—Gabe, tengo que entregarle estos documentos a John para que pueda echarles un ojo antes de que nos vayamos a París. También tengo que ir a recoger los planes de marketing que tiene. He pensado que podría traer algo de comida y así podemos comer en el despacho.
Gabe alzó la mirada para ver a Mia de pie cerca de su mesa con ojos llenos de interrogación. Él comprobó su reloj y vio que efectivamente ya había pasado la hora del almuerzo. Él y Mia habían estado trabajando toda la mañana para preparar su viaje a París esa tarde.
Parte de él estaba tentado de mantenerla secuestrada en su despacho, donde podía verla y tocarla a todas horas, y mandar a alguien a que fuera a buscar su almuerzo. Era una urgencia que tuvo que reprimir con vehemencia.
Incluso tras pasar el fin de semana entero con ella en la cama, consiguiendo que ambos terminaran muertos de cansancio, aún no tenía suficiente de ella.
—Está bien. Pero no te vayas muy lejos. La tienda de delicatessen de la esquina está bien. Ya sabes lo que me gusta.
Mia sonrió, los ojos le brillaron de una manera insinuante al escuchar su comentario. La pequeña provocadora sabía exactamente lo que le gustaba, y al detalle. Y como no se fuera ahora mismo, Gabe no iba a poder hacer nada para frenar sus instintos.
—Vete —le dijo con una voz ronca que denotaba necesidad y deseo—. Si no dejas de mirarme de esa forma, nunca llegaremos a París.
La suave risa de Mia llenó la estancia y sus oídos al tiempo que se giraba y salía de la oficina. Gabe experimentó un momento de pánico cuando cerró la puerta tras ella y lo dejó solo en la ahora vacía oficina.
No era lo mismo cuando ella no estaba ahí ocupando el mismo espacio que él. Era como si hubieran aparecido nubes en un día plenamente soleado.
Volvió entonces a fijar su atención en la información que tenía delante; se negaba a quedarse mirando el reloj a la espera de que volviera.
Eleanor lo llamó por el telefonillo, lo que logró sacarlo de su estado de concentración, y él frunció el ceño.
—¿Qué pasa, Eleanor?
—Señor, la señora Hamilton está aquí y quiere verle. En… Lisa Hamilton.
Gabe exhaló todo el aire que tenía en los pulmones y cerró los ojos. Ahora no, por el amor de Dios. ¿Se había vuelto loco todo el mundo? Su padre estaba persiguiendo a su madre, y, ahora, Lisa estaba ahí rondándole otra vez. Ya le había dejado claro la última vez que se había presentado en la oficina que no tenía ningunas ganas de volverla a ver, y que nunca, jamás, volverían a reconciliarse.
Quizá no había sido tan claro como había pensado.
—Dile que entre —soltó Gabe con mordacidad.
Obviamente iba a tener que explicarle las cosas de forma que no se le escapara ni una coma.
Un momento más tarde, Lisa abrió la puerta y entró. Estaba perfectamente maquillada y no tenía ni un pelo fuera de sitio. Pero bueno, ella siempre había tenido una apariencia perfecta y había actuado de manera impecable.
Gabe entrecerró los ojos cuando vio que llevaba puestas sus alianzas, anillos que él le había dado. Ver el recordatorio de cuando estaban juntos y la poseía lo hizo disgustarse.
—Gabe, tenemos que hablar —le dijo.
Ella se sentó en la silla frente a la mesa de Gabe sin esperar a que él la invitara a hacerlo o a que la echara de la oficina.
—No tenemos nada de que hablar —le dijo con moderación.
Ella frunció el ceño y la primera señal de emoción se reflejó en sus ojos.
—¿Qué tengo que hacer, Gabe? ¿Cuánto más quieres que me humille? Dímelo para que pueda hacerlo y así podamos seguir con nuestras vidas.
Gabe moderó su impaciencia y se sentó por un momento para no reaccionar de una forma demasiado brusca. Quería reírse ante la idea de actuar bruscamente. Ella lo había apuñalado por la espalda. Lo había traicionado. Y aún no tenía ni idea de qué fue lo que la hizo comportarse así.
—No hay nada que puedas hacer o decir para hacerme cambiar de parecer —le dijo con palabras claras y concisas—. Se acabó, Lisa. Esa fue tu elección. Tú te divorciaste de mí, no al revés.
Su rostro se hundió y se secó dramáticamente una lágrima imaginaria.
—Sé que te he hecho muchísimo daño. Lo siento mucho, Gabe. Fui una tonta. Pero aún nos queremos. Sería un error no intentarlo siquiera. Puedo hacerte feliz. Ya te hice feliz una vez, puedo hacerlo otra vez.
Gabe estaba a punto de perder los nervios, así que escogió las palabras con cuidado.
—Yo no te quiero —le dijo tal cual.
Ella se encogió y esta vez no tuvo que fingir tener lágrimas en los ojos.
—No te creo —le contestó con voz quebrada. Gabe suspiró.
—No me importa lo que creas o dejes de creer. Ese no es mi problema. Tú y yo estamos en el pasado, y ahí es donde nos vamos a quedar. Deja de hacerte daño, no solo a ti sino también a mí, Lisa. Tengo que trabajar y no puedo hacerlo con constantes interrupciones.
—¿Cómo suena un sándwich mixto con beicon y pavo? —dijo Mia mientras entraba en el despacho de Gabe con las manos llenas de bolsas de comida para llevar.
La joven se quedó clavada en el suelo, con los ojos como platos ante la sorpresa de encontrarse a Lisa ahí.
—Vaya, lo siento —añadió de forma incómoda.
Apresuradamente salió del despacho y desapareció, con las bolsas en la mano. Gabe se tuvo que morder la lengua para quedarse callado y no ordenarle que volviera. Maldita sea, la que quería que se fuera era Lisa, no Mia.
Cuando su mirada volvió a la de Lisa, ella entrecerró los ojos y pareció como si se le encendiera una bombilla en la cabeza.
—Es ella, ¿verdad? —le dijo con suavidad.
Había cierta acusación en sus ojos. Entonces se puso de pie, con los puños apretados por la rabia.
—Siempre ha sido ella. Vi cómo la mirabas incluso cuando estábamos casados. No le hice mucho caso. Ella era la hermana pequeña de Jace, así que pensé que la mirabas con el afecto adecuado a una chica de su edad. Pero, Dios, la deseabas incluso entonces, ¿no es así, cabrón? ¿Estás enamorado de ella?
Gabe se levantó con una furia intensa y explosiva.
—Ya es suficiente, Lisa. No vas a decir ni una palabra más. Mia trabaja para mí. Te estás humillando tú solita.
Lisa emitió una risa burlona.
—Yo nunca tuve ninguna oportunidad, ¿verdad, Gabe? Aunque no hubiera sido la que se marchara.
—Ahí es donde te equivocas —le contestó con una voz entrecortada—. Yo te era fiel a ti, Lisa. Siempre te habría sido fiel. Yo estaba entregado a nuestro matrimonio. Qué pena que tú no.
—No te sigas engañando, Gabe. Vi la forma en que la mirabas entonces, y cómo la acabas de mirar justo ahora. Me pregunto si ella tiene idea de dónde se está metiendo. Quizá deba advertirla.
Gabe rodeó su mesa ya incapaz de controlar la ira que le estaba corroyendo.
—Como apenas respires el mismo aire que ella, acabaré contigo, Lisa. ¿Todo ese dinero que aún recibes de mí? Fuera. Y no dudaré ni sentiré una pizca de remordimiento al hacerlo. Eres una zorra calculadora y fría. Mia vale cien veces más que tú. Y si piensas que yo no soy una amenaza para ti, déjale saber a Jace tus intenciones para con Mia. Te garantizo que él no va a ser tan amable o paciente como yo he sido.
Los ojos de Lisa se volvieron calculadores.
—¿Cuánto te va a costar el que no acuda a tu joven asistente?
Y ahora fue cuando llegó a la verdadera razón de toda esa mierda de intento de reconciliación. Gabe se quedó lívido, pero se las apañó para controlar su temperamento. O casi.
—El chantaje no te va a servir conmigo, Lisa. Tú, de entre todas las personas, deberías saberlo. Sé por qué has vuelto. Estás arruinada y apenas te llega para tus caprichitos con la pensión alimenticia. Por cierto, ya que estamos, deberías saber que he contactado con mi abogado. Voy a ir a juicio para que la reduzcan. Fui más que generoso en nuestro divorcio. Quizá ya es hora de que te bajes del carro y trabajes, o de que te busques a otro imbécil que te mantenga, porque conmigo se ha acabado.
Lisa se dio la vuelta y se agarró el bolso como si este fuera su fuente de apoyo.
—Te vas a arrepentir de esto, Gabe.
Él se quedó en silencio, conteniéndose para no entrar en su juego. En lo que a él respectaba, ya se había acabado.
Cuando ella se paró en la puerta, Gabe dijo:
—La próxima vez tendrás prohibida tu entrada aquí, Lisa. Así que no lo intentes. Solo provocarás una escena y te humillarás a ti misma. Voy a avisar a seguridad por si te ven merodeando cerca de mis oficinas —su voz decayó hasta un tono que sonaba peligroso—. Y Dios no quiera que pase, pero, como te vea cerca de Mia, voy a hacer que te arrepientas de verdad. ¿Lo has entendido?
Lisa le dedicó una mirada con tanto odio y veneno que Gabe supo al instante que todo lo que él había sospechado era verdad. Estaba arruinada y buscaba formas de seguir montada en el tren del dinero.
—Qué bajo ha caído el todopoderoso Gabe —le dijo con suavidad—. Enamorado de la hermanita pequeña de su mejor amigo. Me pregunto si te romperá el corazón.
Y con eso, se marchó de la oficina haciendo aspavientos y con el pelo rebotándole contra los hombros. Gabe esperaba por lo que él más quería que esa fuera la última vez que tuviera que verla.
Estaba a punto de ir en busca de Mia cuando esta asomó la cabeza por la puerta. Él le hizo un gesto con la mano para que entrara y ella dejó las bolsas encima de su mesa.
Estaba muy callada mientras sacaba la caja donde estaba su sándwich. Se lo preparó todo y luego se fue a su propia mesa e hizo lo propio.
La observó mientras comía y leía unos cuantos informes que le había dicho que memorizara para el viaje. Su propio apetito había remitido. Aún les estaba dando vueltas a las acusaciones de Lisa, no podía quitárselas de la cabeza. No le gustó nada lo que había insinuado, pero no podía desechar tan rápido sus observaciones. Y eso lo cabreaba todavía más.
Gabe estuvo callado y pensativo todo el vuelo de Nueva York a París. Pero bueno, había estado así desde que Lisa se había ido de su oficina. Mia no estaba segura exactamente de qué era lo que había ocurrido entre ambos, pero Gabe les había dejado claro a los empleados y a seguridad que Lisa era persona non grata y no podía volver a entrar en el edificio.
Gabe había estado un poco borde y seco cuando él y Mia se dirigieron al aeropuerto con las maletas. El camino hasta allí fue en silencio, y Mia estuvo más contenta que unas pascuas por mantener ese silencio que se había instalado entre ambos.
Tan pronto como pudo, sacó el iPod y se puso los auriculares. Luego se echó hacia atrás en el asiento y cerró los ojos para escuchar música. Fue un vuelo largo, y Mia ya estaba muerta por todo el fin de semana que había tenido con Gabe. Si no dormía ahora, no sabía cuándo podría hacerlo, ya que le esperaba un día bastante largo. Aterrizarían en París a las ocho de la mañana, hora local, lo que significaba que tendrían que pasar otras catorce horas antes de que pudiera dormir de nuevo.
No estaba segura de adónde iban a ir. Gabe se tenía que reunir con los posibles licitadores, los elegidos eran los tres mejores para su nuevo proyecto de hotel. Si todo iba de acuerdo al plan, empezarían a construir en primavera. Y además de los licitadores, Gabe también se reuniría con los inversores locales.
En realidad no existía razón alguna por la que ella debiera estar aquí. Mia no podría añadir nada más a la ecuación. Lo único que se le ocurría era que Gabe no quería estar sin sexo durante tanto tiempo.
A medio camino, Mia se quedó dormida con la música sonando en sus oídos. Los asientos eran supercómodos, y el hecho de que además se pudieran reclinar por completo hacía mucho más fácil que cediera al cansancio.
Lo siguiente que Mia registró fue a Gabe sacudiéndola lentamente para despertarla y haciéndole un gesto para que colocara bien su asiento. Ella se quitó los auriculares de las orejas y lo miró adormilada.
—Nos estamos preparando para aterrizar —le dijo.
¿Había él dormido siquiera? Aún tenía esa misma expresión seria y adusta que su rostro había mostrado cuando dejaron Nueva York. Este viaje iba a ser un asco si su humor no mejoraba.
Aterrizaron y salieron por la puerta de embarque. Una hora más tarde, después de haber pasado la aduana y recogido su equipaje, se metieron en un coche y se dirigieron al hotel.
Mia tenía curiosidad por saber por qué se quedaban en el hotel de su mayor rival, pero le explicó que a él le gustaba mantenerse al tanto de lo que la competencia hacía, y la mejor forma de hacerlo era quedándose en sus instalaciones.
La suite era lujosa y ocupaba la mitad de la planta más alta del hotel. La vista panorámica que se podía contemplar a través del gran ventanal era completamente impresionante con la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo de fondo.
Mia se dejó caer en el suntuoso sofá y se quedó allí tumbada. Aunque había dormido durante la mitad del vuelo, aún estaba agotada. Los viajes le provocaban eso. Necesitaba una ducha caliente e irse a la cama, en ese mismo orden. Pero no estaba segura de cuáles eran los planes de Gabe.
Gabe encendió su portátil y se quedó escribiendo durante media hora antes de levantar finalmente la vista hasta donde Mia estaba desfallecida en el sofá.
—Eres libre de descansar si quieres —le dijo—. No tengo nada planeado hasta esta tarde. Iremos a cenar, y luego tomaremos unas copas aquí en la suite con unas cuantas personas. Te he mandado por correo electrónico los perfiles detallados de cada uno de los individuos, así que asegúrate de leerlos antes de que nos marchemos luego.
Su tono era desdeñoso, por lo que Mia se imaginó que la mosca que le había picado aún seguía por ahí molestando, así que se levantó y abandonó el salón de la suite. Esta tenía un solo dormitorio, así que se dirigió allí. Si ese no hubiera sido el caso se habría metido en una habitación separada de la suya.
Oh, y además solamente había una cama. Pues vale.
Se metió en la ducha y se tiró treinta minutos enteros bajo el chorro de agua caliente. Cuando salió, el frío había abandonado sus huesos y su piel era de un color rosado debido a la alta temperatura del agua.
Aún le quedaban horas, y ya había memorizado cada detalle de lo que Gabe le había dado sobre las personas con las que se iban a reunir. Irónicamente, de los tres que se esperaba que fueran los mayores licitadores para la construcción del nuevo hotel en París, solo uno era francés. Stéphane Bargeron era un rico constructor francés bastante famoso en toda Europa. Los otros dos, Charles Willis y Tyson Tex Cartwright, eran constructores estadounidenses con bastante presencia en Europa.
Charles era el más joven, y era atractivo. Quizá de la edad de Gabe o un poco mayor. Había heredado el negocio de su padre cuando el mayor de los Willis murió, y ahora luchaba por hacerse un nombre y crearse una reputación propia. Venía con ganas, y Gabe esperaba que hiciera una oferta bastante competitiva. Necesitaba este proyecto. Le daría mucho más prestigio y le permitiría comenzar otros trabajos lucrativos.
Tyson Cartwright era un multimillonario de Texas que rondaba los cuarenta, y que había forjado su empresa a la antigua: poquito a poco. Su historia era impresionante. Mia había leído muchísimo sobre él, y por lo visto había estado trabajando solo desde que era un adolescente. Cuando apenas llegó a la veintena, ya era propietario de una pequeña compañía de construcción en el este de Texas y de ahí comenzó a expandirse. Era una verdadera historia norteamericana de lo que significaba el éxito, el trabajo duro, la determinación y el triunfo.
Stéphane Bargeron era del que Mia conocía menos, simplemente porque trabajaba para un negocio familiar en el que muchos Bargeron estaban involucrados. Él era al que habían enviado para manejar todo la presentación mientras que su padre y hermanos hacían la mayor parte del trabajo duro. Él era la imagen y ellos el cerebro.
Los tres volverían con Gabe a la suite para tomar algo después de la cena de esa noche. Mia no estaba segura de en qué calidad tenía que actuar ella, pero quedarse mirando a cuatro hombres bien parecidos no tenía que ser tan complicado, ¿verdad?
Mia sabía todo lo que necesitaba saber, así que no iba a quedarse frente al ordenador y repasarlo todo de nuevo.
No cuando una increíble siesta la esperaba.