Cuando llegó el fin de semana, Mia no tenía ni idea de qué hacer con Gabe. Iba a La Pâtisserie todos los días a pedir café y un cruasán y nunca volvía a la misma hora, así que era imposible irse a la trastienda para evitarlo.
Era una presencia constante que le estaba crispando los nervios y deshaciendo su resistencia. Y si eso aún no era suficiente, la bombardeaba constantemente con flores y regalos. Ya fuera en el trabajo o en casa.
Precisamente, el día anterior una persona vino a hacer entrega de un grandísimo centro de flores a La Pâtisserie y la avergonzó delante de todo el mundo al leer la nota que traía en voz alta.
Perdóname. No puedo vivir sin ti.
GABE
Hoy, otra persona le había hecho entrega de una caja con un par de guantes de una piel muy cálida y una nota en la que se leía:
Para que no se te congelen las manos de camino a casa.
GABE
A Louisa y Greg pareció divertirlos —menos mal que no se enfadaron—, y ya se había convertido en una broma entre los clientes regulares de La Pâtisserie, que intentaban adivinar qué sería lo siguiente.
El tiempo había mejorado, pero seguía haciendo frío. El cielo estaba azul, despejado y sin una nube a la vista, y el viento soplaba en rachas. La sensación era como si un cuchillo la atravesara. Agradeció tener los guantes mientras se abría camino entre las calles de vuelta a su apartamento. La noche estaba cayendo sobre la ciudad, los días eran cada vez más cortos.
Cuando giró la esquina para recorrer la última manzana antes de llegar a su piso, un cartel eléctrico en lo alto de un hotel le llamó la atención. ¿Cómo no?
En unas letras grandes, de neón, se podía leer lo siguiente:
Te amo, Mia. Vuelve a casa.
GABE
Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Qué era lo que se suponía que tenía que hacer? Él nunca le había dicho que la amaba. ¿Estaba intentando manipularla emocionalmente al airear al mundo sus sentimientos? ¿Y al ponerlo en esa pantalla, junto a su apartamento, donde era imposible que malinterpretara el mensaje? «Vuelve a casa». No a su apartamento, si no a él.
La estaba volviendo loca. Él la estaba volviendo loca. Y aun así, no había intentado encararla directamente otra vez. No desde la última vez cuando le había dicho que la dejara en paz. Pero seguía ahí. Delante de ella. Siempre recordándole su presencia.
Esta faceta de Gabe la tenía desconcertada. Era una faceta que nunca le había dejado que viera, ni a ella, ni a nadie.
Mia volvió a su apartamento, exhausta y deprimida. Estaba convencida de que se iba a poner mala, pero no estaba segura de que fuera un catarro de verdad o meramente un producto de todas las noches que había pasado en vela y del desborde emocional tan grande que tenía.
A la mañana siguiente ya no podía negar que estaba enferma de verdad. Había ido andando al trabajo, moviéndose casi como por inercia. Al mediodía, tanto Louisa como Greg ya la miraban con preocupación, y, cuando Mia dejó caer al suelo un bote entero de café, Louisa la llamó desde la trastienda.
La cogió por el brazo y le puso la mano en la frente.
—Dios mío, Mia, estás ardiendo. ¿Por qué no has dicho nada? No puedes trabajar así. Vete a casa y acuéstate.
Mia no puso ningún tipo de objeción. Gracias a Dios que era viernes y no tenía que trabajar el fin de semana. Pasarlo entero en la cama sonaba casi como el paraíso, y así no tendría que estar presente ni ver lo que fuera que Gabe mandara ese día. Se podría esconder tanto de él como del mundo e intentar solucionar este gran desastre.
Ya no podía más. Era un peso gigantesco que tenía sobre los hombros.
Tenía toda la intención de coger un taxi para volver a casa ya que no podría aguantar, en su estado, toda la caminata hasta allí. Pero al mirar el reloj, no pudo evitar soltar un quejido. Coger un taxi a esta hora era más bien imposible. Todos estaban de descanso.
Suspirando con resignación, comenzó a emprender el largo camino hasta su casa, andando. El frío se le estaba instalando en los huesos; temblaba, los dientes le castañeteaban y la visión se le había nublado.
Tardó casi el doble de lo que normalmente tardaba en llegar, y, cuando giró por la manzana y vio el maldito cartel, suspiró de alivio porque ya estaba cerca.
Alguien chocó con ella y le hizo perder el equilibrio. Cuando volvió casi a enderezarse, volvieron a chocar contra ella desde el otro lado, lo que provocó que cayera de rodillas y que los ojos se le llenaran de lágrimas. Ya no tenía siquiera fuerzas para levantarse, y estaba tan cerca de su apartamento…
Escondió el rostro entre las manos y dejó que las lágrimas cayeran por sus mejillas.
—¿Mia? ¿Qué demonios te pasa? ¿Estás bien?
Gabe. Dios, era Gabe. Su brazo la rodeó por la cintura y la instó a ponerse en pie.
—Dios, nena. ¿Qué te pasa? —le exigió—. ¿Por qué lloras? ¿Alguien te ha hecho daño?
—Estoy enferma —consiguió articular entre otra marea de lágrimas.
La cabeza le dolía, la garganta le ardía, tenía tanto frío y estaba tan cansada que no podía siquiera pensar en dar otro paso más.
Gabe soltó una maldición y luego la cogió en brazos para llevarla rápidamente hasta su apartamento.
—No quiero escuchar ni una palabra, ¿lo entiendes? Estás enferma y necesitas a alguien que cuide de ti. Dios, Mia. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera estado ahí? ¿Y si te hubieras desplomado en medio de la maldita acera y nadie hubiera estado ahí para ayudarte?
Ella no dijo nada, pero sí escondió el rostro en su hombro e inhaló su olor. La calidez de su cuerpo la invadió y le mitigó todos los dolores. Dios, había pasado tanto tiempo. No había sentido calor desde que la había abandonado. O ella lo había abandonado a él. No importaba, porque el resultado final era que estaba sola.
Gabe la llevó hasta su apartamento y luego hasta su habitación. Hurgó entre sus cajones y sacó un pijama de franela.
—Toma —le dijo—. Cámbiate y ponte cómoda. Voy a prepararte una sopa bien caliente y a darte algún medicamento. Estás ardiendo de fiebre.
Mia tuvo que hacer uso de toda su fuerza para realizar la simple tarea de desvestirse y luego ponerse el pijama. Seguidamente se hundió en un lateral de la cama, agotada y queriendo solamente acurrucarse bajo las mantas.
Un momento más tarde, Gabe volvió e inmediatamente hizo justo eso, la metió bajo las sábanas y la tapó hasta la barbilla. Le dio un beso en la frente y ella cerró los ojos, saboreando ese pequeño contacto. Pero no duró mucho. Le puso las almohadas bien de manera que pudiera sentarse para comer, y luego desapareció de nuevo.
Cuando volvió esta vez, traía un tazón de sopa y dos botes con medicamentos. Tras dejar la sopa en la mesita de noche, sacó unas pastillas y luego le echó la dosis correcta de la otra medicina en el medidor.
Una vez que hubo conseguido que se tragara el líquido y las pastillas, le tendió el tazón y se lo puso entre las manos.
—¿Desde cuándo has estado enferma? —le preguntó Gabe, muy serio.
Y entonces lo miró por primera vez. Pero de verdad. Y se quedó sorprendida al ver lo que vio. Gabe estaba tan mal como ella; tenía unas ojeras bastante notables bajo los ojos y arrugas por toda la frente y la sien. Se le veía… cansado. Exhausto. Emocionalmente agotado.
¿Se lo había provocado ella?
—Desde ayer —contestó con voz ronca—. No sé lo que me pasa. Estoy muy cansada. Toda la semana, en general, ha sido demasiado dura.
Su rostro se ensombreció y la culpa se reflejó en sus ojos.
—Bébete la sopa. La medicina habrá hecho efecto para entonces y luego necesitas descansar.
—No te vayas —le susurró al mismo tiempo que Gabe se levantaba de la cama—. Por favor. Esta noche no. No te vayas.
Él se giró. El arrepentimiento era evidente en sus ojos.
—No te voy a dejar, Mia. Esta vez no.
Después de terminarse la sopa, Gabe le cogió el cuenco de las manos y volvió a la cocina. Mia se tapó con las mantas cuando un escalofrío la atravesó. Incluso la sopa no había podido hacerla entrar en calor.
—Descansa, Mia —murmuró Gabe—. Estaré aquí por si necesitas algo. Yo solo quiero que te mejores.
Olvidándose de todo lo demás excepto del hecho de que estaba otra vez entre sus brazos, se pegó a él tanto como pudo y luego se relajó mientras dejaba que su calor le llegara hasta las venas.
Para el gripazo que tenía, él era mejor que cualquier remedio o medicamento.
Con un suspiro, cerró los ojos y se dejó llevar por la dulce tentación que él le ofrecía.
A la mañana siguiente, cuando Mia se despertó, la cama estaba vacía, y ella se preguntó si la noche anterior había sido algún sueño extraño que le había provocado la fiebre. A lo mejor se lo había imaginado todo. Pero cuando se giró para ponerse de costado y apoyar la mejilla en la almohada sobre la que Gabe había dormido, vio una nota que sobresalía del colchón justo frente a la almohada.
Tómate las medicinas. Jace vendrá para ver cómo estás un poco más tarde, descansa el fin de semana y que te mejores.
Con amor, GABE
Junto a la nota había varias pastillas de ibuprofeno, y, encima de la mesita de noche, el jarabe antigripal ya estaba preparado en el dosificador.
Ella se sentó y frunció el ceño. Nunca se hubiera imaginado que se fuera a ir. Había sido tan… persistente.
Un escalofrío la sacudió y Mia alargó la mano para coger los medicamentos. Enseguida se los tomó junto al agua que le había dejado. Luego se echó hacia atrás y se acomodó sobre la almohada que Gabe había usado.
Cerró los ojos. Aún podía olerlo. Aún podía sentir su calor a su alrededor. Dios, cómo lo echaba de menos.
¿Merecía la pena que ambos lo pasaran mal por culpa de su orgullo? ¿De verdad la amaba y quería otra oportunidad?
Todo indicaba que sí, pero tenía miedo de confiar en él. Tenía miedo de regalarle otra vez su confianza, y más cuando le había hecho tanto daño al no haber luchado por ella desde el principio.
Gabe llamó a Jace por el telefonillo del bloque donde vivía y esperó a que su amigo respondiera. Un momento más tarde, Jace respondió, pero Gabe no le dio tiempo a que dijera nada.
—Jace, soy yo, Gabe. Tengo que hablar contigo. Es sobre Mia.
Unos segundos más tarde, Gabe subió en el ascensor hasta el apartamento de Jace, que era el ático. Cuando salió del ascensor, Jace ya se encontraba ahí para recibirlo con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Gabe entró y no se molestó siquiera en quitarse el abrigo. No se iba a quedar mucho. Tenía que hacer muchísimas cosas antes de que el fin de semana terminara.
—Mia está enferma —le dijo con brusquedad—. Me la encontré ayer en la calle mientras regresaba del trabajo a su casa. Estaba ardiendo de fiebre y algún imbécil la empujó y la tiró al suelo. No tenía siquiera fuerzas para volver a su apartamento.
—¿Qué demonios le pasa? ¿Está bien?
Gabe levantó una mano.
—Me quedé con ella anoche. Se tomó unos medicamentos y esta mañana antes de irme se los volví a dejar preparados. Le dejé una nota diciéndole que irías más tarde para ver cómo estaba.
Jace arrugó más el entrecejo.
—¿Y no te quedaste con ella? Joder, Gabe. Has estado persiguiéndola sin parar, y, ahora que por fin consigues una oportunidad donde no te está dando largas, ¿vas y la dejas sola, enferma, en su apartamento?
Gabe suspiró.
—La he presionado demasiado. Yo soy parte de la razón por la que está así de decaída y enferma. No quiero hundirla más. Esa no es la forma en que quiero que venga a mí o para que estemos juntos. Tengo que darle espacio y tiempo para que se mejore, y quiero que tú muevas ese culo tuyo hasta allí y cuides de ella este fin de semana. Necesito que esté bien para el lunes por la noche, porque entonces es cuando voy a ponerme de rodillas a lo grande.
Jace alzó una ceja, sorprendido.
—¿Qué dices?
Gabe se pasó una mano por el pelo.
—Tengo que comprar un anillo este fin de semana, y hacer otros tantos arreglos. Tú lo único que tienes que hacer es llevarla al Rockefeller Center el lunes por la noche junto al árbol de Navidad. No la fastidies, Jace. No me importa si la tienes que llevar en brazos, pero asegúrate de que esté allí.