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De la Introducción a Los Príncipes Demonio, de Caril Carphen (Elusidarian Press, New Wexford, Aloysius, Vega):

«Es lícito cuestionarse cómo, entre tantos ladrones, secuestradores, piratas, traficantes de esclavos y asesinos dentro y fuera de la Estaca, se pueden aislar cinco individuos e identificarlos como los “Príncipes Demonio”. El autor, si bien establece un cierto grado de arbitrariedad, es incapaz de definir en buena conciencia los criterios que los Cinco arraigan en su mente como archicriminales y señores del mal.

»Primero: los Príncipes Demonio se caracterizan por su grandiosidad. Basta considerar la forma en que Kokor Hekkus ganó su sobrenombre “La Máquina de Matar”, la “plantación” que llevó a cabo Attel Malagate en el planeta Grabhorne (una civilización a su medida), el asombroso monumento que se erigió Lens Larque o el Palacio del Amor de Viole Falushe. Desde luego, no son obras de hombres normales ni el resultado de vicios normales (aunque se dice que Viole Falushe es físicamente insignificante y que algunas proezas de Kokor Hekkus conllevan la horrible y curiosa cualidad de los experimentos de un niño con un insecto).

»Segundo: estos hombres son genios constructivos motivados, no por malicia, perversidad, avaricia o misantropía, sino por propósitos íntimamente violentos, la mayoría misteriosos y oscuros. ¿Por qué Howard Alan Treesong resplandece en el caos? ¿Cuáles son los objetivos del inescrutable Attel Malagate, o del fascinante y extravagante Kokor Hekkus?

»Tercero: cada uno de los Príncipes Demonio es un misterio; todos insisten en el anonimato y en ocultar el rostro. Hasta para sus más íntimos colaboradores son unos desconocidos; carecen de amigos y rechazan el amor (podemos desechar sin el menor reparo las autoindulgencias del sibarítico Viole Falushe).

»Cuarto: como complemento de lo antes descrito, todos poseen una cualidad, que podríamos describir en términos de absoluto orgullo, la absoluta autosuficiencia. Cada uno de los cinco considera su relación con el resto de la humanidad como una confrontación entre iguales.

»Quinto: a modo de resumen citaré el histórico cónclave en la Taberna de Smade, en el año 1500 (que será discutido en el Capítulo Primero), cuando los cinco se reunieron por primera vez como iguales tal vez a regañadientes, y definieron sus diversas áreas de interés. ¡Ipsi dixeunt

Así fue el segundo encuentro de Gersen con Kokor Hekkus. El resultado fue un período de depresión, durante el que Gersen pasó largas mañanas y atardeceres en la Explanada de Avente, contemplando el Océano Taumatúrgico. Durante una temporada le dio vueltas a la idea de regresar al Final de Bissom… pero el proyecto se le antojaba imprudente y sin sentido: Kokor Hekkus no permanecería durante mucho tiempo en el Final de Bissom. Gersen estaba obligado a intentar un nuevo contacto.

Era una resolución más fácil de formular que de llevar a la práctica. Espeluznantes anécdotas sobre Kokor Hekkus circulaban a docenas, pero escaseaba la información fidedigna. Las referencias a Thamber eran frecuentes, aunque Gersen no les daba demasiada importancia; apenas superaban las fantasías de un niño dotado de gran imaginación.

Pasó el tiempo… una semana, dos semanas. Los periódicos señalaron a Kokor Hekkus como autor del secuestro de un comerciante de Copus, Pi Casiopeia VIII. La noticia intrigó a Gersen: los Príncipes Demonio raramente secuestraban a alguien por dinero.

Dos semanas después tuvo lugar otro secuestro, esta vez en las Montañas Hakluz de Orpo, Pi Casiopeia VII. La víctima era un almacenero de esporas agrias. Los periódicos apuntaron de nuevo a Kokor Hekkus como presunto responsable; solo la posible participación del Príncipe Demonio en estos crímenes vulgares los convertía en noticia.

El tercer encuentro de Gersen con Kokor Hekkus fue consecuencia directa, si bien en forma tortuosa, de estos secuestros; y los secuestros tenían su origen en el éxito de Gersen en Skouse.

La casualidad aceleró la cadena de acontecimientos. Una mañana, Gersen se sentó en un banco situado en mitad de la Explanada. Un hombre de edad avanzada, con la piel teñida de azul pálido, chaqueta negra y pantalones beige, que acentuaban su elegancia de clase media, tomó asiento en el otro extremo del banco. Algunos minutos más tarde soltó un taco, apartó el periódico y miró a Gersen con la indignación en los ojos ante estos tiempos sin ley.

—¡Otro secuestro, otra persona inocente obligada a un vil intercambio! ¿Por qué no se pone remedio a estos crímenes? ¿Qué hace la policía? Dar consejos a la gente para que tomen precauciones. ¡Qué condición tan deplorable!

Gersen se mostró totalmente de acuerdo, pero dijo que no se le ocurría solución más efectiva al problema que declarar ilegal la propiedad privada de naves espaciales.

—¿Y por qué no? —preguntó el anciano—. Yo no tengo nave, ni siento la necesidad de comprar una. En el mejor de los casos, no son más que instrumentos de frivolidad y ostentación; en el peor, facilitan la realización de los delitos, secuestros en especial. Mire —dio un golpecito al periódico—, diez secuestros, todos facilitados por naves espaciales.

—¿Diez? —preguntó Gersen sorprendido—. ¿Tantos?

—Diez en las dos últimas semanas, todos de personas respetables y acaudaladas. Los rescates van a parar a Más Allá, para enriquecer a esos bribones; ¡dinero disipado en el espacio que perdemos todos nosotros!

Prosiguió su discurso indicando que los valores morales se habían deteriorado desde los días de su juventud, que el respeto hacia la ley y el orden había alcanzado su punto más bajo, que solo los criminales ineptos y desafortunados pagaban por sus actos. Para ejemplificar sus convicciones citó a un hombre que había visto el día anterior, un hombre al que reconoció como cómplice del notorio Kokor Hekkus, quien con casi absoluta seguridad era el responsable de al menos uno de los secuestros.

Gersen expresó consternación y sorpresa. ¿Sabía el viejo lo que decía?

—Sí, sin la menor duda. Nunca olvido una cara aunque hayan transcurrido dieciocho años, como en este caso.

El interés de Gersen empezó a disminuir. El viejo seguía hablando sin prestarle atención. Seguro, pensó Gersen, o casi seguro que el hombre no era un enviado de Kokor Hekkus para tenderle una trampa.

—… en Pontefract, Aloysius, donde serví como Escriba Mayor de la Inquisición. Apareció ante la Guldunería y, según creo recordar, desplegó una actitud altamente insolente, considerando la gravedad de los cargos.

—¿Y cuáles eran? —preguntó Gersen.

—Desfalco con intento de sobornar a los investigadores, posesión ilegal de antigüedades e injurias. Su arrogancia estaba completamente justificada, puesto que se libró del castigo, salvo una amonestación. Era evidente que Kokor Hekkus había intimidado al jurado.

—¿Y usted vio a este hombre ayer?

—Sin duda. Se cruzo conmigo en la Vía Slideway y se dirigió al norte, hacia Sailmaker Beach. ¡Si me tropiezo con este empedernido delincuente por pura casualidad, imagínese cuántos andan sueltos!

—Una grave situación —declaró Gersen—. Ese hombre debería estar bajo vigilancia. ¿Recuerda su nombre?

—No, pero ¿qué ganaría con ello? Le aseguro que no es el que usaba entonces, ni el que usa ahora.

—¿Tiene algún rasgo característico?

El hombre frunció el ceño.

—Ninguno que sea notable. Nariz y orejas grandes, ojos redondos y juntos. No es tan viejo como yo. Sin embargo, he oído decir que la gente del planeta Fomalhaut tarda en crecer debido a la naturaleza de sus alimentos, que cuajan la bilis.

—Ah, era un sandusko.

—Hizo su declaración con un estilo extraordinario, que solo podría describir como vanagloria.

—Posee usted una memoria singular —rio Gersen cortésmente—. ¿Cree usted que ese sandusko vive en Sailmaker Beach?

—¿Por qué no? Es un lugar donde esa gente poco ortodoxa tiende a reunirse.

—Es cierto.

Tras unos breves comentarios más, Gersen se puso en pie y se despidió.

La Vía Slideway iba en dirección norte, paralela a la Explanada, giraba después a través del túnel LoSasso y desembocaba en la plaza Marish de Sailmaker Beach, Gersen conocía bastante bien la zona; desde la plaza, y mirando hacia Melnoy Heights, casi podía ver la casa en la que había residido tiempo atrás Hildemar Dasce. Los pensamientos de Gersen se tiñeron por un momento de melancolía… enseguida volvió a concentrarse en los asuntos que llevaba entre manos: seguir la pista de un sandusko sin nombre. Era un problema ciertamente diferente al de localizar al Bello Dasce, de rostro inolvidable.

Unas estructuras amuralladas de escasa altura, construidas en hormigón y de colores blanco, lavanda, azul pálido y rosa, rodeaban la plaza. Brillaban a la luz de Rígel como si fueran incandescentes y emitían todas las tonalidades del color, si bien, en contraste, puertas y ventanas mostraban el más intenso y profundo de los negros. Bajo una de las arcadas de la plaza se alineaban una serie de tiendas y comercios dedicados principalmente a los turistas. Sailmaker Beach, con sus enclaves ocupados por otras razas, cada uno con sus típicas tiendas y restaurantes, no tenía parangón con el resto de Oikumene, salvo uno o dos distritos de la Tierra. Gersen compró en un quiosco la Guía de Sailmaker Beach. No mencionaba el barrio sandusko. Volvió al quiosco. La propietaria era una mujer de corta estatura, gorda, casi en forma de globo, con la piel teñida de un verde pizarroso: quizás una kronkiole.

—¿Dónde está el barrio de los sanduskos? —preguntó Gersen.

—No conozco a muchos. Encontrará unos cuantos al pie de la calle Ard. Enseguida lo notará porque el viento arrastra el olor de sus comidas al mar.

—¿Dónde está su mercado?

—Más que comida venden basura. ¿Es usted un sandusko? No, ya veo que no. Vaya a la calle Ard. Tuerza por allí… ¿ve a esos dos tipos con capas negras que parecen sepultureros? Un poco más allá empieza la calle Ard. Apriétese la nariz.

Gersen devolvió la Guía de Sailmaker Beach, cruzó la plaza, rebasó a los dos hombres de piel pálida cubiertos con largas capas negras y entró en la calle Ard: una callejuela más que una calle, inclinada en suave pendiente hacia el mar. La primera manzana albergaba salones de té y casas de juego que desprendían un agradable aroma a incienso. Seguía un deprimente trecho infestado de niños de ojos muy negros, con aros en las orejas, camisas verdes que solo les llegaban al ombligo, y poco más. De pronto, Gersen comprendió el consejo que le había dado la mujer gorda del quiosco. El aire de la calle Ard transportaba un profundo hedor agridulce que distendía las ventanas de la nariz. Había llegado al punto en que la calle se abría en una especie de patio junto al dique marítimo. Gersen hizo una mueca y se dirigió hacia la tienda de la que parecía emanar el olor. Contuvo el aliento, bajó la cabeza y entró. Había cubos de madera a derecha e izquierda que contenían pastas, líquidos y sustancias sólidas sumergidas; frente a él colgaban ristras de objetos verdeazulados del tamaño de un puño. Al fondo, tras un mostrador en el que se apilaban lacias salchichas rosáceas, estaba un muchacho de unos veinte años con cara de payaso, ataviado con un ajado delantal negro y marrón, y un pañuelo en la cabeza de terciopelo negro. Se apoyaba en el mostrador sin la menor muestra de energía o vitalidad, y contempló a Gersen con la mayor de las indiferencias.

—¿Es usted un sandusko?? —preguntó Gersen.

—¿Y qué si lo soy? —El tono de la respuesta implicaba muchos y complejos sentimientos: abyecta tristeza, malicia caprichosa y humildad insolente—. ¿Desea comer?

Gersen sacudió la cabeza.

—No soy de su religión.

—¡Ah, bueno! ¿Sabe algo de Sandusk, por lo tanto?

—Solo por referencias.

—No debe hacer caso de esas habladurías —sonrió el joven—, que nos relegan a la condición de fanáticos religiosos, más propensos a consumir comida inmunda que a flagelarnos. Son del todo incorrectas. Acérquese. ¿Es usted un hombre de gusto?

—Solo a veces —reflexionó en voz alta Gersen.

El joven se acercó a uno de los cubos y sacó una bola de pasta marrón reluciente.

—¡Pruébelo! Juzgue por usted mismo. Utilice su boca antes que su nariz.

Gersen se encogió de hombros con expresión fatalista y probó. El interior de su boca hormigueó, y después se dilató. Su lengua se retrajo.

—¿Y bien? —preguntó el joven.

—Lo único que puedo decir —balbuceó Gersen— es que sabe peor de lo que huele.

—Esa es la opinión general —suspiró el muchacho.

—Gersen se secó los labios con el dorso de la mano.

—¿Conoce a todos los sanduskos de la vecindad?

—Sí.

—Busco a un hombre alto, algo bizco, que ha perdido un dedo y que lleva el pelo colgando sobre su espalda como la cola de un cometa.

El joven sonrió plácidamente.

—¿Su nombre?

—No lo sé.

—Podría ser Powel Darling. Ha regresado a Sandusk.

—Lo sé. Bien, no importa. El dinero se ingresara en la tesorería provincial.

—Lástima. ¿A qué dinero se refiere?

—Una herencia que legó una excéntrica anciana a dos sanduskos que le hicieron un favor. El otro se halla en paradero desconocido, según me han dicho.

—¿Quién es el otro?

—Me dijeron que abandonó Alphanor hace un mes.

—¿De veras? —El joven rumió unos instantes—. ¿Quién podría ser?

—Tampoco sé su nombre. Un hombre de edad madura, con grandes orejas, enorme nariz y ojos muy juntos.

—La descripción corresponde a Dolver Cound. Pero aún anda por aquí.

—¡Caramba! ¿Está seguro?

—Desde luego. Vaya al dique y llame a la segunda puerta a la izquierda.

—Gracias.

—Existe la costumbre de pagar las golosinas consumidas en las tiendas.

Gersen depositó una moneda sobre el mostrador y se fue. El aire en la plazoleta de Ard parecía casi fresco.

El dique corría perpendicular a la calle Ard: a seis metros bajo el nivel del mar, transparente y tornasolado como un zafiro acariciado por los rayos de Rígel, calmo en toda su extensión. Gersen giró a la izquierda y se detuvo frente a la segunda puerta: la entrada a una casa de fachada estrecha, construida con el habitual hormigón grumoso.

Gersen llamó a la puerta. Unos pasos vacilantes se oyeron en el interior. La puerta se abrió lentamente. Dolver Cound se asomó: un hombre más viejo y pesado de lo que Gersen esperaba, de cara rubicunda y labios cianóticos.

—¿Sí?

—Con su permiso, voy a entrar.

Gersen se adelantó, sin hacer caso de la débil protesta de Cound, que acabó por cederle el paso. Gersen echó un rápido vistazo a la habitación. Estaban solos. Los muebles se veían deslustrados. Una raída alfombra púrpura y roja cubría el suelo. Sobre la cocina humeaba la comida de Dolver Cound. La nariz de Gersen se estremeció involuntariamente.

Cound recobró la compostura, hinchó el pecho y adelantó la barbilla.

—¿Qué significa esta intrusión? ¿Qué o a quién busca?

Gersen le obsequió con una mirada de desprecio.

—Dolver Cound… Durante dieciocho años ha eludido el castigo por sus crímenes.

—¿Qué significa esto?

Gersen exhibió una placa de identificación, similar a la enseña de la PCI, con su fotografía bajo una estrella transparente de siete puntas. La apoyó contra su frente y la estrella destelló. Dolver Cound la contempló fascinado, con la boca abierta.

—Soy miembro del Brazo Ejecutivo de la Nueva Administración de Pontefract, Aloysius, Vega Tres. Hace dieciocho años se enfrentó a un juicio amañado ante la Guldunería. Ahora le arresto. Debe volver para una nueva vista.

—¡No tiene jurisdicción ni autoridad! —Cound se puso a gritar con voz aguda—. ¡Además, yo no soy el hombre que busca!

—¿No? ¿A quién debo detener? ¿A Kokor Hekkus?

Cound apretó sus labios purpúreos y desvió la vista hacia la puerta.

—Váyase. No vuelva jamás. No quiero saber nada de usted.

—¿Qué me dice de Kokor Hekkus?

—¡No pronuncie su nombre ante mí!

—Uno de los dos debe pagar las culpas. De momento, él está fuera de mi alcance. Usted vendrá. Le doy diez minutos para hacer el equipaje.

—¡Es ridículo! ¡Absurdo! ¡Puros disparates!

Gersen sacó el proyector y apuntó a Cound con fría determinación.

—¡Por favor! —suplicó Cound—. Reflexionemos un momento y veremos en qué se ha equivocado. ¡Siéntese! ¡Es nuestra costumbre! ¿Quiere beber algo?

—¿Algún brebaje sandusko? No, gracias.

—Puedo ofrecerle algo menos desagradable: arrack de la Provincia del Mar.

—Muy bien —aceptó Gersen.

Cound cogió de un estante una botella, una bandeja, un par de vasos y sirvió las bebidas. Gersen bostezó y fingió que se distraía en otra cosa. Con mucha lentitud, Cound depositó la bandeja y tomó uno de los vasos. Gersen cogió el otro y escudriñó el transparente líquido, buscando el enturbiamiento que delataría la presencia de otro líquido o granos de polvos no disueltos. Cound le observaba con disimulo. Dando la sospecha por garantizada, pensó Gersen, esperaría un cambio de vasos.

—¡Salud! —dijo Cound al tiempo que levantaba el vaso.

Gersen le miró con detenimiento. Cound posó su vaso intacto.

—¿No le apetece beber? —Gersen mezcló la bebida de ambos vasos y devolvió el suyo a Cound—. Beba primero.

—Nunca antes que un invitado. Me sentiría avergonzado.

—No puedo beber antes que mi anfitrión. Pero no importa; beberemos juntos durante nuestro viaje a Pontefract. Puesto que no quiere hacer las maletas, ya podemos marcharnos.

El rostro de Cound se contrajo de furia.

—No iré a ninguna parte con usted. No puede obligarme. Soy un anciano afligido por diversas enfermedades. ¿Acaso ignora lo que es la piedad?

—O usted o Kokor Hekkus: estas son mis instrucciones.

—¡No pronuncie ese nombre!

Cound miró de nuevo hacia la puerta con un gemido de agonía.

—Dígame lo que sabe de él.

—Nunca.

—Vámonos, pues. Dígale adiós a Rígel. A partir de ahora, su sol será Vega.

—¡Yo no sé nada! ¿Es que no atiende a razones?

—Dígame lo que sepa de Kokor Hekkus. Le queremos antes que a usted.

Cound exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos.

—Así sea. Si le digo todo lo que sé, ¿tendré que volver a Aloysius?

—No le prometo nada.

—Es muy poco lo que sé… —Durante dos horas explicó la naturaleza casual de su relación con Kokor Hekkus—. Fui acusado falsamente; ¡hasta el jurado de la Guldunería se dio cuenta!

—Todos los supervivientes del jurado se hallan bajo arresto domiciliario. Nuestra venganza es lenta, pero implacable. ¡Vamos, diga la verdad! ¡No estoy nada satisfecho!

Cound se derrumbó en una silla y declaró que estaba dispuesto a hablar. Sin embargo, afirmó que necesitaba procurarse ciertas notas y memorándums. Buscó unos papeles en un cajón, pero sacó un arma. Gersen, con el proyector siempre preparado, la hizo volar de su mano. Cound se volvió lentamente, los ojos húmedos y abiertos de par en par. Movió el brazo entumecido, se tambaleó hasta la silla y habló sin ambages. De hecho, fue tan prolijo que su discurso rezumaba constante información, como si sus inhibiciones se hubieran disuelto por completo. Sí, dieciocho años atrás había ayudado a Kokor Hekkus en ciertas operaciones efectuadas en Aloysius y otros lugares. Kokor Hekkus estaba ansioso de obtener ciertas antigüedades. En Aloysius habían asaltado el castillo Creary, la abadía de Bodelsey y el museo Houl. En el curso de la última operación, Cound había sido detenido por los Hijos de la Justicia, pero Kokor Hekkus había llegado a ciertos compromisos y el jurado de la Guldunería liberó a Cound con una simple amonestación. Su asociación con Kokor Hekkus se hizo menos activa desde entonces, hasta disolverse diez años después.

Gersen exigió más detalles. Cound agitó desesperado las manos.

—¿Cuál es su apariencia? Es un hombre como cualquier otro, sin características especiales. Estatura media, buen físico, edad incierta. Su voz es suave, aunque al encolerizarse parece como si hablara desde un mundo lejano a través de un tubo. Es un hombre extraño: educado cuando le caes bien, pero casi siempre indiferente. Le fascinan los objetos bellos, las antigüedades, las maquinarias complicadas. ¿Conoce el origen de su nombre?

—Nunca he oído esa historia.

—Significa «Máquina de Matar» en el idioma de un mundo secreto mucho más lejano que Más Allá. Este mundo fue colonizado en tiempos muy remotos y olvidado posteriormente hasta que Kokor Hekkus lo volvió a descubrir. Para castigar a los habitantes de una ciudad enemiga construyó un gigantesco verdugo de metal que partía en dos los cuerpos con un hacha. El chillido que emitía el ogro metálico al golpear era tan espantoso como el hacha. Y a partir de entonces, Kokor Hekkus adquirió ese sobrenombre… Es todo cuanto sé.

—Es una pena que no me pueda ayudar a localizarle, ya que él o usted deberán responder ante las autoridades de Pontefract.

—Se lo he contado todo —murmuró Cound sentándose de nuevo, al límite de sus fuerzas—. ¿De qué servirá vengarse en mí? ¿Se recuperarán las antigüedades?

—Hay que cumplir con la justicia. Hasta que no me entregue a Kokor Hekkus deberá pagar por sus crímenes.

—¿Cómo puedo encontrar a Kokor Hekkus? —preguntó Cound con la más quejumbrosa de las voces—. Incluso pronunciar su nombre me aterra.

—¿Quiénes son sus cómplices?

—No lo sé. Han pasado muchos años desde la última vez que le vi. En aquellos tiempos…

Cound se calló.

—¿Y bien?

—Quizá no tenga ningún interés para las autoridades de Pontefract.

Cound se lamió los labios azulados.

—Yo me encargo de juzgar eso.

—No se lo puedo decir.

—¿Por qué no?

Cound hizo un gesto breve y desesperado.

—No quiero morir de una manera horrible.

—¿Y qué cree que le espera en Pontefract?

—¡No! No hablaré más.

—Durante la última hora ha sido capaz de vencer estas aprehensiones, sin embargo.

—Todo lo que dije es de conocimiento público —dijo Cound con ingenuidad.

Gersen se levantó y sonrió.

—Vámonos.

Cound siguió inmóvil. Al cabo de unos instantes habló con un hilo de voz:

—Conocí a tres hombres que trabajaban para Kokor Hekkus. Eran Ermin Strank, Rob Castilligan y un tipo al que llamaban Hombaro. Strank era nativo de un planeta del Grupo que no conozco. Castilligan provenía de Bonifacio de Vega. No sé nada acerca de Hombaro.

—¿Les ha visto recientemente?

—Desde luego que no.

—¿Tiene alguna fotografía?

Cound admitió que no guardaba ninguna y continuó sentado, observando con rencor los movimientos de Gersen, que escudriñaba los lugares obvios en los que Cound habría podido esconder pruebas incriminatorias. Pasados unos instantes, Cound dijo con despecho:

—Si supiera algo de los sanduskos, no esperaría encontrar fotografías. Miramos hacia el futuro, no al pasado.

Gersen desistió de su búsqueda. Cound espiaba sus evoluciones sin dejar de pensar.

—¿Puedo preguntar cuál es su rango?

—Agente especial.

—Usted no es de Aloysius. ¿De dónde proviene?

—Eso no le importa.

—Si va por ahí haciendo preguntas sobre Kokor Hekkus, él terminará enterándose.

—Dígaselo usted mismo, si así lo desea.

Cound profirió una carcajada parecida a un ladrido.

—De ningún modo, amigo mío. No lo haría aunque pudiera. No quiero tener más tratos con el terror.

—Ahora cogeré todo su dinero —dijo Gersen pensativamente— y arrojaré su inmunda comida al mar.

—¿Qué?

El rostro de Cound adquirió otra vez una expresión lastimosa.

—Es usted una auténtica mierda; no vale la pena ni castigarle —dijo Gersen camino de la puerta—. Me voy. Considérese afortunado.

Abandonó la casa, subió por la calle Ard hasta la plaza Marish y se dirigió hacia Avente. El resultado de su trabajo no le satisfacía en absoluto. Tal vez con astucia o crueldad habría podido extraer más información de Dolver Cound. A fin de cuentas, ¿qué había averiguado?:

  1. Kokor Hekkus debía su nombre a los habitantes de un planeta secreto.
  2. Diez años atrás, tres hombres llamados Ermin Strank, Hombaro y Rob Castilligan habían servido a las órdenes de Kokor Hekkus.
  3. A Kokor Hekkus le fascinaban las maquinarias complicadas; amaba la belleza; apreciaba las antigüedades.

Gersen se hospedaba en uno de los pisos más altos del hotel Credenze. Al día siguiente de su entrevista con Dolver Cound, se levantó antes de que Rígel iluminara las colinas Catiline, se tiñó la piel de un discreto tono oscuro a la última moda, se vistió con ropas de color verde oscuro y dejó el hotel por una de las puertas de servicio. Entró en el metro, tomó las precauciones necesarias para no ser atacado ni seguido y se dirigió a la estación de Cort Tower. Subió en ascensor hasta el vestíbulo y allí tomó una pequeña cápsula individual. Cuando la puerta se cerró, una voz preguntó su nombre y su destino. Gersen proporcionó la información y añadió su código de la PCI. Sin más preguntas, la cabina le condujo treinta plantas más arriba y le depositó en el despacho de Ben Zaum. Era una suite de dos habitaciones situada junto a la pared transparente de la torre que daba al oeste, y desde la que se veía una espléndida panorámica de la ciudad y parte de la costa hasta Remo. Otra de las paredes albergaba una serie de paneles con toda clase de trofeos, objetos extraños, armas y globos terráqueos. A juzgar por su despacho, Zaum ocupaba un puesto importante en la jerarquía de la PCI, aunque Gersen ignoraba su ubicación exacta: el título «Comandante, División Umbría» podía significar mucho o nada.

Zaum acogió a Gersen con cautelosa cordialidad.

—Viene a buscar trabajo, si no me equivoco. ¿En qué gasta su dinero? ¿Mujeres? Hace apenas un mes le pagamos quince mil UCL…

—No necesito dinero. Para ser sincero, quiero información.

—¿Gratis? ¿O nos la quiere encargar?

—¿Cuánto vale la información sobre Kokor Hekkus?

Los ojos azules de Zaum se estrecharon de manera imperceptible.

—¿Para usted o para nosotros?

—Para ambos.

—Siempre está en la lista negra… —reflexionó Zaum—. Oficialmente no sabemos si está vivo o muerto, a menos que alguien nos contrate para averiguarlo.

Gersen agradeció las evasivas con una sonrisa educada.

—Ayer supe el origen de su nombre.

—Ya conozco la historia —asintió Zaum con brusquedad—. Más bien horripilante. Por cierto, para evitar que se aburra —abrió el cajón de su escritorio—, los comadrejas engañaron a un tipo en la Estaca y le enviaron a Kokor Hekkus. Fue devuelto en unas condiciones que no me atrevo a describir. Kokor Hekkus añadió un mensaje —Zaum leyó una hoja de papel—: «Un comadreja perpetró un acto imperdonable en Skouse. La criatura que tienen ustedes es afortunada en comparación con el comadreja de Skouse. Si es un hombre amargado, déjenle venir a Más Allá y anunciar su presencia. Juro que los veinte próximos comadrejas que capture serán puestos en libertad al instante».

—Está irritado —comentó Gersen con una débil sonrisa.

—Extremadamente irritado, extremadamente rencoroso. —Zaum titubeó un momento—. Me pregunto… ¿y si cumpliera su promesa?

—¿Sugiere que me entregue a Kokor Hekkus? —preguntó Gersen arqueando las cejas.

—No precisamente, no exactamente… Bien, piénselo así: la vida de un hombre por la de veinte, y los comadrejas son difíciles de contratar…

—Solo los ineptos son descubiertos —sentenció Gersen—. Su organización es responsable de sus fracasos… Pero su sugerencia tiene un cierto mérito. ¿Por qué no se identifica usted como el hombre que planeó la operación, y le ofrece canjearnos a nosotros dos por cincuenta hombres?

Zaum se estremeció de pies a cabeza.

—No puede hablar en serio. ¿Cuál es su interés en Kokor Hekkus?

—El de un ciudadano lleno de altruismo.

Zaum jugueteó con varios fragmentos de bronce que había sobre su mesa.

—Yo soy otro. ¿Cuál es su información?

No iba a ganar nada mintiendo, pues Zaum se daría cuenta.

—Ayer oí tres nombres… unos individuos que habían trabajado para Kokor Hekkus hace diez años. Puede que estén o no en sus archivos.

—¿Cuáles son los nombres?

—Ermin Strank, Rob Castilligan, Hombaro.

—¿Raza? ¿Mundo? ¿Nacionalidad?

—No lo sé.

Zaum bostezó, se estiró y miró Avente a través de la pared-cristal. Era un día soleado, aunque ventoso; a lo lejos, sobre el Océano Taumatúrgico, rodaban grandes masas de cúmulos. Después de unos instantes de plácida reflexión, Zaum volvió a su escritorio.

—No tengo nada mejor que hacer en este momento.

Tocó algunos salientes de la consola que había junto al escritorio. La pared opuesta vibró con un millón de destellos de luz blanca, y luego se iluminó con la siguiente inscripción:

ERMIN STRANK

ítem 1 de 5 entradas con un conjunto codificado de características físicas debajo. A la izquierda apareció una fotografía con una lista de pseudónimos; a la derecha, un resumen de la vida y actividades de Ermin Strank (ítem l). Nativo de Quantique, sexto planeta de Alphard el Solitario, especialista en introducir drogas de contrabando en las Islas Wakwana, Ermin Strank (ítem 1) nunca había salido de su planeta natal.

—El falso Strank —dijo Gersen.

Ermin Strank (ítem 2) apareció. Sobreimpuesto en pálidas letras rosadas se leía: «Muerto», y la fecha «10 de marzo de 1515».

Ermin Strank (ítem 3) tenía su residencia muy lejos del Oikumene, en Vadilov, único planeta de Sabik, o Eta Ophiuchi. Comerciaba con bienes robados. Como Ermin Strank (ítem 1) nunca había viajado fuera de su mundo nativo, salvo dos años en Durban, Tierra, donde trabajó en unos almacenes, aparentemente sin vulnerar la ley.

Ermin Strank (ítem 4) era un hombre bajo, delgado, de cabeza abultada, mediana edad, pelo rojo y aire truculento, encarcelado en Killarney cárcel-sátelite del sistema de Vega donde había pasado los últimos seis años.

—Este es nuestro hombre.

Zaum asintió enérgicamente.

—¿Dice usted que era colaborador de Kokor Flekkus?

—Eso creo.

Zaum volvió a manipular los mandos de la consola. Al informe sobre Ermin Strank (ítem 4) se le añadió la frase: «Presumible cómplice de Kokor Hekkus».

—¿Algo más sobre Strank? —interrogó Zaum.

—Me parece que no.

Una sucesión de nombres apareció a continuación en la pantalla. El más adecuado de todos se había volatilizado ocho años antes y se le daba por muerto.

Los archivos contenían ocho Rob Castilligan. El Rob Castilligan que había asaltado el castillo de Creary, la abadía de Bodelsey y el museo Houl, entre otros, era sin duda el Ítem 2. Una reciente anotación en su expediente llamó la atención de Gersen: hacía cinco días que había sido arrestado como cómplice en un secuestro en la provincia de Garreu, Scitia, a mitad de camino de Alphanor.

—Un tipo versátil, este Castilligan —señaló Zaum—. ¿Le interesa ese secuestro, Gersen?

Gersen asintió. Zaum pidió más datos a la pantalla. Los dos hijos de Duschane Audmar, miembro del Grado 94 del Instituto, famoso por su riqueza, habían sido raptados. Fueron a navegar en un lago con su tutor. Un planeador había descendido sobre las aguas hasta posarse junto a la barca. Los niños fueron izados y el tutor escapó sumergiéndose bajo las aguas. Fue requerido por la policía, que actuó con gran eficacia. Rob Castilligan fue detenido casi en el acto, pero otros dos hombres se escaparon con los niños. El padre, Duschane Audmar, se había mantenido al margen, sin interesarse en el asunto. Los niños serían conducidos probablemente a Intercambio, donde serían recuperados tras la «rescisión» de sus «cuotas» (para utilizar el argot especial de Intercambio).

El interés de Zaum se había despertado por completo.

—¿Está usted al servicio de Audmar?

—¿Un miembro del Instituto? —Gersen sacudió la cabeza—. Debería conocerme mejor.

—Solo es un Grado Noventa y cuatro. Aún debe ascender algunos grados más antes de alcanzar la divinidad.

—Si fuera un Sesenta o un Setenta, quizá. Noventa y cuatro es muy alto.

Zaum captó las evasivas de Gersen y volvió a la conversación anterior.

—¿Así que no está interesado en este secuestro?

—Sí que lo estoy, pero es la primera vez que oigo hablar de él.

—La pregunta me vino a la mente sin querer…

Zaum frunció los labios.

Estaba especulando, según creyó entender Gersen, sobre la posible participación de Kokor Hekkus en el delito. Volvió a los mandos de la consola.

—Vamos a ver lo que nos dice Castilligan.

Transcurrieron unos cinco minutos mientras Zaum hablaba con varios miembros del departamento de policía de la provincia de Garreu, y otros dos antes de que Castilligan fuera sacado de su celda y emplazado frente a la pantalla. Era un hombre apuesto, atildado, con un rostro de facciones regulares y hermoso pelo negro peinado hacia atrás. Su piel estaba desteñida: era de un blanco marmóreo. Se comportaba con elegancia, casi con cordialidad, como si fuera un invitado de honor y no el prisionero del penal de Garreu. Zaum se presentó, y Gersen se mantuvo alejado del campo visual de las cámaras. Castilligan parecía divertido por las atenciones que recibía.

—Zaum de los Ipsys. Y, todo por alguien tan insignificante como yo —hablaba con el ritmo acompasado de Bonifacio—. Bien, pues, ¿qué puedo hacer por usted, aparte de desvelar los secretos de mi vida?

—Con eso será suficiente —dijo Zaum secamente—. ¿Cómo le cogieron?

—Una estupidez. Tenía que haberme marchado a Alphanor con los otros, pero elegí quedarme. Me aburre Más Allá. Soy un hombre que sabe apreciar los refinamientos.

—Se le tratará con gran refinamiento.

Castilligan meneó la cabeza con un pesar frío e impersonal.

—Sí, es una pena. Podría solicitar la modificación, pero me gusta como soy, vicios incluidos. Sería un modificado muy fastidioso.

—Es su opción, por supuesto —dijo Zaum—. De todas maneras, no es tan malo si le gusta vivir al aire libre.

—No —respondió Castilligan con determinación—. Lo he pensado muchas veces, y lo encuentro parecido a la muerte. El querido y jovial Rob Castilligan desaparece y con él toda la joie de vivre, toda la luz del mundo; entonces entra en escena el honrado y aburrido Robert Meachum Castilligan, soso como el agua, incapaz de robar un trozo de carne para su abuela hambrienta. Con suerte volveré del satélite dentro de unos cinco años, tal vez menos.

—Evidentemente, piensa cooperar con las autoridades…

—Lo menos que pueda, y espero conseguir una medalla de oro.

—¿Quiénes fueron sus cómplices en el secuestro de Audmar?

—Por favor, señor. No esperará que un hombre hable mal de sus colegas. ¿No ha oído hablar del honor entre ladrones?

—No hable de honor —respondió Zaum—. Usted no es mejor que cualquiera de nosotros.

—De hecho —admitió Castilligan—, ya he desnudado mi alma ante la policía.

—¿Los nombres de sus cómplices?

—August Wey, Pyger Symzy.

—¿No participó Kokor Hekkus directamente?

Los labios de Castilligan se tensaron de repente en las comisuras.

—Pero… ¿por qué menciona ese nombre? Estamos hablando de cosas reales.

—Creo que mencionó antes ciertas condecoraciones a cambio de su declaración.

—¡Por supuesto que lo hice! Pero no guirnaldas para mi tumba.

—Supongamos que con su colaboración le echamos el guante a Kokor Hekkus —insinuó Zaum—. ¿Se imagina la deslumbrante condecoración de oro? Sería elegido Director Honorario de la PCI.

Castilligan parpadeó y se mordió pensativamente la lengua.

—¿Hay algún cargo contra Kokor Hekkus?

—Aunque no los hubiera, le cogeríamos para venderle al mejor postor y ganar una fortuna. Hay cincuenta y cinco planetas que quieren la piel de Kokor Hekkus.

Castilligan enseñó sus blancos dientes en una súbita y radiante sonrisa.

—Bien, a decir verdad, no tengo nada que ocultar, pues nada de lo que sé podría ofender a Kokor Hekkus. Es tal como ya sabe, y no puedo cambiar su imagen.

—¿Dónde está ahora?

—En Más Allá, creo.

—¿Trabajó con usted en el secuestro de Audraar?

—No, aunque podría haber adoptado otro nombre. En serio, nunca he visto a Kokor Hekkus en persona. Siempre ha sido «Rob, haz esto» o «Rob, haz lo otro» por los medios más intrincados. Un tipo muy reservado, el tal Kokor Hekkus.

—En los viejos tiempos, saqueó museos y cosas por el estilo. ¿Por qué?

—Porque me pagaban por hacerlo. Quería antigüedades, y solo confiaba en el valeroso Rob para realizar sus planes. Hace mucho, desde luego. En mi juventud, como quien dice.

—¿Qué hay sobre todos esos secuestros? ¿En cuántos ha participado?

Castilligan compuso una delicada expresión.

—No me atrevo a decirlo. Podría perjudicar mi declaración.

—Muy bien. ¿De cuántos ha oído hablar?

—En los últimos tiempos, unos catorce. Y cuando digo en los últimos tiempos, quiero decir en el curso de este mes.

—¡Catorce!

—Sí, una empresa que funciona a pleno rendimiento. —Castilligan exhibió su alegre sonrisa—. Me he preguntado por qué y para qué, pero… —se encogió de hombros—… ¿quién soy yo para leer en la mente de Kokor Hekkus? No cabe duda de que, como cualquier persona, necesita dinero.

Zaum echó una mirada de reojo a Gersen y desconectó el sistema auditivo.

—¿Qué más sabe sobre Kokor Hekkus? —preguntó Gersen.

Zauni planteó la pregunta. El rostro del prisionero expresó terror.

—Va demasiado rápido y abusa de mi salud. Suponga que le digo algo que no le guste a Kokor Hekkus (y tenga por seguro que no es así, pero supongámoslo por un instante). ¿Piensa que Su Ferocidad se sentiría halagado conmigo? Averiguaría el lado oscuro de mi alma, desataría sobre mí todas las angustias, terrores y enfermedades que más me asustan. Un hombre debe velar por su piel; si él no lo hace, ¿quién lo hará?

—No hace falta decir que nada de lo que nos cuente acerca de Kokor Hekkus será comunicado al interesado —dijo Zaum suavemente.

—¡Bah! Eso es lo que usted dice. En este momento hay un hombre sentado a su lado; vi cómo le miraba. Nadie le asegura que no es el propio Kokor Hekkus quien comparte su despacho.

—No lo dirá en serio.

—No. —El tono de Castilligan cambió de nuevo—. Kokor Hekkus está en Más Allá, según creo, gastándose las enormes sumas que ha ganado en los últimos meses.

—¿Cómo las gasta? ¿En qué?

—No lo sé. Kokor Hekkus es viejo… algunos dicen que tiene trescientos años, otros, cuatrocientos… pero conserva la energía de un joven. No le falta entusiasmo al hombre.

—Si no está usted relacionado con Kokor Hekkus, ¿cómo sabe todo esto?

—Le he oído hablar. Le he oído hacer planes. Le he oído maldecir. Es cambiante, voluble, esquivo como una doncella ardiente. Es absolutamente generoso, absolutamente cruel… en ambos casos porque no escucha otra opinión que la suya. Es un enemigo terrible, pero no un mal amo. Hablo así de él porque no me puede hacer ningún daño, sino más bien ayudarme. Pero jamás osaría ofenderle. Inventa nuevos y especiales terrores con este único propósito. Y si le sirviera bien, ordenaría construirme un castillo y me nombraría barón Castilligan.

—¿Y dónde llevaría a cabo esta romántica fantasía? —se mofó Zaum.

—En Más Allá.

—En Más Allá —gruñó Zaum—. Siempre Más Allá. Algún día barreremos la Estaca y pondremos fin a Más Allá.

—Nunca lo lograrán. Más Allá siempre existirá.

—No importa. ¿Qué más sabe de Kokor Hekkus?

—Sé que continuará secuestrando hijos e hijas de otros hombres ricos. En pocas palabras: necesita una inmensa suma de dinero y la necesita cuanto antes.