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«Hay una cualidad humana que resulta difícil de definir con precisión: es posible que sea la más noble de las cualidades humanas. Contiene y supera la franqueza, la generosidad, la comprensión, la finura de la distinción, la intensidad, la rectitud de miras, el compromiso total. Participa en todas las percepciones humanas, abarca toda la historia de la humanidad. Es característica de todos los grandes genios creativos, y no se puede aprender; intentarlo es ridículo… como diseccionar una mariposa, enfocar un espectroscopio hacia el ocaso o psicoanalizar la risa de una chica. La tentativa de aprender es autodestructiva; cuando la erudición entra, la poesía sale. ¡Cuán habitual es que el hombre de talento sea incapaz de sentir! ¡Cuán decepcionantes son sus juicios si los comparamos con los del campesino que extrae su fortaleza, como Anteo, del sedimento emocional de la raza! En esencia, los gustos y preferencias de la élite intelectual, derivados de lo que han aprendido, son falsos, doctrinarios, artificiales, ordinarios, superficiales, dudosos, amorfos e hipócritas.»

Vida, volumen IV, de UNSPIEK, BARÓN BODISSEY

Opiniones críticas sobre Vida, del barón Bodissey.

«Una obra monumental, si a usted le gustan los monumentos… Uno no puede dejar de recordar el grupo de Laocoonte, con el buen barón apretado contra las cuerdas del sentido común; hasta el más fervoroso de sus lectores le dejaría muy a gusto en tal situación.»

Revista Pancrética, St. Stephen, Bonifacio.

«La gran maquinaria ingiere pesadamente sus fardos de ciencia; rechina, ruge, tiembla y, por fin, escupe su producto: minúsculas bocanadas de vapor acre multicolor.»

Excalibur, Patris, Krokinole.

«Seis volúmenes de despropósitos y disparates.»

Academia, Londres, Tierra

«Atroz, delirante, grosero, impresentable…»

El Rigeliano, Avente, Alphanor.

«Desprecia envidiosamente la carrera de grandes hombres… Imposible no sentir una justa ira.»

El Galáctico, Baltimore, Tierra.

«Es tentador imaginarse al barón Bodissey trabajando en el marco arcadiano que promulga, rodeado por un grupo de boquiabiertos pastores de cabras.»

El Orchide, Serle, Quantique.

La mañana resplandecía sobre el continente de Despaz. Alusz Iphigenia le indicó las divisiones geográficas.

—Al sur, esa larga franja dominada por las montañas Skar Sakau, paralela a la costa marítima… es el País de Misk. Es difícil distinguir Aglabat; es de color pardo y se confunde con el paisaje, pero está allí, donde la costa sube hacia el interior.

—¿Y dónde está su hogar?

—Al oeste. En primer término se halla Vadrus, sobre aquella cadena de montañas. Ya se puede ver Carrai: una mancha blanca y gris. Luego vienen más montañas y, más allá, Gentilly. Allí, donde inciden los rayos del sol… Gentilly. —Se apartó del macroscopio—. Aunque, por supuesto, usted no la pisará. Ni tampoco Carrai.

—¿Por qué no?

—Porque ni mi padre ni Sion Trumble permitirán que sea su esclava.

Gersen se inclinó sobre el macroscopio sin hacer comentarios, y estudió el paisaje por espacio de una hora, mientras el planeta giraba bajo la luz del sol.

—Hay algunas cosas claras —dijo por fin— y otras no. Por ejemplo, ¿cómo puedo acercarme a Kokor Hekkus sin que me maten? Sin duda tendrá radares y defensas antiaéreas para proteger su ciudad. Debemos aterrizar en algún lugar alejado del perímetro de detección, y el más conveniente creo que será al otro lado de esas montañas.

—Y después de aterrizar… ¿qué hará?

—Ya que mi intención es matar a Kokor Hekkus, primero debo encontrarle. Para encontrarle, primero tendré que buscarle.

—¿Y qué será de mí? —se lamentó Alusz Iphigenia—. Abandoné Thamber para huir de Kokor Hekkus; usted me trae de vuelta. Cuando le maten, lo que me parece indudable, ¿qué haré? ¿Volveré a Intercambio?

—Tengo la impresión de que nuestros intereses coinciden. Ambos queremos a Kokor Hekkus muerto. Ninguno de los dos desea que se entere de nuestra presencia en Thamber. Permaneceremos juntos.

Dirigió el Saltaestrellas hacia Thamber, manteniendo el rumbo al norte de las montañas Skar Sakau. Después de inspeccionar con las máximas precauciones el terreno, aterrizó en una planicie apartada al pie de un pico muy alto. A derecha e izquierda se elevaban otras cumbres azotadas por los vientos; bajo sus pies, en dirección al sur, se extendía una cadena de crestas, simas y precipicios: una de las regiones más agrestes que Gersen había visto. Mientras esperaba que la presión del aire se estabilizara, bajó el coche aéreo, cogió sus armas y se envolvió en una capa, al igual que Alusz Iphigenia. Abrió la portilla y saltó al suelo de Thamber. El sol brillaba; el aire era frío; por suerte, el viento estaba en calma. Alusz Iphigenia se reunió con él y miró a su alrededor con emoción reprimida, como si a pesar de sus temores se sintiera feliz de estar en casa.

—No es usted un mal hombre, pese a lo que cuenta de sí mismo. Me ha tratado con amabilidad… con más amabilidad de la que esperaba. ¿Por qué no olvida su fantástico plan? Kokor Hekkus se halla a salvo tras las murallas de Aglabat, ni siquiera Sion Trumble puede amenazarle. ¿Qué puede hacer usted? Ha de sacarle fuera para matarlo, para eludir sus crueles estratagemas. Y no olvide que lo que más desea en todo el universo es usted.

—Ya lo sé.

—¿Y aún se empeña en continuar? Debe de ser un lunático o un brujo.

—No.

—¿Así que ya ha hecho sus planes?

—¿Cómo puedo hacer planes si no tengo hechos? Eso es lo que iremos a buscar ahora. ¿Ve esta caja? —Golpeó con el talón una caja negra de metal—. Puedo enviar una célula espía a una distancia de quince kilómetros, introducirla en Aglabat para que me informe de lo que deseo saber.

Alusz Iphigenia no le planteó más objeciones. Gersen examinó el Saltaestrellas y las montañas circundantes; no era probable que los bárbaros se atrevieran a llegar tan alto y tan lejos.

—Viven al sur del Skar —dijo Alusz Iphigenia adivinando sus pensamientos—, donde pueden alimentar a sus rebaños y saquear los graneros más cercanos de Misk. Si volamos hacia el sur, veremos sus poblados. Son los más feroces luchadores del universo, sin otras armas que cuchillos y las manos.

Gersen subió la caja negra a bordo del bote aéreo que, a diferencia de la plataforma volante de su viejo modelo 9-B, estaba equipado con una cúpula transparente y asientos confortables. Alusz lphigenia subió también y partieron. El bote se dirigió hacia el sur sobrevolando los altos picos. Era un escenario impresionante. Los riscos se levantaban verticalmente sobre un valle estrecho como una grieta por el que serpenteaba un riachuelo, solo visible porque el sol brillaba con toda la violencia del mediodía. Una sima daba paso a otra sima; los vientos golpeaban y zarandeaban el coche aéreo. A veces, una cascada se precipitaba desde el borde de un peñasco, deshilachada y temblorosa como un jirón de seda blanca.

Fueron dejando a sus espaldas picos y crestas, en busca de los valles que se abrían al sur. Bosques y praderas podían verse a lo lejos, y más tarde Alusz Iphigenia señaló lo que parecía un complicado túmulo de rocas encastado en un risco casi vertical.

—Un poblado de los tadousko-oi. Creerán que somos un ave mágica.

—Mientras no nos derriben.

—Solo utilizan pedruscos que arrojan sobre sus enemigos, arcos y catapultas para cazar.

Gersen, como medida de precaución, dio un rodeo para evitar el poblado y se desvió hacia la pared del risco opuesto, que mostraba una superficie curiosamente irregular y tortuosa. Tuvo que aproximarse a menos de cien metros para darse cuenta que se trataba de otro pueblo, sujeto con increíble precariedad en la roca desnuda. Divisó algunas figuras oscuras; un hombre les apuntaba con un arma desde un tejado. Gersen maldijo y efectuó un viraje brusco pero un pesado dardo de metal se estrelló contra la proa del bote aéreo, que sufrió una sacudida, dio un bandazo y luego empezó a descender.

Alusz Iphigenia emitió un grito de pánico. Gersen silbó entre dientes. ¡Dos horas en Thamber y ya se enfrentaban con el desastre!

—Hemos perdido las hélices delanteras —dijo, intentando hablar con tranquilidad—. No estamos en peligro, no se asuste. Volveremos a la nave.

Pero esto era imposible: el bote aéreo colgaba en un ángulo alarmante, suspendido en el centro, sin más ayuda que las hélices posteriores.

—Tendremos que aterrizar. Creo que puedo reparar los daños. Si no me equivoco, usted dijo que esta gente no usaba armas.

—Habrá sido una ballesta capturada a Kokor Hekkus, no se me ocurre otra explicación… De veras lo siento.

—No es culpa suya.

Gersen dedicó toda su atención al bote aéreo a la deriva, tratando de mantenerlo en una posición aceptable para tomar tierra en el valle. En el último instante cortó los motores traseros, aceleró la propulsión y, por un instante, enderezó el aparato lo suficiente para posarse suavemente en un terraplén de grava a dos metros sobre el río.

Gersen se apeó y fue a comprobar los daños. Su corazón le dio un vuelco.

—¿Es grave? —preguntó Alusz Iphigenia ansiosamente.

—Muy grave. Quizá podría arreglarlo trasladando la hélice del centro a la parte delantera, o algo similar… A trabajar.

Sacó las herramientas de que disponía y se puso manos a la obra. Pasó una hora. La luz del mediodía se apagó y sombras azules se amontonaron. Al mismo tiempo, un olor húmedo y frío a nieve y piedra mojada invadió la zona. Alusz Iphigenia tocó el brazo de Gersen.

—¡Rápido! ¡Escondámonos! Vienen los tadousko-oi.

Gersen se dejó llevar sin protestas a una grieta entre las rocas. Un momento después, contempló uno de los más extraños espectáculos de su vida. Del valle venían veinte o treinta grandes ciempiés, cada uno montado por cinco hombres. Los ciempiés, observó Gersen, se parecían a la fortaleza construida por la firma Patch, pero mucho más pequeños.

Se movían con lentitud sobre las piedras, casi como si flotaran. Los jinetes eran hombres muy musculosos, de piel marrón bruñida como cuero viejo. Tenían ojos fríos y saltones, bocas crueles, narices ganchudas y macizas. Llevaban toscas prendas de cuero negro, cascos de metal vulgar, una lanza, un hacha y un cuchillo de grandes dimensiones.

Al divisar el coche aéreo accidentado, el grupo se detuvo sorprendido.

—Al menos no los han enviado para que nos capturaran —susurro Gersen.

Alusz Iphigenia no dijo nada. Se apretaban el uno junto al otro en la hendedura; incluso en circunstancias tan extremas, Gersen sintió que el contacto le estremecía.

Los tadousko-oi habían rodeado el coche aéreo. Algunos se apartaron e intercambiaron secos murmullos. Empezaron a rastrear el valle. Era cuestión de segundos que uno de ellos se decidiera a investigar la grieta.

—Quédese aquí —susurró Gersen a la joven—. Les distraeré.

Salió del escondite y se quedó quieto con los pulgares ceñidos en el arnés de sus armas. Los guerreros no reaccionaron por un instante; luego, uno que portaba un casco más complicado que el de los demás avanzó lentamente. Habló: palabras guturales, aparentemente derivadas del antiguo idioma universal, pero incomprensibles para Gersen. Los ojos pizarrosos del que parecía ser el jefe se desviaron de Gersen y se abrieron con estupor. Alusz Iphigenia se había situado a la vista de los recién llegados. Habló en una jerga cercana al idioma de los tadousko-oi; el jefe replicó. Los guerreros permanecían inmóviles. Gersen jamás había contemplado un cuadro más siniestro.

—Le he dicho que somos enemigos de Kokor Hekkus —explicó Alusz Iphigenia a Gersen—, que venimos de un mundo muy lejano para matarle. El jefe dice que están preparando un ataque, que van a reunirse con otros grupos y que piensan atacar Aglabat.

—Pregúntele si nos pueden transportar hasta nuestra nave. Le pagaré bien.

Alusz Iphigenia habló. El jefe gruñó con mal humor y contestó. Alusz Iphigenia tradujo:

—Se niega. Necesita de todas sus fuerzas para llevar a cabo este gran ataque. Dice que si queremos podemos unirnos a su partida. Le he dicho que usted preferiría reparar el bote aéreo.

El jefe volvió a hablar. Gersen captó la palabra «dnazd» repetida varias veces. Alusz Iphigenia se volvió, después de un curioso titubeó hacia Gersen.

—Dice que no sobreviviremos a esta noche si nos quedamos, que el dnazd nos matará.

—¿Qué es el dnazd?

—Una bestia enorme. A este lugar le llaman el Valle del Dnazd.

El jefe habló otra vez con su voz bronca y rasposa; el oído de Gersen, acostumbrado a extraer significados de los infinitos dialectos y variantes del idioma universal, empezó a distinguir sonidos entre la ronquera y los gruñidos. El jefe, a pesar del ominoso sonido de su voz, no parecía hostil. Gersen intuyó que era indigno de un grupo de guerreros como este asaltar a vagabundos desarmados.

—Decís que sois enemigos de Kokor Hekkus —parecía ser la esencia de sus palabras—. En tal caso, el hombre estará ansioso de unirse a nosotros… si, por lo visto, es un guerrero, a pesar de su aspecto desvalido.

—Dice que esta es una partida de guerra —tradujo Alusz Iphigenia—. Tienen la impresión de que usted está enfermo, a causa de su piel blanca. Dice que si quiere venir, será en calidad de criado. Habrá mucho trabajo y mucho peligro.

—Hum. ¿Es eso lo que dice?

—Así parece desprenderse de sus palabras.

Resultaba evidente que Alusz Iphigenia no deseaba unirse al grupo.

—Pregúntele al jefe si hay alguna manera de volver a la nave.

Alusz: Iphigenia planteó la pregunta; el jefe replicó, en apariencia, con cierta sorna:

—Siempre que consigan eludir al dnazd, siempre que no se extravíen a lo largo de quinientos kilómetros de montañas sin comida ni protección.

—Dice que no puede ayudarnos —tradujo Alusz Iphigenia con voz sepulcral—, pero que podemos intentarlo si queremos. —Señaló el coche aéreo—. ¿Tiene arreglo?

—Creo que no, por lo menos sin las herramientas adecuadas. Lo mejor sería marcharnos con esta gente… de momento.

La joven tradujo de mala gana las palabras de Gersen. El jefe asintió con indiferencia. A un gesto suyo, una de las monturas que cargaba solo cuatro guerreros se aproximó. Gersen trepó a la manta que servía de silla de montar y ayudó a subir a Alusz Iphigenia. Era el contacto más íntimo que había tenido con ella, y no atinaba a comprender cómo se había reprimido tanto tiempo. La joven parecía pensar lo mismo, y le observó con una mirada pensativa. Se mantuvo lo más rígida posible durante un rato, luego se fue relajando poco a poco.

Los ciempiés se movían con tanta suavidad como el aceite. La partida de guerra marchaba por el valle siguiendo una senda casi invisible arriba y abajo, sembrada de piedras, atravesando desfiladeros, grietas y hendeduras. A veces, cuando el valle se estrechaba de tal modo que el cielo de Thamber no era más que una delgada franja azul oscuro y el agua una corriente de jarabe negro, la procesión ascendía los riscos. Los guerreros guardaban absoluto silencio; los ciempiés se deslizaban sin hacer el menor ruido; no se oía otra cosa que el silbido del viento y el rumor del agua. Gersen era cada vez más consciente del cuerpo cálido que se apretaba contra él. Una y otra vez se recordó que tales placeres no le estaban destinados, que su vida venía determinada por el dolor y la aflicción… pero sus células, nervios e instintos protestaban, y sus brazos enlazaban con más vigor el cuerpo de Alusz Iphigenia. Ella miraba a su alrededor; su rostro se veía abstraído, melancólico, sus ojos brillaban con algo muy cercano a las lágrimas. «¿Qué le causará esa melancolía?», se preguntó Gersen. Las circunstancias eran desafortunadas, vejatorias, pero no desesperadas… todavía. Cuando menos, los tadousko-oi les habían tratado con cortesía… Una súbita parada interrumpió sus pensamientos. El jefe estaba consultando con algunos de sus lugartenientes. Su atención estaba concentrada en un punto muy elevado, sobre un risco en el que se adivinaba las estructuras de un poblado.

Alusz Iphigenia se removió entre sus brazos.

—Es un poblado enemigo. Los tadousko-oi disputan entre ellos mismos.

El jefe hizo una señal; tres exploradores desmontaron, se adelantaron y examinaron el sendero. Cuando llevaban recorridos unos trescientos metros, graznaron una advertencia y saltaron hacia atrás, justo a tiempo para evitar que un gran fragmento de roca les aplastara.

Los guerreros no movieron ni un músculo. Los exploradores continuaron su camino y desaparecieron. Regresaron media hora más tarde.

El jefe ordenó que las monturas siguieran adelante. Desde lo alto cayeron objetos parecidos a peras grises, si bien el tamaño y el color eran engañosos; se trataba de guijarros que se rompían en mil pedazos al estrellarse en la senda. Los guerreros, sin ponerse de acuerdo, intentaban parapetarse de la lluvia corriendo, caminando a paso lento, tirándose al suelo o quedándose de pie inmóviles. El ataque cesó cuando Gersen y Alusz Iphigenia hubieron salvado la zona de peligro.

Más allá del pueblo, el valle daba paso a una pradera en forma de media luna. Un frondoso bosque bordeaba el río. En este punto se detuvo la montura que iba a la cabeza, y por primera vez un murmullo de palabras recorrió la fila:

—Dnazd.

Pero no se veía rastro del dnazd. Los guerreros, acuclillados sobre sus animales, atravesaron la pradera con evidente temor.

Oscurecía. Jirones de cirros brillaban como bronce en lo alto, iluminados por el sol del ocaso. La partida se introdujo por una hendedura entre las rocas, no más ancha que una grieta, que apenas permitía el paso de las monturas. Gersen habría podido tocar ambas paredes con solo extender los brazos. La grieta se ensanchó y dio paso a un área circular recubierta de arena. Todos se apearon. Apartaron las monturas y las ataron juntas. Algunos guerreros recogieron agua de una charca cercana con cubos de cuero y dieron de beber a las bestias, mientras otros encendían fogatas, y ponían a hervir algo que olía a rancio en unas ollas. El jefe y sus lugartenientes se retiraron a un lado y conferenciaron en voz baja. El jefe miró a Gersen y a Alusz Iphigenia, e hizo un ademán. Dos de los guerreros montaron una tienda de tela negra. Alusz Iphigenia exhaló un breve suspiro y fijó la vista en el suelo.

Cuando la comida estuvo a punto cada guerrero extrajo un cuenco de acero del casco y lo zambulló en la olla hirviente, sin preocuparse de las quemaduras. Como no tenían cuencos, Gersen y Alusz Iphigenia se sentaron pacientemente, viendo como los guerreros comían con los dedos acompañándose de pedazos de pan duro. El primero que terminó lavó el tazón con arena y se lo alargó a Gersen, que le dio las gracias, lo hundió en el brebaje, y se lo entregó a Alusz Iphigenia; una actitud que despertó un murmullo de irónicos comentarios. Enseguida le trajeron otro cuenco y Gersen se sirvió de la olla. El cocido no sabía mal, a pesar de que llevaba gran cantidad de sal y pimienta. El pan estaba duro y tenía un regusto a hierbas quemadas. Los guerreros se acomodaron alrededor del fuego sin risas ni bromas.

El jefe se levantó y entró en su tienda. Gersen escudriñó el paraje en busca de un lugar para él y para Alusz Iphigenia. La noche sería fría y solo tenían las capas para taparse. Los tadousko-oi, todavía más desabrigados que ellos, planeaban evidentemente acostarse cerca del fuego… Los guerreros miraban a Alusz Iphigenia de una forma sorprendente. Gersen lo hizo también. Estaba sentada con los ojos clavados en el fuego y los brazos alrededor de las rodillas; nada fuera de lo común. El jefe apareció en el umbral de la tienda y frunció el entrecejo con impaciencia. Llamó por señas a la joven.

Gersen se puso poco a poco en pie. Alusz Iphigenia dijo en voz baja, sin desviar la mirada de la hoguera:

—Las mujeres son seres inferiores para los tadousko-oi… Pertenecen a todos por igual, y el guerrero de mayor rango se acuesta con… la primera que se le presenta.

—Explícale que esa no es nuestra costumbre —dijo Gersen volviendo la cabeza hacia el jefe.

—No podemos hacer nada. Somos…

—Díselo.

Alusz Iphigenia transmitió las palabras de Gersen al jefe. Los guerreros sentados junto al fuego se inmovilizaron de repente. El jefe parecía atónito, y avanzó dos pasos.

—En vuestra tierra estáis obligados a observar vuestras propias costumbres —dijo—, pero esto es Skar Sakau, y debéis aceptar nuestras normas. ¿Acaso es ese hombre pálido el guerrero de mayor rango entre los presentes? No, desde luego que no. Por lo tanto, tú, la mujer blanca, has de venir a mi tienda. Es la tradición de Skar Sakau.

—Dile que en mi país soy un guerrero de altísima graduación —Gersen no esperó a que le tradujeran—; que si vas a dormir con alguien, ese soy yo.

—Vuelvo a repetir que esto es Skar Sakau —replicó el jefe pacientemente—. Yo soy el jefe, nadie puede contradecirme. Está fuera de toda duda que mi dignidad es muy superior a la del hombre blanco. Así que ven, mujer, y terminemos esta discusión innecesaria.

—Dile que ostento mayor categoría… que soy un almirante de la Armada Espacial, un gobernador, un señor… algo que sea capaz de comprender.

La joven agitó la cabeza y se puso en pie.

—Será mejor que obedezca.

—Díselo.

—Te matarán.

—Díselo.

Alusz lphigenia hizo lo que le pedía. El jefe avanzó otros dos pasos y señaló con el dedo a un fornido y joven guerrero.

—Humilla a este hombre, castígale hasta mostrar bien a las claras su pobre condición.

El guerrero se quitó su arnés.

—El hombre blanco lleva armas de cobardes —dijo el jefe—. Hazle saber que debe luchar como un hombre, con cuchillo o con las manos desnudas. Que se despoje de su lanzarrayos.

La mano de Gersen buscó su proyector, pero los guerreros más cercanos le sujetaron antes de que pudiera hacer el menor movimiento. Tendió lentamente sus armas a Alusz Iphigenia, y se despojó de la chaqueta y la camiseta. Su oponente portaba un pesado cuchillo de doble filo; Gersen extrajo el suyo de hoja estrecha.

Despejaron un área arenosa enmarcada por tres hogueras. Los tadousko-oi formaron un círculo con sus rostros de aspecto solemne, de color del hígado, casi como los de un insecto.

Gersen se lanzó hacia su enemigo. Era más alto que él, de fuertes músculos y movimientos veloces. Manejaba el pesado puñal como si fuera una pluma. Gersen aferraba con fuerza su arma. El joven guerrero movía su puñal en un círculo hipnótico; el acero brillaba a la luz de las llamas.

Gersen actuó con súbita determinación. Su cuchillo hendió el aire, hizo un corte en la muñeca del guerrero y se deslizó hasta su hombro. El puñal cayó de los dedos paralizados; el guerrero miró con estupor su mano inútil. Gersen se aproximó, recogió el puñal, esquivó una patada y golpeó al guerrero sobre la oreja con la hoja del cuchillo. El guerrero se tambaleó, y Gersen le golpeó de nuevo, hasta que se desplomó pesadamente sobre la arena.

Gersen devolvió el puñal a la vaina del guerrero, regresó al lado de Alusz Iphigenia y empezó a vestirse.

Un murmullo recorrió el círculo de espectadores; no hubo aplausos ni muestras de desaprobación; apenas un atisbo de disgusto mezclado con algo de asombro.

Todos miraban al jefe, que dio un paso al frente. Habló en voz alta con cierta cadencia rítmica:

—Hombre blanco, has derrotado a este joven guerrero. No voy a criticar el método poco convencional que has empleado, aunque nosotros, los tadousko-oi, consideramos que es propio de seres débiles liquidar estos asuntos con tanta rapidez. Además, lo único que has probado es que tu categoría es superior a la del joven guerrero. Has de luchar otra vez.

Escudriñó los rostros, pero Gersen habló:

—Dile al jefe —indicó a Alusz Iphigenia— que mis divergencias, en lo que respecta a pasar la noche contigo, las tengo solo con él, a quien desafío a luchar.

Alusz Iphigenia repitió estas palabras en voz baja, y ahora el público recibió la noticia con estupor. El jefe parecía el más sorprendido.

—¿Él me desafía? ¿No se da cuenta de que soy un campeón, el vencedor de todos los hombres con los que me he enfrentado? Explícale que soy un jefe, que, desde el momento en que él no pertenece al clan, la lucha debe ser a muerte.

—Informa al jefe —dijo Gersen después de escuchar la traducción que no tengo el menor deseo de demostrar mi alta condición; que prefiero dormir a pelear, salvo que insista en lo relativo a tu compañía.

Después de oír esto último por boca de Alusz Iphigenia, el jefe se despojó de su camisa y dijo:

—Solventaremos la cuestión del rango rápidamente, porque no pueden existir dos líderes en una partida de guerra. Para evitar trucos de cobardes, lucharemos con las manos desnudas.

Gersen le examinó de pies a cabeza: alto, pesado pero ágil, piel oscura que parecía tan dura como un cuerno. Miró de soslayo a Alusz Iphigenia, que le contemplaba fascinada, luego avanzó paso a paso. Su propio cuerpo parecía pálido y elástico en comparación con el del jefe, negruzco y nervudo. A modo de prueba, Gersen amagó un puñetazo dirigido a la cabeza como de forma casual, y al instante una férrea mano le sujetó la muñeca y un puñetazo le dejó sin aliento. Gersen se soltó la muñeca de un tirón; habría podido agarrar del pie al hombre y hacerle caer, pero permitió que casi le rozara la barbilla; entonces lanzó el puño izquierdo adelante de manera que, como por accidente, se abatiera sobre el cuello del jefe. Hizo el mismo efecto que un mazazo.

El jefe saltó sobre los dos pies de una forma desconcertante y abrió los brazos. Gersen, aprovechando que descuidaba su guardia, le conectó un directo en el ojo izquierdo, pero su contrario le aplicó una llave en el brazo, que en pocos segundos le rompería el cúbito. Gersen flexionó las rodillas y dio una especie de salto mortal, al tiempo que golpeaba al jefe en el rostro y liberaba su brazo. En el siguiente asalto el jefe actuó con más precauciones. Dejó caer los brazos lentamente a los costados. Gersen volvió a atacar el ojo izquierdo. El jefe le propinó otra patada, pero Gersen se abstuvo de aferrarle el tobillo, que rozó de nuevo su barbilla. El ojo del jefe estaba hinchado. Después de esquivar la patada. Gersen aprovechó un instante de respiro para practicar un hoyo en la arena con su pie. El jefe daba vueltas en torno suyo. Gersen saltó a un lado, pero el tadousko-oi le agarró la muñeca; una enorme mano estrujó su nuca. Gersen se dobló al instante y apoyó su hombro contra el estómago del jefe, duro como una roca; el golpe resbaló sobre su hombro. Gersen se movió hacia adelante, pero el jefe trató de asestarle un rodillazo en el pecho. Gersen asió la rodilla, cambió de posición, le cogió el tobillo y lo retorció; el jefe se dejó caer para proteger su rodilla. Gersen le dio una patada en el ojo derecho y se zafó del cerco al que le sometía el fornido brazo rojizo. Permaneció de pie sin moverse mientras recobraba el aliento. Le dolía el pecho, pero el ojo derecho del jefe se estaba cerrando. Gersen se inclinó y ensanchó el hoyo en la arena. El jefe le dirigió una mirada asesina y luego, como olvidando toda precaución, se abalanzó sobre él. Gersen se apartó, obrando con la misma falsa parsimonia de antes. Golpeó con el codo el ojo izquierdo del jefe, pero un rapidísimo izquierdazo del hombre le alcanzó en plena muñeca. El dolor fue tan intenso que la mano quedó colgando flojamente, como rota. En compensación, el ojo derecho del jefe se había cerrado y el izquierdo estaba hinchado. Sin hacer caso del dolor, Gersen abatió su mano izquierda inútil sobre la roja cara del bárbaro, que levantó la suya para hacer lo mismo, pero Gersen sujetó la muñeca izquierda con su mano derecha, le propinó una patada bajo la rodilla izquierda, hundió su cabeza en el cuello del jefe, que aflojó su presa, aún en pleno control de sus actos. Gersen, rugiendo y silbando entre dientes, intentó morderle en el cuello. El jefe, con el rostro purpúreo, le dio un revés. Gersen, que empezaba a perder la agilidad, recibió el impacto en el antebrazo derecho. Fue como un mazazo: ninguna de sus manos le era ya de utilidad. Los dos hombres midieron sus fuerzas; ambos sudaban y resollaban. Los ojos del jefe estaban casi cerrados; Gersen procuró ocultar la debilidad de sus manos: mostrar flaqueza resultaría fatal. Reuniendo sus últimas energías empezó a dar vueltas alrededor del jefe, con las manos caídas como si estuvieran preparadas para golpear. El bárbaro tomó impulso y saltó sobre los dos pies; Gersen retrocedió y clavó su codo derecho en la negra contusión del cuello enemigo. Los brazos del jefe se cerraron en torno a Gersen y cabeceó repetidamente contra la sien de este. Gersen se agachó y le golpeó con la frente en la barbilla, al tiempo que le daba patadas en las rodillas. Ambos cayeron al suelo. Gersen consiguió ponerse encima de su enemigo, ceñido por los morenos y húmedos brazos del jefe. Descargó una lluvia de puñetazos y cabezadas contra la barbilla y la nariz. El jefe se revolvió, trató de clavarle los dientes y de darle vuelta, pero Gersen lo aprisiono con las piernas. Golpeó; los dientes laceraron su frente. Golpeó la nariz, que se rompió. Golpeó otra vez en la barbilla, en los dientes que mordían su frente… pero el jefe se desmoronó. Aflojó su presa para pasar el brazo alrededor del cuello de Gersen, pero este, que esperaba la maniobra, se soltó y se sentó sobre el abdomen del jefe; luego, sacando fuerzas de flaqueza, catapultó su cabeza contra el puente de la nariz del bárbaro.

El jefe perdió el aliento y dejó de moverse, atontado por el dolor, el cansancio y los golpes en el cuello y la cabeza. Gersen consiguió a duras penas ponerse en pie, los brazos colgando. Contempló el enorme cuerpo de piel oscura. Nunca había luchado con tanta ferocidad. ¿Estaba muerto el jefe? Golpes más débiles habrían matado a hombres más débiles.

Gersen se tambaleó hasta donde Alusz Iphigenia le esperaba sollozando.

—Dile a los guerreros que cuiden a su jefe —susurró con un hilo de voz—. Es un gran luchador, y el enemigo de mi enemigo.

Alusz Iphigenia habló. Un murmullo se elevó entre los espectadores. Algunos guerreros examinaron al jefe inconsciente, luego miraron a Gersen. Apenas podía tenerse en pie. Luces parpadeantes, los rostros se desdibujaban como en una pesadilla. Luchó por respirar y, al levantar la vista, divisó un racimo de estrellas en forma de cimitarra…

—Vamos —dijo Alusz Iphigenia.

Se levantó y le condujo a la tienda. Nadie les cerró el paso.