5. Jimmy Golding (Ford Crown Victoria del 2011)

El grito de un niño puede que sea uno de los mecanismos de supervivencia más eficaces de la Madre Naturaleza, pero uno de los más eficaces de la humanidad —al menos en lo que respecta al tráfico rodado por vías de alta velocidad— son los coches patrulla de la policía estatal aparcados, especialmente si la cabeza negra del detector de radares apunta hacia el tráfico que viene de frente. Los conductores que van a ciento veinte levantan el pie del acelerador y bajan a cien; los que van a ciento treinta pisan el freno y empiezan a preguntarse cuántos puntos les quitarán del carnet si empiezan a ver las luces azules por el retrovisor. (Es un efecto saludable que desaparece rápidamente. Quince o veinte kilómetros antes o después del punto en cuestión, los fitipaldis vuelven a ser fitipaldis).

La belleza del coche patrulla aparcado, al menos para Jimmy Golding, agente de la policía estatal de Maine, radicaba en que en realidad no era necesario hacer nada. Simplemente aparcabas el coche y dejabas que la naturaleza (la naturaleza humana, en este caso) siguiera su curso culpable. En aquella tarde nubosa de abril, ni siquiera había encendido su radar de mano Simmons SpeedCheck, y el tráfico que pasaba en sentido sur por la I-95 no era más que un zumbido de fondo. Toda su atención se concentraba en el iPad que tenía apoyado sobre el arco inferior del volante.

Estaba jugando a un juego parecido al Scrabble llamado «Palabras con amigos» mediante la conexión a internet que le suministraba la compañía AT&T. Su contrincante era Nick Avery, un antiguo compañero de cuartel que en ese momento formaba parte de la patrulla del estado de Oklahoma. Jimmy no podía concebir que alguien quisiera cambiar Maine por Oklahoma, le parecía una decisión errónea, pero no tenía ninguna duda de que Nick era un excelente jugador de «Palabras con amigos». Vencía a Jimmy en nueve de cada diez partidas y, de hecho, también iba ganando la de aquel día. Pero la ventaja que le llevaba en ese momento era insólitamente reducida y todas las letras estaban fuera de la bolsa virtual de la que habían ido saliendo al azar. Si Jimmy conseguía jugar las cuatro letras que le quedaban, lograría una merecida victoria. En ese momento se había quedado clavado en COPLA. Las cuatro letras que le quedaban eran A, O, N y D. Si conseguía modificar de algún modo la palabra COPLA, no solo ganaría, sino que le daría una buena paliza a su viejo colega. Pero no tenía muchas esperanzas.

Estaba examinando el resto del tablero, donde las perspectivas eran aún menos prometedoras, cuando de repente su radio emitió dos agudos pitidos. Era una alerta para todas las unidades del 911 en Westbrook. Jimmy apartó bruscamente el iPad y subió el volumen.

—Llamando a todas las unidades. Atención. ¿Hay alguien cerca del Área 81? Contesten.

Jimmy agarró el micro.

—911, unidad 17 al habla. Me encuentro en el kilómetro 85, al sur de la salida hacia Lisbon-Sabbatus.

La mujer del 911 con la que Rachel Lussier había hablado no se molestó en preguntar si había alguien más cerca. Con el Crown Vic nuevo, Jimmy podía llegar en tan solo tres minutos, tal vez menos.

—Unidad 17, hace tres minutos me ha llamado una niña que dice que sus padres han muerto y desde entonces he recibido varias llamadas de distintas personas que aseguran haber visto a dos niños solos cerca de esa área de servicio.

Jimmy ni siquiera se molestó en preguntar por qué ninguno de los que habían llamado se había acercado. Ya lo había visto en otras ocasiones. A veces era por miedo a verse envueltos en enredos legales. Y normalmente era porque no les importaba una mierda. Pasaba muy a menudo. Pero aquella vez eran niños… Dios.

—911, aquí la unidad 17. Voy hacia allá. Corto.

Jimmy encendió las luces azules, miró por el retrovisor para asegurarse de que no venía nadie y salió a toda pastilla del camino de grava donde un rótulo rezaba CAMBIO DE SENTIDO PROHIBIDO, SOLO VEHÍCULOS OFICIALES. Los ocho cilindros en V del Crown Victoria rugieron, el velocímetro digital subió hasta los ciento cincuenta kilómetros por hora y se quedó en ese punto durante el breve trayecto. Los árboles aparecían y desaparecían a una velocidad vertiginosa a ambos lados de la carretera. Alcanzó a un viejo Buick abarrotado que se negaba tercamente a hacerse a un lado, y tuvo que sortearlo por el arcén. Nada más recuperar la calzada principal, Jimmy vio el área de servicio. Y algo más. Dos chiquillos, un niño en pantalones cortos y una niña con unos pantalones de color rosa, sentados en los cables de la barrera de protección que flanqueaba la rampa de entrada. Parecían los vagabundos más pequeños del mundo y Jimmy se apiadó de ellos al instante. Al fin y al cabo, él también tenía hijos.

Los niños se levantaron al ver las luces del coche patrulla y, por un terrorífico segundo, Jimmy pensó que el pequeño iba a abalanzarse frente a su vehículo. Gracias a Dios, la niña lo agarró de un brazo y lo mantuvo alejado de la calzada.

Jimmy frenó tan bruscamente que activó el sistema ABS. La libreta de multas, la documentación del vehículo y el iPad cayeron en cascada del asiento al suelo. La parte delantera del Victoria se desvió un poco, pero consiguió dominarlo y aparcar bloqueando el acceso a la rampa, donde ya había otros coches estacionados. ¿Qué estaba pasando allí?

Entonces el sol asomó entre las nubes y una palabra que no guardaba ninguna relación con la situación centelleó de repente en la mente del agente Jimmy Golding: ACOPLANDO. Puedo formar ACOPLANDO y utilizar todas las fichas que me quedan.

La niña corría hacia el lado del conductor del coche patrulla arrastrando a su hermano, que avanzaba a trompicones sin parar de lloriquear. La pequeña, aterrorizada y con el rostro lívido, parecía mayor de lo que era en realidad, mientras que el niño llevaba los pantalones cortos empapados.

Jimmy salió del vehículo con cuidado para no golpearlos al abrir la puerta. Clavó una rodilla en el suelo para ponerse a su altura y los dos se le arrojaron a los brazos con tanto ímpetu que estuvieron a punto de tirarlo al suelo.

—Ey, ey, tranquilos, no pasa n…

—El coche malo se ha comido a mamá y a papá —dijo el pequeño mientras señalaba hacia la rampa—. Ese coche malo de allí. Se los ha comido como el lobo fedó se comió a Capeducita. ¡Tiene que hacer que vuelvan!

Era imposible saber hacia qué vehículo apuntaba ese dedo regordete. Jimmy vio que había cuatro: un coche familiar que parecía haber recorrido al menos quince kilómetros de pistas forestales embarradas, un Prius recién lavado, una ranchera Dodge Ram con un remolque para caballos y un Ford Expedition.

—Dime, pequeña, ¿cómo te llamas? Yo soy el agente Jimmy.

—Rachel Lussier —dijo ella—. Y este es Blakie, mi hermano pequeño. Vivimos en el número diecinueve de Fresh Winds Way, Falmouth, Maine, 04105. No se acerque, agente Jimmy. Parece un coche, pero no lo es. Se come a la gente.

—¿De qué coche estamos hablando, Rachel?

—Del de delante, el que está junto al de mi padre. El del barro.

—¡El coche del barro se ha comido a papá y mamá! —exclamó Blakie—. ¡Tiene que hacer que vuelvan, usted es policía, tiene una pistola!

Todavía arrodillado, Jimmy abrazó a los dos niños y dirigió la vista hacia el coche familiar embarrado. El sol volvió a esconderse tras las nubes y sus sombras desaparecieron. En la autopista, los coches seguían circulando, aunque ahora más lentos, conscientes de los destellos de luz azul.

No había nadie ni en el Expedition, ni en el Prius, ni en la ranchera. Supuso que tampoco habría nadie dentro del remolque para caballos a menos que estuviera agachado, y en ese caso el caballo seguramente estaría mucho más nervioso. El único vehículo del que no podía ver el interior era el que, según afirmaban los niños, se había comido a sus padres. A Jimmy no le gustaba el aspecto de la capa de barro que cubría las ventanillas. Parecía deliberadamente cubierto de barro. Tampoco le gustó ver un teléfono móvil roto en el suelo, junto a la puerta del conductor. Ni el anillo que había al lado. Lo del anillo era realmente inquietante.

Como si el resto no lo fuera.

De repente, la puerta del conductor se abrió parcialmente, con lo que el nivel de inquietud aumentó un poco más. Jimmy se puso tenso y se llevó la mano a la funda de la pistola, pero nadie salió del coche. La puerta simplemente quedó entornada, con una apertura de unos quince centímetros.

—Así es como intenta que te acerques —dijo la chiquilla con un hilo de voz que era poco más que un susurro—. Es un coche-monstruo.

La última vez que Jimmy Golding había creído en coches-monstruo fue cuando vio la película Christine, de niño, pero sí creía que a veces los monstruos podían estar al acecho dentro de un coche. Y dentro de aquel había alguien. ¿Cómo se había abierto la puerta, si no? Podía ser el padre de esos niños, herido e incapaz de gritar, o la madre. También podía ser un tipo tumbado sobre el asiento para que no lo vieran a través de las ventanillas embarradas. Tal vez un tipo armado.

—¿Quién está en el coche familiar? —gritó Jimmy—. Soy agente del Estado, identifíquese.

Pero nadie se identificó.

—Salga del coche. Las manos por delante, quiero verlas bien.

Lo único que salió fue el sol, proyectando la sombra de la puerta sobre el asfalto por uno o dos segundos antes de volver a ocultarse tras las nubes. Luego, de nuevo la puerta entreabierta.

—Venid conmigo, niños —dijo Jimmy, y se los llevó al coche patrulla. Abrió la puerta trasera y los dos hermanos se quedaron mirando el asiento lleno de papeles, el forro polar de Jimmy (que no le hizo falta ese día) y el rifle con el seguro puesto y guardado en la parte de atrás de la banqueta. Se fijaron especialmente en el rifle.

—Mamá y papá siempre nos dicen que no entremos en el coche de un desconocido —dijo Blakie—. También nos lo dicen en la escuela. Que desconfiemos de los desconocidos.

—Es un policía con un coche de policía —dijo Rachel—. Puedes fiarte, entra. Pero como toques el rifle, te llevas una torta.

—Haces bien en advertirle lo del arma, pero está guardada y lleva el seguro puesto —dijo Jimmy.

Blakie entró en el coche y miró por encima del asiento.

—¡Eh, tienes un iPad!

—Cállate —dijo Rachel. Ella también se disponía a entrar cuando miró a Jimmy Golding y le dijo con una expresión cansada y aterrorizada—: no lo toques. Te vas a pringar

Jimmy casi sonrió. Tenía una hija que debía de ser solo un año menor que aquella niña y seguramente habría dicho lo mismo. Supuso que había dos tipos de niña, las marimachos y las que odiaban ensuciarse. Igual que su Ellen, esta también odiaba ensuciarse.

Con esa interpretación, que pronto resultaría fatal, de lo que la pequeña Rachel Lussier había querido decir con pringar, cerró la puerta y dejó a los dos niños en la parte trasera de la unidad 17. Se inclinó frente a la ventanilla de la parte delantera del coche patrulla y agarró el micro de la radio. No perdió de vista ni un momento la puerta entreabierta del coche familiar, por lo que no pudo ver al chaval que estaba junto al restaurante del área de servicio, aferrado a unas alforjas de imitación de cuero que sujetaba contra su pecho como si se tratara de un recién nacido. Un momento después, el sol volvió a asomar entre las nubes y Pete Simmons fue engullido por la sombra del edificio del restaurante.

Jimmy llamó a la central.

—17, te recibo.

—Estoy en la vieja zona de servicios del Área 81. Tengo cuatro vehículos abandonados, un caballo abandonado y dos niños, también abandonados. Uno de los vehículos es un coche familiar. Los niños dicen… —Hizo una pausa, pero luego pensó qué demonios—. Los niños dicen que se ha comido a sus padres.

—¿Puedes repetirlo? Cambio.

—Creo que quieren decir que alguien que podría estar dentro los atrapó. Quiero que mandes a todas las unidades disponibles. Cambio.

—Haré un llamamiento a todas las unidades, pero la primera no llegará hasta dentro de diez minutos. Será la unidad 12. Tiene un código 73 en Waterville.

Se trataba de Al Andrews quien, sin duda, estaba comiendo en Bob’s Burgers y charlando de política.

—Recibido —respondió.

—17, dame la referencia del vehículo, lo buscaré en la base de datos.

—Negativo. No tiene matrícula. Y respecto a la marca y el modelo del coche, está tan cubierto de barro que no sabría decir… Eso sí, es americano. Creo. Probablemente un Ford o un Chevy. Tengo a los niños en el coche patrulla. Se llaman Rachel y Blakie Lussier, de Fresh Winds Way, Falmouth. Me han dicho el número pero no lo recuerdo.

¡Diecinueve! —gritaron Rachel y Blakie al unísono.

—Dicen que…

—Lo tengo, 17. Y ¿en qué coche han llegado?

¡En el Expendition de papá! —gritó Blakie, feliz al ver que podía ayudar en algo.

—Un Ford Expedition —dijo Jimmy—. Matrícula 3772 IY. Voy a acercarme al coche.

—Recibido. Ten cuidado, Jimmy.

—Recibido. Ah, sí, ¿puedes ponerte en contacto con el 911 y decirles que los niños están bien?

—Claro.

Estaba a punto de volver a dejar el micro cuando decidió pasárselo a Rachel.

—Si ocurre algo, algo malo, pulsas este botón de aquí y gritas «treinta». Eso significa que el agente necesita ayuda. ¿Lo has entendido?

—Sí, pero no debería acercarse a ese coche, agente Jimmy. Muerde, se come a la gente y se va a pringar.

Blakie estaba tan maravillado por el hecho de estar dentro de un coche de policía de verdad que había olvidado temporalmente lo que les había sucedido a sus padres. Pero de pronto, al recordarlo, empezó a llorar otra vez.

—¡Quiero a mamá y a papá!

A pesar de lo extraña que era la situación y del peligro que comportaba, Jimmy estuvo a punto de estallar en carcajadas al ver cómo Rachel Lussier ponía los ojos en blanco como queriendo decir ¿ves lo que me toca aguantar? ¿Cuántas veces debía de haber visto esa misma expresión en el rostro de su hija, la pequeña Ellen Golding, de solo cinco años?

—Mira, Rachel —dijo Jimmy—, sé que estás asustada, pero aquí dentro estáis seguros y yo tengo que hacer mi trabajo. Si tus padres están en ese coche, no queremos que les hagan daño, ¿verdad?

¡VAYA A BUSCAR A MAMÁ Y A PAPÁ, AGENTE JIMMY! —bramó Blakie—. ¡NO QUEREMOS QUE LES HAGAN DAAAÑO!

Jimmy vio algo de esperanza en los ojos de la niña, aunque menos de la que le hubiera gustado. Como el agente Mulder en la antigua serie Expediente X, Rachel quería creer… pero, como le sucedía a la compañera de Mulder, la agente Scully, era incapaz de hacerlo. ¿Qué debían de haber visto esos niños?

—Tenga cuidado, agente Jimmy —dijo Rachel levantando un dedo. Era un gesto aprendido de la maestra de la escuela, reforzado de forma simpática por un leve temblor—. No lo toque.

Mientras Jimmy se acercaba al coche familiar, sacó de la funda su Glock automática, aunque no le quitó el seguro. Por el momento. Situado un poco más al sur de la puerta entreabierta, volvió a invitar a salir a quien pudiera estar dentro del vehículo, con las manos abiertas, vacías y en alto. No salió nadie. Estaba a punto de tocar la puerta cuando recordó la advertencia de la niña y dudó un momento. Finalmente la tocó con el cañón de la pistola para acabar de abrirla, pero no solo no se abrió, sino que el cañón del arma se quedó pegado al instante. Esa cosa era un bote de pegamento.

Sintió que algo tiraba de él hacia el coche, como si una mano poderosa hubiera asido el cañón de su Glock y lo hubiese arrastrado con fuerza. Por un segundo, podría haber soltado la pistola, pero una idea como esa ni siquiera se le habría pasado por la cabeza. Una de las primeras cosas que te enseñan en la Academia respecto al tema de las armas es que jamás debes soltar la que llevas en el cinturón. Jamás.

Por eso siguió agarrando con fuerza la pistola, y el coche, después de comérsele el arma, se le comió la mano. Y el brazo. El sol volvió a asomar entre las nubes y proyectó la sombra menguante de Jimmy sobre el asfalto. Mientras, de fondo, se oían los gritos de unos niños.

El coche familiar se está ACOPLANDO al agente, pensó. Ahora entiendo lo que quería decir la niña con lo de pring

Luego el dolor se extendió por todo su cuerpo y dejó de pensar. Solo hubo tiempo para soltar un grito. Solo uno.