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De «Huela a su gusto», de Rudi Thumm, en Cosmópolis, enero de 1521:

«Presentamos un extracto del catálogo de AEMISTHES: Perfumes, Fragancias, Esencias, Pamfile, Zaccaré, Quantique. Cada categoría se halla pormenorizada a lo largo del catálogo, con la naturaleza y calidad de los constituyentes definidos exacta, e incluso perfumadamente.

Sección 1: Olores de uso personal.

Sección II: Ceremonial.

Esencias varias:

»Lo que se desprende de lo anterior es sencillo: cuando visite Zaccaré no lleve perfume… puede verse involucrado en circunstancias con las que no contaba. Las gentes de este fantástico y bello país son tan sensibles a los olores como los sirenenses a la música, y un cambio en el aroma en apariencia imperceptible proporciona una asombrosa cantidad de información. Como puede verse, cada ocasión requiere su perfume correspondiente, y un error resultará enormemente grotesco a los ojos (o a las narices) de los habitantes de Zaccaré. Es mejor no ir perfumado a menos que le haya asesorado un nativo. ¡Es mejor la neutralidad que la gaucherie!

»La industria de la perfumería es la más importante de Zaccaré. Cien firmas tienen instaladas sus oficinas centrales en Painfile. Toda clase de aceites, extractos y esencias son exportados al resto del Oikumene; muchos de estos productos provienen del cercano Bosque de Talalangi.

»Les ofrecemos algunas muestras de fragancias de Zaccaré (etiquetas perfumadas enganchadas en la página de la revista).»

Antes del amanecer los guerreros se levantaron, reavivaron las brasas y prepararon el desayuno. El jefe, la cabeza llena de moretones, estaba recostado contra una roca, la mirada perdida en algún punto del terreno. Nadie le hablaba, y él hacía lo mismo con los demás. Gersen salió de la tienda acompañado de Alusz lphigenia. Ella le había vendado la muñeca izquierda y dado masajes en el brazo derecho. A pesar de un sinfín de magulladuras, dolores y la torcedura de muñeca, no se hallaba en mal estado. Caminó hacia el lugar en que el jefe estaba sentado y trató de hablarle en el áspero dialecto de Skar Sakau:

—Luchaste bien.

—Tú luchaste mejor —murmuró el jefe—. No me daban una paliza desde que era pequeño. Te llamé cobarde. Me equivoqué. No me mataste; por este gesto te has convertido en miembro del clan, y en su jefe. ¿Cuáles son tus órdenes?

—¿Qué pasaría si ordenara a la partida que nos condujera a mi nave?

—No te obedecerían. Los hombres huirían al galope. Yo fui lo que tú eres… un jefe militar. Más allá de este punto, mi autoridad estaba en función de que pudiera hacerla cumplir. Y contigo pasará lo mismo.

—En ese caso, consideraremos los acontecimientos de anoche como un ejercicio amistoso. Tú eres el jefe, nosotros tus invitados. Cuando nos convenga abandonaremos vuestra compañía.

El jefe se puso trabajosamente en pie.

—Si esos son tus deseos, háganse. Atacaremos a nuestro enemigo Kokor Hekkus, señor de Misk.

La partida estaba lista para la marcha. Un explorador fue a reconocer el valle, pero volvió enseguida:

—¡Dnazd!

—¡Dnazd! —repitió un coro de voces.

Pasó una hora; el sol surgió tras el horizonte. El explorador se adelantó de nuevo, y regresó para informar que el camino se veía despejado. La comitiva se adentró en el valle batido por el viento.

A mediodía el valle se ensanchó, y, cuando la partida de guerra doblaba una curva, la abertura practicada en las laderas rocosas reveló una amplia vista de una tierra verde iluminada por el sol.

Diez minutos después llegaron a un lugar en el que estaban amarrados unos sesenta o setenta ciempiés. Algunos guerreros deambulaban por la zona. El jefe descabalgó y conferenció con otros de rango similar; sin más dilación toda la tropa descendió por el valle. Una hora antes del ocaso, al pie de las colinas, desembocaron en una ondulada sabana, en la que pacían rebaños de pequeños rumiantes negros, vigilados por hombres y adolescentes que montaban en animales del mismo tipo, pero de mayor envergadura. En cuanto vieron a los tadousko-oi huyeron a la desbandada, pero luego, al ver que no les perseguían, se pararon y les observaron con asombro.

A medida que avanzaban aumentaban las señales de presencia humana. Primero fueron cabañas dispersas, luego casas redondas de altos tejados cónicos, y después pueblos. En todas partes se producía la misma agitación: nadie se atrevía a plantar cara a los tadousko-oi.

Aglabat, edificada sobre una suave llanura verde, apareció ante sus ojos al ocultarse el sol. Murallas almenadas de piedra parda rodeaban la ciudad, que parecía una masa compacta de altas torres circulares. Un pendón marrón y negro ondeaba en la mayor de todas, justo en el centro del conjunto pétreo.

—Kokor Hekkus está ahí —señaló Alusz Iphigenia—. El pendón nunca se alza en su ausencia.

Los guerreros se aproximaron a la ciudad, pisando un césped tan verde y reluciente como el de un parque.

—Será mejor que nos separemos de los tadousko-oi antes de que pongan cerco a la ciudad —aconsejó Alusz Iphigenia, que mostraba signos de inquietud.

—¿Por qué?

—¿Acaso piensas que Kokor Hekkus se va a dejar coger desprevenido? En cualquier momento los Guerreros Pardos saldrán a la carga. Habrá una terrible batalla, puede que nos maten, o peor, que nos capturen, sin la menor esperanza de acercarnos a Kokor Hekkus.

Gersen no encontró razones para contradecirla, pero de alguna manera se sentía unido a la partida de guerra. Dejarla ahora le parecía un acto de traición, sobre todo porque compartía los temores de Alusz Iphigenia sobre la probable e inminente destrucción de los tadousko-oi. Sin embargo, no había venido a Thamber para comportarse como un caballero andante.

La partida se detuvo a cinco kilómetros de la ciudad. Gersen se acercó al jefe.

—¿Cuáles son tus planes para la batalla?

—Asediaremos la ciudad. Más pronto o más tarde, Kokor Hekkus hará salir a su ejército. En ocasiones anteriores nuestras fuerzas eran escasas, y nos veíamos forzados a huir. Aún somos pocos, pero no tanto. Destruiremos a los Guerreros Pardos, les haremos morder el polvo; arrastraremos a Kokor Hekkus por la llanura hasta que muera; luego nos apoderaremos de las riquezas de Aglabat.

«El plan tiene la virtud de la sencillez», pensó Gersen, y luego dijo en voz alta:

—¿Y si el ejército no sale?

—Lo harán antes o después, a menos que prefieran morir de hambre.

El sol poniente tiñó el cielo de púrpura; las torres de Aglabat se iluminaron. Esa noche nadie se atrevió a ofender a Alusz Iphigenia que, como la noche anterior, ocupó la tienda negra.

La proximidad de su presencia desmoronó por fin el autocontrol de Gersen; la cogió por los hombros, escudriñó su rostro sombrío y la besó; ella dio señales de responder. ¿Lo hizo? La oscuridad velaba su expresión. La besó otra vez y notó el contacto húmedo de su rostro; estaba llorando. Gersen retrocedió malhumorado.

—¿Por qué lloras?

—Emociones reprimidas, supongo.

—¿Porque te besé?

—Claro.

De pronto le invadió una sensación de malestar. La tenía en su poder, sujeta a sus caprichos. No deseaba su sumisión; deseaba su pasión.

—¿Y si las circunstancias fueran diferentes? Imagina que estuviéramos en Draszane, que no tuvieras problemas. Supón que viniera a ti, así, y te besara. ¿Qué harías?

—Nunca volveré a ver Draszane. Estoy abrumada por el dolor. Soy tu esclava. Haz lo que quieras.

Gersen se sentó en el suelo de la tienda.

—Muy bien. Me iré a dormir.


Al día siguiente los tadousko-oi avanzaron en dirección a la ciudad y acamparon a unos dos kilómetros de la puerta principal. Sobre la muralla se veía soldados moviéndose sin cesar. A mediodía se abrieron las puertas; seis regimientos de hombres armados con picas, con uniforme color pardo, armadura y cascos negros, salieron al exterior. Los tadousko-oi emitieron un alarido de alegría y saltaron sobre sus monturas. Gersen y Alusz Iphigenia contemplaron la batalla desde el campamento. Fue una lucha sin cuartel, salvaje y sangrienta. Los Guerreros Pardos se batieron con valentía, pero carecían de la salvaje ferocidad que caracterizaba a los hombres de las montañas; los supervivientes se replegaron a través de las puertas, dejando a sus espaldas un campo sembrado de cadáveres.

El día siguiente transcurrió sin novedad. El pendón marrón y negro fue arriado de la aguja de la ciudadela.

—¿Dónde tiene Kokor Hekkus su nave espacial? —preguntó Gersen a Alusz Iphigenia.

—En una isla del sur. Viene y va en un coche aéreo como el tuyo. Hasta que Sion Trumble atacó la isla y capturó la nave espacial creí que Kokor Hekkus era un gran mago.

La inquietud de Gersen aumentó por momentos. Estaba claro que no podría llegar hasta Kokor Hekkus bajo ninguna circunstancia. Si los tadousko-oi lograban penetrar en la ciudad, Kokor Hekkus escaparía en su coche aéreo… Era esencial que regresaran al Saltaestrellas. Entonces podría situarse en una posición lo bastante elevada para vigilar sin ser interceptado y atacar el coche aéreo que tal vez despegara de Aglabat, independientemente del resultado de la batalla.

Comunicó su decisión a Alusz Iphigenia, que dio su aprobación.

—Nos basta con llegar a Carrai. Sion Trumble te escoltará hasta el norte de Skar Sakau y todo se arreglará a tu gusto.

—¿Y tú?

—Hace mucho tiempo que Sion Trumble desea casarse conmigo. Me ha declarado su amor. Consentiré.

Gersen gruñó desdeñosamente. ¡El noble Sion Trumble le había declarado su amor! ¡El galante Sion Trumble! Gersen fue a hablar con el jefe.

—Se han producido bajas en la batalla y sobran monturas. Si me prestas una, intentaré volver a mi nave.

—Será como desees. Elige la que quieras.

—Me conformo con la más dócil y manejable.

Al atardecer le trajeron la montura a la tienda. Gersen y Alusz Iphigenia partieron hacia Carrai al amanecer.

Obreros de la ciudad trabajaron durante toda la noche para construir un cercado de treinta metros de lado por seis de alto, cubierto con una tela de color pardo. Los tadousko-oi se enfurecieron a causa de la insolencia. Montaron en sus ciempiés y salieron al galope con algunas precauciones, porque nadie sabía lo que ocultaba el cercado. No fue difícil averiguarlo. Cuando las filas de monturas estuvieron muy cerca apartaron la lona; de ella surgió un enorme ciempiés de veintitrés metros que lanzaba fuego por los ojos.

Los tadousko-oi retrocedieron en medio de una espantosa confusión.

—¡Dnazd! —gritaban—. ¡Dnazd!

—No es un dnazd —dijo Gersen a Alusz Iphigenia—. Es la obra de Construcciones y Obras de Ingeniería Patch. Y es hora de que nos vayamos.

Montaron en el ciempiés y se escabulleron hacia el noroeste. La fortaleza brincaba sobre el césped que bordeaba la ciudad en todas direcciones. Los tadousko-oi huían en completo desorden, llenos de terror. La fortaleza emprendió su persecución con gráciles movimientos, que dispensaron a Gersen una triste satisfacción.

Alusz Iphigenia aún no estaba convencida.

—¿Estás seguro de que esa cosa es de metal?

—Por completo.

Algunos de los tadousko-oi siguieron el camino que habían tomado Gersen y Alusz lphigenia. La fortaleza fue tras ellos arrojando chorros de fuego blanco y púrpura. Cada disparo significaba un ciempiés quemado y cinco hombres muertos. Solo quedaba el montado por Gersen y Alusz Iphigenia, que llevaban una ventaja de un kilómetro. Cuando alcanzaron las estribaciones, la fortaleza maniobró para cortarles la huida. El terreno se elevó; al doblar una roca saliente, Gersen azuzó a su montura y saltó al suelo, arrastrando a Alusz Iphigenia. El ciempiés continuó corriendo. Gersen trepó hasta un afloramiento de roca arenosa recubierta de musgo, tras el que estarían a cubierto. Alusz Iphigenia avanzó a rastras hasta reunirse con él. Le miró, abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. Estaba sucia, arañada y despeinada; tenía la ropa desgarrada, los ojos vacíos, las pupilas contraídas de miedo. Gersen no podía perder tiempo en tranquilizarla. Desenfundó el proyector y esperó.

Oyeron un zumbido, el ruido sordo de treinta y seis patas; la fortaleza escaló la cumbre, se detuvo y escudriñó el paisaje en busca de su presa.

Gersen se preguntó fugazmente si tiempo atrás, en el Taller B de Patch, había imaginado esta clase de confrontación. Puso el proyector a baja potencia, apuntó con cuidado a un lugar situado en la zona dorsal de la fortaleza y apretó el gatillo. En la célula de bloqueo un relé activó un interruptor. Las patas se doblaron y el cuerpo segmentado se derrumbó en el suelo. La escotilla se abrió enseguida. Los miembros de la tripulación salieron y se pasearon alrededor de la fortaleza, estupefactos. Gersen les contó: nueve, sobre una dotación de once. Dos se habían quedado en el interior. Todos vestían monos de color pardo, todos se movían y actuaban de una manera indefinida, que no era la de Thamber. Dos de ellos debían de ser Seuman Otwal, Billy Windle, o Kokor Hekkus: los cincuenta metros que les separaban de Gersen hacían imprecisas sus facciones. Uno se volvió: una nariz demasiado larga; no era el hombre que Gersen buscaba. ¿El otro? Había regresado a la fortaleza. La ionización empezó a disiparse, las patas recobraban su vigor…

—¡Escucha! —susurró Alusz Iphigenia al oído de Gersen.

Gersen no oyó nada, pero ella insistió. Entonces distinguió un suave click-click, click-click, un sonido tremendamente amenazador. Parecía venir de detrás suyo. Por la ladera de la montaña subía la criatura que era el duplicado de la fortaleza: un auténtico dnazd. Gersen no comprendió cómo alguien podía confundirse al ver la estructura de metal. Ese había sido el caso de los tadousko-oi, pero no así del dnazd. Detuvo su avance de repente, como asombrado. La dotación había entrado apresuradamente en la fortaleza y cerrado la escotilla. Las patas aún renqueaban; el ojo lanzó un débil fogonazo que alcanzó al dnazd en el segmento trasero. Arqueó el lomo, emitió un salvaje y agudo rugido y se abalanzó sobre la fortaleza. Ambos rodaron por tierra y se revolcaron. Mandíbulas mordieron el casco de metal, púas envenenadas hirieron y rasgaron carne. Recobrada la energía, la fortaleza se irguió. El dnazd chocó de nuevo contra los segmentos de metal. Uno de los ojos escupió fuego; el dnazd perdió el uso de una pata. Otra andanada destrozó un segmento central, y el dnazd resbaló y trató desesperadamente de conservar el equilibrio. La fortaleza se movió hacia atrás; los ojos dispararon. El dnazd quedó convertido en un montón de carne.

Gersen avanzó palmo a palmo. Apuntó el proyector a la célula de bloqueo. Como antes, la fortaleza se vino al suelo. Se abrió la escotilla. Los tripulantes bajaron por la escalera. Gersen les contó:… nueve… diez… once. Estaban todos fuera. Cuchichearon en voz baja y luego fueron a ver el dnazd muerto. Al darse la vuelta se encontraron frente a Gersen, que les apuntaba con el proyector.

—Daos la vuelta. Poneos en fila con las manos arriba. Mataré a cualquiera que me ocasione problemas.

Hubo unos instantes de indecisión: los hombres calculaban sus posibilidades de convertirse en héroes. Todos decidieron que eran escasas. Gersen celebró el hecho con una descarga de energía que chamuscó el suelo a sus pies. De mala gana, los rostros deformados en máscaras de odio, dieron la vuelta. Alusz Iphigenia fue a reunirse con Gersen.

—Mira dentro. Asegúrate de que están todos fuera.

Volvió al cabo de poco rato para informarle que la fortaleza estaba vacía.

—Ahora —dijo Gersen a los once hombres— haced exactamente lo que os diga, si apreciáis en algo vuestras vidas. El primer hombre de la derecha que retroceda seis pasos. —Le obedeció sin rechistar. Gersen cogió su arma, un pequeño pero peligroso proyector de un diseño que nunca había visto—. Échate en el suelo boca abajo y pon los brazos en la parte más estrecha de la espalda.

Uno por uno los once retrocedieron, se echaron al suelo, fueron desarmados y atados con tiras de sus propios vestidos.

Gersen les dio la vuelta uno por uno para ver sus caras. Ninguno era Seuman Otwal.

—¿Quién de vosotros es Kokor Hekkus? —preguntó.

Reinó el silencio; luego, el hombre al que había despojado del proyector habló:

—Está en Aglabat.

Gersen ladeó la cabeza hacia Alusz Iphigenia.

—Conoces a Kokor Hekkus. ¿Alguno de estos hombres se le parece?

Alusz Iphigenia miró intensamente al hombre que había hablado.

—Su cara es diferente… pero su estilo, su forma de andar es la misma.

Gersen estudió las facciones del hombre. Parecían auténticas, sin las sutiles demarcaciones o cambios de textura que indicaran que eran falsas. No portaba una máscara. Pero los ojos, ¿eran los ojos de Seuman Otwal? Existía una semejanza indefinida, una sensación de cínica astucia. Gersen siguió callado. Echó un vistazo al resto de la dotación, luego volvió a iniciar el interrogatorio del primer hombre.

—¿Cómo te llamas?

—Franz Paderbush —dijo con una voz suave, casi obsequiosa.

—¿Dónde naciste?

—Soy Caballero Aspirante de Castle Pader, al este de Misk… ¿No me conoce?

—Aún no estoy seguro.

—Basta con que vaya a Castle Pader —dijo el cautivo en tono ligero, impropio del momento— y el Caballero Mayor, mi padre, lo confirmará doce veces seguidas.

—Tal vez sea cierto. Sin embargo, te pareces a Billy Windle, de Skouse, y también a un tal Seuman Otwal, que me encontré por última vez en Krokinole. Vosotros, poneos en pie y empezad a andar.

—¿Adónde? —preguntó uno.

—Donde queráis.

—Sin armas los salvajes nos matarán —gruñó otro.

—Buscad un foso y ocultaos hasta el anochecer.

Los diez se marcharon desconsoladamente. Gersen volvió a registrar a Paderbush, pero no encontró más armas.

—Ahora, Caballero Aspirante, en pie y a la fortaleza.

Paderbush obedeció con una alegre buena voluntad que inquietó a Gersen. Amarró al Caballero Aspirante a un banco, cerró la escotilla y se dirigió a los ya familiares controles.

—¿Sabes hacer funcionar este horror? —preguntó Alusz Iphigenia.

—Yo ayudé a construirla.

Ella le miró como aturdida, luego desvió la vista hacia Franz Paderbush, que la obsequió con una sonrisa estúpida.

Gersen maniobró los controles. Las patas respondieron, y la fortaleza anduvo hacia el norte.

—¿Adónde vas? —preguntó Alusz Iphigenia al cabo de un momento.

—A la nave espacial, naturalmente.

—¿A través de Skar Sakau?

—A través, o dando un rodeo.

—Debes de estar loco.

—No nos costará nada con la fortaleza.

—No conoces los caminos. Son difíciles, y a veces conducen a trampas. Los tadousko-oi nos arrojarán pedruscos. Las simas están infestadas de dnazds. Aunque los evites, hay abismos, precipicios, riscos. No tenemos comida.

—Todo lo que dices es verdad. Pero…

—Tuerce al oeste, hacia Carrai. Sion Trumble te recibirá con grandes honores y te guiará hacia el norte para evitar Skar.

Gersen, incapaz de refutar su argumentación, dio la vuelta a la fortaleza con cierta torpeza y descendió al valle.


Penetraron en un ondulado y agradable territorio. Skar Sakau menguaba y se difuminaba en la neblina azul. La fortaleza continuó su camino hacia el oeste durante toda la cálida tarde veraniega. Pasó ante pequeñas granjas y alquerías, con establos y casitas de piedra coronadas por techos altos, y atravesó algunos pueblos alejados entre sí. Al ver la fortaleza los habitantes se quedaban petrificados de terror, los ojos vidriosos. Eran gentes de aspecto vulgar, piel blanca y cabello oscuro. Las mujeres vestían faldas voluminosas y corpiños ajustados; los hombres iban ataviados con pantalones anchos largos hasta la rodilla, camisas chillonas y chaquetas bordadas. De vez en cuando podían ver alguna mansión en el interior de un parque, y a veces, sobre lo alto de un risco, se dibujaba el contorno de un castillo. La mayor parte de estas mansiones y castillos parecían estar en ruinas.

—Fantasmas —explicó Alusz Iphigenia—. Este es un país muy antiguo, muy embrujado.

Gersen miró de reojo a Franz Paderbush y vio en su rostro una tranquila sonrisa, similar a la que había detectado en ocasiones en Seuman Otwal… aunque no tuviera ni los rasgos ni la piel de Seuman Otwal.

El sol se hundió en el crepúsculo que invadía el campo. Gersen detuvo la fortaleza al borde de un solitario riachuelo. Cenaron las raciones destinadas a la dotación, y luego confinaron a Paderbush en el pañol de popa.

Gersen y Alusz Iphigenia salieron afuera y contemplaron el vuelo de las luciérnagas. Sobre sus cabezas se desplegaban las constelaciones de Thamber: copiosas al sur, diseminadas al norte, donde comenzaba el espacio intergaláctico. Una criatura nocturna elevó su canto en el bosque adyacente. El aire suave transportaba un frondoso aroma a vegetación. A Gersen no se le ocurría nada que decir. Suspiró y tomó la mano de la joven, que no hizo ningún esfuerzo para soltarla.

Estuvieron sentados durante horas con la espalda apoyada en la fortaleza. La lúgubre campana de algún pueblo cercano marcaba el paso del tiempo. Por fin, Gersen extendió su capa y durmieron sobre la suave hierba.

Al amanecer prosiguieron su viaje hacia el oeste. El terreno experimentó una transformación: el paisaje de colinas boscosas y valles dio paso a montañas cubiertas de árboles altos, parecidos a coníferas. Las casas, más primitivas, disminuyeron en número, desaparecieron las mansiones, y solo los castillos se cernían sobre el valle y el río. En una ocasión, la silenciosa y veloz fortaleza se topó con un grupo de hombres armados que gesticulaban y se movían, completamente borrachos, en mitad del camino. Vestían con andrajos y llevaban arcos y flechas.

—Bandidos —dijo Alusz Iphigenia—. La escoria de Misk y Vadrus.

Dos torreones de piedra flanqueaban la frontera; la fortaleza los rebasó. Al instante, unos clarines atronaron el aire.

Una hora más tarde la fortaleza se detuvo en un lugar desde el que se dominaba la panorámica de una campiña ondulada.

—Ahí está Vadrus —señaló Alusz Iphigenia—. ¿Ves esa mancha blanca al otro lado del bosque? Es la ciudad de Carrai. Gentilly está más al oeste, pero en Carrai me conocen bien. Sion Trumble ha ofrecido con frecuencia su hospitalidad a mi familia, pues en Gentilly soy una princesa.

—Y ahora serás su prometida.

Alusz Iphigenia fijó la vista al frente, hacia Carrai, con tristeza y amargura, como si recordara algo doloroso.

—No. Ya no soy una niña. No todo es tan fácil. Antes hubo Sion Trumble… y Kokor Hekkus. Sion Trumble es un guerrero, y debe de ser tan brutal en la lucha como en otras cosas. Pero para la gente de Vadrus trata de hacer justicia. Kokor Hekkus, por descontado, es la encarnación de la maldad. Habría elegido sin duda a Sion Trumble. Ahora no quiero a ninguno. Ya he tenido bastantes emociones. De hecho, temo que he aprendido muchas cosas desde que me fui de Thamber, y que he perdido mi juventud.

Gersen se volvió y miró fugazmente al prisionero.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

—Recordaba una decepción similar de mi juventud —dijo Franz Paderbush.

—¿Le importaría contárnoslo?

—No. No tiene nada que ver con la conversación.

—¿Durante cuánto tiempo has servido a las órdenes de Kokor Hekkus?

—Toda mi vida. Él gobierna Misk, es mi amo y señor.

—¿Puedes decirnos algo de sus planes?

—Temo que no. Ni siquiera sé si tiene muchos y, en todo caso, se los guarda para él. Es un hombre notable. Imagino que estará dolido por la pérdida de su fortaleza.

—Mucho menos que por otros perjuicios que le he ocasionado —rio Gersen—. Como en Skouse, cuando estropeé sus negocios con Daeniel Trembath. Como en Intercambio, cuando le robé su princesa y saldé mi deuda con papel en blanco.

Mientras Gersen hablaba no cesaba de estudiar los ojos de Paderbush; ¿eran imaginaciones suyas, o sus pupilas se habían dilatado ligeramente? La incertidumbre era desesperante, en especial porque parecía fuera de lugar y gratuita. Billy Windle, Seuman Otwal, Franz Paderbush: ninguno poseía más características similares al otro como no fueran las proporciones físicas y un vago e indefinible estilo. Ninguno, a juzgar por la opinión de Alusz Iphigenia, podía ser Kokor Hekkus…

La fortaleza bajó deslizándose de las montañas, cruzó una región de huertos y viñedos, y después una vega bien regada con agua en la que abundaban las granjas y los pueblos. Luego llegó a un promontorio desde el que se dominaba Carrai… una ciudad muy diferente de Aglabat. En lugar de severas murallas de piedra oscura se abrían anchas avenidas, columnatas de mármol, villas rodeadas de árboles, palacios en el centro de elegantes jardines, que no tenían nada que envidiar a los de la Tierra. En caso de haber casuchas o tugurios, debían de estar muy alejados de las arterias principales.

Un gran arco de mármol sostenía un globo de cristal de roca y las puertas de la ciudad. Un pelotón de guardias uniformados de verde púrpura esperaba en posición de firmes. Al aproximarse la fortaleza, un teniente gritó unas órdenes; los guardias avanzaron al frente, pálidos pero decididos, enderezaron sus picas y aguardaron la muerte.

Gersen frenó la fortaleza a cuatrocientos metros de la puerta, abrió la escotilla y saltó a tierra. Los soldados titubearon atónitos. Alusz Iphigenia se adelantó; el teniente dio señales de reconocerla a pesar de su lamentable aspecto.

—¿Sois la princesa Iphigenia de Draszane, surgida del buche del dnazd?

—La bestia es pura apariencia. Es un juguete mecánico de Kokor Hekkus que le hemos robado. ¿Dónde está Lord Sion Trumble? ¿Se halla en la ciudad?

—No, princesa, se encuentra en el norte, pero su primer ministro acaba de llegar a Carrai y no está muy lejos. Le haré llamar.

Un noble de alta estatura y barba blanca, vestido de terciopelo negro y púrpura, apareció al instante. Avanzó con expresión de gravedad y saludó respetuosamente. Alusz Iphigenia le acogió con alivio, como si por fin hubiera alguien en quien poder confiar. Se lo presentó a Gersen, «el barón Endel Thobalt», y luego preguntó por Sion Trumble. El barón respondió en un tono no exento de ironía: Sion Trumble había partido para atacar a los grodnedsa, corsarios del Mar Promeneo del Norte. No se esperaba que su ausencia fuera muy prolongada. Entretanto, la princesa podía considerarse como en su casa, pues ese era el deseo de Sion Trumble.

Alusz Iphigenia se volvió hacia Gersen; la alegría brillaba en su cara.

—No sé cómo pagarle los servicios que me ha prestado, ni tampoco lo intentaré… al fin y al cabo, imagino que no los considera como tales. Le ofrezco, sin embargo, la hospitalidad de que dispongo; pida cuanto desee.

Gersen replicó que había sido un placer servirla; cualquier deuda que ella hubiera contraído estaba más que pagada por el solo hecho de guiarle hasta Thamber.

—Pero voy a aprovechar su ofrecimiento. Quiero que Paderbush sea encerrado bajo vigilancia hasta que decida lo que haré con él.

—Nos alojaremos en el Palacio Estatal; en los subterráneos hay mazmorras idóneas.

Habló con el teniente de los guardias, que se encargaron del infortunado Paderbush.

Al regresar a la fortaleza, Gersen desconectó varios cables y conexiones, inutilizando el mecanismo. Entretanto llegó un coche, un alto y adornado vehículo sobre ruedas doradas. Gersen acompañó a Alusz Iphigenia y al barón Thobalt en el compartimento delantero; se sentó sobre suave terciopelo rojo y pieles blancas, con cierto sentimiento de culpabilidad a causa de sus sucias vestimentas.

El coche recorrió el bulevar; hombres ataviados con gran riqueza y altos sombreros picudos, así como mujeres con vestidos blancos de volantes se volvieron ante su paso.

Delante se alzaba el Palacio Estatal de Sion Trumble. Era un edificio cuadrado situado en la parte posterior de un gran jardín. Como los otros palacios de Carrai, era de un diseño muy vistoso y, al mismo tiempo, agradablemente sencillo: seis altas torres ceñidas por escaleras de caracol, una cúpula de pentágonos de cristal soportada por una franja circular de bronce, terrazas con balaustradas en forma de ninfa. La carroza se detuvo frente a una rampa de mármol; al pie aguardaba un hombre entrado en años, extremadamente alto y delgado, que vestía ropas negras y grises. Portaba una maza terminada en un elipsoide esmeralda, al parecer la insignia de su cargo. Recibió a Alusz Iphigenia con las mayores muestras de respeto. El barón Thobalt se lo presentó a Gersen:

—Uther Caymon, Senescal del Palacio Estatal.

El Senescal se inclinó, al tiempo que observaba con ojo crítico la manchada indumentaria de Gersen, y luego agitó la maza. Varios lacayos hicieron acto de presencia y escoltaron a Alusz Iphigenia y a Gersen hasta el palacio. Cruzaron un gran salón acristalado. El suelo estaba cubierto por una alfombra tejida en lavanda, rosa y verde pálido. Se separaron en un vestíbulo circular por pasillos distintos. Gersen fue conducido a una suite de varias habitaciones, que se abría sobre un jardín amurallado con árboles en flor alrededor de una fuente. Después de las penurias del viaje, tanto lujo le parecía irreal.

Gersen se bañó en una piscina de agua caliente. Un barbero vino para afeitarle. Un valet sacó del ropero vestidos limpios: pantalones amplios de color verde oscuro sujetos al tobillo, una camisa azul oscuro bordada de blanco, zapatillas de cuero verde con las punteras caprichosamente dobladas y la gorra picuda inclinada a un lado, que parecía ser una parte esencial de la moda masculina.

Habían dispuesto una mesa en el jardín con fruta, pasteles y vino. Gersen comió, bebió y se preguntó, asombrado, cómo podía Sion Trumble dedicarse a guerrear con los corsarios rodeado de tales maravillas.

Salió del apartamento y vagó por el palacio. Halló por todas partes muebles, alfombras y colgantes de exquisita artesanía: objetos de muy variados estilos provenientes de todas las regiones de Thamber.

En un salón se encontró con el barón Thobalt, que le saludó con fría cortesía. Después de intercambiar unas palabras convencionales, Thobalt le interrogó sobre el espacio exterior, del que, según su criterio, venía Gersen.

Este lo admitió. Describió el Oikumene, sus diversos mundos y su organización, Más Allá y su caos, el planeta Tierra, cuna de la raza humana. Habló de Thamber, de cómo se había convertido en una leyenda, a lo que el barón replicó que los restos de la humanidad eran también un mito para la gente de Thamber.

—¿No es cierto que piensa volver a su lugar de origen? —preguntó con un rastro de melancolía.

—A su debido tiempo —respondió Gersen con cautela.

—¿Y entonces explicará que Thamber no es, después de todo, un mito?

—No me he parado a pensarlo. ¿Cuál es el sentimiento general? Quizá prefieran el aislamiento.

—Por fortuna no me corresponde a mí tomar esta decisión. Hasta hoy, solo un individuo se había jactado de visitar los mundos de las estrellas, y era Kokor Hekkus… pero en todas partes se le acusa de ser un roehuesos… un hombre sin alma en el que no se puede confiar.

—¿Conoce a Kokor Hekkus?

—Le he visto desde el campo de batalla.

Gersen no se atrevió a preguntar si el barón había notado algún parecido con el hombre llamado Paderbush. Al pensar en el prisionero de las mazmorras sintió un leve remordimiento: si no era Kokor Hekkus, su único pecado habría sido participar en una ofensiva contra los tadousko-oi.

—Llévame a los subterráneos donde está detenido mi prisionero —ordenó Gersen a un lacayo.

—Un momento, señor Caballero, informaré al Senescal; solo él guarda las llaves de los subterráneos.

El Senescal hizo aparición en el acto, reflexionó sobre la petición de Gersen y luego, casi a regañadientes, acompaño a Gersen hasta una gran puerta de madera labrada y la abrió, para encontrarse con una segunda puerta, esta vez de hierro, que abrió tras descender unos escalones de piedra. Desembocaron en una zona pavimentada con losas de granito e iluminada por aberturas que permitían el paso de los rayos del sol. A un lado se alineaban las celdas, protegidas por barrotes de hierro, pero solamente una estaba ocupada.

—Ahí está su prisionero —indicó el Senescal—. Si desea matarle, tenga la gentileza de utilizar la cámara adyacente, donde hallará el equipo necesario.

—Mis intenciones son muy diferentes. Solo quería asegurarme de que no sufría ningún daño.

—Esto no es Aglabat; aquí no suceden esas cosas.

Gersen miró entre los barrotes. Paderbush, recostado en una silla, le miró con una expresión de burla desdeñosa. La celda estaba seca y aireada. Sobre la mesa se veían los restos de una comida sustanciosa.

—¿Está satisfecho? —preguntó el Senescal.

—No creo que una semana o dos de meditación le hagan mucho daño —asintió Gersen—. Prohíba otras visitas que no sean las mías.

—Como desee.

El Senescal condujo a Gersen al salón en el que había coincidido con el barón, que disfrutaba ahora de la compañía de Alusz Iphigenia. Había otras damas y caballeros de palacio presentes. Alusz lphigenia miró a Gersen con cierta sorpresa.

—Siempre le conocí como un hombre del espacio. Ahora veo que también puede ser un caballero de Vadrus.

—No he cambiado, si exceptuamos la elegancia del traje. Pero tú… usted…

No encontró palabras para expresar lo que quería decir.

—Me han asegurado que Sion Trumble no tardará en llegar —interrumpió Alusz Iphigenia rápidamente—. Estará con nosotros en el banquete de esta noche.

Gersen se sintió desfallecer. La tentación de negarse a sí mismo era muy fuerte, pero a pesar de sus ropajes no dejaba de ser Kirth Gersen, el superviviente de la masacre del Monte Agradable, condenado de por vida a seguir oscuros caminos.

—¿Es eso lo que te hace feliz… la proximidad de tu prometido? —preguntó en tono ligero.

—Ni siquiera es eso, como sabes bien. Soy feliz porque… ¡pero no! No soy feliz. ¡Estoy a disgusto conmigo misma! —Agitó las manos en el aire—. ¡Mira! ¡Todo esto es mío, si quisiera! ¡Lo mejor de Thamber! Pero… ¿de veras lo quiero? Y aún está Kokor Hekkus, que es impredecible. Y sin embargo no pienso en él… ¿Será que prefiero una vida azarosa… que ya he visto suficiente de los mundos allende Thamber como para sentir su llamada?

Gersen no sabía qué decir. La joven suspiró, le miró por el rabillo del ojo.

—Pero no tengo elección. Aquí estoy y aquí me quedaré. La semana que viene volveré a Draszane… y tú te habrás ido… Te irás, ¿verdad?

—Adónde y cómo me vaya depende de que pueda volver a la nave espacial.

—¿Y luego?

—Y luego… continuaré lo que vine a hacer.

—Es una perspectiva muy poco prometedora —suspiró Alusz lphigenia—. De regreso a Skar Sakau… Los abismos, los riscos y todo eso. Luego glabat. ¿Cómo te abrirás paso entre las murallas? Y si te capturan… —Hizo una mueca de desagrado—. La primera vez que oí hablar de las criptas de Aglabat no pude dormir durante meses; tenía miedo de dormir, de las criptas de Aglabat.

Un criado de librea verde pálido pasó con una bandeja. Alusz lphigenia cogió dos vasos y le dio uno a Gersen.

—Y si te capturasen o matasen… ¿cómo podría marcharme de Thamber, si quisiera hacerlo?

—Me aterraría pensar en estas posibilidades. El pánico me robaría eficacia, y sería más fácil capturarme o matarme. Si te casas con Sion Trumble, es posible que tengas los mismos problemas.

Alusz Iphigenia encogió sus esbeltos hombros desnudos. Llevaba el vestido blanco de volantes típico de la ciudad.

—Es apuesto, gentil, justo, galante… tal vez demasiado bueno para mí. Me sorprendo pensando y deseando cosas antes desconocidas. —Paseó la mirada por la sala, escuchó el murmullo de las conversaciones y volvió su atención a Gersen—. Me cuesta explicarlo… pero en un período en el que hombres y mujeres viajan por el espacio casi instantáneamente, en el que cientos de mundos se coaligan para formar el Oikumene, en que todo parece posible para la razón humana, este remoto y pequeño planeta, con sus extremos de vicio y virtud, es impensable.

Gersen, que conocía los mundos del Oikumene y los de Más Allá con mucha más profundidad que Alusz lphigenia, no compartía sus sentimientos.

—Depende de la opinión que tengas sobre la humanidad: su pasado, su presente, y lo que esperes del futuro. La mayoría de habitantes del Oikumene coincidirían contigo. El Instituto probablemente preferiría que Thamber hubiera influido en la vida cotidiana del Oikumene.

—No sé nada del Instituto. ¿Son malvados, o criminales?

—No. Son filósofos…

Alusz Iphigenia suspiró como ausente y se adelantó para coger su mano.

—Hay tantas cosas que ignoro…

Un heraldo entró en la sala, seguido por pajes que portaban grandes clarines. El paje vociferó:

—¡Sion Trumble, Gran Príncipe de Vadrus, hace su entrada en palacio!

La sala se quedó en silencio. Serenos pasos metálicos se oyeron a lo lejos. Los pajes levantaron los clarines y emitieron una fanfarria. Sion Trumble entró en la sala, la armadura abollada, el casco mellado y manchado de sangre. Al quitarse el casco descubrió una masa de rizos rubios, una barba también rubia bien cortada, una hermosa nariz recta y los ojos más azules del mundo. Alzó el brazo para saludar a sus súbditos, se encaminó hacia Alusz Iphigenia y le besó la mano.

—Mi princesa… por fin has vuelto.

La princesa rio. Sion Trumble la miró sorprendido.

—La verdad es que este caballero no me dejó otra elección.

Sion Trumble examinó a Gersen. Nunca llegarían a ser amigos, pensó Gersen. Noble, galante, gentil, pero por otra parte, carente de humor, riguroso consigo mismo y obstinado.

—He sido informado de su presencia —dijo Sion Trumble a Gersen—. Reparé en el espantoso mecanismo que robaron. Tenemos mucho de que hablar. Pero ahora excúseme, por favor. Voy a desembarazarme de mi armadura.

Salió de la sala y el murmullo de las conversaciones creció de nuevo.

Alusz Iphigenia se quedó pensativa. Una hora más tarde, los invitados se trasladaron al salón del banquete. Sion Trumble estaba sentado en una mesa alta, vestido con un manto blanco y escarlata, y flanqueado por los nobles del reino. En un nivel inferior se situaban otros personajes por estricto orden de preferencia. Gersen se hallaba cerca de la puerta de acceso, y advirtió que Alusz Iphigenia, a pesar de su situación como prometida de Sion Trumble, ocupaba el séptimo lugar en una hilera de damas, seguramente de categoría más elevada.

El banquete fue largo y espléndido; los vinos eran fuertes. Gersen comió y bebió con moderación, respondió a las preguntas con cortesía y trató de pasar desapercibido, a pesar de que era evidente que todos los ojos se clavaban en él.

Sion Trumble comió poco y bebió menos. En mitad del convite se levantó, adujo fatiga y se despidió de los comensales.

Algo más tarde un paje se aproximó a Gersen y susurró en su oído:

—Mi señor, el príncipe desea hablar con vos cuando lo creáis conveniente.

Gersen se puso en pie y dejó que el paje le condujera al vestíbulo circular. Allí tomaron un pasillo y llegaron a un saloncito con paneles de madera verde. Sion Trumble estaba sentado. Lucía un vestido de seda holgado. Indicó a Gersen una silla y le acercó una bandeja con botellas y vasos.

—Acomódese. Viene usted de un mundo lejano; le ruego que olvide nuestro incomprensible protocolo. Hablaremos de hombre a hombre, con absoluta sinceridad. Dígame… ¿por qué está aquí?

Gersen no encontró motivos para ocultar la verdad.

—He venido para matar a Kokor Hekkus.

Sion Trumble enarcó las cejas.

—¿Solo? ¿Cómo piensa derrumbar sus murallas? ¿Cómo derrotará a los Guerreros Pardos?

—No lo sé.

Sion Trumble contempló el fuego que crepitaba en el hogar.

—De momento hay una tregua entre Misk y Vadrus. Se habría podido declarar la guerra cuando la princesa Iphigenia me eligió, pero ahora da la impresión de que no se quedará con ninguno. —Frunció el entrecejo—. No caeré en ninguna provocación.

—¿Puede proporcionarme alguna clase de ayuda?

Gersen pensó que al menos sabría a qué atenerse.

—Es posible. ¿Qué asunto le enfrenta a Kokor Hekkus?

—Cinco hombres destruyeron mi hogar, mataron a mi familia, convirtieron en esclavos a mis amigos. Espero hacerles pagar por ello. Malagate está muerto, Kokor Hekkus será el siguiente.

—Ha emprendido lo que parece una tarea formidable. ¿Qué quiere de mí?

—En primer lugar, que me ayude a volver a mi nave, que dejé al norte de Skar Sakau.

—Haré cuanto esté en mi mano. Al norte de Skar hay algunos principados que me son hostiles, y los tadousko-oi son implacables.

—Hay otro aspecto de la cuestión. —Gersen dudó al imaginar otra sorprendente posibilidad que hasta el momento no se le había ocurrido—. Cuando robé la fortaleza de Kokor Hekkus, hice un prisionero del que sospeché que podía ser el propio Kokor Hekkus. La princesa Iphigenia no está de acuerdo, pero yo no estoy seguro. No parece probable que Kokor Hekkus soporte de buen grado el primer fracaso de su nuevo juguete… Y hay algo en este prisionero que me recuerda a otro hombre, que también podría ser Kokor Hekkus.

—Resolveremos su incertidumbre. El barón Erl Castiglianu, en tiempos aliado de Kokor Hekkus y ahora su mayor enemigo, está en palacio. Si alguien conoce a Kokor Hekkus, ese es el barón Castiglianu, y mañana haremos la prueba.

—Estaré encantado de oír su opinión.

—Esta es la única ayuda que le puedo ofrecer. Jamás arrastraré a mi país a la guerra o a las penurias sin una buena causa. En tanto Kokor Hekkus permanezca en Aglabat no le provocaré.

Hizo una señal indicando que la audiencia había terminado. Gersen se levantó y salió de la salita. El Senescal, que esperaba en la antecámara, le escoltó a sus apartamentos. Gersen fue al jardín, oteó el cielo y encontró el racimo en forma de cimitarra: «el Barco de Dios». Pensó en lo que tenía que hacer y se horrorizó. Pero… ¿y si no, qué? ¿Por qué había venido a Thamber?


Se acostó y durmió bien. La luz que se filtraba por los visillos le despertó. Se bañó, se vistió con las ropas más discretas que encontró y tomó un desayuno consistente en fruta, pastas y té. Las nubes que provenían del Oeste descargaron su lluvia sobre el jardín; Gersen contempló las gotas, que salpicaban la piscina, y consideró las distintas facetas de la situación. Siempre volvía a la misma idea: era imprescindible probar la identidad de Paderbush.

Entró un paje y anunció la presencia del barón Erl Castiglianu. Era un hombre flaco, de mediana edad y semblante adusto, con las mejillas surcadas por grandes cicatrices.

—El príncipe Sion Trumble me ha ordenado que ponga a vuestra disposición mis conocimientos específicos. Me sentiré halagado de hacerlo.

—¿Os han informado de mis deseos?

—No de una forma clara.

—Quiero que estudiéis con extrema atención a un hombre y me digáis si es o no Kokor Hekkus.

—¿Y luego?

—¿Lo haréis?

—Tenedlo por seguro. Contemplad estas cicatrices: son el resultado de las órdenes de Kokor Hekkus. Colgué durante tres días de una barra que atravesaba mis mejillas; el odio me ayudó a sobrevivir.

—Vayamos, pues, a examinar a ese hombre.

—¿Está aquí?

—Se halla encerrado en los subterráneos.

El paje vino acompañado del Senescal, que abrió las puertas de madera y de metal. Los tres bajaron a los subterráneos. Paderbush les observaba desde su celda, las manos sujetando las rejas y las piernas separadas.

—Este es el hombre —indicó Gersen.

El barón avanzó y miró a Paderbush atentamente.

—¿Bien? —preguntó Gersen.

—No —dijo el barón al cabo de un momento—. No es Kokor Hekkus. Al menos… no, estoy seguro… Aunque los ojos me miran con malsana curiosidad… No, no le conozco. Nunca le vi en Aglabat, ni en otro sitio.

—Bien, por lo que parece me he equivocado. —Gersen se dirigió al Senescal—. Abrid la puerta.

—¿Tenéis intención de dejar en libertad a ese hombre?

—No del todo. Pero no es necesario que siga confinado en una mazmorra.

El Senescal abrió la puerta de la celda.

—Sal fuera —ordenó Gersen—. Parece que se ha cometido una injusticia.

Paderbush obedeció. No esperaba una decisión semejante y reaccionó con cautela.

Gersen le cogió por la muñeca de una forma que impedía toda posibilidad de escape.

—Ven conmigo; baja la escalera.

—¿Adónde pretende llevar a ese hombre? —preguntó con petulancia el Senescal.

—El príncipe Sion Trumble y yo tomamos conjuntamente la decisión. Gracias por vuestra cooperación —dijo Gersen al barón Erl Castiglianu—. Me habéis sido de mucha ayuda.

—Es posible que este hombre sea un criminal; tal vez intente engañaros.

—Estoy preparado para cualquier eventualidad —afirmó Gersen desenfundando el proyector.

El barón se inclinó y se marchó al instante, aliviado de verse libre de toda responsabilidad. Gersen condujo a Paderbush a sus aposentos, cerrando la puerta en las mismas narices del Senescal.

Gersen se acomodó en una silla sin dar muestras de inquietud. Paderbush permaneció de pie en el centro de la habitación.

—¿Cuáles son sus planes respecto a mí? —preguntó por fin.

—Aún no lo he decidido. Es posible que seas el hombre que dices ser, en cuyo caso lo único objetable sería los servicios prestados a Kokor Hekkus. En cualquier caso no se te mantendrá encarcelado por crímenes hipotéticos. Estás sucio; ¿te apetece un baño?

—No.

—¿Prefieres el sudor y la mugre? ¿Te gustaría cambiarte de ropa?

—No.

Gersen se encogió de hombros.

—Como quieras.

Paderbush se cruzó de brazos y miró fijamente a Gersen.

—¿Por qué me retienen aquí?

—Sospecho que tu vida está en peligro. Mi intención es protegerte.

—Sé cuidar de mí mismo.

—A pesar de esto, siéntate en esa silla, por favor. —Gersen le apuntó con el proyector—. Me recuerdas un animal salvaje a punto de saltar sobre su presa, y eso me pone nervioso.

—No le he causado el menor daño —comentó Paderbush mientras se sentaba—, pero usted me ha humillado, me ha arrojado a una mazmorra y ahora me quiere confundir con indirectas e insinuaciones. Se lo aseguro, Kokor Flekkus no es un hombre que pase por alto las ofensas ocasionadas a sus empleados. Le sugiero que evite a su anfitrión muchos problemas y me deje regresar a Aglabat.

—¿Conoce bien a Kokor Hekkus? —preguntó Gersen en tono distendido.

—Desde luego. Es como un águila de Khasferug. Sus ojos brillan de inteligencia. Su cólera y su alegría son como fuego, abrasan cuanto encuentran a su paso. Su imaginación carece de límites, como el cielo; todo el mundo se pregunta qué pensamientos cruzan su mente y de dónde provienen.

—Muy interesante. Estoy ansioso de conocerle… lo que sucederá muy pronto.

—¿Tiene una cita con Kokor Hekkus? —preguntó con incredulidad Paderbush.

—Tú y yo volveremos en la fortaleza a Aglabat —asintió Gersen—, después de descansar una o dos semanas en Carrai.

—Preferiría marcharme ahora mismo.

—Imposible. Quiero llegar de incógnito. Me gustaría sorprender a Kokor Hekkus.

—Está usted loco —se burló Paderbush—. Por no decir otra cosa. ¿Cómo piensa sorprender a Kokor Hekkus? Conoce mejor sus movimientos que usted mismo.