Veinticuatro

En casa de Vera, Jurgen parecía tranquilo, agradable, un chico muy guapo, con una chaqueta de sport.

Honey lo llevó a su casa, encendió una lámpara y Jurgen se transformó en un prisionero de guerra fugado. Tal vez porque en el ambiente más formal de casa de Vera se sentía a sus anchas, y porque Honey nunca había imaginado a un soldado alemán en su apartamento. Jurgen había confiado en ella, la había acompañado voluntariamente, y ahora Honey empezaba a dudar. Intentaría que Jurgen y Carl se vieran al día siguiente. Charlarían un rato, incluso tomarían una copa, ¿y luego qué? ¿Jurgen diría auf Wiedersehen y Carl dejaría que se marchara? ¿Después de haber recorrido mil setecientos kilómetros para detenerlo? ¿O lo esposaría y se lo llevaría a Oklahoma? Llevaba meses esperando ese momento.

Jurgen pensaría que Honey le había tendido una trampa. Que lo había engatusado para servírselo a Carl en bandeja. Le había asegurado que Carl no podía hacerle nada. Le había dado su palabra, y le había dicho que su palabra era de oro. Se había comportado como una boba, como cuando era pequeña y el mundo le parecía perfecto, menos porque su hermano Darcy también estaba en el mundo y vivía en la misma casa. Le había dicho que estarían a salvo, pues estaban en el ojo del huracán.

Decidió ser amable con Jurgen, aunque sin pasarse. Le preguntó si tenía hambre, si quería beber algo, si le apetecía escuchar la radio o alguno de sus discos; tenía a Sinatra, Woody Herman, Buddy Rich, Louis Prima y Keely Smith.

—¿No tienes a Bing Crosby? «¿I’ll Be Home for Christmas?».

—Nunca me ha gustado demasiado. Tengo a Bob Crosby y a los Bobcats, y a mi favorita de siempre, Billie Holiday, en «Gee, Baby, Ain’t I Good to You».

—¿Y qué me dices de Bob Wills y de Roy Acuff?

Honey ya había empezado a canturrear en voz baja, intentando parecer natural: «El amor me hace tratarte así. Cariño, no me digas que no soy buena contigo». Y dijo:

—Veo que te gusta el hillbilly.

Jurgen le contó que conoció a Grand Ole Opry en el 34, cuando vivió allí con su familia.

Se encontraba muy bien con Honey. No había dicho ni una sola palabra de Carl. No había mencionado siquiera su nombre. Había creído de verdad que estaba a salvo con ella, que no debía preocuparse de que lo pillaran y lo devolviesen a Oklahoma. Y ella se sentía como una traidora, pues no estaba segura de cómo reaccionaría Carl.

—Conocí a otro marshal de Tulsa en el campo de prisioneros. Se llama Gary Marion. Renunció a la estrella porque echaba de menos los rodeos, y ha vuelto a la competición.

—¿Monta potros salvajes?

—Monta toros asesinos. El día que me fui del campo…

—¿El día que te fugaste?

—Recibí una carta de Gary. Me decía que estaba «rodeando» en Austin. Nunca había trabajado en un rancho, pero llevaba sombrero de cowboy y montaba toros asesinos.

—¿Y tú, de mayor, también quieres montar toros?

—No tengo planes de ser mayor. Había pensado en hacerme vaquero y llevar sombrero y botas; pero si puedo competir, aguantar ocho segundos encima de un caballo salvaje o de un toro asesino, no necesito trabajar en un rancho.

—Y te pondrías el sombrero y las botas igual que Carl —dijo Honey—. Carl es el tío con más pinta de vaquero que he visto en mi vida.

Habló de Carl sin pensarlo, porque le vinieron a la cabeza imágenes de él, pero Jurgen no le siguió la corriente.

—Tu hermano me dará uno de sus sombreros —dijo.

—Espero que te valga. Darcy tiene muy poca cabeza. —Miró el reloj y luego a Jurgen. Estaban sentados en el sofá—. Es tarde. Quiero irme a la cama.

—Yo también.

—No tengo una habitación libre —dijo Honey—, pero mi cama es doble. Te dejo la mitad si prometes no hacer cosas raras.

—Por supuesto —respondió Jurgen, pero la miró sonriendo.

—Lo digo en serio. No estoy tonteando —insistió, y creyó que lo decía de verdad—. No soy de las que intiman en la primera cita. No doy el paso hasta que tengo la sensación de que puede haber algo entre nosotros. Pero tampoco soy de la Liga Moral. No hace falta que duermas con un pie en el suelo.

—¿Y ésta es nuestra primera cita? —preguntó Jurgen.

—Sabes perfectamente lo que he querido decir.

¿Y qué ocurrió? Que Jurgen le acarició el hombro desnudo por debajo de las sábanas, a oscuras, y Honey se dio la vuelta y dijo: «Abrázame». Eso había querido decir; quería que la abrazase, le encantaba que la abrazasen. Y cuando se encontró entre sus brazos, deslizó una mano y exploró el cuerpo delgado de Jurgen: las costillas, el vientre plano, y un poco más abajo. Y al cabo de un rato gemían los dos como si los hubieran encendido con dinamita, hasta que se quedaron sin aliento, agarrados el uno al otro. No habían pronunciado una sola palabra hasta que Honey dijo:

—Quiero conocerte mejor, alemán.

No tenía intención de coger el teléfono por la mañana, por mucho que insistieran. Quería desanimar al pobre Walter. No se le ocurrió que pudiera ser Carl. Antes de las ocho ya había sonado nueve veces.

¿Qué hizo Walter cuando comprendió que Honey no pensaba coger el teléfono? Fue a su casa y llamó al timbre desde el portal.

—Soy yo, Walter. Abre la puerta.

Estaba allí… Y Honey pensó que tenía que dejarle entrar. Jurgen se había despertado, y le dijo que siguiera durmiendo.

—Si necesitas ir al baño, ve deprisa. Walter está subiendo. O quédate en el baño y date una ducha.

Lo primero que dijo Walter, siempre fiel a sus costumbres, es que no había tomado café esa mañana. Eso los llevó a la cocina. Walter se sentó a la mesa y Honey vislumbró un rayo de esperanza. No se abalanzaría sobre ella antes de tomar un café. Aunque tampoco parecía que fuera eso lo que buscaba, porque no paraba de hablar de Joe Aubrey. Quería saber dónde se había metido.

—¿Qué me estás preguntando?

—Ayer lo recogí en la Central de Michigan. Tiene que seguir aquí.

—Bo lo llevó a tu granja.

—Allí no llegaron. He llamado a Bo esta mañana. Vera me dijo que no estaba, que había salido. Le pregunté si había pasado la noche fuera. Dijo que no sabía a qué hora había vuelto, que no era su madre.

—¿Estás seguro de que no está en la granja?

Honey se arrepintió de hacer esta pregunta. Eso despertó al Walter con el que se había casado.

—Sigues sin escuchar —le reprochó Walter—. Ya te he dicho que no llegaron a la granja.

—A lo mejor han llegado mientras tú estás aquí perdiendo el tiempo y gritándome.

—¿Dónde está Jurgen? —preguntó, en un tono más tranquilo.

—En el baño.

—Esperaré a que salga.

—Walter, si yo no sé dónde está Joe Aubrey, ¿cómo va a saberlo Jurgen?

—Tengo que encontrarlo. Tengo que ir a Georgia y poner en marcha mi plan. Quiero estar allí mañana como muy tarde.

—¿Tiene Joe alguna amiga por aquí?

—Putas.

—Pues ahí está. En una casa de putas de Paradise Valley. Sabes que le gustan las chicas de color. Se habrá llevado a Bo con intención de enderezarlo. Habrán pasado la noche con las chicas y estarán allí tomando café, descansando. ¿Tengo que pensar por ti, Walter? ¿Quieres ir a Georgia? Coge un autobús.

—Eso ha sonado como un año entero de matrimonio en versión abreviada —dijo Jurgen—. Cuéntame por qué te casaste con él.

—No me acuerdo.

—Walter tiene suerte. Si no consigue dar con Joe tendrá una excusa para no asesinar a tu presidente. ¿Te gusta Roosevelt?

—He votado por él desde que tengo edad para votar.

Jurgen volvió a sonreír.

—¿Te gustaría venir conmigo al oeste?

Volvió a sonar el timbre del portal.

Honey pensó que Walter había vuelto.

Pero era su hermano Darcy.

—No me lo puedo creer —dijo—. Han pasado años. —Miró a Jurgen—. Lo conoces, ¿verdad?

—Sí, el ladrón de vacas. El que va a darme uno de sus sombreros.

—Ahora tendrás ocasión de saludarlo —dijo Honey.

Darcy pasó de largo junto a su hermana haciendo tintinear las espuelas. Le llamó la atención la presencia de Jurgen, que estaba junto al sofá con el kimono naranja de Honey. Entonces se detuvo para mirarla y dijo:

—Te daría un beso, pero huelo a carne podrida. ¿Cómo te va, hermanita? —Y volviéndose a Jurgen señaló—: ¡Qué bien te lo montas, tío! Lo último que supe de ti es que estabas viviendo en casa de Vera. La he visto alguna que otra vez para llevarle carne, pero nunca me ha caído demasiado bien. No es mi tipo; demasiado mandona. Me pedía una pierna de cordero o unas chuletas en lugar de ternera. Me daban ganas de decirle que pedía como los matones del talego. Ese maricón que trabaja para ella me recuerda a un preso de Eddysville que se vestía de mujer cuando estaba en su celda. Se llama Andy, pero se parecía muchísimo a Bo. Lo llamábamos Andy Candy o Chupa-Chups, porque era un mamón.

—Estás aquí desde hace varios meses y no vienes a verme hasta que hueles a carne podrida —dijo Honey.

—Me soltaron en octubre y vine a hacer negocios con Walter. Hasta ayer mismo he estado más liado que un cojo. Vengo de Flint con la furgoneta; llevo dos terneras que empiezan a apestar y el generador ha cascado. Un camionero me remolcó hasta una gasolinera con una cadena que llevaba. Nos pusimos a hablar de las vacas y del racionamiento y luego fui a comer algo en una hamburguesería que había enfrente. Termino, salgo a la puerta y veo a la poli alrededor de mi furgo. Y aquí estoy. No sé si estarán comprobando la procedencia del vehículo o si les llamó la atención el olor de la carne.

—¿No me dijiste que habías comprado la furgoneta en una subasta? —preguntó Jurgen.

—La verdad es que la robé en Toledo, con un colega. A Walter le conté que la había comprado de segunda mano por mil ochocientos, y le pedí la mitad.

—¿Por qué huelen tan mal esas vacas? —dijo Honey.

—Estaban muertas cuando las cogí. El dueño me dijo que podía llevármelas si lograba cargarlas en la furgo. No me han costado un céntimo. Quería llevárselas a Walter para que compruebe si tienen alguna enfermedad. Si me dice que me deshaga de ellas, me las llevaré. Aunque ya me lo imagino sacándoles el hígado y empezando a pelar cebollas.

—Y tuviste que dejar la furgoneta —dijo Honey.

—Tenía que largarme. Un tío me llevó hasta Flint y desde allí cogí dos autobuses para ir a casa de Walter. Y cuando llego, el tío me dice que ha cerrado el negocio. Que se va a Georgia para asesinar al presidente. Y le digo: «¿Y yo qué? Me he dejado el culo trabajando para ti». Y me dice: «Haz lo que quieras». Me puse a darle gritos, pero luego pensé que no serviría de nada. Cuando un alemán toma una decisión, no hay quien le haga cambiar de idea.

—¿Te ha contado que quiere asesinar al presidente? —preguntó Honey.

—En Georgia. El presidente no vive en Georgia.

—¿Eso le dijiste?

—No le dije nada. Que lo averigüe por sus propios medios.

—Pobre Walter —dijo Honey—. Nadie le cree.

—¿Ha hecho algo importante alguna vez? —dijo Jurgen.

—Nada que yo sepa —respondió Honey; y miró a su hermano—. ¿Eso pasó ayer y aún no te has quitado el mal olor de encima?

—Ya se irá poco a poco.

—Deberías quitarte las espuelas, si te dedicas a robar vacas.

Vio que Darcy sonreía, y añadió:

—¿Tienes algo más en el horno, verdad? Otra manera de infringir la ley.

—Eso hacemos los delincuentes, bonita. Así nos ganamos la vida. Estoy harto de las vacas. Estoy pensando en un producto que casi no pesa; medias de nailon. Me las quitarán de las manos a veinte pavos el par. Incluso a veinticinco.

—Yo también podría venderlas —dijo Honey—. Si las tuviéramos.

—No me digas que no tenéis medias de nailon para las mejores clientas. Las que tienen esas fichas para comprar a crédito en Hudson’s.

—Hace dos años que no tenemos medias. Du Pont’s sigue fabricando paracaídas. No creo que volvamos a ver medias hasta que Japón se rinda. ¿Por qué no te alistas en la marina, a ver si consigues acortar la guerra?

—No es mala idea. Pero, dime una cosa. Si tuvierais medias en reserva, ¿dónde las esconderíais?

Honey miró a Jurgen y puso los ojos en blanco. Jurgen dijo:

—¿Juras que no tienes medias de nailon?

—Lo juro.

—Dices que has estado muy ocupado con la carne y no has podido ver a tu hermana. Que has estado más liado que un cojo. ¿A qué cojo te referías?

—Al que participa en un concurso de dar patadas en el culo —dijo Darcy—. ¿Has oído lo que he dicho de esas fichas que se usan en Hudson’s para comprar a crédito? ¿Y si pudieras conseguir un poco de cobre y fabricar tus propias monedas, todas las que quieras, con nombres inventados?

—Ahora se nos ha hecho falsificador —dijo Honey.

—Te pones un traje y una corbata y usas una de las fichas para comprar artículos caros; un abrigo de piel para tu mujer…

—Muriel se caería muerta.

—No estoy pensando en regalárselo a Muriel, sino en venderlo después.

—Si lo compras con una ficha, lo cargan en tu cuenta.

Darcy se quedó pensativo, como si buscara la solución a la respuesta de su hermana. Se acercó a un sillón tapizado en beige que Honey había comprado en Sears por 49,95 dólares. Era su favorito para leer. Le dijo que si se le ocurría sentarse allí lo mataría.

—Lamento tener que decir esto, Darcy, pero desentonas con mi decoración. Eres más de campo; está claro que lo tuyo es robar vacas. ¿Por qué no te vas al oeste y te haces vaquero?

—Eso no da dinero —dijo Darcy—. No te rompas la cabeza por mí; ya se me ocurrirá algo. Esta mañana he hecho un trato con el maricón, con Bo.

Hizo una pausa para sonreír y añadió:

—Una vez, cuando fui a llevarles el pedido, Bo abrió por la puerta de atrás. Llevaba un vestido negro y brillante. Y me recibió diciendo: «¿En qué puedo ayudarte?», como si no nos conociéramos. Llevaba pendientes, colorete y los labios pintados. Daban ganas de besarlo. Pero eso fue otro día. Esta mañana iba vestido de hombre, con pantalones y chaqueta.

—¿Cómo te avisa?

—Deja recado a la tía de Walter, a Madi. Llamó esta mañana. Dijo que me pasara por allí, que me necesitaba para conseguir algo.

—¿Un costillar? —preguntó Honey.

—Tienes tres oportunidades.

—Un coche —adivinó Honey.

—Le vendí el mío sobre la marcha. Un Ford A, como el que tiene todo el mundo.

—La policía está vigilando la casa —le advirtió Honey—. Si aparcaste en la puerta, habrán tomado el número de matrícula y sabrán que lo has robado.

—Eres mi chica favorita. No hay nadie como tú. No, aparqué en la catedral.

—¿Cuánto te dio por el coche?

—Ya te lo enseñaré —dijo Darcy—. Lo tengo en el coche.

—¿En el mismo coche?

—Otro distinto, aunque también es un Ford A. Y también tengo allí el sombrero para Jurgen. Deberías haberme dicho que estaba aquí cuando llamé desde abajo y me habrías ahorrado un viaje.

Darcy se marchó.

—Las personas no cambian —dijo Honey—. Cuando Darcy hacía tonterías de pequeño, siempre me echaba la culpa a mí.

Estaban en la cocina. Jurgen sentado a la mesa, con el kimono de Honey, saboreando su café.

—Me parece increíble que sea tu hermano —señaló.

—El delincuente. Desde que era pequeño supe que nunca sería listo. Pero me encanta escuchar sus historias. Algunas son muy buenas, y la mitad de lo que cuenta es verdad. Seguro que el sombrero te queda pequeño.

Sonó el teléfono que estaba en la encimera. Dio tres timbrazos antes de que Honey contestara.

Era Carl.

—Estás en casa.

—He estado en casa, escondida de Walter. Está muy nervioso porque no encuentra a Aubrey y tiene que irse a Georgia.

—Aubrey está muerto —dijo Carl—. Echa un vistazo al Detroit News. Verás la noticia en la portada: «Eminente médico muerto en un asesinato-suicidio».

—¿El doctor Taylor?

—Parece que su mujer le pegó un tiro y después se suicidó. Se cargaron a alguien más en el cuarto de baño, pero se lo llevaron de la casa.

—¿Crees que era Aubrey?

—Según Kevin, es el único que falta. Si lo hubiese liquidado la mujer, el cadáver seguiría allí. Los de homicidios creen que alguien los mató a los tres. Ahora que has conocido a la banda de Vera, ¿quién crees que podría ser el asesino?

Honey estuvo a punto de decir «Bo». Se lo imaginó con la falda y jersey de lana, pero como no tenía una buena razón para acusarlo, se limitó a decir:

—No lo sé.

—¿En quién has pensado?

—¿No pudo ser alguien que entró a robar?

—Tal vez, pero ¿en quién has pensado?

—En Bohdan.

—Todos apostamos por Bo —dijo Carl.

—¿Tienes algún motivo para creer que ha sido él?

—Estuvo en un campo de concentración y mató a tres guardias para fugarse. Los degolló mientras dormían. ¿Te he contado que los federales tienen todo su historial? Desde los tiempos de Odessa.

Guardaron silencio, hasta que Honey dijo:

—¿Carl?

—¿Cómo se degüella a un hombre?

Y se quedó otra vez callado, antes de añadir:

—Escucha, estoy en la escena del crimen con Kevin. Te llamaré más tarde. Quiero que me cuentes qué pasó anoche.

—A lo mejor no estoy —dijo Honey, con vacilación.

—¿No quieres ayudarme?

—De acuerdo, aquí estaré —accedió. Y colgó el teléfono.

Se volvió hacia Jurgen, que le estaba preguntando.

—¿Era Carl?

—Está en casa del doctor Taylor —respondió, y le contó lo que Carl acababa de comunicarle.

—Si ha sido alguien del círculo de Vera, yo apostaría por Bo —dijo Jurgen—. Si los liquida a todos, nadie podrá señalar a Vera.

—Ella lo llama su ángel de la guarda.

—Son amantes. Se entregan al sexo porque viven muy cerca de la muerte y aún están vivos.

—Pero Bo es homosexual —objetó Honey.

—O se lo hace, o juega a varias bandas. Empezaba a gustarme Bohdan, el travestido reprimido con su conjunto de cachemira.

—Pero Bo no lo oculta, si crees lo que ha contado Darcy.

—Supongo que sí. El caso es que anoche todo el mundo pensaba que Bo estaba muy guapo.

—Lo estaba —asintió Honey—. Yo tengo un conjunto de falda y jersey igual, sólo que en negro, y no es de cachemira.

—Claro, a ti te va el negro. No necesitas color. Ya lo tienes en los ojos, en los labios… —dijo Jurgen—. ¿Por qué no le has dicho a Carl que estabas conmigo? ¿Te estás arrepintiendo? ¿No estás segura de que quiera verme?

—Lo he estado pensando y no sé cómo va a reaccionar. Le estoy dando vueltas. Pero ya no hay marcha atrás. He dado consuelo al enemigo, y te aseguro que me ha encantado. Creo que si tú y yo tuviésemos tiempo, o si no hubiese una guerra…

—Podríamos estar juntos —concluyó Jurgen.

—Pero debes saber que soy mayor que tú. Tengo veintiocho, aunque no lo parezca.

—No me importaría que tuvieras treinta y uno. Estoy loco por ti, y lo sabes.

Sí, Honey lo sabía, pero aun así preguntó:

—¿De verdad?

Se acercó a ella tranquilamente, aunque no tan tranquilo como Carl. Estaba claro que venía con intenciones amorosas y que volverían a la cama. Le encantaba hacer el amor con aquel chico que volaba carros de combate británicos, que era tierno y sabía abrazarla. A pesar de todo, necesitaba tiempo para dejar de pensar en Carl.

Le acarició la cara mientras él la miraba.

—Me gustas mucho con mi kimono, pero será mejor que te vistas. —Lo besó, le mordisqueó los labios, y Jurgen dio señales de no conformarse con eso.

—Darcy volverá enseguida.

—No le abras la puerta.

Jurgen estaba lleno de amor.

—Lo dejaremos para más tarde —insistió Honey, y le repitió que se vistiera. Se sirvió un whisky, apenas un traguito, para tranquilizarse.

Si Carl no anduviese cerca, iría mucho más deprisa con Jurgen. Ya lo llamaba Hun[6], y a él le sonaba como hon. Hun y Honey. Una pareja estupenda.

Carl no estaba disponible, y sin embargo parecía interesado. Le había dicho que no quería tontear o divertirse con una chica que no fuera su mujer. Si podía evitarlo. Eso había dicho. ¿Dejaba abierta una posibilidad o era sólo una broma? Honey creía que después de haberla visto desnuda de cintura para arriba le vendrían imágenes a la cabeza, que pensaría en ella, que intentaría no meterse en líos, pero dejaría un pie puesto en la puerta. Pobrecillo. No debía tentarlo. Jurgen era más joven, más guapo. Le gustaban mucho sus piernas bronceadas, los muslos y las caderas. Era atento y cariñoso. Carl quizá también pudiera ser tierno; era paciente. Jurgen estaba preparado para el sexo en cualquier momento. Carl necesitaba al menos estar caliente. Con Jurgen podía perderse en una puesta de sol. Aunque si lo encontraban, y ella estaba con él, la acusarían de traición. Carl estaba casado con una marine que había matado a dos hombres en distintas ocasiones, una de ellas para salvarle la vida a su marido.

¿Era así como se conquistaba a Carl, matando a alguien?

Darcy volvió con un sombrero de color crema y se lo dio a Jurgen, que aún no se había quitado el kimono.

—Un Stetson especial para mi amigo.

Jurgen fue al pasillo que conducía al dormitorio para probarse el sombrero delante del espejo. A Honey le sorprendió que fuese nuevo. Se lo puso primero recto y luego se lo caló un poco hacia delante.

—Es el que llevan los hombres de negocios —explicó Darcy—, los ejecutivos de Dallas. Comprenderás que no iba a iniciarte con nada menos. Si te haces vaquero, podrás usar uno de ala ancha. En todo caso, el hombre que lleva sombrero merece la aprobación de todo el mundo en todas partes.

—Le sienta muy bien —observó Honey—. ¿Cómo sabías cuál era su talla?

—Le dije al negro de Henry-the-Hatter’s: «Es un tío fuerte, con bastante pelo, y listo. Sé que tiene más cerebro que yo». Me lo probé, vi que me llegaba hasta las orejas y le dije: «Envuélvalo».

Pero no estaba envuelto, ni en una bolsa ni en una sombrerera.

—Me gusta mucho —dijo Jurgen—. Gracias, amigo.

—Pareces un americano —señaló Darcy—. Si ves que te queda un poco grande puedes meterle papel higiénico debajo de la cinta.

Honey se moría por preguntarle a Darcy cómo había birlado el sombrero, pero le interesaba más cuánto le había pagado Bo por el coche robado.

—¿Vas a enseñarnos lo que te ha dado Bo?

—Otro coche idéntico que estaba aparcado en Roebuck, al lado de Sears.

—Ya nos has dicho que tenías otro coche —dijo Honey.

—Esto —dijo Darcy. Se abrió la cremallera de la cazadora y se sacó una pistola de la cintura—. Una Luger alemana; la que usan los oficiales en la guerra.

—La que usaban —corrigió Jurgen—. Ahoran usan la Walther, aunque todavía se ven algunas Lugers. Yo tuve una en 1939, hasta que me la quitó la policía militar.

—¿Te cargaste a alguien con ella?

—Nunca con una pistola.

—Esta preciosidad está lista para disparar —dijo Darcy—. Le pedí a Bo que la cargase y que me diera una caja de nueve milímetros. ¿Cuánto crees que cuesta? —le preguntó a Jurgen.

—No tengo ni idea. Debe de haber cientos de miles como ésa. Son de 1908.

—Bo dice que vale quinientos, fácil.

—¿Cuánto le pediste por el coche? —preguntó Honey.

—Quinientos.

—Si te hubiese dado un dólar habrías salido ganando.

—Sé que puedo sacar una buena pasta por ella. No quiero llevarla encima. La poli puede pararme por llevar un faro roto y volvería al trullo. —Y le dijo a Honey—: ¿Qué tal si me la guardas hasta que me sitúe, bonita?