—Tú no puedes venir —le dijo su hermano mayor. George habló en voz baja a pesar de que el resto de sus amigos (una pandilla de chicos del barrio de doce y trece años que se hacían llamar el Escuadrón Rompeculos) le esperaban, impacientes, al otro lado de la calle—. Es demasiado peligroso.
—No tengo miedo —dijo Pete. Lo dijo con bastante rotundidad, aunque en realidad sí tenía miedo, un poco. George y sus amigos iban al foso de arena que había detrás de la bolera. Allí jugarían a un juego que se había inventado Normie Therriault. Normie era el líder del Escuadrón Rompeculos y el juego se llamaba «Paracaidistas del Infierno». Había un sendero lleno de surcos que llevaba hasta el borde del precipicio, y el juego consistía en ir en bici por él a toda velocidad gritando «¡el Escuadrón mola!» tan fuerte como fuera posible y sin apoyar el culo en el sillín. La caída solía ser de unos tres metros, y la zona de aterrizaje acreditada era blanda, pero tarde o temprano alguno aterrizaría en la grava en vez de hacerlo en la arena y probablemente se rompería un brazo o un tobillo. Hasta Pete sabía eso (aunque también más o menos comprendía por qué eso aumentaba su atractivo). Entonces los padres lo descubrirían y eso supondría el final de Paracaidistas del Infierno… De momento, el juego (sin casco, por supuesto) continuaba.
Sin embargo, George era lo suficientemente sensato para no permitir que su hermano participara en el juego. Además, se suponía que tenía que cuidar de Pete mientras sus padres estaban trabajando. Si Pete destrozaba su bici Huffy en el cascajal, a George muy probablemente lo castigarían durante una semana. Si su hermano pequeño se rompía un brazo, en lugar de una semana estaría castigado un mes entero. Y si —¡Dios no lo permita!— era el cuello lo que se rompía, George sabía que no le dejarían salir de su cuarto hasta que llegara el momento de ir a la universidad.
Además, su hermano era un pelmazo, pero lo quería mucho.
—Quédate por aquí —dijo George—. Estaremos de vuelta dentro de un par de horas.
—¿Que me quede? Pero ¿con quién? —preguntó Pete con aire triste. Eran las vacaciones de primavera y todos sus amigos, los que su madre habría considerado «apropiados para su edad», al parecer se habían marchado a un lugar u otro. Un par de ellos habían ido a Disney World, en Orlando, y cuando Pete pensaba en ello lo invadían la envidia y los celos: una mezcla terrible, pero curiosamente agradable.
—Simplemente quédate por aquí —dijo George—. Ve a la tienda o algo así. —Rebuscó un poco en su bolsillo y sacó un par de billetes arrugados con el rostro de George Washington—. Toma, dos pavos.
—Caray, voy a comprarme un Corvette. Quizá dos.
—¡Simmons, date prisa o nos vamos! —gritó Normie.
—¡Voy! —respondió George. Luego, en voz baja, se dirigió de nuevo a Pete—. Toma el dinero y no seas plasta.
Pete cogió el dinero.
—Hasta me he traído la lupa… —dijo—. Iba a enseñarles…
—Ya han visto ese truco de mocosos mil veces —dijo George, pero al ver que las comisuras de los labios de Pete apuntaban hacia abajo intentó suavizar el golpe—. Además, mira el cielo, atontado. No puedes prender fuego con una lupa si está nublado. Quédate por aquí. Cuando vuelva jugaremos a las batallas navales o a lo que quieras en el ordenador.
—¡Muy bien, cagón, nos vamos! —gritó Normie.
—Tengo que irme —dijo George—. Hazme un favor, no te metas en líos. Quédate por el barrio.
—Seguro que te rompes la columna y te quedas en una silla de ruedas para el resto de tu puta vida —dijo Pete, y acto seguido formó unos cuernos con los dedos y escupió en el suelo para ahuyentar el mal fario—. ¡Buena suerte! —gritó mientras su hermano se alejaba—. ¡Salta tan lejos como puedas!
George levantó la mano para despedirse, pero no miró atrás. Iba de pie sobre los pedales de su bici, una vieja Schwinn que Pete anhelaba montar pero que aún le quedaba demasiado grande (lo había intentado una vez y se la había pegado nada más salir de casa). Pete contempló cómo su hermano pedaleaba cada vez a más velocidad por aquella calle residencial de Auburn para alcanzar a sus colegas.
Pete se quedó solo.
Sacó la lupa de las alforjas de su bicicleta y la alzó. La sostuvo por encima del brazo, pero no vio ningún punto de luz ni sintió calor alguno. Desanimado, alzó la mirada hacia las nubes bajas que cubrían el cielo y volvió a guardarse la lupa. Era una lupa buena, una Richforth. Se la habían regalado las pasadas Navidades para la granja de hormigas de su proyecto de ciencias.
—Acabará cogiendo polvo en el garaje —le había dicho su padre. Sin embargo, a pesar de que había terminado el proyecto de ciencias en febrero (Pete y su compañero, Tammy Witham, habían sacado un sobresaliente), Pete aún no se había cansado de la lupa. Le gustaba especialmente agujerear trozos de papel en el jardín, quemándolos con la luz del sol.
Pero ese día no. Ese día, la tarde prometía ser larga. Podía irse a casa y ver la tele, pero su padre había bloqueado todos los canales interesantes después de descubrir que George había estado grabando los capítulos de Boardwalk Empire, donde salían demasiados gángsters y demasiadas tetas para su gusto. Su padre también había hecho algo parecido en su ordenador y Pete aún no había descubierto la manera de burlarlo. Pero lo conseguiría, solo era cuestión de tiempo.
Y ahora, ¿qué?
—Y ahora, ¿qué? —se dijo en voz baja antes de empezar a pedalear lentamente hacia el final de Murphy Street—. Ahora ¿qué… coño… hago?
Demasiado pequeño para jugar a Paracaidistas del Infierno porque es demasiado peligroso. Vaya mierda. Tan solo esperaba que se le ocurriera algo para demostrar a George, a Normie y al resto del Escuadrón que los pequeños también podían enfrentarse al peli…
Y entonces fue cuando se le ocurrió. Podía explorar el área de servicio abandonada. Pete no creía que los chicos mayores conocieran ese lugar porque había sido un chaval de su edad, Craig Gagnon, quien se lo había contado. Le había dicho que había estado allí con dos chicos de diez años el pasado otoño. Por supuesto, podía no ser más que una mentira, pero Pete no creía que lo fuera. Craig había dado muchos detalles y no era precisamente un chico con demasiada imaginación.
Ya con un destino en mente, Pete empezó a pedalear más rápido. Al final de Murphy Street torció a la izquierda por Hyacinth. No había nadie, ni peatones por la acera, ni coches en la calzada. Oyó el aullido de una aspiradora al pasar frente a la casa de los Rossignols pero, aparte de eso, todo el mundo parecía estar dormido o muerto. Pete supuso que en realidad debían de estar trabajando, como sus padres.
Dobló a la derecha por Rosewood Terrace y dejó atrás el rótulo amarillo que rezaba CALLE SIN SALIDA. No había más que una docena de casas en Rosewood. Al final de la calle había una valla de tela metálica y al otro lado una densa maraña de arbustos y de árboles esmirriados. A medida que Pete se acercaba a la valla (y al rótulo absolutamente innecesario que había colgado en ella con la inscripción PASO RESTRINGIDO), paró de pedalear y dejó que la bicicleta siguiera rodando, llevada por el impulso.
Comprendía vagamente que, aunque él pensara en George y en sus colegas del Escuadrón como Chicos Mayores (y de hecho así era como se consideraban los miembros del Escuadrón), en realidad no eran Chicos Mayores. Los Chicos Mayores de verdad eran adolescentes agresivos que ya tenían carnet de conducir y novia. Los Chicos Mayores de verdad iban al instituto. Les gustaba beber, fumar porros, escuchar heavy metal o hip-hop y montárselo con sus novias.
Ahí estaba: el área de servicio abandonada.
Pete bajó de la bici y miró a su alrededor para ver si alguien lo estaba observando. No había nadie. Ni siquiera había visto a las pesadas de las gemelas Crosskill, que se pasaban el día saltando a la comba por el vecindario (en tándem) cuando no había clase. Pete pensó que era un puto milagro que no estuvieran por ahí.
No muy lejos, se oía el rugir continuado de los coches al pasar por la I-95, en sentido sur hacia Portland o en sentido norte hacia Augusta.
Incluso si lo que Craig le había contado era cierto, probablemente habían arreglado la valla, pensó Pete. Así funcionan las cosas hoy en día.
Pero cuando se acercó un poco más vio que, aunque la valla parecía intacta, en realidad no lo estaba. Alguien (probablemente un Chico Mayor que desde hacía un tiempo ya había pasado a engrosar las filas de los Jóvenes Adultos) había cortado el alambre en línea recta, de arriba abajo. Pete miró a su alrededor una vez más, enlazó las manos en aquellos rombos metálicos y empujó. Esperaba encontrar cierta resistencia, pero no fue así. La malla metálica se abrió como la puerta de un corral. Muy bien, los Chicos Realmente Mayores la habían utilizado. Toma ya.
Era lógico, si te parabas a pensarlo. Tal vez tenían carnet de conducir, pero la entrada y la salida del Área 81 estaba bloqueada por esos enormes toneles naranjas que ponían los operarios de las autopistas. La hierba crecía a través de las grietas del asfalto del aparcamiento desierto. Pete lo había visto miles de veces, porque el autobús escolar pasaba por la I-95 para ir a las tres salidas de Laurelwood, donde lo recogía a él, hasta Sabattus Street y de vuelta a la escuela primaria de Auburn.
Recordaba la época en que el área de servicio funcionaba. Había una gasolinera, un Burger King, una heladería TCBY y una pizzería Sbarro’s. Luego cerraron el área de servicio. El padre de Pete solía decir que había demasiadas áreas como esa en la autopista y que el Estado no podía permitirse el lujo de mantenerlas abiertas.
Pete pasó la bicicleta a través del agujero de la valla de alambre y luego volvió a cerrar la improvisada puerta hasta que las formas de diamante coincidieron de nuevo y la valla recuperó su apariencia intacta. Se acercó andando a la barrera de arbustos, intentando que los neumáticos de su bici no pisaran ningún cristal roto (había muchos a ese lado de la valla), y empezó a buscar algo que sabía que encontraría. La valla cortada indicaba claramente que tenía que estar allí.
Y ahí estaba. Indicado con unas colillas aplastadas y unas cuantas botellas vacías de cerveza y refrescos, encontró un camino que se adentraba entre la maleza. Todavía empujando la bici, tomó aquel sendero. Pete desapareció entre la alta maleza. Tras él, Rosewood Terrace seguía sumida en otro día nublado de primavera.
Era como si Pete Simmons nunca hubiera estado allí.
Pete calculó que entre el inicio del sendero, en la valla de alambre, y el Área 81 no había ni un kilómetro de distancia, y encontró varias señales de Chicos Mayores a lo largo del camino: media docena de botellines marrones (dos de ellos aún con cucharillas de coca llenas de mocos pegados), bolsas vacías de aperitivos, unas braguitas de encaje colgando de un arbusto de espino (a Pete le pareció que llevaban bastante tiempo allí, unos cincuenta años, al menos) y ¡el premio gordo!, una botella medio llena de vodka Popov aún con el tapón puesto. Tras cierto debate interior, Pete la metió en sus alforjas junto a la lupa, el último número de American Vampire y unas cuantas galletas Oreo con relleno doble que llevaba en una bolsita de plástico.
Cruzó un arroyuelo de aguas mansas empujando la bici y, ¡bingo!, había llegado a la parte trasera del área de servicio. Había otra valla de alambre, pero también estaba cortada, de modo que Pete pudo entrar sin problemas. El camino continuaba sin más obstáculos a través de la hierba alta hasta el aparcamiento de la parte trasera, donde debían de estacionar los camiones de reparto cuando el área aún funcionaba. Vio que cerca del edificio había unos rectángulos más oscuros en el asfalto, en los lugares en los que solían estar los contenedores. Pete bajó la pata de cabra de su bici y la dejó aparcada en uno de los rectángulos.
El corazón le latía con fuerza cuando pensó en lo que le esperaba a continuación. Allanamiento de morada, chaval. Podrían meterte en la cárcel por esto. Pero ¿se consideraría allanamiento de morada si encontraba una puerta abierta o un tablón suelto en una de las ventanas? Supuso que sí, que seguiría siéndolo. Pero ¿el hecho de entrar en un lugar constituía un delito en sí mismo?
En el fondo sabía que sí, pero también supuso que si no se forzaba la entrada no implicaba prisión. Además, ¿no había ido hasta allí para arriesgarse? ¿No quería hacer algo sobre lo que luego pudiera fanfarronear ante Normie, George y el resto del Escuadrón Rompeculos?
Bueno, lo admitía, estaba asustado, pero al menos ya no se aburría.
Intentó abrir la puerta en la que había un rótulo descolorido que rezaba SOLO PERSONAL AUTORIZADO, pero no solo estaba cerrada sino muy bien cerrada con llave. Por allí sería imposible. Junto a la puerta había dos ventanas, pero con solo mirarlas se dio cuenta de que estaban selladas con tablones. Luego se acordó de la valla de alambre que parecía intacta y no lo estaba, por lo que decidió comprobar el estado de los tablones. Nada. En cierto modo, fue un alivio. Al fin y al cabo era una buena excusa para no entrar.
Aunque… los Chicos Mayores de Verdad sí entraban. Estaba seguro de que entraban. Pero ¿cómo lo hacían? ¿Por la puerta principal? ¿A la vista de todos los que pasaban por la autopista? Tal vez sí, si iban de noche, pero a Pete no le apetecía nada intentarlo a plena luz del día. Podía pasar por allí un motorista con un móvil y marcar el número de emergencias: «He pensado que les gustaría saber que hay un chico tocando los cojones en el Área 81. ¿Sabe dónde? Donde estaba el Burger King».
Preferiría romperme un brazo jugando a Paracaidistas del Infierno que tener que llamar a mis viejos desde el cuartelillo. De hecho, antes preferiría romperme los dos brazos y pillármela con la bragueta.
Bueno, eso último tal vez no.
Decidió acercarse a la plataforma de carga y, una vez allí, de nuevo el premio gordo. Había docenas de colillas aplastadas a los pies de la isleta de cemento y unos cuantos botellines marrones más rodeando al rey: un frasco verde oscuro de jarabe para la tos Ny-Quil. La superficie de la plataforma, donde los camiones acercaban los remolques marcha atrás para descargar las mercancías, quedaba a la altura de los ojos de Pete, pero el hormigón se estaba desmenuzando y había un montón de puntos de apoyo para un chiquillo ágil como él y calzado con unas Converse. Pete levantó los brazos, se aferró con los dedos a la superficie picada de la plataforma y el resto, como suele decirse, fue pan comido.
Ya encima de la plataforma vio unas letras descoloridas de color rojo pintadas con espray: VIVA EDWARD LITTLE, LOS RED EDDIES MOLAN. No es verdad, pensó Pete. El Escuadrón Rompeculos, mola. Luego miró a su alrededor desde aquella posición privilegiada, sonrió y dijo:
—De hecho, yo sí que molo.
Y mientras observaba desde lo alto de la plataforma en el aparcamiento desierto, eso era lo que realmente sentía. Al menos en ese preciso momento.
Bajó de la plataforma (solo para asegurarse de que no había ningún problema) y entonces recordó lo que llevaba en las alforjas. Provisiones, por si decidía pasar toda la tarde allí, explorando y todo eso. Pensó en lo que debía llevarse y al final decidió desabrochar las alforjas y llevárselo todo. Incluso la lupa podía serle útil. Una vaga fantasía empezó a tomar forma en su mente: un joven detective descubre la víctima de un asesinato en un área de servicio abandonada y resuelve el caso antes de que la policía se entere de que se ha cometido un crimen. Ya se veía a sí mismo contando que había sido muy sencillo mientras los miembros del Escuadrón lo escuchaban boquiabiertos. Elemental, mis queridos huevones.
No eran más que chorradas, claro, pero le divertía imaginarlas.
Colocó la bolsa en la plataforma de carga (con especial cuidado de no romper la botella medio llena de vodka) y luego volvió a subirse. La puerta de metal corrugado que le impedía entrar tenía más de tres metros y medio de alto y estaba cerrada por abajo, no con uno sino con dos gigantescos candados. También vio que había una abertura más pequeña en la misma puerta, para el paso de personas. Pete comprobó la manija, pero no giraba, como tampoco se abría la puerta pequeña por más que tirara de ella o empujara, aunque sí tenía algo de juego. Bastante, de hecho. Al mirar hacia abajo vio que había una cuña de madera metida bajo la puerta, una precaución totalmente estúpida, si es que realmente se trataba de una precaución. Pero ¿qué se podía esperar de unos chavales que se colocaban con cocaína y jarabe para la tos?
Pete tiró de la cuña y volvió a intentar abrir la puerta, que cedió con un chirrido.
Los ventanales de lo que había sido el Burger King estaban cubiertos de malla gallinera en lugar de tablas, de modo que Pete no tuvo problemas para ver a través de ellos. No quedaban mesas ni reservados en la parte del restaurante y la zona de la cocina no era más que un hoyo oscuro, con unos cuantos cables en las paredes y varias baldosas colgando del techo, aunque todavía quedaba algún mueble.
En el centro, rodeadas por sillas plegables, habían juntado dos mesas de cartas. En esa superficie duplicada había media docena de ceniceros mugrientos, varias barajas grasientas de la marca Bicycle y un estuche lleno de fichas de póquer. Las paredes estaban decoradas con veinte o treinta desplegables de revistas que Pete inspeccionó con mucho interés. Sabía lo que era un chocho, había visto más de uno en la HBO y en CinemaSpank (antes de que sus viejos se enteraran y le bloquearan los canales Premium de la tele por cable), pero aquellos eran chochos afeitados. Pete no estaba seguro de cuál era el aliciente —a él le parecieron más bien asquerosos—, pero pensó que seguramente lo vería de otra manera cuando creciera un poco. Además, las tetas lo compensaban todo. Las tetas eran la hostia.
En un rincón había tres colchones roñosos juntos, como las mesas de cartas, pero Pete ya era lo suficientemente mayor para saber que no los utilizaban precisamente para jugar al póquer.
—¡Enséñame el chocho! —ordenó a una de las chicas de los desplegables de la revista Hustler que colgaban de la pared antes de echarse a reír—. ¡Enséñame tu chocho afeitado! —añadió, y se rió con más ganas todavía. Le habría gustado que Craig Gagnon hubiera estado allí. Aunque Craig era un pardillo, juntos se habrían reído de lo lindo de aquellos chochos afeitados.
Empezó a vagar por el recinto mientras la risa floja emergía de vez en cuando, como las burbujas de un refresco carbonatado. El área de servicio era un lugar fresco y húmedo, pero no hacía demasiado frío. Lo peor era el olor, una combinación de humo de cigarrillo, humo de porro, restos de alcohol y la podredumbre que impregnaba las paredes. Pete pensó que tal vez también olía a carne podrida. Probablemente a causa de los restos de bocadillos comprados en el Rosselli’s o en el Subway.
Colgado en la pared junto al mostrador donde la gente solía pedir los Whoppers, Pete descubrió otro póster. Este era de Justin Bieber. Le habían pintado los dientes de negro y alguien le había pegado un adhesivo con la esvástica nazi en una mejilla. De lo más alto de la pelambrera le salían dos cuernos de demonio garabateados en color rojo y tenía dardos clavados en la cara. Alguien había escrito en rotulador, encima del póster: BOCA: 15 PUNTOS, NARIZ: 25 PUNTOS, OJOS: 30 PUNTOS CADA 1.
Pete sacó los dardos y retrocedió por la gran sala vacía hasta llegar a una marca negra que había en el suelo, con la inscripción LÍNEA BIBER. Pete se situó detrás de la línea y lanzó los seis dardos unas diez o doce veces. En el último intento consiguió 125 puntos. Pensó que no estaba nada mal. Se imaginó a George y a Normie Therriault aplaudiendo.
Se acercó a una de las ventanas cubiertas de alambre y contempló desde allí las isletas de hormigón vacías, donde solían estar los surtidores de gasolina, y el tráfico que pasaba algo más alejado. Un tráfico fluido. Pensó que con la llegada del verano la autopista volvería a llenarse de coches de turistas y veraneantes, avanzando a paso de tortuga, pegados los unos a los otros, a menos que su padre tuviera razón y el precio de la gasolina alcanzara los siete pavos por galón y todo el mundo decidiera quedarse en casa.
¿Y ahora qué? Ya había jugado a los dardos, había visto tantos chochos afeitados como para… bueno, quizá no para toda una vida, pero para unos cuantos meses sí. Y no había asesinatos por resolver, por lo tanto… ¿ahora qué?
Vodka, decidió. Eso sería lo siguiente. Tomaría unos cuantos sorbos simplemente para demostrarse que podía y para que sus fanfarroneadas futuras tuvieran ese halo de veracidad que resultaba vital. Luego, pensó, recogería sus cosas y regresaría a Murphy Street. Haría todo lo posible para que su aventura sonara interesante, incluso emocionante, aunque en realidad no hubiera sido para tanto. Simplemente era un lugar al que los Chicos Realmente Mayores iban a jugar a cartas, a montárselo con chicas y a protegerse cuando llovía.
Pero emborracharse… eso ya era algo.
Cogió las alforjas, las llevó hasta los colchones y se sentó (intentando evitar las manchas, que no eran pocas). Sacó la botella de vodka y la examinó con absoluta fascinación. Con diez años camino de once, no ansiaba con especial interés probar los placeres adultos. El año anterior le había rapiñado un cigarrillo a su abuelo y se lo había fumado detrás del 7-Eleven. En realidad solo se lo fumó hasta la mitad. A continuación se apoyó en la pared y vomitó todo el almuerzo entre sus zapatillas. Ese día había conseguido una información interesante pero no muy valiosa: que las judías y las salchichas tal vez no tengan muy buen aspecto cuando entran en tu boca, pero al menos saben bien, y que cuando vuelven a salir por la boca, tienen un aspecto asqueroso y saben todavía peor.
A juzgar por el rechazo instantáneo y enfático que su cuerpo había demostrado por el cigarrillo, pensó que el alcohol no debía de ser mejor. Probablemente incluso era peor. Pero si no lo probaba, aunque fuera solo un poquito, cualquier fanfarronada que pudiera contar sería mentira. Y su hermano George tenía un auténtico radar con las mentiras, sobre todo con las de Pete.
Probablemente volveré a vomitar, pensó. Luego dijo:
—La buena noticia es que no seré el primero en hacerlo en esta pocilga.
Eso le hizo reír de nuevo. Seguía sonriendo mientras desenroscaba el tapón y se acercaba la botella a la nariz. Olía, pero no mucho. Tal vez era agua en lugar de vodka y el olor no era más que un vestigio. Se llevó la botella a la boca, en parte con la esperanza de que fuera vodka y en parte con la esperanza de que no lo fuera. No esperaba gran cosa y sin duda lo que no quería era emborracharse y romperse el cuello al intentar bajar de la plataforma, pero sentía cierta curiosidad. A sus padres les encantaba.
—Los valientes siempre son los primeros —dijo, sin saber muy bien por qué, antes de tomar un pequeño sorbo.
No era agua, eso seguro. Sabía a petróleo rebajado y caliente. Se lo tragó casi por sorpresa. El vodka le dejó una oleada de calor en la garganta y acabó explotando en el estómago.
—¡Dios! —exclamó Pete.
Las lágrimas le nublaron los ojos. Estiró el brazo para mantener alejada la botella, como si lo hubiera mordido. Pero el calor que sentía en el estómago empezaba a remitir y se sentía algo mejor. No estaba borracho, y tampoco tenía ganas de vomitar. Probó otro sorbito más, ahora que sabía qué podía esperar de ello. Calor en la boca… calor en la garganta… y luego un estallido en el estómago.
En realidad no estaba tan mal. Empezó a sentir un cosquilleo en los brazos y las manos. Tal vez en el cuello, también. No era la sensación de hormigueo que sentías cuando se te dormía un brazo o una pierna, sino más bien como si se despertara algo.
Pete se llevó la botella a los labios de nuevo y volvió a bajarla. Había más cosas de las que preocuparse aparte de la posibilidad de caer desde lo alto de la plataforma de carga o de pegársela con la bici en el camino de vuelta a casa (por un momento se preguntó si podían arrestarte por ir en bici borracho y supuso que sí). Tomar unos tragos de vodka para poder alardear de ello era una cosa, pero si se emborrachaba, su madre y su padre lo sabrían cuando llegaran a casa. Lo sabrían enseguida. Intentar fingir que estaba sobrio no serviría de nada. Ellos bebían, sus amigos bebían, y algunas veces demasiado. Debían de conocer bien los síntomas.
Además, debía tener en cuenta la temida RESACA. Pete y George habían visto a su padre y a su madre arrastrándose por la casa, pálidos y con los ojos enrojecidos, demasiados sábados y domingos por la mañana. Tomaban pastillas de vitaminas, les mandaban bajar el volumen de la tele y la música quedaba absolutamente verboten. La RESACA parecía lo más opuesto a la diversión.
Aun así, seguro que un sorbo más no podía hacerle daño.
Pete tomó un trago algo más generoso.
—¡Fiuuu! —gritó—. ¡Hemos completado el despegue! —Eso le hizo reír. Se sentía un poco exaltado, pero era una sensación de lo más agradable. No entendía cómo la gente podía fumar. En cambio, sí le parecía entender que la gente bebiera.
Se levantó, se tambaleó ligeramente, recuperó el equilibrio y volvió a reírse.
—Podéis saltar por ese puto foso de arena tanto como queráis, machotes —dijo dirigiéndose al restaurante desierto—. Yo llevo un pedo de puta madre y eso mola mucho más.
Eso le hizo mucha gracia, por lo que se rió con ganas.
¿De verdad voy pedo? ¿Con solo un par de sorbitos?
Él pensaba que no, pero indudablemente estaba borracho. Basta. Más que suficiente.
—Bebe con responsabilidad —dijo de nuevo dirigiéndose con un resoplido al restaurante desierto.
Decidió quedarse por allí y esperar a que se le pasara un poco. Una hora sería suficiente, tal vez dos. Pongamos que hasta las tres en punto. No llevaba reloj, pero estaría atento a las campanadas de St. Joseph, a poco más de un kilómetro de allí. Y entonces se marcharía, primero escondería el vodka (para posibles futuros experimentos) y volvería a meter la cuña bajo la puerta. Antes de volver al barrio pasaría por el 7-Eleven y compraría unos cuantos chicles mentolados de esos tan fuertes, para que el aliento no le oliera a alcohol. En ocasiones les había oído decir a los chicos que el vodka era la mejor opción cuando se trataba de saquear el mueble bar de los padres, porque no olía a nada. Pero en ese momento Pete era un chico mucho más listo que una hora antes.
—Además —declamó frente al restaurante desahuciado en tono de conferenciante—, apuesto a que tengo los ojos rojos, igual que papá cuando se ha tomado ya mutos marchinis. —Hizo una pausa. No era del todo cierto, pero ¡qué cojones!
Pete recogió los dardos, retrocedió hasta la LÍNEA BIBER y los lanzó. Solo uno de ellos acertó en Justin y eso lo sorprendió mucho, tanto que se rió más de lo que se había reído hasta entonces. Mientras los recogía de nuevo, iba tarareando el estribillo de «Baby», el gran éxito de Justin del año anterior. Se preguntaba si Justin sería capaz de conseguir un éxito como aquel con una canción que se titulara «Mi chica se afeita el chocho». La mera idea le hizo tanta gracia que acabó riéndose acuclillado, con las manos sobre las rodillas.
Cuando se le hubo pasado la risa, se limpió las dos candelas de mocos que le colgaban de la nariz, sacudió la mano para que cayeran al suelo (ahí tenéis mi opinión acerca de vuestro restaurante, pensó, lo siento, Burger King), y volvió a arrastrar los pies hasta la LÍNEA BIBER. La segunda vez tuvo menos suerte todavía. No veía doble ni nada parecido, pero no consiguió clavarle ni un solo dardo a Justin.
En el fondo se sentía un poco mareado. No mucho, pero lo suficiente como para alegrarse de no haber tomado un cuarto trago.
—Habría echado las papas por culpa del Popov —dijo. Se rió una vez más y luego expulsó un sonoro eructo que le dejó la garganta ardiendo. Toma ya. Dejó los dardos donde estaban y volvió a los colchones. Se le ocurrió que podía utilizar la lupa para ver si había algo realmente pequeño andando por allí, pero llegó a la conclusión de que era mejor no saberlo. Pensó en comerse alguna Oreo, pero temía el efecto que pudieran causar en su estómago. Se sentía, por qué negarlo, un poco tocado.
Se recostó con las manos enlazadas detrás de la cabeza. Había oído que cuando estabas muy borracho todo empezaba a darte vueltas. Eso no le estaba pasando, pero en cambio le apetecía muchísimo echarse una siestecita. Como para dormir la mona y eso.
—Pero no mucho rato.
No, mucho rato no. Eso estaría muy mal. Si sus viejos volvían a casa y no lo encontraban allí, tendría problemas. Y probablemente George también, por haber salido sin él. La cuestión era si conseguiría despertarse cuando sonaran las campanadas de las tres del St. Joseph.
Durante esos últimos segundos de vigilia, Pete se dio cuenta de que era su única esperanza. Porque ya se estaba quedando frito.
Cerró los ojos.
Y se quedó dormido en el restaurante abandonado.
Fuera, circulando en sentido sur por la I-95, apareció un coche familiar de marca y año indeterminados. Iba muy por debajo del límite mínimo de velocidad establecido. Un camión que viajaba bastante rápido llegó por detrás y de un volantazo se metió en el carril de adelantamiento mientras hacía sonar el claxon.
El coche familiar, que apenas iba al ralentí, tomó la salida que conducía al área de servicio ignorando el rótulo enorme que rezaba CERRADO. FUERA DE SERVICIO. PRÓXIMA GASOLINERA Y RESTAURANTE A 43 KM. Golpeó cuatro de los toneles naranjas que cortaban el paso, que se dispersaron rodando, y el coche finalmente se detuvo a unos sesenta metros del edificio donde se encontraba el restaurante abandonado. La puerta del copiloto se abrió, pero no salió nadie. No sonó ninguna de esas alarmas que te indican que hay una puerta abierta. Simplemente se quedó entreabierta.
Si Pete Simmons hubiera estado mirando en lugar de roncando, no habría podido ver al conductor. El familiar estaba salpicado de barro, igual que el parabrisas, lo que no dejaba de ser extraño, pues en el norte de Nueva Inglaterra no había caído ni una gota desde hacía más de una semana y la autopista estaba completamente seca.
El coche se quedó a cierta distancia de la rampa de entrada, bajo el cielo nuboso de abril. Los toneles con los que había chocado se detuvieron finalmente y la puerta del conductor quedó abierta a modo de invitación.