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De «El aprendiz de avatar», en El pergamino de la novena dimensión:

«La niebla, formando gélidas capas, se extendía en todas direcciones. Existía una sensación de idas y venidas, de invisibles mensajes que se agitaban: algo más allá de la comprensión de Marmaduke. Empezó a sospechar que la Doctrina del Éxtasis Temporal había producido una transformación de las percepciones. ¿Por qué, si no, le venía a la mente una y otra vez la palabra lacrimoso» mientras caminaba a tientas en medio de la masa amarillenta?

»De repente se encontró al borde de una ventana abombada y transparente, tras la cual bailaban visiones anamórficas. Alzó la vista y divisó una franja de varas torcidas, y un poco más abajo un saliente curvo de color rosa con más varas empotradas. De un lado sobresalía un objeto poroso y grumoso como una prodigiosa nariz; y cuando lo vio con claridad descubrió que se trataba, en efecto, de una nariz, un objeto sumamente extraordinario. El problema central, por lo visto, consistía en averiguar con qué ojo estaba mirando. A fin de cuentas, todo dependía de su punto de vista.»

Transcurrió la mañana. A veces, Paderbush parecía dormitar en la silla, en otras daba la impresión de encontrarse alerta, a punto de atacar a Gersen. Tras uno de estos períodos de tensión, Gersen dijo:

—Será mejor que te calmes. En primer lugar, como sabes, tengo un arma —Gersen agitó el proyector en su mano—, y en segundo, aun desarmado, no podrías hacer nada contra mí.

—¿Está seguro? —preguntó Paderbush con calculada insolencia—. Somos de la misma talla. Hagamos una prueba y veremos quién es el más fuerte.

—Gracias, en otra ocasión. ¿Para qué molestarnos? Enseguida iremos a comer; relajémonos.

—Como quiera.

Alguien llamó a la puerta. Gersen se levantó y aplicó el oído a la misma.

—¿Quién es?

—El Senescal Uther Caymon. Abra la puerta, por favor.

Gersen obedeció y Caymon entró.

—La princesa desea verle de inmediato en sus aposentos. Ha escuchado la opinión del barón Erl Castiglianu y solicita que el prisionero sea puesto en libertad; es su deseo que no se le den pretextos a Kokor Hekkus para iniciar las hostilidades.

—A su debido tiempo renunciaré a todo control sobre este hombre, pero ahora ha condescendido a aceptar la hospitalidad de Sion Trumble durante unas dos semanas.

—Es muy generoso de su parte —observó el Senescal con frialdad—, dado que el Gran Príncipe ha sido tan descuidado de no ofrecerle dicha hospitalidad. ¿Quiere acompañarme a la cámara del príncipe Sion Trumble?

—Será un placer. ¿Qué hago con mi invitado? No me atrevo a dejarle solo, pero tampoco me apetece ir todo el día cogido de su brazo.

—Devuélvalo a la mazmorra —dijo el Senescal de mal humor—. Esa es la hospitalidad que se merece.

—Al Gran Príncipe no le complacería esta opinión. Acaba de pedirme que libere a este hombre.

—Eso parece.

—Ruéguele que acepte mis excusas y que se digne venir aquí.

El Senescal gruñó, levantó las manos en un gesto de impotencia, dedicó una mirada llena de malos augurios a Paderbush y abandonó la habitación.

Gersen y Paderbush se sentaron frente a frente.

—Dime —preguntó Gersen—, ¿conoces a un hombre llamado Seuman Otwal?

—He oído mencionar su nombre.

—Es uno de los esbirros de Kokor Hekkus. Ambos tenéis ciertas características en común.

—Es posible que sea cierto… tal vez a causa de nuestra relación con Kokor Hekkus… ¿Cuáles son estas peculiaridades?

—La forma de inclinar la cabeza, ciertas gesticulaciones… lo que yo llamaría un aura psíquica. Algo muy extraño.

Paderbush asintió con solemnidad, pero no dijo nada más. Pocos minutos después llamó a la puerta Alusz Iphigenia, que fue invitada a entrar. Su mirada vagó sorprendida de Gersen a Paderbush.

—¿Por qué está ese hombre aquí?

—Considera injusta la soledad de la mazmorra, teniendo en cuenta el hecho de que sus crímenes apenas pueden calcularse en una docena o así.

—Soy Paderbush, Caballero Aspirante del Castillo de Pader; nadie de mi linaje ha rehusado arrebatar una o dos vidas, aun a riesgo de la suya.

—Carrai ya no es tan alegre como antes —dijo Alusz Iphigenia a Gersen—. Algo ha cambiado, algo se ha perdido… quizá dentro de mí. Quiero volver a Draszane, a mi hogar.

—Creí que se estaba preparando una gran fiesta en vuestro honor.

—Tal vez se hayan olvidado. Sion Trumble está enfadado conmigo… o ya no es tan galante como en el pasado. Quizá está celoso.

—¿Celoso? ¿Por qué debería estarlo?

—Después de todo, tú y yo pasamos mucho tiempo solos, el suficiente para levantar sospechas… y celos.

—Ridículo.

—¿Soy tan poco atractiva? ¿Es absurda la mera sugerencia de tal relación?

—De ninguna manera. Todo lo contrario. Pero no podemos permitir que Sion Trumble persevere en su error.

Pidió una hoja de papel para solicitar audiencia a Sion Trumble.

El paje regresó enseguida con la noticia de que Sion Trumble no deseaba ver a nadie.

—Vuelve —dijo Gersen—. Llévale este mensaje a Sion Trumble, dile que mañana partiré. Si es necesario iré en la fortaleza hasta el norte de Skar Sakau para encontrar mi nave. Infórmale también de que la princesa Alusz Iphigenia me acompañará. Pregúntale ahora si nos recibirá.

—¿De veras quieres llevarme contigo? —preguntó Alusz Iphigenia.

—Si no te importa volver al Oikumene.

—Pero ¿y Kokor Hekkus? Pensé…

—Un detalle sin importancia.

—No hablas en serio —dijo la princesa tristemente.

—Sí. ¿Vendrás conmigo?

—Sí —aceptó tras una vacilación—. ¿Por qué no? Tu vida es real. Mi vida, todo Thamber, no son reales: mitos animados, escenas arcaicas de un diorama. Me consumen. —Miró a Paderbush—. ¿Qué harás con él? ¿Lo pondrás en libertad o se lo dejarás a Sion Trumble?

—No. Vendrá con nosotros.

—¿Con… nosotros? —preguntó asombrada Alusz Iphigenia.

—Sí. Solo por poco tiempo.

Paderbush se puso en pie y estiró los brazos.

—Esta conversación me aburre. Nunca iré con usted.

—¿No? Solo hasta Aglabat, para reunirnos con Kokor Hekkus.

—Iré a Aglabat solo… y ahora.

Se lanzó fuera de la habitación, corrió por el jardín, trepó de un salto al muro y desapareció.

Alusz Iphigenia se precipitó hacia la ventana que daba al jardín, y luego se volvió hacia Gersen.

—¡Llama a la guardia! No puede llegar muy lejos, estos jardines forman parte del patio interior. ¡Rápido!

Gersen parecía no tener prisa. Alusz lphigenia le zarandeó por los brazos.

—¿Quieres que escape?

—No —respondió Gersen con repentina energía—. No debe escapar. Informaremos a Sion Trumble, que dará las órdenes oportunas para capturarle. Vamos.

En el pasillo, Gersen ordenó al paje que les condujera a los aposentos de Sion Trumble con la máxima urgencia. El paje les guio hasta el vestíbulo circular, cruzaron otro más y llegaron hasta una gran puerta blanca.

—¡Abrid! —ordenó Gersen—. Debemos ver a Sion Trumble cuanto antes.

—No, mi señor. El Senescal ha ordenado que no se autorice la entrada a nadie.

Gersen disparó el proyector contra la cerradura. Hubo una llamarada de fuego y humo. Los guardias protestaron en voz alta.

—¡Si deseáis proteger a Vadrus, retroceded y vigilad el vestíbulo!

Los guardias titubearon, convencidos a medias. Gersen abrió la puerta de un empujón y entró con Alusz Iphigenia.

Permanecieron de pie en el recibidor; estatuas de mármol blanco clavaron en ellos sus ojos ciegos. Gersen avanzó con cuidado por un vestíbulo, cruzó una arcada, se detuvo frente a una puerta cerrada y escuchó. Forcejeó con el pomo; al otro lado se oyó el rumor de movimientos. Gersen usó de nuevo su proyector y cargó contra la puerta.

Sion Trumble, medio desnudo, daba vueltas sin rumbo, la mirada extraviada. Abrió la boca y balbuceó algunas palabras incomprensibles.

—¡Lleva la ropa de Paderbush! —exclamó Alusz Iphigenia.

Era cierto: el vestido verde y azul de Sion Trumble colgaba de una percha. Se estaba quitando las vestiduras manchadas de Paderbush. Intentó sacar la espada; Gersen le agarró la muñeca y lo obligó a soltarla. Sion Trumble se tambaleó hasta un estante en el que descansaba una daga; Gersen la destruyó de un disparo.

Sion Trumble se dio la vuelta lentamente y se abalanzó sobre Gersen como una fiera salvaje. Gersen estalló en carcajadas, se encogió y hundió el codo en el estómago de Sion Trumble, asió la rodilla que se levantaba y le arrojó por los aires. Mientras el príncipe chillaba y se debatía, Gersen le cogió por el rubio pelo rizado y estiró con fuerza. El pelo rubio se desprendió, la cara entera se desprendió; Gersen sostenía en el aire una especie de saco cálido y elástico, con una nariz que pendía de lado y una boca que colgaba floja y lacia. El hombre caído en el suelo no tenía cara. El cuero cabelludo y los músculos faciales aparecían en rojo y rosa a través de una película de tejido transparente. Unos ojos sin párpados destellaban bajo la frente desnuda y sobre el hueco negro donde debería estar la nariz. La boca sin labios dibujó una mueca blanca poblada de dientes.

—¿Quién… qué es esto? —preguntó con voz estrangulada Alusz Iphigenia.

—Eso es un roehuesos. Es Kokor Hekkus. O Billy Windle. O Seuman Otwal. O Paderbush. O docenas de otros nombres. Y ahora ha llegado su hora. Kokor Hekkus… ¿recuerdas el ataque a Monte Agradable? He venido para darte tu merecido.

Kokor Hekkus se puso en pie lentamente, mirándole con la cara de la muerte.

—Una vez me dijiste que únicamente temías a la muerte —dijo Gersen—. Ahora vas a morir.

Kokor Hekkus dio un respingo.

—Has vivido la más perversa de las vidas. Me gustaría matarte de forma que sufrieras el mayor de los terrores… pero me basta con que mueras.

Levantó el proyector. Kokor Hekkus lanzó un feroz chillido y se precipitó adelante con los brazos abiertos. Un chorro de fuego le detuvo para siempre.


Al día siguiente, el Senescal Uther Caymon fue ejecutado en público como asesor, títere, compañero y confidente de Kokor Hekkus. De pie en lo alto del cadalso increpó a la multitud:

—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! ¿Sabéis durante cuánto tiempo habéis sido estafados, exprimidos y desangrados? ¿De vuestro oro, de vuestros guerreros, de vuestras mujeres más hermosas? ¡Doscientos años! ¡Esa es mi edad, y Kokor Hekkus aún era más viejo! Envió contra los Guerreros Pardos a vuestros mejores, que murieron por nada; llevó a su cama vuestras doncellas más hermosas; algunas volvieron a sus hogares, otras no. ¡Lloraréis cuando sepáis lo mucho que gozaron! ¡Al fin murió, al fin muero yo, pero sois estúpidos, estúpidos…!

El verdugo tiró de la palanca. La multitud contempló con ojos hundidos la figura que se balanceaba.

Alusz lphigenia y Gersen paseaban por el jardín del palacio del barón Endel Thobalt. La princesa aún estaba pálida de horror.

—¿Cómo lo supiste? Lo sabías… pero ¿cómo?

—Lo primero que me hizo sospechar fueron las manos de Sion Trumble. Tomaba la precaución de andar de manera diferente a Paderbush, pero las manos eran las mismas: dedos largos, piel suave y lisa, pulgares estrechos rematados por largas uñas. Vi estas manos, pero no me di cuenta hasta que examine de cerca a Paderbush. Sion Trumble evitaba mi encuentro. Sabía que no querías casarte con él, y me lo dijo. Pero solo tres personas estaban al corriente: tú, yo y Paderbush, pues solamente lo confesaste en la fortaleza. Cuando escuché esta afirmación de labios de Sion Trumble miré sus manos y comprendí.

—Qué ser tan horrible. Me pregunto en qué planeta nació, quiénes fueron sus padres…

—Era un hombre bendecido y maldecido por su imaginación. Una sola vida no era suficiente para él; quería beber de todas las fuentes, saborear cada experiencia, vivir al límite. Creó una leyenda para cada una de sus personalidades. Cuando se cansó de Thamber volvió a los otros mundos habitados por el hombre… menos manejables, pero igualmente excitantes. Ahora está muerto.

—Y ahora más que nunca debo dejar Thamber.

—Nada nos retiene aquí. Mañana nos iremos.

—¿Por qué mañana? Hagámoslo ahora. Creo… estoy segura… de que puedo guiarte hasta la nave. El camino que bordea Skar por el norte no es difícil; conozco el territorio.

—No es necesario quedarnos. Vámonos.

Un pequeño grupo de nobles de Carrai se reunió a la luz declinante del atardecer. El barón Endel Thobalt habló con mal reprimida ansiedad:

—¿Llegarán naves del Oikumene?

—Me he comprometido a ello, y lo cumpliré —asintió Gersen.

Alusz Iphigenia exhaló un breve suspiro y paseó la mirada por el paisaje.

—Algún día… ignoro cuándo… yo también volveré a Thamber.

—Recuerde —dijo Gersen al barón— que si las naves del Oikumene desembarcan su antiguo modo de vida no perdurará. Habrá remordimientos, nostalgia y descontento. ¿Está seguro de que no prefiere Thamber tal como es hoy?

—Solo puedo hablar por mí —replicó el barón Endel Thobalt—, y digo que es nuestro deber reincorporarnos a la humanidad, no importa a qué precio.

Sus acompañantes estuvieron de acuerdo con esta idea.

—Como quieran —dijo Gersen.

Alusz Iphigenia trepó a la fortaleza, Gersen la siguió, cerró la escotilla, fue a la consola y contempló la placa de bronce:

—El bueno de Patch —dijo Gersen—. Tendré que enviarle un informe sobre el funcionamiento de su máquina… suponiendo que nos lleve de vuelta a la nave.

Alusz Iphigenia apoyó su cabeza en el hombro de Gersen. Este acarició su pelo brillante, veteado de oro, y recordó la primera vez que la había visto en Intercambio, el poco interés que había despertado en sus sentidos. Rio sin hacer ruido. Alusz lphigenia alzó la vista.

—¿De qué te ríes?

—Algún día lo sabrás. Pero no ahora.

Alusz Iphigenia no insistió, pero sonrió como ensimismada en sus pensamientos.

Gersen empujó la palanca de arranque. Treinta y seis patas se levantaron y bajaron; dieciocho segmentos avanzaron. La fortaleza emprendió camino hacia el norte, donde la luz del sol centelleaba en los blancos picos del Skar Sakau.