DÍA 1

El viernes, Zula había salido temprano del trabajo y fue directamente en coche al espacio de Peter (él lo llamaba siempre su «espacio»). Aparcó dentro de la parte más parecida a un almacén del edificio, accesible a través de una enorme puerta levadiza en el patio trasero, y dejó allí unas cuantas cosas de trabajo. Así que a pesar del final de la relación, tuvo que volver allí para recoger su coche y sus cosas. Desde la I-5 salió a la avenida Michigan, que corría en diagonal a lo largo de la valla norte de Boeing Field, y después de seguirla hasta el río durante un par de manzanas, giró al norte en Georgetown.

Cien años antes Georgetown fue una ciudad independiente especializada en la fabricación y consumo de bebidas alcohólicas. Quedaba limitada por las principales líneas férreas y los canales fluviales industriales. A principios del siglo XX fue anexionada por Seattle, que no pudo soportar ver, tan cerca de sus límites urbanos, una ciudad independiente tan a punto para los impuestos.

Cuando los aviones se popularizaron, se construyó de inmediato el aeropuerto regional al sur. Lo nacionalizaron por la época de Pearl Harbor y luego Boeing lo utilizó para poner en el aire los B-17 y los B-29 durante toda la guerra. Las calles estrechas y tranquilas de Georgetown se llenaron de bungalós de remachadores. El barrio conservó su identidad hasta finales de siglo, cuando fue atacada por el norte y las punto-com que buscaban espacio barato para oficinas invadieron las plantas industriales al sur del centro de la ciudad, cebándose en las tiendas de máquinas y fundiciones que habían perdido gran parte de su negocio por culpa de China. Las fábricas y talleres fueron desmantelados y vendidos como chatarra o subastados, los altos techos se limpiaron y se llenaron de escaleras portacables que crujían bajo el peso de kilómetros de cable de red azul. Los camioneros tuvieron que acostumbrarse a compartir las calles llenas de baches del distrito con gente que iba al trabajo en bicicleta con mallas de licra y cascos de corcho blanco. Fue durante esa época cuando Peter, notando la oportunidad, adquirió su edificio. Se convenció a sí mismo de que algunos amigos y él podrían lanzar allí una compañía de alta tecnología. Eso no llegó a materializarse debido a los cambios en el clima financiero, así que terminó usando parte como espacio para vivir/trabajar y alquiló el resto a artistas y artesanos, que no pagaban el mismo tipo de alquiler que las compañías high-tech. Pero lo que fue malo para Peter fue bueno para Georgetown, o al menos para el aspecto de Georgetown que se dedicaba a otra cosa que no era jugar con bits.

Era un viejo edificio de ladrillo. La planta baja tenía altos techos sostenidos por vigas de abeto viejo y que habría sido un bonito entorno para un restaurante o un pub cervecero si el edificio hubiera estado en una calle más accesible y si Georgetown no tuviera ya varios. Peter acabó subdividiendo aquel nivel en dos naves, una alquilada por un soldador de metales exóticos que hacía componentes para la industria aeroespacial, y el otro que le servía al propio Peter como taller. Era allí donde el coche de Zula había pasado el fin de semana. Arriba había un solo piso de espacio sin terminar con bonitas ventanas viejas que daban a Boeing Field. También estaba dividido en un despejado loft de vivienda/trabajo y otra unidad que Peter había estado arreglando con la esperanza de alquilarla a algún joven moderno que quisiera vivir, como Peter lo expresaba, «en presencia de arcos».

La observación tuvo poco sentido para Zula hasta que después de pasar algún tiempo en el barrio empezó a advertir que, sí, los viejos edificios mostraban ventanas y portales sostenidos por verdaderos arcos de ladrillo o de piedra, de esos que ya nunca se usaban en las construcciones más nuevas. Que Peter se hubiera dado cuenta era notable, y que hubiera comprendido que podría ser atractivo para cierto tipo de personas reflejaba más conocimiento del ser humano de lo que normalmente se notaba en un friki.

Así que, esa noche, cuando regresaron a su espacio a eso de las dos de la madrugada y ella subió a recoger las cosas que había dejado dispersas durante los meses que casi había estado viviendo con él, y vio los arcos de ladrillo en las ventanas que había dejado al descubierto durante la remodelación, se le pasaron muchas cosas por la cabeza en unos instantes y se sintió incapaz de moverse o pensar con claridad. Se quedó allí de pie en la oscuridad. Las luces de Boeing Field se reflejaban en el bajo techo de las nubes que presagiaban lluvia y las hacían parecer de un color plateado verdoso que llenaba las aberturas de las ventanas, como lanzadas contra el cristal.

Se sintió extrañamente reconfortada. Lo natural era preguntarse en este momento: «¿Qué es lo que vi en este tipo?» Aparte de su belleza física, que era muy obvio. Esas ocasionales reflexiones, como la de los arcos. Otra cosa: trabajaba muy duro y sabía hacer un montón de cosas, lo que la hizo recordar la familia que tenía en Iowa. Era inteligente y, como demostraban los libros almacenados y dispersos por todo el lugar, le interesaban muchas cosas y podía hablar de ellas de forma apasionante cuando le apetecía hablar. Estar aquí ahora, sola (pues él se había quedado abajo descargando su equipaje), le permitió examinar el proceso de su enamoramiento, como si recreara la escena de un crimen, y por tanto convencerse de que no había sido solo una estupidez. Podía perdonarse por no haber advertido las cualidades capaces de poner fin a la relación que habían sido tan descaradamente obvias durante las últimas doce horas. Sus amigas probablemente no se preguntaban unas a otras, a espaldas de Zula, qué había visto en ese tipo.

Lo cual la llevó a cuestionarse, una última vez, mientras estaba a solas en la oscuridad y seguía teniendo la oportunidad, si debería haber roto con él o no. Pero estaba segura de que cuando despertara a la mañana siguiente se sentiría bien. Era el tercer tío con el que cortaba. Cuando iba a la facultad, las mulatas expertas en dinámica computacional de fluidos no ligaban tanto como, digamos, las rubias de ojos azules que estudiaban administración de hoteles y restaurantes. Pero, como la habitante de un sótano que tiene su propio jardín en latas de café, había cultivado y mantenido una pequeña vida social propia, y cosechado el ocasional tomate maduro, y quizá lo había disfrutado más intensamente que alguien que pudiera comprarlos en bolsas en Safeway. Así que no le faltaba experiencia en el tema. Lo había hecho antes. Y se sentía tan segura sobre esa ruptura como lo hizo con las otras dos.

Encendió las luces, lo que lastimó sus ojos cansados, y empezó a recoger las cosas que sabía que eran suyas: del cuarto de baño, sus mínimos pero importantes productos cosméticos, y algunos peines y cepillos. De su rincón favorito, algunas notas y libros relacionados con el trabajo. Un par de novelas. Nada importante, pero no quería que Peter se despertara todas las mañanas y encontrara fragmentos dispersos de su rastro. Apiló lo que encontró en lo alto de las escaleras que conducían al aparcamiento y volvió a las habitaciones, recuperando material menos obvio: una gorra de béisbol, un clip para el pelo, una taza de café, protector labial. Redujo el ritmo y tardó más de lo necesario porque cuando esto terminara tendría que bajarlo todo al aparcamiento donde Peter estaba enfrascado con su equipo de snowboard, y sería embarazoso. Estaba demasiado agotada para enfrentarse a ese malestar de un modo agradable y no quería que el último recuerdo que Peter tuviera de ella fuera el de una bruja protestona.

Cuando regresó junto a las cosas que había apilado en lo que pensaba que sería la penúltima vez, oyó voces abajo. La de Peter y la de otro hombre. No pudo distinguir las palabras, pero el otro hombre estaba muy irritado. De abajo llegaba una fría corriente de aire: el aire exterior entraba por la puerta abierta del aparcamiento. Traía el agudo perfume de la gasolina mal quemada, un olor que hoy en día solo procedía de los coches muy viejos, sin convertidor catalítico.

Zula se asomó a una ventanita que daba al callejón lateral del edificio y vio un coche deportivo con los faros encendidos, la puerta del conductor abierta, el motor todavía en marcha. El conductor discutía con Peter en el aparcamiento. Zula supuso que era porque Peter había dejado el Scion bloqueando el callejón mientras descargaba sus cosas. El descapotable estaba detenido morro con morro con el Scion: su conductor, o eso especuló Zula, estaba fastidiado porque no podía pasar. Tenía prisa y estaba borracho. O tal vez estaba puesto de meta, a juzgar por la intensidad de su furia. No pudo entender la discusión que tenía lugar abajo. Peter estaba sorprendido por algo, pero hacía de hombre razonable y trataba de calmar al desconocido. Este gritaba cada vez más, y Zula no podía entenderlo. Advirtió que tenía algún tipo de acento, y aunque el inglés de Zula era prácticamente perfecto, tenía unos cuantos puntos flacos, y captar los acentos era uno de ellos.

Estaba a punto de llamar al 911 cuando oyó al desconocido decir «buzón de voz».

—… estaba apagado… —explicó Peter, de nuevo con voz tranquila y razonable.

—… todo el camino desde la jodida Vancouver —se quejó el desconocido—, en medio de la puta lluvia.

Zula se acercó a la ventana y miró de nuevo el coche del desconocido y vio que tenía matrícula de Columbia Británica.

Era ese tipo. Era Wallace.

Había habido algún tipo de problema con la transacción. Era una reclamación del cliente.

No. Servicio técnico. Wallace se quejaba de un «puñetero virus o algo por el estilo».

La tensión se rompió de algún modo. El subidón de adrenalina que había impulsado a Wallace desde Vancouver se había agotado. Habían accedido a hablar de ello con calma. Wallace apagó el motor del descapotable y los faros, entró en el aparcamiento. Peter cerró la puerta tras él.

—¿De quién es este coche? —preguntó Wallace. Ahora que el portalón estaba cerrado, el sonido subía por las escaleras y Zula pudo seguir mejor la conversación. Captó el acento escocés.

—De Zula —dijo Peter.

—¿La chica? ¿Está aquí?

—La dejé en su casa —Zula advirtió la mentira con reacio agradecimiento y admiración—. Lo aparca aquí cuando no lo utiliza.

—Tengo que mear urgentemente.

—Hay un urinario ahí mismo.

—Buen chico.

El urinario en mitad del taller era una de las innovaciones de las que Peter se sentía más orgulloso. Zula oyó bajar la cremallera de Wallace, lo oyó orinar, pensó que sería divertido bajar las escaleras y salir por la puerta en ese momento. Pero su coche estaba ahora bloqueado por el de Wallace.

—He llegado a pensar que me ha jodido adrede —observó Wallace, mientras meaba—, pero ahora acepto la posibilidad de que sea otra cosa.

—Bien. Porque he sido completamente honesto.

—Aparte de estar implicado en un plan masivo de robo de identidades, querrá decir.

—Sí.

—Convencerme es fácil. Ya lo ha hecho. Pero la gente para la que trabajo es otra cosa.

Wallace terminó y se volvió a subir la cremallera. Zula pudo oír que el timbre de su voz cambiaba cuando se dio la vuelta.

—Creí que había dicho que trabajaba solo.

—Le dije la verdad la primera vez —repuso Wallace.

—Oh —dijo Peter tras una larga pausa.

—Ya he recibido tres puñeteros e-mails de mi contacto en Toronto queriendo saber dónde demonios están los números de las tarjetas de crédito. De hecho, será mejor que le informe ahora mismo. Si es que mentirle puede considerarse así.

La conversación se interrumpió unos momentos, y Zula supuso que Wallace estaba enviando un mensaje de texto con su teléfono.

—Me parece que no comprendo por qué no les ha enviado los números —dijo Peter—. Así que tal vez deberíamos empezar por el principio, porque todo lo que dijo a gritos cuando apareció hace unos minutos me dejó totalmente confundido.

—Ya casi he terminado —murmuró Wallace.

—La clave de mi wi-fi está aquí —dijo Peter, y Zula lo oyó deslizar un papel sobre la encimera.

—No importa, he usado algo llamado Tigmaster.

—Debería usar el mío: es mucho más seguro que el Tigmaster.

—¿Qué es, por cierto? ¿Entrenador de animales?

—Soldador. Mi inquilino. Debería ponerle clave a su wi-fi, pero no se le puede molestar.

—Ya. No es consciente de la seguridad como nosotros.

Peter no contestó, pues aquello debió de parecerle, como a Zula, una trampa.

Zula había desistido de llamar al 911 cuando comprendió que se trataba de Wallace y no de ningún drogadicto encabronado. Ahora volvió a pensárselo. Pero Wallace estaba mucho más tranquilo. Y Peter era la única persona que había quebrantado la ley. Zula se contentaba con haber roto con él. Enviarlo a prisión habría sido pasarse de la raya.

—¿Empezar por el principio? Muy bien, allá vamos —dijo Wallace, luego hizo una pausa—. ¿Hay alguna cerveza en el frigorífico?

—Creí que no bebía.

Silencio.

—Sírvase.

Efectos de sonido de abrir el frigorífico y la cerveza mientras Wallace continuaba:

—Como vio, pasé el archivo a mi portátil en la taberna. Verifiqué su contenido. Cerré el portátil. Me fui a mi coche. Conduje de regreso a Vancouver, deteniéndome solo una vez para echar gasolina, sin perder nunca el portátil de vista. Aparqué en el garaje de mi edificio de apartamentos, fui a mi piso, llevando el portátil en la mano. Lo dejé sobre mi mesa, lo conecté, lo abrí, verifiqué que todo estaba tal como lo había dejado.

—¿Cuándo dice «lo conecté», podría decirme por favor a todo lo que lo conectó? —Peter había asumido ahora un improbable y clínico modo amable, como si fuera el encargado de atención al cliente de una tienda de reparaciones.

—Corriente, cable de red, monitor externo, y FireWire.

—Ha dicho cable de red…, ¿no usa wi-fi en casa?

—¿Se está quedando conmigo?

—Solo preguntaba. ¿Tiene algún tipo de cortafuegos o algo entre la señal de Internet y su portátil?

—Naturalmente, es un cortafuegos legal por el que pago una pasta todos los meses. Tengo a un tipo que me lo mantiene. Totalmente seguro. Nunca ha dado problemas.

—Ha mencionado FireWire. ¿Qué es eso?

—Mi copia de seguridad.

—¿Entonces hace copias de seguridad de sus archivos localmente?

—No está comprendiendo nada, ¿no? —preguntó Wallace—. Le dije para quién trabajaba, ¿verdad?

—Sí.

Peter no le había mencionado a Zula que Wallace trabajara para nadie, y por eso no comprendió de qué iba esto, pero la forma en que ambos hombres hablaban del jefe de Wallace le llamó la atención.

—Hay un par de cosas que nunca, nunca me gustaría tener que explicarle —dijo Wallace—. Primero, que he perdido archivos importantes por haber olvidado hacer copias de seguridad. Segundo, que sus archivos han caído en manos de personas no autorizadas porque hice las copias con un servidor remoto que no está bajo mi control físico. ¿Qué opción tenía?

—Mantener el hardware bajo control físico es la única forma de asegurarse —aplacó Peter—. ¿Qué es la unidad de backups exactamente?

—Un RAID 3 bastante cara que guardo dentro de una caja fuerte que está atornillada a la pared de hormigón y el suelo del apartamento. Cuando estoy en casa, abro la caja y saco el cable de FireWare y lo conecto a mi portátil el tiempo suficiente para hacer la copia de seguridad, y luego lo vuelvo a guardar todo.

Peter lo consideró.

—Poco convencional, pero lógico —fue su veredicto—. Para robar físicamente la disquetera, alguien tendría que causar daños enormes a la caja fuerte y posiblemente destruir la RAID.

—Es lo que pensaba.

—Muy bien, entonces su primera acción cuando llegó a casa fue abrir la caja fuerte y hacer una copia de seguridad tal como dijo, para que si su portátil se rompiera en un momento concreto tendría una copia del archivo que le vendí.

—Me convenció usted de que era la única copia existente —dijo Wallace, casi a la defensiva.

—Por tanto, en un mundo gobernado por la ley de Murphy, hacer una copia inmediatamente fue la acción adecuada —reconoció Peter.

—Él esperaba que el archivo apareciera en un servidor concreto de Budapest no más tarde que… traduciendo al horario de la Costa Oeste… las dos de la madrugada, y era solo medianoche.

—Tiempo de sobra.

—Eso pensaba yo —dijo Wallace—. Tras haber puesto la copia en marcha, salí de la habitación, hice un pis, y escuché los mensajes de mi contestador mientras sacaba unas cuantas cosas de la maleta y me servía una copa. Repasé el correo. Puede que tardara unos quince minutos. Volví a mi estudio y me senté delante del portátil y abrí una ventana en el terminal. Cuando hago este tipo de operaciones, prefiero usar protocolo scp de la línea de comandos.

—Muy bien hecho —coincidió Peter.

—Lo primero que hice fue comprobar los contenidos de «Documentos» para recordarme el nombre y el tamaño aproximado del archivo que me vendió. Y cuando lo hice, vi… bueno, compruébelo usted mismo.

Evidentemente el portátil de Wallace estaba ya abierto sobre la mesa de trabajo de Peter. Hubo una breve pausa antes de que Peter dijera: «Hmm.»

—Tiene que comprender que ayer «Documentos» contenía una docena aproximada de subdirectorios y unas dos docenas de archivos —dijo Wallace.

—Incluyendo el archivo en cuestión.

—Sí.

—Y ahora contiene dos archivos solamente —dijo Peter—, uno de los cuales se llama troll.gpg, y el otro…

—REAMDE —dijo Wallace—. Así que leí el puñetero archivo.

Peter bufó.

—Creo que se supone que se llama REAMDE, pero hay una errata. Han trabucado dos letras, ¿ve?

—REAMDE —dijo Wallace.

—¿Lo ha abierto ya?

—Tal vez estúpidamente, sí.

Peter hizo doble clic. Hubo una pausa mientras (imaginó Zula) examinaba los contenidos del archivo REAMDE.

La bolsa de Zula estaba apoyada contra la pared a su lado. Moviéndose con cuidado, metió la mano en el bolsillo acolchado del portátil y sacó su ordenador. Lo colocó en el suelo, se sentó junto a él, y lo abrió. Su primer gesto fue pulsar el botón que silenciaba el sonido. En cuestión de segundos conectó con la red wi-fi de Peter. Pulsó un icono que establecía una conexión VPN con la red de la Corporación 9592.

—Ya hemos establecido que no es usted jugador de T’Rain —dijo Wallace.

—Nunca me ha dado por ahí —admitió Peter.

—Bien, esa imagen que está viendo es un troll. Un tipo concreto de troll de las montañas que vive en una región concreta de T’Rain, me temo que bastante inaccesible. Lo cual podría ayudarle a encontrarle sentido al texto.

—«Ja, ja, novato, estás en poder de un troll. He encriptado todos tus archivos. Deja 1000 PO en las coordenadas de más abajo y te daré la clave.» Ah, de acuerdo, ahora lo pillo.

—Bueno, me alegra un montón de que así sea, amigo mío, porque…

—Y ahora —interrumpió Peter—, si comprobamos el contenido del otro archivo, troll.gpg, descubrimos que —una serie de clics—, uno, es enorme, y dos, es un archivo gpg correctamente formateado.

—¿Llama a eso correctamente formateado?

—Sí. Un encabezamiento estándar y luego varios gigas de contenido binario de aspecto aleatorio.

—Varios gigas, dice.

—Sí. Este archivo es lo bastante grande para contener, probablemente, todos los archivos que estaban almacenados originalmente en su carpeta «Documentos». Pero si aceptamos lo que dice el mensaje REAMDE, todo ha sido encriptado. Sus archivos están secuestrados a la espera de rescate.

Zula había conectado con la wiki interna de la Corporación 9592, y ahora se dirigió a una página llamada MALWARE. Aparecían listados varios virus y troyanos. No fue difícil encontrar REAMDE: era la primera palabra de la página, era grande, y estaba en rojo. Cuando cliqueó encima, la página pasó a una entrada más pequeña a unos dos tercios del final. Por curiosidad cliqueó en el enlace del historial de la página y vio que el gran enlace rojo había sido añadido hacía seis horas. Dedujo que, hasta hacía poco, REAMDE había sido uno de muchos malware que infectaban T’Rain, pero que se había vuelto mucho más importante recientemente. Y en efecto, cuando cliqueó la página dedicada a REAMDE y comprobó su historia, descubrió que el noventa por ciento de su contenido había sido escrito durante las últimas setenta y dos horas. Los hackers de seguridad de la Corporación 9592 lo habían estado elaborando todo el fin de semana.

—¿Cómo es posible? —preguntó Wallace.

Arriba, Zula ya estaba leyendo la respuesta.

—No es solo posible, sino bastante fácil, una vez que el sistema ha sido infectado por un troyano —dijo Peter—. Este no es el primero. La gente lleva ya unos cuantos años creando malware que hace esto. Hay una palabra para describirlo: «randomware».

—Nunca la había oído decir.

—Es difícil convertir este tipo de virus aleatorio en una operación que reporte beneficios, porque tiene que haber una transacción financiera: el pago del rescate. Y eso puede rastrearse.

—Comprendo —dijo Wallace—. Así que si te dedicas al negocio del malware, hay modos más fáciles de ganar dinero.

—Creando botnets o lo que sea —reconoció Peter—. El nuevo sesgo aquí, al parecer, es que el rescate hay que pagarlo en piezas de oro virtuales en T’Rain.

—De modo que hasta ahora esto ha sido una posibilidad técnica, pero pocas personas lo han utilizado a gran escala —dijo Wallace, rumiando—. Pero estos cabrones han descubierto un modo de usar T’Rain como sistema para blanquear dinero.

—Sí —respondió Peter—. Y deduzco, ya que ha venido conduciendo hasta aquí y dejó, según compruebo ahora, ocho mensajes de voz en mi teléfono, que su copia de seguridad de la caja fuerte también resultó infectada.

—Sí, jodió todo lo que pudo alcanzar. Debió de pasar a mi sistema por ese puñetero pen drive que me dio usted, y luego…

—No me eche a mí la culpa. Yo uso Linux, ¿recuerda? Distinto sistema operativo, distinto malware.

—¿Entonces cómo llegó ese maldito virus a mi portátil?

—No lo sé —dijo Peter.

Zula sí lo sabía, porque estaba pasando páginas de análisis técnico del virus REAMDE. Una de las formas en que se propagaba era a través de pen drives y otros medios extraíbles. Y Peter había usado uno de los viejos pen drives de Richard para poder pasar algo al ordenador de Wallace. El ordenador de Richard debía de estar infestado de REAMDE: pero él no lo sabría ni le importaría, ya que estaba protegido por la IT corporativa.

—Pero eso no importa —continuó Peter—. Lo único que importa es…

—Importa para establecer la culpabilidad —interrumpió Wallace—. Cosa que a él puede interesarle.

—Lo único que digo es que tenemos que abordar el problema.

—Un análisis brillante, Peter. Son las tres menos cuarto. Ya llevo cuarenta y cinco minutos de retraso. Conseguí algo de tiempo enviando un e-mail diciendo que se me había estropeado el coche en las Okanagan. Pero el reloj sigue corriendo. ¡Tenemos que desencriptar ese archivo!

—No —dijo Peter—, tenemos que pagar el rescate.

—Y una mierda.

—No es posible desencriptar el archivo. Si tuviéramos a la Agencia de Seguridad Nacional trabajando en ello, probablemente podríamos hacerlo. Pero tal como están las cosas, está jodido a menos que pague el rescate.

—Estamos jodidos —le corrigió Wallace—, ya que esto es demasiado complicado para explicárselo a él. No entiende de ordenadores. Nunca ha oído hablar de T’Rain, ni de ningún otro juego multijugadores masivos online, ya puestos. Puede que comprenda por los pelos el concepto de virus informático. Todo lo que entenderá es que no tenemos el material que ha pagado.

—Entonces es como digo: paguemos el rescate.

Un silencio bastante largo.

—Esperaba que hubiera otra copia del archivo —dijo Wallace.

—Ya le dije…

—Sé lo que me dijo, joder. Esperaba que estuviera mintiendo.

—¿Todo eso es otro truco para descubrir si estoy mintiendo o no?

—Es usted lo bastante listo como para ser más estúpido que si no fuera listo —dijo Wallace—. Esto es real. Necesito que me diga ahora mismo, Peter, que me mintió antes y que tiene una copia de seguridad del archivo en uno de sus ordenadores de por aquí.

Y entonces Wallace redujo la voz a un grave gruñido y habló durante unos dos minutos. Durante este tiempo, Zula no pudo distinguir ni una sola palabra de lo que estaba diciendo.

Cuanto terminó, todo lo que Peter pudo decir, durante un minuto por lo menos, fue «joder». Lo dijo de una docena de formas diferentes, como un actor buscando la entonación adecuada.

—Bueno, no importa —dijo por fin, a punto de echarse a llorar—, porque le dije la verdad antes. ¡No hay ninguna otra copia!

Ahora le tocó a Wallace el turno de decir «joder» muchas veces.

—Así pues tenemos que pagar el rescate —dijo Peter—. ¿Mil piezas de oro?

—Es lo que dice —respondió Wallace.

—¿Cuánto es en dinero de verdad?

—Setenta y tres dólares.

Peter, después de un momento, dejó escapar una carcajada que a Zula le pareció extraña. Estaba al borde de la histeria.

—¿Setenta y tres dólares? ¿Todo este problema puede resolverse con setenta y tres míseros dólares?

—Conseguirlos no es lo difícil —dijo Wallace.

Algo en la forma en que sonó la risa de Peter le dijo a Zula que era hora de llamar al 911. Era mejor hacerlo desde el teléfono fijo para que la operadora tuviera la dirección del edificio. Se levantó lo más silenciosamente que pudo y se acercó a la esquina donde Peter tenía todas sus cosas de cocina. Sujeto a la pared había un teléfono inalámbrico. Lo cogió y lo encendió, luego se lo llevó al oído para comprobar el tono.

En cambio, oyó una serie de bips de llamada.

Alguien ocupaba la línea, en otra extensión, marcando un número distinto.

—Bienvenido al directorio de ayuda Qwest —dijo una voz grabada.

—Buenos días, Zula —dijo Wallace por la otra extensión—. Sé que está en el edificio porque su ordenador ha aparecido de repente en la red de Peter. Le he estado echando el ojo al teléfono de aquí abajo. Tiene un pequeño indicador que avisa cuándo se está usando otra extensión.

La conexión se cortó. Abajo, Zula pudo oír ruidos y golpes cuando Wallace le hizo algo violento a la línea.

—¿Qué está haciendo? —exclamó Peter, más confuso que otra cosa.

—Poniéndonos al mismo nivel —dijo Wallace. Zula pudo oírlo subir a la carga las escaleras.

Zula llevaba una mochilita de mensajero en bici en vez de monedero. La había dejado en el suelo, en lo alto de las escaleras. Wallace rebuscó en su interior, sacó su teléfono, las llaves del coche. Con la otra mano cerró la tapa de su portátil y lo recogió.

—Cuando se sienta más social, estaré encantado de verla abajo —anunció. Luego se dio media vuelta y bajó las escaleras.

Oyó el bip de su Prius mientras lo abría con el mando a distancia. Por algún motivo, eso la sacó de su parálisis. Se acercó a la bolsa. Estaba empezando a desear haberle hecho caso a sus parientes de Iowa que decían que Seattle estaba solo un paso por encima de Mogadishu y que no dejaban de insistirle que se hiciera con un permiso de armas y que comprara una pistola. En un bolsillo exterior de la bolsa tenía una navaja plegable, que cogió ahora y guardó en el bolsillo trasero de sus pantalones vaqueros. Luego bajó las escaleras para ver a Wallace cerrar la puerta de pasajeros del Prius y pulsar el botón de cierre. Se guardó el llavero.

—Su móvil y el de Peter están sanos y salvos dentro del coche —anunció. Zula terminó de bajar las escaleras y vio los dos teléfonos el uno al lado del otro en el salpicadero del coche.

—Muy desagradable por mi parte, ¿verdad? —dijo Wallace, mirándola intensamente a los ojos—. Pero para que resolvamos este problema tenemos que confiar unos en otros y concentrarnos, y ustedes los jóvenes hoy en día sustituyen la comunicación por el pensamiento, ¿no? Así que vamos a ponernos a pensar.

Zula pudo sentir la mirada de Peter, supo que si se volvía a mirarlo, se abriría un canal entre ellos e intentaría decir algo, con un gesto o una expresión, probablemente a modo de disculpa. Por tanto, no lo miró. Peter necesitaba mucho más dar una disculpa que ella recibir una, y, haciendo caso a la sugerencia de Wallace, quiso concentrarse en resolver el problema y salir de aquí.

—¿Tenemos que entregar mil PO en un lugar al pie de las montañas Torgai? —dijo.

—Y luego rezar para que el creador de nuestro virus sea un criminal honrado que entregue la clave pronto —respondió Wallace.

—Si vamos a viajar con tanto oro, seremos pasto de ladrones —señaló ella.

—Solo son setenta y tres dólares —dijo Peter.

—Para un adolescente que está en un cibercafé de China, es una enormidad —replicó Zula—. Y robar a los viajeros en camino es mucho más rápido que extraerlo de una mina.

—Por no mencionar más divertido —dijo Wallace.

—¿Pero cómo sabrán sus personajes que lleva tanto oro encima? —preguntó Peter.

—Tengo una idea —anunció Wallace, sonriente. Se volvió hacia Peter y lo apuntó con un dedo—. Tú, cierra el jodido pico. Si puedes ser útil de alguna otra manera, como hacer café, ya puedes ir empezando. Pero Zula y yo no tenemos tiempo para explicarte hasta el último puñetero detalle de lo que es T’Rain.

Se volvió a mirar a Zula.

—¿Nos ponemos cómodos arriba?

—¿Cuál es tu personaje más poderoso? —preguntó Zula mientras conectaba su adaptador en lo que hacía las veces de salón para Peter, que se encontraba en lo que hacía las veces de cocina, preparando café.

—Solo tengo uno. Un t’kesh metamorfo malvado —respondió Wallace. Estaba conectando con T’Rain usando la terminal de trabajo de Peter.

—Déjame verlo —dijo Zula. Lanzó la aplicación de T’Rain en su portátil y conectó. Estaba sentada en una silla de oficina, que ahora giró en dirección a Wallace todo lo que le permitía el cable de conexión. El t’kesh metamorfo de Wallace era visible en la pantalla del terminal.

—¿Y tú qué tienes? —preguntó Wallace, echándole un vistazo a su portátil—. Apuesto a que un zoo entero de personajes.

—Los empleados no tienen privilegios en el juego. Tenemos que construir nuestros personajes desde cero, igual que los clientes.

—Probablemente es una política corporativa inteligente —dijo Wallace, aunque parecía un poco decepcionado.

—Tengo dos. Ambos de las fuerzas del Bien —dijo Zula—. Pero naturalmente eso ya no importa.

—El de la izquierda —dijo Wallace, doblando el cuello para ver su pantalla—, es el más adecuado para estos tiempos, ¿no?

Estaba hablando, naturalmente, de gamas.

Hasta la semana antes de Navidad, habría sido difícil para los personajes de Zula y Wallace hacer nada juntos en T’Rain, porque los de ella eran buenos y el de él era malvado. Los de ella no podrían haberse internado mucho en territorio del Mal, o el de él en el del Bien. Se habrían reunido en un desierto o una zona de guerra, pero eso no los habría ayudado en aquella misión, ya que las montañas Torgai eran una isla de firme territorio del Mal que era fácilmente abordado desde las zonas del Bien del oeste.

Pero entonces, cuando millones de estudiantes cogieron sus vacaciones de Navidad y se encontraron con enormes cantidades de tiempo libre para jugar a T’Rain, comenzó la Guerra de la Realineación. Había sido preparada con sumo cuidado, con meses de antelación, por grupos todavía desconocidos. Básicamente consistía en un grupo hasta ahora no identificado, formado por personajes del Bien y del Mal, que lanzaron una guerra relámpago bien organizada contra un grupo diferente, también mezcla de Bien y Mal, que ni siquiera era consciente de ser un grupo hasta que el golpe les cayó encima. Los agresores fueron bautizados, por Richard Forthrast, como las Fuerzas de la Luz. Las víctimas del ataque eran la Coalición Terrosa. Estos términos, usados al principio para los informes internos de la Corporación 9592, se filtraron a la comunidad de jugadores y ahora aparecían estampados en las camisetas.

El personaje de Wallace era identificable a cien metros de distancia como perteneciente a la Coalición Terrosa. El primer personaje de Zula (el de la izquierda) era también terroso. Su otro personaje era claramente lumínico. Lo había creado en Nochebuena cuando quedó claro que grandes partes del mundo de T’Rain iban a volverse inaccesibles a su personaje terroso por los enormes avances que se hacían en todos los frentes por las legiones de las Fuerzas de la Luz, superiores en número. En consecuencia, su personaje lumínico, siendo más nuevo, era más débil. Cuánto más débil era cuestión de interpretación. En una ruptura radical con la tradición de los juegos de rol, T’Rain no usaba niveles numéricos para indicar el poder de sus personajes; en cambio, usaba el aura, que era una escala en tres partes calculada a partir de varias estadísticas, incluyendo el rango del personaje en su red de vasallos, el tamaño y poder general de esa red, la cantidad de experiencia almacenada, el número de cosas que sabía hacer, y la calidad de su equipo. A medida que el aura de un personaje aumentaba adquiría ciertas ventajas, pero nunca de un modo completamente predecible.

El mundo que el software de Plutón había creado era casi exactamente del mismo tamaño que la Tierra, lo que significaba que viajar por él usando formas de transporte temáticamente adecuadas (es decir, medievales) requería un montón de tiempo. En teoría eso podría haberse resuelto jugando con la misma definición del tiempo: podías imaginar, por ejemplo, saltar desde el principio de un viaje por mar de tres meses hasta el final. Eso estaba bien con los juegos de un solo jugador, pero era totalmente imposible en un marco multijugador. El progreso del tiempo en T’Rain había sido sincronizado con el del mundo real.

La solución de Plutón había sido generar informáticamente un sistemas de líneas ley que se entrecruzaban por todo el mundo con una densidad comparable a la del sistema del metro de Nueva York. Esto se utilizó como base de un sistema de teleportación que funcionaba dirigiendo a los personajes a las intersecciones de las líneas ley. El número de líneas e intersecciones era increíblemente colosal y el hecho de que solo ciertos tipos de personajes podían acceder a ciertas líneas lo volvía mucho más complejo. Nadie podía utilizar el sistema sin ayuda del software que seguía la pista de todo y proporcionaba sugerencias para llegar del punto A al punto B.

Y por eso, tras unos momentos de trabajo, Zula y Wallace pudieron teleportar a sus personajes a una ciudad en las llanuras ante las montañas Torgai. El personaje de Wallace se dirigió a un cambista y adquirió mil piezas de oro, que aparecerían como un cobro de 73 dólares en la tarjeta de crédito de Wallace. De ahí se teleportaron a la intersección de la línea ley más cercana que pudieron encontrar en las coordenadas especificadas en la nota de rescate de REAMDE, y a partir de ahí sería una cabalgada de quince minutos en las rápidas monturas que ambos poseían.

El punto de intersección de la línea ley estaba marcado por un simple túmulo que apareció a la vista en ambas pantallas. Zula hizo volverse a su personaje (un mago k’shetriae) hasta que vio al t’kesh de Wallace a unos treinta metros de distancia (el proceso de teleportación implicaba cierto error posicional).

El rasgo más notable del paisaje era que estaba cubierto (no, pavimentado) con cadáveres en diversos estados de descomposición.

Un pedrusco, del tamaño de una pelota de ejercicio, cayó del cielo y golpeó el suelo cerca de ellos. Como los meteoritos no eran más comunes en T’Rain que en la Tierra, Zula sospechó de alguna causa artificial. Al volverse hacia la más cercana de las montañas Torgai, un pequeño pico a un par de cientos de metros de distancia, vio una batería de tres trabuquetes, uno de los cuales estaba recargando. Los otros dos estaban a punto de disparar. Su tembloroso peso y sus correas parecían mal hechas, caóticas, improbable que funcionaran. Pero lograron lanzar dos pedruscos más en su dirección. Zula tuvo que esquivar uno. No muy lejos había un macizo rocoso que parecía que podría proporcionar refugio. Zula corrió hacia él e inmediatamente fue blanco de un escuadrón de arqueros a caballo ocultos en la alta hierba cercana. Invocó algunos hechizos que deberían haberla protegido de la andanada de flechas, pero una de ellas la alcanzó con un tiro de suerte y la mató. Su personaje desapareció de la pantalla y se fue al Limbo.

Zula volvió la cabeza para ver cómo le iba a Wallace. No mucho mejor. Estaba acorralado bajo un pedrusco y había sido rodeado por otro escuadrón de arqueros a caballo que galopaban hacia él y disparaban rodeándolo. Su nivel de salud era bajo y caía rápidamente.

—No te dejes capturar —le advirtió ella.

—Lo sé —dijo él, y cliqueó un icono en su pantalla que indicaba CAER SOBRE TU ESPADA.

¿ESTÁS SEGURO DE QUE QUIERES CAER SOBRE TU ESPADA?, preguntó una caja de diálogo.

SÍ, cliqueó Wallace.

Unos segundos después su personaje fue también al Limbo.

—Es tan obvio —dijo Wallace, después de dedicar unos momentos a recuperar la compostura—. Este REAMDE ha infectado… ¿a cuántos ordenadores?

—Se calcula que a unos doscientos mil —respondió Peter, que estaba sentado en un rincón con su ordenador y hacía una búsqueda. Pero solo podía ver rumores de Internet en el dominio público. Zula, gracias a su acceso a la RPV, sabía que la cifra real se acercaba al millón.

—Todas las víctimas han ido al mismo puñetero sitio con mil piezas de oro. Así que, naturalmente, los ladrones se emboscan en la intersección de línea ley mas cercana.

—Les dará beneficios muy rápidamente —reconoció Zula.

—¿Entonces esos tipos te han robado el dinero? —preguntó Peter, violando la regla establecida antes por Wallace de que no hiciera preguntas estúpidas sobre el funcionamiento de T’Rain.

—No, porque caí sobre mi espada, y morí, y fui al Limbo con todo mi equipo —respondió Wallace—. Si me hubiera debilitado lo suficiente para que me hubieran capturado, podrían haberse hecho con el oro y todo lo demás. Pero tuve suerte. Lo que estamos haciendo es probablemente lo mejor.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Zula.

—Salir del Limbo.

Fue fácil: había media docena de formas de devolver a un personaje a la vida, cada una con sus pros y sus contras.

—Busquemos una intersección menos obvia. Vayamos allí y preparémonos para abrirnos paso.

—Podríamos reclutar una partida más grande…

—¿A las tres de la madrugada? No hay tiempo —dijo Wallace—. ¿Estás segura de que no puedes reclutar a… un personaje más omnisciente?

—¿Quieres decir despertar a mi tío? —respondió Zula—. ¿Estás seguro de querer implicarlo en esto?

Así que salieron del Limbo y volvieron a intentarlo, teleportándose a otra intersección mucho menos conveniente a una hora a caballo del lugar que intentaban alcanzar. Aquí los emboscaron inmediatamente, y casi vencieron a los ladrones, pero por mala suerte acabaron de nuevo en el Limbo y tuvieron que intentarlo por tercera vez. Pero primero Wallace compró más piezas de oro y las empleó para comprar, a precio desorbitado, algunos hechizos y pociones que los mantendrían vivos un poco más de tiempo. Volvieron a teleportarse y se abrieron paso a través de la emboscada y se retiraron a terreno elevado a un par de cientos de metros de distancia… donde fueron atacados por otro grupo de ladrones antes de poder recuperarse de las heridas sufridas en la primera emboscada. Combatieron con todas sus fuerzas pero volvieron a acabar en el Limbo una vez más.

Sin embargo, justo antes de que el personaje de Zula pereciera, vio algo un poco extraño: algunos de sus atacantes caían con lanzas y flechas en la espalda. Habían sido atacados a su vez por un grupo hostil que había corrido a la escena de la lucha pero había llegado demasiado tarde.

—Volvamos allí —sugirió—. Creo que tenemos ayuda.

—Los he visto. Es solo otro grupo de ladrones —dijo Wallace.

—¿Y qué? Que se maten unos a otros.

Así que intentaron hacer lo mismo, solo que esa vez ni siquiera lograron pasar del primer grupo de ladrones. Una vez más, sin embargo, sus emboscadores fueron emboscados.

Otra búsqueda para comprar poción condujo a un intento en el mismo lugar. Esta vez (dado que sabían algo del número y las tácticas de los emboscados) eliminaron rápidamente al primer grupo, y luego se retiraron a un lugar donde pudieran tener unos pocos minutos de respiro antes de que los atacara el segundo grupo. Y esta vez, porque sabía lo que tenía que esperar, Zula pudo ver claramente a dos grupos distintos que convergían hacia ellos: los bandidos, y los que luchaban contra los bandidos. Y su teoría sobre el segundo grupo se confirmó cuando concentraron todo su fuego en los bandidos y dejaron en paz a los personajes de Zula y Wallace. Uno de ellos incluso lanzó un hechizo sanador sobre el personaje de Zula cuando su salud empezó a menguar.

Pero entonces se retiraron a los bosques sin más explicaciones, sin ningún intento de entablar comunicación.

—Ya comprendo —dijo Wallace por fin—. Trabajan para el Troll.

—Interesante —comentó Zula.

—Su trabajo es ayudar a llegar a los que traen el rescate.

—Bueno, aprovechémoslo —dijo Zula, haciendo montar a su personaje.

Y con eso dieron comienzo a lo que esperaban que fuera una hora de cabalgada.

En la práctica, invirtieron casi cinco horas de juego intenso y difícil. Las montañas Torgai (que apenas dos semanas antes eran el territorio más desolado de todo T’Rain) estaban esa noche repletas de bandas de personajes del Bien y del Mal, lumínicos y terrosos. Cada porción de tierra despejada estaba cubierta de esqueletos de personajes muertos e infestada de ladrones que libraban agónicas batallas contra coaliciones formadas a toda prisa de gente que traía rescates. Zula y Wallace se unieron a uno de esos grupos que llevaba un total de ocho mil piezas de oro. Quedó reducido a la cuarta parte por sucesivas emboscadas y luego se unieron a otra coalición de diez miembros, que más tarde se dividió porque, como descubrieron demasiado tarde, iban a lugares diferentes: al parecer, archivos REAMDE distintos especificaban coordenadas distintas. Todo se libró contra viento y marea y requirió múltiples misiones de exploración, fintas, y ataques en falso.

Zula no era jugadora. Evitaba a la gente que lo fuera (otro motivo por el que le había gustado Peter). Había aceptado el trabajo en la Corporación 9592 no por ningún deseo de trabajar en esa industria sino por la conexión familiar y la casualidad de saber hacer lo que Plutón quería. El personaje que había creado en el mundo de T’Rain fue su primera exposición personal a ese mundo, y le había costado acostumbrarse. Había aprendido a comprender y apreciar las cualidades adictivas del juego sin volverse una adicta ella misma. Dedicar tanto tiempo (seis horas y contando) a una sesión de juego era una conducta nueva para ella. Solo lo hacía por poder librarse, junto con Peter, de esta extraña situación en la que se habían metido. Había dado por hecho que tardarían quince minutos y que luego se iría a casa y nunca volvería a ver a Peter, nunca volvería a ver a Wallace.

Ahora había luz en la calle. Llevaba veinticuatro horas despierta. Había algo profundamente equivocado en la situación, y lo único que le impedía salir corriendo por la puerta del edificio y llamar al primer coche que viera y pedirle que telefoneara al 911 era la cualidad adictiva del juego mismo, su propia incapacidad de librarse de la narrativa falsa en la que Wallace y ella se habían visto inmersos. Siempre había despreciado a la gente que jugaba de manera compulsiva a esos juegos cuando tendrían que haber estado estudiando o haciendo deporte. Ahora ella estaba jugando cuando tendría que estar llamando a la policía. Y sin embargo nada de eso se le pasó por la cabeza hasta que el teléfono de Wallace empezó a emitir el sonido de alarma de un claxon, y alzó la cabeza y advirtió que era de día, que su vejiga estaba a punto de reventar, y que Peter estaba dormido en el sofá.

No era la primera vez que el teléfono de Wallace sonaba. Lo tenía programado para que emitiera tonos de llamada distintos para personas distintas. Hasta entonces sus llamadas habían sido todas trinos electrónicos genéricos que había silenciado e ignorado. Pero esto era el sonido de los puestos de combate de un portaaviones. Wallace lo cogió y respondió:

—Sí.

No «¿Sí?», con la inflexión que significaba «¿Con quién hablo?», sino «Sí», con el tono que significaba: «Me preguntaba cuándo ibas a llamar.»

El sonido del claxon había despertado a Peter, quien se sentó en el sofá y se desazonó al ver que lo de la noche pasada no había sido solo un mal sueño.

Zula se levantó y de dirigió al cuarto de baño a orinar. Se debatió entre mirarse al espejo o cerrar los ojos para no verse. Oyó a Peter maldecir a cuenta de algo. Decidió no mirarse en el espejo. Todas sus cosas estaban en la mochila de todas formas.

Salió del cuarto de baño y se encontró a Wallace sentado rígido en su silla, pálido, escuchando sin más, casi como si le hubieran metido el teléfono por el culo. Peter aporreaba furiosamente su portátil. El juego de T’Rain había desaparecido de la pantalla del ordenador que Wallace estaba usando y también de la de Zula. En su lugar había un mensaje que les anunciaba que habían perdido la conexión a Internet.

Olió a humo de cigarrillo.

No había nadie fumando.

—Tigmaster se ha caído también —dijo Peter—, y todas las otras redes wi-fi que puedo alcanzar desde aquí están protegidas con contraseña.

—¿Quién está fumando? —preguntó ella.

—Sí, señor —dijo por fin Wallace al teléfono—. Lo estoy haciendo ahora. Lo estoy haciendo ahora. No. No, señor. Solo nosotros tres.

Se había puesto en pie y avanzaba hacia Peter y Zula. Se acercó mucho, como si no pudiera verlos y estuviera a punto de atravesarlos. Entonces se detuvo torpemente. Se apartó el teléfono de la cabeza lo suficiente para que ellos pudieran oír gritos saliendo del auricular. Luego se lo llevó de nuevo a la oreja.

—Lo estoy haciendo ahora. Le pongo en manos libres, señor.

Pulsó una tecla del teléfono y se lo puso en la mano extendida.

—¡Buenos días! —dijo una voz—. Ivanov al habla.

Se encontraba en algún lugar ruidoso: tras su voz se oía un chirrido. El tono cambió. Llamaba desde un avión. Un jet.

—¡Ah, ahora los veo!

—¿Nos… ve, señor? —preguntó Wallace.

—Su edificio. El edificio de Peter. Por la ventana. Como con Google Maps.

Silencio.

—¡Estoy volando sobre ustedes! —gritó Ivanov, divertido más que molesto por su lentitud.

Un avión sobrevoló el edificio. Los aviones volaban bajo sobre el edificio continuamente. Estaban en la ruta de aterrizaje de Boeing Field.

—Pronto estaré allí para discutir el problema —continuó Ivanov—. Hasta entonces, permanezcan en línea. No corten. Tengo asociados en la calle alrededor de donde están.

Ivanov dijo esto como si los asociados estuvieran allí como un favor, para ponerse a su servicio. Peter se acercó a una ventana, se asomó, se concentró en algo, y el espanto se le dibujó en el rostro.

Mientras, otra voz le habló en ruso a Ivanov. Alguien en el avión.

—¡Mierda! —silabeó Wallace, y apartó la cabeza como si el teléfono le estuviera quemando los ojos con un soplete.

—¿Qué? —preguntó Zula.

—Tengo una corrección —dijo Ivanov—. Los asociados están dentro del edificio. No solo en las calles adyacentes. Son trabajadores muy esforzados… emprendedores. La señal wi-fi está cortada. El teléfono está cortado. Conserven la calma. Estamos aterrizando. Estaré allí en unos minutos.

—¿Quién coño es este tipo al teléfono? —gritó Peter por fin.

—El señor Ivanov y, si no me equivoco, el señor Sokolov —dijo Wallace.

—¡Sí, Sokolov está conmigo! —dijo Ivanov—. Tiene buen oído.

—¿Sobrevolando el edificio… desde dónde? —preguntó Peter.

—Toronto —dijo Wallace.

—¿Cómo…? ¿Qué…?

—Supongo que mientras jugábamos a T’Rain, el señor Ivanov fletó un chárter de Toronto a Boeing Field —dijo Wallace.

Peter se asomó a la ventana y vio aterrizar un jet privado. ¿De Ivanov?

—¿Google Maps? ¿Conoce mi nombre?

—¡Sí, Peter! —dijo Ivanov por el manos libres.

—Puede que recuerdes —intervino Wallace—, que cuando llegué, lo primero que hice fue enviar un e-mail usando el punto de acceso de Tigmaster.

—¡Me mentiste, Wallace! —dijo Ivanov.

—Le mentí al señor Ivanov —confirmó Wallace—. Le dije que me había retrasado en la zona sur-central de Columbia Británica por problemas con el coche y que le enviaría por e-mail el archivo con los números de las tarjetas de crédito dentro de unas cuantas horas.

—¡Csongor fue demasiado listo para ti! —dijo Ivanov.

—¿Qué coño es CHONGOR? —preguntó Peter.

—Quién. No qué. Un hacker que se encarga de nuestros asuntos. El e-mail que le envié al señor Ivanov pasó a través de los servidores de Csongor. Y se dio cuenta de que la IP no correspondía a Columbia Británica.

—Csongor rastreó el mensaje desde este edificio buscando la dirección IP —dijo Peter con voz apagada.

Ruidos de golpes en el teléfono.

—Estamos en el coche —dijo Ivanov, como si eso fuera un consuelo para ellos.

—¿Cómo pueden estar ya en el puñetero coche? —preguntó Peter.

—Así son las cosas cuando viajas en un jet privado.

—¿No tienen que pasar por aduana?

—Lo habrán hecho en Toronto.

Peter decidió algo, cruzó el loft, e hizo a un lado una sábana tendida para revelar una caja fuerte para armas contra la pared. Empezó a teclear un número.

—Oh, mierda —dijo Zula.

Wallace pulsó la tecla de silencio del móvil.

—¿Qué está haciendo Peter?

—Sacando su nuevo juguete.

—¿Su tabla de snowboard?

—Su rifle de asalto.

—¡He perdido la conexión con Wallace! —dijo Ivanov—. ¿Wallace? ¡WALLACE!

—¿Peter? ¡PETER! —gritó Wallace.

—¿Quién está ahí? —quiso saber Ivanov—. Oigo una voz femenina diciendo mierda. —Y se puso a hablar en ruso.

Peter había abierto la caja fuerte y descubrió el rifle de asalto en cuestión: su única pertenencia en cuya compra había invertido más tiempo que con la tabla de snowboard. Tenía todo tipo de virguerías que podía comprar el dinero: mirilla láser, bípode plegable, y otras cosas cuyo nombre Zula desconocía.

—Peter —dijo Wallace—. El arma. En otras circunstancias, tal vez. ¿Con esos tipos de la calle? Podrías tener una oportunidad. Son tipos locales. No son nadie. Pero —agitó el teléfono—. Ha traído a Sokolov consigo.

Como si eso fuera totalmente concluyente.

—¿Quién coño es Sokolov? —quiso saber Peter.

—Una mala persona con quien meterse en un tiroteo. Cierra la caja fuerte. Tómatelo con calma.

Peter vaciló. En el manos libres, Ivanov había empezado a gritar en ruso.

—Estoy muerto —dijo Wallace—. Soy hombre muerto, Peter. Zula y tú tal vez podáis sobrevivir a esto. Si cierras esa caja fuerte.

Parecía como si Peter no pudiera moverse.

Zula se acercó a él. Su intención, al hacerlo, era cerrar la caja fuerte antes de que sucediera ninguna locura. Pero cuando llegó allí, se encontró echando un buen vistazo al rifle de asalto.

Sabía utilizarlo mucho mejor que Peter.

En el manos libres, el tal Sokolov empezó a hablar en ruso. En contraste con Ivanov, tenía toda la gama emocional de un controlador del tráfico aéreo.

—¿Zula? —preguntó Wallace en voz baja.

Abajo, en el aparcamiento, la voz de Sokolov sonaba en el teléfono de alguien. Empezaron a sonar pasos por las escaleras.

—Cargadores —dijo Peter—. No tengo cargadores. Solo cartuchos sueltos. ¿Recuerdas?

«Peter, esa no es un arma de defensa doméstica —le había dicho cuando él se autorregaló el rifle por Navidad—. Si le disparas a un ladrón con eso, matará a una persona al azar a un kilómetro de distancia.»

—Muy bien, pues —dijo Zula, y cerró la puerta de golpe.

Se volvieron a ver a un hombretón con la cabeza calva como una patata que llegaba a lo alto de las escaleras. Giró la cabeza para hacer recuento de la gente que había en la habitación: Peter y Zula, luego Wallace. Entonces giró la cabeza hacia Peter y Zula y captó el detalle de la caja fuerte para armas. La expresión de su rostro podría haber sido cómica en cualquier otra circunstancia. Zula mostró las palmas de las manos y, un momento después, lo mismo hizo Peter. Se apartaron de la caja fuerte. El hombretón se acercó, comprobó la puerta y verificó que estaba cerrada. Murmuró algo y lo oyeron hacer eco, un instante después, en el manos libres de Wallace.

Wallace pulsó de nuevo la tecla de silencio.

—Lo siento, señor Ivanov —dijo—. Hemos tenido una pequeña discusión.

—Me habéis puesto nervioso.

—No hay nada de lo que estar nervioso, señor.

—Eso no puede deberse solo a los números de las tarjetas de crédito —dijo Peter—. Nadie fletaría un jet privado porque le has mentido en un e-mail sobre cuándo estarían disponibles esos números.

—Tienes razón —dijo Wallace—. No es solo por los números de las tarjetas de crédito.

—¿Entonces por qué?

—Por asuntos más grandes causados por los acontecimientos de anoche.

—¿Cómo cuáles?

—La integridad y seguridad de todos los archivos que estaban en mi portátil.

—¿Qué clase de archivos eran esos?

—Preguntar eso es una absoluta cretinez por tu parte —recalcó Wallace.

—La explicación viene de camino —dijo Ivanov—. Estamos aquí.

Zula se acercó a una de las ventanas que daban a la parte frontal del edificio y vio una limusina negra que se detenía.

Dos hombres que habían estado merodeando allí fuera se acercaron al coche y abrieron sus puertas traseras.

Del asiento de pasajeros salió un hombre fornido vestido de esmoquin. De detrás del conductor salió un hombre delgado en pijama y una chaqueta de cuero puesta encima. Ambos tenían teléfonos al oído, que ahora, en perfecta sincronía, plegaron y guardaron.

Uno de los dos merodeadores escoltó a los recién llegados a la puerta principal de Peter, que daba a un pasillo que conducía al aparcamiento de la planta baja donde estaban los coches.

El otro merodeador iba vestido solo con vaqueros y camiseta, lo que hacía que estuviera mal equipado para el invierno. Se dirigió a una ajada furgoneta que estaba aparcada delante del edificio. Abrió las puertas traseras, y luego se cargó al hombro un objeto largo. Dio un paso atrás y cerró las puertas de la furgoneta de una patada. El objeto que llevaba al hombro era una caja de casi metro y medio de largo y tal vez un palmo de ancho, con el logotipo de la empresa de mejoras domésticas situada al fondo de la calle, donde ponía COBERTURA DE PLÁSTICO DE POLIETILENO 6 MIL. La llevó al aparcamiento y cerró la puerta tras él.

El hombre del pijama subió primero las escaleras y momentos después se dedicó a recorrer la habitación observándolo todo y a todos.

—Wallace —dijo, con fuerte acento.

—Sokolov —respondió Wallace a su vez.

Por la manera en que Wallace había hablado de él, Zula casi esperaba que Sokolov tuviera más de dos metros de alto y llevara una sierra eléctrica. Sin embargo, estaba bastante segura de que no llevaba armas. Era delgado y parecía un jugador escolta del equipo de baloncesto del Ejército Rojo. Su delgadez hacía difícil calcular su edad, que probablemente se situaba en los cuarenta y tantos años. Tenía pelo rubiáceo con rastros de gris. Parecía como si se lo hubiera cortado a cepillo hacía seis meses y no le hubiera prestado mucha atención desde entonces. Tenía pelo en la barbilla, pero no en las mejillas, la nariz grande y una nuez de Adán prominente, y ojos grandes cuyo color era difícil de situar, ya que dependía de lo que estuviera mirando. Cuando miró a Zula, eran azules y no mostraron ningún indicio de conexión personal, como si la viera a través de un espejo unidireccional. Lo mismo con Peter. Entró en el cuarto de baño y miró detrás de la puerta. Comprobó los armarios. Miró detrás de los sofás y debajo de las camas. Encontró la puerta que daba a la habitación adjunta donde Peter había estado colgando láminas de yeso. Se internó en ella y salió unos momentos después y dijo una palabra en ruso.

La palabra debía significar «todo despejado», porque el hombre del esmoquin subió ahora las escaleras. Tras él venía el de la camiseta que había sacado el rollo de plástico de la trasera de la furgoneta. Tras mirar la habitación, prestando especial atención al ordenador vacío, Ivanov le dijo algo al hombre y este se dio media vuelta y bajó las escaleras.

Ivanov tenía los ojos azules pero su pelo era oscuro, y la pomada o el ungüento que usaba para apartarlo de su impresionante frente redondeada lo hacía más oscuro todavía. Su tez era pálida pero enrojecida por el aire helado del exterior. Encima del esmoquin llevaba un abrigo negro bien ajustado a una figura que, por decirlo de forma caritativa, era rechoncha. Pero se movía bien, y Zula tuvo la impresión de que podría apañárselas en una pelea de hockey. Probablemente lo había hecho, muchas veces, cuando era más joven, y se enorgullecía de ello. Prestó mucha más atención a Zula y Peter de lo que había hecho Sokolov. A Wallace casi lo ignoró, como si mantener el manos libres conectado fuera lo más útil que el escocés pudiera hacer ese día. Miró a Peter de arriba abajo y le estrechó la mano. Con Zula hizo un poco de aspavientos, porque era de ese tipo de hombres. No importaba por qué estaba aquí, qué tipo de negocios había venido a realizar. Las mujeres tenían que ser tratadas de manera distinta a los hombres: la presencia de una sola mujer en la habitación lo cambiaba todo. Le besó la mano. Pidió disculpas por las molestias. Alabó su belleza. Insistió en que se pusiera cómoda. Preguntó, varias veces, si la temperatura de la habitación no era demasiado fría para una «hermosa africana» y si debería enviar a uno de sus sicarios a traer café caliente. Todo eso con significativas miradas hacia Peter, cuyos modales resultaban muy pobres en comparación.

El hombre de la camiseta subió las escaleras con la caja de plástico industrial al hombro. Tras él venía el otro que había estado merodeando en la calle, armado con una pistola de grapas. Cuando llegaron a lo alto de las escaleras, miraron a Ivanov, que indicó con la cabeza la puerta que conducía al apartamento adjunto. Entraron y cerraron la puerta tras ellos. Sokolov observó con curiosidad.

Finalmente todos se sentaron: Wallace, Peter y Zula en el sofá, frente a Ivanov, que ocupó el sillón más grande. Tras Ivanov se situó Sokolov, que a veces permanecía de pie con las manos a la espalda y a veces caminaba sin hacer ruido por el loft, asomándose a las ventanas.

—No comprendo —dijo Ivanov—, por qué envías un e-mail quejándote de que se te ha averiado el coche en algún lugar del sur de Columbia Británica, cuando el coche funciona bien y está en Seattle en el almacén de Peter… un hombre al que no he tenido el placer de conocer antes.

Wallace trató de hablar y no lo consiguió, se aclaró la garganta, lo intentó de nuevo:

—Le mentí, señor, porque sabía que no podría entregar los números de las tarjetas de crédito a la hora prometida. Comprendí que tardaría unas horas. Esperaba que no le importara un breve retraso.

Ivanov se subió las mangas para descubrir, y examinar, el reloj de pulsera más grande que Zula había visto jamás.

—¿Cuánto es «breve»? A veces tengo problemas con el inglés.

—El retraso ha resultado mayor de lo que esperaba.

—¿Cuál es la naturaleza del retraso? ¿Nos ha jodido Peter?

Peter dio un respingo.

—Pido disculpas por el lenguaje —le dijo Ivanov a Zula.

Durante un rato, solo oyeron ruidos apagados procedentes del apartamento de al lado, pero ahora oyeron el sonido de la cobertura de plástico al ser extraída del enorme rollo, seguida por el esporádico clic-clic de la pistola de grapas, que llegaba rápidamente a través de la pared. Eso distrajo a Peter y Zula. Ivanov lo advirtió y lo malinterpretó.

—Hacen agujeritos —dijo—. No grandes. Fácil de reparar. Con un poco de…

Dijo una palabra en ruso, luego miró a Sokolov, quien, un poco distraído (tal vez sorprendido) por lo que sucedía en la otra habitación pasó por alto la indicación. Ivanov miró entonces al hombretón con cara de patata que estaba de pie junto a la caja fuerte de las armas y le hizo una pregunta. El tipo pidió profusamente disculpas porque no podía ayudarle. Pero gritó algo hacia abajo y el fumador que estaba apostado en el aparcamiento respondió:

—¡Masilla!

—Masilla —repitió Ivanov, y extendió las manos, las palmas hacia arriba, como pidiendo perdón.

—No tiene nada que ver con Peter. De hecho, Peter ha estado trabajando diligentemente para ayudarme a superar el problema —dijo Wallace.

—Así que Peter no nos ha jodido.

—Correcto, señor.

—¿Y tú? ¿Me has jodido tú, Wallace?

—No es ese tipo de problema.

—¿De veras? ¿Qué tipo de problema es?

—Un problema técnico.

—Ah, así que has conducido hasta el almacén de Míster Genio Técnico, aquí, para conseguir «apoyo técnico».

—Sí.

—¿Y te lo ha dado?

—Sí. Y Zula también.

Ivanov se ruborizó.

—Sí, perdóneme, naturalmente, soy injusto.

Silencio, excepto el sonido del plástico y la pistola de grapas.

—¿Y? —preguntó Ivanov, alzando las cejas—. ¿El problema persiste?

—Me temo que sí.

—¿Algo va mal con el archivo? —lo dijo dirigiendo a Peter una sombría mirada.

—El archivo estaba bien.

—¿«Estaba»?

—Ahora es inaccesible.

—¿No hiciste una copia de seguridad?

—Tuve mucho cuidado de hacer una copia de seguridad, señor, pero también es inaccesible.

—¿Qué es esto de «inaccesible»? ¿Has perdido el ordenador?

—No, el ordenador y la unidad de backup están en mi poder, pero los datos fueron encriptados.

—¿Has olvidado la clave?

—Nunca la tuve.

Ivanov se echó a reír.

—No soy ningún especialista en informática, pero… ¿cómo es que nunca has tenido la clave de un archivo que has encriptado?

—No lo encripté yo.

—¿Peter? ¿Lo encriptó Peter?

—¡No! —exclamó Peter.

—¿Lo encriptó Zula?

—No —dijeron Peter y Wallace al unísono.

—¿No puede hablar por sí misma?

—No lo encripté yo, señor Ivanov —dijo Zula, ganándose un gesto apreciativo, como si acabara de terminar una pirueta en las Olimpiadas.

—¿Alguien que falta? ¿Alguien que no está aquí y encriptó el archivo y la unidad?

—Es una forma de hablar.

El rostro de Ivanov se arrugó y se echó a reír.

—¡Ah, ahora viene lo bueno! Por fin llegamos a la parte donde empieza la mierda. Me hace sentirme necesario.

La puerta de la habitación adjunta se abrió y salieron los dos hombres cargando con el rollo de plástico, notablemente reducido. A través de la puerta abierta Zula pudo ver que habían cubierto de plástico la habitación entera. Habían desenrollado una lámina por el suelo y la habían subido por las paredes, y luego habían grapado encima las otras láminas para cubrir las ventanas e incluso el techo. Los dos hombres atravesaron la habitación sin decir palabra y bajaron al aparcamiento.

—¡Es una forma de hablar! —Ivanov se dio una palmada en el muslo—. Qué bonita expresión.

Su sonrisa desapareció y taladró a Wallace con la mirada.

—¿Wallace?

—¿Sí, señor?

—¿Cuánta gente ha tocado tu portátil hoy?

—Una, señor. Solo yo.

—¿Cuánta gente ha tocado tu unidad de backups en su bonita y cara caja fuerte?

—Una.

—¿Entonces quién carajo, y es una forma de hablar, quién carajo encriptó el archivo?

—No lo sabemos. Pero podemos conseguir la clave… —Wallace intentaba ahora hablar más alto que Ivanov—. Con la ayuda de estas personas podemos conseguir la clave…

Ivanov se había llevado las dos manos a las sienes y miraba el suelo entre sus pies.

Uno de los grapadores subió las escaleras con una taladradora inalámbrica, un soplete, un rollo de cinta adhesiva, y una cuerda de piano. Entró en el apartamento plastificado y cerró la puerta tras él.

—Lo primero que tengo que comprender es si alguien nos ha jodido o no.

—Sí, alguien desde luego nos ha jodido, señor —respondió Wallace.

—¡Pide disculpas a Zula cuando digas esa palabra!

—Perdona, Zula.

—¿Cuánto nos ha jodido?

—Mucho.

—Tienes en el portátil, en la unidad de backups, muchos archivos que son importantes para nosotros.

—Sí.

—¿Estado de esos archivos?

—Lo mismo.

—¿Todos encriptados?

—Sí, señor.

—¿Originales y copias de seguridad?

La tensión se había vuelto tan insoportable que Zula no supo si desmayarse o vomitar.

Ivanov se echó a reír.

—Sé cómo hacer esto —dijo—. Si alguien nos jode a base de bien, estoy familiarizado con este tipo de situaciones. Sokolov también. ¡Peter!

—¿Sí, señor Ivanov?

—¿Conoces la batalla de Stalingrado?

—No, señor.

Ivanov se sintió decepcionado.

—La mayor batalla de todos los tiempos, probablemente —dijo Zula.

Ivanov sonrió y la señaló elocuentemente.

—¿Una maravillosa y gloriosa victoria para la Madre Rusia? —preguntó.

—No sé si la llamaría así.

—¿Por qué no? —preguntó Ivanov, en un tono tan tempestuoso que Zula estuvo segura de que se estaba burlando de ella.

—Porque los alemanes penetraron muy profundamente en Rusia y causaron pérdidas horribles.

Era la respuesta correcta.

—¡Pérdidas horribles! —repitió Ivanov. Se volvió a mirar a Wallace, retándolo a apreciar lo lista que era Zula—. ¡Pérdidas horribles! ¿Has oído a Zula? ¿De dónde es usted? Seguro que no de este ridículo país.

—De Eritrea.

—¡Eritrea!

—Sí.

Extendió la mano hacia ella.

—¡Pérdidas horribles! La chica comprende la naturaleza de las pérdidas horribles. ¿Dónde están sus padres?

—Están muertos.

—¡Muertos! Pérdidas horribles, en efecto. ¡Pero los eritreos ganaron la guerra!

—Sí.

—Los rusos, después de Stalingrado, marcharon hacia Berlín. ¿ENTIENDES EL ARGUMENTO, Wallace?

—Sí, señor.

—Dijiste que estos dos, Peter y Zula, podían resolver el problema técnico y ganar nuestra pequeña batalla a pesar de las pérdidas horribles, ¿no?

—Sí, estábamos trabajando en ello, pero…

Ivanov alzó la mano para hacerlo callar.

—Wallace, hazme un favor y atraviesa esa puerta —indicó la habitación recubierta de plástico.

Wallace no se movió.

—Por esa puerta —repitió Ivanov.

—¿Podemos hacerlo rápido y sencillo? —preguntó Wallace.

—No si te quedas sentado en ese sofá. Rápido y sencillo depende de lo rápido que te muevas. Y de la información que obtenga de Peter y Zula. Ahora, ve y espera.

Wallace, observado curiosamente por Sokolov, se levantó y entró en la habitación adyacente. Uno de los hombres de allí dentro avanzó, moviéndose con cuidado sobre el resbaladizo plástico, y cerró la puerta tras él. Pudieron oír el chirrido de un trozo de cinta adhesiva al ser arrancado del rollo.

—Señor Ivanov —dijo Zula—, Wallace es inocente.

—Es usted una chica hermosa, inteligente, deduzco que entiende de ordenadores. Convénzame de ello —suplicó Ivanov—. Hágame creer.

Zula habló durante una hora.

Explicó la naturaleza y la historia de los virus informáticos. Habló de un subgrupo concreto de virus que encriptaban los discos duros y retenían sus contenidos a la espera de rescate. De las dificultades de ganar dinero con ransomware. Explicó la innovación que los desconocidos y anónimos creadores del virus REAMDE habían impuesto. Ivanov no había oído hablar de juegos de rol multijugadores masivos en línea, o MMORPG según la sigla establecida, así que ella le contó su historia, su tecnología, su sociología, su crecimiento como un sector importante de la industria del entretenimiento.

Ivanov escuchaba embelesado, interrumpiéndola de vez en cuando. La mitad de las veces era para alabarla, ya que parecía convencido de que toda mujer que no recibiera un cumplido cada cinco minutos lo apuñalaría con un picahielos por la espalda. La otra mitad de las veces era para hacer una pregunta. Algunas eran agudamente inteligentes, y otras traicionaban una preocupante carencia de comprensión técnica.

Cuando terminaron los preliminares, Ivanov empezó a sondear sobre la culpabilidad de Wallace. ¿Era acusable la infección a algún descuido por su parte? En otras palabras, ¿cómo se extendía el virus?

Zula le contó lo que había descubierto, que el REAMDE se extendía por un agujero de seguridad de Outlook, un software muy popular que, entre otras cosas, se encargaba de calendarios, contactos y demás. Para hacer algo importante en T’Rain había que dirigir una red de vasallos razonablemente amplia. Las actividades coordinadas de grupo se volvían así una parte esencial del juego. Lo que significaba que varios de los jugadores de tu jerarquía feudal tenían que estar conectados al mismo tiempo, para realizar negocios o dirigir partidas de guerra, ataques a calabozos, y similares. Estas actividades había que programarlas en medio de los partidos de la Liga Infantil, las citas con el dentista, estudiar para los exámenes finales, etcétera, y por eso un sistema de calendarios únicos que existiera solo dentro de la aplicación de T’Rain no servía. Se había creado un añadido que construía un puente entre T’Rain y Outlook. La mayoría de los jugadores de T’Rain lo usaba. El añadido funcionaba enviando mensajes de un lado a otro, consistentes en invitaciones para participar en aventuras en grupo y ese tipo de cosas. La mayoría era puro texto, pero era posible adjuntar imágenes y otros archivos a esas invitaciones, y ahí estaba el agujero de seguridad: REAMDE se aprovechaba de un bug de desbordamiento en Outlook para inyectar código malicioso en el sistema operativo anfitrión y establecer control a nivel raíz del ordenador, con lo que podía hacer lo que quisiera, incluyendo encriptar los contenidos de todas las unidades conectadas. Primero, no obstante, enviaba el virus a toda la lista de contactos en T’Rain de la víctima.

Había otro detalle, mencionado en una wiki interna, que no compartió con Ivanov: el agujero de seguridad de Outlook se conocía desde hacía tiempo y la mayoría de los programas antivirus estaban preparados. Pero los jugadores empedernidos seguían siendo vulnerables porque jugaban en T’Rain en modo pantalla total y por tanto eran ajenos a las advertencias cada vez más histéricas lanzadas a sus pantallas por sus softwares antivirus.

Otro detalle que decidió no compartir: Wallace casi con toda seguridad había pillado el virus por el ordenador del tío Richard, esparcido a través del pen drive.

—Así que Wallace utilizó ese añadido —dijo Ivanov, citando en el aire—, y se infectó de ese virus.

—De manera completamente inocente, sí —dijo Zula. Durante la primera parte de su charla informativa se había apoyado en un arrebato de energía que la había hecho aguantarlo casi todo, pero en los últimos diez minutos el cansancio se había apoderado de ella y había frenado el ritmo y había empezado a atascarse con las palabras y a comenzar frases que no sabía cómo terminar. Ahora advirtió tenuemente que el resultado de todo lo que había dicho, para Ivanov, podría ser que Wallace había metido la pata y merecía ser castigado. Eso la dejó casi paralizada.

Para su propia considerable sorpresa y vergüenza, se echó a llorar. Se inclinó hacia delante y se llevó las manos a la cara.

—¡Soy un idiota! —exclamó Ivanov—. Soy el hombre más estúpido del mundo.

Se levantó. Temiendo que fuera a acercarse a consolarla, Zula se tensó y se obligó a contenerse un momento. No se atrevió a alzar la mirada. A través de las lágrimas y sus propios dedos pudo ver los pulidos zapatos de Ivanov moviéndose. Salió de la habitación. Ella dejó escapar unos cuantos jadeos y sollozos, mezclados ahora con el enfado consigo misma y la frustración por comportarse de manera tan estúpida. No había llorado en serio desde el funeral de su madre.

Ivanov volvió a la habitación apenas quince segundos después. Zula pudo oír sus pasos tras el sofá. Dio un respingo cuando algo flácido y pesado cayó sobre sus hombros.

—¿Qué le ocurre? —quiso saber Ivanov. Se estaba dirigiendo a Peter. Zula se dio cuenta de que Ivanov había agarrado el brazo de Peter y se lo había pasado por encima del hombro, y ahora lo colocaba en su sitio como si fuera cemento húmedo en un molde. Ella logró controlarse entonces, no porque Peter la estuviera rodeando con el brazo sino por el humor, algo negro, de la situación: aquel Ivanov, fuera quien fuese y fuera lo que fuese, venía en jet desde Toronto para darle a Peter lecciones de cómo ser caballeroso con su novia, y Peter atrapado, incapaz de explicar que acababan de romper.

Ivanov dio órdenes a todos los presentes, que se pusieron en movimiento y sacaron sus teléfonos. Zula se irguió en su asiento, se debatió contra el peso del brazo de Peter, y este, aterrorizado de lo que podría sucederle si desobedecía a Ivanov, lo dejó donde estaba, una comadreja muerta sobre sus hombros.

—Lo único que me creo de verdad es que alguien me ha jodido —anunció Ivanov, con el gesto de disculpas de costumbre hacia Zula—. ¿Saben algo de ruso? Kto Kvo. Un dicho de Lenin. Significa «¿quién a quién?». Hoy yo soy el «a quién». Al que joden. Soy hombre muerto. Tan muerto como él —indicó la habitación adjunta. Zula notó que sus pulmones se llenaban con un jadeo. Ivanov continuó—: Esa no es la cuestión. La cuestión es el modo de mi muerte. Me queda algún tiempo. Tal vez quince días. Me gustaría pasarlos bien. No es demasiado tarde para morir gloriosamente. Pero puedo morir mejor que él —otro gesto—. Puedo morir como «quién», no como «a quién». Puedo mostrarles a mis hermanos que luché por ellos hasta el final, a pesar de las pérdidas horribles. Creo que lo entenderán. Seré un hombre muerto pero perdonado y no un insecto aplastado. Lo único que necesito es saber: ¿quién es el «quién»?

Peter finalmente retiró el brazo de Zula, quien se irguió en el asiento y miró a Ivanov directamente. Ivanov les devolvió la mirada, pero centrándose principalmente en ella, con expresión interesada. Como si todo esto fuera una entrevista de trabajo muy seria y académica.

—¿Entiende la pregunta?

—¿Quiere saber quién le hizo esto?

—Yo utilizaría un verbo distinto, pero sí.

Todos permanecieron sentados en silencio unos instantes. Pudieron oír el motor de un vehículo arrancando abajo, a hombres hablar por teléfono.

—Quiere identificar al Troll. La persona que creó el virus —dijo Peter.

—¡Sí! —exclamó Ivanov, levemente irritado.

—¿Y si podemos darle esa información, entonces… estamos a la par?

—¿A la par? —preguntó Ivanov, claramente sin ningún humor para negociar (si de eso se trataba) con Peter.

—Quiero decir, ¿estará resuelto? ¿Entre usted y nosotros?

Fue un momento interesante.

Aunque toda la situación estaba cargada de amenaza implícita, Ivanov no había alzado un dedo, ni dado a entender que fuera a hacerlo, contra ellos. Alzó las cejas y miró a Peter, ahora, bajo una nueva luz: un hombre que, por decirlo de alguna manera, había lanzado una amenaza contra sí mismo. Había dado por hecho que le debía algo a Ivanov y que habría consecuencias si no satisfacía esa deuda.

Ivanov se encogió levemente de hombros, como diciendo: «No se me había pasado por la cabeza, pero ahora que lo menciona…»

—Es usted muy generoso.

Durante todo este interludio, Peter cayó en la cuenta de su error y trató ahora de retractarse.

—Comprenda que el autor del virus podría estar en cualquier lugar del mundo, y que probablemente se habrá tomado grandes molestias para ocultar su identidad, cubrir sus huellas…

—Me confunde —dijo Ivanov—. ¿Puede encontrar al Troll, o no?

Peter miró a Zula.

—¿Por qué mira a la señorita Zula? Es usted el genio hacker, ¿no?

Peter no fue capaz de decir nada.

Zula se sentía muy cansada, y su mente estaba en varios lugares a la vez. La palabra «flashback» era demasiado inquietante para describir lo que sucedía en su mente. Pero la mente recuperaba recuerdos que estaban relacionados con las impresiones que inundaban sus órganos sensoriales, y los primeros años de su vida reflejaban mejor lo que estaba sucediendo en ese momento que la mayoría de lo que había experimentado en la provinciana Iowa. No tenía la energía, la claridad, ni lo que los frikis informáticos llamaban la «banda ancha» para tratar con todos los aspectos de esta situación a la vez. Desde luego el que dominaba era la sensación de que corría peligro. Había también un lado técnico. Pero ninguna de las dos cosas explicaba la mareante sensación que seguía produciéndose en oleadas en su abdomen. Había un aspecto moral en todo esto. No lo vio hasta que enviaron a Wallace a la otra habitación. Por eso, un hombre como Ivanov probablemente la vería como ridículamente ingenua. Ella podría tal vez olvidar esa ingenuidad por una vez.

Ahora, sin embargo, le pedían que entregara a otra persona: un completo desconocido, en alguna parte, que había creado REAMDE. Ella no se había ofrecido voluntaria para hacer el trabajo. Peter la había traicionado con una mirada.

—¿Señorita Zula? Pido disculpas, veo que está muy cansada —dijo Ivanov—. Pero ¿trabaja en la misma compañía? ¿Es posible?

Y la respuesta de la chica de Iowa, naturalmente, era siempre sí. Sobre todo a un hombre mayor y amable y bien vestido que había venido de tan lejos.

Por algún motivo recordó un momento, cuando tenía unos catorce años: la epidemia de cristal de meta en Iowa. Estaba sola en casa y se asomó a la ventana y vio una extraña furgoneta que avanzaba muy despacio por la calle. Pasó un par de veces ante la casa y luego aparcó en el camino de acceso que conducía al cobertizo donde guardaban las herramientas. Un par de hombres bajaron de la furgoneta, mirando nerviosos alrededor. Sin saber si venían a hacer un encargo legítimo, Zula llamó por teléfono al tío John (así llamaba a su segundo padre adoptivo), y este le dijo con muchísima calma que cerrara con llave todas las puertas de la casa, sacara una escopeta y una caja de munición, y se escondiera en el desván. Sus casuales instrucciones fueron acompañadas, y a veces ahogadas, por un estrépito de chirridos y golpes que, como comprendió más tarde, eran el resultado de conducir a ciento cincuenta kilómetros por hora mientras hablaba. Zula apenas había recogido tras ella las escaleras del desván cuando en el exterior se oyó un montón de ruido de vehículos, y se asomó por una ventanita para ver el coche del tío John en medio del patio delantero al final de una larga marca de derrape que rodeaba por completo la casa (pues la había rodeado una vez, para comprobar que no hubieran forzado la entrada) y a John cojeando con sus piernas protésicas para agazaparse detrás del vehículo mientras la furgoneta salía a la calzada con una puerta abierta. Una nube de lo que le pareció vapor salía por el lado del cobertizo donde guardaban el tanque de amoniaco anhidro. Unos minutos más tarde el departamento del sheriff llegó en masa, y Zula se sintió segura y salió del desván. John le gritó que no tenía permiso para bajar todavía. Luego la abrazó y le dijo que era su chica maravillosa. Le preguntó después por la escopeta. A continuación le dijo lo magnífica que era, y le ordenó que subiera y no saliera hasta que le diera permiso. Ella subió las escaleras y, al asomarse a una ventana, vio lo que John no quería que viera: los enfermeros de la ambulancia poniéndose sus trajes de protección para materiales peligrosos y colocando un gran cuerpo arrugado en una bolsa de cadáveres. Uno de los ladrones, sorprendido quizá por la súbita llegada del tío John, había cometido un error con la fila de amoniaco anhidro y se había rociado con el producto, que había absorbido toda el agua de su cuerpo.

Fue en ese momento, pero nunca antes y rara vez desde entonces, en que ella percibió una especie de línea subterránea, quizá como aquellas líneas ley de T’Rain, que corría de su gente en Eritrea hasta su gente en Iowa.

—Con una llamada telefónica —dijo Zula—, podría conseguir más información sobre el Troll.

Ivanov continuó mirándola con expectación y, después de unos momentos, alzó las cejas, instándola a continuar.

—Entonces —continuó Zula—, podría usted seguir adelante.

El rostro de Ivanov dejó de moverse, como golpeado por una andanada de amoniaco anhidro.

—Para continuar resolviendo su problema —añadió Zula graciosamente—, o lo que tenga que hacer.

—Una llamada telefónica, ¿a quién?

—La compañía tiene una política de privacidad.

El rostro de Ivanov se retorció.

—Eso me parece una chorrada.

—Hay reglas —dijo Zula.

El tío Richard le había explicado, cuando empezó a trabajar para la Corporación 9592, que la mayoría de la gente con la que estaría trabajando tendría cromosomas Y y lo que funcionaba en el campamento de boy scouts debería funcionar aquí. «Los tíos solo quieren saber dos cosas —le dijo—. Quién está al mando y cuáles son las reglas.» Y en efecto eso funcionaba como por arte de magia. Ivanov asintió.

—La compañía tiene información sobre nombres, direcciones, datos demográficos de sus clientes —continuó Zula—. Pero no divulga esa información. Nadie juega con su propio nombre, su nombre real. Es imposible que yo, como jugadora, pueda rastrear la identidad auténtica del mundo real del Troll o de cualquier otro jugador.

—Pero alguien de la compañía lo sabe.

—Sí, alguien lo sabe siempre.

—Tal vez las reglas se rompen a veces, un poco.

—Generalmente no, pero…

Zula interrumpió la frase ya que Ivanov estaba haciendo ya su gesto de «eso es una chorrada».

Al parecer alguien salió a por suministros, ya que su ruso quedó de pronto salpicado de expresiones como «venti mocha».

—Peter —dijo Sokolov, el primer sonido que hacía en mucho rato.

Peter alzó la cabeza y vio a Sokolov indicar una webcam montada en lo alto de las escaleras, apuntando al taller.

—Tiene dos cámaras de seguridad.

Peter no respondió.

—¿O tal vez más? —insistió Sokolov.

Peter lo consideró.

—En realidad son tres —admitió.

—Ah —dijo Sokolov.

Durante unos instantes, Zula se preguntó cómo Sokolov podía haber pasado por alto la tercera. Todas eran muy obvias: una apuntaba al salón delantero que daba a la entrada; otra en el taller, subiendo las puertas al callejón; la tercera en lo alto de las escaleras.

Entonces lo comprendió. Sokolov estaba poniendo a prueba a Peter.

Sokolov sabía perfectamente bien que había tres cámaras: había revisado todo el lugar, lo había visto todo. Pero había dicho «dos» solo para ver si Peter revelaba la existencia de una tercera.

—¿Se activan por movimiento? —preguntó Sokolov.

—Sí.

—¿Dónde almacena los datos?

—Aquí —dijo Peter—. En mi servidor.

Sokolov hizo como que no había oído, pero se quedó mirando a Peter a los ojos durante varios largos segundos.

—Y… en una unidad de backup —admitió Peter—. Bajo las escaleras.

Sokolov finalmente apartó la mirada de la cara de Peter y asintió.

—Habrá que borrar los archivos.

—Muy bien —dijo Peter, enormemente aliviado. Se dio una palmada en las rodillas y se puso en pie—. Vamos a hacerlo.

Vigilado atentamente por Sokolov, Peter se entretuvo un rato ante un terminal. Mientras tanto, abajo empezaron a mover los coches. El Scion de Peter acabó aparcado fuera, en la calle. El Prius de Zula fue internado en el aparcamiento y pusieron a su lado el deportivo de Wallace, despejando el callejón.

Mientras lo hacían, recuperaron el teléfono de Zula e Ivanov se lo ofreció, como si fuera un collar de Swarovski.

—Zula.

—C-plus, hola.

—No es frecuente que tenga el placer de hablar con alguien del departamento magma.

—C-plus, es porque estoy trabajado en un proyecto lateral (es una larga historia) que me ha encargado Richard.

—Dirección por el fundador —digo Corvallis, con tono de irónica desaprobación. Supuestamente, «dirección por el fundador» (un término que indicaba que Richard hacía lo que se le antojaba) había sido erradicado de la Corporación 9592 hacía unos cuantos años, cuando los ejecutivos profesionales empezaron a dirigir las cosas.

—Sí. Es un proyecto informal. Llámalo investigación. Tiene que ver con, uh, unos movimientos de oro no habituales relacionados con un virus llamado REAMDE.

—Qué curioso. Nunca había oído hablar de él hasta que vine a trabajar esta mañana. Ahora la gente no habla de otra cosa.

—Explotó durante el fin de semana. Mira, necesito una pequeña información.

—¿Dónde busco?

—Mi historial. Hace varias horas.

Sonido de teclas.

—¡Guau, moriste anoche un montón de veces!

—Pues sí.

Más teclas.

—Luego te largaste sin ceremonias.

—Un fallo de energía en Georgetown, Internet se cortó.

—Bien. Parece que te divertiste un rato en las montañas Torgai.

—Sí. Una aciaga expedición.

—Eso diría yo. ¿Qué es lo que necesitas?

—Al principio, alguien me lanzó un hechizo sanador. No era miembro de mi grupo. Sucedió a eso de las tres de la madrugada, cuando mi personaje estaba cerca de cierta intersección de línea ley…

—Bueno, si solo te lanzaron un hechizo sanador, debe ser bastante fácil.

—¿Tienes la entrada del historial?

En el mundo de T’Rain, un gorrioncillo no podía caerse de su nido sin que el hecho fuera archivado y etiquetado con su hora.

—Sí.

—Muy bien.

Zula no pudo evitar advertir el efecto que su mitad de la conversación tenía sobre Ivanov. El ruso se dio la vuelta y le hizo un gesto a Sokolov, que se acercó, como si el Troll estuviera a punto de salir de un salto del teléfono de Zula para echar a correr.

—¿Quién me lanzó ese hechizo, C-plus?

—Es difícil de decir.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Zula, un poco bruscamente.

—Es literalmente difícil de decir. Mi chino es un poco pobre.

—¿Entonces el nombre del personaje está en chino?

Ivanov y Sokolov se miraron el uno al otro como solo los rusos pueden mirarse cuando se habla de los chinos.

—Sí, y él o ella ni se molestó en ponerse un sobrenombre occidental.

Esto se debía a los esfuerzos de Richard y Nolan para hacer que T’Rain fuera lo más amistoso posible hacia los chinos. En otros juegos similares, cada jugador tenía que usar un nombre escrito en caracteres latinos, pero en T’Rain era opcional.

—Él o ella… ¿no hay datos personales ni demográficos sobre el jugador?

—Es claramente un montón de basura generado por un bot o algo —dijo Corvallis.

—¿Tarjeta de crédito?

—Es autosostenible.

Otra de las innovaciones de Richard y Nolan. En la mayoría de los juegos online, tenías que enlazar tu cuenta con un número de tarjeta de crédito para cubrir los costes mensuales. No muy amistoso hacia los adolescentes chinos. Pero T’Rain tenía en las entrañas el blanqueo de dinero, así que también esto era opcional: si tu personaje conseguía beneficios, por ejemplo, vendiendo oro, podías pagar tu tarifa mensual deduciéndola automáticamente de su cofre del tesoro. Se les llamaba cuentas autosostenibles.

—¿Hay algún modo de conseguir información concreta sobre quién maneja ese personaje?

A Zula no le gustó el efecto que sus palabras tuvieron sobre la cara de Ivanov.

—Puedo darte la IP desde la que se conectaron.

—¡Eso sería maravilloso! —dijo Zula, esperando estar vendiendo de verdad esa maravilla a Ivanov. Pidió por señas algo para escribir. Sokolov se acercó y cogió un Sharpie del tazón de una mesita. Tal vez era un poco extraño que supiera la situación de cada boli en la habitación mejor que Peter, pero quizá su trabajo era localizar todo lo que hubiera cerca y pudiera ser empleado como arma. De un mordisco Sokolov le quitó el capuchón y le tendió la palma para que Zula escribiera. Ella cogió el boli y colocó la mano de escribir sobre la de Sokolov, que había recibido muchos castigos y a la que le faltaba la última falange de un dedo, aunque era tan cálida como la de cualquier hombre.

—¿Lista? —preguntó Corvallis.

—Dispara —respondió Zula, y luego dio un respingo ante la palabra elegida.

Corvallis, hablando muy claro y despacio, recitó cuatro números entre 0 y 22: un cuádruple con puntos o dirección de Protocolo de Internet. Zula los anotó en la palma de la mano de Sokolov. Ivanov observaba con espectacular intensidad, y luego le dirigió una mirada asombrada.

Sabía lo que era.

Era lo mismo que Csongor había utilizado para detectar la mentira de Wallace y dirigirlo a la casa de Peter. Y como lo había visto funcionar a la perfección una vez, Ivanov supuso que no fallaría una segunda.

—Gracias —dijo Zula—, y mi siguiente pregunta…

Sonido de teclas.

—Pertenece a un gran bloque de direcciones alojadas en una ISP de Shyamen.

—¿Cómo dices?

Corvallis lo deletreó, y ella escribió en la carne de Sokolov: X-I-A-M-E-N.

Esto disparó una furiosa pero cómicamente silenciosa actividad entre Ivanov y sus sicarios.

—Puedes buscarlo tú misma en Google —dijo Corvallis, y Zula (que, a pesar de todo, seguía siendo vigilada atentamente por Sokolov), resistió la tentación de decir «No, no puedo»—. Antiguamente llamada Amoy —continuó, con tono cantarín que anunciaba que lo había encontrado en Google—. Una ciudad portuaria en el sureste de China, en la desembocadura del río de los Nueve Dragones, justo frente a Taiwán. Dos millones y medio de habitantes. Es el vigésimo quinto puerto en importancia del mundo, subiendo desde el trigésimo. Bla, bla, bla. Bastante genérica, para ser una ciudad china.

—¡Gracias!

—Lamento no poder ser más concreto.

—Es algo con lo que empezar a trabajar.

—¿Hay algo más en lo que pueda ayudarte?

«Sí.»

—No.

—¡Qué tengas suerte!

Y colgó.

La palabra «adiós» apenas había salido de los labios de Zula cuando Sokolov le quitó el teléfono de la mano. Sabía cómo manejarlo, entró en Internet y buscó Xiamen.

Hacía un rato que ella era vagamente consciente de unos olores gratificantes en la habitación: flores y café.

Ivanov, sonriendo, se acercó con un enorme ramo de lirios en los brazos. Todavía llevaban el envoltorio de plástico y el código de barras de la tienda cercana.

—Para usted —anunció, entregándoselas—. Porque la hice llorar. Es lo menos que podía hacer.

—Muy amable por su parte —dijo ella, tratando de parecer agradecida a pesar de todo su cansancio.

—¿Un latte? —preguntó él. El hombre de la camiseta estaba a su lado con una bandeja de cartón repleta de vasos del Starbucks world HQ, cuya colosal sirena verde se alzaba sobre Georgetown como el Hombre de Malvavisco de los Cazafantasmas.

—Me encantaría —dijo ella, y en eso no tuvo que mentir.

Como todos los visitantes estaban ahora ocupados, Zula llevó las flores a la zona de la cocina y las dejó sobre una encimera para poder cortar los tallos y ponerlas en agua. Una tontería. Pero, como muchos de sus impulsos de chica buena de Iowa, era como un reflejo inevitable. No era culpa de las flores que las hubieran comprado unos gangsters. El café latte estaba sabrosísimo, y le quitó la tapa y la tiró para poder hundir los labios en la cálida espuma y beber directamente. Peter no tenía jarrones, pero encontró una jarrita de barro que mantendría las flores y la llenó de agua. Luego se entretuvo quitando los envoltorios de plástico y las tiras de goma que unían los tallos de las flores.

Al ver movimiento mientras lo hacía, alzó la mirada y vio a dos hombres sacar un largo bulto envuelto en plástico de la habitación de al lado.

Estuvo en el suelo antes de ser plenamente consciente de haberse mareado.

World of Warcraft había sido el competidor prominente en la industria de la Corporación 9592 desde lo que parecía una eternidad, hasta que comprobabas las cifras y te dabas cuenta de que solo tenía unos pocos años de antigüedad. Richard y Nolan habían pasado por varias fases en su actitud hacia ello:

  1. Negativa avergonzada de que soñaran con competir con un poder tan grande como WoW.
  2. Seguridad, impulsada por la arrogancia, de que podían desalojarlo de su nido con un golpe de mano.
  3. Aplastante comprensión de que era imposible y que estaban condenados a un abyecto fracaso.
  4. Cauto optimismo de que tal vez la vida no iba a ser un fracaso eterno.
  5. Dejarse finalmente de pamplinas y elaborar un plan.

En algún lugar entre las fases 4 y 5, Richard se recluyó en el Schloss durante el Mes del Barro (las semanas siguientes al final de la temporada de esquí) y anotó algunas ideas que estaba pergeñando desde las más lúgubres y sombrías semanas de la fase 3. Al leerlas, Corvallis identificó esto como un «punto de inflexión», que era otro de esos términos que no significaban nada para Richard pero que, a juzgar por los vigorosos cambios en el mensaje corporal que provocaba en las reuniones, tenía un significado infinito para los empollones matemáticos. Por lo que Richard pudo deducir, marcó el oscuro momento en que, visto más tarde en perspectiva, todo cambió.

Durante un tiempo el informe correteó por la oficina como un rotulador gastado. Entonces Richard, con un poco de ayuda lingüística por parte de Corvallis, le dio un título arrebatador: Combate con Armas Medievales como Metáfora Universal para los Esquemas de Protocolo de Interfaz Multipropósitos (MACUMAPPIS en su sigla en inglés).

Como el Combate con Armas Medievales era el aire que respiraban, incluso mencionarlo parecía gratuito, así que lo acortaron a UMAPPIS y, como lo de «metáfora» ponía nerviosos a algunos de los hombres de negocios, se convirtió en APPIS, que les gustó lo suficiente como para registrarlo. Y como APPIS estaba a solo una letra de distancia de APIS, que significaba abeja en latín, crearon y registraron un logotipo relacionado con las abejas y los panales. Como pacientemente le dijo Corvallis a Richard, todo era una especie de chiste interno high-tech. En ese mundo, API significaba «interfaz de aplicación de programas», es decir, los paneles de control de software a los que los técnicos frikis conectaban sus tecnologías para hacer posible que otros frikis escribieran programas que los utilizarían. Todo lo cual estaba a una o dos capas de abstracción más allá del punto en que a Richard podía importarle una mierda.

—Lo que intento decir en este memorándum —le explicó a Corvallis—, es que a todo el que le apetezca debería poder coger nuestro juego por el cuello y obligarlo a resolver problemas para ellos.

Y Corvallis le aseguró que eso era exactamente sinónimo de tener una API y que todo lo demás era marketing.

Los problemas que Richard tenía en mente no estaban relacionados con el juego ni con el entretenimiento siquiera. La Corporación 9592 ya había cubierto tantas de esas bases como podía idear su gente más imaginativa, y luego habían pagado a abogados para examinar el material que ellos habían creado y extrapolar categorías completas de cosas que pudieran idearse después. Y dondequiera que fuesen, descubrieron que los creadores de World of Warcraft habían estado allí cinco años antes y habían patentado todo lo que era patentable y, en un sentido u otro, se habían ciscado en todo lo que no lo estaba. Lo cual explicaba mucho sobre la fase 3.

La epifanía (si no era una palaba demasiado fina para la mierda enloquecida que había surgido en el cerebro de Richard) se produjo en una cervecería de Sea-Tac. Richard llevaba allí atrapado un par de horas después de que su vuelo a Spokane fuera retrasado por una colisión entre una camioneta de equipaje y el avión: una circunstancia extrañamente común en ese aeropuerto, y uno de esos detalles aldeanos que ayudaban a conservar su sabor a ciudad pequeña. Sentado allí con su cerveza y mirando a los viajeros sin zapatos ni cinturón pasar por el detector de metales, le llamó la atención el puro aburrimiento del trabajo que realizaba la gente de la Administración de Seguridad en el Transporte: mirar aquellas maletas pasar por las máquinas de rayos X, intentar permanecer alerta en busca de ese momento que sucedía una vez cada diez años en que alguien intentara hacer pasar una pistola.

Hasta ahí, una observación corriente. Hizo un poco de investigación más tarde y descubrió que los aeropuertos más sofisticados habían contratado a psicólogos para abordar el problema y diseñar algún truco astuto. Por ejemplo, insertaban digitalmente imágenes falsas de armas en la señal de vídeo de una máquina de rayos X, con la suficiente frecuencia para que los observadores vieran falsas siluetas en color de revólveres y semiautomáticas y aparatos explosivos pasar ante sus campos de visión varias veces al día, en vez de una cada diez años. Eso, según la investigación, era suficiente para impedir que sus neuronas de reconocimiento de pautas fueran reclamadas y readjudicadas por otros procesos cerebrales que fueran más fructíferos, o al menos más entretenidos.

El cerebro, por lo que Richard podía determinar después de echarle un vistazo al azar a todo lo que encontró en Google, era como la red eléctrica de Mogadishu. En Mogadishu sucedían muchas cosas que requerían hilo de cobre para transmitir energía e información, pero solo había una cantidad limitada de cobre, y lo que no se empleaba de manera activa solía caer en manos de las milicias y acababa formando parte de la red de energía improvisada de algún señor de la guerra ansioso de poder. Lo mismo que con el cobre en Mogadishu sucedía con las neuronas del cerebro. Los cerebros de la gente que se ganaban la vida con oficios de mierda increíblemente aburridos mostraban zonas oscuras en las zonas relacionadas con los procesos relacionados con el trabajo, ya que todas esas neuronas casi nunca ejercitadas eran desviadas y enviadas a otra parte y usadas para dar energía a circuitos usados para seguir la pista de las clasificaciones deportivas y las hazañas de los famosos.

Así que la epifanía con el escáner de equipajes del aeropuerto fue al mismo tiempo desalentadora y alentadora. Desalentadora porque unos psicólogos ocupacionales se le habían adelantado y habían encontrado una solución, y alentadora porque gente con título universitario había defendido la idea básica.

Para hacer que sirviera para MACUMAPPIS, Richard tenía que, (a) encontrar otro trabajo desesperadamente aburrido que usar como experimentum crucis, y (b), diseñar un modo de trasladar sus procesos básicos al Combate con Armas Medievales. Entre sus años de adicto a World of Warcraft y sus años como fundador/creador de T’Rain, había cogido aproximadamente la mitad de las neuronas de su cerebro y las había arrastrado y soldado a los centros corticales responsables de empuñar un hacha con las dos manos, empuñar un escudo, disparar flechas y lanzar hechizos. En una tarde de aventuras al azar por el mundo imaginario de T’Rain que D-al-cuadrado y Skeletor habían creado, Richard podía disparar más neuronas que Einstein mientras elaboraba la idea de la teoría de la relatividad. Desde luego, muchas más neuronas que el empleado medio de un supermercado o un guardia de seguridad privada durante un turno de ocho horas. Y el poder de Internet debería hacer que toda esa actividad neural pudiera ser relanzable: deberías poder unirla toda para que funcionara.

En aquella época hubo una alarma de seguridad en un aeropuerto donde un capullo entró en el vestíbulo atravesando una puerta de salida, esquivando el puesto de seguridad. Como siempre sucedía en esos casos, todo el aeropuerto tuvo que ser cerrado. Los aviones que esperaban para despegar tuvieron que regresar a las puertas de embarque y descargar a todos los pasajeros y equipajes. Todos los pasajeros tuvieron que ser expulsados de la zona estéril del aeropuerto y luego los obligaron a dar la vuelta y pasar de nuevo por los controles de seguridad. Los vuelos se retrasaron, y los retrasos se ramificaron por todo el sistema global de comunicación aérea, alcanzando un coste final de decenas de millones de dólares. Todo podría haberse evitado si el empleado de la AST (un empleado cuya única misión era tener los puñeteros ojos abiertos e impedir que la gente atravesara la puerta equivocada) hubiera hecho su trabajo. Richard no daba crédito. ¿Cómo podía incluso el empleado más perezoso y torpe meter así la pata? La respuesta, al parecer, no tenía nada que ver con la pereza ni la torpeza. Era de nuevo la historia del cobre de Mogadishu. Los caminos neurales requeridos para conseguir la tarea, aparentemente sencilla, de identificar a un peatón que atraviesa una puerta en sentido contrario, en el cerebro de ese empleado, hacía mucho tiempo que habían sido desarraigados y encasquetados a otros usados para otros procedimientos más importantes, o al menos usados con más frecuencia.

Y así empezaron el primer proyecto piloto APPIS. Rodaron un vídeo de los empleados de la Corporación 9592 caminando por un pasillo. Lo metieron en una demo, que mostraron a varios aeropuertos regionales demasiado pequeños y sin recursos para permitirse caras puertas unidireccionales con alarmas, y por eso tenían que confiar en la tecnología del aburrido empleado sentado en una silla junto a la puerta. De esos encuentros consiguieron un acuerdo que les permitía acceso a imágenes de seguridad continua de un par de esos aeropuertos. Las imágenes, naturalmente, solo mostraban a gente atravesando la salida.

Introdujeron esas imágenes en un software de reconocimiento de imágenes que identificaba las formas de los humanos individuales y las trasladaba a datos vectoriales en 3D. Eso hizo posible importar todos los datos en el motor de juego de T’Rain. Las mismas posiciones y movimientos fueron trasladadas a avatares del mundo de T’Rain. El flujo de pasajeros humanos atravesando el pasillo con sus chaquetas, tacones altos, sus sudaderas de los Chicago Bears, se convirtieron en un flujo de k’shetriae, dwinn, trolls y otros personajes fantásticos, vestidos con cotas de malla, armaduras y túnicas de mago que recorrían un pasadizo de piedra a la salida de la poderosa Ciudadela de Garzantum.

El gran mariscal del imperio garzantiano anunció entonces que podían ganarse enormes cantidades de oro, se obtendría gran honor y se entregarían valiosas armas y armaduras a todo aquel que capturara a un duende que intentase entrar en dicho pasadizo. A los personajes que se ofrecieron voluntarios para ese servicio se les entregó un instrumento especial, el Cuerno de Vigilancia, y se les dijo que lo hicieran sonar cada vez que divisaran a un duende intentando entrar. Se concedieron puntos extra por enfrentarse al duende y (naturalmente) por iniciar un combate con armas medievales.

Ahora bien, en todos los aeropuertos del mundo (real) puestos juntos, el número de personas que entraban por las puertas de salida eran tal vez uno o dos por año: no los suficientes para llamar la atención, ni asegurar la vigilancia de ni siquiera el más perseverante jugador de T’Rain. Así que el sistema APPIS suavizó los términos generando automáticamente duendes ficticios que iban en dirección opuesta y enviándolos por ese túnel a un ritmo de uno cada par de minutos, todos los días, siempre. Hubo que buscar algún equilibrio (el valor de las recompensas tuvo que reducirse en relación a la frecuencia de los duendes en camino inverso), pero con un ajuste mínimo pudieron establecer el sistema de tal modo que el cien por cien de todos los duendes inversos fueran capturados. El número total de esos duendes que tenía que ser generado cada año se acercaba a los doscientos mil, cosa que no suponía ningún problema, porque generarlos era gratis. El truco, naturalmente, era que una diminuta minoría de esos duendes inversos no eran, en realidad, criaturas generadas por ordenador. Eran representaciones de formas humanas reales que habían sido captadas por las cámaras de seguridad de los aeropuertos mientras entraban por donde no debían. En la realidad, naturalmente, esto sucedía tan raramente que probar el sistema era casi imposible, y por eso ejecutaban simulacros, varias veces al día, donde empleados uniformados de la AST se presentaban en la salida y mostraban credenciales al aburrido guardia de turno y luego entraban contracorriente. En exactamente el cien por cien de todos esos casos, algún jugador de T’Rain, en algún lugar del mundo (casi siempre un granjero de oro en China) se llevaba al instante a la boca el Cuerno de Vigilancia y soplaba una poderosa andanada y corría a enfrentarse al correspondiente duende inverso: un hecho que, a través de un habilidoso enlace entre los servidores de la Corporación 9592 y los sistemas de seguridad del aeropuerto, hacía que se encendieran las luces rojas y sonaran las alarmas y las puertas se cerraran automáticamente en el aeropuerto en cuestión.

Corvallis y la mayoría de los técnicos odiaban esta idea por su pura falsedad, que resultaba escandalosamente obvia para cualquier persona con conocimientos técnicos que pensara en ello durante más de unos segundos. Si su software de reconocimiento de pautas podía identificar a los viajeros en movimiento y vectorizar sus posiciones corporales lo suficientemente bien como para trasladar sus movimientos a T’Rain, entonces podía igualmente advertir, de manera automática, sin ninguna intervención humana, cuándo una de esas figuras caminaba en dirección contraria y hacer sonar las alarmas. No había ninguna necesidad de introducir jugadores humanos en la mezcla. Deberían considerar el reconocimiento de pautas como un asunto separado.

Richard comprendía y reconocía todo esto… y no le importaba.

—¿Me dijisteis o no me dijisteis que todo era marketing? ¿Qué parte de vuestras propias palabras no comprendisteis?

El objetivo del ejercicio no era construir un sistema de seguridad en los aeropuertos racional y eficiente. Más bien, era (por usar otra de esas frases portentosas sacadas del mundo de las matemáticas) una prueba de existencia. Cuando estuviera establecida y en marcha, podrían señalarla, y a su tasa de éxito al cien por cien, para reivindicar la premisa de APPIS, que era que los problemas del mundo real (sobre todo los problemas difíciles de resolver, como la tendencia a aburrirte ante un trabajo terrible) podían ser abordados convirtiéndolos en escenarios de combate con armas medievales, y luego (y aquí se incluían dos términos modernísimos de alta tecnología) subiéndolos a la nube para poder ser recolectados por publitarea.

El sistema, a pesar de su falsedad (que era fundamental, evidente, y frecuentemente señalada por los blogueros frikis), se convirtió inmediatamente en tema favorito de las conferencias de la industria tecnológica de la Costa Oeste. APPIS tuvo que convertirse en una división separada y pasó a una nueva planta del edificio de oficinas de Seattle, que convenientemente había sido dejado vacante por un banco en quiebra. Nuevas ideas y propuestas conjuntas empezaron a llegar, como muchos duendes inversos, a tal ritmo que el personal de APPIS apenas podía hacer sonar sus Cuernos de Vigilancia lo bastante rápido. Los frikis ociosos del mundo, impacientes con el lento ritmo con que los programadores de la Corporación 9592 se plegaban a sus demandas, empezaron a generar sus propias aplicaciones APPIS. La más popular de estas fue un sistema que aceptaba vídeos de baja calidad de una sala de reuniones, suministrados por teléfono, y transmografiar la escena en una colección de velludos señores de la guerra sentados alrededor de una enorme mesa de madera en un bosque medieval. Cada vez que un participante en la reunión se llevaba una botella de agua vitaminada o una tacita de café con leche desnatada a los labios, el correspondiente avatar bebía copiosamente de una jarra de cerveza de cinco litros y eructaba ruidosamente, y cada vez que alguien le daba un bocadito a una barrita energética, el avatar mordía un humeante trozo de carne en la enorme pata de un cordero. Las presentaciones en PowerPoint, en este escenario, se convertían en diversas apariciones que flotaban en forma de numinoso vapor sobre la olla de los hechiceros. En la primera versión de la aplicación, los avatares de cascos cornudos decían exactamente lo mismo que sus contrapartidas humanas en la sala de reuniones del mundo real, lo que creaba algunas graciosas yuxtaposiciones, pero se volvió aburrido después de un tiempo. Pero entonces la gente empezó a crear añadidos de forma que si, por ejemplo, la nueva propuesta de alguien era rechazada por un jefe gruñón, el hecho podía convertirse en una escena de combate donde la cabeza cercenada del infeliz lacayo acababa en el extremo de una pica. Grandes porciones de la economía global, parecía, estaban siendo reconducidas a sus equivalentes en T’Rain de modo que pudieran ser traducidas a un ambiente de combate con armas medievales. Mejoras demostrables en productividad se anunciaban cada día en la relevante sección de la página web de la Corporación 9592 (por un heraldo medieval, naturalmente, y con una trompeta de verdad).

Richard insistía, solo medio en broma, que quería ver mudarse a T’Rain el diez por ciento de la economía global. O al menos el diez por ciento de la economía de la información. Pero como la economía de la información había metido los dedos ya en casi todo, no suponía una gran limitación. Los obreros de las fábricas que veían pasar componentes en una cadena de montaje, inspeccionándolos en busca de defectos, deberían poder transformar su trabajo en algo que resultara más llamativo para las neuronas, como remontar un valle fluvial a lomos de un corcel alado, contemplar sus límpidas aguas mientras las rocas hendían su canal, buscando la que contenía restos de algún yacimiento mágico.

Lo cual era también, como explicó pacientemente C-plus, una idea ridícula ya que cualquier algoritmo de visión mecánica lo bastante listo para convertir un componente defectuoso en un peñasco con una veta en un valle fluvial virtual era lo bastante inteligente para hacer sonar una alarma en la línea de montaje y señalar la pieza defectuosa sin implicar a seres humanos ni mundos de fantasía virtuales. A lo que Richard respondió, con paciencia igual o superior, que le importaba una mierda porque en última instancia se trataba de marketing, y que las aplicaciones que la gente repartida por Internet estaban escribiendo eran mucho mejores que nada de lo que a él, Richard, se le podría haber ocurrido.

De cualquier forma, funcionó, a su modo chapucero y caótico, y T’Rain se convirtió así en un diagrama intensamente retocado del mundo real más del que ningún mundo de fantasía cuasi-medieval tenía derechos o motivos para ser. Y por eso habían acabado necesitando una aplicación para manejar calendarios y contactos y otras diversas actualizaciones con las que ni siquiera habían soñado cuando establecieron el mundo ab initio.

El propio Richard no era usuario de la aplicación calendario. Hacía casi todas sus incursiones en T’Rain en solitario, o en compañía de uno o dos viejos amigos, y por eso no la necesitaba: la sola idea de necesitar planificar su tiempo tan cuidadosamente lo desanimaba. Usaba el teléfono para ese tipo de cosas, y la integración de la aplicación del calendario en el teléfono era torpe y no merecía la pena soportarla. Aunque hubiera funcionado, solo habría significado más basura mostrando su calendario de trabajo, y menos de los días perfectamente vacíos que siempre le causaban tan agradable arrebato de endorfinas cuando aparecían en su pantalla, como por alguna gracia divina. Por tanto, no corría peligro de ser infectado por REAMDE. Y por eso, la mañana después de que Peter y Zula regresaran a Seattle, cuando Richard despertó en el Schloss en su grande y redondo dormitorio, casi medieval, y comprobó el correo electrónico del trabajo, pudo ver la escalada de mensajes de ALERTA SEGURIDAD del fin de semana con cierto despegue. Había un nuevo virus; se llamaba REAMDE (sic), que era una errata accidental o deliberadamente irónica a partir de README; llevaba unas cuantas semanas actuando, y en los últimos días se había vuelto exponencial, como solían hacer estas cosas. En realidad, era consecuencia de APPIS, y de todos los esfuerzos de Richard por convertir a T’Rain en un Centro de Beneficios por encima y más allá del mero mundo de los jugadores empedernidos. Como tal, era perfectamente adecuado desde un punto de vista comercial y de marketing: solo generaría historias en la prensa especializada sobre cómo T’Rain había dado el salto desde un mero producto residual para los prohibitivamente frikis técnicos a una aplicación comercial que los mundanos consideraban que tenían que poseer, junto con el Excel y el PowerPoint, y Richard ya podía predecir que en su próxima reunión cuatrimestral verían, en perspectiva, un ascenso en las ventas precisamente siguiendo la escalada en la publicidad gratuita generada por la llegada de este terrible virus.

Su calendario estaba libre por hoy, pero profetizaba un viaje a Seattle mañana para que pudiera levantarse temprano al día siguiente para otro de sus viajes relámpago a Nodaway y la Isla de Man. Pensó en utilizar esta historia del REAMDE como excusa para irse a Seattle ahora, un día antes. Y podría haberlo hecho, si hubiera pasado más tiempo desde su último encuentro con Zula. Pero ella acababa de marcharse, y no quería asustar a la pobre chica convirtiéndose en una especie de pesado tío-acosador. Así que dejó su calendario de trabajo en paz, pensando que estaría ocupado todo el día de todas formas, con e-mails de amigos y familiares cuyos archivos personales eran rehenes de algún misterioso troll de Internet.

No fue despertar sino un reagrupamiento gradual de la consciencia de partes que, aunque todavía seguían funcionando, se habían desligado. Estaba mirando unas montañas salpicadas de nieve como si las viera a través de la pantalla de inicio de T’Rain y, al mismo tiempo, soñara con caminar descalza entre ellas. Pues descalzos habían recorrido su grupo y ella la mayor parte del camino entre Eritrea y Sudán, y sus sueños a menudo volvían a aquel viaje, como si los nervios de las suelas de sus pies estuvieran conectados con más fuerza al cerebro que cualquier otro. En su sueño, la nieve de las montañas estaba caliente bajo sus pies, cosa que sabía que no tenía ningún sentido; pero se explicaba como algún tipo de magia ideada por Devin Skraelin basándose en una oblicua referencia de Donald Cameron. Y entonces a Plutón y a ella les dieron el trabajo de hacerlo real, a partir de bits, y ella lo cruzaba con una caravana de refugiados eritreos para asegurarse de que todo se aguantaba.

Cuando la memoria empezó a funcionar de nuevo, le dijo que había estado, desde hacía mucho rato, tendida de lado con los ojos medio abiertos, mirando por una ventanilla. Las montañas pasaban bajo ella. El mundo era rugido y zumbido.

Estaba en un avión. Su asiento olía a buen cuero. Lo habían reclinado para formar una cama lisa, y la habían cubierto con mantas. Bonitas. No mantas de línea aérea.

No la habían violado ni abusado de ella. Tenía una venda en la mano. Recordó los lirios y el cuchillo.

Y el latte. Le habían puesto Rohypnol en el latte.

Se movió un poco y descubrió que sus miembros funcionaban, aunque estaba entumecida por yacer demasiado tiempo en la misma postura.

Apartó la cabeza de la ventana y se encontró mirando el depósito de combustible del fuselaje de un avión pequeño.

Al otro lado del pasillo estaba Peter, igualmente reclinado, mirándola. Se sobresaltó un poco al verlo.

Estaban en la popa de la cabina. A proa estaba Sokolov sentado en una silla, las gafas de leer en la nariz, repasando documentos.

En el mamparo que ponía fin a la cabina detrás de ellos había una sola puerta que, supuso Zula, conducía a un compartimento separado. Como no pudo ver a Ivanov en ninguna otra parte, supuso que debía de estar allí dentro.

—¿Cuánto llevas despierta? —preguntó Peter.

—Un minuto —respondió Zula—. ¿Y tú?

—Tal vez media hora. ¡Eh, Zula!

—¿Qué?

—¿Tienes la menor idea de adónde vamos?

Zula apartó la manta, se puso en pie, y caminó, algo inestable, hasta más allá de Sokolov al frente del avión. La puerta de la cabina del piloto estaba cerrada, pero al lado había otra puerta que conducía al lavabo.

Algo rozó y golpeó el suelo a sus pies. Miró hacia abajo y descubrió su mochila. Sokolov se la había arrojado.

Alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Gracias —dijo.

Él la miró durante tres segundos y volvió a sus documentos.

Zula entró en el lavabo, se sentó, se apoyó la cara en las manos, y orinó.

«Piensa.»

¿Cómo los habían sacado del país Ivanov y compañía?

El tío Richard volaba a veces en jets privados que iban a la Isla de Man a rendir cortesía a Don Donald y no paraba se hablar de lo fácil que era, lo «chupado» que estaba. Nada de facturar. Nada de cacheos de seguridad. Nada de esperar. Solo ir derecho al avión y subir y marcharte.

Zula no sabía cómo la había afectado la droga: ¿había perdido el conocimiento? ¿Se había quedado solamente grogui? ¿O en algún estado tipo zombi parecido? De todas formas, los rusos podían haberlos metido a Peter y a ella en un vehículo sin que nadie los viera y los podrían haber llevado directamente al pie del avión cruzando la pista de Boeing Field (si había que creer al tío Richard), donde no habría sido difícil hacerlos subir las escaleras y abordar el aparato.

Así que en realidad habría sido fácil. Habrían incurrido en severas penas si hubieran sido advertidos o sorprendidos, pero estos tipos no eran de los que se preocupan por esos asuntos. De un modo enfermizo, le gustaba eso de ellos.

Revisó su mochila. Su pasaporte no estaba. Le habían quitado la navaja. No estaban las llaves del coche (no es que le hubieran servido de mucho), ni el teléfono. Había un libro que estaba leyendo, algunas de las cosas dispersas que había recogido de casa de Peter (cosméticos, tampón, cosas para el pelo, crema de manos). Un chaleco sin mangas típico de Seattle. Los lápices y bolis habían desaparecido… ¿porque eran armas potenciales? ¿Porque podría haberlos utilizado para escribir una nota pidiendo ayuda? Alguien había registrado su equipaje (la bolsa más grande que había llevado a la excursión para esquiar), y había sacado (gracias a Dios) ropa interior, un par de camisetas, un par de pantalones cortos, y los había metido en la mochila.

De modo que iban a algún sitio cálido.

«Piensa.» ¿Cuándo repararían en su ausencia? En el trabajo todos sabían que había ido a esquiar el fin de semana. Cuando no apareciera a trabajar hoy, asumirían que se había quedado dormida.

Pero tarde o temprano (¿dentro de unos cuantos días, tal vez?) la gente se preocuparía.

¿Y luego qué?

Acabarían por buscarla en casa de Peter y encontrarían allí su coche, a menos que los rusos lo hubieran retirado de allí para hundirlo en las sucias aguas del Duwamish. Pero no encontrarían ni rastro de que algo había salido mal.

Zula se había borrado de la faz de la tierra.

Eso era inquietante, hasta el punto de hacer que la nariz le moqueara un poco, pero no lloró. Había llorado en casa de Peter cuando las cosas salieron mal. Luego había creído estúpidamente que el problema estaba resuelto. Como si se pudiera salir tan fácil de una situación mala. Ahora había vuelto a la casilla de salida, el sitio donde estaba cuando dejó de llorar en casa de Peter y empezó a pensar qué hacer.

Se lavó y se arregló un poco el rímel. No quería que nadie supiera que se había esforzado con el maquillaje, pero no quería degenerar visiblemente tampoco, quería dejar claro, aunque fuera de manera subliminal, que todavía tenía algún orgullo, que no se estaba cayendo en pedazos. Se echó el pelo hacia atrás y se lo recogió en una cola de caballo. Se puso la ropa más limpia que pudo encontrar en la mochila y volvió a su cama, que convirtió de nuevo en asiento. Se sentó y miró más montañas.

—¿Sabes qué hora es?

Peter negó con la cabeza.

—Se llevaron mi teléfono.

—Vamos a Xiamen —anunció ella.

—¡Eso está al otro lado del Pacífico! —susurró él.

—¿Y?

—¡Llevamos todo el rato sobrevolando montañas!

—Una gran ruta en círculo desde Seattle no cruza el Pacífico. Va al norte. Vancouver Island. El sureste de Alaska. Las Aleutianas. Kamchatka —indicó con un gesto la ventanilla—. Todas montañas como esas. Jóvenes. Empinadas. Zonas de subducción.

Sokolov, sin alzar la cabeza, pronunció una palabra:

—Vladivostok.

—¿Ves? —dijo Zula.

—¿Qué es eso?

—Una ciudad. En el extremo oriental de Siberia.

—Siberia. Fantástico.

—Vamos a Xiamen —insistió ella—. Es lo único que tiene sentido.

—Tal vez nos lleven a Rusia y…

—¿Y qué? ¿Nos matarán? Eso podrían haberlo hecho en Seattle.

—No sé —dijo Peter—, podrían dedicarse a la trata de blancas o algo.

—Yo no soy blanca.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Viste lo que era Ivanov. Solo le preocupa una cosa. Encontrar al Troll. Y —vaciló a punto de decir la palabra, pero no tenía sentido andarse con remilgos—, matarlo.

—Tendría sentido —dijo Peter, captando por fin el espíritu—. Paramos en Vladivostok. Cogemos suministros o lo que sea. Y luego vamos a Xiamen.

Para Zula, el hilo de la conversación se había roto cuando dijo «matarlo». Ahora formaba parte de un plan de asesinato. El recuerdo de los acontecimientos en el apartamento de Peter volvía. Cuando hizo la llamada telefónica a Corvallis, estaba segura de que se trataba de lo único que podía hacer, pero ahora que lo repasaba mentalmente, cuestionaba su decisión.

La puerta de popa se abrió y de ella salió Ivanov, envuelto en un batín de baño. Ignorando a todos los demás, entró en el lavabo.

Peter apoyó los pies en su asiento de modo que las rodillas le quedaron delante de la cara, las rodeó con los brazos y agachó la cabeza.

Zula se había sentido irritada por su actitud general desde el principio. Pero él tenía ventaja: se había despertado antes, y llevaba más tiempo pensando en su situación. A medida que iban pasando los minutos y la novedad de estar en un jet privado se agotaba, Zula empezó a comprender lo mismo que había comprendido Peter: no iban a salir de esta con vida.

Ivanov salió acicalado del lavabo y caminó por el pasillo, miró a Zula a la cara pero no hizo ninguna conexión. Toda su cortesía en el apartamento de Peter había servido a un propósito que ya no existía.

Peter había vuelto la cabeza hacia un lado y miraba a Zula mirar a Ivanov. Después de que este volviera a su compartimento, dijo:

—Lo siento.

—Nadie podía haberlo previsto.

—Aún así.

—No. El asunto de REAMDE fue completamente aleatorio. Mala suerte, nada más.

Después de un par de minutos, ella dijo:

—Tal vez no sea lo que crees que es.

—¿Eh?

—Estás pensando que una vez que obtengan lo que quieren…

E hizo un sutil gesto pasándose el pulgar por la garganta.

—Eso es lo que estaba pensando, sí.

—Pero eso da por hecho que este asunto es más o menos… normal. Una especie de procedimiento ordenado. No creo que lo sea.

Peter dirigió la mirada hacia Sokolov, advirtiéndola para que se callara.

El avión empezó a descender sobre más montañas nevadas.

Aterrizaron en una pista larga y bien asfaltada en medio de un bosque, con parches de hielo entre los árboles. Parecía ser un serio aeropuerto comercial que atendía vuelos regionales e intercontinentales, con algo de tráfico de carga también. Varios hangares y edificios de servicio eran visibles desde la pista, pero no podían ver bien el edificio de la terminal per se. El avión se dirigió a una rampa donde había aparcados otros aviones más pequeños, y el piloto escogió un lugar lo más alejado posible de los demás. Sokolov se levantó y recorrió el pasillo echando las pantallas de todas las ventanillas. Los pilotos, que hablaban ruso, salieron de la cabina y abrieron la puerta, dejando entrar un aire fresco pero helado. Ivanov y Sokolov salieron del avión, dejando a Zula y Peter solos.

—Así que los otros tipos de Seattle… —empezó a decir Peter.

—Solo eran palurdos locales.

—Temporeros.

—Sí.

Oyeron aparcar un vehículo junto al avión. Unos cuantos hombres bajaron, y Sokolov les habló. El vehículo se marchó. Después de eso, no oyeron la voz de Ivanov, pero las voces y el humo de los cigarrillos de los recién llegados continuaron filtrándose hasta la cabina.

—Ivanov dijo que era hombre muerto —dijo Zula—. ¿Recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Lo que digo es que esto tal vez no sea un ejemplo normal de lo que hace para ganarse la vida.

—¿Entonces qué crees que es?

—Una carrera suicida.

—Me hace sentir muchísimo mejor.

—No, en serio, Peter. Debería hacerlo.

—¿Cómo lo sabes?

—Si esperara sobrevivir a esto, necesitaría librarse de nosotros para cubrir sus huellas. Pero si espera acabar muerto, no piensa con tanta antelación.

—¿Tal vez podamos saltar antes de la explosión?

—¿Por qué no? No importamos excepto mientras podamos ayudarle a encontrar al Troll.

—Corrección. Él «cree» que podemos ayudarle a encontrar al Troll.

—Bueno, eso es tu departamento —dijo Zula.

—Sí. Y te digo que no hay esperanza ninguna a menos que podamos meternos de algún modo en esa gran ISP y mirar sus archivos. Cosa que sería difícil incluso en Seattle. ¿Un puñado de occidentales intentando eso en China? ¿Te burlas de mí? —El atisbo de una sonrisa asomó a su cara—. Por eso nunca quise trabajar en una compañía tecnológica.

—¿Qué quieres decir?

—Es una situación clásica de Dilbert donde los objetivos técnicos son emplazados por una dirección que técnicamente no tiene ni idea y que se ve impulsada por motivos inescrutables.

—Entonces tenemos que escrutarlos con más atención. Hacer lo que hacen esos tipos de las compañías high-tech.

—¿Y es qué? Porque ese es tu departamento.

—Fijar expectativas. Parecer ocupados. Cursar informes de progresos.

—¿Y cuando pierdan la paciencia?

—¿Cómo lo voy a saber? —dijo Zula—. No conozco la respuesta.

Otro avión aparcó junto a ellos y apagó los motores. Unas cuantas personas bajaron de él, y había más charlando y fumando. El avión de Zula y Peter empezó a estremecerse mientras cargaban objetos pesados en su bodega.

Todo el aparato empezó a temblar cuando alguien puso su peso en la escalerilla, y pudieron sentirlo agitarse levemente mientras subía cada escalón.

Entró en el avión. El juicio instantáneo de Zula fue que el tipo era otro de los matones de Ivanov, como los que habían aparecido en la casa de Peter en Seattle. Lo hizo basándose únicamente en la apariencia: su tamaño, constitución, y su pelo rubio extremadamente corto, su abrigo (tela verde oscuro, hasta medio muslo, con un aire vagamente militar y que parecía capaz de ocultar cualquier cosa desde un bazuca para abajo) y sus botas negras de puntera de acero. Cuando llegó a lo alto de la escalerilla dejó caer al suelo una gran mochila. Era una de esas mochilas tan de moda entre los mensajeros en bici con una ancha correa almohadillada de las que se cruzan en bandolera.

Lo primero que quiso mirar fue la cabina del piloto, y por eso todo lo que pudieron ver durante unos instantes fue su nuca, sostenida por un cuello inusitadamente grueso.

Después de examinar a gusto el panel de control del avión, que llevó un rato, se dio media vuelta para inspeccionar la puerta del lavabo. La empujó con curiosidad, haciendo que se abriera en acordeón, y luego le dirigió una curiosa mirada de arriba abajo. Estaba de pie en postura más o menos encogida, como si temiera golpearse la cabeza con algo, y ahora echó la cabeza hacia atrás, abriendo la boca para revelar un puñado de dientes manchados y con mellas pero estructuralmente sólidos como la roca, y palpó por encima con una mano, comprobando la altura del techo, verificando que si se erguía la coronilla de su cabeza en forma de bala chocaría contra él. Entonces reparó en Zula y Peter y se volvió hacia ellos. Sus ojos eran azul claro y grandes, fijos en un cráneo ancho y huesudo. Pero su tez era rojiza y un poco quemada por el sol. Se sorprendió, interesado, pero nada preocupado, al ver a Zula y Peter mirándolo.

—Hola —intentó decir, y Zula comprendió que el inglés no era su lengua materna: pero intentaba averiguar si podían comunicarse con él de esa forma.

—Hola —respondieron.

—Soy Csongor.

—¿Csongor el hacker? —preguntó Peter.

—Sí —respondió Csongor, divertido, o al menos complacido, de que Peter hubiera podido identificarlo de esa forma. Entró en la cabina de pasajeros. Su equipaje y él eran demasiado grandes para poder moverse bien por el pasillo, así que sostuvo la mochila ante él mientras avanzaba.

—Yo soy Peter. Al parecer ha oído hablar de mí —dijo Peter con tono agrio, rayano en lo abiertamente hostil.

Csongor, como tomándose el asunto muy en serio, avanzó y extendió la mano. Peter, incrédulo, la estrechó. Csongor se volvió entonces hacia Zula y esperó su entrada.

—Ella es Zula —anunció Peter, en un tono de voz que sugería que Csongor en realidad debería caerse muerto al suelo.

Zula extendió la mano. Csongor se inclinó hacia delante y la besó, no de forma exagerada, sino como si besar las manos fuera para él un procedimiento rutinario. Dejó la mochila en uno de los asientos tapizados de cuero, con cuidado, lo que sugirió que contenía algo valioso y delicado, como un portátil. Luego se sentó a su lado, frente a Peter y Zula.

Peter se agitó en su asiento de una manera que indicaba la incomodidad con la nueva disposición de sus sitios. Acabó mirando de frente a Csongor. Zula casi pudo oler la tensión. No le gustaba mirar a la cara a la gente, era introvertido, no era su costumbre.

Se produjo una pausa larga y embarazosa.

—¿Quién quiere empezar? —preguntó Zula.

Csongor miró a Peter, quien al parecer no quería empezar. Así que con un pequeño gesto de «con su permiso», empezó a hablar en un inglés esencialmente perfecto pero cargado de acento.

—Ayer… eso que pasó con el e-mail de Wallace. Un par de horas más tarde, me pidieron que fuera a Moscú para una reunión. Fui. No hubo ninguna reunión. En cambio, me recomendaron subir a ese avión —hizo un gesto en dirección al avión aparcado junto a ellos—. Seguí la recomendación. Estaba lleno de cierta clase de personas. Ahora estoy aquí. No sé nada.

Ni Peter ni Zula respondieron.

A Csongor esto le pareció divertido e irritante al mismo tiempo.

—Ha dicho quién quiere empezar —le recordó a Zula—, no terminar.

Nada todavía.

—¿Tienen ustedes una historia similar, supongo? —intentó Csongor.

—No tan similar —respondió Zula—. Empezó con Wallace asesinado en el apartamento de Peter.

Los ojos azules de Csongor se volvieron para apreciar a Peter.

—¿Asesinó usted a Wallace?

A Zula le sorprendió oírse reír. Pero parecía que los circuitos neurológicos responsables de la risa no tomaban en cuenta lo que el cerebro superior pudiera considerar inadecuado.

—No, no —dijo—. Unos rusos lo asesinaron. Luego nos trajeron aquí.

—Vaya, eso no es muy bueno —dijo Csongor.

—Lo sé. Sea lo que sea lo que hiciera Wallace, no se merecía…

—No, quiero decir que no es bueno para nosotros.

Peter bufó.

—No teníamos ninguna ilusión de que esto fuera otra cosa sino increíblemente malo para nosotros.

—Sí, pero quizá no era mi caso —dijo Csongor. Y ahora que decía esto Zula vio que estaba sinceramente sorprendido.

Y bien podía estarlo. Acababa de darse cuenta de que era cómplice de un asesinato.

—Es una lástima —dijo Peter—, porque esperaba que pudiera decirnos qué coño está pasando. ¿Quién es esta gente? No sabemos nada.

El rostro de Csongor se reconfiguró de forma que sugería que sus engranajes mentales estaban funcionando ahora, que pensaba en lugar de reaccionar sin más.

—¿Nada? ¿De verdad?

Peter tomó aliento como para responder, pero se contuvo.

—¿No sabe nada de jugar a cierto tipo de juegos con los números de las tarjetas de crédito de otra gente? —preguntó Csongor—. ¿O esa es la especialidad de Zula?

Peter suspiró.

—Zula no tiene nada que ver. Yo le vendí a Wallace una base de datos de números de tarjetas de crédito.

—Bien, entonces ahora tenemos una base para conversar —dijo Csongor—. Esa clase de tipos… ¿cuánto sabe de ellos?

—Quiere decir, los rusos que… —Peter fue incapaz de seguir adelante.

—Son mafiosos o criminales organizados o lo que quiera llamarlos —dijo Csongor, haciendo un gesto con las palmas de las manos hacia arriba para decir que no importaba—. No son como los ve en la tele y las películas…

—¿De veras? Porque aparecer en un jet privado, matar a Wallace en mi apartamento, todo parece cumplir con el guion.

—Ah, pero esto es enormemente inusitado —dijo Csongor—. Sinceramente, estoy sorprendido.

—Es un consuelo.

—Casi todo lo que hacen es muy aburrido. Intentan ganarse la vida en el contexto de este sistema increíblemente jodido. Es su único motivo. No la excitación, ni la violencia. Consiguieron la mayor parte de sus ingresos en Rusia no con cosas como drogas y tráfico de armas, sino cobrando por el algodón de Uzbekistán. Y cuando se trasladaron a Estados Unidos y Canadá, fue el fraude de los seguros médicos, evitar los impuestos de la gasolina, y las tarjetas de crédito. Montones de tarjetas de crédito.

—¿Cuál es su implicación en todo esto? —preguntó Zula—. Si no le importa que lo pregunte.

—No, no me importa que lo pregunte —dijo Csongor—. Pero sí me importa responder, ya que es algo embarazoso. No es algo de lo que estar orgulloso.

—De acuerdo, no responda entonces.

Csongor se lo pensó. Zula había calculado al principio que tendría treinta y pocos años, pero ahora que lo observaba mejor (la elasticidad de su cara, la franqueza de sus sentimientos) comprendió que era más bien un grandullón de veinticinco.

—Responderé un poco ahora, tal vez más luego. ¿Cuánto saben de la historia de Hungría?

—Cero patatero.

—Ni zorra.

Al parecer Csongor desconocía estas expresiones, así que Zula se encogió de hombros exageradamente. Él asintió y pareció un poco desazonado, como si no supiera por dónde empezar.

—Pero al menos sabrán que era un país del Pacto de Varsovia. Hasta 1999 o por ahí. Controlado por los rusos de una forma muy severa.

Peter y Zula habían comenzado a asentir como si supieran todas estas cosas, lo que lo animó.

—Hoy está bien. Es totalmente moderno, con un alto nivel de vida. Pero en los noventa, cuando yo era adolescente, la economía era terrible: el sistema comunista había sido dinamitado, como una vieja estatua de Stalin, pero se tardó unos años en crear un sistema nuevo. Mucho paro durante esos años, inflación, pobreza, y todo eso. Mi padre era maestro de escuela. Tenía cualificaciones para ser mucho más. Pero eso es otra historia. De todas formas, en nuestra familia, teníamos muy poco dinero, y la única manera que sabíamos de ganarnos la vida era usando el cerebro. Resulta que yo no era el listo. El listo es mi hermano mayor.

—¿A qué se dedica? —preguntó Zula.

—Bartos se está sacando el doctorado en topología en la UCLA.

—Oh —Zula miró a Peter y le dijo—: Es una especie de matemáticas.

—Gracias —replicó Peter.

—Pero me di cuenta de que no era como Bartos —continuó Csongor—, así que busqué otras formas de ganarme la vida con mi cerebro. Los profesores de mi academia solo querían que jugara al hockey para el equipo del colegio. Ignoré mis clases y aprendí yo solo a programar ordenadores. Entonces de pronto empecé a ganar dinero con esto. Cuando la economía mejoró, hicieron falta programadores por todas partes. Sobre todo para hacer localización.

—¿Qué es localización? —preguntó Zula. Peter suspiró, haciéndole saber que era una pregunta estúpida.

—Traducir software extranjero al húngaro, hacer que las cosas funcionen correctamente en el entorno especial de Hungría —explicó Csongor, y a Zula le pareció que también aquí podía ver, por la forma tranquila en que explicaba las cosas, que el padre de Csongor había sido maestro—. Como ejemplo, a causa de la inflación, la moneda húngara se devaluó.

Para ilustrarlo, sacó su cartera y extrajo un puñado de billetes del banco Magiar Nemzeti, ilustrado con hombres de los que Zula nunca había oído hablar con sombreros absurdos y bigotes floridos. Las cifras eran enormes: la más pequeña era de 1.000, y algunos tenían cinco dígitos.

—Si había una aplicación trivial que se usara en venta al por menor, como para una caja registradora, el software extranjero no sería adecuado porque necesita un formato consistente en un punto decimal seguido de varios céntimos. Pero nosotros no tenemos puntos decimales ni céntimos, solo un número entero. Así que es necesario hacer una reescritura menor del software. Es lo que hice para los comerciantes.

—¿Y eso llevó a los lectores de tarjetas de crédito? —dijo Peter, que por fin mostraba algo de paciencia.

—Exactamente. En la época del Pacto de Varsovia, los comerciantes no tenían lectores de tarjetas de crédito, pero cuando la economía cobró vida a finales de los noventa, de pronto todo el mundo los necesitó, y por eso cuando la gente se enteró de que yo podía programar esas máquinas, tuve un montón de trabajo. Mi padre había muerto de cáncer de pulmón y mi madre no ganaba mucho dinero, así que yo gané dinero para mandar a Bartos a la universidad y todo eso. Todo bien. Pero hay una pequeña pega. Verán, el último soldado soviético salió de Hungría en 1991. Pero había otros rusos que vinieron durante la Guerra Fría que tardaron un poco más en marcharse.

—Estos tipos —dijo Zula, ladeando la cabeza en dirección al avión vecino.

—La mafia, sí —contestó Csongor—. Así que el Paso 1 de la nueva economía fue que todo salió muy mal. El Paso 2 fue que las cosas mejoraron y todo el mundo tuvo tarjetas de crédito. Y el Paso 3…

—El Paso 3 fue el fraude con las tarjetas de crédito —dijo Peter.

—Sí, y se intentó de varias formas distintas. Algunas mejores que otras. La mejor de todas es esta: un camarero tiene un pequeño lector de tarjetas en el bolsillo. El cliente quiere pagar su factura. Le entrega al camarero su tarjeta. El camarero se la lleva a un sitio donde no lo ven y la pasa una vez para cobrar la factura. Hasta ahí, totalmente legítimo.

Peter asentía, confiado en conocer el tema, así que Csongor terminó la historia para beneficio de Zula.

—Sin embargo, luego el camarero pasa la tarjeta por el lector ilegítimo que tiene en el bolsillo y hace una copia de los datos de la tarjeta de crédito. El lector almacena los datos de muchas de esas tarjetas. Los datos son recopilados y luego vendidos en el mercado negro.

—Y se vio usted envuelto en ese chanchullo —dijo Peter.

Csongor vaciló, no completamente feliz con el término.

—Acepté un trabajo para programar el firmware de un aparato. Quizá pequé de ingenuo. Tardé en darme cuenta del uso del aparato.

Peter dejó escapar un leve bufido. Csongor lo pilló al instante, pensó al respecto, finalmente se encogió de hombros y miró a Zula a los ojos. Como si de algún modo ella fuera la jueza de estos asuntos.

—Así que solo soy el último en una fila muy larga de húngaros extremadamente estúpidos impulsados a aventuras por parte de alemanes, rusos, lo que sea. Pero me introdujo en esta cultura —dirigió la mirada a Peter, y Zula comprendió que ahora estaba hablando de la cultura internacional de los hackers—, donde me sentí respetado. Molón. Drogas poderosas para un adolescente.

Peter no miró a Csongor a los ojos, y por eso este continuó como si se le hubiera concedido el tanto.

—Más tarde el mismo cliente vino a mí con un nuevo problema: había demasiados datos. Miles de estas máquinas habían sido producidas en masa y se habían distribuido a los camareros, no solo en Hungría, sino por toda Europa, y el problema de almacenamiento de datos se estaba convirtiendo en un problema, y había alarmas de seguridad, y todo eso. ¿Podía ayudarlos con eso? Y por cierto, si la respuesta era no, tal vez me denunciarían a la policía o me causarían algunos problemas. Así que me convertí en programador de sistemas. Construí los sistemas que esta gente necesitaba. Y después de eso, necesitaron a alguien que mantuviera el sistema en funcionamiento de un modo seguro y de fiar. Así, a lo largo de los años, me convertí en una especie de administrador de sistemas freelance. Dirigí servidores, establecí sistemas de correo electrónico, páginas webs, wikis…

—Sé lo que es un administrador de sistemas —dijo Peter.

—Mi clientela son pequeñas compañías y propietarios individuales que no son lo bastante grandes para contratar a alguien solo para este propósito. Pero mi especialidad, mi nicho, son las situaciones donde la privacidad y la seguridad son muy importantes.

—Trabaja parta gangsters.

—Igual que usted, Peter.

—Esta parte me resulta aburrida —dijo Zula.

Csongor se volvió a mirarla, su rostro, una mezcla de curiosidad y pesar.

—¿La administración de sistemas?

Zula negó con la cabeza e hizo un gesto de dos puños entrechocando, mirando de Peter a Csongor. Ellos parecieron comprenderla.

—Apuesto a que Wallace contactó con usted y dijo «Necesito correo electrónico seguro, sin preguntas» —continuó Zula.

—Exactamente —dijo Csongor—. Sabía que trabajaba para Ivanov. ¿Pero un contable escocés en Vancouver? ¿Qué podía salir mal? —Se echó a reír y se dio una palmada en el muslo, esperando que los demás se unieran a él en una pequeña ronda de risa irónica, pero Peter no mostró humor ninguno.

—¿Quién es Ivanov? ¿Qué hacía Wallace para él? —preguntó.

Csongor se acomodó en su asiento, sintiéndose cansado de pronto, y se frotó los ojos.

—Llevaba seis años trabajando para esta gente y nunca había visto a Ivanov. Entonces apareció en Budapest un día y me llevó a un partido de hockey y a cenar, y luego quedó claro quién era realmente el jefe.

—Pero ya era demasiado tarde.

—Sí. Yo sabía ya demasiado y todo eso. En Rusia hay unos cuantos grupos similares al de Ivanov. Algunos son de etnia rusa. Ivanov pertenece a uno de ellos. Otros son checos o uzbekos o lo que sea. Los rusos son muy antiguos, y se remonta quizás a Iván el Terrible. Si eres miembro de uno de esos grupos, vives toda tu vida dentro.

Peter hizo una mueca.

—Eso no es decir mucho.

—¿Cómo dices?

—Si eres de la mafia, tu esperanza de vida es… ¿cuánto, treinta años?

—Al contrario —dijo Csongor—. Precisamente porque tantas de sus actividades son rutinarias y aburridas, muchos de los miembros mueren de viejo. Y ese es el problema.

—¿Qué problema?

—Es un problema para Ivanov, quiero decir.

—¿Y eso?

—Estos grupos siempre han tenido por costumbre tener un fondo llamado el obshchak, que es un fondo común de dinero que usan para todo tipo de cosas, incluyendo prestaciones.

—¿Prestaciones? ¿Me está diciendo que los gangsters rusos tienen seguro dental?

Csongor se encogió de hombros.

—No veo por qué le sorprende tanto. Si a un tipo le duelen las muelas hay que atenderlo, no importa cómo se gane la vida. En el sistema de estos grupos, el dinero para el dentista se saca del obshchak. Cuando un miembro llega a la edad de jubilación, el obshchak cuida de él. Y, naturalmente, el obshchak también se emplea para financiar —Csongor echó un vistazo en derredor— operaciones.

—Así que ahora mismo somos invitados del obshchak —dijo Peter.

—Sí, pero no creo que seamos invitados autorizados —replicó Csongor.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que Ivanov está robando los fondos que se usan para alquilar este avión —dijo Csongor—. Porque estos tipos no actúan así. Son inversores extremadamente conservadores en su mayor parte. No hacen locuras como esta.

Peter bufó.

—Un fondo de pensiones es un fondo de pensiones —dijo Zula.

—Precisamente —dijo Csongor, volviéndose hacia ella—. La mayor parte del obshchak se invierte en instrumentos financieros adecuados. Wallace, no sé cómo expresarlo, es…

—¿Administrador monetario?

—Es el que administra a los administradores monetarios —dijo Csongor—. Distribuye los fondos de sus clientes entre diferentes administradores profesionales, evalúa su actuación, mueve dinero de una cuenta a otra según sea necesario.

—No es todo lo que hace —dijo Peter—. Cuando lo conocí, me compró números robados de tarjetas de crédito.

—Eso no es habitual en Wallace.

—Me dio esa impresión.

—El jefe de Wallace es, era, Ivanov. Creo que Ivanov cometió algunos errores. Del dinero que controlaba, parte se suponía que iba a ser invertido legítimamente. Se lo confió a Wallace. Otras cantidades fueron dedicadas a planes que llamaríamos crimen organizado. Solo puedo suponerlo, pero creo que Ivanov se metió en problemas.

—Algunos de sus planes fracasaron —dijo Zula.

—O tal vez simplemente se apropió del obshchak —repuso Csongor—. Tal vez no era el hombre adecuado para manejar ese dinero.

Peter se echó a reír.

Csongor se permitió un levísimo atisbo de sonrisa y continuó:

—Las cifras cuatrimestrales no eran buenas. Supo que tenía problemas, que tenía que correr algunos riesgos para poder aumentar esas cifras. Los tipos como él tal vez son adictos a correr riesgos de todas formas. Wallace y él establecieron algunas transacciones complicadas y al mismo tiempo invirtieron parte del dinero que Wallace controlaba en planes como sus números de tarjetas de crédito robadas. Cuando Wallace perdió todos sus archivos…

—El castillo de naipes se vino abajo —dijo Zula.

—Sí.

—¿Entonces por qué no han ido todavía a por Ivanov?

—No lo saben —contestó Csongor—. Ivanov tiene cuartelillo y se ha movido a gran velocidad. Para cuando sus jefes sepan que está pasando algo raro, estaremos en Xiamen.

—Así que vamos a Xiamen —dijo Zula.

—Es lo que me dijeron. A encontrar al Troll.

—¿Van a matarnos?

Csongor se lo pensó demasiado tiempo para el gusto de Zula.

—Creo que depende de Sokolov.

—¿Qué pasa con él?

—Es otro contratista privado, como Wallace. Pero se dedica a seguridad.

—Me da miedo incluso preguntar por su historia.

—Dos veces héroes —dijo Csongor—. Una vez en Afganistán y otra en Chechenia.

—Militar —tradujo Peter—. No es un gangster.

—Es un poco, cómo lo diríamos, una puerta giratoria. Es complicado.

—Pero si es cierto que Ivanov ha picoteado de la reserva —dijo Zula—, entonces un militar no va a aprobar eso, ¿no? No tiene que seguir cumpliendo órdenes si está claro que su jefe se ha vuelto loco.

—No conozco a Sokolov —fue todo lo que dijo Csongor.

Sokolov subió a bordo y luego retrocedió hacia la cabina para dejar pasar a los otros. Uno a uno, los asesores de seguridad, rusos y con el pelo corto, subieron a bordo y se repartieron por la cabina siguiendo sus indicaciones. Eran más jóvenes que él, pero no exactamente jóvenes: sus edades parecían oscilar entre los veintitantos a los treinta y tantos. Todos tenían rostros interesantes, pero Zula no tuvo ganas de observarlos directamente porque no quería que la pillaran mirando. Peter, Zula y Csongor pudieron conservar su propio espacio a popa. La gente de Sokolov llenó los demás espacios disponibles y, cuando todos los asientos estuvieron ocupados, se sentaron en el suelo del pasillo. Había siete, incluido Sokolov.

Un coche aparcó junto al avión. Los dos pilotos rusos subieron a bordo y empezaron a rellenar el papeleo. Subieron más cosas del vehículo a la bodega de carga, y cuanto esta estuvo llena, metieron en la cabina de pasajeros material adicional y lo colocaron donde cupiera. Ivanov subió a bordo, oliendo a alcohol, y entró en su compartimento al fondo. Sokolov le tendió a Zula una bolsa que contenía un par de zapatillas Crocs, unas cuantas camisetas, y ropa interior.

Los pilotos cerraron la puerta. Sokolov ordenó bajar las pantallas de las ventanillas. El avión entró en pista, despegó al norte y viró hacia el sur. Varios minutos más tarde, mientras ascendían, Zula pudo echar un buen vistazo a lo que consideró que era Vladivostok: una ciudad portuaria de gran tamaño construida alrededor de una larga cala, en forma de dedo doblado, al final de una gruesa península.

Volaron en silencio durante un rato. Los asesores de seguridad fumaban: una conducta que Zula nunca había visto a bordo de un avión.

—Bueno, si vamos a buscar al Troll, tal vez deberíamos trazar un plan —sugirió Csongor.

Los asesores de seguridad lo miraron con curiosidad, pero luego su atención empezó a dispersarse y comenzaron a hacer comentarios secos y chistes en ruso. De vez en cuando Sokolov les decía que se callaran y ellos permanecían en silencio durante un rato. O tal vez Sokolov prohibía ciertos temas de conversación. Zula prefería no especular cuáles podían ser estos temas.

—Bueno, para empezar, ¿sabe usted algo de Xiamen? —preguntó.

—Tuve la oportunidad de buscar un poco en Google —dijo Csongor.

—Nosotros no —respondió Peter.

—Es un sitio curioso —dijo Csongor—. Un poco como Hungría.

—¿Y eso qué significa?

—Demasiados vecinos.

—Yo nunca lo había oído mencionar hasta ayer —dijo Zula.

—Es el lugar de los guerreros de terracota, ¿no? —pregunto Peter.

—Está pensando en Xi’an —dijo Csongor, con una sonrisa triste que indicaba que él había cometido el mismo error—. Eso está tierra adentro. Xiamen está en la costa. Un poco más arriba de Hong Kong. Directamente frente, como lo llaman, a una pequeña extensión de agua…

—Un estrecho —dijo Zula.

—Sí, frente a Taiwán. Xiamen es el sitio por donde la plata española entraba en China. Los españoles llevaban galeones desde México a Manila, y desde allí, los mercaderes chinos lo llevaban hasta Xiamen, y luego remontaban el río Nueve Dragones hasta el interior. Pero los holandeses lo descubrieron, y por eso el lugar se pobló de piratas holandeses que se ocultaban tras todas las pequeñas islas y salían a robar la plata. Cuando no hacían eso, robaban al pueblo chino. Entonces llegó Zheng Chenggong y los espantó. Fue un hombre sorprendente. Su madre era japonesa. Su padre era un pirata chino. Nació en Japón. Pero fue criado por antiguos esclavos musulmanes, liberados por su padre; por eso alguna gente piensa que era musulmán en secreto. Expulsó a los holandeses de Taiwán y la hizo formar parte de China de nuevo. Es un héroe tanto para los chinos continentales como para los taiwaneses. Hay una estatua enorme de él en Xiamen.

—¿Y esto con qué se relaciona con nuestro problema? —preguntó Peter, haciendo un exagerado alarde de paciencia.

Csongor le dirigió una mirada apreciativa.

—Como decía, solo tuve acceso a Internet durante unos pocos minutos. Lo suficiente para descargar algunos libros antiguos. Luego me cortaron la señal. Así que he estado leyendo los libros en el avión.

—Así que toda su información procede de libros antiguos —dijo Peter.

—Sí. Pero hay un detalle, y es que las relaciones entre Xiamen y Taiwán son muy antiguas y complicadas. ¡Justo en la bahía de Xiamen hay dos islas que pertenecen a Taiwán! Hay menos de diez kilómetros desde Xiamen, pero son parte de un país distinto y durante la Guerra Fría el Ejército Rojo las bombardeaba constantemente con fuego de artillería.

—Vale, comprendo que Xiamen tiene todo tipo de relaciones con Manila, Hong Kong y Taiwán, es un puerto importante, etcétera —dijo Zula—. ¿Todo esto es solo información turística o nos dice algo en relación al Troll?

Csongor se encogió de hombros.

—Tal vez no respecto al Troll, sino respecto a nosotros. A nuestra situación. Intentaba descubrir cómo nos iban a meter estos tipos en el país. Hace falta un visado para entrar en China. ¿Lo sabían?

—No —dijo Zula, y Peter negó con la cabeza.

—No es difícil pero se tarda algún tiempo, hay que hacer papeleo, enviar el pasaporte. Obviamente, nosotros no tenemos visado. Así que me preguntaba cómo van a meternos estos tipos en el país.

Zula y Peter observaban intensamente a Csongor, esperando el remate.

—Preguntan por qué esto es relevante para nosotros. La respuesta, creo, es que si intentaran llevarnos a algún lugar del interior del país resultaría un poco más difícil. Pero Xiamen es famoso por el contrabando y la corrupción. Algo así como el diez por ciento de todos los artículos extranjeros que se venden en China entran en el país de contrabando. Tradicionalmente gran parte del contrabando se hace a través de Xiamen. Hubo una gran conmoción hace diez años.

—Conmoción —dijeron Peter y Zula al unísono.

—Sí. Muchos funcionarios fueron ejecutados o enviados a la cárcel. Pero sigue siendo el tipo de lugar donde un hombre como él —Csongor, sin querer pronunciar el nombre, dirigió la mirada hacia la puerta del compartimento de Ivanov—, podría hacer conexiones con funcionarios locales que controlan puertos, aduanas, y demás, y conseguir meter de contrabando, digamos, cargamento humano.

—Bien, supongamos que tiene razón y puede meternos —dijo Peter—. ¿Qué hacemos entonces?

Csongor reflexionó unos instantes. No solo el problema técnico de encontrar al Troll, sino tal vez qué podía decir en voz alta. Ivanov no podía oírlos a través del mamparo, pero los asesores de seguridad sí, y al menos uno de ellos (Sokolov), hablaba algo de inglés. Mientras hacía estos cálculos su cabeza permaneció inmóvil, vuelta con respecto a los rusos, pero sus ojos fluctuaban de un modo que Zula encontró enormemente expresivo.

—La dirección con la que estamos trabajando —empezó a decir, refiriéndose, como entendió Zula, al cuádruple con puntos escrito en la palma de la mano de Sokolov.

—Es parte de un bloque enorme controlado por una ISP —dijo Peter—. Es lo que sabemos.

—¿Y si intentáramos estrecharlo geográficamente? —propuso Csongor.

—No podemos irrumpir exactamente en la sede de la ISP e interrogar a sus administradores de sistemas… —dijo Peter, siguiendo la línea de pensamiento de Csongor.

—Pero esos administradores deben de tener algún plan para asignar todas esas direcciones a diferentes partes de la ciudad —dijo Csongor—. Puede que no esté perfectamente ordenado, pero…

—Pero probablemente no será aleatorio —dijo Peter—. Al menos podríamos hacernos una idea.

Ahora le tocó a Zula el turno de sentirse como un cero a la izquierda, pero trabajar en una compañía tecnológica le había enseñado que era mejor hacer la pregunta que seguir la corriente fingiendo que entendías.

—¿Cómo vamos a conseguir esa información? —preguntó.

—Pateando aceras —dijo Peter, y miró a Csongor en busca de confirmación.

Zula pudo ver por la expresión del rostro de Csongor que no estaba familiarizado con la frase.

—¿Saliendo a la calle y haciendo qué? —preguntó.

—He oído que tienen cibercafés por todas partes —dijo Peter—, y si eso es cierto, deberíamos poder entrar, pagar dinero, conectar con un ordenador, y comprobar su dirección IP. La anotamos y pasamos al siguiente cibercafé.

—O podíamos hacer wardrive.

Zula estaba vagamente familiarizada con el término: ir en coche con un portátil buscando y conectando con redes wi-fi no seguras.

—Habitaciones de hotel —asintió Peter.

—O solo vestíbulos.

—Entonces podríamos construir un mapa que nos de una imagen de cómo la ISP ha ubicado su dirección IP alrededor de la ciudad. Y eso debería poder permitirnos centrarnos en un barrio concreto donde viva el Troll. Tal vez, si tenemos suerte, un cibercafé concreto que el Troll utilice.

Zula reflexionó.

—Lo que me gusta —dijo—, es que es sistemático y gradual, y por eso debería demostrar a nuestro anfitrión que estamos trabajando en el problema de manera firme y con resultados.

Esto (mantener feliz a Ivanov, contener su paranoia bajo control) era un aspecto del problema en el que Peter y Csongor evidentemente no habían estado pensando mucho, y se la quedaron mirando. Zula contuvo un arrebato de leve irritación.

—En términos de dirección, hay medidas que podemos tomar para fijar expectativas y mostrar progreso hacia un objetivo.

Ellos no supieron si estaba bromeando. Ella misma no estaba segura.

¿Por qué estaba molesta con los dos?

Porque estaban intentando resolver el problema de localizar al Troll. Lo cual podría haber sido problema de Ivanov, pero no de ellos. Su problema era Ivanov.

Si conseguían localizar al Troll, tendrían un problema peor: serían cómplices de un complot de asesinato.

Pero no creó más problemas, porque había algo en el plan que le gustaba: los sacaría a la calle, donde podrían poder pedir ayuda o incluso escapar. No tenía muy claro qué les sucedería si acudían a la policía y admitían que habían entrado en el país sin visado, pero era improbable que fuera peor que lo que Ivanov tenía en mente.

Durante la conversación, había estado observando a Sokolov por el rabillo del ojo. Todavía tenía un documento en el regazo, pero no había pasado ninguna página desde hacía un buen rato. Seguía haciendo callar a los miembros de su pelotón, a veces furiosamente. Los estaba escuchando a ellos, tratando de seguir la conversación.

—¿Cree que nos permitirán salir a la calle sin más?

—Esa es la cuestión —admitió Csongor.

—Tienen que hacerlo si quieren encontrar al Troll —dijo Peter.

—Entonces intentaré venderlo —dijo Zula—. Intentaré hacerle comprender que es la única forma.

Y se aseguró de que Sokolov oyera sus palabras.

En Csongor, Zula había empezado a reconocer algo que también había visto en Peter y que, de hecho, probablemente explicaba que se hubiera sentido atraída hacia Peter en primer lugar. Ninguno de los dos tenía una gran educación formal, ya que cada uno había decidido, durante sus últimos años de adolescencia, simplemente salir al mundo y empezar a hacer algo. Y cada uno de ellos se había abierto paso desde allí, a veces con buenos resultados y a veces con malos resultados. Por tanto, ninguno de los dos tenía gran cosa en cuestiones de dinero o de prestigio. Pero cada uno de ellos tenía una especie de confianza en sí mismo que no se encontraba a menudo en los jóvenes que habían seguido el camino recomendado del instituto a la facultad y la formación de posgrado. Si hubiera querido ser cruel o sarcástica al respecto, Zula habría emparejado a aquellos muchachos meticulosamente acicalados con fetos superdesarrollados, esperando interminablemente el momento de nacer. Lo cual estaba perfectamente bien dado que las universidades estaban bien surtidas de mujeres fetales. Pero tal vez por su pasado en campos de refugiados y la muerte prematura de su madre adoptiva, no podía lograr interesarse en aquellos hombres. La cualidad que había visto en Peter y ahora veía en Csongor era (y dio un respingo ante la palabra, pero parecía haber poco sentido tratando de distanciarse de ella a través de capas de ironía autoconsciente) masculinidad. Y eso era bueno y malo. Veía la misma cualidad en algunos hombres de su familia, sobre todo en el tío Richard. Y lo que sabía de él era que básicamente era un buen hombre, que había hecho unas cuantas locuras, había hecho daño a alguna gente y se había sentido mal al respecto, que había tenido suerte, que moriría por protegerla, y que sus relaciones con las mujeres, en general, no habían salido bien.

El avión descendió durante un rato y luego dibujó una serie de giros que parecían una maniobra previa al aterrizaje. En media hora más se habría puesto el sol, pero en ese momento la luz brillaba casi en horizontal sobre el paisaje que tenían debajo, proyectando sombras distintas y dando relieve a las masas de tierra y los edificios. Que hacía calor y humedad era evidente incluso desde allí arriba. La orografía era asombrosamente complicada: un montón de penínsulas de muchas extensiones estirándose hacia un puñado de islas grandes y pequeñas en una bahía formada por la confluencia de al menos dos grandes estuarios. Con la excepción de algunas sedimentaciones y placas de tierra artificial en torno al borde del agua, las masas de tierra tendían a ser empinadas, montañosas, y verdes. Mientras descendían resultó fácil detectar Xiamen, que era una isla casi circular, separada de tierra firme por estrechos tan angostos que habían tendido puentes modernos para conectarla con lo que parecían ser barrios industriales.

Era con diferencia la isla más grande de la bahía, con la excepción de una, más alejada del continente, que rivalizaba en tamaño si no en población. Pues la isla redonda de Xiamen estaba casi completamente desarrollada, y solo las zonas más elevadas del interior continuaban verdes. La gran isla al este tenía forma de esponja apretujada hacia la mitad. Tenía algunas zonas edificadas, pero eran dispersas, poblaciones pequeñas separadas por amplias regiones planas dedicadas a la agricultura. Otras partes eran montañosas y parecían salvajes, aunque se veían carreteras serpenteantes y algunas curiosas instalaciones, repletas de cúpulas y antenas.

—Eso es la isla taiwanesa, ¿no? —dijo Zula.

—Yo diría que sí —contestó Csongor—. Todo eso es zona militar: parece la basura que los soviéticos construían en Hungría.

Otra isla más pequeña pasó bajo su ala. También estaba notablemente subdesarrollada comparada con todo lo demás.

—La otra —dijo Csongor—. Una es Quemoy, la otra es Matsu. No sé cuál es cuál.

Momentos después estaban sobre Xiamen, y después de una serie de virajes se prepararon para aterrizar.

El avión no se dirigió a la terminal, sino hacia una parte más apartada del aeropuerto que estaba repleta de otros pequeños jets privados, y fue necesario pasar antes una docena de ellos antes de encontrar un lugar donde aparcar. Zula, naturalmente, no tenía ni idea de qué aspecto tenía la terminal de jets privados de Xiamen un día normal, pero la escena que se presentó ante la ventana le pareció extremadamente bulliciosa. Más allá de la verja de seguridad, había tantos coches negros intentando situarse que era necesario que hombres de uniforme lo controlaran agitando los brazos y haciendo sonar silbatos. Algunos coches fueron admitidos a la pista para detenerse junto a los jets aparcados.

Los asesores de seguridad se habían interesado en lo que pasaba y apretaban las caras contra las ventanillas.

Germaniya —dijo uno de ellos.

Yaponiya —dijo otro.

—Nombres de países —explicó Csongor. Zula estaba al otro lado del avión y no podía ver bien—. Algunos de esos aviones pertenecen a gobiernos. Allí está el suyo.

Y se apartó de una ventanilla y señaló hacia el que tenía las letras ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA.

—¿Qué está pasando? —preguntó Zula.

Csongor se encogió de hombros.

—¿Algún tipo de conferencia, tal vez?

—Taiwán —dijo Peter—. ¡He oído hablar de esto! ¡Tiene algo que ver con Taiwán!

Zula se quedó atónita, no por escepticismo, sino porque normalmente Peter no estaba tan puesto en los sucesos.

—Slashdot.[04] Ha habido algún tipo de revuelo, conectado con esto. Ataques de negación de acceso contra ISP taiwanesas que salían de China.

—¡De acuerdo, sí! He oído algo al respecto —dijo Csongor—. Mantienen charlas diplomáticas. Pero no sabía que tenían lugar en Xiamen.

Pero esto fue lo último que vieron antes de que Sokolov ordenara que bajaran todas las pantallas.

Después de que se detuvieran, Ivanov salió de la cabina de popa, hablando por teléfono, y salió del avión.

Apagaron todas las luces y permanecieron allí sentados durante una hora antes de que Zula se quedara dormida.

Cuando despertó, todavía estaba oscuro. Había gente de pie y moviéndose, pero no hablaban. Todos cogían sus cosas. Zula los imitó. Sokolov estaba de nuevo ante la puerta de la cabina del piloto, dando una palmada a sus hombres en el hombro a medida que iban saliendo.

Csongor, que llevaba un reloj de pulsera, dijo que habían pasado seis horas desde que el avión aterrizó.

Cuando Zula llegó al final del pasillo, Sokolov extendió la mano para detenerla, y luego le entregó un pequeño bulto. Olía a ropa nueva. Ella lo cogió con las dos manos y lo desenvolvió. Era una sudadera de capucha negra impresa con el nombre de un diseñador de moda, descaradamente falsificada.

—No es mi estilo —dijo.

—Más tarde le buscaremos un abrigo de pieles —respondió Sokolov.

Zula lo miró a los ojos. Él tenía tal vez la mejor cara de póker que había visto jamás: no podía deducir el menor atisbo de que estuviera haciendo alarde de humor seco, de sarcasmo cruel, o si en efecto pretendía conseguirle un abrigo de pieles.

—Tampoco es mi estilo.

Él se encogió de hombros.

—Póngase esto: ya nos preocuparemos por el estilo más tarde.

Zula se puso la sudadera. Él extendió la mano tras su espalda, cogió la capucha, y se la puso sobre la cabeza. Luego la echó hacia delante para cubrirle la cara. Entonces le dio una palmada en el hombro para hacerle saber que podía continuar. De un modo extraño que hizo que Zula se odiara a sí misma, le gustó la sensación de la palmada.

Al bajar las escalerillas, vio que las dos furgonetas esperaban junto al avión. De pie junto a la primera estaba un asesor de seguridad, vigilándola con atención. Al pie de las escaleras había otro, que no la tocó pero se le acercó mientras se dirigía a la furgoneta.

Le indicaron el asiento trasero, donde se sentó entre dos asesores que se aseguraron de que su cinturón estuviera bien ajustado. Csongor acabó delante de ella y Peter, al parecer, iba en la otra furgoneta.

Sokolov dio una orden. Las furgonetas se pusieron en marcha, atravesaron una verja en la barrera de seguridad y salieron a la carretera del aeropuerto. Un Mercedes negro se detuvo ante ellos. Zula seguía esperando el momento de llegar a un puesto de control, pero eso no sucedió. No los controló nadie. En un momento determinado se mezclaron con el tráfico de una carretera. Estaban en China.

Chet tenía que ir a Elphinstone para comprar suministros para el cierre del Mes del Barro, así que llevó a Richard hasta el aeropuerto de una sola pista de la ciudad. Un avión de hélice y motores gemelos le estaba esperando allí, y Chet, que conocía lo que había que hacer, simplemente se acercó a él, bajó la ventanilla, e intercambió algunas palabras con el piloto mientras Richard sacaba su maleta de la parte trasera de la camioneta y la metía por la diminuta puerta del avión. Treinta segundos más tarde estaban en el aire. Richard, que hacía este viaje un par de docenas de veces al año, había establecido un acuerdo con una compañía aérea del barrio de Renton, y por eso todo esto era completamente rutinario. La cantidad de tiempo que pasaría en el aire era menor que la que algunos empleados de la Corporación 9592 pasarían en sus coches esta mañana, atascados en los puentes flotantes o detenidos tras los guardabarros de otros coches.

El primero y el tercer tercio de la ruta fueron completamente sobre montañas. El tercio central atravesó la cuenca irrigada en torno a la presa de Gran Coulee. No importaba cuántas veces la sobrevolara Richard, siempre le sorprendía ver el terreno alisado de repente y desarrollar una retícula rectilínea de carreteras perpendiculares que se entrecruzaban, igual que en el Medio Oeste. Antes, la pauta quedaba impuesta en fragmentos dispersos sobre mesetas agrietadas que separaban valles montañosos, pero ahora fluían para formar una parrilla coherente que se extendía hasta toparse con parte del terreno que era demasiado accidentado y escabroso para poder ser sometido a semejante tratamiento. El único aspecto en que estos cuadrados verdes diferían de los del Medio Oeste era que aquí muchos de ellos tenían círculos de verde, las marcas de los sistemas de irrigación por aspersor central.

Richard nunca podía mirarlos sin pensar en Chet. Pues Chet era también un chico del Medio Oeste y había crecido en una ciudad pequeña en la parte oriental perfectamente cuadriculada de Dakota del Sur, donde sus amigos y él habían formado una pandilla protomotera para montar artilugios caseros hechos con motores de segadoras. Más tarde pasaron a motos de cross y luego a motocicletas de verdad. La falta de disposición del mundo para suministrarle a Chet todos los recursos que necesitaba para mantener y mejorar su flota de motos lo llevó al negocio de trapichear con marihuana, cosa que debía ser oscura y peligrosa en aquella época, pero que ahora, en los tiempos del cristal de meta, parecía tan íntegro como dirigir un puesto de limonada. Chet había hecho un montón de kilómetros recorriendo esas carreteras entrecruzadas, que prefería a las carreteras estatales y las interestatales ya que había menos tráfico y menos presencia policial.

Una noche de 1977 viajaba camino del sur tras un lucrativo encuentro en Pipestone, Minnesota. Era una cálida noche de verano; la luna y las estrellas habían salido. Se apoyó contra el respaldo de su máquina y dejó que el viento le agitara la larga melena y metió el puño. Luego despertó en un hospital en Minneapolis en febrero. Como los terapeutas le explicaron lentamente, el perro de un granjero lo había encontrado en medio de un maizal. Parecía que su viaje nocturno había terminado con un súbito giro al oeste en una encrucijada. Incapaz de completar el giro, voló directamente hasta el maizal, a unos ciento cuarenta kilómetros por hora. El maíz, que tenía dos metros de altura en esa época del año, lo había detenido de forma más o menos razonable, y por eso había recibido sorprendentemente pocas heridas. Los largos pero fibrosos tallos se habían roto y astillado cuando los atravesaba, pero su indumentaria de cuero había desviado la mayoría. Por desgracia, no llevaba casco, y una astilla le entró directamente por la fosa nasal izquierda hasta el cerebro.

La recuperación fue lenta. Chet recuperó casi todas sus funciones cerebrales. No había perdido ninguna de sus habilidades, a menos que la discreción y la sociabilidad contaran, así que dedicó gran parte de su atención a la cuestión de por qué los escrupulosos delineantes que habían trazado las secciones de las carreteras hacía cien años habían sido tan estrictos al fijarse a la estructura de cuadrícula y sin embargo habían insertado perversamente aquellos ocasionales giros laterales. Al examinar los mapas, advirtió que los giros solo se producían en las carreteras norte-sur, nunca en las este-oeste.

La respuesta, naturalmente, era que la tierra era una esfera y por eso era geométricamente imposible cubrirla toda con cuadrículas. Podías hacerlo en una buena parte, pero al final tenían que insertar un pequeño ajuste: mover una fila de secciones al este o al oeste con relación a la fila que tenía debajo.

Como eran los años setenta, y como Chet era un fracasado escolar con el cerebro dañado, no pudo dejar de percibir algo enorme, algo cósmico en este descubrimiento. Tampoco pudo evitar llegar a la conclusión de que el error que había cometido aquella preciosa noche iluminada por la luna había sido una especie de mensaje desde arriba, una advertencia de que, durante el sucio trabajo diario de trapichear con maría, había dejado de atender asuntos más grandes y más cósmicos.

Se mudó al oeste, como hacían los norteamericanos en aquellos días en que buscaban lo cósmico. A pocos kilómetros del Pacífico, se encontró con el grupo de moteros que colaboraban con Richard en sus asuntos de contrabando. Entre ellos adquirió una especie de aura chamanística y se convirtió en el sumo sacerdote de una fracción disidente que se hicieron llamar los Paladines Septentrionales para distinguirse de su grupo paterno predominantemente californiano. Se trasladaron al norte de la frontera y se establecieron en el sur de Columbia Británica. Un segundo accidente casi fatal tan solo aumentó la reputación mística de Chet.

Poco después de que le dieran de alta tras el segundo accidente, los Paladines Septentrionales se embarcaron en un proyecto para, como lo expresó Chet, «ponernos en contacto con nuestra masculinidad».

Cuando Richard conoció esta iniciativa en mitad de una conversación de bar sobre temas aparentemente no relacionados, el asombro y el horror lucharon por la supremacía en su cerebro mamífero mientras el reptiliano empezaba a cortar todas las salidas, convencionales y no convencionales, del bar; lubricó todo su cuerpo de sudor; y aceleró su pulso a una frecuencia que probablemente atascó los radares de la policía montada de la autopista 22. Pues había conocido a estos hombres demasiado bien en sus días premasculinos y no podía imaginar por dónde iban a salir ahora. Sin embargo, a través de los siguientes minutos de discusión marginalmente coherente, comprendió que lo que Chet realmente pretendía era que se mantuvieran en contacto con su masculinidad pero con un conteo de cadáveres más modesto. El cambio de énfasis parecía coincidir con que algunos de los principales supervivientes se habían casado y tenían hijos. Se deshicieron de la mayor parte de las armas y se aprovecharon de las leyes sorprendentemente permisivas de Canadá hacia las espadas, y se pusieron a recorrer las carreteras provinciales con espadones de cinco palmos atadas a la espalda. Se reunían en los claros de los bosques para enzarzarse en duelos y justas de pega con armas de gomaespuma, y acudían a las ferias medievales para beber cerveza con sus nuevos hermanos del alma de la Sociedad de Anacronismos Creativos. Recorriendo los caminos del sur de Columbia Británica con las guarniciones de sus espadones asomando sobre sus hombros, se convirtieron en una característica familiar de esa parte del mundo autoconscientemente estrafalaria. Los Paladines Septentrionales se convirtieron en protagonistas de cuñas de noticias en los telediarios de la televisión regional, y dejaron de cometer delitos.

Volviendo su atención a los asuntos que le ocupaban dentro de la cabina del avión, Richard continuó leyendo la Gaceta de T’Rain, un periódico diario (en formato electrónico, naturalmente) creado por un microdepartamento que funcionaba independiente de la oficina de Seattle y que resumía todo lo que había sucedido en T’Rain durante las veinticuatro horas anteriores: logros notables, guerras, duelos, saqueos, estadísticas de mortandad, plagas, hambrunas, subidas inesperadas en los precios de las materias primas.

MORTANDAD EN TORGAI ALCANZA 1.000.000 %

(recogido por los corresponsales de la Gaceta Gresh’nakh el Olvidado, Erikk Blöodmace y Lady Lacewing de Fäerie)

Montañas Torgai — La tasa de mortandad en esta región inesperadamente asolada por la guerra aumentó hoy en un inesperado un millón por ciento. Los observadores locales atribuyeron la inusitada cifra a una llegada «histórica» de extranjeros, impulsados, debido a un fenómeno astral todavía inexplicado, a pagar tributo a un troll local. Los visitantes o, como los llaman los lugareños, «la carne», están cargados de tributos y por tanto son un blanco tentador para los salteadores de caminos (la marca del millón por ciento es considerada por los analistas una importante barrera psicológica que separa un infierno asolado por la guerra de una tormenta de sangre milenarista).

Apoyándose en un báculo de mago de dos metros y medio mientras chapoteaba por un río de sangre que le llegaba hasta las rodillas en la calle del mercado de la Cañada de las Gaitas (una comunidad que antaño se ufanaba de su estatus como «Puerta de Torgai») Shekondar el Temible, un alquimista local, negó que la tendencia fuera una influencia negativa en la imagen de la ciudad, insistiendo en que la llegada de «carne» y bandidos, piratas de tierra y asesinos que habían venido a asolarlos eran un regalo para el desarrollo económico de la región y una bonanza para los comerciantes locales, sobre todo aquellos que, como Shekondar trataban con artículos como pociones curadoras y piedras de afilar mágicamente ampliadas, tan demandadas por los recién llegados.

En la Posada del Caminante, una cervecería local situada en la escarpada carretera que va de la Cañada de las Gaitas a las montañas, podía oírse una versión más modesta de la situación en los comentarios de una voz apenas audible entre la muralla de cadáveres apilados hasta el techo de la taberna local, y que se identificó como Buenhombre Bullicio, el tendero. Tras sugerir que todos los visitantes y la atención podían ser «demasiado buenos», la voz que se identificó como Bullicio se quejó de que muchos clientes, citando como excusa la alta montaña de carne putrefacta que bloqueaba por completo el acceso al bar, se habían marchado del lugar sin pagar sus bebidas.

Los recopiladores de este documento tenían todos licenciaturas en artes liberales en instituciones muy caras de alto estatus y escribían de esta forma, como Richard había advertido demasiado tarde, como forma de seguridad en el trabajo. La dirección se había acostumbrado a leer la Gaceta todas las mañanas mientras tomaban el café y probablemente le habría pagado a esta gente por escribir aunque no hubiera sido parte oficial del presupuesto de la Corporación 9592.

La expresión «fenómeno astral todavía inexplicado» era un hiperenlace que conducía a una serie de artículos separados en la wiki interna. Pues era una ley férrea de la política editorial de la Gaceta que el mundo de T’Rain visto a través de las pantallas de los jugadores debía ser tratado como la verdad a pie de tierra, la única realidad observable o informable por sus corresponsales. Las rarezas debidas a las decisiones tomadas por los jugadores eran atribuidos a «extrañas luces en el cielo», «influencias arcanas más allá del conocimiento de incluso los más eruditos observadores locales», «prodigios inexplicables», «debido probablemente a la intervención de un caprichoso semidiós local», «un rayo del cielo», o, en un caso, «un inesperado revés de la fortuna que incluso los más avezados lugareños reconocían sin precedentes y que en efecto, si se viera en una obra literaria, habría sido considerado como un clarísimo ejemplo de deus ex machina». Pero naturalmente una de las tareas más importantes del personal de la Gaceta era informar de la conducta de los jugadores, es decir, de las cosas que pasaban en el mundo real, y por eso esas frases siempre enlazaban con artículos que no pertenecían a la Gaceta y estaban escritos en una memo-habla corporativa que siempre desalentaba a Richard cuando cliqueaba para echarle un vistazo.

En este caso, el memorándum explicativo suministraba la información de que las montañas Torgai eran pasto de una banda que se llamaban a sí mismos los da O shou, probablemente una abreviatura de da O[ro] shou, «hacedores de oro», donde la conversión de «Oro» a «O» era debido a la influencia del rap gangsta o porque era más fácil de teclear. Llevaban años controlando el lugar. Todo muy normal. Había muchos pequeños enclaves como este. Nada en las normas impedía que una banda de jugadores suficientemente dedicada y bien organizada conquistara y retuviera una zona concreta de terreno. La «carne» estaba allí a causa de REAMDE, que había estado presente de fondo desde hacía ya varias semanas pero que recientemente había resurgido en un curva de crecimiento exponencial y desde hacía unas doce horas pareció capaz de apoderarse de todo el poder informático del universo, hasta que su propio tamaño y rápido crecimiento hicieron que fuera víctima del tipo de fricción del mundo real en la que siempre caen al parecer los crecimientos exponenciales y convierten esas gráficas de palo de hockey en perezosas S. Lo cual no era decir que no fuera todavía un serio problema y que docenas de programadores y administradores de sistemas no estuvieran trabajando en turnos de dieciocho horas seguidas para intentar contener al bicho. Pero no iba a apoderarse del mundo y no iba a detener a la compañía, y mientras tanto miles de personajes aumentaban sus puntos de experiencia matándose unos a otros en la taberna de Buenhombre Bullicio.

Corvallis Kawasaki lo recogió en la pista del aeropuerto de Renton. Conducía el inevitable Prius.

—Podría usar una puñetera limusina Lincoln —se quejó Richard mientras se sentaba en el asiento delantero.

—Solo quería charlar contigo un poco —explicó C-plus, toqueteando el botón del limpiaparabrisas, tratando de encontrar ese punto, siempre tan difícil de encontrar en Seattle, en que dejara el cristal visualmente transparente pero no arrastrara las hojas sobre el cristal seco. Al fondo de la pista se veía la ensenada septentrional del lago Washington, que estaba salpicado de olas blancas. Había sido un aterrizaje incómodo, y Richard se sentía un poco sudoroso.

Corvallis había crecido en la ciudad cuyo nombre llevaba, hijo de un catedrático de ciencias cognitivas japo-americano y una investigadora india de biotecnología, pero culturalmente era oregoniense puro. Nadie en la compañía sabía exactamente cómo se ganaba la vida. Pero era difícil imaginar el lugar sin él. Puso el Prius en marcha, o como se llamara cuando tirabas de la palanca que lo hacía avanzar, y se desplazaron a velocidad segura y tranquila entre los aviones aparcados, sacudiéndose contra sus cinturones de seguridad, y salieron por una puerta y llegaron a algo que parecía una calle.

—Sé que vas a ver a Devin mañana y que todo lo que tienes en la cabeza es la guerra.

Se detuvo levemente antes de decir «guerra», y lo dijo de forma curiosa, con énfasis.

—¿Qué guerra?

—La Guerra de la Realineación.

—¿Así es como la llaman ahora los chicos guai?

—Sí. Supongo que funciona mejor en e-mail que en conversación. De todas formas, sé que estaréis preparados, pero quiero que sepas que hay algunos interesantes temas tecno-legales en torno a REAMDE.

—Dios, eso suena al típico coñazo del que siempre he intentado escapar antes de retirarme.

—No creo que estés retirado de verdad —respondió suavemente Corvallis—. Quiero decir, acabas de llegar de Elphinstone y mañana tomas un avión para Misuri y de allí…

—Es un retiro selectivo —explicó Richard—, un retiro de las cosas aburridas.

—Creo que eso se llama ascenso.

—Bueno, como quieras llamarlo, no quiero «puestas al día»… ¿Es esa la expresión que usas?

—Sabes perfectamente bien lo que es.

—Detalles desagradables de las consecuencias legales de REAMDE. Quiero decir, ya hemos tenido virus antes, ¿no?

—La última vez que comprobé teníamos 281 virus activos, y eso fue hace una hora.

Richard tomó aire pero C-plus lo interrumpió.

—Y antes de que vayas adonde vas, déjame señalar que la mayoría de ellos no hace uso de nuestra tecnología como mecanismo de pago. De modo que REAMDE no es solo otro virus. Presenta nuevos problemas.

—Porque nuestros servidores están siendo utilizados para transferir el botín.

—Da la casualidad de que los federales todavía no piensan en modo APPIS, y por eso no están muy puestos en términos como «botín», «tesoro», «prendas», «trofeos» o todo lo que evoque un escenario ficticio de combate con armas medievales. Para ellos, todo son pagos. Y como nuestro sistema usa dinero real, todo es, bueno, real.

—Siempre he sabido que eso iba a darse la vuelta y morderme en el culo algún día —dijo Richard—. No sabía cómo ni cuándo.

—Bueno, la verdad es que te ha mordido en el culo montones de veces.

—Lo sé, pero cada una parece la primera.

—El creador del virus REAMDE ha tomado algunas… decisiones interesantes.

—¿Interesantes en tanto son malas para nosotros? —preguntó Richard. Porque esto quedaba claramente implicado en el tono de Corvallis.

—Bueno, eso depende de si queremos ser la espada vengadora del Departamento de Justicia, o dar largas y decir que no es nuestro problema.

—Continúa.

—Las instrucciones del archivo epónimo REAMDE solo dicen que las piezas de oro tienen que ser dejadas en un lugar concreto de las montañas Torgai. No dicen que el oro sea enviado por correo o transferido a ningún personaje concreto.

—Obviamente, porque en ese caso podríamos cerrar la cuenta de ese personaje.

—En efecto. Así que el creador del virus toma posesión del oro cogiéndolo simplemente del suelo donde la víctima lo ha dejado caer.

—Lo cual podría hacer cualquier personaje del juego.

—Teóricamente —dijo Corvallis—. En la práctica, obviamente, no puedes recoger el oro a menos que puedas llegar a ese lugar de las montañas Torgai. Y para convertir esas piezas de oro en dinero del mundo real, hay que llevarlas físicamente a una ciudad con un CB.

—No «físicamente» —le corrigió Richard—. Siempre cometéis el mismo error. Es un juego, ¿recuerdas?

—Vale, físicamente en el mundo del juego —dijo Corvallis, y su tono de voz sugería que Richard se estaba comportando de manera un poco pedante—. Ya sabes a qué me refiero. Tu personaje tiene que ser capaz de sobrevivir al viaje desde el punto de recogida, atravesar las montañas, llegar a la ciudad o la intersección de línea ley más cercana, y acudir a un CB.

Pues, como C-plus no tenía que explicarle a Richard, las piezas de oro virtuales del juego no podían ser convertidas en dinero del mundo real sin los servicios de un cambista (un CB), y no podías encontrar a esos tipos en cualquier parte. Por razones técnico-legales que Richard había olvidado, habían limitado el número de cambistas, insertando alguna fricción y retraso en el sistema.

—Así que los creadores del virus estaban equilibrando el control físico del… ¡maldición! —exclamó, pues Corvallis tenía una expresión maliciosa en la cara y apartó un dedo índice del volante. Richard se corrigió—. Estaban equilibrando su dominio virtual en el poderío militar del mundo del juego en esa región para crear un mecanismo de pago que nos resultara más difícil cerrar.

—Por lo que podemos decir, están usando hasta mil personajes diferentes para entrar en esa región y recoger el oro y actuar como mulas.

—Todo autosostenido, sin duda.

—Exactamente.

—¿Pero cómo extraen dinero real de esas cuentas autosostenidas?

La forma habitual de convertir tus monedas de oro falsas en dinero real era que aparecieran como pago en una cuenta de tarjeta de crédito.

—Transferencias de dinero de Western Union, a través de un banco en Taiwán.

Richard no reaccionó.

—Es una opción que añadimos —explicó Corvallis—. Nolan siempre está buscando formas de hacer que el sistema sea más transparente para esos chicos chinos que no tienen tarjetas de crédito.

—Bien. ¿Dónde es la suelta?

—¿La suelta?

—¿Dónde depositan las víctimas el dinero del rescate?

—Interesante pregunta. Resulta que no hay solo un lugar. Los archivos REAMDE son todos un poco diferentes: al parecer fueron generados por un script que inserta un conjunto distinto de coordenadas cada vez. Hasta ahora hemos identificado más de trescientos puntos diferentes que son especificados en versiones distintas del archivo.

—Me estás diciendo que el oro está disperso por todo el lugar.

—Sí.

—Previeron que pudiéramos hacer movimientos para echarlos —dijo Richard—, así que extendieron las cosas.

—Eso parece. Así que es análogo a una situación en el mundo real donde alijos de oro se dispersan por una zona abrupta de cientos de kilómetros cuadrados.

—Si eso sucediera en el mundo real, la policía acordonaría la zona.

—Y eso es exactamente lo que los polis de varias nacionalidades nos están pidiendo que hagamos en este caso —dijo C-plus—. Escribir un script que banee o expulse a todos los personajes de las montañas Torgai e impida que vuelvan a conectarse. Luego ve allí a recoger pruebas.

—Por «ir allí» te refieres a que se ejecute un programa que identifique todas las piezas de oro, o los montones o contenedores de oro que haya en esa región…

—Sí.

—¿Y les hemos dicho que se vayan a tomar por el culo?

Parecía la reacción obvia, pero Richard no quería pisarle el terreno al actual presidente de la Corporación 9592.

—¡No tenemos otra opción! —dijo C-plus.

Richard se quedó mudo de admiración por la forma en que C-plus había respondido a la pregunta sin achacar nada excepto estar indefenso ante la dirección.

—Que sepamos, REAMDE ha afectado a usuarios de al menos cuarenta y tres países —continuó Corvallis—. Si le decimos que sí a uno, tendremos que decir que sí a todos ellos.

—Y entonces nuestra compañía sería microdirigida por las Naciones Unidas —dijo Richard—. Impresionante.

Era demasiado viejo para usar este adjetivo multiusos con sinceridad, pero no estaba por encima de lanzarlo en una frase por su efecto irónico.

—Los problemas legales son solo fantásticamente complejos —dijo C-plus—, con tantas nacionalidades distintas. Así que no estoy aquí para decirte que tenemos una respuesta. Pero ayuda que cada hecho individual sea un pequeño delito. Veintisiete dólares al cambio actual. Bajo el radar en lo que respecta a una acusación criminal seria.

—Ya me duele la cabeza —dijo Richard—. ¿Hay algo que necesitas que haga? ¿O estás solo…?

—Solo te estoy informando. Estoy seguro de que el personal de relaciones públicas querrá pasar unos minutos contigo antes de que te marches.

—Solo quieren que me esté callado —dijo Richard—. Eso ya lo sé.

—Ese no es el tema. Solo quieren que se vea que han hecho su trabajo.

Richard guardó silencio durante un rato, preguntándose si habría algún modo de poder delegar a un subordinado todas esas reuniones cuyo único propósito era que la gente con la que se reunía demostrara que estaba haciendo su trabajo. Entonces se dio cuenta de que debería haberse quedado en el Schloss si era eso lo que de verdad quería.

Media hora más tarde estaban en la sede de la Corporación 9592, helándose en una pequeña sala de reuniones con una enorme pantalla de vídeo LCD. Corvallis se ofreció a «conducir», lo que significaba que manejaría el ratón y el teclado, pero Richard reafirmó su prerrogativa, acercó los mandos a su lado de la mesa y conectó usando su cuenta personal. Todos sus personajes estaban listados en la pantalla de inicio. Comparado con algunos jugadores, no tenía tantos: solo ocho. Aunque comprendía, intelectualmente, que eran solo bots de software, le hacía sentirse algo culpable saber que todos estaban sentados en sus zonas-hogar veinticuatro horas al día, ejecutando sus botductas, y esperando que el master conectara y los hiciera ejercitarse. Sentía que poseía un puñado de casas de vacaciones por todo el mundo, con un perro leal en cada una, bien cuidado, pero al que nunca sacaban a dar un paseo.

Escrutó la lista de nombres y decidió, qué demonios, que despertaría a Egdod.

Egdod era el primer personaje-jugador que había sido creado en T’Rain, sin contar a un puñado de titanes, dioses, semidioses y demás que habían sido establecidos para construir el mundo y que no pertenecían a ningún jugador. Tenía su propia zona-hogar personal, una alta fortaleza de la soledad construida en la cima de una de las montañas más altas de T’Rain y decorada con artefactos que Egdod había ido saqueando de diversos palacios y ruinas en cuya conquista había participado. Egdod era tan famoso que Richard ni siquiera podía sacarlo por la puerta sin ocultar primero su identidad bajo una pantalla de múltiples capas de hechizos, conjuros, disfraces y encantamientos cuyo propósito era hacerlo parecer un personaje mucho menos poderoso, pero con el que no convenía meterse. Incluso el más sencillo de aquellos hechizos estaba por encima de todos menos de unos pocos centenares de los más poderosos habitantes de T’Rain. Richard había escrito un script que los invocaba todos automáticamente, con solo pulsar una tecla; de otro modo, habría tardado media hora. Cada hechizo lanzaba su propia fanfarria de efectos de luz y sonido especiales, y estos últimos se propagaban por todo el edificio gracias a los enormes subwoofers con los que había sido equipada esta sala de reuniones, y por eso el conocimiento de que Egdod había sido invocado se extendía por las oficinas cercanas por medio de vibraciones subsónicas y luego al resto del edificio a través de mensajes de texto, y los empleados curiosos empezaban a congregarse en la puerta de la sala de reuniones, sin atreverse a cruzar su umbral, solo para poder captar un atisbo del hecho, de algún modo con el mismo espíritu que los veteranos de la marina se reunían en la costa para ver remolcar al acorazado Missouri a un nuevo atracadero. Lo que no quería decir que un buque de guerra de esa clase tuviera mucho que hacer contra la potencia de fuego de un Egdod. Un impacto directo de un misil balístico intercontinental podría haberle revuelto a Egdod el pelo… que, como era de esperar, era blanco, en la tradición del Dios del Antiguo Testamento. Richard ansiaba cambiarlo por algo un poco menos llamativo, y cuando Egdod iba disfrazado, siempre lo hacía. Pero de vez en cuando, Egdod tenía que aparecer en su auténtico avatar para matar a un dios, desviar a un cometa, o llevar a cabo alguna ceremonia, y en esas ocasiones era necesario dar el papel. Sin embargo, a medida que los sucesivos envoltorios mágicos se fueron colocando, esta asombrosa figura y sus heraldos y vanguardias, su envolvente nube de energía y sus acompañamientos meteorológicos se despojaron y finalmente el propio Egdod alteró su aspecto para convertirse en una joven duende de aspecto vagamente élfico con el pelo oscuro y de punta. En este punto la multitud de la puerta se dispersó, a excepción de unos cuantos que quisieron quedarse un poco más para echar un buen vistazo a la fortaleza de Egdod desde dentro.

La gravedad no le preocupaba más a Egdod que una pulga a un arcángel, así que podía haber salido volando directamente desde cualquier balcón o ventana abierta, pero las montañas Torgai estaban a nueve mil kilómetros de distancia, y suponían un largo viaje incluso a las velocidades supersónicas de las que Egdod era capaz. Así que en cambio usó la intersección de línea ley que estaba directamente debajo de la montaña. Consciente de que lo seguirían desde la intersección de la Cañada de las Gaitas, se dirigió a otra ILL a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia, bajo una gran ciudad junto a un gran río que fluía desde la cordillera montañosa que se alzaba sobre Torgai. Pero incluso este lugar había sido desequilibrado por REAMDE, con largas colas ante los tenderetes de los cambistas y pociones sanadoras a tal precio que se subastaban en la plaza del pueblo por diez veces su precio habitual. Camino de las puertas de la ciudad, Egdod fue asaltado varias veces por bandas de guerreros que supusieron que él, o más bien la duende de pelos de punta que fingía ser, habían venido a pagar rescate en las montañas Torgai. «Ni se te ocurra subir sola», era el tono general de sus observaciones. «Páganos y te escoltaremos hasta las coordenadas adecuadas.» Richard se deshizo de ellos rápidamente diciendo que su misión no tenía nada que ver con REAMDE. A la primera oportunidad, hizo al personaje invisible y luego, por si lo seguían, superinvisible y luego doble-súper y después hiperinvisible. Pues los hechizos de invisibilidad cotidianos podían ser penetrados por contramedidas de diversa índole. Satisfecho de que nadie pusiera verlo/verla, saltó al aire y voló los ciento cincuenta kilómetros hacia Torgai en unos pocos minutos, zambulléndose a ras de los árboles al final y volando cerca de la tierra para ver mejor lo que estaba pasando allá abajo.

«Mucho», fue la respuesta rápida.

No es que Richard no lo supiera ya; pero verlo era otra cosa.

Y además, esto era más o menos su trabajo ahora. La dirección, que tenía responsabilidades reales, podía pasar leyendo resúmenes y quizá permitir que se le viera echando un vistazo a la Gaceta de T’Rain durante el descanso del café. Pero ir al sitio era un desperdicio de su carísimo tiempo. De Richard, sin embargo, como fundador/presidente que recibía solo una compensación simbólica, casi se esperaba que fuera a ver espectáculos de esta índole, más o menos igual que se esperaba que la reina de Inglaterra volara en helicóptero sobre los descarrilamientos.

Una diferencia clave era que tenía que tener respuestas emocionales inadecuadas.

—Esto es jodidamente guai —observó, contemplando desde una altura de unos trescientos metros un prado cubierto de cadáveres y esqueletos donde algo así como veinte combates con armas medievales tenían lugar simultáneamente—. Deberíamos pagarle a estos tipos para que hagan esto todo el tiempo.

—¿Qué tipos?

—Los que crearon este virus.

—Oh.

—¿Quién lo creó, por cierto?

—No se sabe —dijo C-plus—, pero gracias a tu sobrina, estamos bastante seguros de que se encuentra en Xiamen.

—¿El sitio ese de los guerreros de terracota?

—No, estás pensando en Xian.

—¿Zula os ha estado ayudando a localizar a esos tipos?

C-plus pareció un poco sorprendido.

—Creía que lo sabías.

—¿El qué?

—Su participación. Dijo que era un proyecto lateral que tú le habías encargado.

Si hubiera sido cualquier otra persona, Richard habría dicho: «No tengo ni idea de qué demonios estás hablando», pero como era familia, su instinto fue protegerla.

—Puede que se haya desviado un poco de la misión —especuló.

—Lo que sea. Tenemos una dirección IP en Xiamen, pero nada más.

Richard puso a Egdod en modo autoflotación, luego se inclinó hacia atrás y retiró las manos de los controles.

—¿La policía china nos ha estado dando también la lata para que hagamos algo al respecto?

—Tengo entendido que fueron de los primeros en hacerlo.

—Entonces una forma de callarlos…

—Es pedirles que nos localicen esta dirección IP. Sí, estoy de acuerdo: así nunca volveríamos a oír hablar de ellos.

—¿Y es lo que vamos a hacer?

—Lo dudo —dijo C-plus—, porque estaríamos dando información sobre nuestro funcionamiento interno. Y estoy bastante seguro de que Nolan no quiere hacer eso.

—Y, ahora que lo pienso, estoy seguro de que Nolan tiene razón —dijo Richard—. Soy un idiota. No le digamos nada al gobierno chino.

—¿Me estás pidiendo que pase esto a nuestro director ejecutivo? —dijo Corvallis, con un tono de voz que dejaba claro que, si se lo pedían, se negaría en redondo.

—No —respondió Richard—. Tengo otros motivos para estropearle el día.