Para no tener que escribir, Carl telefoneaba a Louly todas las semanas a Cherry Point, en Carolina del Norte, donde se encontraba la base aérea de los marines. Escuchaba con mucha atención mientras ella se explayaba en algún detalle, por ejemplo una marcha. Le explicaba que a los marines les encantaba salir de marcha, que entonaban un estribillo muy enérgico para marcar el paso, aunque con sonidos más que con palabras; un estribillo sin ningún sentido.
—¿Por qué es tan importante la marcha? —decía Louly—. Los marines no andan; marchan. Vayan donde vayan. Incluso aquí, cuando viene alguien de Washington, algún congresista, nos colocamos en formación para la revista y giramos a derecha y a izquierda; marchamos, para que se vea que somos marines, ¡qué carajo!
Louly hablaba con la delicadeza propia de un chusquero.
—Nosotros también salíamos de marcha —dijo Carl, pensando en su unidad de la marina—. Cuando uno está en el ejército, da lo mismo en qué cuerpo, tiene que perder el culo en las marchas. Yo creo que lo hacen para que las tropas aprendan a obedecer en combate. Para que si se recibe la orden de traslado nadie se pare a pensarlo y avance de inmediato.
Dijo esto para que Louly viese que era tan «Semper Fi»[5] como ella.
Hacia el final de la conversación, Louly le preguntó:
—¿No te estarás metiendo en líos?
—No tengo tiempo para meterme en líos ¿Y tú?
—En los barracones leemos o jugamos a las cartas. Cuando salimos a tomar unas cervezas nos divertimos un rato con los sorchos que intentan ligar con nosotras. Los oficiales que han entrado en combate se creen mejores que nadie y son unos pelmas. Yo les digo: «Mi marido ha matado en defensa propia a más gente que cualquiera de vosotros, y ni siquiera ha tenido que salir de Oklahoma».
—Te olvidas de los dos japos. En una isla supuestamente segura —le recordó Carl.
—Descuida, la próxima vez les contaré que te cargaste a un par de nipones.
Carl se sentía bien después de hablar con ella. Louly se licenciaba en verano y Carl se moría por tener a su amorcito en casa. Ya había empezado a buscar un apartamento en Tulsa.
Esta vez, cuando Carl llamó desde Detroit, Louly volvió a preguntarle:
—¿No te estarás metiendo en líos?
Carl respondió lo de siempre, que no tenía tiempo, pero mientras se lo decía le vinieron a la cabeza imágenes de Honey Deal, con su boina negra, en el coche y en el restaurante, sus ojos clavados en él mientras bebía a sorbitos un dry martini.
—Te quiero, Carl —dijo Louly.
—Yo también te quiero, cariño —respondió Carl.
Había dos aceitunas con anchoas en el martini de Honey.
—Me meto una en la boca, así, la muerdo y bebo un poco de martini helado, lo que llaman la «poción mágica». Hmmm —dijo Honey.
—Te pone a tono en un segundo —asintió Carl.
—Sí que es verdad.
—Si no tienes cuidado.
—Y aunque lo tengas —apostilló Honey.
Lo miró, sonriendo.
Carl la dejó en su apartamento después de cenar. Honey le dio las gracias. Esperaba volver a verlo. No le preguntó si quería subir.
¿Y?
Honey era divertida, nada más. Coqueteaba un poco con la mirada y con algunos comentarios, pero eso no significaba que Carl tuviese intención de hacer nada con ella. Estaba casado con una mujer guapa, que había matado a dos hombres y que se dedicaba a infundir en mil doscientos soldaditos el amor por sus Brownings del calibre 30. Louly era en todos los sentidos la chica con la que siempre había soñado, y había jurado serle fiel. No tenía la menor intención de cometer adulterio con Honey. Aunque ella lo intentara y todo indicase que podía ocurrir, porque Honey era lo que suele llamarse un espíritu libre, con esos ojos ávidos y ese labio inferior que le invitaba a morderlo, una chica convencida de que no había nada de malo en el amor libre.
Carl decidió que en ningún caso se dejaría llevar, que no había la menor posibilidad. Aunque siguiera viéndola en los próximos días. Casi a diario, ahora que había perdido a su guía en Detroit desde que destinaron a Kevin Dean a asaltar bares.
Llamó a Honey desde la oficina del FBI, donde había pasado la mayor parte del día. Parecía atareada, pero tranquila; respondía a las preguntas de las dependientas como correspondía a la encargada de Better Dresses. Carl se limitó a comunicarle que había cambiado de planes y quería ponerle al corriente. Pasaría a recogerla a la salida del trabajo y le ahorraría un viaje en tranvía.
—Eres mi héroe, Carl —dijo Honey.
Y Carl soltó un «mierda» después de colgar.
En el hotel compró el Detroit News y lo estuvo hojeando hasta que encontró la columna de Neal Rubin. Vio el titular, exclamó «¡Joder!» y leyó para sus adentros:
¿QUÉ ESTÁ HACIENDO EN DETROIT
EL AS DE LA PERSECUCIÓN DE DELINCUENTES?
Tal vez sepan ustedes por qué a Carl Webster lo llaman «el Tipo Implacable de los marshals». Así se titulaba el libro que yo mismo reseñé para el News hace diez años, del que Carl era protagonista. Me gustó ese libro, aunque por más que lo intento no consigo recordar por qué lo llaman el Tipo Implacable.
La pregunta es: ¿Qué está haciendo Carl en Detroit? Él trabaja en Tulsa, en Oklahoma. En una columna que escribí el año pasado, y que llevaba por título «El agente de la ley más famoso de Estados Unidos», hablaba de la especialidad de Carl: perseguir a los prisioneros de guerra alemanes fugados de algún campo. Carl es un rastreador magnífico; nuestro as de la persecución.
En la foto se ve al marshal Carl Webster en el vestíbulo de la central del FBI de Detroit. Está mirando las fotos de algunos fugitivos en busca y captura. Lástima que el fogonazo del flash en el cristal nos impida identificar a los chicos malos.
Yo apostaría a que Carl Webster anda detrás de alguno de ellos. Posiblemente de dos. ¿Jawohl?
Neal Rubin completaba la columna con un relato de su almuerzo con Esther Williams en el London Chop House. Y lo describía como: «Lo mejor que se puede hacer con ella, después de nadar».
Honey entró en el Pontiac, diciendo:
—¿Has visto el artículo de Neal Rubin? A mí me encanta su estilo tan… coloquial. No va de listo, como la mayoría de los periodistas, que siempre quieren saber más que nadie. Eras el asunto principal de su columna. Has desbancado a Esther Williams.
—Lo he visto —dijo Carl.
—¿Te ha fastidiado la coartada?
—No, porque no la tenía.
—Yo te reconocí en la foto.
—¿Cómo? Salgo de espaldas.
—Por cómo llevas el sombrero —y en voz baja añadió—: «No, no, no pueden quitarme eso». ¿Qué piensas hacer?
—Tengo un problema con Kevin. Lo han destinado a un operativo. —Se lo explicó mientras salían de Woodward.
—Si el propietario de un bar se niega a hacer negocios con los que distribuyen las máquinas de discos, con los mafiosos, lo extorsionan y le destrozan el bar. No son expertos en el manejo de la dinamita y siempre dejan pistas. La mafia se dedica también a vender whisky canadiense robado. No lleva el sello legal y eso es una violación de la ley federal. Los del FBI están en ello y han asignado a Kevin a esta misión; anda recorriendo bares que han volado por los aires y huelen fatal.
—¿Vamos a cenar? —preguntó Honey.
—Sí, si quieres.
—¿Qué tal si pasamos primero por mi casa y tomamos una copa?