Una fotografía en el buzón: el sargento Ed Exley, sangrando y aterrado. Ninguna nota en el dorso. No era necesaria: Stensland y White tenían el negativo, garantía de que nunca intentaría fastidiarlos.
Ed, a solas en la sala, las seis de la mañana. Las costuras de la barbilla le ardían; los dientes flojos no le dejaban comer. Unas treinta horas desde la paliza. Aún le temblaban las manos.
Venganza.
No se lo contó a su padre; no podía arriesgarse a la ignominia de acudir a Parker o Asuntos Internos. Vengarse de Bud White sería difícil: era el chico de Dudley Smith. Smith le había conseguido un puesto en Homicidios y lo preparaba para transformarlo en su matón principal. Stensland era más vulnerable: libertad condicional, empleado de Abe Teitlebaum, ex matón de Mickey Cohen. Un borracho que rogaba a gritos que lo encerraran de nuevo.
Venganza. Ya en marcha.
Dos hombres del Departamento del Sheriff comprados y pagados: Ed había recurrido al fondo de reserva legado por su madre. Dos hombres vigilando a Dick Stensland, dos hombres acechando cada desliz. Venganza.
Ed preparaba informes. Le gruñía el estómago: sin comida, los pantalones flojos cayéndose por el peso del arma. Una voz por el altavoz; estridente, alarmada.
—¡Llamada al escuadrón! ¡Cafetería Nite Owl, Cherokee uno-ocho-dos-cuatro! ¡Homicidio múltiple! ¡Vean a los patrulleros! ¡Código tres!
Ed se golpeó las piernas al levantarse. Ningún detective a la vista: era suyo.
Coches patrulla en Hollywood y Cherokee; uniformados bloqueando la escena del delito. No se veían policías de paisano; tal vez Ed fuera el primero.
Frenó, apagó la sirena. Un uniformado se le acercó.
—Muchas víctimas, quizás algunas mujeres. Yo las encontré. Iba a tomar un café y vi ese letrero falso en la puerta. «Cerrado por enfermedad\1.\2wl no cierra nunca. Dentro estaba oscuro y sospeché algo raro. Exley, este caso no le corresponde, esto pertenece a la zona céntrica…
Ed lo empujó a un lado, se acercó a la puerta. Abierta, con el letrero pegado con cinta adhesiva. Ed entró, memorizó.
Un interior largo, rectangular. A la derecha: una hilera de mesas, cuatro sillas cada una. La pared lateral empapelada: búhos guiñando el ojo, encaramados sobre señales callejeras, una alusión al nombre del bar[2]. Suelo de linóleo a cuadros; a la izquierda un mostrador, una docena de taburetes. Detrás del mostrador una plancha de madera, la cocina al fondo, con utensilios: sartenes, espátulas colgadas de ganchos, una plataforma para poner platos. A la izquierda, enfrente: una caja registradora.
Abierta, vacía. Monedas en la estera del suelo.
Tres mesas desordenadas: comida derramada, bandejas volcadas, servilletas y platos rotos en el suelo. Indicios de lucha que conducían a la cocina; un zapato de tacón junto a una silla volcada.
Ed entró en la cocina. Comida a medio freír, platos rotos, sartenes en el suelo. Una caja de caudales bajo el mostrador del cocinero: abierta, monedas caídas. Señales de lucha similares a las anteriores, manchas de suela negra que llevaban a la puerta de un depósito refrigerado.
Entornada, el cable fuera del enchufe, el motor apagado. Ed abrió.
Cuerpos: una pila en el suelo, empapada de sangre. Sesos, sangre y perdigones en todas las paredes. Medio metro de sangre acumulándose en un desagüe. Docenas de cartuchos de escopeta flotando en sangre.
JÓVENES NEGROS EN CUPÉ MERCURY ROJO 48-50 DESCARGANDO ESCOPETAZOS AL AIRE EN LAS COLINAS DE GRIFFITH PARK. VARIAS VECES EN LAS DOS ÚLTIMAS SEMANAS.
Ed, sofocado, trató de contar los cuerpos.
Ninguna cara discernible. Quizá cinco muertos por el dinero de la caja registradora, la caja de caudales y lo que tuvieran encima.
—Dios santo.
Un uniformado con aire de novato. Pálido, casi verde.
—¿Cuántos hombres hay fuera? —preguntó Ed.
—No… no sé. Muchos.
—No te descompongas, sólo reúne a todos para empezar a indagar. Necesitamos saber si alguien vio cierto tipo de coche en las inmediaciones.
—Señor, hay un hombre de Detectives que desea verlo.
Ed salió. Amanecía: una luz nueva sobre una muchedumbre. Los policías contenían a los reporteros; los curiosos formaban enjambres. Sonaban bocinazos; las motocicletas interrumpían el tráfico. Ambulancias detenidas por la multitud. Ed buscó a un oficial; los reporteros lo acribillaron a preguntas.
Lo apartaron de la acera a empellones, lo aplastaron Contra un coche patrulla. Los fogonazos de los flashes.
Ed volvió la cara para que no se le vieran las magulladuras. Manos fuertes lo agarraron.
—Ve a casa, muchacho. Me han puesto al mando.