DÍA 0

SCHLOSS HUNDSCHÜTTLER

ELPHINSTONE, COLUMBIA BRITÁNICA

CUATRO MESES MÁS TARDE

—Tío Richard, háblame del… —Zula vaciló, luego apartó la mirada, apretó la mandíbula, y continuó tenazmente—. Apostrofe…

—El Apostrofecalipsis —dijo Richard, vacilando un poco, ya que era difícil pronunciarlo incluso cuando estabas sobrio, y llevaba buena parte del día en la taberna del Schloss Hundschüttler. Por fortuna, había suficiente ruido ambiental para oscurecer sus problemas con el mundo. Esta era la última semana tolerable de la temporada de esquí. Todas las habitaciones del Schloss habían sido reservadas y pagadas desde hacía más de un año. El único motivo por el que Zula y Peter habían podido venir era porque Richard los dejaba dormir en el sofá-cama de su apartamento. La taberna estaba repleta de gente que se sentía, de largo, muy satisfecha consigo misma y creaba una concomitante cantidad de ruido.

El Schloss Hundschüttler era una estación de cat-esquí a la que se accedía por snowcat, no por teleférico. Los clientes eran transportados a lo alto de las pistas por medio de tractores que corrían sobre la nieve con ruedas de tanque. Ese tipo de esquí era distinto a las zonas al estilo Aspen con su futurista tecno-infraestructura de transporte en helicóptero.

Aunque era menos caro y glamuroso que el heli-esquí, el cat-esquí era más satisfactorio para los esquiadores más impenitentes. Con el heli-esquí, todas las condiciones tenían que ser las adecuadas. El viaje tenía que ser preparado con antelación. Con el cat-esquí, era posible ser más extemporáneo. La naturaleza casi soviética de la experiencia, con su olor a gasolina, dejaba a un lado a los hiperricos buscadores de glamour a los que atraía la opción del helicóptero, y que tendían a ser una mezcla de esquiadores serios y fantásticos y los del tipo que tienen más dinero que cerebro cuyos cadáveres congelados adornan las falda del monte Everest.

Todo lo cual era agua pasada bajo el puente para Richard y para Chet, quienes, quince años antes, habían tenido que dejar a un lado todas esas divisiones tribales en el mundo del esquí para escribir un plan de negocios coherente para el Schloss. Pero explicaba mucho del estilo del albergue, que podría haber sido más deslumbrante, más lujoso, si hubiera estado dirigido a un segmento distinto del mercado. En cambio, Richard y Chet lo habían modelado conscientemente al estilo de las pequeñas estaciones de esquí de Columbia Británica que solían ser menos sofisticadas, con teleféricos y percheros soldados por gente local que era además fanática del deporte. Estaba diseñado para ser menos estilizado, menos corporativo en su sentido general que las estaciones al sur de la frontera, y como tal no atraía a todos los esquiadores, ni siquiera a la mayoría. Pero por lo mismo, los que venían lo apreciaban aún más, y consideraban que simplemente estar aquí los diferenciaba como la auténtica élite.

En un rincón había un grupo de media docena de esquiadores ridículamente expertos (representantes de fabricantes de esquís), muy borrachos, ya que se habían pasado todo el día en las pistas de nieve en polvo esparciendo las cenizas de un amigo que había muerto por la misma medicación que había matado a Michael Jackson. En otra mesa había unos cuantos rusos: cincuentones, todavía medio ataviados con los monos de esquiar, con mujeres más jóvenes que no habían esquiado nada. Un joven actor de cine, no de primera fila pero al parecer bastante de moda en el momento, se lo tomaba con calma con tres amigos algo menos glamurosos. En el bar, el complemento habitual de guías, lugareños y mecánicos habían dado la espalda a la multitud para ver un partido de hockey con el sonido apagado.

—El Apostrofecalipsis es a la actual realineación de T’Rain lo que el Tratado de Versalles fue a la Segunda Guerra Mundial —dijo Richard, burlándose deliberadamente del tono de los contribuyentes a la Wikipedia con la esperanza de que los otros lo pillaran.

Zula al menos mostraba amablemente atención, pero Peter se lo perdió a todos los niveles, ya que estaba hechizado con su teléfono desde que llegó unos quince minutos antes, quemado por el sol y el viento y profundamente satisfecho tras pasarse el día haciendo snowboard. Zula, como Richard, no era esquiadora y había acabado convirtiendo este viaje en unas vacaciones de trabajo donde se pasaba varias horas cada día en el apartamento, conectada con los servidores de la Corporación 9592 a través de la delicada conexión de fibra que Richard, a un precio desorbitado, había traído desde el valle al Schloss. Peter, por otro lado, había resultado ser un pirado absoluto del snowboard que, según Zula, se había pasado un montón de tiempo desde la reunión comparando tablas de snowboard especiales, optimizadas para la nieve en polvo: finalmente compró una en una tienda de Vancouver hacía unas pocas semanas. La trataba ahora como si fuera un Stradivarius, y solo le faltaba acostarse con ella por las noches, por lo que Zula incluso sentía un poco de celos.

Peter y Zula estaban disfrutando del fin de semana largo. Habían dejado Seattle después de que ella saliera del trabajo y habían remontado el tráfico hasta Snoqualmie Pass, donde la mayoría de los esquiadores se desviaba para tomar los convencionales teleféricos. Sintiéndose más élite a cada minuto, cruzaron el estado hasta Spokane y luego se dirigieron al norte hacia Metaline Falls, una diminuta estación fronteriza en un paso en las montañas que coincidía con el paralelo cuarenta y nueve. Lo cruzaron una hora antes de la medianoche, atravesaron el paso hasta Elphinstone, y luego giraron hacia el sur a lo largo de la mal señalizada carretera de montaña, llena de curvas y baches, que conducía al Schloss. Este plan no les había parecido una locura, lo que recordó una vez más a Richard su avanzada edad. Durante las horas que habían estado en carretera, no pudo apartarse del ordenador, calculando qué peligrosa carretera estarían recorriendo en qué momento concreto, como si Zula fuera una parte de su cuerpo que se hubiera desprendido por su cuenta y necesitara ser controlada. Supuso que ser padre sería algo parecido. Por ridículo que fuera, los recuerdos de la reunión lo acosaban. Pues si Zula y Peter tenían un accidente en el camino, más tarde, cuando la historia se contara y se volviera a contar en la reunión, lanzada como un ladrillo a la tradición familiar, se hablaría sobre todo de Richard, cuándo se enteró, qué acciones emprendió, la frialdad que mostró, las decisiones correctas que había tenido que hacer, el alivio de Zula cuando apareció en el hospital. La moral estaba prestablecida: la familia cuidaba de sí misma, incluso, no, especialmente en momentos de crisis, y estaba formada por gente buena, sabia y competente. Tal vez tendría que dirigirse al lugar del siniestro por carreteras resbaladizas y serpenteantes, a través de una helada. Justo cuando se estaba preparando para ponerse los pantalones de esquí encima del pijama para salir a buscarlos, llegaron, exactamente a la hora anunciada, en aquel molesto vehículo cuadrado y de moda de Peter, y entonces Richard dejó de verlos como una pareja de alocados chicos descarriados y los consideró superhombres con sus teléfonos con GPS y Google Maps.

Ahora se preparaban para volver a hacerlo. Como no quería perder ni una sola hora practicando snowboard, Peter se había pasado la tarde del lunes en las pistas y pretendía volver en coche a Seattle esta noche.

Cuando Peter llegó y se sentó junto a Zula, Richard perdonó su atención al teléfono asumiendo que estaba comprobando las condiciones climatológicas y de carreteras. Pero entonces empezó a teclear mensajes.

Parecía una lapa pegada a Zula. Richard no dejaba de decirse que ella no era tonta y que Peter debía de tener cualidades redentoras que, debido a su ineptitud social, no eran obvias.

Zula miraba a Richard a través de sus gafas grandes y anticuadas, esperando algo más de información sobre el chiste del Tratado de Versalles. Richard sonrió y se acomodó en el brazo de su enorme sillón tapizado de cuero. La taberna era un buen lugar para contar historias y, en concreto, para contar historias sobre T’Rain. A Richard le impresionaba mucho un lagar de hidromiel dwinn creado por uno de los arquitectos de fantasía retro-medieval de T’Rain que había contratado al mismo tipo que hizo una versión real en el Schloss. Era un joven arquitecto que nunca había construido ninguna estructura física de verdad. Salido de la facultad a un mercado aplastado por la crisis del ladrillo, no pudo encontrar trabajo en el universo físico y fue directamente al departamento creativo de la Corporación 9592, donde tuvo que olvidar todo lo que sabía sobre Koolhaas y Gehrey y se zambulló en cambio en los entresijos de la arquitectura medieval de postes y vigas como podría haber sido practicada por una ficticia raza de enanos. De hecho, construir algo semejante en el Schloss lo había hecho muy feliz, pero la tensión de tratar con contratistas, presupuestos y permisos en el mundo real le había convencido de que al fin y al cabo había dado los pasos adecuados al confinar su práctica a lugares imaginarios.

—Veo vestigios de ello cuando examino el antiguo código de Plutón —dijo Zula—. El D’uinn —lo deletreó.

—Trajimos a Don Donald como primer Creativo por la cronología, pero no tuvo mucho tiempo para trabajar en el proyecto.

—He oído que hubo más discusiones a alto nivel.

—Sí. Tuve que quemarme las pestañas para estas discusiones leyendo a mi Joseph Campbell, a mi Jung.

—¿Por qué Jung?

—Arquetipos. Teníamos una discusión fuerte sobre las razas de T’Rain. Había motivos para no usar solamente enanos y elfos como todo el mundo.

—¿Te refieres a motivos creativos o de propiedad intelectual?

—Más bien lo último, pero también desde el punto de vista creativo hay algo a favor de empezar desde cero. Crear una gama completamente nueva y original de razas sin ninguna atadura con Tolkien o la mitología europea.

—Todos esos programadores chinos… —empezó a decir Zula.

—Te sorprenderías. Lo que cabría esperar es la oposición radical universitaria políticamente correcta…

—Elfos y enanos, venga ya, ¿cómo pudisteis ser tan eurocéntricos? —dijo Zula.

—Exactamente, pero en cierto modo es casi condescendiente asumir que los chinos, solo por ser de China, no pueden identificarse con enanos y elfos.

—Entendido.

—Resultó que cuando trajimos a Don Donald, ofreció buenos motivos para explicar por qué los enanos y los elfos no eran solo razas arbitrarias que podían cambiarse por otras, sino que eran arquetipos que se remontaban…

—¿Hasta dónde?

—Cree que la división elfo/enano nació en la época en que los hombres de Cromañón coexistieron en Europa con los Neandertal.

—¡Qué interesante! Nos remontamos, entonces, a decenas de miles de años.

—Sí. Tal vez incluso antes del lenguaje.

—Te hace pensar qué podríamos encontrar en el folklore africano —dijo ella.

Esto hizo detenerse a Richard un momento, hasta que siguió su pensamiento.

—Puesto que pudo haber una diversidad aún mayor de… De…

—Homínidos —dijo ella—. Quizá remontándose incluso más atrás.

—¿Por qué no? De todas formas, no fuimos mucho más allá de este nivel en las charlas iniciales con D-al-cuadrado. Entonces todo pasó a…

—Skeletor.

—Sí. Pero en aquella época no lo llamábamos así, porque todavía estaba gordo.

Mientras decía esto, Richard sintió un breve conato de nerviosismo por si Peter estaba escribiendo todo esto en Twitter o, Dios no lo quisiera, lo estuviera colgando en vídeo en algún blog. Pero la atención de Peter estaba en otra parte: había empezado a observar la entrada de la taberna, y sus ojos se dirigían a todo le que entraba por la puerta.

Richard volvió su mirada a Zula, no sin cierta sensación de placer (amistoso, no repulsivo), y continuó.

—Devin se volvió loco. Su fecha oficial de inicio era dos semanas antes de nuestro encuentro inicial… pero cuando entró por la puerta, ya tenía un puñado de páginas de este grosor llenas de ideas de sagas históricas basadas en los esbozos proporcionados por Don Donald. Aquella reunión no tuvo mucho sentido. Fue una formalidad. Le dije que continuara, e hice que un interino catalogara y cotejara toda su producción…

—El Canon —dijo Zula.

—Exactamente, eso fue el principio del Canon. Nos obligó a contratar a Geraldine. Pero con la diferencia clave de que todo era todavía fluido, ya que no habíamos lanzado nada a la base de fans todavía. Daba algo de miedo, la forma en que creció. Fue más tarde ese mismo año cuando empezamos a sentirnos un poco acojonados por la forma en que Devin estaba cogiendo nuestro mundo y saliéndose con la suya. Así que anunciamos, y no me enorgullece demasiado decir que fue un cambio de política retroactivo, que el programa de escritores residentes solo funcionaría anualmente y que cuando el año de Devin terminara, podía continuar escribiendo cosas para el mundo de T’Rain pero que de hecho tendría que compartir la autoría de ese mundo con el siguiente escritor residente.

—Que resultó ser D-al-cuadrado.

—No fue ninguna casualidad. Devin se había vuelto tan dominante sobre el mundo que cualquier otro escritor habría quedado enterrado bajo su producción. Solo había otro escritor que tenía, (a) importancia en el mundo de la literatura fantástica para rivalizar con Devin, y (b) prioridad…

—Estuvo allí primero —dijo Zula.

—Sí. El tiempo suficiente para corretear y mearse en todos los árboles, pero eso seguía contando mucho.

—Eh, acabo de ver a un conocido —anunció Peter, indicando la entrada con la cabeza. Un hombre con mono acababa de entrar desde el aparcamiento y observaba la taberna, tratando de decidir dónde quería sentarse.

—¿Un amigo tuyo? —preguntó Richard.

—Conocido —le corrigió Peter—, pero debería ir a saludarlo.

—¿Quién es? —preguntó Zula, mirando alrededor, pero Peter ya se había puesto en pie y se dirigió a la mesa junto a la chimenea, donde el recién llegado acababa de sentarse. Richard observó al hombre cuando este miró a Peter a la cara. Su expresión no mostró nada parecido a la sorpresa o el reconocimiento. Y desde luego tampoco placer. Esperaba encontrarse con Peter allí. Se habían estado enviando mensajes por SMS al respecto. Peter estaba mintiendo.

Richard se obligó a volver a la conversación, porque el asunto con Peter lo preocupaba y su primer instinto con las cosas que le preocupaban era poner un muro a su alrededor, y luego esperar a que empeoraran lo bastante como para amenazar la estructura integral del muro y luego, finalmente, coger un martillo.

—Los trajimos a los dos aquí —dijo Richard.

—¿Al Schloss?

—Sí. Entonces no tenía este aspecto. Fue antes de la remodelación del lagar dwinn. Vinieron en verano, cuando este sitio tiene un aire completamente diferente. Trajimos algunos chefs de Vancouver para que prepararan las comidas, y tuvimos un retiro para indicar el traspaso formal de Skeletor a D-al-cuadrado. Fue entonces cuando se produjo el Apostrofecalipsis.

—Resulta divertida la idea de preparar un «retiro» para trabajar —dijo Don Donald, mientras se entretenían en la terraza, bebiendo cerveza y acostumbrándose a la vista de las Selkirk—. ¿Pero no deberíamos llamarlo un «avance»?

Richard se perdió desde el principio de la frase, así que dejó de intentar comprenderlo y se quedó observando el rostro de D-al-cuadrado. Donald Cameron, entonces de cincuenta y dos años, parecía mayor, con el pelo canoso peinado hacia atrás y una nariz impresionante, hinchada por la rica dieta líquida de la antigua facultad de Cambridge donde vivía la mitad de su tiempo. Pero su tez era sonrosada y sus modales vigorosos, probablemente por todos los paseos que daba por el castillo de la Isla de Man donde vivía la otra mitad de su tiempo. Se había instalado en su suite unas cuantas horas antes, había descansado un poco, se había ido a dar uno de esos paseos, y había salido a la terraza hacía solo treinta segundos, donde se había visto rodeado por cuatro frikis, suficientemente situados en lo alto de la cadena alimenticia de la Corporación 9592 para poder sentirse con derecho a abordarlo. Richard sabía con seguridad que la mayoría de esta gente tenía en sus cuartos montones de novelas de fantasía de Donald Cameron con la esperanza de que se las firmara, y le estaban haciendo la pelota para sentirse cómodos antes de pedírselo.

—Tal vez tenga que acuñar una palabra nueva para ello —dijo Richard, antes de que ninguno de los fans pudiera reírse o, peor, intentar entrar en conversación con Don.

—Je. Ya se ha dado cuenta de mi debilidad para ese tipo de cosas.

—Dependemos de eso.

D-al-cuadrado alzó una ceja.

—¡Ya hemos avanzado hasta el punto de tener que trabajar! Imaginaba que eso iba a ser una reunión puramente social, señor Forthrast.

Pero solo estaba bromeando, como indicó al guiñar un ojo y asentir en la dirección de…

Richard se volvió y se apartó del puñado de fans que aumentaba rápidamente para ver a Devin Skraelin hacer su entrada. Se preguntó si habría estado retorciendo la cortina de su suite, esperando a que Don Donald saliera a la terraza para así poder llegar el último. Como de costumbre, lo acompañaban dos «ayudantes» que parecían demasiado mayores y autoritarios para merecer esa designación. Richard había podido establecer que la «ayudante» femenina era una abogada especializada en litigios de propiedad intelectual y que el varón era un editor que había sido eliminado en los últimos cataclismos de la industria librera: ahora era el escriba cautivo de Devin.

—Gracias —dijo Richard—. Continuaremos más tarde, si le apetece.

—¡No puedo esperar!

Richard salió al paso de Devin pero se le adelantó Nolan Chu, que era el mayor fan de Devin Skraelin del mundo entero. Hasta ahora, Nolan no había podido salir de China por líos de visados y cambio de divisas, pero durante el último año le había resultado cada vez más fácil hacer largas incursiones en Occidente. Algunos hombres en esa posición se habrían largado directamente a Las Vegas, pero Nolan, una combinación de motivos personales y comerciales imposible de dilucidar, acudía a convenciones de fantasía y ciencia ficción.

Richard se detuvo en seco y pasó unos minutos viéndolos conversar. Devin había perdido 95 kilos (al menos esa era la cifra colgada en su página web hacía seis horas) y ahora parecía corpulento, pero no tan obeso como para llamar la atención sobre sí mismo. Atendía a Nolan pero no dejaba pasar más de cinco segundos sin dirigir una mirada adonde estaba Don Donald. Si Richard hubiera sido un observador casual de la escena, habría pensado que uno de los dos escritores era un asesino y el otro su próxima víctima. Sin embargo, le habría costado trabajo dilucidar cuál era cuál.

El profesor Cameron, por su parte, continuó mostrándose enormemente afable y civilizado hasta que estuvo dispuesto a reconocer la presencia de Devin, y luego se dio media vuelta y se deslizó (no había otra palabra para describirlo) sobre sus sandalias hechas a mano para cruzar la terraza y extender una mano para saludar a su rival.

—Como si fuera dueño del lugar —murmuró Richard.

—¿El Schloss? —preguntó Chet, que estaba por allí controlando las cosas. Todo lo que Chet sabía de literatura fantástica era que era una fuente útil de arte para las furgonetas.

—No —respondió Richard—. T’Rain.

Más tarde cenaron en el salón de banquetes del Schloss, que era una fortaleza estilo bávaro. Habían unido varias mesas para que pareciera una sola, muy larga.

—¡Igual que el Salón de la Pizza de Shakey! —observó Devin cuando la vio.

—Igual que la Alta Mesa del Trinity —dijo D-al-cuadrado.

Richard, el único hombre presente que había cenado en ambos sitios, pudo ver el mérito en ambos puntos de vista, así que (tratando de ser un anfitrión amable) mostró su acuerdo con los dos, mientras ocultaba una creciente incomodidad por lo que sucedería cuando estos hombres acabaran sentados frente a frente en la mesa de Shakey/Trinity. Los asientos habían sido asignados ya. Richard a la cabecera de la mesa. Devin y el profesor Cameron a su lado, uno frente al otro. Nolan junto al segundo, para poder mirar con ojos de cordero al primero, y Plutón junto a Devin, siguiendo la teoría de que Don Donald se sentiría más cómodo si en algún lugar en su campo de visión había un friki ridículamente inteligente de habilidades sociales limitadas. La silla de Plutón miraba a los ventanales que daban a la terraza, así que podía aliviar su aburrimiento inspeccionando la forma de las montañas que se alzaban al otro lado del valle.

Lo mismo para toda la gente que estaba cerca de Richard. Desde allí la disposición de los asientos se propagaba mesa abajo según la idea de alguien de lo que era jerarquía e importancia. El menú era cocina de caza tal como la reinterpretaban los cocineros que Richard y Chet habían ido trayendo a lo largo de los años. El venado, por ejemplo, era de granja, y por tanto libre de priones, lo que aseguraba que la Corporación 9592 no acabaría estirando la pata dentro de unas cuantas décadas cuando todos sus superiores en el escalafón fueran golpeados por el mal de las vacas locas. La carta de vinos hacía un par de guiños diplomáticos hacia el naciente sector vitivinícola de la Columbia Británica y luego se lanzaba decididamente al sur de frontera. D-al-cuadrado hizo algunas agudas observaciones sobre un buen Riesling seco de las montañas Horse Heaven y Devin pidió una Coca-Cola light. Se mostró mucha curiosidad, por ambos lados, acerca del Schloss y cómo Richard y Chet lo habían construido. Richard explicó que originalmente lo habían ensamblado a partir de piezas y fragmentos de tres estructuras diferentes de los Alpes austriacos, que habían sido compradas por un barón minero austro-húngaro (literalmente barón). Había embarcado las piezas desde el Danubio al Mar Negro y de ahí por medio mundo hasta la desembocadura del Columbia, llevó el material a un sitio donde el material pudiera cargarse en un auténtico ferrocarril minero que ya no existía, cuyo derecho de paso, ahora un sendero de motociclistas y esquiadores, pasaba por los terrenos del Schloss. Luego pasó a su descubrimiento y la prolongada rehabilitación a la que lo habían sometido Richard y Chet. No mencionó todo lo que tenía que ver con el dinero de las drogas y las bandas moteras, ya que eso lo cubría ampliamente la entrada de la Wikipedia que todos los presentes presumiblemente habían leído y quizás incluso editado.

Pues a finales de los años ochenta el contrabando de marihuana había empezado a volverse más oscuro, más violento; o tal vez Richard, después de cumplir los treinta años, empezó a darse cuenta de la oscuridad que había estado allí siempre presente. Recogió su dinero y regresó a Iowa, donde se inscribió en cursos de dirección de hoteles y restaurantes en la universidad estatal. Este era el punto en que la historia se volvía lo bastante saludable para considerar que podía contarla en amable compañía. Después de unos cuantos meses en Iowa, recuperó el sentido y advirtió que podía contratar a gente con esa habilidad y regresó a Columbia Británica. Chet y él empezaron entonces a dedicarse en cuerpo y alma al Schloss.

Todo lo cual servía para entablar una conversación perfectamente agradable mientras probaban algunos de los vinos ligeros antes de la cena y se metían en la boca pintorescas viandas y sorbían sopa, pero cuando la cena pasó a aperitivos que parecían más bien segundos platos y que eran acompañados por vino tinto, Richard se encontró deseando que fueran de una vez al grano. El propósito formal de este retiro y esta cena era celebrar la conclusión del año de Devin como escritor residente y pasarle la antorcha a Don Donald, que por fin había rematado su trilogía convertida en tetradecalogía y estaba dispuesto a dedicar parte de su tiempo a seguir desarrollando el trasfondo y la «biblia» de T’Rain.

Durante los tres últimos meses de la titularidad de Devin, había sido casi preocupantemente productivo, lo que llevó a un hilo de correo electrónico en la Corporación 9592 (tema: «Devin Skraelin es un personaje de Edgar Allan Poe») salpicado con enlaces a páginas web sobre el estado psiquiátrico conocido como grafomanía. Esto causó un nuevo tipo de jerga: Canon Lag, donde los empleados responsables de comprobar el trabajo de Devin e incorporarlo al Canon no pudieron seguir el ritmo de su producción. Según una cadena de pensamiento algo paranoica, esto había sido una estrategia deliberada por parte de Devin. Ciertamente, como en esta cena, la única persona que tenía todo el mundo en la cabeza era Devin, ya que había entregado mil páginas de material nuevo a la una de esta madrugada, tras enviarlo por e-mail desde su habitación de la Torre Norte del Schloss, y nadie había tenido tiempo de hacer más que echarle una ojeada. Así que tenía a todos los demás en desventaja.

Hablar del Schloss condujo la conversación de manera natural al castillo de Don Donald en la Isla de Man, que también había sido objeto de un intenso trabajo de renovación. Richard percibió en eso una abertura e hizo el gambito.

—¿Es ahí donde tiene previsto hacer la mayor parte del trabajo de T’Rain?

Silencio. Richard había cruzado un límite, o algo, al mencionar el «trabajo». Pero había descubierto que seguir adelante era mejor que pedir disculpas.

—¿Tiene un estudio allí… un lugar adecuado para escribir?

—¡Adecuadísimo! —exclamó el profesor. Y se puso a describir una habitación en una torre, «con vistas, los días claros, a Donaghadee al oeste y Cairngaan al norte», y pronunció ambas palabras de manera tan auténtica que visibles escalofríos de placer se extendieron por toda la mesa. Había sido dispuesta, dijo, de un modo que hacía que fuera «a la vez auténtica y habitable, un balance que no era fácil de conseguir», y esperaba su regreso.

—Devin le ha dado mucho material con el que trabajar —dijo Geraldine Levy, que era la señora del Canon, sentada junto a Plutón a la mesa—. No puedo dejar de preguntarme si hay alguna parte concreta de la historia de T’Rain que le gustaría atacar primero.

—Centrar —la corrigió Cameron, después de unos cuantos segundos incómodos intentando encontrarle sentido a la expresión—. La cuestión es perfectamente razonable. Mi respuesta debe ser indirecta. Mi método de trabajo, como puede que sepan, es componer el primer borrador en el lenguaje que hablan los personajes. Solo cuando está terminado empiezo el trabajo de traducirlo al inglés.

Como un tanque que hiciera girar su torrera, se volvió para apuntar a Devin.

—Mi colaborador, naturalmente, prefiere un… método más eficiente y directo.

—Me sorprende lo que hace con los lenguajes y lo demás —dijo Devin—. Tiene razón. Yo solo… avanzo sobre la marcha.

—Así que su mundo —continuó D-al-cuadrado, continuando su giro hasta que apuntó a Richard—, no tiene ningún lenguaje en este momento. Le fascina más la geología —asintió en dirección a Plutón—, y consideran que eso es fundamental. Yo habría empezado con palabras y lenguajes y habría construido sobre esos cimientos.

—Ahora tiene las manos libres en ese asunto, doctor Cameron —señaló Richard.

—Casi libre. Pues ha habido algunas —Cameron dirigió de nuevo su mirada hacia Devin— expresiones. Veo palabras en el trabajo del señor Skraelin que no aparecen en los diccionarios. La misma palabra T’Rain, por ejemplo. Los nombres de las razas: K’Shetriae, D’uinn. Puedo trabajar con ellas, incorporarlas a los lenguajes ficticios cuya gramática y léxico gustosamente extraeré y compartiré con la… señorita Levy.

Vaciló ante la palabra señorita mientras comprobaba su dedo anular izquierdo y veía que no tenía ningún anillo.

La señorita Levy era solo «señorita» porque las lesbianas no podían casarse en el estado de Washington, pero estuvo dispuesta a dejarlo correr.

—Eso sería magnífico —dijo—. Esa parte del Canon es ahora mismo un gran vacío.

—Me alegraré de servirles de ayuda. Pero tengo algunas preguntas.

—¿Sí?

—K’Shetriae. El nombre de la raza de elfos. Extrañamente parecido a Kshatriya, ¿no es así?

Todos en este lado de la mesa se quedaron en blanco excepto Nolan. A la mitad de la mesa, sin embargo, Premjith Lal, que dirigía uno de los departamentos de Cosas Raras, estiró las orejas.

—¡Sí! —exclamó Nolan, asintiendo y sonriendo—. Ahora que lo menciona… es muy similar.

—¿Le importa explicarlo? —preguntó Richard.

—¡Premjith! —llamó Nolan—. ¿Eres kshatriya?

Premjith asintió. Estaba demasiado lejos para hablar. Extendió ambas manos, se agarró las orejas y tiró de ellas, poniéndolas de punta, como de elfo.

—Es una casta hindú —explicó Nolan—. La casta guerrera.

—No puedo dejar de preguntarme si la persona que acuñó ese nombre pudo haber oído la palabra «kshatriya» en algún otro contexto y más tarde, cuando buscaba una secuencia de fonemas de sonido exótico, la recuperó, digamos, de su memoria, pensando que era una idea original.

Richard trató con todas sus fuerzas de no mirar a Devin, pero era como si alguien le hubiera metido un palo en la oreja y le hubiera dado una patada. Segundos más tarde todo el mundo miraba a Devin, que se estaba poniendo rojo. Ganó tiempo unos instantes bebiendo su Coca-Cola light y jugueteando con la servilleta, y luego alzó la cabeza con gran confianza y dijo:

—Hay un número finito de fonemas, y solo un número limitado de combinaciones que se pueden unir para crear palabras en lenguajes imaginarios. Todo nombre que se elabore se parecerá al nombre de una casta o un dios o un distrito de riego de algún lugar del mundo. ¿Por qué no pasar del tema y seguir adelante?

Premjith intervino.

—Hay algo así como cien millones de kshatriya a los que les va a divertir esta aspecto del Canon —recalcó. No estaba molesto, sino divertido. Richard anotó mentalmente invitar a Premjith a comer sushi y averiguar si había más cosas mal en T’Rain que hubiera advertido y no le hubiera apetecido mencionar.

—Cien millones… —repitió Devin, no tan fuerte como para que Premjith lo oyera—. Apuesto a que dentro de cinco años tendremos más K’Shetriae en T’Rain que Kshatriya aquí.

—Si la memoria no me falla, se escribe con apóstrofe entre una K mayúscula y una S mayúscula, ¿no? —preguntó Don Donald.

—Así es —dijo Devin, y miró a Geraldine, que asintió.

—Ahora el apóstrofe se usa para marcar una elisión.

—Una letra perdida —tradujo Plutón—. Como cuando en inglés se contrae una negación.

—Sí, exactamente —continuó Don—. Lo cual me lleva a preguntar por qué la S de «K’Shetriae» va en mayúsculas. ¿Hay que deducir que «Shetriae» es una palabra separada que es a su vez un nombre propio? Y si es así, ¿qué tenemos que entender del apóstrofe de la K? ¿Es, por ejemplo, algún tipo de artículo?

—Claro, ¿por qué no? —dijo Devin.

D-al-cuadrado, tras haber lanzado el anzuelo, se contentó con unos momentos de discreto silencio, pero Plutón estalló.

—¿Por qué no? ¿Por qué no?

Richard solo pudo seguir mirando, como si contemplara desde el otro lado del valle un alud arrollar a un esquiador.

—Si es un artículo —dijo Don Donald—, ¿entonces qué es el apóstrofe en T’Rain? ¿Qué es el apóstrofe de la D de D’uinn? ¿Cuántos artículos tiene este idioma?

Silencio.

—O tal vez la K, la T, y la D no son artículos sino algún otro rasgo lingüístico.

Silencio.

—O tal vez el apóstrofe se utiliza para indicar algo diferente a la elisión.

Silencio.

—En cuyo caso, ¿qué indica?

Richard no pudo soportarlo más.

—Parece chulo —dijo.

Don Donald se volvió hacia él con una expresión sonriente y fascinada. Tras él, Richard pudo ver que todos los demás se desmoronaban: las cosas se habían vuelto un poco tensas.

—¿Perdone, Richard?

—Mire, Donald. Es usted el único tipo en este sector concreto de la economía que domina todo esto de los lenguajes antiguos como usted lo hace. Todos los demás se lo inventan. Cuando un tipo quiere una palabra que parezca exótica, le coloca un par de apóstrofes. Tal vez un par de letras que normalmente no van juntas, como la Q y la Z. De eso estamos tratando aquí.

Silencio de un sabor distinto.

—Soy consciente de que esto no encaja exactamente con su M. O. —añadió Richard.

—¿M. O.?

—Modus operandi.

—Mmm —dijo Don.

—Si quiere inventar algún lenguaje —ofreció Devin—, no se corte.

—Mmm —repitió Don.

Richard miró a Geraldine, que estaba pensando con tanta intensidad que de su peinado salían volutas de humo.

—Señor Olszewski —dijo finalmente Don—, ¿puedo plantar un volcán aquí?

—¿Aquí?

—Sí, en esta misma propiedad.

—¿Tiene en mente algún tipo de volcán?

—Oh, digamos un monte Etna. Siempre me ha gustado.

—Imposible —dijo Plutón—. Es un estrato-volcán joven, muy activo. Las Selkirk no son geológicamente tan activas. El tipo de roca que hay aquí…

—Simplemente no tendría sentido —dijo Don, resumiendo y cortando lo que prometía ser un largo y devastador recorrido por el mundo de la vulcanología—. Sería incoherente.

—¡Totalmente!

—Me temo que una situación análoga podría obtenerse en el caso de todos esos apóstrofes. Mi colega se ha abstenido de acuñar palabras, es cierto. Pero ha sido necesario, ¿no?, acuñar los nombres de las razas de T’Rain, y el del mundo mismo. Y en algunos casos, como «K’Shetriae», el apóstrofe va seguido de una letra mayúscula, mientras que en otros, como «D’uinn», la letra siguiente es minúscula, una situación que requiere algún tipo de explicación coherente. Al menos si voy a continuar con mi trabajo al modo en el que estoy acostumbrado.

Richard advirtió la amenaza implícita.

—Gracias por haber venido desde Vancouver —dijo Peter. No se habían presentado, ni se habían estrechado la mano, solo se habían calibrado para confirmar con un gesto con la cabeza que eran quienes eran.

—Este sitio es la leche —dijo Wallace. No parecía la clase de hombre que se confundía muy a menudo, o que lo admitía, al menos. Durante medio minuto no tuvo ojos más que para las vigas entrecruzadas que fingían sostener el techo—. ¿Dónde las he visto antes?

Sus ojos se dirigieron a Peter, que lo miraba con cautela. Devolvió su atención a la taberna: sus muebles rústicos, sus ventanas de vidrio emplomado, su suelo de tablas de madera clavadas. Pero finalmente fue la cubertería lo que delató. Cogió un tenedor y contempló asombrado el motivo estampado en el mango: una burda pauta geométrica inspirada en las runas nórdicas.

—¡La madre que me parió! —dijo—. ¡Dwinn!

—¿Cómo dice? —dijo Peter, horrorizado por cómo iban saliendo las cosas.

Wallace sonrió (otra cosa que, sospechó, no hacía a menudo) y dirigió una mirada hacia la bolsa de su portátil, que había dejado en la silla vacía que tenía al lado.

—Podría enseñarle… —dijo—. Podría enseñarle este sitio ahora mismo, en T’Rain.

—¿Juega a T’Rain? —preguntó Peter, viendo una oportunidad para, por fin, iniciar una conversación.

—Todos tenemos nuestros vicios. Cada uno trae su propio tipo de problemas. Una adicción a T’Rain es menos peligrosa que muchas otras que podría nombrar. Hablando de lo cual, ¿qué tiene que hacer un hombre para tomarse un agua con gas en este sitio?

Wallace hablaba con acento escocés, lo cual fue una sorpresa para Peter y creó un segundo retraso temporal en sus respuestas mientras se esforzaba por comprender lo que decía. Pero cuando comprendió lo del agua con gas, se volvió en su asiento, se levantó a medias, y llamó al camarero.

A Peter seguía sin gustarle el rumbo de la conversación. Wallace lo había desequilibrado por completo al hablar de T’Rain y lo había impulsado a pedirle una bebida. Sin embargo, ahora cambió un poco su actitud, como si lo estuviera educando. Haciéndole un favor.

—Este es el salón de festines del rey Oglo de los Dwinn Rojos del Norte. He estado aquí diez, tal vez quince veces.

—Quiere decir que ha estado su personaje.

—Sí, a eso me refiero —dijo Wallace, y no tuvo que añadir «gilipollas sin cerebro».

Wallace había entrado con un gabán, un atuendo que Peter solo había visto en las películas. Probablemente era el único gabán en un radio de doscientos kilómetros. Un atuendo de caballeros. Tenía otras leves características de pijerío. Se había apartado el pelo rojo encanecido de la frente moteada por el sol, que mostraba un hendidura sobre la sien izquierda donde habían extirpado un tumor de piel. Gafas para leer colgadas de una cadena de oro. La camisa abierta en el cuello. Su blanco tejido tendría buen aspecto bajo un traje elegante pero le proporcionaría muy poca protección si tenía que pararse a cambiar un neumático. En su mano derecha mostraba un grueso sello de oro.

—Yo no juego a T’Rain —dijo Peter, aunque a estas alturas eso parecía bastante obvio.

—¿A qué juega?

—Me gusta el snowboard. El tiro. A veces…

—No me refiero a eso. Le pregunto por su vicio y a qué tipo de problemas conducen. —Wallace golpeó la mesa con el sello.

Peter guardó silencio unos instantes.

—Y no intente decirme que ninguno, porque los dos sabemos por qué estamos aquí.

Tap tap tap.

—Sí, pero eso no quiere decir que sea por cosa de vicio —dijo Peter.

Wallace se echó a reír, pero no de la forma complacida en que se había reído cuando reconoció que estaba sentado en el salón de festines del rey Oglo.

—Contactó usted conmigo a través de ciertos individuos de Ucrania que no son exactamente ciudadanos respetables. He comprobado quién es. He leído todos los posts que ha hecho, empezando a la edad de doce años, en chats de hackers, escribiendo con esa ridícula forma ortográfica que todos emplean. Hace tres años pasó usted a los archivos bajo su nombre real diciendo que era un hacker de sombrero gris, lo que es igual que admitir que antes era de sombrero negro. Y hace un año fue contratado por esa empresa de seguridad donde la mitad de los fundadores ha cumplido condena, por el amor de Dios.

—Mire. ¿Qué quiere que diga? Estamos aquí. Estamos teniendo este encuentro. Los dos sabemos por qué. Así que no es que le esté mintiendo.

—Muy cierto. Lo que intento establecer es que usted le ha estado mintiendo a todo el mundo, incluyendo, imagino, a esa amiga suya que se está tomando el cappuccino allí al fondo. Y me es valioso saber qué vicios o problemas le llevaron a todas esas mentiras.

—¿Por qué? Tengo lo que ha venido a buscar.

—Eso es lo que estoy intentando establecer.

Peter rebuscó en el gran bolsillo exterior de su chaqueta y sacó una carátula de DVD que contenía un solo disco sin marcar, blanco en la parte superior, púrpura iridiscente por abajo.

—Aquí está.

Wallace pareció disgustado.

—¿Así es como quiere entregarlo?

—¿Hay algún problema?

—He traído un netbook. No tiene disquetera. Esperaba que trajera un pen.

Peter lo consideró.

—Creo que puede arreglarse. Espere un segundo.

—Ese tipo acaba de hacerle un encargo a tu novio —observó Richard, poco después de que Peter se sentara frente al desconocido junto a la chimenea.

—¿Un encargo?

—Le ha dado un trabajo que hacer. «Llama la atención del camarero. Pídeme una bebida.» Algo de esa naturaleza.

—No te entiendo.

—Es una táctica —explicó Richard—. Cuando acabas de conocer a alguien e intentas sondearle. Le das una tarea para ver cómo reacciona. Si la acepta, puedes continuar y darle una tarea más grande luego.

—¿Es una táctica que usas?

—No, es manipulación. O trabajan para mí o no lo hacen. Si trabajan para mí, puedo asignarles tareas y no hay ningún problema. Si no trabajan para mí, entonces no tengo nada que hacer asignándoles tareas.

—Entonces estás diciendo que el amigo de Peter lo está manipulando.

—Conocido.

—Es una especie de contacto de negocios —aventuró Zula.

—¿Entonces por qué no se acerca a saludar?

—Buena pregunta —dijo Zula—. Probablemente teme que me enfade con él si interrumpe nuestras vacaciones por un asunto de negocios.

«¿Entonces te ha mentido?», pensó Richard, pero no lo dijo en voz alta. Si presionaba demasiado, podría conseguir el resultado opuesto de lo que quería.

Además, Peter volvía ahora a la mesa.

—¿Tiene alguno de vosotros un pen que pueda utilizar?

La pregunta quedó flotando en el aire como una nube invisible de flatulencia.

—Quiero pasar algunas fotos de ordenador a ordenador —explicó.

Richard, Zula y Peter llevaban un rato allí, comprobando de vez en cuando el correo electrónico o jugueteando con las fotos de vacaciones, y por eso Richard tenía la bolsa de su portátil entre los pies. Se la puso en el regazo y buscó en un bolsillo externo.

—Aquí tienes —dijo.

—Ahora mismo te lo devuelvo.

—No te molestes —dijo Richard, escandalizado, de manera absolutamente anticuada, por la incapacidad de Peter para usar las palabras mágicas—. Es demasiado pequeño. Iba a comprar uno nuevo mañana. Borra lo que tenga, ¿quieres?

Peter regresó a la mesa, sacó su portátil, e insertó el pen drive. Su ordenador, un Linux, lo identificó como un sistema de archivos de Windows, cosa que era lo que necesitaba pues el ordenador de Wallace también operaba en Windows. Encontró varios archivos en el pen y los borró. Luego sacó el DVD de su funda y lo conectó.

—¿Por qué no usa la copia local de su ordenador? —le preguntó Wallace.

—¡Oh, buena pregunta con trampa! —dijo Peter—. Es como le decía. Solo hay una copia. Está en el DVD. No voy a engañarlo.

El DVD apareció como icono en su escritorio. Lo abrió, y contenía solo un archivo. Lo arrastró hasta el icono del pen drive y esperó unos segundos mientras se transferían los archivos.

—Ahora, ya son dos copias —dijo. Salió del pen y lo desenchufó—. Voilá —dijo, alzándolo—. El material. Tal como prometí.

—No hasta que reconozca que es lo que dice.

—¡Adelante, compruébelo!

—Oh, he mirado la muestra que envió. Todos eran números auténticos de tarjetas de crédito, como dijo. Nombres, fechas de expiración, y todo lo demás.

—¿Entonces adónde quiere ir a parar?

—A la procedencia.

—¿No se llama así una ciudad de Rhode Island?

—Ya que es usted autodidacta, Peter, y yo tengo cierta debilidad por los autodidactas, perdonaré que no conozca la palabra. Se refiere al origen de los datos.

—¿Y qué importa, si los datos son buenos?

Wallace suspiró, bebió su agua con gas, y contempló el salón. Como si acumulara la energía necesaria para continuar con esta estúpida conversación.

—Está malinterpretando todo esto, joven. Intento ayudarle.

—No era consciente de que necesitara ninguna ayuda.

—Es ayuda proactiva. ¿Entiende? La ayuda retroactiva, en la que usted está pensando, es lanzarle a un borracho un salvavidas después de que se haya caído al agua. La ayuda proactiva es cogerlo por el cinturón y ponerlo a salvo antes de que se caiga.

—¿Y por qué le importa siquiera?

—Porque si acaba necesitando ayuda, chico, debido a un problema con la procedencia de estos números de tarjetas de crédito, yo también acabaré necesitándola.

Peter dedicó un momento a reflexionar sobre esto.

—No trabaja usted por su cuenta.

Wallace asintió, consiguiendo parecer complaciente y agrio al mismo tiempo.

—Solo hace el encargo… actúa como agente o algo por el estilo, para quien sea que esté de verdad detrás de esta compra.

Wallace hizo gestos expresivos, como un director de orquesta, y casi derribó su agua con gas.

—Si algo sale mal, esa gente se sentirá molesta, y tiene miedo de lo que puedan hacer —continuó Peter.

Wallace se quedó ahora quieto y en silencio, lo que pareció significar que Peter había llegado por fin a la conclusión correcta.

—¿Quiénes son?

—No imaginará que voy a decirle sus nombres.

—Pues claro que no.

—¿Entonces por qué lo pregunta, Peter?

—Es usted quien los ha mencionado.

—Son rusos.

—Quiere decir… ¿la mafia rusa? —Peter estaba demasiado fascinado para sentirse asustado.

—«Mafia rusa» es un término idiota. Un oxímoron. Chorradas de los medios. Es mucho más complicado que eso.

—Bueno, pero obviamente…

—Obviamente —reconoció Peter—, si van a adquirir a unos hackers números robados de tarjetas de crédito, están por definición involucrados en una actividad de crimen organizado.

Los dos hombres continuaron en silencio durante un momento mientras Peter reflexionaba.

—Cómo se implicó esta gente en una actividad criminal organizada es algo muy interesante y complicado. Le parecería fascinante hablar con ellos, si ellos tuvieran el más mínimo interés en hablar con usted. Puedo asegurarle que no tienen nada que ver con la mafia siciliana.

—Pero usted acaba de amenazarme. Esto parece…

—La crueldad y el oportunismo de los rusos se han exagerado mucho —dijo Wallace—, pero hay una pizca de verdad. Usted, Peter, ha decidido comerciar con artículos ilegales. Al hacerlo, se ha salido de las estructuras del comercio corriente, con sus facturas, sus mediadores, sus organizaciones de consumidores. Si la transacción sale mal, sus clientes no tendrán ninguna de las formas normales de recurrir. Eso es todo lo que estoy diciendo. Así que aunque sea un auténtico sesos de chorlito sin ninguna preocupación por su seguridad ni la de su chica, le pido que responda a mi pregunta sobre la procedencia, porque todavía tengo que decidir si seguir adelante con esta transacción, y no hago negocios con ningún sesos de chorlito.

—Bien —dijo Peter—. Trabajo en una asesoría de redes de seguridad. Eso ya lo sabe. Nos contrató una cadena textil para hacer una prueba de penetración.

—¿Es que no se les ponía dura?

—Nuestro trabajo era penetrar en sus redes corporativas. Descubrimos que una parte de su web era vulnerable a un ataque de inyección SQL.[03] Al explotar eso, pudimos instalar un rootkit en uno de sus servidores y luego usarlos como cabeza de puente a su red interna para, por resumir, colarnos en los servidores donde almacenan los datos de los clientes y demostrar luego que los datos de sus tarjetas de crédito son vulnerables.

—Parece complicado.

—Tardó quince minutos.

—¡Entonces me está diciendo que estos datos que intenta venderme ya están comprometidos! —dijo Wallace.

—No.

—¡Acaba de decirme que informaron al cliente de la vulnerabilidad!

—Ese cliente fue informado. Esos números estaban comprometidos. Estos números no son aquellos.

—¿Qué son, entonces?

—La red de la que le hablaba fue establecida por un asesor que acabó fuera del negocio.

—¡No me extraña!

—Exactamente. Examiné páginas web archivadas y declaraciones de accionistas para descubrir los nombres de algunos de los otros clientes que habían contratado al mismo asesor para fundar sitios web comerciales durante el mismo periodo de tiempo.

Wallace se lo pensó antes de asentir.

—Considerando que era coser y cantar.

—Sí. Todas esas páginas eran clónicas unas de otras, más o menos, y como el asesor estaba fuera de la escena, no habían actualizado sus parches de seguridad.

—Y por eso probablemente lo contrataron a usted para la prueba de penetración.

—Exactamente. Así que encontré un montón de sitios idénticos que compartían las mismas vulnerabilidades, incluyendo uno grande. Una cadena de grandes almacenes de la que habrá oído hablar.

—Y entonces repitió el mismo ataque.

—Sí.

—Que ahora puede rastrearse hasta la agencia para la que trabaja y sus ordenadores.

—No, no, no —dijo Peter—. Trabajé con algunos amigos de la Europa del Este; desviamos la operación a través de otros servidores, todo fue anónimo… es absolutamente imposible que puedan rastrearlo hasta mí.

—¿Esos amigos suyos trabajan gratis?

—Por supuesto que no, reciben parte del dinero.

—¿Confía en su discreción?

—Obviamente.

—Eso explica por qué su contacto inicial conmigo vino a través de Ucrania.

—Sí.

—Es bueno tener atado ese cabo suelto —dijo Wallace con retintín—. Pero el cabo suelto más grande sigue suelto.

—¿Cuál?

—¿Por qué hace usted esto?

Peter no supo qué responder.

—Dígame que es adicto a la cocaína. Que su dominatrix lo está chantajeando. No habrá ningún problema.

—Tengo problemas para pagar mi hipoteca —dijo Peter.

—¿Se refiere a ese estercolero de hackers donde vive?

—Es un edificio comercial en Seattle… un barrio industrial llamado Georgetown…

Wallace asintió y citó la dirección de memoria.

Peter se ruborizó.

—De acuerdo, ha estado investigando sobre mí. Muy bien. Compré ese sitio antes de la crisis. Lo uso en parte como espacio de vivienda/trabajo y tengo alquilado el resto. Cuando la economía se fue al garete, los locales vacíos empezaron a aumentar y la propiedad perdió gran parte de su valor además de los ingresos por alquiler. Pero con esto puedo enmendarlo. Evitar el cierre, arreglar unas cuantas cosas, estar en disposición de comprar…

—¿Una casa de verdad donde quiera vivir una mujer? —preguntó Wallace. Pues Peter, a su pesar, había dejado que sus ojos se desviaran momentáneamente en dirección a Zula.

—Tiene que comprender… —empezó a decir.

—Ah, Peter, es que no deseo comprender.

—Seattle está lleno de toda esa gente que no es más lista que yo, que no es más trabajadora que yo…

—Y que son multimillonarios porque tienen suerte. ¡Peter! Escúcheme con atención —dijo Wallace—. Ya le he dicho para quién trabajo. ¿Cómo cree que me siento?

Eso dejó a Peter callado el tiempo suficiente para que Wallace admitiera:

—¿Y no le he dejado lo bastante claro que me importa una mierda?

—Sí le importó atar esos cabos sueltos.

—Ah, sí. Gracias por devolverme a los temas importantes —dijo Wallace. Miró el reloj—. Llegué hace una media hora. Si hubiera estado usted observando el aparcamiento, habría visto llegar dos vehículos. Uno es mío. Un bonito utilitario con techo de lona no demasiado bien adaptado para estas carreteras, pero me trajo aquí. El otro es un Suburban negro con un par de rusos dentro. Aparcamos uno a cada lado de su Scion xB de 2008 de color naranja. Uno de los rusos, un técnico que no tiene mucho menos talento que usted, abrió su portátil y estableció una conexión con Internet usando la red wi-fi del albergue. Está allí sentado esperándome. Si realizamos esta transacción, estaré en el asiento trasero del Suburban unos treinta segundos más tarde entregándole este pen drive. Y él tiene, cómo lo diría, scripts que pueden analizar sus datos y comprobar rápidamente esos números de tarjetas de crédito. Y si descubre que algo no está bien, entonces las represalias de las que le advertía hace unos minutos se habrán completado antes de que su hígado haya tenido tiempo de metabolizar ese trago de Mountain Dew que acaba de tomar.

Peter tomó otro sobro de Mountain Dew.

—Tengo los mismos scripts —dijo—, y los cotejé con estos datos hace unas cuantas horas. Mis amigos de Europa del Este han estado también echándole un ojo: si hubiera algún problema me lo habrían hecho saber. Me da miedo la gente para la que trabaja usted, señor Wallace, y ojalá no me hubiera metido nunca en esto, pero una cosa que no me preocupa es la integridad de los datos que le estoy vendiendo.

—Muy bien, pues.

Peter colocó el pen drive sobre la mesa y lo empujó hacia Wallace.

Wallace sacó el portátil de su bolsa y lo abrió en la mesa. Insertó el pen. Su icono apareció en la pantalla. Hizo doble clic en él para descubrir un único archivo Excel titulado «datos». Arrastró la carpeta al icono de sus «Documentos» y esperó unos segundos mientras la pequeña animación en pantalla le aseguraba que la transferencia estaba teniendo lugar. Mientras esto sucedía, comentó:

—Hay otra forma de que esto pueda salir mal, naturalmente. Ya se ha dado a entender en esta conversación.

—¿Y es…?

—¿Y si esto no es la única copia de los datos? ¿Y si duplica su dinero, o lo triplica, vendiéndoselos a otros?

Peter se encogió de hombros.

—No puedo demostrar que sea la única copia.

—Comprendo. ¿Pero sus colegas ucranianos…?

—Nunca han visto este material. Cuando hicimos el numerito, los archivos pasaron directamente a mi portátil.

—¿En el que ha guardado una copia, por si acaso?

—No —entonces Peter pareció dudar—. Excepto esto —sacó el DVD de su portátil—. ¿Lo quiere?

—Quisiera verlo destruido.

—Muy fácil.

Peter dobló el disco en la mesa y apretó con fuerza, tratando de romperlo. Esto requirió un sorprendente esfuerzo. Finalmente produjo un explosivo crujido y se partió en dos mitades, pero varios fragmentos se esparcieron sobre la mesa y el suelo.

—¡Mierda! —dijo Peter. Dejó caer los dos irregulares semicírculos sobre la mesa y alzó la mano derecha para mostrar un corte en la base del pulgar, de un centímetro de largo, del que manaba sangre.

—¿Creo que podría intentar llamar un poco más la atención? —preguntó Wallace. Había abierto el nuevo archivo de «datos» y verificó que constaba de línea tras línea de nombres, direcciones, números de tarjetas de crédito y fechas de expiración. Corrió la pantalla hasta abajo y verificó que contenía cientos de miles de registros.

Sacó entonces el pen drive de su ordenador y lo arrojó a la chimenea que ardía a un par de metros de ellos. Peter, que se estaba chupando la herida autoinfligida, no pudo evitar mirar en dirección a Richard y Zula.

Con el pie, Wallace empujó una pequeña mochila por el suelo hasta que contactó con el tobillo de Peter.

—Debería pagar unas cuantas tiritas y quedará suficiente para pagarle al tío Dick un pen drive nuevo. Pero nunca sabré cómo pagará la hipoteca con billetes de cien dólares.

—Resulta que tío Dick sabe algo al respecto.

Peter se había apartado la mano de la boca y apretaba ahora la herida ensangrentada contra el helado vaso de Mountain Dew.

—¿Lo sabe por conocimiento personal o por la Wikipedia? —preguntó Wallace.

—Para que lo sepa, tiene un montón de problemas con su entrada de la Wikipedia.

—Como los tendría yo si fuera mía —contestó Wallace—. Responda a mi pregunta.

—Richard no habla de los viejos tiempos. No conmigo, al menos.

—¿Qué pasa, no le parece digno de su sobrina? —dijo Wallace con tono de burlón asombro—. Richard Forthrast enderezó el camino hace mucho tiempo. No le ayudará con sus embarazosos billetes de cien dólares.

—Encontró un modo. También puedo hacerlo yo.

—Peter. Antes de que nos separemos, es de esperar que para siempre, me gustaría hablar brevemente con usted de algo.

—Adelante.

—Veo que ha sido sincero. Así que ahora quiero responderle del mismo modo y decirle que todo eso que he dicho de los rusos era una trola. Una táctica para asustar, pura y simple.

—Ya me lo había supuesto.

—¿Cómo, exactamente?

—Hace un momento ha dicho usted que iba a darle el pen drive a un hacker ruso que está en el asiento trasero del Suburban. Pero acaba de arrojarlo al fuego.

—Chico listo. Así que no necesito decirle que no hay ningún Suburban en el aparcamiento. Puede verlo usted mismo.

Peter no se volvió a mirar. Sentía una compulsión casi excesiva por creer a Wallace.

—Yo trabajo por mi cuenta —dijo Wallace—. No tengo infraestructura para mantener mi negocio, y por eso tengo que poner estos juegos mentales a veces, como forma de juzgar la sinceridad de la gente. En este caso ha funcionado. Veo que ha sido sincero conmigo. De otro modo se le habría notado en los ojos.

—No importa —dijo Peter—. Antes veíamos ese estúpido programa llamado Dame un susto. Creo que me acaba de asustar ahora mismo.

—¿De veras? —rio Wallace—. ¡Ha pasado página! ¡El último gol! Ya puede marcharse. Puede volver al camino estrecho y recto, como Richard Forthrast.

—Él lo consiguió… —empezó a decir Peter.

—… y usted puede hacerlo también —terminó Wallace—. Creo que todo eso es una chorrada, pero me marcho y le deseo suerte.

—¿Consume drogas Peter? —preguntó Richard.

—No, es un tío legal —respondió Zula, poniendo rápidamente los ojos en blanco y haciendo comillas en el aire—. ¿Por qué?

—Porque eso me ha parecido una compra de drogas.

Ella miró por encima del hombro.

—¿De veras? ¿En qué sentido?

—Había algo en la dinámica psicológica.

Ella le dirigió una mirada penetrante a través de las gafas.

—Admito que eso no explica el numerito con el pen drive y haberse intentado matar con el DVD —concedió Richard.

Ella evitó su mirada y se encogió de hombros.

—No importa —continuó él.

—Así que D-al-cuadrado le bajó los humos a Skeletor con el tema de los apóstrofes.

—Sí. Un plan bien planeado, diría yo. Y que condujo, entre otras cosas, al cambio de D’ uinn por Dwinn.

—Cielos, la gente habla de eso en Internet…

—Cabría pensar que fue algo mucho más gordo. No. No en ese momento, al menos. Pero así es como se hace la historia ahora. La gente espera a tener necesidad de una historia y luego se la hacen a medida para que encaje con sus propósitos. ¿Hace un año? Solo los frikis más recalcitrantes de T’Rain habrían oído hablar del Apostrofecalipsis y lo habrían considerado una nota a pie de página. Tal vez, como mucho, algo divertido.

—Pero desde que las Fuerzas de la Luz se fueron en plan Pearl Harbor contra la Coalición Terrosa…

—Se ha vuelvo importante en retrospectiva —dijo Richard—, y se ha convertido en algo grande. ¿Pero de verdad? Fue solo una cena sumamente embarazosa. D’uinn se convirtió en Dwinn. Supuestamente por motivos lingüísticos. Pero sentó el precedente de que Don Donald tenía autoridad para cambiar las cosas que Devin le había hecho al mundo.

—¿Y entonces insistió hasta el abuso?

—Según las Fuerzas de la Luz —dijo Richard—. Pero el hecho es que D-al-cuadrado ha sido discreto y contenido, y solo cambió cosas en los sitios donde Devin había metido la pata. Cosas que el propio Devin habría cambiado si hubiera vuelto atrás y leído de nuevo su trabajo y hubiera pensado un poco más. Así que en gran parte no es nada del otro mundo.

—Para ti tal vez —dijo Zula—. ¿Pero y para Devin?

Richard reflexionó un momento.

—En ese momento, actuó como si no le importara.

—Pero tal vez sí que le importó —dijo Zula—, y ha estado planeando su venganza desde entonces. Ocultando cosas en las profundidades del Canon. Detalles de historia que Geraldine y su personal no pudieran captar para verlas en perspectiva. Pero sus fans… para ellos fue como el silbato de un perro.

Richard se encogió de hombros y asintió. Entonces advirtió que Zula lo estaba mirando. Esperando más.

—¡No te importa! —exclamó ella por fin. Luego sonrió.

—Me importó al principio —admitió él—. Me sorprendió. Se cargaron a traición uno de mis personajes. Lo atacaron sin previo aviso otros personajes de su grupo. Lo abatieron mientras los estaba defendiendo. Así que naturalmente eso fue inquietante al principio. Y el furor, la ira del último par de meses… ¿cómo no verse envuelto en todo eso, al menos un poco? Pero yo… dirijo un negocio.

—¿Y la Guerra de la Realineación está haciendo dinero?

—A manos llenas.

—¿Quién está ganando dinero a manos llenas? —preguntó Peter, interrumpiéndolos. Se quitó del hombro una mochila de nailon negra y la colocó sobre su regazo mientras se sentaba. Sujetaba un puñado de servilletas de papel, aplicando con ellas presión directa sobre la herida que se había hecho con el DVD.

—Haces una pregunta interesante —dijo Richard, mirándolo a los ojos.

—Solo era una broma —dijo Peter, desviando rápidamente la mirada.

—Bueno —dijo Zula, y pulsó su teléfono para ver la hora—. ¿Puedes sacarnos una foto a mi tío y a mí antes de que nos pongamos en camino?

Como Google Maps dejaba meridianamente claro, no había ningún camino bueno para viajar en coche desde esa parte de Columbia Británica a Seattle, ni de hecho a ninguna parte: todas las montañas corrían en perpendicular a los vectores del viaje.

La carretera de acceso al Schloss los llevó al otro lado de la presa y los conectó con el principio de una carretera de doble carril que seguía la ribera izquierda del río hasta el extremo norte del gran lago Kootenay: un profundo gajo de agua atrapada entre las Selkirk y las Purcell. Desembocaba en una carretera mayor de Elphinstone, una bella ciudad restaurada de unos diez mil habitantes, nueve mil de los cuales parecían trabajar en restauración. Una parada para echar gasolina se convirtió en una pausa de media hora para comer tailandés. Peter apenas hablaba. Zula estaba acostumbrada a sus largos silencios. En principio no le importaba, ya que entre su teléfono, su libro electrónico y su portátil nunca se sentía sola, incluso en los viajes largos entre montañas. Pero normalmente cuando Peter pasaba mucho tiempo callado era porque estaba pensando en alguna cosa rara en la que estaba trabajando, y eso lo ponía alegre. Su silencio en el camino de vuelta del Schloss Hundschüttler había sido completamente diferente.

De Elphinstone se dirigirían al oeste atravesando Kootenay Pass. Después de eso, tendrían que elegir el menor de dos males en lo que se refería a la ruta. Podían ir al sur y cruzar la frontera por Metaline Falls. Eso los dejaría en el pico noreste de Washington, desde donde podrían bajar hasta Spokane en un par de horas y de ahí cruzar el estado por la I-90. Era la ruta que habían seguido al venir el viernes. O…

—Estaba pensando —dijo Peter, después de haberse pasado veinte minutos dándole vueltas a la comida tailandesa con el tenedor e intentar hacer un agujero en la mesa con la mirada—, que deberíamos ir atravesando Canadá.

Se refería a una ruta alternativa que los llevaría a través de la parte superior de Columbia, a través de las Okanagan, y hasta Vancouver, donde podrían cruzar la frontera y conectar con el extremo norte de la I-5.

—¿Por qué? —preguntó Zula.

Peter la miró por primera vez desde que se sentaron. Se sentía casi herido por la pregunta. Por un momento pareció que iba a ponerse a la defensiva. Entonces se encogió de hombros y desvió la mirada.

Más tarde, mientras Peter conducía en dirección oeste, Zula hizo a un lado sus inútiles aparatos electrónicos (pues la cobertura telefónica era cara en Canadá y no podía leer el e-book en la oscuridad) y se puso a mirar por el parabrisas y a repasar mentalmente el encuentro. Todo giraba alrededor de la palabra «deberíamos». Si él hubiera dicho: «Sería divertido ir por un camino nuevo» o «Me gustaría atravesar Canadá por pura diversión», ella no habría respondido preguntando por qué, ya que había estado pensando más o menos lo mismo. Pero él había dicho «Deberíamos ir atravesando Canadá», que era algo completamente distinto. Y la forma en que había desviado luego su pregunta la hizo recordar cómo se había comportado con aquel desconocido en la taberna. La pregunta del tío Richard sobre un trapicheo con drogas la irritó en su momento. El aspecto de Peter, sus ropas, la forma en que actuaba, hacían que la gente mayor hiciera suposiciones equivocadas sobre quién era. Pero ella sabía perfectamente bien que era un tipo amable y decente que nunca se metía nada más fuerte que Mountain Dew.

«Deberíamos.» ¿Qué diferencia podía haber? La frontera de Metaline Falls era muy cutre, cierto, pero por eso mismo era muy poco utilizada, y apenas había que esperar. Los guardias fronterizos estaban tan solos que prácticamente salían corriendo a abrazarte. Los cruces de Vancouver se contaban entre los más grandes y concurridos de toda la frontera.

Peter estaba evitando algo.

Era típico en él. Si algo lo incomodaba, lo eludía. Y era bueno en eso. Probablemente ni siquiera sabía que estaba esquivándolo. Era solo la manera instintiva que tenía de moverse por el mundo. No era ningún Artero Perillán. Más bien un perillán sin ningún arte ni pericia, inconsciente de ello. De pequeña, Zula había visto esa conducta en Eritrea, donde enfrentarte de frente a tus problemas no era siempre lo más inteligente: el patriarca de su grupo de refugiados había diseñado una estrategia para ajustar cuentas con los etíopes que deambulaban descalzos por el desierto de Sudán, alojándose en el campamento de refugiados el tiempo suficiente para lograr llegar a América, empezar una nueva vida allí, hacerse ricos (al menos para los baremos del Cuerno de África) y enviar dinero a Eritrea para financiar la guerra en marcha.

Pero los Forthrast venían de una tradición diferente donde, no importaba cuál fuera el problema, había una conducta lógica y equilibrada con la que tratar con él. «Pregúntale a tu sacerdote. Pregúntale a tu jefe de scouts. Pregúntale a tu orientador.»

Peter estaba realmente preocupado mientras conducía por la ribera del lago hasta Elphinstone, y luego se sintió enormemente aliviado cuando optaron por la ruta occidental: al dirigirse al oeste, había efectuado algún tipo de maniobra esquivadora.

Para evitar algunos giros y desvíos peligrosos en las Okanagan (quizá no la mejor opción a medianoche y en esta época del año), se dirigieron al norte y conectaron con una carretera más grande y más amplia en Kelowna. Luego se detuvieron en una gasolinera/supermercado, y Peter dio el excepcional paso de comprar café. Zula hizo una inútil sugerencia de ponerse ella al volante y Peter le ofreció un papel alternativo:

—Háblame y mantenme despierto.

Ella solo pudo reírse, ya que no había dicho una palabra. Pero desde Kelowna en adelante intentó hablarle. Acabaron hablando casi solo de cosas frikis, ya que era el único tema donde, una vez lanzado, él podía hablar sin parar durante horas. Le interesaba siempre el aparato de seguridad subyacente de T’Rain y cómo podría ser vulnerable y, por tanto, cómo mejorarlo, mientras cobraba por su servicio y parecía muy bueno a su nuevo jefe. Zula nunca podía hablar mucho al respecto porque había firmado una cláusula de confidencialidad de asombroso grosor e intimidadores detalles, algo sobre lo que ningún sacerdote, jefe de scouts o consejero podría ofrecerle jamás ningún sabio consejo. Podía hablar sobre lo que se había hecho público, es decir, que su jefe, Plutón, era el Guardián de la Llave, la única persona en la tierra que conocía cierta clave de codificación que cambiaba cada mes y que se usaba para firmar todos los lugares fantástico-geológicos del algoritmo generador de su mundo. Era más o menos como la firma del Tesorero de Estados Unidos que aparecía estampada en todos los billetes para certificar que eran auténticos. Porque el resultado del código de Plutón dictaba, entre otras cosas, cuánto oro había en cada carretilla extraída por los mineros dwinn. No habían contratado a Zula para trabajar en la parte de los metales preciosos del sistema (su trabajo eran las simulaciones de dinámica computacional de fluidos del flujo de magma) pero tenía que tratar con esas medidas de seguridad cada día, y Peter siempre estaba planteando preguntas hipotéticas sobre ellas y cómo podían sortearse… no por él, sino por algún hipotético hacker malvado que pudiera derrotar cobrando.

Eso los mantuvo despiertos y vivos hasta Abbotsford, todavía a poco más de una hora de Vancouver, pero rozando la frontera norteamericana, y en ciertos aspectos un lugar más lógico por donde cruzar. Pararon, no para repostar, sino porque Peter se estaba orinando, y la parada se alargó cuando usó su PDA para comprobar los tiempos de espera en los diversos cruces fronterizos. Mientras tanto Zula entró y compró comida basura. Cuando salió, él tenía abierta la puerta trasera del vehículo y toqueteaba algo dentro. Oyó cremalleras, el rumor del plástico.

—¿Quieres conducir? —le preguntó él.

—Llevo seis horas diciéndote que me gustaría hacerlo —respondió ella suavemente.

—Pensaba que habrías cambiado de opinión, pero me gustaría descansar la vista e incluso dormir un poco —dijo él, cosa que ella no creyó intuitivamente porque parecía estar saturado de cafeína. Pero comprendió que estaba esquivando algo de nuevo. El hecho de cruzar la frontera disparaba su instinto esquivador. Había sucedido cuando se acercaban al desvío de la carretera de Elphinstone y sucedía de nuevo ahora. Zula accedió a conducir.

—Es el Arco de la Paz —dijo él—. Queremos cruzar por el Arco de la Paz.

—Hay un cruce a unos tres kilómetros de donde nos encontramos ahora.

—El Arco de la Paz tiene menos tráfico.

—Como quieras.

Así que ella se puso al volante y recorrieron las últimas docenas de kilómetros hacia el oeste, hacia el cruce del Arco de la Paz, que estaba junto al mar: cuando más lejos pudieran ir, más podrían retrasar el cruce. Peter, después de unos minutos, echó atrás su asiento y cerró los ojos y dejó de moverse. Aunque Zula había dormido con él bastantes veces y sabía que no era lo que solía hacer cuando intentaba dormir.

Los paneles electrónicos de la carretera indicaron que el llamado Cruce de los Camiones (solo a unos pocos kilómetros al este del Arco de la Paz) estaba menos concurrido, y por eso se dirigió hacia allí. Solo tenían dos coches por delante en el carril de inspección, lo que probablemente significaría una espera de menos de un minuto.

—¿Peter?

—¿Sí?

—¿Tienes tu pasaporte?

—Sí, en el bolsillo. ¿Dónde estamos?

—En la frontera.

—Esto es el Cruce de los Camiones.

—Sí. Aquí esperaremos menos.

—Estaba pensando en el Arco de la Paz.

—¿Qué importancia tiene? —solo tenían por delante un coche—. ¿Por qué no sacas tu pasaporte?

—Toma. Puedes dárselo tú al guardia. —Peter le tendió el pasaporte, entonces volvió a acomodarse en posición de reposo—. Dile que estoy dormido, ¿de acuerdo?

—No estás dormido.

—Creo que es menos probable que nos den menos el coñazo si piensan que estoy dormido.

—¿Qué coñazo? ¿Cuándo han dado el coñazo en esta frontera? Es como conducir entre Dakota del Norte y del Sur.

—Sígueme la corriente.

—Entonces cierra los ojos y deja de moverte —dijo ella—, y él podrá ver por sí mismo que estás dormido, o fingiendo estarlo. Pero si digo lo obvio («está dormido»), va a parecer raro. ¿Por qué importa?

Peter fingió estar dormido y no respondió.

El coche que tenían por delante pasó a Estados Unidos, y la luz verde se encendió para indicarles que avanzaran. Zula detuvo el coche.

—¿Cuántos van en el coche? —preguntó el guardia—. ¿Nacionalidad?

Apuntó a Peter con la linterna.

—Su amigo tendrá que despertarse.

—Somos dos. Norteamericanos.

—¿Cuánto tiempo han pasado en Canadá?

—Tres días.

—¿Llevan algo?

—No —dijo Zula.

—Solo un paquete de café. Y comida basura —dijo Peter.

—Bienvenidos a casa —dijo el guardia, y encendió la luz verde.

Zula aceleró hacia el sur. Peter enderezó su asiento y se frotó la cara.

—¿Quieres tu pasaporte?

—Claro, gracias.

—Faltan dos horas para llegar a Seattle —dijo Zula—. Tal vez haya tiempo suficiente para que me expliques por qué me llevas dando largas todo el día.

Peter pareció sorprenderse de que ella hubiera descubierto que le estaba dando largas, pero no hizo ningún intento de reclamar su inocencia.

Unos cuantos minutos después, tras haberse internado en el tráfico de la I-5, dijo:

—Hice algo superestúpido. Tal vez como para poner fin a nuestra relación y todo.

—¿Quién era ese tipo de la taberna? Tuvo algo que ver, ¿no?

—Wallace. Vive en Vancouver. Por lo que puedo decir de sus datos en Internet, es contable. Educado en Escocia. Emigrado a Canadá en los años ochenta.

—¿Hiciste algún tipo de trabajo para él? ¿Algún asunto de seguridad?

Peter guardó silencio durante un momento.

—Mira —dijo Zula—, solo quiero saber qué hay en este coche para que estuvieras tan nervioso por cruzar la frontera.

—Dinero. Más de diez mil dólares. Tendría que declararlo. No lo hice —se echó hacia atrás y suspiró—. Pero ahora estamos a salvo. Hemos cruzado la frontera. Nosotros…

—¿Quiénes son «nosotros» en este caso? ¿Soy algún tipo de cómplice?

—No legalmente, puesto que no lo sabías. Pero…

—¿Entonces he llegado a correr peligro? ¿De dónde sale eso de «estamos a salvo»?

—Wallace es un poco raro —dijo él—. Algunas cosas que dijo… no sé. Mira. Me di cuenta de que estaba cometiendo un error incluso mientras lo hacía. Odié cada minuto. Pero entonces se acabó y tuve el dinero y nos pusimos en camino hacia la frontera, y empecé a pensar en las implicaciones.

—Así que querías encontrar un cruce fronterizo donde hubiera mucha gente.

—Sí. Estarían más apurados de tiempo y sería menos probable que registraran el coche.

—Cuando comprobaste los horarios de cruces de Abbotsford…

—Estaba buscando los que estuvieran más concurridos.

—Increíble.

Ella continuó conduciendo, pensando en el día transcurrido.

—¿Por qué lo hiciste en el Schloss?

—Fue idea de Wallace. Intentamos encajar nuestros planes de viaje. Mencioné que estaría allí. Él aceptó de inmediato. No pareció importarle tener que conducir desde Vancouver en invierno. Ahora me doy cuenta de que no quería cruzar la frontera con el dinero. Quería encasquetarme ese pequeño problema.

—¿Qué tipo de contable paga en metálico unos servicios de asesoramiento de seguridad?

Peter no dijo nada.

Zula reflexionó. Billetes de cien dólares. Cien compondrían diez mil pavos. ¿Eso formaría un bulto de qué grosor? No muy grueso. No muy difícil de esconder en un coche.

Llevaba más. Mucho más. Ella lo había visto comportarse de manera extraña respecto a su equipaje. Estaba recolocando algo en Abbotsford.

—Espera un momento —dijo Zula—. Cobras dos mil dólares por hora. Harían falta cincuenta horas de trabajo para sumar diez mil dólares. Pero tengo la impresión de que llevas mucho más de diez mil dólares. Lo que significa mucho más que cincuenta horas de trabajo. Pero no has estado tan ocupado últimamente. Has estado arreglando tu edificio. Te has pasado una semana entera repellando paredes. ¿Cuándo podrías haber trabajado tantas horas?

Y entonces se enteró de la historia.

Zula no se equivocó en su predicción. Tuvieron algo de lo que hablar durante todo el camino de regreso a Seattle.

Peter tampoco se equivocó: fue el final de la relación. No tanto lo que había hecho en el pasado (aunque eso fue bastante estúpido), sino lo que había hecho ese día: el ridículo drama para cruzar la frontera.

Sin embargo, el verdadero beso de la muerte fue que invocara al tío Richard.

Sucedió cuando estaban cerca de Everett, a punto de entrar en las afueras al norte de Seattle. Él pensó que tenía unos veinte o treinta kilómetros para defender su caso. Cosa que intentó hacer mencionando todas las cosas raras que había hecho en el pasado Richard Forthrast, o que se rumoreaba que había hecho. Zula parecía llevarse bien con el tío Richard, así que, según su razonamiento, ¿dónde estaba ahora el problema con Peter?

Fue entonces cuando ella lo cortó en mitad de una frase y dijo que se acabó. Lo dijo con una certeza y una convicción en la voz y la expresión que él se sintió fascinado y asombrado. Porque los tíos, al menos de su edad, no tenían la confianza necesaria para tomar decisiones importantes como esa desde lo hondo de las entrañas. Tenían que construir una superestructura de pensamiento racional encima. Pero no Zula. No tenía que decidir. Solo tenía que transmitir la noticia.