El peligro de que una pequeña confrontación por la disputa por los recursos energéticos pueda inducir una conflagración internacional no es el único riesgo al que nos enfrentamos. Hoy día, los protobloques que se forman en Eurasia podrían, por ejemplo, endurecerse para formar rígidas alianzas militares y hacer estallar una nueva Guerra Fría, que exigiría la inversión de prodigiosos recursos económicos y dificultaría los esfuerzos para desarrollar alternativas energéticas respetuosas con el medio ambiente. Otros peligros posibles incluyen una expansión mundial del poder del Estado (presuntamente en búsqueda de la «seguridad de la energía») en detrimento de la democracia; graves traumas económicos, y la aceleración del cambio climático mundial, con los desastres consecuentes. La creciente probabilidad de estos sucesos, solos o en una conjugación catastrófica, exige conceder una elevada prioridad a los esfuerzos destinados a abordar el dilema energético mundial.
Aunque los líderes de los dos protobloques principales —Estados Unidos, Rusia, Japón y China— insisten en su compromiso de mantener relaciones amistosas, todos han participado en actos profundamente divisivos durante los últimos cinco años. Ya hemos comentado los pasos militares que han dado las diversas partes y que han fomentado la polarización.1 Inevitablemente, la competición energética intensificada agravará las sospechas y hostilidades que persisten entre esas potencias y que gozan ya de larga vida. China y Japón tienen una amarga historia de rivalidades y conflictos, que se remonta a la invasión y ocupación de China por parte de Japón en la década de 1930; Estados Unidos y Rusia tan sólo salieron de una carrera armamentística nuclear implacable a principio de los años noventa; y muchos políticos importantes de ambos países siguen contemplando a sus homólogos del otro país a través de la lente hostil de la Guerra Fría. Aunque cada par de Estados había conseguido forjar unas relaciones generalmente positivas con su pareja a finales del siglo pasado, la era de los buenos sentimientos toca a su fin.
Un peligro más inminente es la posibilidad de que los países que buscan fuentes de energía, aumenten el flujo de armas y ayuda militar a zonas inestables de África, Oriente Próximo y la cuenca del Caspio a fin de establecer o fortalecer los vínculos con los suministradores de petróleo extranjeros. Los envíos de este tipo fueron una característica definitoria de la Guerra Fría originaria, y es probable que figuren destacadamente en todo avivamiento futuro relativo al campo de la energía. No cabe duda de que estos esfuerzos conducirán a un mayor grado de represión gubernamental, conflicto étnico, violencia criminal e insurgencias, así como al riesgo de un conflicto entre las Grandes Potencias.
La atmósfera propia de la Guerra Fría perpetuaría la tendencia hacia la supervisión estatal de todos los campos relacionados con la explotación, el descubrimiento, el transporte y la distribución de la energía. Como la energía y otras materias primas son necesarias para mantener las industrias fundamentales y el aparato militar, es probable que la escasez de ellas legitime una mayor intervención estatal en nombre de la seguridad nacional, o incluso de la supervivencia nacional. El hecho de que el petróleo se considere «un bien de consumo estratégico», esencial para el funcionamiento de las fuerzas militares, justificará el racionamiento gubernamental y la derivación de suministros disponibles para el sector civil al militar.
Por último, el aumento de las tensiones entre los bloques producirá un aumento radical y sostenido de los gastos militares, utilizando los fondos destinados a los esfuerzos nacionales (e incluso internacionales) para desarrollar sistemas energéticos alternativos. Muchas de esas alternativas se han identificado ya y se están sometiendo a prueba —aunque a una escala muy modesta— en universidades y laboratorios colectivos. Pero hasta el momento ninguno de ellos se puede producir a escala industrial, de modo que no servirán como sustitutos del petróleo o del gas natural cuando escaseen esos materiales.
No cabe duda de que habrá que invertir billones de dólares en nuevas formas de energía si queremos realizar la transición entre la infraestructura energética existente a otra basada en combustibles alternativos. Por tanto, una nueva Guerra Fría, que conllevase el gasto de billones de dólares por década en inversiones centradas en el campo militar, excluiría todo tipo de inversión en nuevas alternativas energéticas y conllevaría una catástrofe mundial, aunque no se produjeran conflictos. Dentro de este contexto, las recientes declaraciones gubernamentales resultan especialmente alarmantes. El presidente de los Jefes del Estado Mayor Conjunto, el almirante Mike Mullen, aseguró a los periodistas en una reunión celebrada en el Pentágono en octubre de 2007 que Estados Unidos tendrá que mantener los gastos militares en un nivel históricamente elevado después de concluida la guerra de Iraq, para conservar una presencia militar sólida en Oriente Próximo y para estar alerta frente a conflictos potenciales en Asia, África y Latinoamérica. «Como país —declaró—, tendremos que dedicar más recursos a la seguridad nacional en el mundo en el que vivimos ahora.»2 Siguiendo esta línea, el presidente Bush anunció en enero de 2008 el mayor presupuesto estadounidense para la defensa desde la Segunda Guerra Mundial: 515.000 millones de dólares, sin contar los fondos destinados a operaciones en Iraq y Afganistán.
Suponiendo que logremos eludir los riesgos de una rivalidad entre Grandes Potencias, aún nos enfrentaremos a los dilemas de la escasez de recursos y del calentamiento global. Ya ha quedado demostrado que el petróleo, el gas natural y otros materiales diversos y vitales serán menos abundantes en las décadas futuras. Quizá los esfuerzos conservacionistas intensos reduzcan significativamente el uso de la energía, y sin duda se aprovecharán otras fuentes energéticas para compensar las que se vayan agotando. Pero las economías mundiales dependen hasta tal punto del petróleo, el gas y el carbón, y el desarrollo de combustibles alternativos va a un ritmo tan lento, que llegará un periodo —seguramente entre la segunda década de este siglo hasta la mitad del mismo— durante el cual la combinación de las fuentes de combustible existentes y de los nuevos materiales no será suficiente para satisfacer las necesidades mundiales. Es probable que este periodo provoque dificultades económicas para todas las naciones que carezcan de fuentes energéticas suficientes o de los medios para conseguir lo que necesitan de otros países que tengan excedentes.
Por supuesto, las formas que adopten esas dificultades podrán variar. En general, los países que dependen del petróleo y del gas importados tendrán que pagar un precio incluso más alto para conseguir el suministro necesario. Los que son ricos lo serán menos, y los que no lo son se empobrecerán muchísimo. Teniendo en cuenta que el petróleo es esencial para el transporte moderno, la merma considerable de su suministro y el consiguiente aumento de precio tendrán repercusiones en toda la economía mundial, haciendo subir los precios de todos los bienes de consumo, desde los alimentos a los productos manufacturados, provocando una miseria sin paliativos a los pobres, los ancianos y a quienes tienen ingresos fijos. Para algunos, aquellos que no puedan pagar los precios más altos del gasóleo para calefacción y de los alimentos, los efectos serán letales.
También en este caso uno de los resultados probables será un aumento de la supervisión estatal. Como mínimo, los gobiernos se verán sometidos a una inmensa presión por parte de los electores de su país para satisfacer las demandas energéticas usando todos los medios que sean necesarios. De hecho, satisfacer la demanda era el objetivo declarado de la Política Energética Nacional (NEP) adoptada por la administración Bush en mayo de 2001, en un momento en que la nación ya estaba padeciendo una «crisis energética» provocada por la escasez de petróleo, gas natural y electricidad. Para «garantizar un suministro constante de energía asequible a los hogares estadounidenses y a los negocios e industrias de nuestro país» —el objetivo último de esa política—, el presidente abogaba por la eliminación de las restricciones existentes sobre la extracción de petróleo y de gas en áreas sensibles desde el punto de vista ambiental, como el Parque Nacional Ártico de Reserva Natural; junto con un aumento de los subsidios gubernamentales para «el Gran Petróleo», «el Rey Carbón» y la industria de la energía nuclear; intensificó los esfuerzos para acceder a los depósitos de petróleo y de gas en el extranjero, y pasó a depender más que antes de los envíos de armas y de la ayuda militar para cimentar las relaciones estadounidenses con los proveedores extranjeros clave.3
La adopción de medidas estatalistas como éstas será a costa de la pérdida de autonomía tanto empresarial como social. La mayor intervención gubernamental en la adquisición y distribución de petróleo y de gas natural usurpará los poderes que durante mucho tiempo han ostentado las principales empresas energéticas (aunque vale la pena destacar que, en muchas partes del mundo, a menudo el Estado ha tenido un papel esencial para crear o fomentar compañías gigantescas como BP, Total y Eni, que hoy día son actores casi totalmente independientes). Cualquier aumento en la supervisión estatal de los asuntos energéticos socavará los derechos democráticos básicos y las prerrogativas de las autoridades locales. En general, cuanto más bajo sea el nivel en el que se tome una decisión respecto al diseño o la localización de una plataforma extractora, una refinería, un reactor, una presa o una central eléctrica, mayor será la oportunidad de que el público pueda conocer y participar en los planes de semejantes instalaciones; una vez que el control pase a manos de las autoridades estatales centrales, esa oportunidad acabará desapareciendo en su mayor parte.
Incluso en Estados Unidos, donde las sospechas acerca de y la hostilidad hacia la autoridad federal siguen siendo fuertes, podemos apreciar la tendencia hacia un control local cada vez más reducido respecto a los asuntos relativos a la energía. Es posible que un punto de inflexión clave fuera la Ley de Política Energética de 2005, que concedía al Departamento de Energía una mayor autoridad sobre la localización de instalaciones de regasificación y sobre las líneas de transmisión eléctrica interestatales; se trata de instalaciones importantes cuya construcción puede alterar el carácter de toda una comunidad y exponerla a nuevos peligros. Antes, el control sobre la colocación de estas instalaciones estaba, en gran medida, en manos de las autoridades estatales, municipales o del condado; según la nueva ley, ese poder lo tendrá la Comisión Federal Reguladora de la Energía. Esto puede sentar un precedente para conferir la autoridad en asuntos como la localización geográfica de centrales eléctricas nucleares y refinerías de petróleo, temas potencialmente peliagudos, sobre todo si los monopolizan burócratas federales no elegidos por el pueblo.
Sin embargo, eclipsando todas estas inquietudes, tenemos el cambio climático mundial. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), en un informe exhaustivo de 2007 que la comunidad científica internacional considera definitivo, afirmaba: «El calentamiento del sistema mundial es inequívoco, como es evidente hoy día partiendo de las observaciones sobre los aumentos en las temperaturas del aire y del mar por todo el planeta, el derretimiento de la nieve y el hielo en todas partes, así como el aumento del nivel medio del mar».4 El IPCC sostenía también que la actividad humana es responsable, en gran medida, de la acumulación reciente en la atmósfera de gases de efecto invernadero, y que el dióxido de carbono —liberado cuando se queman combustibles fósiles— «es el gas de efecto invernadero antropogénico [creado por el hombre] más importante».5 Dado que los combustibles basados en el carbono (el petróleo, el gas natural y el carbón) suponen actualmente en torno al 85 por ciento del suministro energético primario del mundo (un porcentaje que se espera que cambie ostensiblemente en los años o décadas venideras), el problema del cambio climático es, en su raíz, un problema de energía. En consecuencia, su solución exigirá una transformación radical del modo en que la población humana obtiene y utiliza las reservas energéticas.
Como resultado del informe de 2007 del IPCC y de la concesión del Premio Nobel de la Paz ese mismo año tanto al IPCC como al ex vicepresidente Al Gore por su papel a la hora de crear una conciencia pública sobre el cambio climático, por fin este tema figura en la agenda de los políticos nacionales e internacionales. Pero, de momento, aún no se aprecia ningún indicio de que los líderes mundiales estén preparados para abordar los esfuerzos gigantescos y tremendamente onerosos necesarios para invertir la acumulación siempre creciente de gases de efecto invernadero que amenazan con producir toda una gama de panoramas catastróficos, desde la sequía extrema y la rápida desertificación de amplias zonas del planeta hasta el aumento del nivel del mar y la inundación de zonas costeras, donde vive una parte importante de la humanidad. Siguiendo el ritmo de crecimiento actual, las emisiones internacionales a la atmósfera de dióxido de carbono pasarán de 27.000 millones de toneladas métricas en 2004 a 43.000 millones en 2030; hablamos de un aumento impresionante, un 60 por ciento, que puede freír a nuestro mundo.6 Si bien es posible que las iniciativas políticas futuras alteren estas previsiones, todo cambio fundamental requeriría una rápida aceleración del proceso de comercialización de alternativas energéticas que siguen estando en el estadio de desarrollo primario del laboratorio.
En lugar de ello, lo que es más probable que experimentemos será lo peor de ambos mundos: la dependencia continuada de los carburantes fósiles —con todas las consecuencias geopolíticas ya descritas— y la acumulación acelerada de gases de efecto invernadero, que producirán desastres climáticos cada vez más graves. Ambas situaciones se refuerzan mutuamente. Por tanto, el aumento de las tensiones geopolíticas disuadirá a los políticos de destinar fondos y atención al desarrollo de combustibles y sistemas de energía nuevos que sean onerosos, complejos y experimentales. Y la creciente acumulación de sistemas energéticos antiguos —dentro de un contexto de fricciones y conflictos entre las grandes y las pequeñas potencias— lanzará a la atmósfera más gases de efecto invernadero, calentando aún más el planeta.
Para resumir, si la conducta mundial en el terreno de la energía sigue la trayectoria actual, aumentará el riesgo de padecer una crisis, un trauma económico y una serie de conflictos a una escala inimaginable. Incluso aunque no se produzca una guerra, la mayoría de habitantes del mundo padecerá un progresivo deterioro de sus circunstancias, sobre todo a medida que se vayan haciendo notar los efectos más graves de la escasez de recursos y del cambio climático. El mero hecho de eludir una conflagración militar no es suficiente: para evitar la catástrofe hace falta esforzarse por desmilitarizar las políticas de adquisición de energía, y acelerar radicalmente el desarrollo de alternativas respetuosas con el medio ambiente.
En esencia, esta misión supone repudiar los impulsos de suma cero, ultranacionalistas, que amenazan con dominar la política energética en la mayoría de los principales países industrializados, y sustituirlos por un enfoque colaborador para resolver los retos energéticos a los que se enfrenta el mundo. Mientras los políticos crean que la mejor manera de defender los intereses nacionales vitales es usar métodos arriesgados y provocativos para hacerse con los depósitos extranjeros de petróleo y gas, valiosos pero limitados, el escenario está dispuesto para que se produzca una competencia incesante y se fomente la desconfianza mutua; en semejante atmósfera, es improbable que se avance hacia la meta de solventar el problema del calentamiento global.
Ni siquiera los líderes más preclaros son capaces de responder creativamente a las exhortaciones que sólo se fundamentan en la evitación de resultados negativos. Seguro que decir que deberíamos librarnos de un enfoque de suma cero para eludir peligros futuros cuando un país necesita más petróleo y gas ahora mismo no resultará precisamente eficaz. Para obtener más fuerzas, esos llamamientos deben estar respaldados por la promesa de beneficios tangibles que pesen más que los inconvenientes temporales. Las estrategias alternativas, sobre todo en el terreno de la energía, deben ofrecer soluciones creíbles. Para ser más concretos, la cooperación internacional no sólo debe procurar una reducción de la crisis y del conflicto, sino también hacer que aumente la disponibilidad de opciones de nuevas energías, que sustituyan a las reservas antiguas que cada vez van a menos, y que ralenticen la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero.
Diseñar una estrategia de este calibre debe ser una prioridad básica para los políticos, científicos, expertos en energía y ciudadanos de a pie de todos los países del mundo. Existen incontables maneras en las que los países y las organizaciones pueden trabajar juntos para explorar nuevas iniciativas energéticas. Pero de todas las asociaciones concebibles, ninguna es más importante o esencial que la que exista entre Estados Unidos y la República Popular de China.
Por supuesto, Estados Unidos posee la mayor economía del mundo; actualmente China goza de la tercera o cuarta en importancia, pero se prevé que supere a Japón y se convierta en la número dos durante las próximas décadas. Ambos países se jactan también de tener amplísimos centros científicos y de ingeniería capaces de realizar programas de investigación y desarrollo (I&D) a gran escala acerca de los sistemas energéticos alternativos. Estados Unidos es el líder de las potencias industriales maduras; China, de las recién industrializadas. Por tanto, si colaboran para desarrollar nuevas opciones energéticas, quizá otras naciones sigan su ejemplo. Esto resultaría especialmente importante en el caso de India, dado que va siguiendo el progreso económico chino con unos diez años de retraso. La decisión de los líderes chinos de participar en la transformación energética radical incitaría a los indios a seguir una vía parecida; si no recibe esa señal, India podría unirse a Estados Unidos y a China como máximo consumidor de carbón y, en consecuencia, como máximo emisor de dióxido de carbono.
Por tanto, la sociedad chino-norteamericana destinada a desarrollar combustibles alternativos inocuos para el medio ambiente debería ser el punto de partida para una política energética positiva. Forjar semejante colaboración exigirá rechazar el punto de vista que sostiene que el conflicto entre Estados Unidos y China en materia de recursos energéticos extranjeros es «inevitable», que es la postura que sostiene Washington incluso después del fracaso en 2005 del asunto Unocal. De hecho, algunos responsables políticos han empezado a sugerir que Estados Unidos y China tienen más en común como consumidores de energía que como adversarios. «Aunque nuestras circunstancias económicas son diferentes —observó en 2005 Joseph Lieberman, senador independiente por Connecticut—, existe una realidad muy comparable que comparten ambos países, que es que todos nuestros sistemas energéticos dependen de una forma de energía, el petróleo, que ninguna de las dos naciones posee en abundancia.» La consecuencia, según él, es que «ha llegado el momento de que Estados Unidos y China no sólo admitan la similitud de nuestra dependencia del petróleo y la dirección en que puede llevarnos esa competencia, sino que también empiecen a hablar más directamente sobre esta creciente competición mundial por el petróleo, de modo que podamos desarrollar políticas nacionales y políticas
de cooperación internacionales —incluso proyectos de investigación y desarrollo conjuntos— para reducir nuestra dependencia del petróleo antes de que esa competición se vuelva realmente hostil».8
Algunos dirigentes chinos han manifestado un punto de vista parecido. Zhang Guobao, vicepresidente de la Comisión Nacional para el Desarrollo y la Reforma (NDRC), dijo que Estados Unidos y China «necesitan oponerse a la mentalidad de la Guerra Fría» y colaborar en el desarrollo de nuevas reservas de petróleo para satisfacer las necesidades de ambos países. Zhang hizo estas declaraciones en una reunión celebrada en septiembre de 2006, un foro de la industria en Hangzhou donde asistieron representantes de compañías energéticas estadounidenses y chinas, y precedido unos días antes por una reunión entre los máximos dirigentes en el terreno de la energía de ambos países.9
Estados Unidos y China también tienen un interés común para abordar el dilema del calentamiento global. Juntos se prevé que serán responsables de un impresionante 45 por ciento de las emisiones de dióxido de carbono mundiales en 2030, lo cual es un panorama realmente aterrador, dados los perjuicios para ambos países que se desprenderán del cambio climático, como violentas tormentas, inundaciones, sequías y pestilencias. Podemos imaginar a las dos naciones haciendo algunos progresos individuales en lo tocante a las emisiones de CO2, pero en medio de un entorno de intensa competencia en el terreno de la energía y de creciente hostilidad, no es probable que ésta sea una prioridad nacional alta, ni que reciba el grado de inversión necesario. Sólo mediante la vía de la colaboración será posible superar los peores efectos del cambio climático.
Al exponer su visión de la cooperación, el senador Lieberman recordó el ejemplo de la Guerra Fría original para expresar una lección valiosa sobre la política de las Grandes Potencias. Él comentó que la carrera actual en busca de recursos energéticos se parece considerablemente a la carrera armamentística nuclear de aquel periodo. Y de la misma manera que esa carrera armamentística se ralentizó al final gracias a las charlas sobre control de armamento entre los rivales nucleares, la carrera del petróleo entre Washington y Pekín puede controlarse y convertirse en un progreso hacia proyectos energéticos de cooperación.10
De hecho, la analogía del control armamentístico de la Guerra Fría nos ofrece un ejemplo concreto para acercar a Washington y Pekín. Al principio del proceso del control de armamento, Estados Unidos y la Unión Soviética se miraban con mucho recelo. A pesar de ello, consiguieron fijar foros de negociación y otros mecanismos que les permitieron, con el tiempo, alcanzar progresos tangibles en este campo. Hoy día podría iniciarse un proceso similar en el campo de la energía.
Quizá el punto de partida podría ser una Cumbre chino-estadounidense sobre la energía a la que asistan los presidentes de ambos países, y a la que deberían otorgar la misma seriedad que a las «cumbres» entre Estados Unidos y la Unión Soviética celebradas en el punto álgido de la Guerra Fría, cuando se pensaba que estaba en juego la supervivencia de ambos países. El objetivo de esas cumbres anuales sería doble: eliminar las áreas de posibles fricciones, como las disputas sobre los depósitos de petróleo y de gas en el extranjero objeto de controversia; y revisar y finalizar propuestas sobre el desarrollo conjunto de fuentes energéticas alternativas y respetuosas con el medio ambiente. Estas reuniones deberían ir acompañadas de la creación de una infraestructura bilateral —comités colectivos y grupos de trabajo compuestos de dirigentes gubernamentales, científicos y figuras clave de la industria— para llevar a cabo el proceso de actuación conjunta día tras día. El objetivo sería fomentar la confianza mutua, demostrando, al mismo tiempo, la viabilidad de una cooperación genuina.
De hecho, los dirigentes estadounidenses y chinos han dado ya los primeros y tímidos pasos en esa dirección. El 23 de mayo de 2004, el secretario de Energía Spencer Abraham firmó un Memorándum de Entendimiento con Zhang Guobao, de la NDRC, para establecer un «Diálogo chino-estadounidense sobre política energética», compuesto de dirigentes de nivel medio de ambos departamentos. Su meta es fomentar «los debates sobre una gama de cuestiones relativas a la energía, incluyendo la elaboración de políticas sobre la energía, seguridad en los suministros, la reforma del sector de la energía, el rendimiento de las instalaciones, la energía renovable y las opciones de tecnología energética.11 Actualmente, los funcionarios involucrados no tienen autoridad para negociar acuerdos formales entre ambos países, pero el diálogo proporciona un foro en el que los representantes gubernamentales de ambos países pueden debatir soluciones a problemas comunes y que, con el tiempo, podría proporcionar el fundamento para formas más vinculantes de colaboración.
El diálogo entre el Departamento de Energía y la NDRC también ha proporcionado un modelo para otras conversaciones chino-estadounidenses sobre el tema de la energía, incluyendo el Foro chino-estadounidense sobre la Industria del Gas y del Petróleo, un coloquio que se celebra periódicamente entre dirigentes industriales y gubernamentales de los dos países. Iniciado en 1998, adquirió una gran importancia cuando se firmó en 2004 el Memorándum del Entendimiento.12 Y en otra iniciativa, los máximos responsables económicos de las dos naciones acordaron, durante la tercera sesión del Diálogo Económico Estratégico entre Estados Unidos y China, celebrado en Xhianghe, China, en diciembre de 2007, establecer un grupo de trabajo conjunto para desarrollar un plan de diez años para cooperar en el campo de la seguridad y el rendimiento energéticos y la protección del medio ambiente. «Las cuestiones sobre seguridad energética y sostenibilidad del medio ambiente son de vital importancia para ambos países», declaró el secretario del Tesoro estadounidense, Henry M. Paulson, Jr., tras la conclusión del encuentro. «Me parece emocionante pensar que podamos forjar un plan estratégico y a largo plazo para trabajar juntos hacia el progreso en estas áreas tan importantes.»13
Estados Unidos y China también colaboran, por poco que sea, en una serie de empresas energéticas multilaterales, incluyendo la Asociación Internacional para la Economía del Hidrógeno y la Asosiación Asia-Pacífico para un Desarrollo Limpio y el Clima.14 Aparte de estos modestos esfuerzos oficiales, muchas empresas estadounidenses se han asociado en proyectos con compañías chinas para explorar los avances en los combustibles alternativos y el diseño de automóviles.
Una vez que se haya cimentado el proceso de colaboración, el objetivo último de cualquier sociedad chino-estadounidense debe ser alcanzar un progreso demostrable en la reducción de la dependencia del petróleo importado a la que están sometidos ambos países, desarrollando alternativas inocuas para el clima e impulsando el crecimiento económico a largo plazo. Hay muchas iniciativas individuales que podrían contribuir a estos objetivos generales, pero existen tres categorías clave que parecen vitales: acelerar el desarrollo de alternativas al petróleo, fomentar una transformación industrial destinada a la eficiencia de los recursos, y desarrollar usos para el carbón que sean seguros desde el punto de vista ecológico.
En 2030, Estados Unidos y China consumirán en conjunto unos 42 millones de barriles de petróleo al día, de los cuales 27 millones, un 64 por ciento, tendrán que importarlos.15 De todas las tareas a las que se enfrentan los líderes estadounidenses y chinos en el terreno de la energía, la más hercúlea de todas será conseguir esta cantidad de petróleo importado. Por desgracia, actualmente no existe ninguna manera evidente y barata de eliminar la necesidad de toda esa energía importada, no hay varitas mágicas, lo cual quiere decir que las dos naciones, individualmente y en conjunto, tienen mucho trabajo por delante. Por ejemplo, para reducir el consumo de gasolina para vehículos, cada país tendrá que imponer estrictos estándares sobre la eficiencia del combustible de acuerdo con sus propias normativas y reglamentos. Sin embargo, en lo tocante al desarrollo de nuevos combustibles para motor —una empresa titánica, que conlleva inmensos esfuerzos y gastos—, la colaboración será totalmente ineludible. Esta cooperación garantizaría también la adopción de estándares intercambiables para la producción, el transporte, la distribución y el consumo de lo que podrían resultar ser vastas cantidades de combustibles alternativos.
A medida que va menguando el suministro mundial de petróleo, habrá muchas sustancias que se considerarán fuentes potenciales de combustibles líquidos. Las que reciben una mayor atención hoy día son el gas natural, el carbón, el etanol, el biodiésel y el hidrógeno. Todas ellas merecen un estudio más a fondo (cuando no necesariamente el respaldo a gran escala) de las autoridades estadounidenses y chinas.
El gas natural, en su forma líquida, presenta ciertos atractivos como combustible para el transporte, porque su consumo libera menos dióxido de carbono que el petróleo o el carbón, y es relativamente abundante en algunas partes del mundo. Pero China y Estados Unidos poseen sólo unas reservas limitadas de gas, de modo que volverían a enfrentarse otra vez a la perspectiva de tener que competir por las importaciones procedentes de áreas inestables y potencialmente hostiles de todo el mundo. Por tanto, para la cooperación chino-estadounidense la mejor opción no sería un programa de licuefacción de gases, aunque sí podría tener sentido para países donde abunda el gas natural, como Irán, Qatar o Rusia.
Hace tiempo que se considera el etanol, o alcohol de grano, como un combustible viable para la automoción. En realidad, los primeros coches que fabricó Henry Ford lo usaban como carburante, y su famoso modelo Ford T podía utilizar tanto etanol como gasolina (y también una combinación de ambos). Incluso hoy día, la mayoría de los coches fabricados en Estados Unidos pueden funcionar con una mezcla de combustibles que incluye hasta un 10 por ciento de etanol (E-10), mientras que los fabricados con ligeras modificaciones (los vehículos «flex fuel») pueden usar una mezcla con un 85 por ciento de etanol (E-85). A medida que va creciendo la preocupación por la dependencia del petróleo y el calentamiento global, la demanda de etanol se ha disparado. Sin embargo, la mayor parte del etanol estadounidense se obtiene a partir de la fermentación de las vainas de maíz, lo cual presenta toda una serie de problemas nuevos: por muy productivos que sean, los maizales estadounidenses no son capaces de sustituir aunque sólo sea una parte pequeña de la demanda nacional de gasolina, y al mismo tiempo proporcionar alimentos para humanos y animales.16 Para colmo, la industria estadounidense de etanol es, por sí sola, una gran consumidora de energía, que emplea enormes cantidades de petróleo y de otros combustibles para sembrar, nebulizar, cosechar y transportar la cosecha, además del calentamiento de la pasta de maíz para transformarla en alcohol.17 Es evidente que la esperanza de depender del etanol como alternativa al petróleo debe afianzarse en algo que no sea el método de producción actual.
Los fabricantes de etanol prefieren usar las vainas de maíz para la fermentación porque a los microorganismos que se alimentan de la pulpa, liberando alcohol como producto secundario, les resulta más fácil de digerir; no parece gustarles el tallo de la planta, más grueso y repleto de celulosa. Sin embargo, si se pudieran desarrollar enzimas poderosas capaces de descomponer la celulosa liberando los azúcares que contiene, sería posible em plear toda la planta del maíz para fabricar etanol, aumentando así en gran medida el rendimiento neto por hectárea y, posiblemente, evitando una crisis en la producción alimentaria. Estas mismas técnicas permitirían a su vez el uso de otras plantas con este mismo propósito, como el pasto switchgrass (Panicum virgatum; Estados Unidos y México), la grama, la caña de azúcar (muy usada en Brasil como base para el etanol) y el miscanto, una hierba oriunda de China; estas plantas además pueden cultivarse sin invertir tanta energía en su cuidado. Hoy día muchos expertos consideran que la ruta más promisoria hacia las alternativas al petróleo es el desarrollo de procesos para producir «etanol de celulosa» a partir de los tallos del maíz y otros vegetales ricos en celulosa.18 Actualmente se están llevando a cabo intentos en Estados Unidos para que el desarrollo de diversos métodos para la producción de etanol de celulosa en una planta piloto, lo que puede ofrecer una promesa viable a la cooperación chino-estadounidense.19
El etanol sólo es uno de los miembros de una familia de «biocombustibles», o combustibles líquidos alternativos elaborados a partir de materia orgánica. También va en aumento la popularidad del biodiésel, un combustible elaborado a partir de semillas de soja, colza, aceite de palma, yatrofa y otras plantas ricas en aceites.20 Un estudio reciente realizado por la Academia Nacional de las Ciencias Estadounidense descubrió que si bien el etanol manufacturado por medios convencionales proporciona sólo un 25 por ciento más de energía por galón del que se consumió en su elaboración, el biodiésel elaborado con soja genera un 93 por ciento más de energía.21 Aunque el interés por el biodiésel va aumentando tanto en Estados Unidos como en China, ninguno de los dos países ha hecho aún una inversión significativa para avanzar en este proceso o para llevar adelante los planes para introducir un mayor rendimiento en las plantas procesadoras, lo cual, aunque sea decepcionante, convierte este terreno en una oportunidad perfecta para la colaboración bilateral.22
Por último, tenemos el uso potencial del hidrógeno como «portador» de energía en vehículos propulsados por pilas de combustible electroquímicas. El hidrógeno no se considera una fuente de energía por sí solo, ni tampoco existe en estado puro en la naturaleza, pero absorbe energía cuando se lo separa de otras sustancias, como el agua o el gas natural; entonces esa energía puede liberarse en una pila de combustible o un dispositivo similar. Hace mucho tiempo que se definió el diseño esencial de las pilas de combustible, pero el diseño y la instalación de un sistema nacional para la producción, la distribución y el transporte de combustible a base de hidrógeno están resultando ser otra tarea hercúlea.23 Además de esto, los medios actuales para separar el hidrógeno del agua o del gas natural consumen grandes cantidades de energía y, dependiendo del método usado, liberan cantidades significativas de CO2. En consecuencia, se han suscitado numerosas dudas sobre la idoneidad del hidrógeno como alternativa al petróleo y a otros combustibles fósiles.24
Aunque éste no es el lugar adecuado donde evaluar los argumentos en pro y en contra del desarrollo a gran escala de hidrógeno, su uso —si se produjera en un volumen considerable— reduciría en gran medida la emisión de gases de efecto invernadero mientras, al mismo tiempo, eliminaría la dependencia de las fuentes extranjeras de petróleo. Por otro lado, dado que los medios existentes de producción de hidrógeno consumen demasiada energía como para ser eficaces, habría que desarrollar métodos alternativos. Ahora parece evidente que hace falta mucha más investigación y numerosos experimentos adicionales para decidir si el hidrógeno será susceptible de una producción comercial a gran escala. Como Estados Unidos y China se contarían entre los principales beneficiarios de una «economía del hidrógeno» plenamente desarrollada, la investigación y el desarrollo sobre este campo debería ser parte importante de cualquier sociedad energética chino-estadounidense.25
Encontrar sustitutos para el petróleo –y para otras fuentes finitas de energía? será esencial si Estados Unidos y China quieren evitar una lucha mundial potencialmente violenta sobre las reservas menguantes. Pero el objetivo último de toda colaboración no puede ser meramente el de sustituir los combustibles existentes (y otros materiales clave) con cantidades idénticas de materiales nuevos; también hay que crear nuevas tecnologías y procesos industriales que consuman menos recursos y fomenten al mismo tiempo el crecimiento económico, mejoren la calidad de vida humana y protejan el clima mundial.
Hay algunos aspectos de una nueva estrategia industrial que irán surgiendo de forma natural como resultado de las presiones económicas mundiales y de las iniciativas antes descritas. Por ejemplo, una subida importante del precio del petróleo combinada con la introducción de vehículos que aprovechen mejor el carburante reduciría el consumo de petróleo mundial. Pero son muchas más las innovaciones que surgirían de una estrategia global destinada a reducir el ritmo general de la extracción de los recursos, permitiendo al mismo tiempo que las economías estadounidense y china siguieran funcionando perfectamente. Esta estrategia debería aplicarse a toda la gama de procesos industriales y sistemas de transporte, y ampliarse para abarcar el diseño de ciudades, edificios de oficinas, escuelas, hospitales y otras grandes instalaciones.
A medida que la creciente escasez hace subir los precios, los fabricantes y los consumidores individuales estarán más que dispuestos a aceptar tecnologías que reduzcan el consumo. Aunque los equipamientos y los materiales que aprovechen al máximo la energía resulten más caros tanto en su adquisición como en su instalación, prometen arrojar un ahorro sustancial a largo plazo.26 «El uso más eficaz de la energía proporciona una bonanza económica —sostiene Amory B. Lovins, del Rocky Mountain Institute (RMI)—, porque el ahorro de combustibles fósiles resulta mucho más barato que su consumo.»27 Lovins afirma que Estados Unidos y China pueden reducir muchísimo su consumo de petróleo y de otros recursos básicos por medio de inversiones prácticas y económicas en materiales avanzados y en un aumento del aprovechamiento energético.28
Las fuentes renovables, como las energías eólica y solar, tienen ventajas evidentes respecto a los combustibles fósiles, incluyendo el hecho de que no emiten gases de efecto invernadero y no corren el riesgo de agotarse mientras el Sol siga brillando y la Tierra gire en torno a su eje. Aunque actualmente estas energías resultan más caras que el carbón o el gas natural para producir electricidad, no se verán sometidas a los impuestos futuros sobre las sustancias emisoras de carbono cuando éstos se impongan, como es casi seguro que sucederá. También es probable que el coste de las energías renovables se reduzca como resultado de la innovación tecnológica constante. Por ejemplo, un estudio publicado en la revista Scientific American en enero de 2008 sugiere que un conjunto gigantesco de paneles fotovoltaicos situado en el sudeste de Estados Unidos, cuando se conectara a una nueva infraestructura eléctrica, suministraría hasta un 69 por ciento de la electricidad nacional hacia el año 2050, a un precio equivalente al coste actual de las fuentes energéticas convencionales.29
Actualmente, tanto en Estados Unidos como en China se están llevando a cabo investigaciones y avances en el terreno de las energías renovables. Por ejemplo, Google.com, la empresa de buscadores que domina Internet, ha anunciado planes para invertir cientos de millones de dólares en la investigación y desarrollo de fuentes de energía renovable, y su socio filántropo, Google.org, ha prometido añadir más dinero a esa generosa contribución.30 Los Gobiernos estadounidense y chino también han anunciado planes para aumentar sus inversiones en la investigación de energías renovables, concediendo importantes subvenciones a las universidades, institutos de investigación y empresas privadas que se dediquen a ella. Dado el deseo evidente que sienten ambos países de aumentar su dependencia de esas fuentes, toda colaboración futura entre ellas debería enfatizar especialmente la identificación y desarrollo de proyectos que se beneficien claramente de un esfuerzo cooperativo.
Al sopesar las alternativas a las fuentes de energía existentes, algunos expertos y responsables políticos —incluyendo al presidente Bush— han sostenido que la energía nuclear debe considerarse una opción viable, porque no emite gases de efecto invernadero. Pero la energía nuclear no es una fuente de energía renovable, porque se basa en el uranio, que no lo es, un material que cada vez irá escaseando más a medida que transcurra el tiempo, y que por tanto dará pie a otra confrontación geopolítica de las Grandes Potencias. También produce residuos radioactivos cuya eliminación, en cantidades cada vez mayores, provocará un peligro para el medio ambiente gigantesco por sí sola. Algunos científicos piensan que las nuevas tecnologías nucleares, como el desarrollo de reactores de fusión, eliminarán estos obstáculos, pero como todavía no hay evidencias de que esas innovaciones sean prácticas y asequibles, la energía nuclear no debería ser una prioridad para la colaboración entre China y Estados Unidos (aunque la investigación a nivel universitario sobre la energía de fusión sí podría serlo).
Un terreno mucho más práctico para la colaboración futura podría ser el desarrollo de vehículos muy eficaces y ligeros. Estados Unidos es el mercado número uno de automóviles, y China el número dos. Si los consumidores de ambos países siguen adquiriendo turismos, monovolúmenes y otros vehículos como los que transitan hoy por las carreteras, las consecuencias en cuanto a la demanda mundial de recursos tanto para carburante para motores como para materiales utilizados en el ramo podrían ser catastróficas. Por tanto, es esencial que los ingenieros automovilísticos aborden el diseño de tipos de vehículos radicalmente nuevos, que empleen menos materiales en su construcción y consuman pocos derivados del petróleo, o ninguno. Las tecnologías desarrolladas por la industria aeronáutica, incluyendo el uso de materiales compuestos del carbono y aleaciones ultraligeras, podría aprovecharse para este propósito.
No hace falta decir que estos nuevos materiales son más caros que el acero habitual, pero su empleo reduciría hasta tal punto el peso de los automóviles (y el tamaño del motor necesario para propulsarlo) que la ganancia resultante en la eficiencia del carburante sobrepasaría con creces, a lo largo de la vida del vehiculo, el precio más elevado de los materiales. Estos vehículos, equipados con motores híbridos «recargables» (que se pueden recargar por la noche conectándolos a tomas de electricidad en la propia vivienda, reduciendo así el consumo de gasolina), y baterías mucho más poderosas, reducirían sustancialmente la demanda de petróleo. Amory Lovins y sus colegas del RMI han diseñado un vehículo ultraligero como éste, cuya foto aparecía en el número de septiembre de 2005 del Scientific American. El vehículo, diseñado para moverse gracias a una pila de combustible de hidrógeno, podría recorrer 114 millas por galón [183 km por cada 3,78 litros] de gasolina.31
Trabajando juntos, los responsables estadounidenses y chinos podrían acelerar el paso a un nuevo modelo industrial, respaldando la investigación y el desarrollo cooperativos sobre las energías renovables y otras tecnologías que conservan los recursos. Entre las áreas que llaman especialmente la atención (aparte de las que ya hemos citado) se cuentan:
•Células fotovoltaicas más avanzadas, y tecnologías para aprovechar la luz solar.
•Turbinas eólicas mejoradas y redes de distribución eléctrica.
•Diseño de fábricas y edificios que aprovechen al máximo la energía.
•Sistemas de calefacción y refrigeración avanzados.
•Ordenadores y aparatos electrónicos de máximo aprovechamiento energético.
•Investigación en materiales de construcción avanzados.
No hace falta detallar todas las especificaciones de estas iniciativas para dejar claro que las potencias más fuertes deben avanzar juntas hacia un nuevo modelo industrial que permita el crecimiento económico mientras reduce el consumo de energía y de otras materias primas. Siendo como son los dos principales consumidores del mundo, Estados Unidos y China deben ser pioneros en el diseño de estas estrategias, y deben hacerlo, siempre que resulte práctico, colaborando entre sí. Pero los beneficios de esa colaboración deben compartirlos con otras naciones que consumen recursos. Después de todo, el objetivo último de esta sociedad sería reducir sustancialmente el agotamiento de las materias primas esenciales, y no crear un club exclusivo chino-estadounidense dedicado al consumo energético.
Cualquier debate sobre una posible cooperación chino-estadounidense en el terreno de la energía debe ocuparse inevitablemente del tema del carbón, aunque sólo sea porque éste ocupa un lugar tan prominente en las ecuaciones energéticas de ambos países. Según las previsiones más recientes del Departamento de Energía, Estados Unidos y China serán responsables en 2030 de un 65 por ciento del consumo mundial de carbón.32 De hecho, la Agencia Internacional de la Energía predijo en 2007 que el uso del carbón aumentará en las próximas décadas —invirtiendo un descenso a largo plazo—, mientras el petróleo y el gas natural vayan escaseando y aumente su precio.33
Desde el punto de vista ecologista, cualquier aumento en el consumo de carbón usando los métodos actuales de combustión será catastrófico. Por consiguiente, prácticamente todas las propuestas serias para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero empieza con un llamado a reducir sustancialmente el consumo de carbón. Estos llamamientos se incluyeron, por ejemplo, en los informes recientes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático y de la Agencia Internacional de la Energía. Cada vez son más las figuras políticas estadounidenses —incluyendo a todos los candidatos demócratas para la presidencia de 2008— que han hablado en términos parecidos.34 Pero por muy elocuentes y urgentes que sean sus ruegos, es improbable que éstos frenen el apetito de carbón en Estados Unidos y en China mientras no existan otras alternativas asequibles. Por tanto, en cualquier colaboración, el desarrollo de estas alternativas debería ser de la máxima prioridad. Al mismo tiempo, es esencial hacer todo lo posible para garantizar que todo el carbón que se consume se quema de una forma respetuosa con el medio ambiente.
Para progresar en este campo, los dos países deben realizar grandes inversiones en el desarrollo y la instalación de la tecnología necesaria para limpiar el carbón de sus impurezas, y quemarlo de tal modo que se evite que su contenido en carbono se combine con el oxígeno y escape a la atmósfera. Dos avances prometedores pueden abordar estos retos en su totalidad o en parte: el método de gasificación integrada en una planta de ciclo combinado (integrated gasification combined-cycle method o IGCC) y la captura y almacenamiento del carbono, también conocidos como «secuestro del carbón».
En las centrales eléctricas convencionales, el carbón se reduce a polvo y se quema en un horno para vaporizar el agua; luego se usa el vapor para mover una turbina-generador que produce electricidad, mientras que los gases producidos por la combustión del carbón (que contienen dióxido de carbono, dióxido de sulfuro, óxido de nitrógeno y partículas causantes de smog) se expelen a través de una chimenea. Los dispositivos de limpieza y los filtros del sistema de expulsión de gases pueden usarse para reducir la liberación de CO2 y de otros productos de desecho, pero el precio aumenta en función de su efectividad, lo cual desanima a las empresas de servicios orientadas a la reducción de costes.
Las plantas de gasificación integrada en ciclo combinado, aunque su instalación sea más cara, tienen una doble ventaja respecto a las convencionales: simplifican la tarea de eliminar las impurezas del carbón, y potencian el rendimiento eléctrico por unidad de combustible consumido. En una planta de IGCC, el carbón se tritura hasta convertirlo en un polvo muy fino y se mezcla con vapor y oxígeno calentado para producir una mezcla combustible llamada «syngas», mientras que los contaminantes tóxicos, como el sulfuro y el mercurio, se separan y se eliminan. El syngas pasa a una turbina-generador para producir electricidad, mientras que los gases calientes producto de la combustión se usan para calentar agua hasta vaporizarla, y ese vapor mueve un segundo conjunto de turbinas (de donde viene el nombre de «ciclo combinado»). Actualmente, la tecnología para las instalaciones de este tipo se encuentra en sus primeras fases de desarrollo, de modo que solamente se han construido unas pocas plantas IGCC. Hace falta una inversión adicional importante y nuevas pruebas para convertir esas instalaciones en el estándar para las futuras plantas que funcionen a carbón.35
La introducción generalizada de instalaciones IGCC, por sí sola, reduciría las emisiones de dióxido de carbono cuando se comparan con las plantas actuales que funcionan a carbón, pero no aprovecharíamos su verdadera promesa si no se combinara con otra innovación: el «secuestro» de todo el exceso de carbono en silos de almacenamiento seguros, subterráneos, de donde no pueda escapar a la atmósfera y contribuir al calentamiento global. A medida que se vayan poniendo en marcha plantas IGCC, deberán ir equipadas con dispositivos para eliminar el exceso de carbono del syngas, canalizándolo a instalaciones de almacenamiento para poder enterrarlo luego en silos subterráneos herméticos, como pueden ser yacimientos agotados de petróleo o minas de carbón desiertas. Sólo cuando el carbono se entierre de esta manera podremos considerar el carbón como una fuente de energía segura o «limpia».36
Unas últimas palabras al respecto: si el mundo se acerca alguna vez un poco más a una economía del hidrógeno, la gasificación del carbón usando las técnicas empleadas en una planta IGCC podría resultar ser un método seguro y práctico para manufacturar hidrógeno aprovechable en las pilas de combustible, siempre que fuera acompañado del secuestro de carbono. De hecho, el carbón podría convertirse en una fuente principal de hidrógeno si se procesara de esta manera, mientras no existiera riesgo para el medio ambiente debido a la liberación de dióxido de carbono y otros productos de desecho.
Además, con el secuestro del carbono, el carbón también podría ser una alternativa al combustible diésel y al gas natural, usando el proceso químico Fischer-Tropsch (F-T), desarrollado por unos científicos alemanes en la década de 1920. Hay algunas empresas, tanto estadounidenses como chinas, que exploran hoy día las versiones actualizadas del proceso F-T para producir combustibles líquidos o syngas a partir del carbón, de modo que ésta también parece ser un área prometedora para las futuras colaboraciones de ambos países.37
Como Estados Unidos y China son los candidatos más evidentes para crear una sociedad constructiva en el terreno de la energía, me he concentrado en los atractivos de un pacto chino-estadounidense. Pero no cabe duda de que hay otras parejas o grupos de competidores que también podrían beneficiarse de una cooperación de este tipo, en especial China y Japón. Estos dos países ya se han enfrentado en disputas por las reservas de gas natural en el mar de la China oriental, y por las de petróleo en Siberia, y es probable que vuelvan a darse encontronazos en el futuro a menos que pueda redirigirse su competencia convirtiéndola en esfuerzos colaboradores.38
Muchos de los proyectos específicos propuestos para una sociedad energética posible entre Estados Unidos y China también tendrían sentido en un pacto chino-japonés. Por ejemplo, ambos países se beneficiarían de proyectos destinados a mejorar la eficacia del combustible para vehículos a motor, y para acelerar el desarrollo de alternativas al petróleo; ambos podrían también contribuir significativamente a la puesta a punto de una economía del hidrógeno, siempre que puedan superarse los obstáculos de ese sistema. Además, hay algunas áreas de colaboración especialmente adecuadas para la cooperación chino-japonesa. Entre ellas se cuenta la introducción de trenes «bala» de alta velocidad, un campo en el que Japón (pero no Estados Unidos) goza de una considerable experiencia, y del que China podría beneficiarse debido a las tremendas distancias de su territorio, su gran población, y su necesidad de hallar una alternativa a la cultura del automóvil.
Como Estados Unidos y China, Japón y China han empezado a ver las ventajas de la colaboración de este tipo. Durante una visita de cuatro días que hizo a Pekín en diciembre de 2007, la primera después de asumir su cargo ese mismo año, el primer ministro japonés Yasuo Fukuda enfatizó la importancia de trabajar juntos para reducir la acumulación en la atmósfera de gases de efecto invernadero. Aunque durante la visita de Fukuda no se firmaron acuerdos específicos al respecto, las dos partes exploraron el potencial que tiene Japón para ayudar a los chinos a construir fábricas que sean más eficaces en su aprovechamiento de la energía, y para reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero.39
También podemos imaginar una batería de acuerdos parecidos en los que participen esos países más India y la Unión Europea. Incluso Rusia, con sus enormes reservas de petróleo y de gas natural, se beneficiaría de participar en sociedades de este tipo. Actualmente, la infraestructura energética rusa se compone en gran parte de sistemas de energía antigua, que son relativamente ineficaces en su consumo de combustibles primarios, sobre todo carbón y gas. Aunque hoy día Rusia disfruta de un elevado índice de crecimiento económico, si sigue consumiendo sus reservas de combustible de forma ineficaz, se arriesga a que tarde o temprano se agoten las más valiosas que posee (contribuyendo además, por supuesto, a la acumulación de gases de efecto invernadero). Dado que otros países están por delante de Rusia en el desarrollo de sistemas de energía nueva, tiene sentido que este país se alíe con uno o más de sus vecinos para aprovechar mejor su legado de recursos naturales.
Las sociedades colaboradoras alterarían fundamentalmente la dinámica del poder del nuevo orden energético internacional, y seguramente crearían una nueva: a medida que los Estados consumidores que actuaran conjuntamente empezaran a reducir su dependencia de los que tienen excedentes energéticos, alterarían a su favor el equilibrio de poder, reduciendo el riesgo global de que se produzcan conflictos. En el caso de Estados Unidos, esto tendría el beneficio añadido de detener el flujo masivo de dólares que debe pagar por el petróleo importado, y reducir el riesgo de que sectores clave de la economía caigan en manos de los petroestados de Oriente Próximo, con el suficiente poder adquisitivo para hacerse con ellos.
Suponiendo que arraigase esta dinámica, muchos de los comportamientos más peligrosos que hemos expuesto en este libro se podrían evitar. Por ejemplo, habría menos necesidad de ofrecer recompensas militares para garantizar el acceso a reservas de petróleo y gas situadas en el extranjero. Una vez que participasen en un esfuerzo conjunto para reducir sus importaciones de petróleo, Estados Unidos y China tendrían menos motivos, al menos en teoría y dejando a un lado otras consideraciones políticas, para competir por la provisión de armas y equipamiento militar a suministradores clave en África, la cuenca del mar Caspio y otros lugares del mundo.
De forma parecida, una sociedad energética entre China y Japón acabaría con sus constantes disputas sobre el campo de gas natural de Chunxiao/Shirakaba, en el mar de la China oriental. Si los dos pudieran concretar su frontera marítima, incluso podrían explotar juntos esta reserva submarina, dividiendo los costes y compartiendo los beneficios. De esta forma podrían abordarse también otras disputas fronterizas marítimas, como la que involucra a China y a sus vecinos con respecto al mar de la China Meridional (que se cree alberga considerables reservas de petróleo y de gas).40
Por último, la adopción de estrategias energéticas comunes en China, Japón, Rusia y Estados Unidos reduciría el impulso a establecer nuevas alianzas militares en Eurasia. Es evidente que esos protobloques tienen otras motivaciones aparte de la energía, pero dado el hecho de que la seguridad de los recursos suele citarse como uno de los principales motivos para formar esas alianzas, el establecimiento de una sociedad energética chino-estadounidense o chino-japonesa eliminaría una justificación importante para su formación.
De ésta y otras maneras, el riesgo de una escalada indeseada de los conflictos iría disminuyendo. Una vez que las grandes potencias estuvieran relacionadas entre sí por medio de una densa red de proyectos energéticos en cooperación (diseñados para fomentar la vitalidad de sus respectivas economías), se sentirían menos tentados a considerar que las actividades adquisitivas de reservas de sus competidores son una amenaza para su propio bienestar. La competencia internacional para el acceso a la reservas de energía no desaparecería por arte de magia aun dándose estas circunstancias, pero al menos se parecería más a la competencia habitual por otros bienes de consumo más comunes, perdiendo así su capacidad para crear hostilidades.
La amortiguación de las fricciones internacionales y los conflictos respecto a fuentes energéticas permitiría también una reducción gradual en las inversiones militares mundiales, y por tanto liberaría unos fondos sustanciales que podrían dedicarse a abordar de forma mundial la amenaza del calentamiento global. Lo cierto es que éste podría ser el resultado más significativo del paso de la confrontación a la cooperación. A medida que se desvaneciera la amenaza de una nueva Guerra Fría y se eliminara la necesidad de una diplomacia cañonera y competitiva, los principales países consumidores de energía podrían redirigir las enormes cantidades que dedican a cuentas militares hacia las iniciativas ecológicas que antes describimos.
La reducción del gasto en actividades militares y la creciente inversión en alternativas energéticas provocaría también una oleada de innovaciones científicas y empresariales, generando las ideas, invenciones y tecnologías de producción que pudieran llevarnos de la Era del Petróleo, que da sus últimos coletazos, a la nueva Era Energética que viene a continuación. En universidades y laboratorios colectivos se están probando hoy numerosas ideas prometedoras, pero sin una inyección ineludible de talento y capital, incluso las mejores no pasarían de ser buenas ideas durante muchos años. Sin embargo, si se produce un nuevo compromiso mundial, los científicos e ingenieros del país aprovecharán sin duda la oportunidad de poner en práctica sus ideas. Mientras que la dependencia actual de Estados Unidos del petróleo importado debilita su economía, la inversión masiva en la innovación energética de este tipo podría inducir un renacimiento económico.
No nos equivoquemos: la fórmula planeta sediento/recursos menguantes es peligrosa. Abordar los desafíos interrelacionados de la competición por los recursos, la carestía energética y el cambio climático será uno de los mayores problemas a los que se enfrenten los seres humanos. Si seguimos extrayendo y consumiendo los recursos vitales del planeta del mismo modo descuidado en que lo hicimos en el pasado, transformaremos el planeta, más temprano que tarde, en un páramo desolado apenas habitable. Y si los líderes de las Grandes Potencias contemporáneas se comportan como los de épocas anteriores —apoyándose en los instrumentos militares para alcanzar sus objetivos primarios—, seremos testigos de una crisis y un conflicto inacabables para intentar conseguir lo que quede de valor en nuestro páramo desierto.
Esto sólo se puede evitar modificando los impulsos competitivos que hoy se dedican a la búsqueda de recursos vitales y canalizándolos en un esfuerzo cooperativo para desarrollar nuevas fuentes de energía y procesos industriales respetuosos con el medio ambiente. Si tiene éxito, una transición así permitiría a los principales países consumidores —los de siempre y los nuevos— enfrentarse al futuro con la confianza de que podrán satisfacer sus necesidades básicas sin recurrir a la guerra o sin provocar una catástrofe ecológica. Éste es el camino que hemos de elegir por amor a nuestros hijos.