Desde donde se encontraba, a casi setenta metros del lugar, Pete lo vio todo. Vio cómo el agente del Estado tocaba con el cañón de la pistola la puerta del coche familiar para acabar de abrirla, vio cómo el cañón desaparecía dentro de la puerta, como si el coche no fuera más que una ilusión óptica. Vio cómo el agente recibía un tirón que le hizo perder el enorme sombrero gris. Luego el agente desapareció por la puerta del coche y fuera no quedó más que el sombrero, junto a un teléfono móvil. Hubo una pausa y entonces el coche se replegó como una mano cerrándose en un puño. A continuación, ese sonido parecido al de una pelota de tenis golpeada por una raqueta —¡poc!— y el amasijo embarrado recuperó su forma de coche una vez más.
El niño pequeño empezó a gimotear; la niña no paraba de gritar «treinta» una y otra vez como si creyera que se trataba de una palabra mágica que J. K. Rowling hubiera omitido en sus libros de Harry Potter.
La puerta trasera del coche de policía se abrió y los niños salieron. Los dos lloraban desesperados y Pete no los culpaba por ello. De no haber quedado tan aturdido por lo que acababa de presenciar, probablemente también él estaría llorando. Le vino a la cabeza una idea loca: uno o dos tragos más de ese vodka podrían mejorar la situación. Eso le ayudaría a no tener tanto miedo y si no estuviera tan asustado, podría ocurrírsele qué coño debía hacer.
Mientras tanto, los niños volvían a alejarse. Pete pensó que si se dejaban llevar por el pánico podían salir corriendo en cualquier momento. No podía permitirlo, acabarían en medio de la calzada y serían arrollados por los coches que pasaban por la autopista.
—¡Eh! —gritó—. ¡Eh, chicos!
Cuando se volvieron para mirarlo —con los ojos muy abiertos, frenéticos, y la cara pálida—, Pete los saludó y empezó a caminar hacia ellos. Mientras lo hacía, el sol volvió a insinuarse entre las nubes, esta vez con autoridad.
El niño pequeño echó a correr hacia delante, pero la chica lo retuvo de un tirón. Al principio, Pete pensó que ella debía de tenerle miedo, pero luego se dio cuenta de que, en realidad, era del coche de lo que tenía miedo.
Pete hizo un gesto circular con la mano.
—¡Rodeadlo! ¡Rodeadlo y venid aquí!
Se colaron por entre la barrera de protección del lado izquierdo de la rampa para pasar lo más alejados posible del coche familiar y luego atajaron por el aparcamiento. Cuando llegaron a la altura de Pete, la niña soltó a su hermano, se sentó y se tapó la cara con las manos. Llevaba trenzas, probablemente se las había hecho su madre. Al mirarla y darse cuenta de que no volvería a hacérselas jamás, Pete se sintió fatal.
El chiquillo lo miró con solemnidad.
—Se ha comido a mamá y a papá. Se ha comido a la señora del caballo y también al agente Jimmy. Supongo que se comerá a todo el mundo. Que se va a comer el mundo.
Si Pete Simmons hubiera tenido veinte años, seguramente le habría hecho un montón de preguntas estúpidas. Puesto que solo tenía la mitad de esa edad y era capaz de aceptar lo que acababa de ver, se limitó a preguntar algo más simple y más pertinente.
—Eh, pequeña. ¿Vendrán más policías? ¿Es por eso por lo que gritabas «treinta»?
Ella bajó los brazos y lo miró. Tenía los ojos enrojecidos.
—Sí, pero Blakie tiene razón. También se los comerá. Ya se lo dije al agente Jimmy, pero no me creyó.
Pete sí le creyó, porque lo había visto. Pero la niña tenía razón. Los policías no le creerían. Al final tendrían que hacerlo, pero tal vez no antes de que ese coche monstruoso se hubiera comido a unos cuantos agentes más.
—Creo que viene del espacio —dijo él—. Como en Doctor Who.
—Mamá y papá no nos dejan ver esa serie —dijo el pequeño a Pete—. Dicen que da mucho miedo. Pero esto aún da más miedo.
—Está vivo —dijo Pete, hablando más para sí que con los niños.
El sol se escondió brevemente tras una de las nubes que empezaban a abrirse. Cuando volvió a salir, trajo una idea consigo. Pete había estado esperando la oportunidad de demostrarle a Normie Therriault y al resto del Escuadrón Rompeculos algo que los asombrara lo suficiente como para que lo aceptaran en su banda. En esas ocasiones, como suelen hacer los hermanos mayores, George siempre le ponía de nuevo los pies en el suelo: ese truco de mocosos ya lo han visto mil veces.
Tal vez sí, pero tal vez esa cosa de allí no lo hubiera visto mil veces. Tal vez ni siquiera una. Tal vez en el lugar de donde procedía no había lupas. O sol, da lo mismo. Recordó un episodio de Doctor Who sobre un planeta en el que siempre estaba oscuro.
Oyó una sirena a lo lejos. Estaba a punto de llegar un poli. Un poli que no creería nada de lo que los niños le dirían porque, para los mayores, los niños tenían demasiada mierda en la cabeza.
—Chicos, quedaos aquí. Voy a intentar hacer algo.
—¡No! —La niña le agarró la muñeca con unos dedos que parecían zarpas—. ¡Te comerá a ti también!
—No creo que pueda darse la vuelta —le dijo Pete mientras se libraba de su mano. Le había dejado un buen par de arañazos, con sangre y todo, pero Pete no se enfadó y no la culpó por ello. Él probablemente habría hecho lo mismo si hubieran sido sus padres los que hubieran muerto—. Creo que no puede moverse de donde está.
—Pero puede alcanzarte —dijo ella—. Puede alcanzarte con los neumáticos. Se derriten.
—Iré con cuidado —dijo Pete—, pero tengo que intentarlo. Porque tenéis razón, vendrán los polis y se los comerá también. No os mováis de aquí.
Fue andando hacia el coche familiar. Cuando ya estaba cerca (aunque no demasiado cerca), abrió la cremallera de las alforjas. Tengo que intentarlo, les había dicho a los niños, pero la verdad era un poco distinta: quería intentarlo. Sería como un experimento de ciencias. Podría sonar absurdo si se lo contara a alguien, pero tampoco tenía que explicárselo a nadie. Simplemente tenía que hacerlo. Con mucho… mucho… cuidado.
Estaba sudando. Había salido el sol y hacía calor, pero ese no era el único motivo, y lo sabía. Miró hacia arriba y entornó los ojos para soportar la claridad. No te escondas detrás de una nube. No te atrevas. Te necesito.
Sacó su lupa Richforth de las alforjas y se inclinó para dejar la bolsa sobre el asfalto. Las rodillas le crujieron y la puerta del coche familiar se abrió unos centímetros.
Sabe que estoy aquí. No sé si puede verme, pero me acaba de oír. Y tal vez pueda olerme.
Dio otro paso. Ya estaba lo suficientemente cerca para tocar el lateral del coche familiar. Es decir, si fuera tan tonto como para hacerlo.
—¡Cuidado! —gritó la niña. Tanto ella como su hermano estaban de pie, mirándolo abrazados—. ¡Ten cuidado con él!
Con mucha cautela, como un niño entraría en la jaula de un león, Pete extendió el brazo con la lupa en la mano. Un círculo de luz apareció en el lateral del coche familiar, pero era demasiado grande. Demasiado débil. Acercó la lupa un poco más.
—¡El neumático! —gritó el niño—. ¡Ten cuidado con el NEUMÁÁÁTICO!
Pete bajó la mirada y vio que uno de los neumáticos se estaba derritiendo. Un tentáculo se arrastraba por el asfalto hacia una de sus zapatillas. No podía retroceder sin abandonar el experimento, por lo que levantó el pie y se quedó a la pata coja. Inmediatamente, el tentáculo cambió de dirección y se dirigió hacia su otro pie.
No queda mucho.
Acercó aún más la lupa al coche. El círculo de luz se redujo hasta formar un punto blanco brillante. Por un momento, no ocurrió nada. Luego empezaron a salir unas volutas de humo. La superficie blanca y embarrada empezó a ennegrecerse bajo el punto de luz.
Se oyó un gruñido inhumano procedente del interior del coche familiar. Pete tuvo que luchar contra todos los instintos de su cuerpo y de su cerebro para evitar salir corriendo. Su boca entreabierta mostraba los dientes apretados en un gruñido desesperado. Mantuvo la Richforth muy quieta mientras contaba los segundos en silencio. Ya había llegado al siete cuando el gruñido se convirtió en un chillido vidrioso que amenazaba con hacerle estallar el cerebro. A su espalda, Rachel y Blake se habían soltado para poder taparse los oídos.
A los pies de la rampa de entrada al área de servicio, Al Andrews detuvo la unidad 12. Salió del coche y no pudo evitar una mueca al oír aquel terrible alarido. Era como una sirena antiaérea transmitida a través del amplificador de una banda de heavy metal, contaría más tarde. Vio que un chico sostenía algo que casi tocaba la superficie de un viejo Ford o Chevy familiar lleno de barro. El chico también tenía el rostro crispado por el dolor, por la determinación, o por ambas cosas.
El punto negro humeante en el flanco del coche familiar empezó a extenderse. El humo blanco que surgía de él formando remolinos era cada vez más denso. Se volvió gris, y luego negro. Lo que ocurrió a continuación sucedió rápido. Pete vio cómo surgían unas llamaradas minúsculas alrededor del punto negro. Se extendían, parecían danzar por encima de la superficie de aquella cosa con forma de coche. Como las que salían en las briquetas de carbón de la barbacoa del jardín cuando su padre las rociaba con combustible y les prendía fuego con una cerilla.
El tentáculo mugriento, que ya casi había alcanzado el pie que Pete mantenía en contacto con el asfalto, retrocedió de repente. El coche volvió a replegarse, pero esta vez las llamas azules lo envolvieron como una corona. Se retrajo cada vez más y más, hasta convertirse en una bola de fuego. Entonces, ante los ojos de Pete, de los dos hermanos Lussier y del agente Andrews, salió disparado hacia el cielo azul de primavera. Se quedó arriba por un momento, candente como una brasa, y luego desapareció. Pete se puso a pensar en la fría oscuridad que había por encima de la atmosfera que envolvía a la tierra: esa extensión insondable en la que podía vivir y acechar cualquier cosa.
No lo he matado, simplemente lo he ahuyentado. Ha tenido que marcharse para apagarse, como una cerilla en un cubo de agua.
El agente Andrews se quedó mirando el cielo, fascinado. Uno de los pocos circuitos de su cerebro que seguía funcionando bien se preguntaba cómo iba a escribir un informe acerca de lo que acababa de ver.
Empezaron a oírse más sirenas que se acercaban.
Pete volvió junto a los dos niños con las alforjas en una mano y la lupa Richfort en la otra. De algún modo, deseó que George y Normie hubieran estado allí. Pero ¿qué importaba eso? Había pasado la tarde solo y había sido de lo más emocionante sin ellos, tanto que no le importaba si lo castigarían o no. Comparado con aquello, saltar con la bici por el borde de un estúpido arenal parecía incluso aburrido.
Tal vez se habría reído si los dos chiquillos no hubieran estado mirándolo. Acababan de ver cómo una especie de alienígena se comía a sus padres, vivos, por lo que mostrar cualquier tipo de alegría hubiera sido un gran error.
El niño extendió sus brazos regordetes hacia él y Pete lo levantó del suelo. No se rió cuando el niño lo besó en la mejilla, pero sí sonrió.
—Gacias —dijo Blakie—. Eres muy bueno.
Pete volvió a dejarlo en el suelo. La niña también lo besó, lo cual estuvo bien, aunque habría estado aún mejor si hubiera sido una chica mayor.
El agente echó a correr hacia ellos y eso le hizo recordar algo a Pete. Se inclinó frente a la niña y le echó el aliento a la cara.
—¿Hueles algo?
Rachel Lussier lo miró sabiamente durante un momento.
—Todo irá bien —dijo ella, y sonrió. Solo fue una sonrisa leve, pero ya era mejor que no verla sonreír en absoluto—. No le eches el aliento. Y cómprate unos caramelos de menta o algo antes de ir a casa.
—Había pensado comprar chicles de menta fuerte —dijo Pete.
—Sí —dijo Rachel—. Esos funcionarán.
Para Nye Willden y Doug Allen, quienes compraron mis primeros relatos.