Dos

Sonó el telefonillo de Honey cuando se disponía a salir para el trabajo. Una voz masculina saludó con un hola y dijo ser Kevin Dean, agente especial del FBI; deseaba hablar con ella acerca de Walter Schoen.

—¿Por qué de repente os da a todos por querer saber de Walter? Hace cinco años que no lo veo —dijo Honey.

Kevin Dean lo sabía, pero aun así le gustaría hablar con ella. Honey respondió:

—Mientras yo estuve con él no hizo nada subversivo, que yo sepa, y no creo que lo haya hecho después. Walter no es auténtico, sólo se hace pasar por nazi.

Abrió la puerta del portal y se puso el albornoz encima del sujetador y las bragas, con sus ligas y su liguero. Se detuvo y dijo: «Hmmm». Se quitó el sujetador y el albornoz y se puso un kimono naranja con los bordes rojos y ocres, para estar más cómoda.

Era una mañana de finales de octubre de 1944 y Estados Unidos llevaba casi tres años en guerra. Otra vez en Filipinas desde el día anterior.

Por aquel entonces Honey trabajaba como encargada de compras en Better Dresses, una sección de Hudson’s. Se había mudado de un piso en Highland Park a un apartamento de un dormitorio en Covington Drive, a una manzana de Palmer Park, donde en invierno aprendía a patinar sobre hielo y en verano jugaba al tenis. De noche oía pasar los tranvías por Woodward Avenue, que giraban junto al parque y enfilaban hasta el centro y el río Detroit, a nueve kilómetros de allí.

Sólo una vez había vuelto a casa desde que dejó a Walter; a finales del año anterior tomó un autobús hasta Harlan County para asistir al funeral de su madre, que falleció a consecuencia de un fallo respiratorio. De pie junto al féretro, la hija que se marchó de casa para vivir su propia vida en la gran ciudad y conocer a gente distinta de los mineros del carbón y los fabricantes de alcohol ilegal, sintió el aguijón de la culpa. Le dijo a su cuñada que se fuese con ella a Detroit y se quedara allí todo el tiempo que quisiera, y Muriel respondió, como siempre, que lo pensaría.

Y ya que estaba en Kentucky decidió coger un autobús hasta Eddyville para ver cómo le iban a Darcy las cosas en prisión. ¡Dios mío! Parecía mucho más tranquilo y escuchaba, para variar. ¿O tal vez era que lo veía sobrio por primera vez en muchos años? Había terminado la enseñanza media en la cárcel, a los treinta y dos años, y ya no tenía ese aspecto de estar aburrido o de saberlo todo. Se había dejado bigote y la verdad es que se parecía un poco a Errol Flynn. Le dijo: «Te pareces». Y Darcy respondió: «¿Tú crees?». No tardaría en quedar en libertad, pero no pensaba volver a las minas.

—Te reclutarán, si es que llaman a filas a los ex presidiarios —dijo Honey. Su hermano le sonrió como lo hacía el Darcy de siempre, seguro de sí mismo; dijo que había aprendido a cortar carne y que tenía intención de entrar en el negocio, ganar algún dinero y no ingresar en el ejército. Y Honey pensó entonces que quizás no hubiese cambiado tanto a fin de cuentas.

Luego, en el mes de agosto, recibió una llamada inesperada. Muriel quería saber si había visto a Darcy.

—¿Está aquí, en Detroit? —preguntó Honey.

—Por ahí anda. Le di tu número.

—Pues no me ha llamado. ¿Qué está haciendo aquí? ¿Trabaja en una fábrica?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Yo sólo soy su mujer.

—Deja de compadecerte, por Dios —le dijo Honey—. Si quieres encontrarlo, mueve el culo y ven aquí.

Muriel le colgó el teléfono.

De eso hacía unos meses.

Kevin Dean entró y le enseñó su placa. Era un chico atractivo y joven, más o menos de la misma edad que Honey; unos treinta años. Le agradeció que lo recibiese, con un leve acento familiar que Honey localizó no muy lejos al oeste de donde ella había crecido. Vio que se fijaba en el periódico que estaba encima del sofá y que leía el titular sobre la invasión de Leyte, con la gabardina abierta, puede que algo pequeña para él. Kevin parecía un chico sano, con buen color, no demasiado alto, pero de constitución robusta.

—Tengo que arreglarme el pelo, vestirme y salir al trabajo en diez minutos —dijo Honey.

Él seguía mirando el periódico y no le prestó atención.

—Si vamos a hablar de Walter, vayamos al grano, ¿de acuerdo?

El agente Kevin tampoco la miró esta vez, pero dijo:

—Hemos vuelto a Filipinas. ¿Lo has leído? Treinta y siete unidades anfibias de la Sexta Flota tomaron ayer las costas de Leyte, cerca de Tacloban.

—¿Es así como lo pronuncias? ¿Tacloban?

Este comentario hizo que Kevin mirase por fin a Honey, que se había sentado, muy erguida, en una butaca beige.

—Lo leí esta mañana mientras tomaba el café —dijo—. Yo creía que se pronunciaba Tacloban. Puede que me equivoque pero me gusta más que Tacloban. Y también creo que Tarawa suena mucho mejor que Tarawa, como dicen hoy los comentaristas, aunque yo no lo sé.

Había logrado captar su atención.

—¿Has llegado a esa parte donde cuentan que el general MacArthur bajó a tierra horas más tarde y anunció por radio a los filipinos: «He regresado», porque tres años antes, cuando se marchó, les dijo: «Volveré», y allí estaba, fiel a su palabra? Pero ¿no crees que debería haber dicho: «Hemos regresado»? ¿Puesto que todo su ejército, un contingente integrado por cien mil veteranos, ya había tomado tierra antes que él?

Kevin Dean asintió; estaba de acuerdo.

—Tienes razón —dijo. Y sacándose de la gabardina un bloc de notas, empezó a pasar las páginas y preguntó—: Walter era algo mayor que tú, ¿no es cierto?

Honey vio cómo se hundía en su sofá de terciopelo beige.

—¿No tendrás la gabardina mojada?

—No, hace buen tiempo, para variar.

—¿Has hablado con Walter?

—Le hacemos una visita de cuando en cuando.

—Te sorprende que me casara con él, ¿verdad?

—La verdad es que sí.

—Que tuviese catorce años más no significa que no fuese divertido. Walter me enseñaba siempre una tira cómica de tema político que se publicaba en una revista nazi, el Illustrierter Beobachter. Se la enviaban desde Múnich y la recibía con un mes de retraso. Me traducía el chiste al inglés y nos reíamos mucho —dijo Honey.

Esperó, mientras Kevin Dean decidía cómo interpretar sus palabras.

—Eso quiere decir que os llevabais bien.

—Walter Schoen era el hombre más aburrido que he conocido en mi vida. Tendrás que aprender a distinguir cuándo estoy de broma. Walter y yo no nos casamos por la iglesia. Un juez de Wayne County ofició la ceremonia en su despacho. Un miércoles. ¿Has oído alguna vez que alguien se case un miércoles? Me reservo la boda por la iglesia para cuando llegue el momento de verdad.

—¿Estás prometida?

—No todavía.

—Pero sales con alguien.

—Creí que querías hablar de Walter. ¿Y si yo te preguntara si estás casado?

Quería divertirse un rato. Notó que Kevin se daba cuenta y dijo que no; ni estaba casado ni pensaba casarse por el momento. Honey quería llamarlo por su nombre de pila, pero alguien que se llamase Kevin era para ella un niño rubio con una gran sonrisa. Kevin Dean tenía el pelo castaño y revuelto, como si se peinase por la mañana y se olvidara para el resto del día. Llevaba un arma escondida en alguna parte, pero Honey no sabía dónde. Se preguntó si podría llamarle Dean, y le vino a la memoria un estribillo. ¡Fue Din! ¡Din! ¡Din! ¡Ah, pagano!, ¿dónde diablos te habías metido? Se le quedó grabado desde que participó en un concurso de dicción en noveno curso. Y vio a Dean sentado en el sofá, a la espera de que ella dijese algo.

Un tipo de trato fácil. Tal vez no encajara en su idea de Kevin, pero era de trato fácil.

—¿Desde cuándo eres agente, Kevin?

A ver si con eso averiguaba su edad.

—Terminé mi formación el verano pasado. Antes estuve en el ejército.

—¿De dónde eres? Detecto un acento familiar.

—No sabía que tuviera ningún acento.

—No es del este de Texas, pero anda cerca.

Dijo que era de Tulsa, Oklahoma. Fue al colegio allí, luego a la Universidad de Tulsa; se graduó justo medio año después del ataque a Pearl Harbor y se alistó en la caballería.

No le echaba más de veinticinco. Pensó que le llevaba al menos cinco años a aquel chico guapo de Oklahoma.

—¿La caballería? —preguntó.

—Aprendí japonés y pasé el año siguiente con la Primera División de Caballería en Luisiana, Australia, y en Nueva Guinea, entrenándome para el combate en la selva, como en la batalla de Guadalcanal. Me ascendieron a teniente segundo y me destinaron al Quinto Regimiento de Caballería, el que estuvo al mando de J. E. B. Stuart antes de la Guerra Civil. Siempre fue un héroe para mí; por eso me uní al regimiento, sin saber que terminaríamos en el Pacífico. ¿Sabes de qué Stuart estoy hablando?

—Ya lo has dicho, Jeb Stuart.

—Le pegaron un tiro en los pulmones en Yellow Tavern, cuando la guerra ya casi había terminado. ¿Tú tienes algún héroe?

—Jane Austen —dijo Honey—. ¿En qué zona del Pacífico estuviste con la caballería?

—En Los Negros, un lugar de las islas del Almirantazgo, a unos trescientos kilómetros al norte de Nueva Guinea, dos grados al sur del Ecuador. Allí nos dejaron los destructores y tomamos tierra el veintinueve de febrero, para abrir fuego y localizar las posiciones enemigas. Yo estaba con una unidad de reconocimiento y participé en la primera incursión. Abrimos una pista de aterrizaje en la plantación de Momote, a unos mil trescientos metros de la playa, y allí esperábamos, sentados entre las hileras de palmeras y cocoteros.

—¿Y pasaste mucho miedo? —preguntó Honey, que se sentía cómoda con él y podía preguntarle algo así.

—Ya lo creo que pasé miedo, pero estaba rodeado de hombres muy serios que afilaban sus cuchillos en las trincheras. Eso es lo que hacíamos en el destructor que nos llevó hasta la playa, afilar los cuchillos. Algunos tenían tatuajes recién hechos que decían MUERTE ANTES QUE DESHONOR, y eso le daba a uno qué pensar: «Un momento, ¿qué estoy haciendo aquí?». Pero uno no puede rendirse ni mearse en los pantalones. La espera resulta muy difícil.

—Bueno, tú lo has superado.

—Con fragmentos de metralla en la espalda. La noche del segundo día, un japo lanzó una granada. La vi llegar y me dejó fuera de combate. No llegué a partir con el regimiento. Pero me concedieron el Corazón Púrpura, quedé exento con honores y recibí una visita del FBI. Pasaron por el hospital de veteranos y me invitaron a incorporarme al cuerpo, porque tenía estudios universitarios, sabía de contabilidad y hablaba japonés, más o menos.

—Y entonces te dedicaste a cazar espías alemanes —dijo Honey—. Dime una cosa, ¿sigue viviendo Walter en esa casa de Kenilworth? Es muy pulcro con su aspecto físico, pero seguro que tiene la casa hecha un desastre; nunca gastaba un céntimo en su mantenimiento. Estaba ahorrando para algo.

—Ha construido un apartamento encima de la carnicería.

—No está casado, ¿verdad?

—No. Hay una mujer que podría ser su amiga, la condesa Vera Mezwa Radzykewycz. —Consultó su bloc de notas—. Nacida en Odessa, Ucrania. Dice ser la viuda de un conde polaco que murió mientras lideraba una carga de la caballería contra los Panzer alemanes.

—El conde y tú —dijo Honey—; un par de caballeros.

Kevin la vio sonreír y volvió a consultar sus notas.

—Vera llegó aquí en 1943 y alquiló una casa en Boston Boulevard. Tiene a su servicio a un joven ucraniano, Bohdan Kravchenko, que se ocupa de la cocina y de la casa.

—Si vive en Boston Boulevard es que tiene dinero. ¿Walter se interesa por ella?

—Se ven a menudo.

—¿Y la condesa sube a su apartamento encima de la carnicería?

—Normalmente se ven en casa de ella.

—¿Por qué creéis que esa mujer es una espía? ¿Porque se ve con Walter?

—No voy a decirte todo lo que sabemos.

—Pero estuvo casada con un conde polaco, con un héroe de guerra.

—No hay constancia de que el conde fuese oficial del ejército polaco. Ésa es la coartada que han inventado para Vera. Creemos que la entrenó la Gestapo, que le proporcionaron dinero y documentación y que llegó en un barco a Canadá haciéndose pasar por una respetabilísima refugiada ucraniana. Se instaló en Detroit y da charlas a grupos de mujeres; les cuenta lo terrible que es vivir bajo los nazis, sin champú ni crema hidratante. La tenemos identificada como posible enemiga.

—¿A qué crees que se dedica?

—Pasa información sobre la industria armamentística.

—¿Es que los alemanes no saben que fabricamos bombarderos?

—No me vengas con ironías.

—Lo que quiero decir —dijo Honey— es si creéis que lo que Vera pueda enviarles a los alemanes les sirve de algo.

—Eso da lo mismo. Si está trabajando como agente alemana, el fiscal general del Estado podrá acusarla y expulsarla del país. Que su información sirva o no al enemigo es lo de menos.

—¿Y qué pasa con Walter?

—Es ciudadano estadounidense desde los catorce años. Si está implicado en algún acto subversivo, será acusado de traición. Podrían ahorcarlo.

Kevin consultó su cuaderno, pasó unas cuantas páginas y se detuvo.

—¿Qué sabes de Joseph John Aubrey?

Honey negó con la cabeza.

—Vive en Griffin, Georgia.

—Ah, Joe Aubrey. Tiene restaurantes. Era importante en la Liga Alemana. Walter lo conoció en un mitin que hubo en Nueva York.

—En Madison Square Garden —señaló Kevin—. En 1939.

—Walter me llevó, pensando que me impresionaría ver cuántos seguidores tenía Fritz Kuhn, el Hitler americano.

—Unos veinte mil —señaló Kevin—. Llenaron el estadio. Entonces conociste a Joseph J. Aubrey. ¿Hablaste con él?

—Nadie habla con Joe Aubrey. Sólo le escucha perorar o se larga. Joe era un miembro muy activo de la Liga, y un Gran Dragón del Klan. En las reuniones del grupo decía: «Otro repugnante ardid de la comunidad judía internacional para difundir el comonismo.» Lo llamaba así: «comonismo». Y en los mítines del Klan decía: «¿Vamos a tolerar la integración, vamos a consentir que los negros vayan al colegio con nuestros hijos blancos…?».

—Por encima de su cadáver —dijo Kevin.

—Algo muy parecido. Joe decía textualmente: «Antes tendrán que arrancarme el rifle de las manos y enterrarme bajo la fría tierra». Joe Aubrey no se calla nunca. Se hizo rico con los restaurantes, promocionando su barbacoa para chuparse los dedos.

—¿Tiene una avioneta, una Cessna?

—Sí. Venía en la avioneta y pasaba unos días en el Book Cadillac. Siempre se alojaba en ese hotel. Una vez nos contó que estaba allí, registrándose en la recepción, y se quedó pasmado. Dijo: «¿Conocéis a ese negro, Count Basil? ¿Ese que lleva una gorra de capitán y parece que tiene un yate? Se paseaba por el vestíbulo con toda la desfachatez del mundo. ¿Qué hacía allí? Era imposible que se alojase en el hotel».

—¿Quién es Count Basil? —preguntó Kevin.

—Se refería a Count Basie. Joe no distingue «One O’Clock Jump» de «Turkey in the Straw».

Kevin se quedó mirando la página por la que tenía abierto el cuaderno.

—¿Conociste a un tal Michael George Taylor, médico?

—No me suena.

—Tal vez se uniera al grupo más tarde —supuso Kevin. Volvió a mirar el papel y rectificó—: No, participó en el mitin de Nueva York. Aunque estoy seguro de que Walter ya lo conocía de antes.

—El estadio estaba hasta los topes de idiotas que saludaban con un Sieg Heil todo lo que decía Fritz Kuhn, que iba de uniforme y apareció delante de un retrato gigantesco de George Washington. Hizo recitar a la multitud el texto de la jura de bandera y luego dijo que el presidente Roosevelt formaba parte de la conspiración internacional de banqueros judíos. Recuerdo que Joe Aubrey lo llamaba FDR, Frank D. Rosenfeld, y al New Deal lo llamaba el Jew Deal[1]. A eso se reducía todo, a culpar a los judíos de todos los males del mundo.

—Pero no recuerdas al doctor Michael George Taylor. Es un ginecólogo muy reconocido; ha tratado a muchas mujeres de origen alemán —insistió Kevin.

—Creo que no.

—Estudió unos años en Alemania. Cree que los nazis no se equivocan con los judíos. Admite que sus métodos son extremos, pero está convencido de que están haciendo lo que hay que hacer.

—¿Cómo sabéis todo eso?

Kevin seguía atento a sus notas.

—El doctor Taylor es amigo de Vera Mezwa y la visita con frecuencia. En cierta ocasión le confesó que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, lo que fuera, para impulsar la causa del nacionalsocialismo, aunque eso le acarrease la cárcel, incluso la muerte. Dijo, y cito sus palabras: «El mundo sería un lugar mucho mejor para mis hijos —Kevin miraba a Honey mientras leía— bajo las sólidas directrices de la filosofía nazi».

—Parece todavía más idiota que Aubrey.

—Son sus palabras textuales; ése es su credo.

—¿Le habéis intervenido el teléfono?

Kevin negó con la cabeza.

—No fue así como lo averiguamos. Te diré algo más. El doctor Taylor le suministraba amidopirina a Vera. ¿Sabes lo que es? Uno de los ingredientes que se usan para fabricar tinta invisible.

—El oficial alemán desdobla el papel en blanco y dice: «Qué letra tan bonita tiene nuestra Vera» —parodió Honey.

—Esto va en serio. Esa gente trabaja para el Reich.

—¿Cómo descubristeis lo de la tinta invisible? —Honey esperó, mirando a Kevin—. No se lo diré a nadie, Kevin; lo juro.

—Teníamos a alguien dentro. Y no pienso decirte nada más.

—Si lo adivino, tú asiente con la cabeza.

—Vamos… esto no es un juego.

—¿Es el empleado de Vera? ¿Cómo se llama…?

—Bohdan Kravchenko. Parece un hombre insignificante, pero hay algo sospechoso en él.

—¿Qué aspecto tiene?

—Pelo rubio, a lo Buster Brown. Creemos que teñido.

—¿Es homosexual?

—Posiblemente.

—Y lo habéis investigado, ¿verdad? Le interrogasteis y le disteis una paliza hasta que lo confesó todo. ¿Os proporciona buena información?

—No damos palizas; sólo hacemos preguntas. Lo que me gustaría saber es si Walter tenía una relación estrecha con Fritz Kuhn.

—A Walter se le iluminaban los ojos cuando hablaba de Fritz. Cuando volvimos del mitin de Nueva York yo ya estaba dispuesta a dejarlo. Pero cuando se enteró de que Fritz se había quedado con quince mil pavos de la organización del mitin, Walter cambió de opinión. Se quedó muy callado; creo que estaba confundido.

—¿Conocía Walter a Max Stephan?

—¡Madre mía! Max Stephan. En esa época salía en los periódicos todos los días durante meses. No sé si Walter sabía algo del aviador alemán. ¿Cómo se llamaba? ¿Krug?

—Hans Peter Krug, veintidós años, piloto de bombardero. —Kevin abrió el cuaderno—. Derribado en el estuario del Támesis. Enviado a un campo de prisioneros en Canadá, en Bowmanville, Ontario. Se fugó y llegó a Detroit el 18 de abril de 1942. Encontró un esquife y fue remando por el río Detroit con una tabla.

—El nombre de Walter no salió nunca en el periódico —dijo Honey—. Por eso creí que no estaba implicado. Esto ocurrió tres años después de que yo lo dejara.

—Pero ¿conociste a Max Stephan?

—Era un payaso, tan fatuo y pagado de sí mismo como Walter, y un bruto. Aunque eso fue antes de que lo acusaran de traición.

Honey estaba al corriente de los detalles: Krug conoció a Johanna Bertlemann, una simpatizante nazi que se servía de la Cruz Roja alemana para enviar comida en lata, bizcochos y ropa al campo de prisioneros de Bowmanville. Krug vio su dirección en uno de los paquetes que enviaba al campo y supo que vivía en Detroit. Johanna le presentó a Max y éste lo llevó por los bares y los clubes alemanes antes de enviarlo a Chicago. Alguien se fue de la lengua. A Krug lo pillaron en San Antonio cuando iba camino de México y después detuvieron a Max.

—A los agentes que lo detuvieron les dijo que los americanos eran, en su opinión, «tontos de remate». Al parecer había estado en algunas de las principales ciudades, como Chicago y Nueva York, y rara vez le hicieron preguntas o le pidieron su documentación —dijo Kevin.

—Mientras que en Alemania eso forma parte de la vida cotidiana —señaló Honey.

—Para condenar a Max Stephan por traición necesitaban testigos oculares. O que Krug confesara que Max le había ayudado. Pero Krug no tenía por qué hacerlo. Sólo estaba obligado a identificarse.

—Y sin embargo lo delató, ¿verdad?

—El fiscal le tendió una trampa, lo enredó con preguntas que a Krug le resultaron cómodas. Cómo escapó de Bowmanville. Por qué vino a Detroit. Krug dijo que tenía intención de regresar con su escuadrón. Y empezó a hablar. Admitió que conocía a Max Stephan. Y lo contó todo: que rechazó la invitación de Max cuando éste le ofreció una prostituta. Describió con detalle todo lo que hicieron en un intervalo de veinticuatro horas… y cuando quiso darse cuenta ya lo había delatado. Y eso que los americanos somos tontos de remate. Max fue declarado culpable y condenado a la soga el viernes trece de noviembre de 1942. Pero Roosevelt le conmutó la pena por cadena perpetua. Ahora está en la prisión federal de Atlanta.

—¿Y qué fue de Krug, del piloto?

—Lo detuvo la Policía Montada. Está de vuelta en Bowmanville.

—He leído sobre fugas de alemanes de los campos de prisioneros, pero la mayoría eran divertidas.

—Los cogían en un par de días. Iban por ahí con el uniforme del campo. O les entraba hambre, porque se habían perdido tres comidas y se entregaban.

—Por lo tanto, no es un problema.

—Salvo por que me está llamando un marshal… —Kevin dejó la frase en suspenso.

Sacó un paquete de Chesterfield y le ofreció un cigarrillo a Honey. Honey pensó que el atractivo agente especial parecía sentirse muy a gusto en su sofá. Aceptó el cigarrillo y se inclinó mientras él le ofrecía fuego, diciendo:

—Pareces muy cómodo; espero que no te quedes dormido. —Estaba muy cerca de él, y Kevin intentó apartar la nariz del kimono naranja, rojo y ocre. Honey se había sentado en el sofá; los separaba el asiento central.

—¿Y cómo es que un marshal te está pidiendo cuentas?

—Sí, de la oficina de Tulsa. Ahora pregunta por mí cada vez que llama, porque la primera vez lo atendí yo.

—¿Lo conoces de allí?

—En realidad soy de Bixby —dijo Kevin—, al otro lado del río. No lo conozco, pero he oído hablar de él y sé que es famoso. Es muy respetado en el cuerpo policial, y hay que atenderle bien. Te pareces a él en tus comentarios; lo dice todo con cara de póker. El caso es que nos envió información adicional desde Tulsa sobre dos prisioneros fugados. Escaparon de un campo cercano a Okmulgee, son oficiales del Afrika Korps. Uno de ellos es comandante de las SS. Esta información venía acompañada de una declaración del marshal de Tulsa; al parecer, conoce a uno. Ha tenido largas conversaciones con él y lo ha estado vigilando desde hace algún tiempo.

—¿A cuál, al de las SS?

—Al otro. —Kevin consultó sus notas y Honey estiró el brazo sobre el respaldo del sofá. El agente especial levantó la vista y dijo—: El marshal dice que lo conoce bien, y sabe… no sólo tiene razones para creer, sino que sabe… que vinieron aquí cuando escaparon.

—A Detroit.

Kevin miró el cuaderno, una vez más.

—El comandante de las SS es Otto Penzler. El otro se llama Jurgen Schrenk, un tipo joven, de veintiséis años, conducía un tanque al mando de Rommel.

—¿No me digas que Jurgen vivía en Detroit antes de la guerra? —preguntó Honey en su peculiar tono—. ¿A qué se dedicaba su padre?

Dejó que Kevin la observase mientras fumaba, levantó la barbilla y soltó el humo antes de añadir:

—¿Por qué otra razón habría venido aquí después de fugarse de un campo de prisioneros? Seguramente tiene amigos.

—Lo estás pasando bien, ¿verdad? —dijo Kevin—. El padre de Jurgen era ingeniero, trabajaba para la Ford en Alemania. Se instaló aquí con su mujer y su hijo y trabajó como asesor de las cadenas de montaje de la compañía, para acelerar el ritmo de producción. Henry Ford pensaba que Hitler estaba haciendo un buen trabajo, que estaba levantando Alemania. La familia de Jurgen vivía en el Hotel Abington Apartment de Seward. Creo que vivieron aquí dos años. La Ford pagaba los gastos.

—¿Cuántos años tenía Jurgen? —preguntó Honey.

—Cuando se marcharon… —miró de nuevo el cuaderno—… debía de tener…

—¿Unos catorce?

—Catorce —asintió Kevin, y levantó la vista.

—¿Habló con Walter de esos prisioneros fugados?

—En la última semana hemos hablado con la mayoría de los que figuran en nuestra lista de simpatizantes nazis, incluido Walter. Dice que nunca ha oído hablar de Jurgen Schrenk. ¿Cómo sabías que tenía catorce años?

—Me lo he figurado. Porque Walter tenía catorce años cuando vino aquí. O, como él solía decir, cuando lo trajeron aquí en contra de su voluntad. Un día estábamos en el Dakota Inn, tomando unas copas, y Walter me contó que había estado en una fiesta en ese bar hacía años. Era la fiesta de despedida de una familia que regresaba a Alemania después de haber pasado un tiempo en la ciudad. No recuerdo cuánto exactamente, y tampoco recuerdo el apellido de la familia, o si Walter comentó que el padre trabajaba para la Ford. Walter estaba fascinado por ese chico. Dijo: «Con catorce años, ese chico volvía a una Alemania nueva en el momento más glorioso de su historia. Y a mí con la misma edad me trajeron aquí y me enseñaron a cortar carne».

—¿Así lo dijo?

—Casi palabra por palabra.

—Eso fue antes de la guerra.

—Creo que conoció al chico cerca de 1935.

—Si Walter tenía tanta nostalgia de Alemania, ¿por qué no regresaba?

—Eso mismo le preguntaba yo muchas veces. Decía que su destino era estar aquí, y por eso no debía quejarse.

—¿A qué se refería exactamente con eso del destino? ¿No podía hacer nada para cambiar su situación?

—Pensaba que estaba destinado a participar en algo muy importante. Yo le dije: «¿No te gusta pasar a la historia como carnicero?».

—Supongo que tú le tomabas el pelo a todas horas y él pensaba que hablabas en serio.

—¿A quién crees que se parece? —dijo Honey—. Y no me refiero a un actor de cine.

—La primera vez que abrí la ficha de Walter y vi su foto, pensé, ¿éste es Walter Schoen o Heinrich Himmler?

—Dile que se parece a Himmler —le animó Honey—. Cuando alguien se lo dice, Walter asiente, inclina la cabeza y dice: «Gracias». ¿Sabías que nacieron los dos el mismo año, 1900, el mismo día, el siete de noviembre, y en el mismo hospital de Múnich?

Kevin la miró fijamente, sin decir palabra.

—Walter cree que es el hermano gemelo de Himmler y que los separaron en el momento de nacer.

—¿Y te dijo por qué?

—Dice que cada uno tiene su propio destino, su misión en la vida. Ya sabemos cuál es el de Himmler. Matar a todos los judíos que se le pongan delante. Pero el de Walter… no sé… hace cinco años aún no lo había encontrado.

—Pero Walter no es tonto, ¿o sí?

—Sabe llevar un negocio. Su carnicería siempre ha dado dinero. Aunque eso era antes del racionamiento. No sé cómo le irán las cosas ahora.

—El verano pasado compró una granja en una subasta —dijo Kevin—. La embargaron por impago de impuestos. Cinco mil metros cuadrados, con vivienda, granero y manzanos. Tenía intención de montar un pequeño matadero y vender la carne al por mayor.

—¿Se ha deshecho de la carnicería?

—Todavía la tiene. Pero ¿por qué querría dedicarse al negocio de la carne envasada si cada día tenemos noticia de un empresario arruinado? El problema es la escasez y el control de precios; el ejército se queda con un tercio de la carne disponible.

—Pregúntale si es un traidor a su país o si está vendiendo carne en el mercado negro y ganando un montón de pasta —dijo Honey.

Se levantó del sofá y entró en el dormitorio diciendo:

—Estaré lista en diez minutos, Kevin. Llévame al trabajo y te contaré por qué me casé con Walter.

Kevin se acercó a la estantería para echar un vistazo a los libros. La mayoría eran desconocidos para él, pero vio Mein Kampf apretujado entre Por quién doblan las campanas y Un arma en venta. Sacó el libro de Adolf Hitler y hojeó las páginas de texto amazacotado. Se volvió hacia el pequeño pasillo que conducía al dormitorio de Honey.

—¿Has leído Mein Kampf?

Silencio.

—Perdona… ¿qué has dicho?

Se acercó al dormitorio, para no gritar. La puerta estaba abierta y vio a Honey sentada delante del tocador.

—Te preguntaba si has leído Mein Kampf.

—No, ¿y sabes por qué?

Se inclinó ante el espejo, para pintarse los labios. El kimono se abrió por delante y Kevin vio uno de sus senos al completo, con pezón incluido.

—Porque es un coñazo —dijo Honey. Lo intenté varias veces y lo di por imposible.

Honey vio a Kevin reflejado en el espejo, mientras sostenía el pintalabios muy cerca de la boca, y se cerró el kimono para ocultar el seno.

—Creo que no te gustaría —dijo.

—¿Qué no me gustaría?

—Ese libro, Mein Kampf.