Cuatro

Cada vez que pasaba cerca del Mayo, Carl se acordaba del hombre que intentó pegarle un tiro por la espalda en la puerta del hotel. De eso hacía diez años. Era un miembro de la Mano Negra y se dedicaba a la extorsión. Tenía un apellido italiano que Carl no recordaba. Aquel día, el portero sujetó la puerta para dar paso al agente Webster. Nada más entrar, el cristal de la puerta contigua y el de la puerta giratoria que se cerró a sus espaldas estallaron, reventaron con el sonido de un arma de gran calibre, y al momento se oyó un chirrido de neumáticos. El Ford cupé ya había arrancado cuando Carl se volvió con el Colt en la mano.

Hoy era el mismo portero el que le abría la puerta, Marvin, un hombre negro. Lo vio llegar y le preguntó qué tal se encontraba esa mañana de primavera. De pronto apartó la vista de Carl y dijo entre dientes: «Uy, uy. Ese tío va armado».

Carl se paró en seco. Oyó que lo llamaban por su nombre, se volvió y vio a un chaval vestido de negro, armado con una automática de níquel, enorme y fardona, los hombros del traje anchos, al estilo zoot[4], los pantalones muy ceñidos al tobillo y zapatos de color marrón claro. Era un gángster italiano o judío, con un pelo muy negro que brillaba a la luz del hotel, dispuesto a matar a Carl Webster. Si era judío, debía de ser pariente de los hermanos Tedesco, Tutti y Frankie Bones, de la Banda Púrpura. Una vez, en Okmulgee, lo rodearon y le apuntaron con sus armas. Carl disparó dos veces y abatió a los Tedesco.

El chaval se detuvo en la acera, delante del hotel, y dijo:

—¿Eres Carl Webster?

—Sí. Dime de quién eres familia.

—Mataste a mi hermano.

El tercero que venía con un hermano muerto.

—¿Te refieres al que te daba unas palizas de muerte cuando le venía en gana? ¿Cuál era?

—Luigi Tessa.

¡Joder! Lou Tessa, el que disparaba por la espalda. Carl sacudió la cabeza.

—¿Sabes cómo me atacó? Fue aquí mismo, mientras entraba en el hotel. Podrías haberme disparado por la espalda, pero querías hacerlo cara a cara, ¿verdad? En ese caso aún hay esperanza para ti. ¿Cómo te llamas?

—¿Para qué quieres saberlo?

—Para que cuando cuente lo que ocurrió pueda llamarte por tu nombre de pila. Decir quién eras. —Se desabrochó el botón del traje y dijo—: Un momento. Yo no maté a tu hermano. Lo envié a prisión.

—Y lo frieron en la silla eléctrica —dijo el gángster—. Es lo mismo que si lo hubieras matado.

—Tú no quieres matarme —respondió Carl. Se abrió el traje por las solapas, con las dos manos—. ¿Ves que lleve algún arma? —Bajó los brazos, apartó rápidamente el abrigo con la mano derecha, sacó el Colt del 38 que llevaba en la cintura, pegado a la columna, y apuntó al hermano de Lou Tessa al tiempo que le decía—: Ahora sí la estás viendo. Pon la mano izquierda encima del cañón y vacía el cargador. Luego quédate quieto. Si algo me dice que vas a disparar, te pego un tiro en el corazón.

Virgil, el padre de Carl, dijo:

—Pensé que preferías una pistolera de hombro.

—Me resulta incómoda para conducir. En cuanto subo al coche dejo el arma en la guantera. Pasé por la oficina y después fui al Mayo a tomar una copa. Deberías mudarte a Tulsa. Ese bar del sótano está muy bien.

—¿Qué hiciste con el gángster?

—Entregarlo a la policía de Tulsa. Investigarán y sabrán si el arma que llevaba está limpia o no. Vito Tessa. Puede que lo trinquen. Me voy mañana temprano, a las seis y media.

—¿Por qué estás tan seguro de que esos dos boches están en Detroit?

Carl y su padre estaban sentados en unas sillas de mimbre, en mangas de camisa, aunque llevaban puestos los sombreros de fieltro; en el porche de la casa de estilo californiano de Virgil, construida en el centro de su finca de media hectárea de pecanes.

—Lo que estás preguntando —dijo Carl— es cómo sé que siguen en Detroit al cabo de cinco meses y medio.

Hablaban principalmente de Jurgen Schrenk, prisionero de guerra del Africa Korps, capitán de tanques y uno de los oficiales de reconocimiento de Rommel. Por fin, 165 días después de que Jurgen y el otro, Otto Penzler, el comandante de las SS, se fugaran del campo de prisioneros de Deep Fork —en una camioneta sin ventanas, con trajes confeccionados con uniformes alemanes—, Carl estaba libre para ir en su busca.

Ese día había ido a Okmulgee para ver a su padre desde Tulsa, a unos 60 kilómetros al sur. Era el 7 de abril de 1945.

Estaban bebiendo la cerveza mexicana que le proporcionaba a Virgil la compañía petrolera; una cerveza mucho mejor que la local. Era parte del trato que permitía a la Texas Oil explotar una zona de la finca, donde los pozos bombeaban desde hacía casi cuarenta años mientras Virgil cuidaba de sus pecanes y Carl, cuando aún era un niño, se ocupaba del ganado y lo vendía en el mercado de Tulsa. La casa de Virgil se encontraba a unos kilómetros de Okmulgee, al otro lado del río Deep Fork, donde se había instalado el campo de prisioneros.

—Sigue en Detroit —aseguró Carl—, puesto que no lo han detenido ni se ha sabido nada de él. Jurgen no tendrá dificultades; habla inglés sin apenas acento. Sólo se le nota en algunas palabras. ¿Te conté que de pequeño vivió en Detroit? Puede hablar como un yanqui o como un hombre de Oklahoma; las dos cosas.

—Lo he visto alguna vez. Venía a trabajar con una cuadrilla de prisioneros. Juraría que todos parecían extranjeros menos Jurgen. Un día le pregunté si tenía intención de prender fuego a los pozos y a los tanques de almacenamiento, para ver si era capaz de hacer sabotajes.

—Antes le contarías que estuviste en el Maine.

—Sí, se lo dije. Le conté que era marine y que estaba a bordo del Maine la noche en que los españoles lo volaron en el puerto de La Habana y entramos en guerra con España, en 1898. Le dije que no había un acto de destrucción comparable a la voladura de ese acorazado.

Carl comentó entonces que había tenido el placer de ver a Jurgen salir del campo de cuando en cuando para echar un polvo con su novia, Shemane.

—Estaba muy buena. Trabajaba en una casa de putas de Kansas City. La vieron venir hacia aquí en un Lincoln Zephyr.

—Buscaba a Jurgen —dijo Carl—. Pasó unos días escondido y apareció en el OK Café con el nombre del campo de prisioneros impreso en el culo de los pantalones cortos. Siempre llevaba esos pantalones cortos del Afrika Korps. Se quedó allí hasta que la policía militar fue a detenerlo. Estamos seguros de que Shemane llevó a Jurgen y a Otto hasta Fort Smith y les compró un coche para la huida, un Studebaker del 41.

—¿La has detenido alguna vez? —preguntó Virgil.

—Shemane iba con su madre en ese viaje. Armó un escándalo increíble cuando los agentes las trajeron de vuelta desde Arkansas. Dijo que iban a tomar las aguas a Hot Springs y juró que ni habían tenido trato con ningún alemán ni lo tendrían nunca. Les dije a los agentes de Tulsa que haría creer a Shemane que no íbamos a por ella. Esperaríamos a que dejara a su madre y volviese a Detroit. Si va, pillaremos a Jurgen. Si no va, no están tan locos el uno por el otro como yo pensaba. Le dije a uno de los fiscales: «¿De qué piensas acusarla? ¿De acostarse con el enemigo? ¿De verdad quieres encerrar a una pobre chica que se ha acostado con la mayoría de los abogados criminalistas más prestigiosos del país?».

—¿Es eso cierto? —preguntó Virgil.

—Muy cierto. Cuento con que Jurgen siga con Otto, haciendo lo posible por ocultarlo. Algunos de esos nazis tan disciplinados, los de las SS, se niegan a aprender inglés. Otto es de las SS, pero es astuto. Tengo la impresión de que se maneja bastante bien en inglés. Puede que Jurgen siga teniendo problemas para impedir que Otto entrechoque los tacones en público, para enseñarle a arrastrar las palabras y a decir «¿cómo andas?». A menos que Otto tenga demasiado acento alemán para llevarlo a ninguna parte. Pero creo que la razón principal por la que están en Detroit es que Jurgen tiene amigos allí. Gente dispuesta a ayudarle.

—A esconderlo —apostilló Virgil.

—O le han conseguido una nueva identidad. Certificado de nacimiento y carnet de conducir. Incluso podría estar trabajando en algo que le parezca divertido mientras enseña a Otto a hablar inglés. Jurgen me contó que una vez los del Comité de Fugas, los nazis más duros, los que dirigen el campo, le pidieron que volase un depósito de munición del que habían oído hablar, uno que estaba en el campo, al sur de McAlester. Jurgen reveló sin darse cuenta lo que pensaba del Comité. Dijo: «Aunque pudiese volarlo, ¿quién oiría la explosión, si está en mitad de la nada?». Confesó sin querer que no serviría de nada. Dedicarse al sabotaje a estas alturas de la guerra no tiene ningún sentido. La última ofensiva en toda regla que ha lanzado Alemania fue la Batalla de las Ardenas. Salieron el dieciséis de diciembre con mil carros de combate, y el veinte de enero tenían cien mil bajas y habían perdido ochocientos tanques. Nosotros también sufrimos muchas bajas, pero obligamos a los alemanes a replegarse, y eso ya fue mucho. Fue su última ofensiva, pero ¡hay que ver lo cara que nos costó!

—¿Y qué pasa con Jurgen y Otto si la guerra termina pronto?

—Los llevaré al campo de prisioneros. El Comité ha matado a algunos internos, a los que les parecían unos peleles porque fingían ser nazis de pies a cabeza. Los ahorcaron en el lavadero para que pareciese un suicidio. En una declaración que dejó para el comandante del campo, Jurgen decía que Otto y él tenían que salir de allí, pues de lo contrario serían los siguientes. Entretanto han trasladado a los del Comité a Alva, al oeste de Oklahoma, al campo donde encierran a los matones, a los supernazis.

—Supongo que a estas alturas ya te habrás metido en el bolsillo a ese agente del FBI de Detroit —dijo Virgil.

—Kevin es un buen tío, me está ayudando mucho. Es nuevo y todavía no sabe que no debe hablar con extraños, como un marshal.

—¿Le dijiste que habían escrito un libro sobre ti?

—Le envié un ejemplar, porque no lo encontró en la biblioteca.

—Tenías unos cien ejemplares. ¿Cuántos te quedan?

—Aún me quedan algunos. Llamé a Kevin y le dije: «¿Sigues sin encontrar a mis boches?». Llevan cinco meses buscándolos, y nada. Están estrechando el cerco sobre un grupo de espías nazis y vigilando a otros. Le pregunté de dónde sacaban los espías su información secreta, ¿de los periódicos? Me dijo que hablaba igual que una chica a la que había interrogado, Honey Deal. Estuvo casada un año con uno de los nazis de Detroit. Se divorció en el 39. Dice que Honey está libre, es guapa y lista, está al corriente del curso de la guerra —eso le impresionó— y no tiene que preocuparse por nadie. Le he pasado a Kevin toda la información sobre esos dos; sabe que Jurgen vivió en Detroit y podría tener amigos allí. Me ha contado que Jurgen tenía catorce años cuando regresó a Alemania, en el 35. Al parecer Honey Deal cree bastante probable que su ex marido lo conociese. Walter Schoen. Kevin le preguntó a Walter si sabía algo de Jurgen. Walter se limitó a negar con la cabeza.

—Supongo que quieres hablar con ese Walter personalmente —dijo Virgil.

—He estado pensando en él y en su ex mujer, en Honey. Le pregunté a Kevin si Walter resultaba atractivo para las mujeres. Y me contestó: «¿Sabes quién es Heinrich Himmler? Walter se parece a él». Lo que me intrigaba es por qué una chica lista y guapa de Kentucky se había casado con él. Kevin dijo que Honey pensó que podría hacerle cambiar, darle la vuelta como a un calcetín. Y le dije: «¡Joder, todas las mujeres hacen lo mismo!». Al parecer, Honey le dijo a Kevin que casarse con Walter había sido el mayor error de su vida hasta la fecha. Hablaré primero con ella, y luego con Walter Schoen. Kevin informó a su jefe y el jefe llamó a la oficina de Tulsa. Los dos se han puesto a mi servicio, de manera que puedo hacer lo que quiera.

—Porque el alemán era amigo tuyo.

—Podría serlo cuando la guerra haya terminado. Espero que siga con vida.