Walter llamó al telefonillo a las ocho menos veinte. Honey no lo esperaba. Jurgen estaba en la cocina, bebiendo un martini con vodka. Levantó su copa al verla entrar con una copa vacía.
—Por el amor de mi vida —dijo—. ¿Quién era?
—Walter…
—Creía que estaba en Georgia.
—Tendrás que protegerme de él, alemán. Walter a veces se pone caliente en momentos muy extraños. Si es necesario, te lo cargas.
—Con la Luger. Sería un melodrama poético.
—Dale un poco de conversación mientras yo corto el queso —dijo, haciendo una mueca burlona—. Cuando aprendas un poco más de jerga, nunca digas «cortar el queso»[7] en presencia de gente educada.
Jurgen no entendió a qué se refería, pero se detuvo un momento cuando ya salía.
—¿Cuántos llevas?
—Éste es el segundo —dijo, sirviéndose otra copa.
Jurgen entró en el cuarto de estar y miró hacia el sofá, donde había visto la pistola por última vez, cuando Honey la cogió para apuntar a Himmler después de darle una patada en los huevos. Dio media vuelta cuando oyó decir a Walter:
—¿Puedo pasar?
Estaba en la puerta.
—Sí, por favor —dijo Jurgen, indicándole con la mano que entrase.
Honey volvió de la cocina con su martini.
—Walter, ¿no has ido a Georgia?
—No ha hecho falta. Pero está muerto.
Honey miró a Jurgen.
—El presidente de los Estados Unidos —dijo Walter—. ¿No os habéis enterado de que está muerto?
—Ah, sí, el presidente. Nos impresionó mucho. ¿Dónde estabas cuando oíste la noticia?
—Estaba en casa. —Hizo una pausa y añadió—: Esperando la noticia.
—Tómate un martini con vodka —le invitó Honey, pasándole su copa. Se fue a la cocina diciendo—: ¿Estabas esperando la noticia?
Walter se volvió hacia Jurgen:
—Es como una niña impulsiva. Como os decía, estaba esperando la noticia de su muerte.
Jurgen esperó un momento a que volviese Honey.
—Walter tenía la radio encendida. Dice que estaba esperando la noticia de la muerte del presidente.
—¿Sabías que iba a morir? ¿Tuviste una visión? —preguntó Honey.
—No lo entenderías —respondió Walter.
—¿Por qué no?
—Prefiero no hablar de eso.
—Quiere hacernos creer que tuvo algo que ver con la muerte del presidente.
—¿He dicho yo eso?
—Parece que quieres darlo a entender.
—Pensad lo que queráis —dijo Walter. Y, levantando la copa, la vació de un trago.
Carl estaba en el Chevy de Kevin, aparcado delante de casa de Honey. Vivía en el último piso, un cuarto, con vistas a Woodward Avenue. No debía de estar mal vivir allí, una vez se acostumbraba uno a los tranvías. Eran las ocho y veinte. Pensaba en Jurgen y pensaba en Honey, alternativamente. No debía actuar con Jurgen como si fueran dos viejos amigos que se encuentran y empiezan a contar historias. No podía ignorar su juramento como agente de la ley, a menos que no viese nada malo en darle un respiro al boche. Y después pensó: «Si te parece que Honey es una invitación a la lujuria, demuéstrale que seducirlo no la llevará a ninguna parte». Pensó también en Vera. Tenía muchas ganas de volver a verla. Se imaginaba lo que estaba tramando. Honey dijo que pasaría de visita, como quien viene a tomar café y pastas. Pero ¿saldría Vera de casa si Bo hubiese desaparecido? Carl creía que Bo vendría con ella. Mirad quién está aquí: mi querido Bobón. Algo así. Saludaría a todos con mucha cortesía y vigilaría al ucraniano como el halcón a su presa. Se había cargado a Joe Aubrey y a los otros dos, al doctor Taylor y a su mujer, y había degollado a tres hombres. Vera se proponía soltar a su perro de presa contra todo el que pudiese delatarla; parecía un cachorrito, pero era un hijo de puta depravado.
Llevaba casi una hora dentro del coche.
Había visto entrar a Walter y no lo había visto salir.
Esperaría a que llegasen Vera y Bo y subiría con ellos en el ascensor. Aunque a esas alturas, tal vez hubieran cambiado de idea. A menos que quisieran retrasarse adrede, para asegurarse de que los demás ya estarían allí cuando llegasen. Carl no estaba seguro de que Bo quisiera liquidarlo. Pero si se encontraba con él en casa de Honey, no le quedaría más remedio. Más le valía dejar de pensar y subir de una vez.
Vio a Jurgen en el cuarto de estar, con su chaqueta de sport, sonriente. Miró a Honey, que también le sonrió. Walter tenía un martini en la mano, a juzgar por las aceitunas que veía en la copa. Jurgen y Honey estaban tomando lo mismo; la bebida letal que te deja fuera de combate. Podía abstenerse de probarla.
—Me apuesto un dólar a que aún no has conseguido una botella de bourbon —le dijo a Honey.
—Has ganado —respondió ella—. Ve a charlar con tu amigo mientras te preparo una copa.
Se acercó a Jurgen, que le tendió la mano. Carl la estrechó sin poder evitar una sonrisa.
—El artista de la fuga —dijo—. Deberías escribir un libro para contar cómo te escabullías cuando te daba la gana.
—Ya sabes quién está escribiendo un libro. Shemane. Yo saldré en él, con las putas y los políticos corruptos.
—No voy a detenerte. Es demasiado tarde, y tampoco me va la vida en ello.
—Te lo agradezco. Quiero dedicarme a montar toros y convertirme en una estrella del rodeo.
—Habla con Gary Marion. ¿Te acuerdas de ese marshal, uno muy joven que estaba dispuesto a cargarse a todo el mundo? Dejó la policía por el rodeo.
—Sí, pienso buscarlo para que me enseñe a aguantar ocho segundos encima de un toro.
—Tendremos a un tejano de Colonia en el negocio.
—No sé si volveré a mi país.
—¿Por qué no? Hazle una visita a tu padre.
—Murió en un bombardeo.
—Lo siento mucho. Si alguna vez necesitas un padre, te presto al mío. Ya conoces a Virgil, estuviste vareando sus pecanes.
—Me encantaba Virgil, y sus opiniones.
Honey le pasó una copa a Carl.
—Tú también le encantabas a él. Me lo dijo. Podéis daros palmaditas en el culo.
Walter se sumó al grupo, con su copa.
—No parece que guardéis luto por vuestro Führer, por Franklin Roosevelt —dijo, en un tono más enérgico de lo que acostumbraba.
—Yo voy de negro, ¿no lo ves? —respondió Honey—. ¿Quieres otro martini? Sólo te has tomado cuatro.
—Me gustaría saber qué opináis de la repentina muerte de vuestro presidente.
—Yo creo que ha sido Stalin —dijo Honey—. El trato con ese maníaco ha terminado con Roosevelt. Vera dice que es un pigmeo y que lleva alzas en los zapatos.
—Aunque sería mejor decir la extraña y misteriosa muerte de vuestro presidente… —insistió Walter.
—¿Qué tiene de misteriosa? —preguntó Carl.
—Las circunstancias. Podéis creerlo o no. A mí me da igual.
—Walter, deja de liarnos y cuéntanos lo que te mueres de ganas de contar —le dijo Carl.
—Cuéntanos, Valter —lo animó Jurgen, poniendo acento alemán. Lo estaba pasando muy bien bebiendo cócteles—. Si no lo haces, tendré que torturarte.
—Honey me llamó por teléfono y me dijo: «Roosevelt está muerto». Y pensé en ti, Walter —dijo Carl.
Honey asintió:
—Es cierto. Dijo: «¿No pensarás que ha sido Walter?». Y yo solté una frase ingeniosa. Le dije algo así como: «No, a menos que tenga poderes paranormales y pueda producir una hemorragia cerebral».
Carl negó con la cabeza y corrigió las palabras de Honey:
—Dijiste: «No, a menos que haya estado hablando por teléfono con el presidente y lo haya matado de aburrimiento».
—Es verdad. Eso dije —corroboró Honey. Y volviéndose a Walter añadió—: Pero lo dije en broma, boche. Quise decir que no tenías nada que ver con la muerte del presidente.
—Pensad lo que queráis —dijo Walter.
Sonó el telefonillo.