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—No comes, muchacho —indicó Dudley Smith—. ¿Una trasnochada con tus colegas te arruinó el apetito?

Jack miró fijamente el plato: chuleta, patata asada, espárrago.

—Siempre pido de más cuando la Fiscalía de Distrito paga la cuenta. ¿Dónde está Loew? Quiero saber qué puedo venderle.

Smith rió; Jack observó el corte del traje: abolsado, buen camuflaje. Lo transformaba en un irlandés de comedia, tapando la automática 45, las nudilleras y la porra.

—¿Qué tiene en mente Loew?

Dudley miró su reloj de pulsera.

—Sí, media hora de charla cordial debería ser preludio suficiente para los negocios en el cumpleaños de nuestro grandioso salvador. Muchacho, Ellis quiere ser fiscal de distrito de nuestra bella ciudad, luego gobernador de California. Ha sido asistente del fiscal durante ocho años, fue candidato a fiscal en el 48 y perdió. Habrá elecciones en marzo del 53, y Ellis cree que puede ganar. Es un enérgico acusador de la escoria criminal, un grandioso amigo del Departamento y, a pesar de su genealogía hebraica, me agrada y creo que será un magnífico fiscal de distrito. Y tú, muchacho, puedes contribuir a su elección. Y transformarte en un amigo muy valioso.

El mexicano que había aporreado: el asunto podría olvidarse.

—Quizá pronto necesite un favor.

—El te lo hará con gusto, muchacho.

—¿Quiere un recaudador?

—«Recaudador» es un término coloquial que me resulta ofensivo, muchacho. «Amistad recíproca» es una expresión más apropiada, especialmente con las magníficas conexiones que posees. Pero el dinero está en las raíces del requerimiento del señor Loew, y sería un error no declararlo desde un principio.

Jack apartó el plato.

—Loew quiere que presione a los tíos de Insignia del Honor. Aportaciones para la campaña.

—Sí, y que le quites de encima a Hush-Hush, ese pasquín escandaloso. Y como nuestro lema es la mutua gratitud, puede ofrecerte favores específicos a cambio.

—¿Cómo cuáles?

Smith encendió un cigarrillo.

—Max Peltz, el productor de la serie, ha tenido problemas con los impuestos durante años, y Loew se encargará de que nunca deba soportar otra auditoría. Brett Chase, a quien tan brillantemente enseñaste a representar un policía, es un pederasta degenerado, y Loew nunca lo llevará a juicio. Loew abrirá los archivos de la Fiscalía a los guionistas de la serie y tú recibirás esta retribución: el sargento Bob Gallaudet, el azote de la Fiscalía, irá a estudiar leyes, obtendrá buenas calificaciones y será abogado de la acusación cuando obtenga el título. Luego tú tendrás la oportunidad de ocupar su antiguo puesto… y un grado de teniente. Muchacho, ¿te impresiona mi propuesta?

Jack cogió un cigarrillo del paquete de Dudley.

—Jefe, sabes que nunca me iría de Narcóticos y sabes que diré que sí. Y acabo de deducir que Loew aparecerá, me dará las gracias y no se quedará para los postres. La respuesta es sí.

Dudley le guiñó el ojo; Ellis Loew se reunió con ellos.

—Caballeros, lamento llegar tarde.

—Lo haré —dijo Jack.

—Vaya, vaya. ¿El teniente Smith ya le explicó la situación?

—Algunos muchachos, no necesitan explicaciones detalladas —dijo Dudley.

Loew acarició su cadenilla Phi Beta Kappa[1].

—Gracias, sargento. Y si puedo ayudarle de algún modo, de cualquier modo, no dude en llamarme.

—No dudaré. ¿Postre, señor Loew?

—Me agradaría quedarme, pero me esperan ciertas declaraciones. Comeremos juntos en otra ocasión, sin duda.

—Como usted diga, señor Loew.

Loew dejó un billete de veinte en la mesa.

—De nuevo, gracias. Teniente, hablaré pronto con usted. Feliz Navidad, caballeros.

Jack asintió.

Loew se marchó.

—Hay más, muchacho —dijo Dudley.

—¿Más trabajo?

—Por así decirlo. ¿Brindarás seguridad en la fiesta navideña de Welton Morrow este año?

La francachela anual, un billete de cien.

—Sí, es esta noche. ¿Loew quiere una invitación?

—No creo. Una vez le hiciste un gran favor al señor Morrow, ¿verdad? Octubre del 47. Un grandísimo favor.

—Sí, en efecto.

—¿Y aún eres amigo de los Morrow?

—Un amigo por contrato, sí. ¿Por qué?

Dudley rió.

—Muchacho, Ellis Loew quiere una esposa. Preferiblemente una mujer gentil, ¿entiendes? No judía. Y con cierto linaje. Ha visto a Joan Morrow en varias funciones cívicas y le gusta. ¿Actuarías de Cupido, preguntando a Joan qué opina de esa idea?

—Dudley, ¿me estás pidiendo que le consiga una cita al futuro fiscal de distrito de Los Ángeles?

—En efecto. ¿Crees que la señorita Morrow lo tomará a bien?

—Vale la pena intentarlo. Es ambiciosa y siempre quiso casarse bien. Pero no sé qué pensará de un judío.

—Sí, muchacho, tenemos ese problema. Pero ¿te encargarás del asunto?

—Claro.

—Entonces ya no está en nuestras manos. Y ya que he dicho eso… ¿fue duro el episodio de anoche? Iba al grano.

—Muy duro.

—¿Crees que tendrá publicidad?

—No sé. ¿Qué pasó con Brownell y Helenowski? ¿Fue muy grave?

—Lesiones superficiales, muchacho. Diría que la retribución fue un poco excesiva. ¿Participaste en ella?

—Me pegaron, devolví el golpe y me largué. ¿Loew tiene miedo de iniciar un juicio?

—Sólo de perder amigos si lo inicia.

—Hoy se ganó un amigo. Puedes decirle que lleva la delantera en el juego.

Jack regresó a casa, se durmió en el diván. Durmió toda la tarde, despertó con el Mirror en el porche. Página cuatro: «Sorpresa de Navidad para las estrellas de Cosecha de esperanzas».

Sin fotos, pero Morty Bendish había insertado el discurso sobre el «Gran V»: «Uno de sus muchos informadores», daba la impresión de que Jack Vincennes tenía subyugados a quienes pagaba de su propio bolsillo. Se sabía que el Gran V financiaba su cruzada antidroga con su salario. Jack recortó el artículo, hojeó el resto del periódico buscando una nota sobre Helenowski, Brownell y sus agresores. Nada.

Previsible: dos polizontes con lesiones leves era poca cosa, los pillos no habían tenido tiempo de llamar a un leguleyo. Jack sacó su libro mayor.

Las páginas se dividían en tres columnas: fecha, número de cheque, cantidad de dinero. Las cantidades iban de cien a dos mil dólares; los cheques estaban extendidos a la orden de Donald y Marsha Scoggins de Cedar Rapids, Iowa. El pie de la tercera columna tenía un total provisional: $ 32.350. Jack sacó su talonario de cheques, cotejó el balance, decidió que su próximo pago sería de quinientos. A cinco pasos de Navidad. Buena pasta hasta que el tío Jack estire la pata. Y nunca será suficiente.

Lo recordaba cada Navidad. Empezaba con los Morrow, y los veía en Navidad; él era huérfano, había dejado huérfanos a los chicos Scoggins, Navidad era una época endemoniada para los huérfanos. Se obligó a evocar la historia.

Fines de septiembre de 1947.

El jefe Worton lo llamó. Karen, la hija de Welton Morrow, andaba con un grupo de estudiantes que experimentaban con drogas. Un saxofonista llamado Les Weiskopf les daba la mercancía. Morrow era un abogado lleno de pasta, uno de los principales contribuyentes para las campañas de recaudación del Departamento de Policía; quería que presionaran a Weiskopf, sin publicidad.

Jack conocía a Weiskopf: vendía Dilaudid, se alisaba el pelo, le gustaban las jovencitas. Worton le dijo que el trabajo venía con galones de sargento.

Jack encontró a Weiskopf en la cama, con una pelirroja de quince. La muchacha huyó; Jack asestó un culatazo a Weiskopf, registró el apartamento, halló un baúl lleno de barbitúricos y estimulantes. Se los llevó consigo, pensando en venderle la mercancía a Mickey Cohen. Welton Morrow le ofreció un trabajo en seguridad; Jack aceptó; Karen fue a un internado. Llegaron los galones de sargento; Mickey C. no tenía interés en esa droga, sólo le interesaba la heroína. Jack conservó el baúl, que le suministraba estimulantes cuando tenía que vigilar toda la noche. Linda, su segunda esposa, se largó con alguien que él había arrestado: un trombonista que vendía marihuana. Jack recurrió al baúl de veras, mezclando barbitúricos, estimulantes, whisky, arremetiendo contra los adictos poco influyentes: EL HOMBRE, enemigo público número uno de los jazzistas. Entonces llegó el 24/10/47.

Estaba acurrucado en el coche, en el aparcamiento del Malibu Rendezvous, vigilando a dos camellos que ocupaban un sedán Packard. Cerca de medianoche. Había bebido whisky, fumó un porro en el camino, los estimulantes que ahora tragaba compensaban el alcohol. Un dato sobre una operación nocturna: los vendedores de heroína y un negro flaco de dos metros, un verdadero fenómeno.

El cliente apareció a las doce y cuarto, caminó hasta el Packard, recogió un paquete. Jack tropezó al salir del coche; el fenómeno echó a correr; los camellos se apearon desenfundando armas, Jack se incorporó y sacó la pistola; el fenómeno giró y disparó; Jack vio dos siluetas que se acercaban, dedujo que eran los compinches del negro, vació un cargador. Las siluetas cayeron; los camellos dispararon contra el fenómeno y contra él; el fenómeno cayó contra un Studebaker 46.

Jack mordió cemento, rezó el rosario. Un disparo le rozó el hombro; otro disparo le rozó las piernas. Se arrastró refugiándose bajo el coche; rechinaban llantas; gritaba gente. Apareció una ambulancia; una matrona del Departamento del Sheriff lo cargó en una camilla. Sirenas, una cama de hospital, un doctor y el detective hablando de la droga que tenía en el organismo, análisis de sangre confirmado. Horas de sopor, un periódico sobre las piernas: «Tres muertos en tiroteo - Policía heroico sobrevive».

Los camellos habían escapado, y les habían atribuido las muertes. El fenómeno había muerto.

Las siluetas no eran los compinches del negro. Eran Harold J. Scoggins y señora, turistas de Cedar Rapids, Iowa, orgullosos padres de Donald, diecisiete años, y Marsha, dieciséis.

Los médicos seguían mirándolo de modo muy raro: la matrona resultó ser Dot Rothstein, prima de Kikey Teitlebaum, el conocido socio del legendario Dudley Smith.

Una autopsia de rutina mostraría que las balas extraídas de los Scoggins venían del arma del sargento Jack Vincennes.

Los chicos lo salvaron.

Sudó una semana en el hospital. Lo visitaron Thad Green y el jefe Worton, los tíos de Narcóticos. Dudley Smith le ofreció su patrocinio; Jack se preguntaba cuánto sabía. Sid Hudgens, principal redactor de la revista Hush-Hush, le llevó una oferta. Jack arrestaría adictos célebres, Hush-Hush asistiría a los arrestos, el dinero cambiaría discretamente de manos. Jack aceptó, preguntándose cuánto sabía Hudgens.

Los chicos no exigieron autopsia: eran Adventistas del Séptimo Día, y las autopsias eran sacrílegas. Como el forense estaba seguro de quiénes eran los culpables, embarcó a Harold J. Scoggins y señora de vuelta a Iowa, para que los incinerasen.

El sargento Jack Vincennes alcanzó la fama, honrado por los periódicos.

Sus heridas sanaron.

Dejó de beber.

Dejó de usar drogas, tiró el baúl. Marcó sus días de abstinencia en el calendario, llegó a un trato con Sid Hudgens, consolidó su fama como celebridad local. Hizo favores a Dudley Smith; Harold J. Scoggins y su esposa le quemaban los sueños; pensó que el alcohol y la marihuana apagarían las llamas pero de paso lo matarían. Sid le consiguió el puesto de «asesor técnico» en Insignia del Honor, que entonces era sólo un programa de radio. Empezó a recibir dinero; gastarlo en ropa y mujeres no fue tan excitante como había creído. Los bares y distribuidores de droga lo tentaban. Aterrorizar adictos ayudaba un poco, pero no lo suficiente. Decidió pagar una compensación a los chicos.

Su primer cheque fue de dos mil; incluyó una carta: «Amigo Anónimo», un discurso sobre la tragedia de los Scoggins. Llamó al banco una semana después: habían cobrado el cheque. Desde entonces pagó con dinero ese traspiés impune; a menos que Hudgens tuviera el 24/10/47 en sus papeles, estaba a salvo.

Jack sacó su ropa de fiesta. La chaqueta era de London Shop. La había comprado con el dinero que le había dado Sid por el arresto de Robert Mitchum. Los zapatos con borlas y los pantalones de franela gris provenían de una nota de Hush-Hush que asociaba a músicos de jazz con la Conspiración Comunista: un bajista con pinchazos en el brazo había cantado quiénes tenían ideas izquierdistas. Jack se vistió, se roció con Lucky Tiger y se dirigió a Beverly Hills.

Fiesta al aire libre; media hectárea cubierta de toldos. Chicos universitarios aparcaban coches; un mostrador exhibía chuletas, jamón ahumado, pavo. Los camareros llevaban hors d’oeuvres; un gigantesco árbol de Navidad se mojaba bajo la llovizna. Los huéspedes comían en platos de papel; faroles de gas alumbraban el césped. Jack llegó a tiempo y se internó en la multitud.

Welton Morrow lo llevó a su primer público: un grupo de jueces del Tribunal Superior. Jack contó anécdotas. Charlie Parker tratando de sobornarlo con una prostituta negra. La resolución del caso Shapiro: un matón marica de Mickey Cohen vendiendo nitrito amílico a travestís que actuaban en un bar de homosexuales. El Gran V al rescate: Jack Vincennes arrestando a una muchedumbre de tíos fornidos que competían en un concurso de imitadores de Rita Hayworth. Una ronda de aplausos; Jack dio las gracias, vio a Joan Morrow junto al árbol de Navidad, sola, tal vez aburrida.

Se le acercó.

—Felicidades, Jack —dijo Joan.

Bonita, buen físico, treinta y uno o treinta y dos. Sin empleo y sin esposo: casi siempre enfurruñada.

—Hola, Joan.

—Hola. Hoy leí sobre ti en el periódico. Esa gente que arrestaste.

—No fue nada.

Joan rió.

—Tan modesto. ¿Y qué les pasará al tal Rock y a la muchacha?

—Noventa días para la muchacha, quizás un año en una granja para Rockwell. Tendrían que contratar a tu padre. Él los sacaría en libertad.

—No te importa, ¿eh?

—Espero que presenten un alegato y me ahorren una citación en los tribunales. Y espero que pasen un tiempo entre rejas y aprendan la lección.

—Yo fumé marihuana una vez, en la universidad. Me dio hambre, me comí una caja entera de bizcochos y vomité. No me habrías arrestado, ¿verdad?

—No, eres demasiado agradable.

—Estoy tan aburrida como para intentarlo de nuevo, te lo aseguro.

Un tanteo:

—¿Cómo anda tu vida amorosa, Joan?

—No anda. ¿Conoces a un policía llamado Edmund Exley? Es alto y usa unas gafas simpáticas. Es hijo de Preston Exley.

El recto Eddie: héroe de guerra con un atizador en el trasero.

—Sé quién es, pero no lo conozco muy bien. —¿No es simpático? Lo vi anoche en casa de su padre.

—Los polizontes ricos son lo peor, pero yo conozco a un tío muy agradable que está interesado en ti.

—¿De veras? ¿Quién?

—Un hombre llamado Ellis Loew. Es asistente del fiscal de distrito.

Joan sonrió, frunció el ceño.

—Una vez le vi dar un discurso en el Rotary Club. ¿No es judío?

—Sí, pero mira el lado bueno. Es republicano y tiene futuro.

—¿Es bondadoso? —Claro, un primor.

Joan miró el árbol; la nieve falsa se arremolinaba.

—Bien, dile que me llame. Estaré ocupada un tiempo, pero puede ponerse en la fila.

—Gracias, Joan.

—Gracias a ti, Miles Standish. Mira, creo que papá me llama. ¡Adiós, Jack!

Joan se escabulló; Jack se preparó para más anécdotas. Quizás el arresto de Mitchum, una versión suave. Una voz suave:

—Vincennes. Hola.

Jack se dio la vuelta. Karen Morrow con un vestido verde, los hombros perlados por la lluvia. La última vez que la había visto era una chica demasiado alta y boquiabierta obligada a dar las gracias a un polizonte que había maltratado a un camello. Cuatro años después sólo conservaba el «demasiado alta». La chica se había transformado en mujer.

—Karen, casi no te reconozco.

Karen sonrió.

—Te diría que estás hermosa, pero ya te lo habrán dicho.

—No me lo has dicho tú.

Jack rió.

—¿Qué tal la universidad?

—Una historia épica, poco apropiada para contarla mientras me congelo. Dije a mis padres que celebraran la fiesta dentro, que Inglaterra no me habituó al frío. Tengo preparado un discurso. ¿Me ayudas a alimentar a los gatos del vecino?

—Estoy trabajando.

—¿Hablando con mi hermana?

—Un sujeto que conozco le anda detrás.

—Pobre hombre. No, pobre Joan. Diablos, esto no está saliendo como planeé.

—Diablos, pues vamos a alimentar a esos gatos. Karen sonrió y precedió la marcha, tambaleándose con sus tacones altos en la hierba.

Truenos, relámpagos, lluvia. Karen se quitó los zapatos y corrió descalza. Jack la alcanzó en el porche de la casa vecina. Mojado, casi riendo.

Karen abrió la puerta. La luz del vestíbulo estaba encendida; Jack la miró; temblaba, tenía carne de gallina. Karen se sacudió el pelo mojado.

—Los gatos están arriba.

Jack se quitó la chaqueta.

—No, quiero oír tu discurso.

—Sin duda sabes cuál es. Seguro que muchas personas te han dado las gracias.

—Tú no.

Karen tiritó.

—Demonios. Lo lamento, pero esto no sale como planeé.

Jack le puso la chaqueta en los hombros.

—¿Recibías los periódicos de Los Ángeles en Inglaterra?

—Sí.

—¿Y leías sobre mí?

—Sí. Tú…

—Karen, a veces exageran. Inventan cosas. —¿Me estás diciendo que leí mentiras?

—No exactamente… No.

Karen desvió la mirada.

—Bien, yo sabía que era cierto, así que aquí tienes tu discurso, y no me mires, porque estoy ruborizada. Primero, impediste que siguiera tomando píldoras. Segundo, convenciste a mi padre para que me enviara al extranjero, donde obtuve una magnífica educación y conocí a gente interesante. Tercero, arrestaste a ese hombre terrible que me vendía las píldoras.

Jack la tocó.

Karen se apartó.

—¡No, déjame hablar! Cuarto, algo que no iba a mencionar, es que Les Weiskopt regalaba píldoras a las chicas si dormían con él. Papá me daba una asignación miserable, así que tarde o temprano lo habría hecho. Con que ahí tienes: mantuviste intacta mi puñetera virtud.

Jack rió.

—¿Soy tu puñetero héroe?

—Sí, y tengo veintidós años y no me enamoro como una colegiala.

—Bien, porque me gustaría invitarte a cenar alguna vez.

Karen se volvió hacia él.

Tenía el maquillaje arruinado y se había mordido la pintura de los labios.

—Sí. Mis padres sufrirán un ataque, pero sí.

—Ésta es la primera estupidez que cometo en muchos años —dijo Jack.