Julie Vernon no necesitaba que el rey Jacobo le enseñara a ser una buena samaritana. Se había criado en la pequeña población de Readfield, Maine, de unos dos mil cuatrocientos habitantes, uno de esos lugares en los que todo el mundo se conoce y donde incluso a los forasteros se los trata con familiaridad. Nadie se lo había contado con tantas palabras, simplemente lo había aprendido de su madre, su padre y de sus hermanos mayores. No es que ellos tuvieran gran cosa que contar acerca de esos asuntos, pero la enseñanza basada en el ejemplo es siempre la más poderosa. Si veías a un tipo tendido junto a la carretera, poco importaba si era un samaritano o un marciano. Te detenías y lo ayudabas.
Tampoco le había preocupado demasiado la posibilidad de que pudiera atracarla, violarla o asesinarla alguien que pudiera estar fingiendo que necesitaba ayuda. Julie era ese tipo de mujeres que todo el mundo suponía que sería una buena esposa porque —como dirían los viejos norteños de Maine, de los que aún quedan algunos— era de ese tipo de mujeres que «te dan calor en invierno y sombra en verano». Cuando estaba en quinto curso y la enfermera de la escuela le preguntó cuánto pesaba, Julie había respondido con orgullo:
—Mi padre dice que debo rondar los setenta y siete kilos. Algo menos una vez despellejada.
Ahora, con treinta y cinco años, debía de rondar los ciento treinta kilos y no le interesaba para nada la posibilidad de convertirse en una buena esposa. Era lesbiana hasta la médula y estaba orgullosa de serlo. Llevaba dos adhesivos en la parte trasera de su ranchera Dodge Ram. En uno ponía POR LA IGUALDAD DE GÉNERO. En el otro, grande y rosa, se podía leer que ¡GAY ES UNA PALABRA FELIZ!
Los adhesivos no se veían porque transportaba lo que ella solía llamar «el remolque de la jaca». Se había comprado una yegua española de dos años en la población de Clinton y en ese momento volvía a Readfield, donde vivía en una granja con su compañera, a solo tres kilómetros de la casa donde se había criado.
Pensaba, como solía hacer a menudo, en los cinco años que había estado de gira con Las Centellas, un equipo femenino de lucha libre sobre barro. Esos años habían sido malos y buenos por igual. Habían sido malos porque el espectáculo de Las Centellas generalmente se consideraba un entretenimiento estrambótico (lo que no dejaba de ser cierto). Y buenos, porque le habían permitido ver mucho mundo. Si bien era cierto que habían viajado principalmente por América, Las Centellas se fueron una vez de gira durante tres meses por Inglaterra, Francia y Alemania, donde las habían tratado con una amabilidad y un respeto que habían rozado lo insólito. En otras palabras, como a señoritas.
Todavía tenía el pasaporte, lo había renovado el año anterior, aunque había asumido que no tendría la ocasión de volver a viajar al extranjero. En general, se conformaba con esa situación. En general, era feliz en la granja, con Amelia y el ganado variopinto que tenían, pero a veces echaba de menos los tiempos en que se marchaba de gira: los ligues de una noche, los combates bajo los focos, la ruda camaradería de las otras chicas. A veces incluso echaba de menos los enfrentamientos con el público.
—¡Agárrala por el coño, que es bollera y le gusta! —le había gritado una noche un palurdo, borracho como una cuba. Había sido en Tulsa, si no recordaba mal.
Tanto ella como Melissa, la chica con la que había estado forcejeando hasta aquel momento en el cuadrilátero lleno de barro, se habían mirado, habían asentido con la cabeza y se habían quedado de pie mirando al sector de público de donde había salido el grito. Estaban allí plantadas, con sus bikinis minúsculos, mientras del pelo y de los pechos les caían gotas de barro líquido. Las dos habían acabado dedicándole al follonero en cuestión sendos cortes de mangas al unísono. El público estalló en un aplauso espontáneo que acabaría en ovación después de que, primero Julianne y luego Melissa, se volvieran de espaldas y le dedicaran un calvo a ese gilipollas.
Desde pequeña había aprendido que debías preocuparte por el que se caía y no podía levantarse. También había aprendido que no hay que tragar mierda por nada, ni por los amigos que tengas, la talla que gastes, el curro al que te dediques o tus preferencias sexuales. Si empezabas a comer mierda, acababa convirtiéndose en tu dieta habitual.
El CD que estaba escuchando llegó al final y ya estaba a punto de pulsar el botón EJECT cuando vio un coche más adelante, aparcado en la rampa que llevaba al Área 81 abandonada. Tenía las luces de emergencia encendidas. Había otro coche delante, un familiar hecho una mierda y lleno de barro. Probablemente un Ford o un Chevrolet, aunque resultaba difícil distinguirlo.
Julie no tomó ninguna decisión, básicamente porque no se planteó otras opciones. Puso el intermitente, vio que no había sitio para ella en la rampa de acceso, no con el remolque, y se detuvo en el arcén justo después de la salida, con cuidado para que las ruedas no quedaran atascadas en el suelo de tierra. No quería volcar el remolque en el que llevaba un caballo que acababa de costarle mil ochocientos dólares.
Seguramente no sería grave, pero no costaba nada echar un vistazo. Nunca se sabe si a una embarazada le dará por parir de repente en medio de la autopista interestatal, o si un tipo que se haya parado a ayudar se habrá desmayado al verla. Julie puso las luces de emergencia, aunque sabía que tampoco se verían mucho por culpa del remolque.
Salió de la ranchera, miró en dirección a los dos coches pero no divisó ni un alma. Tal vez alguien ya había recogido a los conductores, pero le pareció más probable que hubieran subido al restaurante. De todos modos, Julie dudó que hubieran encontrado gran cosa. Lo habían clausurado el mes de septiembre anterior. Ella misma solía parar en el Área 81 para comprarse un helado, aunque ahora tenía que hacerlo casi treinta kilómetros más al norte, en el restaurante Damon’s de Augusta.
Pasó por detrás del remolque y su nueva yegua, Didí, sacó el hocico por la ventanilla. Julie se lo acarició.
—So, chica, sooo. Solo será un minuto.
Abrió las puertas para poder acceder a un compartimento que había en el lateral del remolque. Didí decidió que era un buen momento para salir del vehículo, pero Julie la detuvo con uno de sus fornidos hombros e intentó tranquilizarla una vez más.
—So, chica, sooo.
Descorrió el pestillo del compartimento. Dentro, encima de todas las herramientas, llevaba unas cuantas balizas de señalización y dos pequeños conos de tráfico de color rosa fluorescente. Julie agarró los conos por la abertura superior (las balizas no eran necesarias porque la tarde empezaba a despejarse). Cerró el compartimento y lo bloqueó de nuevo con el pestillo, no quería que Didí pudiera meter uno de los cascos dentro y se hiciera daño. Luego cerró los portones traseros. Didí volvió a sacar el hocico. Julie no acababa de creer que un caballo pudiera mostrarse preocupado por algo, pero sin duda Didí estaba expresando algo parecido.
—No tardaré mucho —dijo. A continuación colocó los conos detrás del remolque y se acercó a los dos coches.
El Prius estaba vacío, pero las puertas no estaban cerradas con llave. Julie no le dio mucha importancia, puesto que había una maleta y un maletín que parecía bastante caro en el asiento de atrás. La puerta del conductor del viejo coche familiar estaba abierta. Julie se dirigió hacia ella, pero se detuvo de repente con el ceño fruncido. Sobre el asfalto, junto a la puerta entreabierta, había un teléfono móvil y algo que, si no era una alianza, se le parecía mucho. El móvil tenía la carcasa agrietada, como si se hubiera caído y se hubiera roto a causa del impacto. Y en la pantalla en la que aparecían los números había… ¿una gota de sangre?
Probablemente no, probablemente no era más que barro. Al fin y al cabo, el coche familiar estaba absolutamente cubierto de lodo, pero a Julie aquello cada vez le daba más mala espina. Había estado galopando con Didí antes de cargarla en el remolque, y no se había cambiado de ropa, por lo que aún llevaba puesta la falda de montar. Sacó su teléfono móvil del bolsillo derecho y se planteó marcar el número de emergencias.
No, decidió que aún no era necesario. Pero si el coche familiar lleno de barro estaba igual de vacío que el pequeño coche verde que tenía detrás, o si la gota que manchaba el teléfono era realmente de sangre, llamaría. Y se quedaría a esperar a que llegara el coche patrulla de la policía estatal en lugar de acercarse a ese edificio abandonado. Era valiente y tenía buen corazón, pero no era imbécil.
Se agachó para examinar el anillo y el teléfono del suelo. El leve vuelo de su falda de montar rozó el flanco embarrado del coche familiar y pareció fundirse en él. Julie sintió un fuerte tirón hacia la derecha. Una de sus robustas nalgas golpeó el lateral del familiar. La superficie cedió en contacto con ella y luego envolvió dos capas de ropa y la carne que estas cubrían. El dolor fue inmediato y sobrecogedor. Julie gritó, dejó caer el teléfono e intentó zafarse a empujones, pero el coche la tenía agarrada casi como si se tratara de una de sus antiguas contrincantes de lucha libre sobre barro. La mano y el antebrazo derechos desaparecieron bajo esa membrana dúctil con aspecto de ventana. Lo que apenas consiguió vislumbrar al otro lado, a través de la película de lodo, no era el fornido brazo de una robusta amazona, sino simplemente los huesos pelados con jirones de carne colgando alrededor.
El coche familiar empezó a arrugarse.
Pasó un coche en sentido sur. Luego otro. Por culpa del remolque, no pudieron ver a la mujer que ya tenía medio cuerpo dentro del coche familiar deformado. Tampoco oyeron sus gritos. Uno de los conductores estaba escuchando a Toby Keith y el otro, a Led Zeppelin. Cada cual con su música, a todo volumen. Desde el restaurante, Pete Simmons la oyó, pero solo a lo lejos, como un eco apagado. Parpadeó y los gritos cesaron.
Pete se dio la vuelta sobre el colchón roñoso y volvió a dormirse.
Aquello que parecía un coche se había comido a Julianne Vernon, con ropa, botas y todo. Lo único que dejó fue su teléfono, que quedó junto al de Doug Clayton. Luego el coche familiar recuperó su forma con ese mismo sonido de pelota de tenis golpeada por una raqueta.
Desde el remolque, Didí mostraba su impaciencia y soltaba alguna que otra coz. Tenía hambre.