Capítulo
34

Gabe se adentró en el apartamento y frunció el ceño cuando vio que no había ninguna luz encendida. ¿Había malinterpretado Mia su conversación y se había ido a su propio apartamento?

Desde que habían vuelto de París, ella había pasado todas las noches con él, excepto esa vez cuando Jace la llevó a cenar y luego la acercó hasta su piso. Solo esa noche que no estuvo con ella lo puso inquieto y de mal humor, e incluso fue al trabajo a la mañana siguiente con el mismo humor de perros.

Entró en el salón y la tensión cedió de inmediato cuando la vio acurrucada en el sofá, profundamente dormida. La chimenea estaba encendida y ella tapada de la cabeza a los pies con varias mantas.

Frunció el ceño. ¿Habría cogido algún virus? Si lo pensaba bien, había estado perfectamente bien antes de salir a por el almuerzo. Alegre, feliz y sonriente. Animada. Tan guapa como siempre. Lo asustaba a más no poder saber lo dependiente que se había vuelto de su presencia en la oficina, y saber que ella ahora ocupaba una parte fundamental de su día a día. La mayoría de la gente necesitaba café por las mañanas, él simplemente necesitaba a Mia.

Cuando se inclinó hacia delante con intención de tocarle la frente para ver si tenía fiebre, se percató de que los ojos los tenía enrojecidos e hinchados. Como si hubiera estado… llorando. ¿Qué demonios ocurría?

¿Qué podría haber pasado? ¿Qué era lo que no le estaba contando? Estuvo muy tentado de despertarla y exigirle saber qué narices le pasaba, pero no la quiso molestar. Se la veía cansada. Además de que tenía unas ojeras muy marcadas. ¿Había estado así de cansada la noche anterior? ¿Había sido demasiado duro con ella? ¿Demasiado exigente? ¿Era él la razón por la que estaba enferma?

El miedo se le aposentó en la boca del estómago. ¿Estaba siendo su relación demasiado absobernte para ella? Gabe no podía prometerle ir más despacio o darle más espacio. En vez de ir distanciándose conforme el tiempo pasaba, por cada día que pasaba, Mia se iba convirtiendo en una necesidad más abrumadora dentro de sí. El tiempo solo iba a conseguir que su desesperación por ella se intensificara y no se aliviara. Sería estúpido volver a pensar que permitir que otro hombre la tocara iba a demostrar, de alguna manera, que no era emocionalmente dependiente de ella. Que no le molestaba.

Él aún quería suplicarle que lo perdonara cada vez que su mente volvía a aquella noche en París. Ella ya lo había perdonado, pero, solo con recordar el momento, no podía evitar caerse de rodillas al suelo.

No la merecía. Y eso Gabe lo sabía muy bien. Pero no tenía la fuerza suficiente para hacer lo correcto y alejarla de él. Eso solo lo destrozaría.

Volvió otra vez a fruncir el ceño cuando bajó la mirada hacia el reloj. Había vuelto a casa más tarde de lo que había pretendido en un principio. Ya casi era la hora de cenar y Gabe se preguntó si ella siquiera se habría tomado algo para comer. Se dirigió entonces a la cocina y encontró la respuesta en la encimera. La bolsa estaba intacta, y la caja de comida sin abrir. Gabe maldijo para sus adentros. Necesitaba comer.

Rebuscó entre los armarios de la cocina hasta encontrar una lata de sopa. Su ama de llaves le dejaba siempre las provisiones esenciales a mano, y él le daba todos los viernes una lista de la compra por si tenía pensado cocinar algo durante el fin de semana. Pero él no estaba tan a menudo en casa como para tener la despensa siempre llena.

Tras decidir que no tenía nada adecuado, cogió el teléfono y llamó al conserje para decirle lo que necesitaba. Tras haberle asegurado que se encargaría de ello de inmediato, Gabe colgó y buscó en el mueble de medicinas un termómetro y la pertinente medicación.

El único problema era que no estaba seguro de qué le podría pasar. Ni siquiera sabía si tenía fiebre. Podría ser un simple resfriado. Podría ser un virus estomacal. ¿Cómo iba a saberlo hasta que no le preguntara?

Decidió que podía esperar hasta que se despertara —Gabe quería que ella descansara todo lo que necesitara— y volvió silenciosamente al salón. La manta se había movido y le había destapado la parte superior del cuerpo, así que él se la subió hasta la barbilla y luego volvió a arroparla. A continuación, la besó en la frente para ver si tenía fiebre.

Estaba caliente, pero no demasiado. Y la respiración parecía estar normal.

Se encaminó hasta la chimenea, avivó las llamas y luego se fue al dormitorio para cambiarse y ponerse una ropa más cómoda mientras esperaba a que la sopa de Mia llegara.

Tenía mucho trabajo por hacer —Gabe se había marchado justo al acabar la reunión y aún tenía varios informes financieros que mirar para preparar su reunión con Jace y Ash donde discutirían las ofertas de construcción—, pero, en vez de ponerse con ello, cogió su tableta y se acomodó en el sofá que había frente al que estaba Mia.

Ella lo hacía sentir cómodo. Le hacía pensar en más cosas además del trabajo y la empresa. Le gustaba estar simplemente en su compañía haciendo algo que disfrutara hacer, como leer un libro en silencio.

Mia se había emocionado muchísimo cuando le regaló un lector nuevo —la última versión— además de una colección entera digital de sus libros favoritos ya metidos en el lector. Le rodeó el cuello con los brazos, lo abrazó y lo besó tan efusivamente que él no pudo evitar reírse. Aunque, bueno, en realidad siempre se reía mucho cuando estaba con ella.

Tenía algo un tanto irresistible. Su encanto era contagioso. Ella era su… luz. Gabe se avergonzó de sí mismo por lo cursi que había sonado. Estaba actuando y pensando como un adolescente melodramático. Gracias a Dios que nadie podía leer sus pensamientos, nunca podría volver a ser capaz de mantener la cabeza en alto en ninguna reunión de negocios.

Los hombres como él se suponía que tenían que ser intimidantes. Fríos. Distantes. Temidos, incluso. Si alguien tuviera la menor idea de que una morena menuda con una sonrisa de oro era su total y absoluta kriptonita, sería el hazmerreír de toda la ciudad.

Su móvil pitó, así que Gabe hundió la mano en el bolsillo, lo cogió y vio que el portero le había mandado un mensaje para avisarle de que iba a subir de inmediato con lo que había pedido. Gabe se levantó del sofá para recibir al hombre en las puertas del ascensor. Estas se abrieron justo cuando él llegó al recibidor, luego le dio las gracias y se llevó la bolsa a la cocina.

La sopa aún humeaba de lo caliente que estaba, así que Gabe no la calentó más en el microondas. Luego la vertió en un tazón, tostó dos rebanadas de pan y cogió de la nevera el refresco preferido de Mia: el de cereza, producto que le había dicho a su ama de llaves que comprara a menudo porque Mia era adicta a él.

Había muchas cosas que compraba ahora con frecuencia según sus preferencias. Se las había aprendido de memoria y ahora se estaba asegurando de tener todo lo que a ella le gustaba. Gabe no quería darle ninguna razón por la que no quisiera quedarse con él.

Puso la sopa, las tostadas y la bebida en una bandeja y luego se la llevó al salón y la dejó encima de la mesita que tenía frente a ella. Aún no le hacía demasiada gracia despertarla, pero necesitaba comer y él necesitaba saber cómo se encontraba. Si era necesario, llamaría a su médico personal y le diría que viniera para que la examinara en su apartamento.

—Mia —le dijo en voz baja—, Mia, despierta, cariño. Te he traído algo para comer.

Ella se movió y, adormilada, soltó un gemido de protesta. Luego giró la cabeza hacia el otro lado, parpadeó y volvió a cerrar los ojos otra vez.

Gabe se rio entre dientes. A Mia nunca le había gustado que la molestaran cuando dormía. Le tocó la mejilla y la acarició hasta llegar al mentón mientras disfrutaba del tacto suave y sedoso de su piel bajo sus dedos.

—Mia. Despierta, nena. Vamos. Abre esos ojitos tan bonitos por mí.

Ella los abrió y su mirada borrosa se encontró con la de Gabe. Para su sorpresa, pudo observar el miedo reflejado en ella, y algo más que no pudo terminar de identificar. ¿Preocupación? ¿Ansiedad? ¿Qué narices estaba pasando?

Mia bostezó y se restregó los ojos con las manos mientras se sentaba para así poder evitar su mirada. Luego se pegó las mantas contra sí como si su vida dependiera de ello.

Gabe se tuvo que morder la lengua para no pedirle respuestas en esos precisos momentos. Sabía que ahora mismo se encontraba en un estado de infinita fragilidad, estado en el que no la había visto desde que pasara aquella noche en París. Las entrañas se le encogieron de solo pensar en ello.

—Hola, dormilona —le dijo con voz suave—. Te he traído algo de sopa. He visto que no te has comido el almuerzo.

Ella hizo un mohín con los labios.

—Tenía frío y lo único que quería era entrar en calor. No tenía ganas de comer.

—¿Te sientes bien? ¿Estás enferma? Puedo decirle a mi médico que venga a verte.

Ella se relamió los labios y negó con la cabeza.

—Estoy bien, de verdad. En el momento en que entré en calor tenía tanto sueño que no me pude quedar despierta. Pero me siento bien, te lo prometo.

Gabe no la terminó de creer y no estuvo seguro de por qué. Había algo distinto en ella aunque no estuviera enferma. Y también estaba el hecho de que parecía como si hubiera estado llorando. Quizás estaba exagerando. A lo mejor se había refregado los ojos justo antes de quedarse dormida.

—¿Ahora tienes hambre? —la animó.

Ella desvió la mirada hasta la bandeja que estaba en la mesita y luego asintió.

—Me muero de hambre.

Cuando empezó a levantarse y a moverse hacia delante, Gabe le tendió la mano para ayudarla. Mia entrelazó los dedos con los de él y se quedó sentada en el borde del sofá.

—Gracias —le dijo con voz ronca—. Eres muy bueno conmigo, Gabe.

No era la primera vez que le había dicho tal cosa, pero cada vez que lo hacía, la culpa lo invadía. Si hubiera sido bueno con ella como debería haber sido, nunca habría permitido que otro hombre abusara de ella.

Gabe la observó mientras comía, la necesidad de tocarla y de protegerla de lo que fuera que la hubiera molestado crecía en su interior a cada segundo que pasaba. Era una urgencia insaciable de la que no tenía ningún control. Su fuerza de atracción hacia ella desafiaba toda lógica. Pero bueno, en lo que a ella se refería, estaba más que claro que Gabe no hacía más que perder la razón. Y la cordura. No era capaz de mantener ninguna distancia entre ellos.

Cuando terminó de comer, se volvió a tapar con la manta que tenía sobre las piernas y, para sorpresa —y deleite— de Gabe, se acurrucó en el sofá con él y lo rodeó con todo su cuerpo.

Él la rodeó con un brazo y luego alargó la mano para coger la manta que se había quedado por el suelo. La colocó de forma que los tapara a ambos y luego movió a Mia para que lo tapara a él con su suave y cálido cuerpo.

Escondió el rostro en su pelo, contento de poder tenerla acurrucada y pegada contra él tanto como fuera posible.

—Gracias por la cena —le dijo—. Ahora mismo solo quiero que me abraces. Eso es lo único que necesito para sentirme mejor.

Sus palabras le llegaron directas al corazón. Estaban dichas con completa honestidad. Qué fácil hacía que sonara. Mia nunca le había pedido nada a él, era muy poco exigente. No le importaba una mierda el dinero que tuviera o lo que pudiera comprarle. Las únicas cosas que le había pedido habían sido muy simples: abrazarla, tocarla, reconfortarla.

La idea de tener tanto poder sobre ella debería contentarlo. Era lo que quería, ¿no? Un control absoluto, que se doblegara a su voluntad. Pero, en cambio, solo hacía que fuese realmente consciente del hecho de que también tenía el poder para destruirla.

—¿Quieres quedarte aquí frente al fuego o quieres que te lleve a la cama? —le preguntó mientras le acariciaba el pelo.

—Mmmm… —musitó con una voz adormilada y contenta—. Aquí durante un rato, creo. Se está bien frente al fuego. Me pregunto si ya está nevando.

Él se rio entre dientes.

—Si lo está, me imagino que no será mucho. Nunca tenemos demasiada nieve en esta época del año.

—Me duele la cabeza —murmuró Mia mientras se pegaba más contra el hueco de su hombro. Gabe frunció el ceño.

—¿Por qué no lo has dicho antes? ¿Te duele mucho?

Ella se encogió de hombros.

—Lo suficiente. Me tomé un ibuprofeno cuando llegué. Tenía esperanzas de que cuando me levantara ya se me hubiera pasado.

Gabe la apartó suavemente a un lado y luego se separó de ella y de la manta antes de levantarse del sofá. Se encaminó hacia la cocina, cogió uno de los botes con calmantes y regreso de nuevo a su lado. Ella frunció el ceño.

—Esas pastillas me desorientan.

—Es mejor que el dolor —le dijo con paciencia—. Tómatela y yo cuidaré de ti. Nos sentaremos en el sofá hasta que te entre sueño y luego nos iremos a la cama. Si no te sientes mejor por la mañana, te quedarás en casa.

—Sí, señor —le dijo mientras sonreía y un hoyuelo se le formaba en la mejilla.

Él le dio la pastilla y luego le tendió la botella medio vacía del refresco de cereza y la observó mientras se tragaba la medicina. Después se echó hacia atrás en el sofá e inmediatamente la volvió a estrechar entre sus brazos. Le puso la manta por encima y la rodeó con los dos brazos para mantenerla en su abrazo de forma segura.

Mia soltó un suspiro de satisfacción a la vez que escondía el rostro contra su cuello.

—Me alegro de estar contigo, Gabe. No me arrepiento de esa decisión ni por un instante.

Mia pronunció las palabras tan flojitas que él no pudo casi escucharlas. Pero cuando se dio cuenta de lo que había dicho, la satisfacción lo golpeó de lleno con tanta fuerza que no pudo responderle de inmediato. Sin embargo, había algo raro en su afirmación. Casi como si fuera un adiós anticipado. Él ya no consideraba esa posibilidad, Gabe haría todo lo que fuera para asegurarse de que ella no se fuera a ninguna parte y se quedara con él, a su lado.

—Yo también me alegro de que estés aquí, Mia —le contestó con suavidad.