Circulaban por Woodward Avenue desde Six Mile Road, en un Oldsmobile del 41 propiedad del FBI. Honey miraba los escaparates y Kevin esperaba. Al cabo de un rato, el agente dijo:
—¿Empezaste a salir con Walter y caíste rendida de amor a sus pies sin darte cuenta?
Honey estaba sacando un paquete de Lucky del bolso de cuero negro. Cogió un cigarrillo, lo encendió con un Zippo y cerró la tapa con un chasquido.
—Así fue —dijo—. Me enamoré de Walter Schoen porque es un hombre elegante, amable, considerado y divertido. —Le pasó a Kevin el cigarrillo con una mancha de carmín en la boquilla.
Encendió otro. Kevin la observaba. Llevaba una gabardina y una boina negra, calada sobre el pelo rubio y ligeramente ladeada, como en las películas de espías. Honey era una experiencia nueva para el agente Kevin.
—¿Sabes que ni una sola vez me has llamado por mi nombre? —dijo—. ¿Cuál de los dos te crea problemas? ¿Es Honey[2] o es señorita Deal?
Kevin era consciente, y dijo:
—Bueno, si te llamara «Honey», parecería que estamos saliendo.
—Mis amigos del trabajo me llaman Honey y no salgo con ninguno de ellos. El día en que nací mi padre me cogió en brazos y dijo: «Ésta es mi pequeña Honey». Y me quería tanto que me bautizó con ese nombre. El cura dijo que no podía llamarme así, que no había ninguna santa Honey en la Iglesia católica. Y mi padre replicó: «Pues ahora ya la hay. O la bautiza como Honey o nos pasamos a la Iglesia baptista». ¿Y sabes una cosa? Walter nunca me preguntó por qué me llamaba así.
—¿Y tú se lo contaste?
—Íbamos camino del Santísimo Sacramento, que fue donde nos conocimos. A la salida de misa de once. Sí, se lo dije, pero no lo entendió. Me llamaba Honig[3], si me llamaba algo.
—¿Te pareció que conocerse en una iglesia era una buena señal?
—Creo que Walter sólo iba a misa para conocer a una chica rubia. Dejó de ir en cuanto empezó a salir conmigo. Y yo también dejé de ir porque vivíamos en pecado al no habernos casado por la Iglesia.
—¿De verdad creías que vivías en pecado?
—En realidad, no. Era una vida de penitencia. La verdad es que aunque me gustaba su físico, cómo vestía, las gafas montadas en la nariz, Walter era muy distinto. Nunca he conocido a nadie como Walter Schoen. Creo que también me dio un poco de lástima; parecía muy solo. Se lo tomaba todo muy en serio y, cuando discutíamos, y discutíamos a todas horas, yo siempre le llevaba la contraria y eso le sacaba de quicio.
—Tú querías hacerle cambiar —dijo Kevin.
Honey se incorporó para mirar por detrás de Kevin y dijo:
—Ésa es su tienda. —Volvió a recostarse—. Había un cartel en la ventana, pero no he podido leerlo.
—Anuncian que hoy no hay carne —dijo Kevin—. Pasé antes por aquí, camino de tu casa. El caso es que creíste que le harías cambiar.
—Quería que dejara de ser tan serio y que se divirtiese un poco. Incluso que se riese de Adolf Hitler, como lo retrata Chaplin en El gran dictador. Chaplin lleva un bigote pintado, va de uniforme, se llama Adenoid Hynkel y es el dictador de Tomania. Pero la película salió después de que yo dejase a Walter.
—¿Crees que la habrá visto?
—No conseguí que Walter escuchara a Jack Benny. Decía que era un judío presuntuoso. Yo le dije: «Es sólo un papel; se hace el estirado. ¿No te parece divertido?». No se lo parecía. Tampoco Fred Allen. Estábamos en un bar alemán, tomando unas copas, y le dije: «Walter, ¿alguna vez has contado un chiste. No un chiste político, sino algo divertido?». Hizo como si no supiera de qué le estaba hablando. Y le propuse: «Te voy a contar un chiste y luego tú me lo vuelves a contar. A ver qué tal lo haces».
Kevin Dean miraba al frente y sonreía.
—¿Y entonces os casasteis?
—Sí, soy Frau Schoen. Le conté ese de tres tíos que llegan al cielo a la vez. Ha sido un día muy ajetreado, durante la guerra, y san Pedro les dice: «Hoy sólo tengo tiempo para admitir a uno. El que haya tenido la muerte más insólita». ¿Lo conoces?
—Creo que no.
—El primero cuenta que llega a casa inesperadamente, ve a su mujer desnuda en la cama y lo pone todo patas arriba en busca del amante. Sale corriendo al balcón y ve a un tío colgado de la barandilla, a veinticinco pisos del suelo. El marido se quita un zapato y le sacude al otro en las manos hasta que se suelta y cae. Pero no llega a estrellarse en la acera, maldita sea. Aterriza en unos arbustos y sobrevive. El marido, furioso, coge la nevera, la arrastra hasta el balcón y la lanza por encima de la barandilla. La nevera cae encima del otro y lo mata. Pero el esfuerzo ha sido tremendo, y el marido muere de un infarto. San Pedro dice: «No está mal». Y se vuelve al segundo que quiere entrar en el cielo. Éste dice que estaba haciendo gimnasia en el balcón, cuando de pronto perdió el equilibrio y cayó. Se ve perdido, pero consigue sujetarse a la barandilla del balcón de abajo. Entonces sale un tío y él, que está colgado de una planta veinticinco piensa: «Gracias a Dios, estoy salvado». Pero el tío se quita un zapato y empieza a pegarle en la mano, hasta que se suelta y cae. Por suerte aterriza en un arbusto y sobrevive. Con los ojos como platos ve que una nevera está a punto de aplastarlo y acabar con su vida. San Pedro dice: «Ésa me ha gustado». Se vuelve al tercero que quiere entrar en el cielo y le pregunta: «¿Cuál es tu historia, amigo?». Y el tío dice: «No sé lo que pasó. Estaba desnudo, escondido dentro de una nevera…».
Honey guardó silencio.
Kevin se rió con ganas.
—¿A Walter le pareció divertido?
—Al principio no sonrió ni dijo nada. Se quedó pensativo. Luego me preguntó a cuál de los tres dejó san Pedro entrar en el cielo, y si los otros dos tuvieron que esperar en el limbo. Y yo le dije: «Sí, Walter, en el limbo, con los recién nacidos que murieron antes de ser bautizados».
—¿Cómo es que no lo pilló?
—Tiene la cabeza en el culo; sólo ve esvásticas.
¡Qué lengua tenía aquella chica tan dulce!, pensó Kevin.
—Nunca sé con qué vas a salir a continuación —le dijo a Honey.
—Intenté contarle a Walter otro chiste. Le conté el del tío que llega a casa y entra en la cocina con una oveja en brazos. Su mujer, que está delante del fregadero, se vuelve y el tío dice: «Ésta es la cerda con la que me acuesto cuando tú no estás». La mujer dice: «Eso no es una cerda, idiota, es una oveja». Y el tío contesta: «No estaba hablando contigo».
Kevin volvió a reírse a carcajadas y miró a Honey, que seguía fumando.
—¿Te gusta contar chistes?
—Me gustaba contárselos a Walter para ver si se relajaba un poco.
—¿Y esta vez se rió?
—Me dijo: «¿El tío no está hablando con su mujer; está hablando con la oveja?». Le dije que sí, que era a su mujer a quien llamaba cerda. Y me dijo: «¿Y espera que una oveja le entienda?». Así era Walter. No había manera de hacerle cambiar. Fue una estupidez de mi parte intentarlo siquiera, una arrogancia pensar que podría. El caso es que comprendí que, aunque él se animara un poco, nuestro matrimonio no funcionaría.
—Pero tuvo que haber algo de él que te gustara, como persona quiero decir.
—Eso parece, ¿verdad? —dijo Honey, asintiendo con la cabeza, tocada con su boina—. Algo más que su acento y sus gafas, pero no se me ocurre nada. Yo era joven y tonta. —Estuvo un rato fumando en silencio, antes de añadir—: El año que pasé con Walter tuvimos momentos muy extraños que nunca olvidaré. Como cuando me apuntaba con el dedo como si fuese una pistola y se tiraba uno.
—¿Quieres decir que ventoseaba delante de ti?
—Delante, detrás…
Estaban llegando a Seward, y Kevin dijo:
—Ésta es la calle donde Jurgen Schrenk vivió con sus padres en los años treinta. El hotel está en la segunda manzana.
—El Abington —asintió Honey—. He cenado allí un par de veces… hay un restaurante. Conocí a un tipo que siempre se alojaba allí. Me contó que fue andando hasta el edificio de General Motors en el Boulevard, a cinco manzanas de aquí, y volvió con un contrato firmado en su maletín.
—¿Qué clase de contrato?
—No lo sé; nunca decía a qué se dedicaba exactamente. Era argentino y tenía algo que ver con el Grand Prix europeo antes de la guerra. Llamaba a los coches «coches de motor». Se alojaba en el Abington, en un apartamento de una habitación, con una cocina minúscula. Si había dos camas, las unía las dos en el cuarto de estar. Era un hombre bajito, muy delgado, pero le gustaban las camas grandes. Me estoy acordando de que leí algo sobre la fuga de Jurgen y el oficial de las SS. Salió en todos los periódicos de Detroit.
Eso hizo que Kevin volviera en sí; la imagen de Honey con un tipo meloso y con pinta de bailarín de tango se borró de su cabeza.
—Jurgen podría ser el mismo hombre del que me habló Walter —dijo Honey—. O podría no serlo. Walter escribió a alguien que estaba en el frente. Recuerdo que recibió una carta con matasellos de Polonia en 1939, pero nunca me habló de eso. Para entonces apenas nos hablábamos.
—Jurgen Schrenk estuvo en Polonia antes de ir al norte de África, según el marshal de Tulsa. El que asegura que Jurgen está escondido aquí.
—¿Y dices que es famoso?
—Escribieron un libro sobre él, y un montón de artículos de prensa, uno muy largo en True Detective. El libro se llamaba Carl Webster: Un tipo implacable, salió hace cosa de diez años.
—¿Lo has leído?
—Sí, conseguí un ejemplar… es bueno. Carl se ha visto en situaciones muy difíciles. He hablado con algunos agentes que lo conocen y todos dicen que es increíble. Ha matado al menos a una docena de delincuentes en busca y captura, o a tipos malos y famosos como Emmett Long y Jack Belmont —Kevin hizo una pausa y rectificó—: No, a Jack Belmont lo mató Louly, la mujer de Carl. Y mató también a otro atracador de bancos, pero ahora no recuerdo cómo se llamaba.
—¿Su mujer lo acompaña cuando persigue a los delincuentes? —preguntó Honey.
—Fueron situaciones fuera de lo común. Louly era prima de la mujer de Pretty Boy Floyd y por algún tiempo todo el mundo creyó que era la novia de Floyd.
—Antes de que se casara con Carl Webster.
—Eso es, y ahora está en la división femenina de los Marines. Enseña a las mujeres a disparar una ametralladora desde el asiento trasero de un bombardero. Carl Webster los mató a todos con el mismo revólver, un Colt del 38, con el cañón recortado. No, a uno lo mató con un Winchester, a cuatrocientos metros de distancia. De noche. Una cosa que no entiendo es que en los periódicos y en el libro figura como Carl Webster. Pero cuando me llama, siempre dice: Soy Carlos Webster.
—¿Ése es su verdadero nombre?
—Carlos Huntington Webster. Su padre estuvo en la Guerra de Cuba con los Marines de Huntington, en el 98. En Guantánamo. La madre de Carl era cubana y su abuela paterna mestiza cheyenne. No sé si es Carl o es Carlos.
—¿Qué edad tiene?
—A juzgar por todo lo que ha hecho, podría parecer un hombre mayor, pero aún no ha cumplido los cuarenta.
—¿Lo has visto alguna vez?
—Todavía no. Pensaba venir a Detroit por su cuenta, para ayudarnos en la búsqueda de Jurgen y del oficial de las SS, Otto. Pero el jefe de Carl, el marshal de Tulsa, se jubiló y lo nombraron jefe de la unidad. Armó un buen escándalo; dijo que nunca había estado sentado en un despacho y que no tenía intención de hacerlo. Desde la central de Washington le prometieron buscar a alguien para que lo sustituya. Me ha dicho que si cuando llegue el relevo aún no hemos encontrado a Jurgen, vendrá a Detroit sin falta. —Miró a Honey. Le encantaba su perfil. Tenía una nariz muy bonita, como las chicas que salían en los anuncios de trajes de baño Jantzen. No aparentaba ser consciente de lo estupenda que era, pero Kevin estaba seguro de que lo sabía y utilizaba sus encantos, aunque sin pasarse.
—¿Te gustaría conocerlo cuando venga?
—No me importaría —dijo Honey—. Pero ¿por qué iba a molestarse en hablar conmigo?
—Por Walter. Quiere que estés presente cuando vaya a hablar con él.