido, en tanto que había muerto intentando recuperar el dinero. La historia funcionaba perfectamente bien como advertencia: mira lo que les pasa a quienes roban el dinero que les ha sido confiado. Funcionaría bien si Sokolov pudiera relatar la historia a la gente a la que Ivanov había traicionado.
Pero no tenía ninguna certeza de que fueran a perdonarlo. No había ninguna garantía. Pero así tenía una posibilidad decente. Mientras que si se escabullía y trataba de evitarlos, sin duda advertirían su falta de cortesía y lo abordarían con recelo.
Es lo que había decidido durante la primera mitad de su viaje por el Pacífico. La cuestión, entonces, era cómo entrar en contacto con esa gente. Llamarlos simplemente desde una cabina telefónica en la playa sería indiscreto y sugeriría una especie de desesperación.
Por otro lado, si se subía a un autobús e iba directamente a casa de Igor, parecería bastante razonable. Pues no sería la acción de una persona desesperada. Desde luego, no sería la de alguien con algo que esconder, ya que cabía esperar que Igor difundiera la noticia de la llegada de Sokolov a través de radio macuto. No, era una buena forma de decirles a aquellos a quienes Ivanov había traicionado: «Sobreviví, salí de China, no estoy huyendo, no tengo nada que ocultar, sabréis de mí en cuanto ponga los pies en tierra.»
Así que en cierto modo esto era una visita de trabajo. Sokolov todavía tenía suficientes dólares en el bolsillo para pagarse un motel y un billete de autobús. En realidad no necesitaba nada de Igor.
Era una visita social.
Y sin embargo Igor sentía que en el fondo no tenía sentido. Y por eso estaba tan preocupado. Tan receloso.
Al final, no obstante, consintió en dejarlo pasar. Y entonces se produjo un embarazoso intercambio de saludos. Vlad, Sokolov y él acabaron sentados alrededor de la mesa de la cocina, que estaba llena de periódicos en ruso, tazas llenas de café frío, y cuencos de cereales sucios. La gélida luz plateada, tan característica de esa parte del mundo, entraba a través de la ventana cubierta por la malla y hacía posible verlo todo sin iluminarlo realmente.
—Acabo de saltar de un carguero chino —dijo Sokolov. Pues si Igor solo podía recurrir a radio macuto, Sokolov quería que se supiera que ese motivo, y no otro, era la explicación de que hubiera pasado de incógnito dos semanas enteras—. Sin Internet, sin teléfono. Completamente fuera de circulación.
—¿Has hecho alguna llamada telefónica?
—No tengo teléfono. Ya te digo que he saltado literalmente del puto barco hace dos horas y he venido directamente hasta aquí.
—Entonces no te has enterado de nada en dos semanas.
—Casi tres. No es que pudiéramos comunicarnos mucho cuando estuvimos en Xiamen.
—Bueno, tienes que informar. Hay un montón de gente confusa. Jodida.
Sokolov hizo una mueca.
—Has tenido noticias de ellos, ¿no?
—Creí que era hombre muerto —dijo Igor, sin ningún rastro de humor. Sokolov miró a Vlad, esperando atraerlo a la conversación, pero Vlad, algo más joven que Igor (delgado, con el pelo largo y despeinado) había acercado su silla a un rincón de la cocina y estaba allí sentado con las manos metidas en los bolsillos de una gruesa chaqueta de cuero, amenazando implícitamente con dispararle a Sokolov con lo que fuera que tuviese en ese bolsillo. Vlad había sido un jugador menor en la toma del apartamento de Peter, pero estaba tan implicado como todos los demás. Sokolov sospechaba que consumía meta.
Un avión despegó de Sea-Tac, pasó directamente por encima de la casa, e hizo imposible conversar durante un rato.
—Bueno, a mí me parece que estás vivo —dijo Sokolov por fin.
Igor asintió.
—Hubo una investigación, supongo que podemos llamarla así. Cierta gente quiso saber dónde había ido Ivanov, qué había hecho. Eran muy recelosos. Intenté explicarles lo de Wallace. Lo del virus —Igor encogió sus enormes hombros, un gran movimiento rodante, como si un barril se cayera de un camión—. ¿Qué se yo de esas cosas? Les dije lo que había oído. El hacker de China. T’Rain. Zula. Intenté encontrarle sentido. Después de un rato, se calmaron.
—Ahí lo tienes —dijo Sokolov—. Eso esperaba. Que se lo explicaran todo. Hiciste bien.
Dijo esto último no tanto para Igor como para aquellos a quienes pudiera contar la historia más tarde.
Igor adquirió ahora una expresión expectante. En vez de esperar a que lo dijera, Sokolov se le adelantó:
—Yo me encargo a partir de ahora.
—Bien.
—Solo necesito llegar hasta ellos, ya sabes, sin meterme en líos con Inmigración, con la ley.
—Sí, naturalmente.
—Por eso he venido aquí. No seré un problema. Solo necesito darme una ducha. Comer algo. Descansar. Luego me pondré en camino.
—¿Necesitas dinero? —preguntó Igor, receloso.
—En realidad no.
Igor se relajó.
—Porque puedo prestarte algo si lo necesitas.
—Como decía, solo necesito descansar unos minutos. Contaré mi dinero y ya veré si acepto ese ofrecimiento.
—La ducha está por ahí —dijo Igor, señalando con los ojos.
El suelo de la casa era esponjoso e irregular: consumido desde abajo, supuso Sokolov, por una combinación de insectos y podredumbre. El marco de la puerta del cuarto de baño se había hundido en un paralelogramo, la débil puerta hueca seguía siendo un rectángulo: la cerró con el hombro y usó el cerrojo de gancho que habían añadido cuando la cerradura dejó de funcionar. Esto parecía ser el punto central del olor a moho que permeaba todo el bungaló. Sokolov abrió la ducha y luego corrió la cortina para que el agua no salpicara el suelo. Se sentó, completamente vestido, en la taza, que estaba situada detrás de la puerta, y sacó su Makarov y cargó una bala. Era improbable que Igor echara abajo la puerta de una patada y Vlad disparara a ciegas hacia la ducha. Pero tampoco podía descartarlo; y si sucedía, Sokolov se sentiría decepcionado consigo mismo si no hubiera estado preparado para ello.
Comprobó la hora y se puso cómodo durante quince minutos, durante los cuales pensó en Olivia y Zula, Csongor, Yuxia y Peter.
Como Zula era la única que había visto escapar del edificio había dado por hecho que Csongor y Peter estaban muertos y que Yuxia estaba bajo custodia de la Oficina de Seguridad Pública. Una lástima, pero no podía hacer nada al respecto.
Sobre la situación de Zula solo podía especular. Había echado un vistazo a algunos periódicos en la librería del centro donde había comprado el mapa. No había visto ninguna referencia a Abdalá Jones. Luego hizo lo mismo con algunas revistas semanales, donde esperaba ver algún artículo que resumiera los hechos sucedidos en el último par de semanas. Nada.
En algunos sitios había visto pósters con la cara de Zula, a veces sola, a veces con Peter. Estaban grapados a postes telefónicos y marquesinas de autobús, un poco amarillos ya y empezando a ser engullidos por anuncios de perros perdidos y servicios de limpiadoras.
Una búsqueda en Google le habría dicho mucho más. Pero había visto (o más bien no había visto) suficiente en los periódicos para sospechar que Jones estaba oculto en alguna parte y que Zula, si continuaba viva, estaba todavía con él.
En cuanto a Olivia, esperaba y confiaba en que hubiera encontrado el camino de vuelta a casa y fuera capaz de olvidarlo. Allá en Kinmen se sintió tranquilizado al ver una especie de recelo inteligente en su rostro. «No me puedo creer que me esté tirando a este tío.» Por otra parte, él se habría preocupado si ella le hubiera dirigido miraditas esperanzadas o adoradoras. Ahora que llevaban algún tiempo separados, la mente racional de Olivia debía de haberse hecho ya con el control de la parte de su cerebro que encontraba atractivo a un hombre como Sokolov y habría vuelto a encaminarla a un rumbo seguro y razonable.
Sokolov no se sentía completamente feliz al respecto. En otras circunstancias, tal vez, habría merecido la pena intentarlo. Lástima que fuera imposible. No tan triste como muchas otras cosas en este mundo.
Las paredes del bungaló eran finas, y bajo el siseo de la ducha pudo oír la voz de Igor como una especie de murmullo incomprensible, difícil de distinguir excepto cuando pronunciaba palabras claras como «Da, da!». Durante los intervalos en que Igor guardaba silencio, Sokolov no oía nada por parte de Vlad. Al parecer, Igor hablaba con alguien por teléfono. No era sorprendente, y, de hecho, Sokolov fingía estar dándose una ducha precisamente para darle a Igor una oportunidad para hacer su próximo movimiento: intentar matarlo, o bien llamar a la gente de su red y empezar a difundir la noticia.
Cerró la ducha, abrió el grifo, sacó de su mochila una cuchilla desechable y se afeitó usando un trozo de jabón que habían dejado en el borde del lavabo. Mantuvo la Makarov a mano. Pero si fueran a hacerlo, lo habrían hecho cuando pensaban que estaba en la ducha.
Mientras se afeitaba, oyó a Igor hacer otra llamada telefónica, esta en inglés. Igor parecía estar pidiendo una pizza a Domino’s.
No era la acción que cabía esperar de un hombre que estaba a punto de asesinar a su invitado, así que en cierto modo Sokolov se relajó un poco. No obstante, eso planteó nuevas preguntas. ¿Por qué mostraba ahora Igor hospitalidad? Cualquier hombre en su sano juicio querría a Sokolov fuera de su casa lo antes posible. ¿Le había ordenado alguien por teléfono que lo entretuviera? ¿Qué lo hiciera quedarse en la casa hasta que pudieran enviar a alguien a tratar con él?
De todas formas, se enjuagó la cara, se echó agua en la cabeza para que pareciera que se había duchado, reunió sus cosas, abrió la puerta y regresó al salón del bungaló. Vlad estaba jugando a un videojuego en un PC tuneado que estaba conectado a un gran monitor de pantalla plana. Igor lo miraba y hacía algún que otro comentario, pero desvió su atención para saludar a Sokolov.
—Por favor, ponte cómodo —dijo, inclinándose hacia delante como si pretendiera ponerse en pie. Tenía una cerveza en la mano—. ¿Te apetece una cerveza? Te traeré una.
—No, gracias, ahora no.
—He pedido pizza. Estará aquí en cuarenta minutos. Pensé que tendrías hambre.
—Gracias, me apetece mucho. Hace siglos que no como pizza.
Las palabras salieron de su boca de forma algo mecánica: su mente iba demasiado rápida para entablar una conversación auténtica.
—Tallarines y arroz durante dos semanas, ¿eh?
—¿Cómo dices?
—En el carguero… comida china solamente, me imagino.
Sokolov negó con la cabeza.
—La tripulación era filipina: comían otras cosas. Estaba bien. Pero no había pizza, eso es todo.
—¿Cómo demonios conseguiste subir a bordo? Por lo que he oído, los polis chinos debieron de volverse locos.
Sokolov se encogió de hombros.
—Es un puerto grande. Famoso por su contrabando. Siempre es posible encontrar un modo de salir de esos sitios.
—¿Pero estabas solo… y no hablas chino?
Bien, así que al menos una cosa quedaba clara, y era que la persona con la que Igor había hablado por teléfono le había pedido que le sonsacara más información de cómo había escapado de un tiroteo en un edificio que se derrumbaba en Xiamen para llegar a la casa de Igor en Tukwila, y que sondeara en busca de alguna inconsistencia en la historia… suponiendo que Igor tuviera la capacidad intelectual para esa empresa. Tal vez la maniobra para hacerlo perder tiempo con la pizza solo tenía por objetivo mantener a Sokolov en la casa el tiempo suficiente para que le hiciera esas preguntas. O tal vez un contingente de hombres iba en ese momento de camino para detener a Sokolov y someterlo a un interrogatorio más riguroso. En cualquier caso, no parecería bien que saliera corriendo de la casa, despreciando la pizza, como si anunciara que tenía algo que ocultar.
Naturalmente, había estado examinando el lugar en busca de salidas y había advertido que, para ser una estructura tan pequeña, era bastante difícil salir de allí. Parecía que había un montón de cosas robadas en el barrio, y estaba claro que Igor y Vlad no le hacían ascos a trapichear con artículos robados, y posiblemente también con drogas, así que se habían encargado de colocar barrotes y mallas en las ventanas. Las únicas salidas eran las puertas.
—Qué demonios —dijo Sokolov—. Creo que me tomaré una cerveza. Tranquilo, yo mismo la cojo.
Igor había vuelto a hundirse en las profundidades de su sofá de cuero negro y no era de los que se levantan de nuevo con rapidez. Sokolov volvió a la cocina y confirmó su recuerdo de que daba a una especie de porche trasero con una salida al patio. Se dirigió al porche y examinó la puerta, que era endeble y había sido reforzada con malla de acero y varios cerrojos extra. Los abrió todos y confirmó que ya podía abrir la puerta con un único gesto rápido.
Volvió luego al salón con la cerveza. Le preocupaba un poco que Igor recelara de la cantidad de tiempo que había tardado en coger la bebida, pero su anfitrión estaba profundamente absorto en el videojuego. Sokolov arrastró una silla para colocarla en un lugar donde pudiera mirar por la ventana delantera de la casa y controlar todo el callejón.
Luego siguieron cuarenta y cinco minutos de conversación aparente. De vez en cuando Igor le preguntaba algo sobre lo que había sucedido en Xiamen y Sokolov relataba una parte de la historia, pero tarde o temprano siempre volvían a contemplar el videojuego.
Un coche pequeño subió por la calle, pero era solo el repartidor de pizza.
—Traeré más cerveza —dijo Sokolov, y entró en la cocina. Encontró una gran olla en el mueble que había junto al horno, la metió en el fregadero y empezó a llenarla de agua caliente. Luego se dirigió al frigorífico y sacó más cervezas y las llevó al salón. Igor estaba de pie, abriendo los cerrojos de la puerta para dejar paso al pizzero. Sokolov dejó las cervezas sobre la mesita. Entonces volvió a la cocina y cogió la olla, que contenía ahora varios litros de agua caliente, y la colocó en la placa y puso la llama al máximo. Cuando el agua empezara a hervir, podría servir como arma o al menos como distracción.
Comieron pizza y bebieron cerveza. Vlad había detenido el videojuego. No jugaba en una consola, tipo Xbox, sino en un ordenador personal. Un PC fabricado específicamente para los jugadores varones jóvenes fetichistas de la tecnología, todo lleno de luces LED multicolores y formas complejas que recordaban el casco de una nave espacial alienígena. La primera vez que Sokolov lo vio, justo después de entrar en la casa hacía un par de horas, su mente reparó en él durante un momento, luego siguió adelante. Desde entonces, había algo al respecto que lo estaba reconcomiendo. Pero tenía otras cosas en las que pensar.
Ahora lo advirtió por fin. Recordó dónde había visto ese aparato antes.
Era el ordenador de Peter.
Igor y Vlad debían de haber vuelto a la casa de Peter en algún momento dado mientras Sokolov estaba embrollado en China y habían robado todo lo que se les había antojado.
Tuvo que ser muy poco después de que se fueran a Xiamen, porque en cuanto Peter y Zula fueron denunciados como desaparecidos, la policía habría acudido a la casa, la habría declarado escena de un crimen, y habría sido un sitio difícil donde llevar a cabo un robo.
Lo que significaba que la policía debía de haber ido allí después de que Igor y Vlad lo hubieran saqueado.
Lo que significaba que, en vez de encontrar la escena cuidadosamente limpia y libre de pruebas que Sokolov había preparado, habrían encontrado pruebas de dicho saqueo.
—¡Me estás poniendo nervioso con esa expresión que tienes! —se quejó Igor.
Sokolov alzó la cabeza y vio que Igor, en efecto, estaba un poco nervioso.
Sokolov se aclaró la garganta.
—Volvisteis a la casa y os llevasteis algunas cosas.
Sokolov no se habría sorprendido al ver a Igor dirigir una mirada nerviosa al bonito PC, que estaba colocado en el suelo tan cerca que podría haberle puesto la cerveza encima. Pero en cambio Igor miró el rincón de la habitación detrás de Sokolov. Con un supremo esfuerzo de voluntad, Sokolov resistió la tentación de volverse a mirar lo que fuera. Algo robado del apartamento, obviamente, que Igor consideraba más valioso o que en su imaginación era más importante que el ordenador.
¿Qué podía tener un hombre como Peter en su casa que pudiera ser interesante para Igor? Era fácil comprender la atracción del PC. A todos los hombres jóvenes les gustaban los videojuegos. ¿Qué más? Peter no consumía drogas.
Entonces recordó a Igor de pie en lo alto de las escaleras del apartamento de Peter, examinando una caja fuerte de armas. Asegurándole a Sokolov que estaba cerrada.
—No lo negaré —dijo Igor, con un encogimiento de hombros que realmente no era nada, y una risa nerviosa que decía lo contrario.
—¿Ivanov no te pagó lo suficiente?
—Nada es suficiente para un trabajo como ese. Mierda, creí que iba a ser seguridad. De guardaespaldas en el peor de los casos. Y luego se convirtió…
Sokolov asintió.
—Naturalmente, te comprendo. Me sorprendió tanto como a ti. Solo estoy preguntando. Es importante para mí conocer los hechos. Eso es todo. ¿Cuándo volvisteis a la casa?
—Dos días después, tal vez —contestó Igor, y miró a Vlad en busca de confirmación—. Lo vigilamos la noche antes. Nos aseguramos de que no hubiera polis, ni vigilancia. Encontramos un modo de entrar. Fue pan comido.
Otra mirada nerviosa al rincón.
—¿Cómo abristeis la caja fuerte? —preguntó Sokolov—. ¿Sin hacer ruido?
—Soplete de plasma —replicó Vlad. Igor le dirigió una mirada asesina, pero Vlad ni siquiera entendía que había caído en la trampa que Sokolov le había puesto.
—¿No te preocupó dañar el arma?
—La tenía en una funda de metal —dijo Vlad, y asintió hacia el mismo rincón. Esto le dio por fin a Sokolov la excusa para darse la vuelta y mirar. En lo alto de una estantería, a la altura de la cabeza, había una larga funda de aluminio bruñido, el tipo de artículo que un loco de las armas usaría para transportar un rifle especialmente valioso. Un extremo estaba manchado de motas y rayas de materia más oscura: metal fundido que se había vertido encima y solidificado.
Sokolov se volvió.
—¿El soplete no disparó las alarmas de incendio?
—Exploramos, las encontramos todas, y les quitamos las baterías —dijo Igor.
—Cuando recorristeis toda la casa buscando esas alarmas —continuó Sokolov—, tal vez encontrasteis algunas cámaras de seguridad.
—Dos —informó Igor—. Cortamos los cables, naturalmente.
Sokolov, que sabía que había tres cámaras, se contuvo hasta que la urgencia por gritar pasó.
—Naturalmente. Pero hasta el momento en que cortasteis esos cables, fuisteis visibles para las cámaras.
—Vlad es bueno con los ordenadores.
Vlad asintió, como para confirmar la validez de las palabras de Igor.
—Obviamente habíamos cortado Internet la primera vez que fuimos —dijo—, así que sabíamos que las cámaras no enviarían datos fuera del edificio.
—¿Y dentro?
—Vlad localizó los cables.
—Localicé los cables —confirmó Vlad—. Los seguí hasta el servidor de su taller. Ahí se almacenaban los archivos en vídeo de la cámara. Usamos el soplete de plasma para destruir por completo los discos duros de ese servidor.
—¿También localizasteis los canales hasta el router inalámbrico que estaba bajo las escaleras?
—Por supuesto —dijo Vlad.
—¿Sabíais que ese router tenía un disco duro propio? ¿Usado para almacenar copias en la red?
Silencio.
Vlad, el experto en informática, se estaba poniendo colorado. Igor lo advirtió y extendió una mano para tranquilizarlo.
—Han pasado, ¿cuánto?, dos semanas —dijo Igor—. No ha pasado nada. La policía no sabe nada de estas cosas. Nunca se les ocurrirá buscar esas pruebas.
Sokolov permaneció allí sentado, impasible, esperando a que Igor sumara dos y dos.
—Si lo hubieran descubierto, ¿por qué no han venido a arrestarnos? —preguntó Igor, casi como si fuera un ciudadano íntegro, escandalizado por la complacencia de la policía local.
—A menos que nos hayan sometido a vigilancia —dijo Vlad.
—¿Para qué molestarse si ya tienen pruebas?
—Sería una investigación importante —dijo Vlad—. No solo de robo, sino de secuestro, asesinato, otras cosas. Mierda de espionaje internacional. La gente como nosotros les importa un carajo. ¡Un par de ladrones! —bufó—. Nos pondrían bajo vigilancia y esperarían que tarde o temprano alguien más importante se pusiera en contacto con nosotros.
Cuatro ojos se volvieron hacia Sokolov.
Hubo una larga pausa. Igor se llevó las yemas de los dedos de ambas manos a las sienes, convirtiendo sus gruesas manazas en anteojeras, concentrando su visión en Sokolov.
—¡Puñetero gilipollas! —dijo Igor por fin—. ¿Por qué te he dejado entrar en mi casa?
—Estúpido mamón avaricioso —replicó Sokolov—. El dinero no era suficiente. Tuviste que volver. Robar un poco más.
—¡Eh, calmaos! —chilló Vlad—. Ni siquiera sabemos si la poli ha encontrado el vídeo.
—El tío de Zula es multimillonario, atontado —dijo Sokolov—. Tendrá investigadores propios. No hay nada que no puedan encontrar.
A Igor se le ocurrió algo.
—¡Mierda! —exclamó, y echó mano a su teléfono. La mano de Sokolov se dirigió a la Makarov que tenía en el bolsillo de la chaquetea, pero resistió la urgencia de sacar el arma… como hizo Vlad, que lo vigilaba atentamente.
Igor pulsó una sola tecla: una rellamada.
—Es mejor que no vengáis —anunció al teléfono. Entonces escuchó una andanada de insultos que lo obligó a apartarse el aparato de la oreja—. No, no es eso. Lo explicaré más tarde. Dad media vuelta. No vengáis.
—¿Invitaste a alguien más a tomar pizza? —preguntó Sokolov, después de que Igor cerrara su teléfono, acallando más insultos furiosos.
Igor se encogió de hombros.
—Lo siento, Sokolov, pero debo responder ante cierta gente, y cuando apareciste, tuve que anunciarles que estabas aquí.
—¿Y hay otras formas de joderme que yo no sepa todavía?
Las gruesas manazas se convirtieron en pistolas de carne y los índices apuntaron a los ojos de Sokolov.
—Nunca debería haber trabajado con vosotros. Ahora vendrán los polis, me condenarán. Me deportarán.
—Cumplir sentencia. Meterse en problemas. Todo muy normal para un hombre que irrumpe en la casa de otro y le roba el ordenador y el rifle. Si hubierais seguido mis órdenes…
—¿Por qué iba a seguir órdenes tuyas, cabronazo?
—Porque sé lo que hago.
—¿Entonces cómo acabaste en esta puta situación?
Era una pregunta justa, y dejó descolocado a Sokolov un momento.
En ese intervalo, Vlad advirtió algo.
—Ahí vienen —dijo.
Sokolov lo miró y vio que estaba mirando por la ventana delantera de la casa.
—¿Quiénes? —preguntó Igor.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa?
Por instinto, Sokolov se agazapó y se asomó por encima del alféizar de la ventana para poder ver todo el callejón. Un todoterreno oscuro, los faros encendidos, subía por la calle, avanzando despacio.
—¿Por qué los faros? —preguntó Vlad.
—¡Para cegarnos! —dijo Igor.
—Es un coche de alquiler —sugirió Sokolov—. Las luces se encienden automáticamente.
—¿Quién alquila un coche para una cosa como esta?
—La poli no —supuso Vlad—. Gente de fuera de la ciudad.
—¿Qué clase de gente?
—¿Detectives privados, tal vez? ¿Contratados por el tío multimillonario?
—¡Mierda! —dijo Igor, y corrió al rincón. Bajó el rifle del estante.
—¿Qué crees que vas a hacer con eso? —le preguntó Sokolov. Las dos opciones que se le ocurrían era esconderlo, para que no pudiera ser utilizado como prueba, o sacarlo y empezar a utilizarlo.
—No voy a volver a Rusia —dijo Igor. Como si eso contestara a la pregunta. Cosa que no hacía—. Tengo una ruta de escape por atrás.
—¡Gilipollas, estarán cubriendo la salida trasera! —señaló Vlad. Sin duda tenía razón—. ¡No podrás dar más de un par de pasos!
El todoterreno se detuvo, directamente delante de la casa, los faros brillando tanto, en este día nublado, que hacía imposible contar su número de ocupantes.
La puerta del conductor se abrió y un par de piernas enfundadas en vaqueros asomaron. El conductor salió de detrás de la puerta y la cerró de golpe. El pelo corto no hizo nada por ocultar el hecho de que era una mujer. Una mujer asiática. Se apartó más del resplandor de los faros del todoterreno.
Era Olivia. Y al parecer había venido aquí sola.
—¿Qué carajo? —gritó Vlad, alzando las manos. Habría estado preparado para un contingente de agentes federales armados. Pero no para esto.
Sokolov se volvió para mirar a Vlad y se llevó un dedo a los labios, haciéndolo callar. Miró hacia el techo con un gesto que cualquier ruso podría reconocer: «Recuerda, alguien nos está escuchando.» Vlad, con los ojos muy abiertos, pareció comprenderlo. Tras un instante de vacilación, asintió. «De acuerdo, me callaré.»
Los distrajo un chasquido mecánico al otro lado de la habitación. Sokolov se volvió para ver que Igor había sacado el rifle de la funda. Era una especie de variante del AR-15. El sonido lo había producido al descorrer el cerrojo, preparando el arma. Mientras Sokolov miraba, Igor cogió uno de los cartuchos que había sueltos dentro de la funda, lo insertó manualmente en la recámara, y golpeó el lado del arma, soltando el seguro y dejando que el cartucho entrara en posición de disparo.
Sokolov advirtió que tenía la Makarov en las manos, apuntando a Igor.
Olivia llamó al timbre.
—¡Agáchate! —gritó Sokolov en inglés. Sin saber si ella lo había oído, giró y disparó una bala a través de la puerta, por encima de la cabeza de Olivia. Eso debería darle una idea general.
—¡Mátalo! —gritó Igor, aparentemente a Vlad. Entonces alzó el rifle y apuntó a la puerta.
Vlad rebuscaba en su bolsillo. Pero estaba mal entrenado y tenía problemas para sacar el arma.
—Sal corriendo por la puerta de atrás —sugirió Sokolov—. Allí no hay nadie.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Vlad.
—Hazlo o te mataré, joder —dijo Sokolov, apuntándolo con su Makarov.
—¡Te dije que nos estaba tendiendo una trampa! ¡Hijo de puta! —gritó Igor, dejando caer el cañón del rifle y usando la mano libre para sacar un revólver del cinturón de sus pantalones.
Sokolov giró y le pegó dos tiros en la cintura, esperó que cayera al suelo, y disparó una vez más.
Vlad estaba en cuclillas en el suelo junto a su PC, con las manos encima de la cabeza, completamente aterrado. Un instinto animal implacable le dijo a Sokolov que simplemente ejecutara a ese tipo miserable que solo podía causarle problemas. Pero no fue capaz de hacerlo.
—Te sugiero que corras. Rápido.
—¿Por qué molestarme? ¿No dijiste que nos estaban vigilando?
—Lo hace alguien —dijo Sokolov. Había cruzado la habitación para coger el rifle. Soltó la pistola un momento, descorrió el cerrojo del rifle y expulsó la bala que Igor había cargado. Después, metió el rifle en su funda, que cerró de golpe. Lo llevó hasta la puerta, que abrió. Olivia ya no estaba allí. El todoterreno estaba en marcha, haciendo un giro de tres movimientos en el centro del callejón, preparándose para la huida.
Entonces se detuvo.
No sucedió nada durante unos instantes.
Entonces ella abrió la puerta de pasajeros.
Quitando la parte en que su sobrina era rehén y él mismo cautivo de unos yihadistas asesinos, aquellas eran las mejores vacaciones que Richard tenía desde hacía diez años. Las únicas vacaciones, en realidad. Nunca había comprendido el concepto, nunca las había tomado. Pero a veces hablaba con gente que las comprendía y las disfrutaba, y la historia que parecían contar tenía que ver con escaparte de las preocupaciones normales del día a día, apartar todas esas cosas de tu mente durante un tiempo, e ir a un sitio nuevo y vivir experiencias. Experiencias que de algún modo eran más puras y naturales y verdaderas (tal como los niños pequeños experimentaban las cosas), precisamente porque eran desconexiones, completamente alejadas del fluir de la vida corriente.
De lo cual Richard, normalmente, era incapaz. Al mirar hacia atrás, podía ver que la mayor parte de sus rupturas con las mujeres que vivían en su superego como Musas Furiosas habían tenido lugar en conjunción con intentos de ir de vacaciones. Nunca había ido de vacaciones a ningún sitio que no tuviera Internet de alta velocidad. Incluso el avión privado en el que viajaba a esos lugares de vacaciones tenía su propia conexión continua a la red. Esto probablemente lo calificaba como un caso de pronóstico, pero no le gustaba más que sentarse en una playa bajo una cabaña hecha con hojas de palmera en Bali, desnudo hasta la cintura, sorbiendo una bebida exótica en un coco, viendo las olas llegar desde el océano azul, mientras recorría T’Rain con el ordenador en el regazo, enviaba memorándums e informes de problemas a su personal técnico. No podía pensar en nada más relajante.
Excepto lo que estaba haciendo ahora. Si pudiera resolver las partes malas… Estaba pensando seriamente que, si sobrevivía a esto, bien podría lanzar una nueva aventura: un servicio de vacaciones para gente muy trabajadora y adinerada que funcionaría apareciendo en sus casas sin avisar y secuestrándolos.
Jones y compañía habían hecho un buen trabajo manteniendo la pretensión del excursionista herido hasta el momento en que Richard abrió la puerta, y luego cortaron instantáneamente la luz e Internet. Al parecer habían explorado la propiedad y encontrado el cobertizo con los controles junto a la presa, habían echado abajo la puerta y habían apostado allí un hombre con una cizalla. Ershut, probablemente. Richard había estado observando a los hombres de Jones, aprendiendo sus nombres y cualidades, y había identificado a Ershut como un Barney, un término de la serie original de Misión Imposible que solo tenía sentido para la gente de la edad de Richard, o a los modernos a los que les gustaba ver programas de televisión primigenios en YouTube. De cualquier forma, si alguna vez hubo un hombre que tuviera que ser apostado en un cobertizo con una cizalla, ese era Ershut. El otro, Jahandar, probablemente se había encaramado a un árbol para ver la escena desarrollarse a través de una mirilla telescópica. Pero cuando la puerta se abrió y los cables fueron cortados, Jahandar se cambió a otra posición más cercana al edificio, con una vista sobre la presa y la carretera a Elphinstone, mientras Jones y Ershut y Mitch Mitchell se sentían como en casa en el Schloss.
Mitch Mitchell era el nombre secreto y jamás pronunciado que Richard le había puesto al gringo que quería, de la peor de las maneras, ser conocido como Abdul-Ghaffar. Como no tenía ni idea de qué nombre habría podido poner en su certificado de nacimiento, Richard (que no podía tomarse en serio lo de Abdul-Ghaffar) había tenido que inventar uno que fuera con su cara y su personalidad.
—¿Cuánto tiempo le queda? —fue la primera pregunta que Richard le hizo a Mitch Mitchell cuando vio la cicatriz del melanoma.
—Inshalá, el suficiente para dar un golpe por la fe —le respondió. Richard apenas consiguió no poner los ojos en blanco, pero Mitch pareció detectar cierto atisbo de burla—. Pero depende —añadió—, de si ha ido al cerebro.
—Sin comentarios a eso —replicó Richard.
—Odio interrumpir justo cuando empiezan a conocerse —dijo Jones—. Pero tengo que enseñarle un MPEG, si no le importa.
—¿Ese MPEG va a responder a mis preguntas sobre Zula? —quiso saber Richard.
—Muchas de ellas, indudablemente —respondió Jones.
Hasta ese momento Richard había estado enzarzado en un duelo de miradas con Mitch Mitchell, que al parecer quería que creyera que el melanoma se le había subido al cerebro, y quizás eliminado alguna de sus inhibiciones de conducta; pero eso pareció lo bastante importante para que Richard se volviera a mirar a Jones. Había visto varias fotos suyas en Internet y en las páginas del Economist y seguía experimentando parte de esa desorientación que uno siente cuando se encuentra en presencia de una persona famosa.
—Bien, entonces retirémonos a la taberna, si no le importa estar en un sitio que sirve alcohol.
—Mientras no lo sirva ahora —dijo Jones.
—¿Bromea? Son las cinco de la mañana.
La broma cayó en saco roto. Richard los condujo a la taberna, donde T’Rain aparecía aún en la gran pantalla. Una multitud bastante grande se había reunido en torno a Egdod. Todos exhibían botductas menores como respirar, rascarse, y moverse de un pie a otro. Pero no sucedía nada. Eso era debido (como proclamaba un gran cartucho de diálogo superpuesto en la pantalla) a que Richard había perdido su conexión a Internet, y por eso nada de lo que veía ahí estaba pasando «de verdad» (significara eso lo que significara) en el mundo de T’Rain. Lanzó la combinación de teclas comando que ponía fin al juego y fue saludado por el habitual fondo de pantalla de Windows. Jones mientras tanto había introducido un pen drive en un puerto USB del ordenador. Apareció una carpeta. Richard la abrió y encontró un archivo: Zula.mpeg.
—Esto no irá a infectar mi ordenador con un virus, ¿no? —preguntó. Una vez más, fue difícil arrancar una risa a esos tipos.
Hizo doble clic en el icono. Windows Media Player se abrió y le mostró unas imágenes de mala calidad de su sobrina, sentada en una cama arrugada en una habitación oscura, leyendo el ejemplar del día anterior del Vancouver Sun.
—Intenté conseguir el Globe and Mail —dijo Jones con tono de disculpa—, pero se había agotado.
Así que eso era. Jones quería ser quien hiciera los chistes.
Richard se echó a llorar, y tuvieron que dejarlo solo durante un par de minutos.
—Por ahora, su ayuda para cruzar la frontera nos vendría bien —respondió Jones, cuando Richard recuperó la compostura y les preguntó qué querían.
Eso lo sorprendió un poco. Estaba acostumbrado a que la gente quisiera su dinero. Que pidieran sus servicios como contrabandista lo llenó de una especie de orgullo, y casi le hizo sentirse agradecido… como si Jones le hubiera hecho un favor mostrando respeto por ciertas cualidades ocultas de Richard a las que nadie más les daba ninguna importancia.
—Casi están allí —dijo Richard—. Sigan al sur. No tiene pérdida.
—Me han comentado —dijo Jones, con una fina sonrisa—, que es un poco más difícil de lo que dice, y que es usted especialmente bueno cruzando sin llamar una atención no deseada.
El servicial boy scout de Iowa que había en Richard le hizo querer dibujarle a Jones un mapa y proporcionarle instrucciones detalladas allí mismo. Pero no era eso lo que Jones quería. Los términos de la transacción no necesitaban más detalles, y probablemente Jones no quería decirlos en voz alta: había conservado al menos esa cualidad británica. Pero debía de tener a Zula controlada por alguien que la mataría si no cruzaban la frontera sanos y salvos.
Lo cual significaba que Richard iba a hacer una pequeña excursión. Acompañando a esos tipos, compartiendo su destino.
—Entonces será mejor que haga el equipaje —dijo.
—Tenemos bastantes cosas de las que va a necesitar —repuso Jones—. Pero si hay algún equipo concreto que necesite, ropas, medicamentos…
—¿Armas?
La fina sonrisa volvió a aparecer.
—Creo que eso lo tenemos perfectamente cubierto.
Cuando se la mostraron, allá en lo alto de la colina con una cadena al cuello, Richard volvió a echarse a llorar. Eran lágrimas de alegría. Un poco raro, sí. Pero saber era mucho mejor que dudar; y saber que ella estaba todavía viva era aún más dulce.
La caminata del primer día fue directa al sur siguiendo la vía férrea. Se fue haciendo cada vez más empinada, hasta que empezaron a dejar atrás los límites de lo que había sido capaz la tecnología ferroviaria del siglo XIX. El curso del Blue Fork quedaba delimitado, al sur y al este, por una cordillera montañosa vagamente similar a Cape Cod: un carnoso bíceps que se proyectaba hacia el este desde las Selkirk, y un antebrazo huesudo que se extendía de norte a sur, hasta mezclarse con las Purcell. Viajaban a lo largo del flanco de estas últimas, poniendo gradualmente cada vez más distancia vertical entre ellas y el Blue Fork. El sendero se extendía en pequeños tramos, abriéndose paso entre valles montañosos y saltando sobre afluentes, para luego rodear los riscos que separaban esos valles. A medida que se iban haciendo más escarpados, los constructores habían recurrido a construir puentes y a abrir con dinamita pequeños túneles, cosa que debió de ser enloquecedoramente dificultosa y cara para la época, pero que ahora proporcionaba distracciones divertidas a los ciclistas y esquiadores que usaban el sendero.
Al final quedaron atrapados en el hueco del codo, donde el progreso quedó detenido por el abultado bíceps que se extendía de este a oeste, a varios kilómetros al norte de la frontera, tan alto que sus laderas superiores no tenían ni vegetación: eran solo altas murallas de color de arena con nieve en las cimas. Se las podría confundir con dunas escarpadas. Richard, que había estado en todas ellas, las conocía como expuestas murallas de granito cuyas superficies externas habían pasado los últimos millones de años siendo lentamente congeladas y talladas por el clima ridículamente desagradable. Cada pequeña victoria de los elementos sobre las montañas era celebrada con un pequeño alud cuando un peñasco, del tamaño de una casa, un coche, una calabaza o una tetera, se desgajaba y caía pendiente abajo hasta que era detenido por los más antiguos. El resultado era un territorio de pendientes, todas más o menos con el mismo ángulo, que se alzaban hacia los altos acantilados casi verticales de donde caían las rocas. No crecía gran cosa entre aquel pedregal, así que no había sombra para el sol ni refugio para los elementos, y (quizás igual de importante para el bienestar psicológico de los senderistas) ninguna variedad que aliviara el tedio. Cruzarlo era una pesadilla, no solo porque fuera empinado, sino porque su irregularidad impedía captar ningún tipo de ritmo; de hecho, el término «caminar» ni siquiera podía aplicarse al estilo de locomoción que el lugar obligaba a adoptar a todo aquel que fuera lo bastante estúpido o desafortunado para encontrarse allí en medio.
Fue ahí arriba donde el barón finalmente había renunciado a su proyecto de ferrocarril. Solo había tendido la línea hasta el sur como farol, amenazando con extenderla hasta Idaho para acicatear a los canadienses a que emprendieran acciones más decisivas en torno a Elphinstone. Pero aquí llegó a un punto en que no podía continuar a menos que perforara un túnel de más de un kilómetro de largo a través de la cordillera. Para vender el farol, había hecho algunos avances, ensanchando un túnel minero ya existente durante un trecho, pero abandonó el proyecto en cuanto consiguió lo que realmente quería: una conexión mejor con el sistema nacional canadiense en Elphinstone.
El primer día de viaje, entonces, consistió en caminar hasta el lugar donde terminaba el sendero en la cabeza de aquel proyecto abortado de túnel. Jones podría haber hecho lo mismo sin ayuda de Richard, cuyo conocimiento especial del terreno entraría en juego al día siguiente.
Y por eso fue una caminata bastante fácil, y una especie de vacaciones: una oportunidad para dejar que su mente, libre de Internet, deambulara por donde quisiera. Pensaba principalmente en las reacciones que había tenido al descubrir que Zula seguía con vida. Pues durante los últimos días había intentado hacerse a la idea de que estaba muerta y comprender lo que eso significaba. Desde luego, no era ajeno a que muriese gente que conocía. Había llegado a la edad en que tenía que asistir a un par de funerales de conocidos de su quinta al año, e incluso tenía un traje especial y un par de zapatos para la ocasión. Pero todas las muertes eran tan diferentes como las personas que habían muerto. Cada muerte significaba que un grupo concreto de ideas y percepciones y reacciones había desaparecido del mundo, aparentemente para siempre, y le servía a Richard como recordatorio de que un día sus ideas y percepciones y reacciones desaparecerían también. Nunca era bueno. Pero parecía particularmente injusto en el caso de Zula. Si ahora estaba cambiando su muerte por la suya, bien, era mucho mejor en general, y un trato que, como Jones sabía perfectamente bien, estaba dispuesto a aceptar.
Pero la idea de que la muerte pudiera llegar pronto le trajo a la cabeza algo en lo que últimamente había estado reflexionando, en especial cuando miraba por las ventanillas de los aviones privados al paisaje que pasaba bajo él. Sus creencias religiosas estaban completamente indefinidas. Pero fuera a continuar su espíritu después de su cuerpo o fuera a morir con él, sentía la acuciante sensación de que, a su edad (y sobre todo en sus actuales circunstancias), debería estar volviéndose más espiritual. Porque desde luego estaba más cerca de morir que de nacer. Y en vez de eso cada vez se sentía más conectado con el mundo. Ni siquiera podía imaginar lo que significaría ser un ser íntegro y consciente sin el olor a cedro en la nariz. Ver el color rojo. Saborear el primer trago de una pinta de cerveza. Sentir el tacto de un par de vaqueros viejos mientras se los subía por los muslos. Contemplar a través de la ventanilla de un avión los bosques y los prados y las montañas. Sin todo eso, ¿cómo podías estar vivo, consciente, sentiente, de algún modo que mereciera la pena?
Era el tipo de reflexión que un día cualquiera habría interrumpido la llegada de un e-mail o un mensaje de texto, pero mientras recorría el valle del Blue Fork a la cabeza de una columna de sudorosos y refunfuñones yihadistas, ninguno de los cuales quería hablarle especialmente, tuvo tiempo de sobra para considerarlo. Pero sí que intentó disfrutar del olor de los cedros y el azul del cielo mientras aún tenía el equipo para hacerlo.
Olivia continuó sin detenerse hasta una incorporación a la autopista. Se dirigieron al norte atravesando una despoblada zona industrial que llegaba al extrarradio sur de Seattle. Allí se internaron en la I-5, la carretera principal de norte a sur, que siguieron hasta llegar a la ciudad. Media hora más tarde, después de dejar atrás otro cinturón industrial y entrar en otra población más pequeña, ella puso el intermitente y salió a una vía secundaria que se desviaba al este y se abría paso en línea recta a través de una interminable serie de marismas. Una cordillera montañosa brotó de las llanuras directamente ante ellos. Cuando llegaron a terreno más elevado y más seco, la carretera giró al sur y empezó a serpentear de un lado a otro, como si la asustara la colosal barrera tendida en su camino, pero después de un rato desembocó en un amplio valle, salpicado de pequeñas comunidades. El valle se hizo más estrecho, el aire más frío, las poblaciones más pequeñas, los árboles más altos, y entonces quedó claro que subían hacia un paso en las montañas.
Ambos se relajaron. No había ningún motivo concreto para hacerlo. No había ningún motivo, en el mundo actual, para estar más a salvo, más anónimos en una carretera que serpenteaba entre las montañas que en cualquier vía en el corazón de una ciudad importante. Pero algún atavismo en sus cerebros les decía que habían efectuado algún tipo de huida. Que habían escapado con algo.
—No me gustan tus amigos —dijo Olivia. Era lo primero que alguno de los dos decía desde que Sokolov subió al todoterreno delante de la casa de Igor.
Sokolov ignoró el comentario.
—¿Cómo sabías dónde estaba?
—Ya que estamos haciendo preguntas nerviosas, tengo una: ¿Dijiste tú, o alguno de los que había en esa casa, algo en voz alta cuando aparecí. Como «La leche, esa parece Olivia, la agente del MI6?».
—Por supuesto que no dije nada.
—Por supuesto que no. ¿Pero y los otros? ¿Algo en la línea de «Quién es esa chavala china del todoterreno negro»?
—Nada. Hice este gesto —le aseguró Sokolov, mostrándole el movimiento del dedo en los labios y la mirada hacia arriba.
—Bueno, eso podría ayudar. Un poco.
—Repito: ¿cómo sabías dónde estaba?
—Esta mañana estaba en el aeropuerto de Vancouver, camino de Prince George para ir a buscar a Abdalá Jones, cuando me enteré de que la casa de tu amigo estaba siendo vigilada.
—Porque el estúpido idiota fue al apartamento de Peter y lo captaron las cámaras de vídeo.
—Exactamente. Y luego me enteré de que alguien llamado Sokolov acababa de hacer una visita sorpresa.
—Ah.
—Sí. Me sentí un poco responsable.
Él volvió la cabeza para mirarla. Ella continuó mirando la carretera.
—¿Cómo de responsable? —preguntó.
—Los archivos de vídeo estaban encriptados, ¿sabes? Nadie podía abrirlos. Pero gracias a algunas cosas que hice esta mañana, se encontró la clave para desencriptarlos.
—¿Se encontró dónde?
—En la cartera de Peter.
—¿Peter está muerto?
—Sí, está muerto. Resulta que Ivanov se lo cargó en Xiamen. Luego Jones se cargó a Ivanov y escapó con Zula.
—¿Entonces dónde está la cartera de Peter?
—Csongor se la llevó a Manila.
—¿Csongor está en Manila?
—Hace unas cuantas horas, sí, estaba allí. Junto con Yuxia y Marlon.
—¿Quién es Marlon?
—El hacker que creó el virus.
Un momento de silencio entonces, mientras Sokolov intentaba asumir todo esto.
—Pues bien —continuó Olivia, cuando el lenguaje corporal de Sokolov sugirió que estaba dispuesto a seguir escuchando—, conseguí que todos hablaran entre sí. Dodge suministró el archivo de vídeo…
—¿Dodge?
—Richard Forthrast.
—El tío rico de Zula.
—No te había etiquetado como fan de T’Rain.
—Leí sobre ella en periódicos y revistas esta mañana en la librería. No me sorprende que un hombre de este tipo haya conseguido un archivo de vídeo. Bien. Él suministró el archivo, Csongor suministró la clave…
—Y entonces montones de polis y espías vieron el vídeo de Igor robando eso —Olivia hizo un pequeño gesto con la cabeza, indicando la funda del rifle que iba en el asiento trasero—. ¿Por qué lo has traído, por cierto?
—Para cazar alces. Haremos una barbacoa.
—Me encantaría celebrar una barbacoa de alce contigo. Pero deberíamos decidir cuál será nuestro próximo movimiento.
—¿«Nuestro»? ¿Estamos juntos? ¿Somos socios? —El tono de Sokolov era agrio y escéptico.
—Eso es lo que tenemos que decidir.
Sonó el teléfono de Olivia. Ella lo atendió y pasó un par de minutos escuchando a alguien al otro lado.
—Muy bien —dijo por fin—. Me pondré en contacto cuando esté al norte de la frontera.
Colgó y le entregó el aparato a Sokolov.
—¿Quieres destruirlo por mí?
—Con mucho gusto.
Sokolov empezó buscando cómo sacar la batería. Por si tenía alguna fuente residual de energía, lo puso sobre el salpicadero, sacó la Makarov, comprobó que tenía puesto el seguro, y alzó la culata para usarla como martillo.
—Espera —dijo ella—. Tengo que enviar un último mensaje.
Sokolov dejó la Makarov en el suelo entre sus pies y volvió a meter la batería en su sitio.
Olivia conducía por una zona montañosa especialmente llena de curvas, así que le fue hablando a Sokolov mientras este encendía el teléfono y navegaba por sus menús.
—En «llamadas recientes», deberías ver una, esta mañana temprano, a alguien llamado Seamus.
—Sí, lo tengo —dijo él tras unos instantes.
—Si fueras tan amable de enviar un texto a ese número. «Reventado y a oscuras.» Algo así.
Sokolov la miró incrédulo.
—Exactamente así —se corrigió ella.
Sokolov pasó unos instantes tecleando y enviando el mensaje. Luego volvió a sacar la batería, puso el aparato en el salpicadero, y cogió la Makarov. Miró a Olivia.
—Adelante.
La culata de la Makarov se estampó contra la negra carcasa de plástico, produciendo un bonito ruido de rotura. Sokolov golpeó unas cuantas veces más y luego empezó a rebuscar entre la basura restante, buscando algo que pudiera seguir vivo.
—¿Alguien enfadado contigo?
—Mi jefe en Londres —dijo Olivia, un poco tensa—. La gente está hablando.
—¿Te vieron en casa de Igor?
—No. Pero mi presencia en Estados Unidos es un secreto a voces. He estado colaborando con el FBI local en la búsqueda de Zula y Jones. Saben el nombre que estoy utilizando: el nombre de mi pasaporte. Esta mañana, después de enterarme de que habías aparecido en casa de Igor, me fui directamente al aeropuerto y cogí el primer avión para Seattle. Es un vuelo de cincuenta y cinco minutos. Llegué en un santiamén. Salí del aeropuerto, alquilé un coche, y fui a casa de Igor.
—¿Cómo sabías la dirección?
—Accedí al PDF con la orden judicial para autorizar la vigilancia —indicó el destrozo del teléfono, que Sokolov recogía ahora primorosamente en una bolsa de basura—. Como sabes, la casa de Igor está a menos de un kilómetro del aeropuerto. El tiempo que tardé desde que me enteré de la noticia en Vancouver y aparecí en el porche delantero de la casa de Igor, menos de dos horas.
—¿Por qué?
Ella lo miró.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Reventar la operación del FBI fue una locura.
—Se lo habrían llevado todo. Todo lo que pasó en ese apartamento (el secuestro, el asesinato), habría salido a la luz y te habrías pasado el resto de la vida en prisión.
—Tal vez sucederá de todas formas —dijo Sokolov, pensando en Vlad, retorciéndose en el suelo.
—Tú y yo teníamos un trato —dijo Olivia—, allá en China. Y era que, a cambio de tu ayuda para ayudarnos a localizar a Abdalá Jones, mi jefe te sacaría de problemas. Algo salió mal. No sé qué.
Sokolov se encogió de hombros.
—La OSP se infiltró en la red del tal George Chow.
—Sigo queriendo cumplir el espíritu general de ese acuerdo —dijo Olivia—. Y será ventaja nuestra (ventaja del MI6) impedir que te lleven ante los tribunales americanos para que haya un juicio sensacionalista. Porque entonces saldrían a la luz un montón de cosas más.
—Cosas de China.
—Cosas de China. Con repercusiones para las relaciones internacionales para China, Estados Unidos, el Reino Unido… Así que había que sacarte de esa casa.
—Actuaste bien —reconoció Sokolov—. Temía…
Entonces se calló.
Un poco demasiado tarde.
—Temías que fuera una acosadora loca enferma de amor.
—Sí.
Olivia suspiró.
—Si tuviera tiempo para esas distracciones…
—¿Estás metida en un buen lío? —preguntó Sokolov, sacudiendo la bolsa con los restos del teléfono.
—Dejé suficientes pruebas circunstanciales (volar a Seattle, alquilar el coche) para que tarde o temprano el FBI se dé cuenta de que fui a casa de Igor y reventé la operación. Ya han empezado a hacer preguntas difíciles a mis jefes del MI6.
—¿Qué es lo mejor que puedes hacer entonces?
—Voy a ser un molesto grano en el culo haga lo que haga —dijo Olivia—, pero todo sería mucho mejor si estuviera en Canadá. Eso me pondría fuera de la jurisdicción del FBI, y en un país con relaciones de Commonwealth con el Reino Unido… allí será más fácil suavizar las cosas y hacerme llegar a casa de manera discreta.
—¡A Canadá entonces! —dijo Sokolov—. Canadá también es mejor para mí: tengo un visado de trabajo. Conexiones de negocios.
—Tendremos que cruzar la frontera ilegalmente.
—¿Sabes por dónde?
—No sé un sitio exactamente. Pero conozco a una familia que nos puede hacer cruzar.
—¿Contrabandistas?
—No es tanto que sean contrabandistas —dijo Olivia—, como que niegan la validez de las fronteras.
«Reventado y a oscuras.»
Seamus tenía que reconocérselo a la chica. Estaba llegando al punto en que no podía empezar el día sin un dramático mensaje de texto matutino o una llamada telefónica de Olivia. Si continuaba trabajando con ella, iba a tener que empezar a acostarse más temprano y quizás incluso sobrio.
Habían llegado a Manila a medianoche y se habían alojado en un hotel que estaba justo enfrente de la embajada norteamericana, que era donde Seamus pretendía ir a la mañana siguiente, en cuanto la sección de visados abriera las puertas. Así que ese críptico mensaje servía como conveniente llamada para despertarlo.
Había entregado su tarjeta de crédito y reservado una suite, empleando credenciales falsas que le habían suministrado para cuando necesitara viajar sin revelar su verdadero nombre. Le había cedido la cama, que estaba en su propia habitación separada, a Yuxia. Seamus dormía en el suelo cerca de la entrada de la suite con una pistola bajo la almohada. Marlon y Csongor se habían jugado el sofá a cara o cruz, y Marlon había ganado, así que Csongor se había quedado con un rincón en el suelo.
Seamus no tenía ni idea de qué nivel de precauciones era adecuado aquí. Al parecer esos tres habían dejado a la mitad de la población superviviente de China seriamente enfadada con ellos, además de hacerse enemigos mortales de una figura del crimen ruso organizado caída en desgracia. En su tiempo libre habían robado dinero a millones de jugadores de T’Rain, creado enormes problemas a una gran corporación multinacional que era dueña del juego, y, finalmente, como calentamiento, habían montado un ataque frontal a al-Qaeda. Si sus coordenadas fueran conocidas, no habría habido medidas de seguridad que pudieran protegerlos. Seamus llevaba un arma adecuada y todo, pero no sería muy útil si China decidía invadir Filipinas, o si uno de los sicarios de Abdalá Jones decidiera estampar un 767 cargado de combustible contra el tejado del Best Western. Había decidido seguir adelante basándose en la suposición de que nadie sabía dónde demonios estaban, y meterlos a toda prisa en la embajada a primera hora de la mañana. Allí tal vez pudieran resolver algo.
Había charlado con Csongor antes de acostarse: una pequeña conversación de hombre a hombre en el pasillo, mientras Marlon y Yuxia se turnaban para utilizar el cuarto de baño. El tema de la conversación fueron las armas. Los instintos de Seamus le decían que confiscara la pistola de Csongor, ya que podía causar más mal que bien. Pero el húngaro llevaba ya con la pistola un par de semanas y la había empleado ya con furia en dos ocasiones, y por eso no parecía la mejor idea, desde un punto de vista de relaciones interpersonales, exigir que se la entregara. Y, solo por cuestión de principios, Seamus no podía privar a un hombre del arma que había usado para pegarle un tiro en la cabeza a Abdalá Jones. Seamus había pasado ya el tiempo suficiente con Csongor para hacerse una idea de cómo era, y confiaba que se comportara de manera cuerda y discreta. Su única preocupación era que algún percance en la noche los despertara y que Csongor, desorientado, se asustara, sacara el arma e hiciera alguna cagada.
Así que hablaron de eso. Como el pasillo estaba vacío, Seamus se echó atrás, manteniendo las manos a la vista, y le pidió a Csongor que sacara la pistola y demostrara que sabía comprobar el cargador, ponerle el seguro, cargar y descargar. Csongor hizo todas esas cosas sin alboroto ni vacilación. Seamus lo felicitó por su habilidad, cuidando de no parecer condescendiente ni obsequioso, ya que Csongor no era ningún niño mimado americano que necesitara feedback positivo todo el tiempo.
—Voy a dejar una luz encendida. Tenue. Para que podamos vernos unos a otros si nos despertamos en mitad de la noche. Para que no haya errores. Ni disparos a formas vagas. ¿Entendido?
—Claro.
—Me alegra que lo hayamos zanjado —dijo Seamus. Como el cuarto de baño seguía ocupado, preguntó—: ¿Cuáles son tus planes?
Csongor parecía enormemente cansado.
—¿Conoces a Don Quijote? —preguntó por fin, después de pensar tanto tiempo que Seamus pensó que se había dormido de pie.
—No personalmente, pero…
—Por supuesto, pero conoces la idea.
—Sí. Cargar contra los molinos de viento. Dulcinea —Seamus no había leído el libro, pero había visto el musical y recordaba la canción.
—Yo tengo un molino de viento. Una dulcinea.
—No jodas, ¿de verdad?
—De verdad.
—¿Quién es ella, grandullón? Yuxia no.
Csongor negó con la cabeza.
—No, Yuxia no.
—Eso está bien, porque me gusta Yuxia.
—Me he dado cuenta.
—¿Quién es ella?
Lo dijo en parte por entablar una conversación amistosa con Csongor, pero también por interés profesional; antes de pasar mucho tiempo deambulando por lugares extraños con este hombre-tanque húngaro armado, a Seamus le parecía importante comprender qué le hacía actuar… qué le motivaba, por ejemplo, para recorrer China liándose a tiros con peligrosos terroristas internacionales.
—Zula Forthrast.
—Guau —Seamus lo consideró—. Has escogido a una difícil. Déjame ver. Vive en un país al que te es difícil llegar. Es sobrina de un tipo que está forrado. Es rehén, en algún lugar del mundo del que solo podemos hacer conjeturas, de un terrorista peligrosísimo que te odia por pegarle un tiro a la cabeza.
Csongor se encogió de hombros, como claudicando.
—Como decía. Molino de viento.
Seamus le dio una palmada amistosa en el hombro.
—Me gusta la gente que se enfrenta a los molinos de viento —dijo.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Csongor.
—¿De dónde la ha llevado Jones?
—Sí.
Seamus le dio entonces una breve explicación de las teorías que habían investigado hasta entonces: la obvia ruta al sur hacia Filipinas, que había sido explotada; el Gambito Norteamericano, que todavía estaba siendo investigado; y el nuevo concepto GANA de Olivia, que (Seamus estaba bastante seguro) ella estaría comprobando en ese mismo momento, en Prince George, Columbia Británica. Nada de eso le pareció a Csongor completamente satisfactorio. Pero le había reconfortado saber que había gente trabajando en ello y discutiéndolo en sitios como Londres y Langley.
—¿Cómo puedo llegar allí? —preguntó Csongor.
—¿Te refieres al noroeste de Estados Unidos?
—Sí.
Extrañamente, era la primera vez que discutían lo que iban a hacer. Estaba claro que necesitaban llegar a Manila, y por eso lo habían hecho sin pensar en lo que sucedería a continuación. Seamus tenía la vaga idea de introducir a los tres vagabundos en Estados Unidos, y los había traído a ese sitio cercano a la embajada. Pero no se había puesto a hablar con ellos al respecto todavía.
—¿Tienes tu pasaporte? —le preguntó Seamus.
—Increíble, pero sí.
—Hungría es un país con exención de visado, ¿verdad?
—Así es.
—Entonces tienes que llenar el formulario online, tirar el arma, y estás dentro. No hay problema. En cuanto a nuestros amigos chinos… eso va a ser interesante.
—¿Ayudará que Marlon tenga dos millones de dólares?
—No hace daño.
Eran las cinco de la puñetera mañana y él estaba completamente despierto, rodeado de gente que dormía tan profundamente como podían hacerlo los seres humanos sin haber sido anestesiados. Y Olivia (que se suponía que estaba persiguiendo su loca teoría GANA en Canadá) había hecho el anuncio de que había sido descubierta y pasaba a la clandestinidad.
¿Cómo podías reventar tu tapadera en Canadá? ¿Por qué molestarse siquiera en ir allí? ¿Cómo lo explicabas?
No es que Seamus, en general, tuviera ningún problema serio con el Gran Norte Blanco. Pero ser agente del MI6 en ese país podía ser lo más parecido a un viaje rutinario que podías encontrar en el mundo del espionaje.
Encendió el portátil, encontró una red wi-fi, preparó una conexión encriptada, y se puso en contacto con Stan, un colega y antiguo camarada de la zona de Washington D.C. Era la hora de cierre, y sábado para remate, pero Stan solía tener un horario irregular. Seamus le preguntó si no sería demasiado desafío a sus habilidades intelectuales localizar el origen de cierto mensaje instantáneo, y comentó si Stan no sería demasiado cobardica para hacerlo de manera discreta, sin poner en marcha a toda la red antiterrorista.
Luego se dio una ducha. Cuando volvió, tenía un mensaje de Stan, preguntándole qué tenía todo esto que ver con el oficio de Seamus, a saber, comer serpientes y molestar a marimachos en el sur de Filipinas. El mensaje continuaba diciendo que, como resultado de las preguntas de Stan, el estatus de alerta terrorista del Departamento de Seguridad nacional había sido elevado a Roja, y POTUS[09] había sido evacuado a unas instalaciones seguras en Nebraska. Resueltos esos preliminares, Stan informó de que el mensaje había sido enviado a través de una torre de comunicaciones cerca de la cumbre de Stevens Pass, al noreste de Seattle, dentro de las fronteras de Estados Unidos. A juzgar por los registros de la torre, el teléfono en cuestión se dirigía hacia el este en ese momento. No se sabía nada más, ya que el aparato no había asomado en la red desde que se envió el mensaje. ¿Algo más?
Bueno, sí, respondió Seamus, si no interrumpía el ocupado calendario de Stan para ver vídeos de pornografía bondage gay en la conexión de alta velocidad proporcionada por los contribuyentes, le gustaría mucho saber si cierta joven había comprado billetes de avión o alquilado algún coche últimamente en Washington o Columbia Británica.
Unos minutos más tarde llegó un mensaje asegurando que la bailarina erótica en cuestión había dejado en efecto un rastro electrónico de un kilómetro de ancho y que Seamus tal vez podría usar los siguientes datos para localizarla y recuperar su riñón robado: había volado de Vancouver a Seattle aquella misma mañana y alquilado un Chevy Trailblazer azul oscuro.
Seamus le envió a Stan una amable nota recordándole que se subiera la bragueta al terminar y prometió invitarlo a una copa la próxima vez que fuera de visita a Zamboanga, suponiendo que Stan tuviera la fortaleza testicular de acercarse a mil kilómetros de semejante lugar.
Entonces buscó en Google un mapa de Stevens Pass. Estaba en una carretera secundaria, una vía de dos carriles que Google ni siquiera se molestó en dibujar en el mapa cuando hizo retroceder la imagen un par de veces. Seattle y luego Vancouver aparecieron a la vista en un par de clics sucesivos, y luego Spokane, más al este, cerca de la frontera con Idaho.
¿Por qué había alquilado un todoterreno grande? ¿Era el único que quedaba? ¿O esperaba hacer un viaje por carretera?
Algo que Csongor había dicho antes le reconcomía. Había estado horadando su cerebro durante las escasas cuatro horas que había conseguido dormir: «¿Ayudará que Marlon tenga dos millones de dólares?»
La respuesta burlona (siempre lo primero que a Seamus le venía a la cabeza) era: «Bueno, sí, con ese dinero podríamos contratar un avión privado y salir de aquí directamente.»
Lo cual le hizo pensar en rutas de vuelo y formalidades fronterizas.
Era una idea estúpida, de la que solo merecía la pena hablar como experimento, pero… ¿y si hicieran exactamente eso? ¿Contratar un avión privado y volar al noroeste del Pacífico?
Entonces aún tendrían el pequeño problema de que Marlon y Yuxia carecían de visado.
Lo cual sería un problema si aterrizaban en Sea-Tac o Boeing Field o cualquier otro aeropuerto internacional con barreras internacionales.
¿Por qué no aterrizar en medio de ninguna parte? ¿Y así evitar todas esas barreras?
Respuesta: los advertirían por radar. En teoría. ¿Pero y si hicieran algún truco para evitarlo? ¿Qué iba a impedírselo, en realidad? Aparte del hecho de que el piloto se negaría a hacerlo porque no querría que lo pillaran y lo metieran en la cárcel.
Así que era solo un idea experimental descabellada. Pero una idea experimental con un efecto secundario: lo obligaba a pensar exactamente los mismos pensamientos que Abdalá Jones había estado pensando hacía dos semanas. Jones debía de haber consultado el mismo mapa en Google, estudiado las cordilleras, alejado y acercado la imagen en los prometedores sitios donde se podía cruzar la frontera.
Ahora, por algún motivo, estaba completamente convencido de la teoría de Olivia. Jones tenía que haber volado a Norteamérica. Era factible.
Y tenía que haberse detenido por algún motivo y aterrizado en Canadá. En realidad no importaba por qué, exactamente. Pero si hubiera aterrizado en Estados Unidos, ya habría hecho algo. El hecho de que hubiera guardado silencio tanto tiempo sugería que se había dirigido hacia la frontera canadiense, buscando una forma discreta de cruzarla.
¿Cómo lo habría hecho, exactamente?
—¿Qué estás mirando? —preguntó una voz tras él. Csongor, acostado pero despierto, mirando aturdido el portátil de Seamus.
—Tengo un molino de viento propio —dijo Seamus.
—¿Jones?
—Sí. Y creo que está en algún lugar de este mapa.
Estaba mirando los ciento cincuenta kilómetros inferiores de Columbia Británica, la mayor parte del estado de Washington, y la franja de Idaho.
—Y te apuesto a que tu Dulcinea está con él. Dulce soberana de tu corazón cautivo.
—¿A qué esperamos? —preguntó Csongor.
—A que abra la embajada. Y…
—¿Y qué?
Seamus se agarró los pelos con ambas manos y tiró.
—Y una puñetera pista de por dónde quiere exactamente cruzar la frontera. Mierda, en cuanto se deja atrás el extrarradio de Vancouver es todo territorio salvaje hasta el puto Sault Ste. Marie.
Y fue entonces cuando se le ocurrió. Tal vez porque era listo. Tal vez porque era afortunado. Tal vez porque, en la pequeña barra de herramientas situada a pie de su pantalla, una pequeña etiqueta que decía «T’Rain» parpadeaba, intentando llamar su atención.
Hizo clic en el cuadro. La ventana se expandió para revelar que Thorakks estaba siendo atacado. Se hallaba en mitad de un desierto en alguna parte, caminando junto a una gran multitud de personajes que estaban siguiendo a Egdod. Una horda de arqueros a caballo atacaba a esa multitud.
—¿Vas a ponerte a jugar a videojuegos ahora? —preguntó Csongor, incrédulo.
—Dame un minuto para darles la del pulpo a estos tipos y entonces responderé a tu pregunta —dijo Seamus. Entró en acción, sacó a Thorakks de su robótico estupor, agarró un escudo y lanzó un hechizo protector. Abatió con un rayo a un arquero a caballo y a otro con un golpe de su espada.
Pero Thorakks no era el objetivo. Era Egdod.
Se disponían a atacar a Egdod. No podían tener ninguna esperanza de hacerle daño a un personaje de semejante poder, naturalmente. Pero podían obtener la fantástica distinción de haber lanzado un golpe contra el personaje más antiguo y poderoso de todo T’Rain.
Egdod no hacía nada. No intentaba ningún movimiento para defenderse. Seguía todavía su botducta: intentaba regresar caminando a su ZH, a miles de kilómetros de distancia.
—¿Dónde estás? —preguntó Marlon. Lo habían despertado los sonidos del combate.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —respondió Seamus—. Cuando dejamos aquel lugar me quedé conectado y le dije a Thorakks que siguiera a Egdod. Así que estamos donde quiera que haya ido Egdod. ¿Cuánto tiempo hace que salimos?
—Unas doce horas —dijo Csongor.
—Bien. Richard Forthrast se levanta hace doce horas para atender al timbre y no regresa. No sale del programa adecuadamente. Egdod continúa con su botducta. ¿Qué te dice eso?
Csongor se encogió de hombros.
—Nada.
—Está durmiendo —sugirió Marlon—. Estuvo despierto un día entero.
—Maldición —dijo Seamus—. Temía que uno de vosotros me diera una explicación razonable.
—¿Tienes una explicación que no lo sea? —preguntó Yuxia, que había salido de su dormitorio privado con aspecto dulce y adormilado y había oído la última parte de la conversación.
—Sí —dijo Seamus, tras una breve pausa para admirar a Yuxia. Minimizó la pantalla de T’Rain, recuperó su mapa de Google, y amplió una zona de la frontera entre la franja de Idaho y una ciudad llamada Elphinstone—. Abdalá Jones está cruzando la frontera por aquí, ahora. Y Richard Forthrast le está ayudando a hacerlo.
Cuando salieron del paso y llegaron a zonas más pobladas en los valles fluviales del lado seco de las Cataratas, Olivia empezó a sentirse oprimida por la sensación de que eran absurdamente sospechosos al viajar juntos en este coche alquilado.
No tenía ni la menor idea de lo que podían estar pensando la policía y el FBI. Pero parecía aconsejable asumir lo peor y empezar a creer que Sokolov y ella estaban en un país hostil, su cobertura reventada, perseguidos por la policía. En ese caso, hacer lo que estaban haciendo era la forma de proceder más estúpida posible, y era un milagro que no hubieran sido detenidos y esposados ya.
Podían abandonar fácilmente este coche y encontrar otro modo de continuar hacia el este. Pero el simple hecho de que «una mujer asiática de pelo corto viajara con un hombre esbelto y rubio de pelo rapado» era suficiente para hacerlos sospechosos, si un boletín llegaba a todos los policías locales y coches patrulla.
—Tenemos que separarnos —dijo ella.
—De acuerdo.
—Al menos por ahora —añadió, porque un ridículo instinto le decía que su primera frase había sonado un poco áspera y no quería herir los sentimientos de Sokolov. Lo miró. No parecía herido.
—El lugar al que vamos está en las inmediaciones de Vado de Bourne, Idaho —dijo.
—Vado de Bourne, Idaho —repitió él.
—No puedo darte un emplazamiento específico. No he estado allí nunca.
Se habían quedado detenidos en un atasco de tráfico detrás de un camión que decía WALMART.
—Busca el Walmart más cercano —sugirió ella—. Tiene que haber uno a unos cuarenta kilómetros. Me reuniré contigo en el departamento de artículos de deportes entre las doce y las doce y media. Iré todos los días hasta que aparezcas.
Sokolov cogió la larga funda del rifle del asiento trasero y la colocó sobre su regazo. La abrió para sacar el arma. Tirando de dos pernos pudo desmontarla en dos piezas, ninguna de las cuales tenía más de un palmo y medio de largo, y al desmontar la culata pudo hacerla aún más corta. Metió las dos piezas en su mochila (una nueva compra en la tienda de Eddie Bauer en Seattle) y luego metió también otras cosas sueltas que había en la funda: unos cuantos cartuchos, dos cargadores vacíos, algunos útiles de limpieza.
—¿De verdad crees que vas a necesitar eso?
—Es una cuestión de responsabilidad —dijo Sokolov—. No puedo dejarlo en un coche abandonado. Además, son pruebas también: tiene las huellas de Igor —corrió la cremallera y la miró—. Bájate en una parada de autobús, yo liquidaré el coche.
—¿Qué vas a hacer con él?
—En el bosque, allá atrás. Esos sitios donde los excursionistas se desvían de la carretera para ir al principio del sendero. Creo que es normal aparcar el coche en un sitio así durante unos cuantos días. Es legal. No llamará la atención. Pero está fuera de la carretera. No es un sitio obvio. Regresaré hasta allí, aparcaré, y volveré andando.
—¿Y luego qué?
—Haré autostop —Sokolov vaciló un momento—. Es peligroso, lo sé, aceptar que te lleven desconocidos. Con un rifle de asalto en la mochila, no lo es tanto.
Habían estado pasando ante señales en la carretera que parecían anunciar paradas de autobuses. Después de unos cuantos kilómetros más encontraron una convenientemente situada junto a un aparcamiento donde podían abandonar la carretera. Olivia se acercó a la parada, comprobó los horarios y verificó que vendría un autobús en veinte minutos para llevarla a la población cercana de Wenatchee. Rodeó el todoterreno y dio un golpecito en la ventanilla trasera. Sokolov ya se había desplazado al asiento del conductor. Abrió la puerta trasera. Ella sacó su bolsa. Por un momento, sus miradas se cruzaron en el retrovisor.
—Nos vemos —dijo ella.
—Nos vemos.
Cerró la puerta trasera, se echó la bolsa al hombro, y se dirigió a la parada. Sokolov dio marcha atrás, dio media vuelta, y volvió por donde habían venido, alerta a los inicios de senderos.
Dada la notable longitud y diversidad de la lista de enemigos de Csongor, Marlon y Yuxia, el paseo de cinco manzanas desde el hotel hasta la embajada norteamericana fue una de las experiencias más estimulantes de la vida reciente de Seamus. No porque sucediera nada (habría sabido cómo comportarse, en ese caso), sino porque no tenía forma de saber si la gente que pasaba ante ellos en la acera o en coches, yipnis, y ciclomotores eran asesinos armados dispuestos a buscar venganza. Le parecía que podría haber cubierto la distancia en la mitad del tiempo si se hubiera echado a Yuxia al hombro al estilo bombero y se hubiera apresurado con el patilargo Csongor y Marlon detrás. Ninguno de los tres medía menos de metro ochenta, y todos parecían tener la impresión de que estar allí al descubierto no era la estrategia preferida. Yuxia era otra cuestión, no porque fuera pequeñita (podía moverse tan rápidamente como cualquiera de ellos cuando se lo proponía), sino porque insistía en ver eso como un fascinante viaje de exploración a un mundo nuevo y desconocido, y una oportunidad para establecer relaciones interculturales con tantas personas posibles de los cientos que encontraba por la calle. La mayoría de estas conversaciones eran gratificantemente breves, posiblemente porque los interlocutores de Yuxia seguían dirigiendo miradas nerviosas a Csongor y Seamus, que solían rodear a la chica y permanecer de espaldas el uno del otro con las manos metidas en los bolsillos escrutando las inmediaciones con desconcertante estado de alerta. Mientras tanto, Marlon hacía lo posible por arrearla, murmurándole en mandarín, como si representara el papel de un novio nervioso e irritable.
La embajada era enorme, una ciudad dentro de la ciudad, y dado el número de células de terroristas islámicos activos dentro de Filipinas, no era el típico sitio donde se podía entrar sin más. Seamus venía con la suficiente frecuencia para que la mayoría de los marines de guardia lo reconocieran. Pero sus tres compañeros tendrían que identificarse y pasar por los detectores de metales como el que más. Seamus consiguió meterlos a todos en una salita de guardia donde pudieron esperar y disfrutar del confort del aire acondicionado hasta que llegó el oficial de guardia, que tardó unos treinta segundos. Seamus pudo entonces explicar la desusada naturaleza de sus visitantes y su misión. Desarmaron amable pero rápidamente a Csongor, y todos fueron cacheados y pasados por el detector de metales. Entonces permitieron que Seamus condujera a sus invitados a los terrenos de la embajada, que se extendían durante muchos acres de territorio reclamado a lo largo de la costa de la bahía de Manila. Tanto los americanos como los japoneses, en diversos momentos, habían controlado Filipinas, y dirigido guerras desde este complejo. Había una cancillería más antigua en el centro, flanqueada por edificios más recientes que albergaban a los miles de empleados americanos y filipinos de la embajada. Gran cantidad de espacio se dedicaba a todo lo que tenía que ver con la expedición de visados. Seamus esperaba poder llevar a Marlon y Yuxia a ver a alguno de los encargados hoy.
Pero primero tenía que hacer que les interesara visitar Estados Unidos. Seamus no era lo bastante chauvinista como para asumir que cualquier ciudadano no americano en su sano juicio querría ir a América. Pero no se había pasado la mitad de su vida adulta en partes extrañas del mundo sin aprender unas cuantas habilidades diplomáticas. Se dirigió a la sombra de un gran árbol delante de la cancillería y reunió a los otros en un círculo a su alrededor.
—En cuanto pueda subirme a un avión, me voy a América —dijo—. Me voy porque pienso que nuestro amigo Abdalá Jones está allí y puede tener a Zula como rehén. Csongor va a venir conmigo: puede conseguir permiso para entrar en Estados Unidos rellenando una solicitud por Internet, así que para él es fácil. Vosotros dos, Marlon y Yuxia, podéis hacer lo que queráis. Pero me parece que debo recordaros que estáis en este país ilegalmente. Los ciudadanos chinos necesitan visado para entrar en Filipinas, y me da la impresión de que no los conseguisteis antes de robarle ese barco de pesca a los terroristas y cargaros al capitán. No os recomiendo que regreséis a China. Tenéis que ir a un país que no sea China y donde podáis hacer algún papeleo para que no os deporten nada más veros… cosa que sucedería si vais allí —señaló vagamente con el brazo el tráfico de Roxas Boulevard—, y se fijan en vosotros.
Dirigió este último comentario a Yuxia, que se había pasado la última media hora haciendo todo lo imaginable por hacerse notar. Ella captó la indirecta y adoptó una expresión levemente apesadumbrada, cosa que era poco habitual en ella, y casi destrozó a Seamus.
Marlon y Yuxia, por fin, observaban ya a Seamus con atención. La idea de viajar a Estados Unidos podía o no podía parecerles atractiva en sí misma. Pero Seamus había llamado su atención al mencionar a Jones y Zula, y luego los había asustado al mencionar el dilema relacionado con el papeleo.
—Creo que podría arreglar algo.
Silencio embobado.
—Creo que puedo deducir que ninguno de los dos tiene pasaporte chino.
Marlon negó con la cabeza.
—Solo nos los dan cuando vamos a viajar fuera de China —dijo Yuxia—, y yo no lo he hecho nunca.
—En realidad sí que lo has hecho —recalcó Seamus, indicando con un gesto que estaba en Manila. Ella sonrió—. De todas formas, no tener pasaporte la puede liar parda a la hora de conseguir un visado para entrar en Estados Unidos —intentaba mostrarse relajado, pero no estaba seguro de que ellos comprendieran su sentido del humor—. Pero conozco a algunas personas de esta embajada que pueden resolverlo en un momento.
—¿Has perdido un tornillo o qué? —le preguntó el delegado de la CIA unos minutos más tarde.
Marlon, Yuxia y Csongor estaban esperando en una cafetería en una parte relativamente no segura de la embajada. Seamus y el delegado de la CIA, un americano de ascendencia filipina llamado Ferdinand («llámame Freddie») estaban conversando en una parte del edificio que sí era muy segura. Los dos se conocían desde hacía tiempo.
—Freddie, sabes que esta habitación es tan secreta, tan bien protegida, que podría estrangularte aquí dentro y nadie lo sabría jamás.
—Nadie excepto los dos marines con ametralladoras que están ante la puerta.
—Son colegas de farra míos.
—En serio, Seamus, ¿qué me estás pidiendo que haga? ¿Qué falsifique pasaportes chinos?
—Sería mucho más fácil si fueran pasaportes americanos reales.
Freddie se lo pensó.
—Supongo que podríamos decir que son ciudadanos americanos, de visita en Manila, a quienes les han robado los pasaportes. La farsa se descubriría en el momento en que el Departamento de Estado se molestara en comprobar los archivos.
—Freddie. Échame un cable. La guerra global al terror nos lleva a muchas situaciones extrañas. Hacemos continuamente cosas que no son técnicamente legales. Demonios, mi misma presencia en este país es una violación de la soberanía filipina. Igual que la tuya.
—¿Así que quieres jugar la carta de la guerra global al terrorismo?
—Sí. Vamos, Freddie. Ese el tema central de esta conversación.
Freddie le dirigió una mirada de «Estoy esperando». En retrospectiva, Seamus debería haberlo visto como la trampa que era.
—Sé dónde está Jones —dijo Seamus—. Puedo estrechar la búsqueda a unos diez kilómetros cuadrados.
—¿Estaría relacionado con el trabajo que has estado haciendo con —aquí Freddie cogió un clasificador que indicaba que contenía información secreta— esa chica británica? ¿Olivia Halifax-Lin?
—¿Esa chica británica valiente e inteligente que seguía ella sola a Jones en Xiamen y que recopiló durante meses incalculables datos de vigilancia sobre él y su célula? Sí, creo que estamos hablando de la misma Olivia.
—Ta vez debería haberse tomado un poco más de tiempo libre —dijo Freddie—. Tal vez ese tipo de trabajo no va con ella.
—¿Por qué dices eso?
—En el último día o así, parece haberse descarrilado del todo. Se escaqueó de una cara y grande investigación antiterrorista del FBI. Se marchó por la puerta sin dar explicaciones. Se largó a Vancouver, dejando una pista electrónica. Incluyendo comunicaciones contigo. Se alojó allí en un hotel y molestó a un pobre policía montado con esta misma teoría.
—Con «esta misma teoría» te refieres al excelente trabajo que ella y yo hemos estado desarrollando.
—Ah, así que has estado trabajando con ella.
—Continúa.
—Dijo que se iba a un lugar perdido de la mano de Dios llamado Prince George, en Columbia Británica. Compró un billete de avión. Facturó. No subió a bordo. En cambio, compró un billete en metálico, sin apenas tiempo, y volvió a Seattle, de nuevo sin molestarse en explicarle a nadie qué demonios estaba haciendo. No tuvo la cortesía de hacerle una llamada al FBI. Luego, más o menos a la hora en que su avión aterrizaba en Sea-Tac, hubo un tiroteo en una casa llena de rusos, criminales de poca monta, a menos de un kilómetro y medio de distancia. Una operación de vigilancia del FBI se reventó. Nadie sabe dónde demonios está. Uno de los tipos que estaba siendo vigilado ha desaparecido. Un consultor de seguridad ruso, ex fuerzas especiales, al parecer relacionado con el asunto de Xiamen.
—Parece que has estado hablando mucho con el FBI.
Freddie no hizo ningún comentario, solo dejó de consultar los documentos y miró a Seamus por encima de sus gafas.
—¿Sí?
—¿Algo de la comunidad de inteligencia?
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque ellos pueden conseguir la información que el FBI no puede. Y a veces no les gusta compartirla.
—La tal Olivia te envió un mensaje de texto esta mañana, ¿verdad? —dijo Freddie.
Seamus se echó a reír.
—Lo sabía —se irguió y se inclinó hacia adelante en la mesa—. Así que el FBI, la policía, están en blanco. No tienen ni idea de dónde puede haber ido. Pero la comunidad de inteligencia estaba rastreando su teléfono. Tienen una idea remota.
—Muy remota —dijo Freddie— y se hace más remota a cada minuto que pasa. Pero se supone que quiere cruzar la frontera hacia Canadá donde podrá recomponer mejor el dañado estatus de su visado y regresar a casa de una pieza.
—Que es lo que le gustaría que pasara a la comunidad de inteligencia —dijo Seamus—. Y por eso nadie va a apostar por ella.
—Mientras se controle, supongo que podrá volver a Londres en un par de semanas, con la perspectiva de pasar, oh, unas cuatro décadas trabajando detrás de una mesa.
—Vale —dijo Seamus—. Todo es muy divertido. Pero de lo que de verdad quiero hablar es de Jones.
—Sí. Sabes dónde está Jones. Lo descubriste, al parecer, mientras pasabas toda la noche jugando a un videojuego en un cibercafé de mala muerte frecuentado por turistas sexuales australianos.
—Más o menos así es.
—Y el logro que te permitió atar cabos vino en forma de llamada telefónica de Olivia Halifax-Lin, hecha durante su previa desaparición súbita de las pantallas radar del FBI.
—No hay ninguna presentación en PowerPoint, si eso es en lo que estás pensando —dijo Seamus.
—Si la hubiera, ¿aparecería el nombre de Olivia?
—Solo si fuera ventajoso.
—Era una pregunta retórica. Todo el mundo sabe que la idea vino de ella.
—¿Deduzco que eso se considera malo?
—A menos que tengas pruebas fehacientes del paradero de Jones, se considerará una teoría especulativa como cualquier otra de la que se ha hablado, pero nunca se ha escrito, por parte de un agente cuya reputación apenas podía hundirse más.
—Así que es cosa del PowerPoint.
Freddie lo ignoró.
—Seamus, eres el ejemplo vivo del Principio de Peter.
Seamus se miró los genitales, fingiendo sorpresa.
—No ese —dijo Freddie—. No importa. El tema es que has subido lo más alto que puedes en la jerarquía sin tener que comportarte como un encargado responsable.
Seamus casi se levantó de la silla, pero Freddie lo calmó alzando una mano.
—Seré el primero en aceptar que eres tan responsable como el que más cuando se trata de los hombres bajo tu mando. Si tuviera que volver a ser un comeserpientes, querría ser tu subordinado. Pero por encima del nivel donde estás ahora, tienes que poder justificar tus acciones y tus gastos suministrando documentación, y hay que implicarse en todo tipo de maniobras políticas para asegurarte de que la gente adecuada vea tus presentaciones en PowerPoint en los momentos adecuados. Y estás a un millón de kilómetros de distancia de poder hacerlo en el caso de la teoría que Olivia y tú hayáis cocinado. Y por tanto nadie por encima de ti en la jerarquía va a arriesgar el cuello por apoyar vuestra teoría.
—Aunque yo fuera esa clase de tipo, Freddie, no hay tiempo. Tenemos que actuar ahora mismo.
—Dame algo.
—¡No tengo nada que dar, Freddie!
—Lo que pides es una pesadilla desde mi punto de vista. Cursar pasaportes falsos a dos chavales chinos cualesquiera. ¿Qué intentas conseguir, Seamus? ¿Quieres convertirlos en ciudadanos norteamericanos? ¿Meterlos en el programa de protección de testigos?
—Mira —dijo Seamus—, tengo que llegar allí. Para poder comprobarlo.
—No voy a detenerte.
—Pero esos chicos están conmigo, y no puedo abandonarlos aquí.
—Te escucho.
—Podría subirme a un taxi e ir al aeropuerto. Si ellos tuvieran un gramo de sentido común, pedirían asilo político. Eso sí que sería una pesadilla.
—¿Me estás amenazando?
—Solo te estoy diciendo que están aquí, Freddie, y no voy a enviarlos de vuelta a China. O vienen conmigo, ahora, o acampan delante de tu patio delantero y piden asilo. Esas cosas son muy jugosas para Internet.
Freddie se quedó petrificado. Empezó a sudar un poco.
—Si quisiera amenazarte —continuó Seamus—, te golpearía donde más te duele.
—¿Dónde me duele?
—Abdalá Jones mató a un puñado de tus hombres.
—Eran tus hombres, Seamus.
—Soy tu subordinado. Tú diste las órdenes. Digamos que eran nuestros hombres. Sé dónde está Jones. Puedo encontrarlo. Pero tengo este problema de abandono. Me siguen dos chinos abandonados. Y un húngaro no tan abandonado del todo. Eso me impide que llegue hasta Jones. Tu culpa.
—Estás poniéndolo muy difícil —dijo Freddie, después de pensárselo un rato—. Solo necesitas un modo de meterlos en un avión en Manila, y sacarlos del avión en Estados Unidos, sin que los pille Inmigración.
—Eso valdría, por ahora —admitió Seamus—. Podríamos pulir los detalles más tarde.
—Lástima que no podamos meterlos en un vuelo militar —dijo Freddie.
—¿Cómo nos ayudaría eso?
—Partiría de una base aquí y aterrizaría en una base en Estados Unidos. No es que no vayan a comprobar los papeles. Pero podría suavizar las cosas.
—¿Suavizarlas?
—Para que Inmigración de un sitio como Sea-Tac mire para otro lado mientras cuelas a un par de chinos indocumentados en el país. Tendría que implicar a cien personas, de diversas agencias —dijo Freddie—. Gente que zascandilearía, pondría objeciones, la jodería.
—Creía que eras bueno precisamente en eso. En presentaciones con PowerPoint. En conseguir consenso.
—Solo cuando me dan algo con lo que trabajar. Y tiempo de sobra. Pero si pudiéramos convertir esto en algo militar, sería mucho más fácil.
—¿Qué cuesta un chárter?
—¿Cómo voy a saberlo? ¿Tengo pinta de ser el tipo de persona que contrata vuelos chárter?
—No, pero Marlon sí.
—¿Quién es Marlon?