4. La familia Lussier (Ford Expedition del 2011)

—¡Mira, mamá! ¡Mira, papá! —gritó Rachel Lussier, de seis años—. ¡Es la señora del caballo! ¿Veis el remolque? ¿Lo veis?

A Carla no le sorprendió que Rachel fuera la primera en ver el remolque, a pesar de que iba sentada en el asiento de atrás. Rachel era, de lejos, la que tenía mejor vista de la familia. Su padre solía decir que tenía visión de rayos X. Era una de esas bromas que no acababa de ser una broma del todo.

Tanto Johnny como Carla y Blake, este último de solo cuatro años, llevaban gafas. Todos sus familiares, por ambos lados del árbol genealógico, llevaban gafas. Incluso Bingo, el perro, probablemente las necesitaba. Bingo era capaz de estamparse contra la mosquitera cuando quería salir al jardín. Solo Rachel había escapado a la maldición de la miopía. La última vez que la llevaron al oftalmólogo, había conseguido leer toda la condenada tabla de letras, de arriba abajo. El doctor Stratton se había quedado de piedra.

—Seguramente pasaría las pruebas para piloto de cazas de combate —les había dicho a Johnny y Carla.

—Tal vez un día se presente —había dicho Johnny—. Sin duda tiene instinto asesino, al menos en lo que respecta a su hermano pequeño.

Carla le había hincado el codo en las costillas por haber dicho eso, pero en realidad sabía que era cierto. Había oído que había menos rivalidad entre los hermanos de diferentes sexos. En cualquier caso, si eso era cierto, Rachel y Blake eran la excepción que confirmaba la regla. A veces, Carla pensaba que las dos palabras que más oía eran ha empezado. Tan solo el género del pronombre que seguía era distinto según el caso.

Los dos se habían portado bastante bien durante los primeros ciento cincuenta kilómetros, en parte porque visitar a los padres de Johnny siempre los ponía de buen humor y, sobre todo, porque Carla se había ocupado de llenar la tierra de nadie que quedaba entre el elevador de Rachel y la sillita de Blake con juguetes y libros para colorear. Sin embargo, después de haberse detenido para ir al baño y comer algo en Augusta, las riñas habían vuelto a empezar. Probablemente por culpa de los helados. Darles azúcar a los niños durante un viaje largo en coche era como rociar una hoguera con gasolina, y Carla lo sabía, pero tampoco podías negárselo todo.

Llevada por la desesperación, Carla había empezado un juego de Plastic Fantastic en el que ella hacía de jueza y concedía los puntos por los gnomos de jardín, los pozos de los deseos, las estatuas de la Virgen María, etc. El problema era la autopista, donde había muchos árboles, pero pocos rótulos y muy rutinarios. Su hija de seis años, con vista de lince, y su hijo de cuatro, de lengua viperina, estaban empezando a reiniciar viejas rencillas cuando Rachel vio el remolque para caballos aparcado junto al acceso a la antigua zona de servicios del Área 81.

—¡Quiero acariciar al caballito otra vez! —exclamó Blake, y empezó a revolverse sobre su asiento como el bailarín de break-dance más pequeño del mundo. Ya tenía las piernas lo suficientemente largas como para golpear desde atrás el asiento del conductor, algo que Johnny consideraba très molesto.

Que alguien vuelva a preguntarme por qué quise tener niños, pensó. Que alguien me recuerde en qué demonios estaba pensando cuando lo decidí. Sé que en aquel momento tenía sentido.

—Blakie, no le pegues patadas al asiento de papá —dijo Johnny.

—¡Quiero acariciar el cabaaa…llooo! —chilló Blake, y le propinó otra patada a la parte posterior del asiento del conductor, una especialmente fuerte.

—Eres un encanto —le dijo Rachel, a salvo de las patadas de su hermano al otro lado de la zona desmilitarizada del asiento trasero. Le habló con el tono de hermana mayor más indulgente del que fue capaz, aquel que invariablemente conseguía enfurecer a Blakie.

—¡NO ME LLAMES ENCANTO!

—Blakie —empezó a decir Johnny—, si no paras de golpear el asiento de papá, papá tendrá que sacar su cuchillo de carnicero y amputarle los piececitos a Blackie a la altura de los tobi…

—Ha sufrido una avería —dijo Carla—. ¿Ves los conos de señalización? Para y vamos a ver.

—Cariño, tendría que parar en el arcén. No es que sea muy buena idea.

—No, pero puedes volver atrás y aparcar junto a esos dos coches. En la rampa de acceso. Hay espacio para el coche y no pasa nada si bloqueas el paso, porque el área está cerrada.

—Pero me gustaría llegar a Falmouth antes de…

—Te he dicho que pares —Carla utilizó ese tono DEFCON-1, de alerta máxima, que no admitía réplicas, a pesar de que sabía que no era una buena idea. ¿Cuántas veces había oído últimamente a Rachel dirigiéndose a Blake en ese mismo tono, insistiendo hasta que el pequeño acababa llorando?

Carla cambió la voz de exijo-obediencia-ciega por un tono más calmado.

—Esa mujer ha sido muy amable con los chicos.

Se habían detenido junto al remolque del caballo para comprar unos helados en el Damon’s. La mujer del caballo (casi tan grande como el animal, por cierto) estaba apoyada en el remolque, tomándose también un helado mientras le daba algo de comer a aquel precioso animal. A Carla le pareció que le daba una barrita de cereales Kashi.

Johnny había agarrado a los niños de la mano y había intentado que olvidaran la presencia del remolque, pero Blake no estaba dispuesto a pasar de largo sin más.

—¿Puedo acariciar a su caballo? —le había preguntado a la señora.

—Serán veinticinco centavos —le había respondido aquella mujer enorme, vestida con una falda de montar marrón. La mujer había sonreído enseguida al ver la expresión alicaída del chiquillo—. No, hombre, no. Es broma. Toma, sujétame esto —le había dicho mientras le pasaba el helado medio derretido a Blake, que se quedó tan sorprendido que no pudo negarse. Luego lo había levantado del suelo para que pudiera acariciarle el hocico a la yegua. Didí miró con parsimonia a aquel chaval de ojos grandes, olisqueó el helado de la mujer, decidió que no era lo que quería y se dejó acariciar el hocico.

—¡Uau, qué suave! —había dicho Blake. Carla nunca había oído un entusiasmo tan genuino en la voz de su hijo. ¿Por qué aún no hemos llevado a los niños a un zoo infantil? se había preguntado, e inmediatamente lo había apuntado en su lista mental de cosas pendientes.

—¡Yo, yo, yo! —reclamó Rachel mientras danzaba con impaciencia alrededor de la mujer.

La señora dejó a Blake otra vez en el suelo.

—Puedes lamer el helado mientras levanto a tu hermana —le había dicho—, pero no me dejes microbios pegados, ¿de acuerdo?

A Carla le había pasado por la cabeza decirle a Blake que no estaba bien comer algo que ya hubiera probado otra persona, especialmente si se trataba de un desconocido. Pero entonces vio la sonrisa desconcertada de Johnny y pensó ¡qué demonios! Al fin y al cabo mandas a tus hijos a la escuela, que no es más que una fábrica de gérmenes. Recorres con ellos cientos de kilómetros por autopistas en las que cualquier maníaco borracho o un adolescente que conduce tecleando el móvil podrían cruzar la mediana y provocar un choque frontal. ¿Y luego les prohíbes lamer el helado de otro? Tal vez exageraba un poco con esa mentalidad de sillita de coche y casco para la bici.

La mujer del caballo había levantado también a Rachel para que pudiera acariciarle el hocico al caballo.

—¡Uau! ¡Qué guapo! —había dicho Rachel—. ¿Cómo se llama?

—Didí.

—¡Es un nombre genial! ¡Te quiero, Didí!

—Yo también te quiero, Didí —había dicho la señora del caballo antes de plantarle un beso en el hocico. Eso los había hecho reír a todos.

—Mamá, ¿podemos tener un caballo?

—¡Sí, claro! —había respondido Carla con entusiasmo—. ¡Cuando cumplas los veintiséis!

Al oír eso, Rachel había mostrado su cara de rabieta (el ceño fruncido, las mejillas hinchadas, los labios reducidos a un punto), pero al ver que la mujer del caballo se reía, había cedido y se había reído también.

La enorme señora se había agachado frente a Blakie, con las manos en las rodillas cubiertas por la falda de montar.

—¿Me puedes devolver el helado, coleguita?

Blake se lo ofreció. Cuando la señora lo cogió, Blake se lamió los dedos, completamente pringados de restos de helado de pistacho.

—Gracias —le había dicho Carla a la mujer del caballo—. Ha sido usted muy amable. —A continuación, y dirigiéndose a Blake, había añadido: —Vamos adentro. Primero te limpias y luego podrás tomar un helado.

—Yo quiero uno como el de ella —había dicho Blake, y el comentario arrancó otra carcajada a la mujer del caballo.

Johnny había insistido en que se comieran los helados antes de subir al coche, porque no quería que le decoraran el Ford Expedition con helado de pistacho. Cuando hubieron terminado, la señora del caballo ya se había marchado.

Simplemente había sido una de esas personas —a veces, antipáticas; habitualmente, amables; en ocasiones, incluso estupendas— con las que te encuentras durante un viaje y a las que no esperas volver a ver.

Pero allí estaba ella, o al menos su ranchera, aparcada en el arcén con los conos de señalización perfectamente colocados tras el remolque. Y Carla tenía razón, la señora del caballo había sido amable con los chicos. Fue por eso que, finalmente, Johnny Lussier tomó la peor decisión de su vida.

Puso el intermitente, detuvo el coche en la rampa como Carla le había sugerido y aparcó justo delante del Prius de Doug Clayton, que seguía con las luces de emergencia encendidas, y junto al coche familiar cubierto de barro. Puso la palanca de cambios en la posición de estacionamiento pero dejó el motor en marcha.

—Quiero acariciar al caballito —dijo Blake.

—Yo también quiero acariciar al caballito —dijo Rachel con un tono de voz altanero y señorial que a saber de dónde había sacado. A Carla este tono la ponía furiosa, pero pensó que sería mejor no decir nada. Si replicaba, Rachel seguiría hablando así mucho más tiempo.

—No sin el permiso de la señora —dijo Johnny—. Niños, quedaos aquí sentados. Y tú también, Carla.

Sí, mi señor —respondió Carla con esa voz de zombi que siempre hacía reír a los chicos.

—Qué risa, tía Felisa…

—La cabina de su ranchera está vacía —dijo Carla—. De hecho, todos los coches parecen vacíos. ¿Crees que habrá habido un accidente?

—No lo sé, pero no parece que haya desperfectos. Espera un minuto.

Johnny Lussier salió del coche, rodeó el Expedition que jamás terminaría de pagar y se acercó a la cabina de la ranchera. Carla no había visto a la mujer del caballo, pero quería asegurarse de que no estaba tendida en el asiento, tal vez luchando por sobrevivir a un ataque al corazón. (Johnny había sido corredor toda su vida y estaba secretamente convencido de que un ataque al corazón aguardaba a todo aquel que superara los cuarenta y cinco años y pesara tres kilos más de lo que se recomendaba en Medicine.net).

No estaba tendida en el asiento (por supuesto que no, Carla hubiera visto a una mujer tan gorda incluso si hubiera estado tumbada) y tampoco se hallaba en el remolque, en el que solo había el caballo, que sacó la cabeza y le olisqueó la cara a Johnny.

—Hola… —Durante unos instantes no le vino a la cabeza el nombre, pero enseguida lo recordó—… Didí. ¿Cómo va eso?

Le dio unas palmaditas en el hocico y luego volvió a subir por la rampa para ver qué les había sucedido a los otros vehículos. Vio que, efectivamente, había ocurrido algún tipo de accidente, aunque parecía insignificante. El coche familiar había chocado contra los toneles naranjas que cerraban el paso por la rampa.

Carla bajó la ventanilla, algo que los niños no podían hacer porque las tenían bloqueadas.

—¿No la ves?

—No.

—¿No ves a nadie por ahí?

—Carla, deja al menos que… —De repente vio los dos teléfonos móviles y la alianza junto a la puerta semiabierta del coche familiar.

—¿Qué? —Carla estiró el cuello para ver mejor.

—Un segundo —Le pasó por la cabeza decirle que cerrara las puertas por dentro, pero luego pensó que no hacía falta. Estaban en la I-95 a plena luz del día, por el amor de Dios. Los coches pasaban cada veinte o treinta segundos, a veces dos o tres seguidos.

Se agachó y recogió los teléfonos, uno con cada mano, y se volvió hacia Carla, por lo que no pudo ver cómo la puerta del coche se abría de par en par, como una boca.

—Carla, creo que en este hay sangre —dijo mientras sostenía en el aire el móvil roto de Doug Clayton.

—¿Mamá? —preguntó Rachel—. ¿Quién está dentro de ese coche tan sucio? La puerta se está abriendo.

—Vuelve —dijo Carla. La boca se le secó de repente. Quiso gritar, pero sintió como si una piedra atascada en el pecho, invisible pero muy grande, se lo impidiera—. ¡Hay alguien en ese coche!

En lugar de regresar, Johnny se dio la vuelta y se inclinó hacia delante para mirar dentro del coche. En ese mismo momento, la puerta se cerró y le atrapó la cabeza. Se oyó un ruido sordo, terrorífico. La piedra que le había impedido gritar a Carla desapareció de repente. Finalmente consiguió tomar aire y aullar el nombre de su marido.

¿Qué le pasa a papá? —chilló Rachel. Su voz sonó aguda y estridente, como la de un clarinete desgarrado—. ¿Qué le pasa a papá?

¡Papá! —gritó Blake, que había estado haciendo inventario de sus nuevos Transformers y de repente había alzado la cabeza para buscar desesperadamente a su padre.

Carla no pensó. El cuerpo de su marido estaba allí, pero su cabeza estaba en el interior del sucio coche familiar. Pero seguía vivo, pues agitaba enérgicamente los brazos y las piernas. Carla estaba ya fuera del Expedition y ni siquiera recordaba haber abierto la puerta. Su cuerpo parecía actuar de forma autónoma, mientras que el cerebro, aturdido, se limitaba a seguirlo.

¡Mamá, no! —chilló Rachel.

¡Mamá, NO! —Blake no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, pero sabía que era algo malo. Empezó a llorar y a forcejear con la telaraña de correas de la sillita del coche.

Carla agarró a Johnny por la cintura y tiró de él con la fuerza extraordinaria que te confiere la adrenalina. La puerta del coche familiar se abrió parcialmente y la sangre brotó sobre sus pies como una pequeña catarata. Por un horrible instante, Carla vio la cabeza de su marido en el asiento embarrado del coche familiar antes de poder desviar la mirada. A pesar de que Johnny seguía temblando entre sus brazos, se dio cuenta (en uno de esos momentos de lucidez extrema que pueden sobrevenirnos durante una tormenta perfecta de pánico) de que ese era el aspecto de las víctimas de la horca cuando los recogían, una vez muertos. Porque se les rompía el cuello. En ese breve y virulento instante, apenas lo que dura un parpadeo, pensó que su marido parecía estúpido, sorprendido y feo, que lo más esencial de Johnny estaba fuera de él, y supo que ya estaba muerto, siguiera temblando o no. Tenía el aspecto de un chico que se había lanzado de cabeza y que en lugar de dar en el agua hubiera chocado contra las rocas. El aspecto de una mujer tras quedar empalada por el volante de su propio coche después de chocar con el contrafuerte de un puente. Tu propio aspecto, desfigurado, cuando te sobreviene la muerte.

La puerta del coche se cerró de forma brutal. Carla seguía abrazada a la cintura de su marido y, al notar un fuerte tirón hacia adelante, tuvo otro momento fugaz de lucidez.

¡Es el coche, tienes que alejarte del coche!

Soltó el cuerpo demediado de Johnny solo un instante demasiado tarde. Un mechón de su pelo entró en contacto con la puerta y se fundió en esta. Su cabeza golpeó el coche antes de poder liberarse. De repente, notó un ardor terrible en la parte superior de la cabeza mientras aquella cosa le engullía el cuero cabelludo.

¡Corre! —intentó gritarle a su hija, a menudo problemática pero indudablemente lista. ¡Corre y llévate a Blakie!

Pero antes de que pudiera siquiera empezar a articular sus pensamientos, ya no tenía boca.

Solo Rachel vio cómo el coche familiar cerraba la puerta de golpe sobre la cabeza de su padre como una planta carnívora sobre un insecto, pero los dos hermanos presenciaron cómo su madre desaparecía por la puerta embarrada como lo haría tras una cortina. Vieron cómo se le caía uno de los mocasines, vislumbraron las uñas rosas de los dedos de los pies, y luego desapareció. Un momento después, el coche blanco perdió su forma y se cerró sobre sí mismo, como un puño. A través de la ventana que su madre había dejado abierta, oyeron unos crujidos.

¿Qu… qué ha sido eso? —gritó Blakie. Las lágrimas inundaban sus ojos y tenía el labio inferior lleno de mocos—. ¿Qu… qué ha sido eso, Rachie, qué, qué ha sido eso?

Sus huesos, pensó Rachel. Solo tenía seis años y no le dejaban ver películas no aptas para menores de trece —ya no hablemos de las destinadas a mayores de dieciocho—, ni en el cine ni en la tele, pero sabía perfectamente que ese ruido lo hacían los huesos al romperse.

El coche ya no era un coche. Era una especie de monstruo.

—¿Dónde están mami y papi? —preguntó Blakie mientras buscaba a su hermana con sus grandes ojos, ahora aún más grandes a causa de las lágrimas—. ¿Dónde están mamá y papá, Rachie?

Suena como si tuviera dos años de nuevo, pensó Rachel, y tal vez por primera vez en su vida sintió algo por su hermano menor que no era irritación (o como cuando le hacía perder los nervios, odio absoluto). No creyó que ese nuevo sentimiento fuera amor. Pensó que se trataba de algo incluso más profundo. Finalmente su madre no había podido decir nada; de haber tenido tiempo de hacerlo, Rachel sabía lo que habría dicho: cuida de Blakie.

El niño se revolvía en su sillita. Sabía desatarse, pero el pánico había hecho que lo olvidara.

Rachel se desabrochó su cinturón, se deslizó del alzador e intentó ayudar a su hermano. Blake agitaba las manos frenéticamente y, sin querer, acabó propinándole un sonoro bofetón a su hermana. En circunstancias normales, eso le habría costado a Blakie, por lo menos, un buen golpe en el hombro (y Rachel habría acabado encerrada un buen rato en su habitación, mirando fijamente la pared, hecha una verdadera furia), pero en ese momento se limitó a agarrarle la mano para intentar contenerlo.

—¡Basta! ¡Deja que te ayude! ¡No podré soltarte si no dejas de hacer eso!

Blake dejó de revolverse, pero no de llorar.

—¿Dónde está papá? ¿Y mamá? ¡Quiero a mi mami!

Y yo también, imbécil, pensó Rachel mientras desabrochaba a su hermano.

—Ahora vamos a salir y vamos a…

¿Qué? ¿Qué iban a hacer? ¿Ir al restaurante? Estaba cerrado, por eso habían puesto allí esos toneles de color naranja. Por eso habían quitado los surtidores de gasolina y la hierba había crecido en el aparcamiento vacío.

—Nos vamos de aquí —concluyó ella.

Salió del coche y fue corriendo hasta el lado de Blakie. Abrió la puerta, pero su hermano no hizo más que mirarla con los ojos llenos de lágrimas.

—No puedo salir, Rachie, me caeré.

No seas tan miedica, estuvo a punto de decirle ella, aunque al final se contuvo. No era el momento adecuado, ya estaba lo suficientemente disgustado. Rachel le tendió los brazos.

—Déjate caer. Yo te agarraré.

Él la miró sin mucha convicción y acabó por hacerle caso. Rachel lo agarró, pero su hermano pesaba más de lo que parecía y los dos cayeron despatarrados al suelo. Ella se llevó la peor parte, puesto que quedó debajo, Blakie se dio un golpe en la cabeza y se arañó una mano, y empezó a berrear muy fuerte, esta vez a causa del dolor y no del miedo.

—Basta ya —dijo ella mientras se escabullía de debajo de su hermano—. Haz el favor de comportarte como un hombre, Blakie.

—¿Eh?

Ella no respondió. Se quedó mirando los dos teléfonos que estaban en el suelo, junto a aquel terrorífico coche familiar. Uno de ellos parecía roto, pero el otro…

Rachel se acercó al teléfono a gatas, sin apartar ni un momento la mirada del coche en el que su padre y su madre habían desaparecido súbitamente de un modo terrible. Cuando estaba a punto de alcanzar el teléfono bueno, Blakie pasó de largo en dirección al coche familiar extendiendo la mano arañada.

—¿Mamá? ¿Mami? ¡Sal de ahí! Me he hecho daño. Sal y dame un beso en la herida para que se me cu…

—No te muevas de donde estás, Blake Lussier.

Carla se habría sentido orgullosa de su hija. Era su voz de exijo-obediencia-ciega llevada al extremo. Y funcionó. Blake se detuvo a más de un metro del lateral del coche familiar.

—¡Pero quiero a mamá! ¡Quiero a mamá, Rachie!

Ella le agarró la mano y lo apartó del coche.

—Ahora no. Ahora tienes que ayudarme —Rachel sabía perfectamente cómo manejar el teléfono, pero tenía que distraerlo de algún modo.

—¡Dámelo, yo sé hacerlo! ¡Dámelo, Rachel!

Rachel se lo tendió, y mientras Blakie examinaba los botones, ella se levantó, tiró de la camiseta de Lobezno que llevaba su hermano y lo obligó a retroceder tres pasos. Blake apenas se dio cuenta. Encontró el botón de encendido del teléfono móvil de Julie Vernon y lo pulsó. El móvil emitió un pitido. Rachel se lo quitó, y por una vez en su corta vida de niño, Blakie no protestó.

Ella había escuchado con mucha atención cuando McGruff, el perro detective, había ido a hablarles a la escuela de temas de seguridad (a pesar de que sabía perfectamente que no era más que un tipo disfrazado), por lo que no dudó ni un momento. Marcó el 911, el número de emergencias, y se llevó el teléfono al oído. Sonó una vez y luego lo cogieron.

—¿Hola? Me llamo Rachel Ann Lussier, y…

—Esta llamada está siendo grabada —la interrumpió una voz de hombre—. Si desea informar acerca de una emergencia, pulse uno. Si desea informar acerca del mal estado de las carreteras, pulse dos. Si desea informar acerca de una avería en carretera…

—¿Rachel? ¿Rachie? ¿Dónde está mamá? ¿Y pa…?

¡Chis! —lo reprendió Rachel con severidad antes de pulsar el 1. Le costó mucho hacerlo. La mano le temblaba y veía borroso. Se dio cuenta de que estaba llorando. ¿Cuándo había empezado a llorar? No se acordaba.

—Hola, está hablando con el 911 —dijo una mujer.

—¿Es usted real o es otra grabación? —preguntó Rachel.

—Soy real —dijo la mujer, a la que parecía haberle hecho gracia la pregunta—. ¿Quiere informar de una emergencia?

—Sí. Un coche malo se ha comido a nuestra madre y a nuestro padre. Está en la…

—Será mejor que lo dejes —le recomendó la mujer del 911. Su voz sonaba aún más divertida—. ¿Cuántos años tienes, niña?

—Seis y medio. Me llamo Rachel Ann Lussier y un coche, un coche malo…

—Óyeme bien, Rachel Ann o como sea que te llames, puedo rastrear esta llamada. ¿Lo sabías? Apuesto a que no. Ahora cuelga y así no tendré que mandar a un policía a tu casa para que te dé unos buenos azo…

¡Están muertos, imbécil! —gritó Rachel y, nada más oírlo, Blakie empezó a llorar de nuevo.

La mujer del 911 no dijo nada por unos instantes. Luego, Rachel volvió a escuchar su voz, que ya no sonaba tan divertida.

—¿Dónde estás, Rachel Ann?

—¡En el restaurante vacío! ¡El de los toneles naranjas!

Blakie se sentó cubriéndose el rostro con los brazos. Eso le provocó a Rachel un dolor que hasta entonces no había sentido jamás. Le dolió en lo más profundo del corazón.

—La información que me das no es suficiente —dijo la señora del 911—. ¿Puedes ser un poco más específica, Rachel Ann?

Rachel no sabía lo que significaba específica, pero sabía lo que veía: el neumático trasero del coche familiar, el que tenían más cerca, se estaba fundiendo un poco. Un tentáculo de algo que parecía goma líquida se movía lentamente por el asfalto en dirección a Blakie.

—Debo irme —dijo Rachel—. Tenemos que alejarnos del coche malo.

Puso a Blake de pie sin perder de vista el neumático fundido. El tentáculo de goma empezó a retroceder tal como había salido (porque sabe que estamos fuera de su alcance, pensó ella) y el neumático recuperó su forma original, pero para Rachel eso no era suficiente. Siguió arrastrando a Blake rampa abajo, en dirección a la autopista.

—¿Adónde vamos, Rachie?

No lo sé.

—Lejos de ese coche.

—¡Quiero mis Transformers!

—Ahora no, más tarde. —Agarraba a Blake con fuerza mientras seguía retrocediendo rampa abajo hacia la autopista, donde el tráfico ocasional pasaba a ciento veinte, ciento treinta kilómetros por hora.

No hay nada tan penetrante como el grito de un niño. Es uno de los mecanismos de supervivencia más eficaces de la naturaleza. Pete Simmons ya no dormía tan profundamente, y cuando Rachel le gritó a la mujer del 911, la oyó y se despertó del todo.

Se incorporó hasta quedar sentado, hizo una mueca de dolor y se llevó una mano a la cabeza. Le dolía, y sabía a qué se debía ese dolor: era la temida RESACA. Tenía la lengua seca y el estómago revuelto. No revuelto como para ponerse a vomitar, pero revuelto de todos modos.

Gracias a Dios que no he bebido más, pensó, y se puso de pie. Se acercó a una de las ventanas cubiertas de alambre para ver de dónde venían los gritos. No le gustó lo que vio. Algunos de los toneles naranjas que bloqueaban la rampa de entrada al área de servicio estaban derribados y había coches ahí abajo. Unos cuantos.

Entonces vio a un par de niños… una niña con unos pantalones de color rosa y un niño en pantalones cortos y camiseta de manga corta. Tan solo los vio un momento, justo para darse cuenta de que estaban retrocediendo, como si algo los asustara, y luego desaparecieron tras lo que a Pete le pareció un remolque para caballos.

Algo iba mal. Debía de haber ocurrido un accidente o algo, aunque ahí abajo nada parecía un accidente. Su primer impulso fue salir de allí a toda prisa, antes de verse implicado en lo que hubiera pasado, fuera lo que fuera. Agarró sus alforjas y se dirigió hacia la cocina y la plataforma contigua. Pero entonces se detuvo. Había niños allí fuera. Niños pequeños. Demasiado pequeños para estar merodeando solos cerca de una vía rápida como la I-95, y aún no había visto a ningún adulto.

Si hay coches, tiene que haber mayores, ¿no?

Sí, había visto los coches, y una ranchera con un remolque para caballos, pero no había visto a ningún adulto.

Tengo que ir. Aunque me meta en problemas, tengo que asegurarme de que esos dos críos no acaban espachurrados en la autopista.

Pete acudió rápidamente hacia la puerta principal del Burger King, la encontró cerrada y se preguntó lo mismo que le habría preguntado Normie Therriault: Eh, capullo, ¿hay algo en lo que no seas un cero a la izquierda?

Pete dio la vuelta y se dirigió a toda prisa hacia la plataforma. Al correr le dolía aún más la cabeza, pero ignoró ese dolor. Dejó las alforjas sobre el borde de la plataforma de hormigón y descendió. Aterrizó mal y se dio un golpe en la rabadilla, pero también ignoró ese dolor. Se levantó de nuevo y lanzó una mirada fugaz en dirección al bosque. Podría simplemente desaparecer. Si lo hacía, tal vez se ahorraría problemas en el futuro. La idea era miserablemente tentadora. No era como en las películas, donde el bueno siempre tomaba la decisión correcta sin dudar ni un momento. Si alguien llegaba a olerle el vodka en el aliento…

—Dios —dijo—. Oh, Dios mío…

¿Por qué se le había ocurrido acercarse a un lugar como ese?

Agarrando con firmeza la mano de Blakie, Rachel se llevó a su hermano hasta el final de la rampa. En cuanto hubieron llegado, pasó un camión con doble remolque a ciento veinte kilómetros por hora. El aire que levantó el vehículo les echó todo el pelo hacia atrás, les arremolinó la ropa y a punto estuvo de derribar a Blakie.

—¡Rachie, tengo miedo! ¡No podemos meternos en la carretera!

Cuéntame algo que no sepa, pensó Rachel.

En casa no los dejaban ir solos más allá del camino de entrada a pesar de que casi no había tráfico en Beeman Lane, Falmouth. El tráfico de la autopista no era ni mucho menos constante, pero cuando pasaba un coche, lo hacía muy, muy rápido. Además, ¿adónde iban a ir? Podían echarse a andar por el arcén, pero correrían un gran riesgo. Y no había salidas en ese tramo, tan solo bosques. Podían volver al restaurante, pero tendrían que pasar junto al coche malo.

Un coche deportivo rojo pasó a toda velocidad, el conductor tenía la mano pegada al claxon y emitía un MOOOOOOOC constante que le hizo desear a Rachel poder taparse los oídos.

Blake iba dándole tirones y Rachel se lo permitía. A uno de los lados de la rampa había unos postes que servían de barrera de seguridad. Blakie se sentó en uno de los gruesos cables que unían los postes y se tapó los ojos con las manos. Rachel se sentó junto a él. Ya no sabía qué hacer.