Si bien en los últimos años las principales potencias consumidoras de energía se han enzarzado en conflictos relacionados con los recursos —Estados Unidos en Iraq, Rusia en Chechenia (antiguo núcleo de la industria petrolífera soviética)—, también es cierto que han eludido la confrontación directa unos con otros. Los líderes de esos países son muy conscientes del tipo de devastación que podría producir un choque militar, y ninguno tiene ganas de precipitar esa situación. A pesar de todo, y debido a sus políticas, la barrera entre las actividades pacíficas y bélicas se está desmoronando. A medida que aumenta su deseo de obtener un suministro de energía que cada vez mengua más, el potencial de cruzar ese umbral hacia el conflicto armado y, posiblemente, la confrontación de Grandes Potencias, supone uno de los mayores peligros a los que se enfrenta hoy día el planeta.
Las principales potencias se acercan a ese umbral de diversas maneras, entre ellas el envío de armas y servicios de respaldo bélico a los suministradores potenciales de petróleo, la práctica de la «diplomacia de las cañoneras», la adquisición de bases en áreas productoras de petróleo y la formación de bloques militares para defender objetivos geopolíticos. En regiones como el mar Caspio y el Golfo Pérsico, esas diversas actividades parecen alimentarse entre sí, y cada acto militar debilita un poco más el cortafuegos.
Pocos de estos pasos —con la posible excepción de un grupo de combate estadounidense completo que navegó provocativamente por el estrecho de Ormuz haciendo «maniobras militares» justo enfrente de la costa de Irán»— han sido impresionantes tomados uno a uno. Sin embargo, lo más importante es su acumulación, dado que cada uno de ellos contribuye a aumentar los grados ya existentes de sospecha y de hostilidad. Con el tiempo necesario y la acumulación constante de ofensas y actos mezquinos de desprecio militar, incluso un incidente relativamente pequeño podría inducir una reacción en cadena de acciones de ataque y defensa que acabaría en una guerra sin cuartel. Semejante panorama de «escalada no intencionada» no recibe demasiada atención en este momento, pero no por ello es menos peligroso.
El riesgo a largo plazo de esta escalada bélica cada vez es más intenso, dado que los principales importadores y exportadores de energía apelan regularmente a la más peligrosa de las emociones, el nacionalismo, a la hora de expresar sus pretensiones de controlar la administración del flujo energético. Los llamados nacionalistas, una vez que han calado en una población, fomentan casi invariablemente intensas emociones y dan pie a la irracionalidad. Añadamos a esto el hecho de que los líderes de la mayoría de países implicados en la gran carrera energética han llegado a considerar la lucha por los hidrocarburos como un combate «de suma cero», es decir, en el que la ganancia que obtiene un país casi siempre supone una pérdida para otro. La mentalidad de suma cero conduce a una pérdida de la flexibilidad en las situaciones de crisis, mientras que la lente del nacionalismo convierte la búsqueda de fuentes energéticas en una obligación sagrada de los máximos responsables políticos del Gobierno.
Los esfuerzos que hacen los dirigentes de los países rivales para arrebatar los recursos que, según se piensa, pertenecen a otra nación, provocan como es lógico llamaradas nacionalistas como reacción, como sucedió en el Congreso estadounidense durante las escaramuzas por la adquisición de Unocal; igual que Pekín respondió con una furia apenas contenida al ver que Tokio intentaba convencer a Rusia de que enviara el petróleo siberiano a su país y no a China. Los actos preventivos de los líderes decididos a obtener el control sobre todas las fuentes de energía a las que puedan echar mano genera, inevitablemente, mala voluntad, incitando a los que salen perdiendo en estas empresas a elevar la apuesta la próxima vez.
Por supuesto, la relación entre los envíos de armas y la búsqueda de la energía no es nada nuevo. Estados Unidos creó un vínculo de este tipo en 1945, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt tuvo aquella reunión tan decisiva con Ibn Saud a bordo del USS Quincy, y le prometió que le ayudaría a proteger su reino a cambio de disfrutar de un acceso privilegiado al petróleo saudí. Con el tiempo, esto condujo al despliegue de una misión de entrenamiento militar estadounidense a Arabia Saudí, y a la entrega de miles de millones de dólares en munición avanzada, siendo éste un acuerdo que se mantiene vigente.1 Gran Bretaña también proporcionó armas y servicios militares a proveedores clave de energía en la región del Golfo Pérsico, igual que el Gobierno francés hace tiempo que ofrece ayuda militar a los Estados productores de petróleo del África francófona; más recientemente, China ha asumido un papel parecido en Irán y en Asia central. Sin embargo, por lo general estas empresas iban destinadas, en gran medida, a fomentar las relaciones ya existentes entre los países consumidores de energía y las élites militares dominantes en los países productores. Hoy día, forman parte de un sistema de competencia entre las naciones consumidoras para ganarse el favor de los posibles proveedores.2
Los Estados africanos se muestran especialmente susceptibles a este tipo de diplomacia de las armas, porque por lo general carecen de la capacidad de fabricar armas ellos mismos y, en la mayoría de los casos, no pueden permitirse comprar todo lo que buscan en el mercado abierto. Durante la era de la Guerra Fría, los dos superpoderes aprovecharon estas circunstancias para fortalecer sus relaciones con los Estados africanos clave. Con el final de la Guerra Fría, el flujo de armas (exceptuando las armas ligeras usadas en conflictos internos y étnicos) se redujo durante un tiempo. Además, cuando Rusia ya no formaba apenas parte de la ecuación, los Estados africanos obtuvieron la mayoría de sus armas de las principales potencias occidentales.3
En 1996, después de que China adquiriese una participación importante en la producción petrolífera de Sudán, las reglas del juego volvieron a cambiar una vez más. En aquella época, Sudán se enfrentaba a un grave reto de las fuerzas rebeldes del sur (donde está situada la mayor parte de los campos petrolíferos), y necesitaba desesperadamente una nueva inyección de armas para su ejército; cuando las potencias occidentales lo rechazaron, el régimen de Jartum se volvió hacia Pekín, que se mostró mucho más complaciente. Ansiosa por afirmar la seguridad de sus activos petrolíferos recientemente adquiridos en el sur de Sudán, China le proporcionó un amplio arsenal de armas modernas, que se usaron entonces para expulsar a los rebeldes de la zona productora de petróleo en lo que muchos observadores definieron como «una campaña de tierra quemada».4
La venta de armas de China a Sudán alteró espectacularmente el entorno político y militar en África, al menos en la mente de muchos políticos estadounidenses.5 Por primera vez desde el final de la Guerra Fría, un Gobierno importante no occidental competía por obtener la ventaja geopolítica en unos términos más o menos equiparables a los de Estados Unidos; y, para unir el insulto a la injuria, usaba envíos de armas y ayuda militar, una de las tácticas que Estados Unidos utiliza con más frecuencia. No es de extrañar que esto produjera agitación y alarma en Washington, acompañadas de un ardiente llamado a contraatacar de alguna manera; hasta el punto de que Donald M. Payne (diputado republicano por Nueva Jersey) afirmó ser testigo del estallido «en África de una dinámica propia de la Guerra Fría».6
Los indicios de este tipo, de ese «Guerra Friísmo» —por usar la expresión de Payne—, han sido especialmente evidentes en Nigeria, el principal país productor de petróleo del continente africano. Además de todas las ofertas habituales de ayuda económica y de desarrollo, de asistencia médica, de intercambio cultural y demás, Washington y Pekín también han competido ferozmente en la entrega de armas y servicios tecnológicos militares.7
Por parte de los estadounidenses, el motivo para la ayuda relacionada con el ejército se detalla cada año en un documento del Departamento de Estado, la Congressional Budget Justification for Foreign Operations. Según la edición de 2006, «Nigeria es la quinta fuente en importancia de la importación de petróleo estadounidense, y la interrupción del suministro de Nigeria supondría un duro golpe para la estrategia de la seguridad petrolífera estadounidense». Éste es el motivo, afirma el documento, de que Estados Unidos deba ayudar a mejorar las fuerzas de seguridad internas de Nigeria y a proteger sus instalaciones petrolíferas vitales, sobre todo «en la vulnerable región productora de petróleo del delta del Níger».8
Para los años fiscales 2005-2007, esto se tradujo en una propuesta de inversión de 30 millones de dólares en ayuda directa de Estados Unidos a las fuerzas de seguridad nigerianas, junto con otros 50 millones de «ayuda para el desarrollo» destinados a mejorar la situación de seguridad en el delta y en otras zonas problemáticas. Nigeria también fue elegida para ser la receptora de las armas y el equipamiento excedentes de Estados Unidos, incluyendo algunos guardacostas de la Guardia Costera, retirados del servicio, para la protección de las plataformas petrolíferas submarinas.9 Además, Nigeria es un participante clave en los programas multinacionales patrocinados por el Pentágono que funcionan, bajo las directrices de la Guerra Mundial contra el Terror, como vías adicionales para la ayuda militar norteamericana, incluyendo el Programa para Operaciones de Entrenamiento y Asistencia en África, y la Iniciativa Contra el Terrorismo Transahariano.10
No cabe duda de que al personal militar y diplomático estadounidense le gustaría hacer incluso más para mejorar la capacidad militar nigeriana (consiguiendo así que Washington se congraciase más con el Gobierno de Abuja), pero las limitaciones presupuestarias y la competencia de otras prioridades —sobre todo la guerra en Iraq— han puesto algunas trabas en semejantes asignaciones. Esto ha dado a China la oportunidad que necesitaba para ganarse el favor de los nigerianos, al ofrecer incentivos militares propios.
En 2005, cuando las compañías chinas hicieron sus primeras pujas significativas por los activos petrolíferos de Nigeria, Pekín prometió proporcionar a la fuerza aérea nigeriana (seguramente a un precio reducido y con unas condiciones prestatarias privilegiadas) 12 jets de combate F-8IIM, junto con un buen número de patrulleras ligeras para proteger las vías marítimas laberínticas del delta del río Níger.11 Al mismo tiempo, la empresa de municiones china Norimco acordó contribuir a vigorizar la empresa armamentística propiedad del Estado nigeriano, la Defense Industries Corporation of Nigeria.12
Actualmente, es posible que Nigeria sea el epicentro de esta lucha competitiva, pero no es ni de lejos el único país. Los chinos están suministrando armamento moderno a Zimbabue —recibiendo a cambio valiosos minerales (en lugar de petróleo)—, así como armas menos avanzadas a Kenia, Sierra Leona, Tanzania y algunos otros países africanos.13 Entretanto, Estados Unidos ha ido aumentando su ayuda militar a Angola, Guinea Ecuatorial, Etiopía, Kenia, Mali y Uganda.14 Washington y Pekín amplían sus servicios de apoyo militar a los Estados africanos, los cuales incluyen programas de formación, maniobras de combate conjuntas y actividades de participación en inteligencia.15
Si África sigue aún inmersa en una fase temprana en el proceso de militarización de la competición por la energía, la región del mar Caspio nos ofrece un atisbo de qué aspecto tiene el estadio más avanzado… y más peligroso. Aquí, las principales potencias han avanzado más por el camino de la participación militar en lo relativo a la magnitud de las armas enviadas y el grado en el que las fuerzas extranjeras participan en las actividades militares locales.16
Lo que Nigeria es para África lo es Kazajistán para la cuenca del Caspio: el epicentro del tráfico competitivo de armamento. De hecho, las tres potencias enfrentadas en el Caspio —Estados Unidos, Rusia y China— han intentado acceder a las amplias reservas energéticas de Kazajistán, y a los tres se les ha ofrecido una amplia gama de alicientes militares en su búsqueda competitiva. Rusia disfruta de una ventaja natural, en virtud de su proximidad geográfica y al hecho de que una vez Kazajistán formó parte de la URSS (lo cual quiere decir que sus fuerzas armadas, que siguen organizadas según el patrón soviético, conservan firmes vínculos históricos con el ejército ruso). A pesar de todo, los líderes kazajos han potenciado al máximo su espacio de maniobra diplomática abriendo la puerta a ofertas de ayuda militar procedentes de Washington y de Pekín.17
Estados Unidos empezó a ayudar a las fuerzas armadas del país a finales de los años noventa, durante la administración Clinton. Movido por el deseo de fomentar la independencia de Kazajistán respecto de Moscú y su disposición a suministrar petróleo a Occidente, el secretario de Defensa Cohen firmó «un acuerdo de cooperación de defensa» con el caudillo kazajo Nursultan Nazerbayev el 17 de noviembre de 1997, abriendo el camino para diversos tipos de ayuda militar estadounidense.18 Este acuerdo, complementado luego por otros, ha provocado un aumento constante en el flujo de armamento norteamericano y de la consiguiente ayuda al país, junto con una colaboración considerable entre el personal militar estadounidense y el kazajo.19 El Departamento de Defensa también contribuyó a establecer una «brigada de reacción rápida» kazaja para proteger las vulnerables instalaciones petrolíferas del país.20 En total, se previó que la inversión militar estadounidense en Kazajistán alcanzase los 175 millones para los años fiscales de 2005 a 2007.21
Para no quedarse atrás, los rusos se han apresurado a fortalecer sus propias relaciones militares, ya incluidas en el Tratado de Organización Colectiva de Seguridad (CSTO), una especie de OTAN en miniatura compuesta de siete ex repúblicas de la Unión Soviética: Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguizistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán. Como parte de este sistema de defensa mutua, Rusia y Kazajistán se han unido en un sistema integrado de defensa aérea, participan en maniobras militar conjuntas y se consultan a menudo sobre cuestiones de seguridad comunes.22 Todo esto ha sido organizado por Moscú para reafirmar las relaciones entre los ejércitos de los dos países, y para acelerar el flujo de armamento ruso a las fuerzas kazajas.23
Kirguizistán y Uzbekistán disfrutan de una triple bendición militar. Ambos son miembros de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS); ambos se hallan integrados en el sistema de defensa aérea del CSTO, y participan en maniobras militares conjuntas con las tropas rusas; y ambos reciben armas y equipamiento militar rusos. En 2001, por ejemplo, Rusia acordó proporcionar a los uzbekos un envío de armas importante que consistía en avanzados sistemas de artillería, helicópteros y baterías antiaéreas.24 Recientemente, China se ha apuntado a este juego armamentístico, proporcionando sistemas de seguridad interna de acuerdo con la normativa antiterrorista del documento fundacional de la OCS.25
Pero independientemente de lo estrechos que sean los vínculos con Moscú y Pekín, los líderes de Kirguizistán y Uzbekistán —como los de Kazajistán— han usado el gran interés de las administraciones estadounidenses para echar raíces (y bases) en Asia central, una zona rica en energía, como forma de adquirir espacio de maniobra. Washington aprovechó por primera vez este deseo durante la administración Clinton, cuando firmó con ambos países acuerdos de cooperación militar, una relación que adquirió un nuevo vigor después del 11-S, cuando los líderes autocráticos de ambos países acordaron albergar bases logísticas para las fuerzas estadounidenses dedicadas a operaciones contra los talibanes y Al Qaida en Afganistán.26 Como respuesta, la administración Bush proporcionó a Kirguizistán y a Uzbekistán numerosas armas y asistencia relacionada con la seguridad: 305 millones de dólares desde el año fiscal 2004 al 2006.27
Enfrentados a la generosidad norteamericana, los rusos y los chinos no han vacilado, usando las cumbres periódicas de la CSTO y la OCS, las reuniones anuales de los ministros de Defensa de ambas organizaciones, y las maniobras conjuntas de sus fuerzas armadas para defender sus propios intereses militarizados. En cuanto a Uzbekistán, su máxima oportunidad surgió en mayo-junio de 2005, cuando el caudillo uzbeko Islam Karimov aplastó un alzamiento popular en la ciudad oriental de Andijon, dejando a cientos de muertos o heridos. Estados Unidos y otros países condenaron el uso brutal de la fuerza por parte del régimen, mientras que Pekín y Moscú se deshicieron en alabanzas por la decisión de Karimov de mantener el orden interno a toda costa, incitándole así a reafirmar sus vínculos con el CSTO y la OCS, y a exigir la retirada de todas las fuerzas estadounidenses de la base aérea de Khanabad, al sur de Uzbekistán. En noviembre de ese año, Rusia y Uzbekistán firmaron un Tratado de Relaciones Aliadas, que estipulaba las consultas mutuas en materia de defensa en caso de amenaza a cualquiera de los dos países; ese tratado fue seguido, un año después, por maniobras antiterroristas conjuntas ruso-uzbekas.28
De una forma más modesta, este mismo patrón se ha repetido en Kirguizistán. En octubre de 2006, un destacamento de las fuerzas especiales rusas se reunió con tropas de ese país para unas maniobras antiterroristas al sur de Kirguizistán; según el ministro de Defensa ruso Sergei Ivanov, se trataba de una demostración de que los Estados miembros del CSTO «pueden unir eficazmente sus fuerzas para enfrentarse al terrorismo y al extremismo».29 Ivanov también aprovechó la ocasión para solicitar un aumento de la ayuda militar rusa a Kirguizistán.30
Enfrentándose a la pérdida de una base militar y a la decadencia de su influencia en Uzbekistán, la administración Bush se apresuró a fortalecer sus vínculos con Azerbaiyán, ofreciendo una mayor asistencia en materia de seguridad a sus fuerzas armadas: en torno a 147 millones desde los años fiscales 2005 a 2007.31 Washington también empezó a usar ese país como trampolín para adquirir una mayor presencia en la región por medio de la «Guardia del Caspio», un plan de 100 millones para obtener «un espacio aéreo y marítimo y un régimen de control fronterizo integrados» para la zona del mar Caspio que, por supuesto, funcionaría bajo supervisión estadounidense.32 Al principio, Estados Unidos dio a Azerbaiyán algunas patrulleras remodeladas, junto con un centro de mando marítimo para monitorizar el tráfico en el mar Caspio.33 El proyecto acabó extendiéndose a Kazajistán, después de que sus máximos dirigentes firmaran una «asociación estratégica» con Azerbaiyán, convirtiéndolo en candidato para recibir ayuda armamentístico adicional de Estados Unidos.34
En un ejemplo típico de la rapidez con que los máximos participantes en esta región han reaccionado a las iniciativas de sus competidores, en enero de 2006 Rusia propuso su propia versión de la Guardia del Caspio: la Fuerza de Actuación Rápida del Caspio, o CASFOR. El plan ruso se desveló durante una visita del ministro de Defensa Ivanov a Bakú, la capital de Azerbaiyán. Tal y como él señaló, la CASFOR será «un grupo naval de interacción en tiempo real» compuesto por tropas de los cinco Estados del Caspio: Azerbaiyán, Irán, Kazajistán, Rusia y Turkmenistán, que estará destinada a combatir el tráfico de drogas y de armas y el terrorismo de la zona.35 Aunque no quería sacrificar sus vínculos estrechos con Washington, el presidente azerbaiyaní Ilham Aliyev se sintió inclinado, según los analistas locales, a aceptar algunas de las multiformes ofertas rusas para fomentar su posición negociadora.37
Esta lucha tripartita por la ventaja geopolítica está militarizando la cuenca del Caspio, inundando la región de armas tecnológicamente avanzadas y de un número cada vez mayor de asesores militares, instructores, técnicos y personal de apoyo de combate. Aunque a menudo se utilizan como recompensa por la cooperación regional, esos programas —da igual qué potencia extranjera los patrocine— fomentan las sospechas y rivalidades tradicionales que hace mucho tiempo que atormentan a esta región. Las Grandes Potencias no sólo añaden leña a posibles hogueras futuras, sino que también aumentan el riesgo de verse atrapadas en cualquier conflagración.
En la zona del Golfo Pérsico también ha estallado una renovada competición armamentística, que tiene implicaciones igual de peligrosas. La región ya fue un punto neurálgico de la rivalidad entre las superpotencias durante la era de la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y Rusia ofrecían algunas de sus municiones más avanzadas en una lucha constante para ganarse o retener la lealtad de los Gobiernos locales.38 Sin embargo, tras el colapso de la Unión Soviética, las autoridades rusos perdieron el apetito por esas transacciones tan onerosas (que raras veces se acababan de pagar del todo) y, tras la derrota de Iraq en la primera Guerra del Golfo, perdieron también uno de sus clientes más ricos. Como resultado, las ventas militares rusas a la zona del Golfo descendieron sensiblemente durante la era posterior a la Guerra Fría, mientras que Estados Unidos —que seguía disfrutando del respaldo de clientes tan poderosos como Arabia Saudí, Kuwait y los Emiratos Árabes Unidos— no padeció una merma perceptible en el grado de sus envíos de armas.39
El panorama empezó a cambiar nuevamente durante los primeros años del siglo XXI, cuando Moscú intentó restablecer su presencia geopolítica en el Golfo, mientras Irán —inmerso en una lluvia de petrodólares y temiendo un ataque estadounidense— intentaba conseguir toda una batería de armas modernas y modificaciones avanzadas para las municiones que ya había adquirido en el pasado. En 2005, los rusos acordaron proporcionar a los ira-níes sistemas de defensa por misil tierra-aire TOR (equipados con misiles SA-15 Gauntlet), en un negocio cuya cuantía se calculó en 700 millones de dólares. Al mismo tiempo, los rusos acordaron actualizar los aviones que ya habían vendido, como los Su-24, los MiG-24 y los MiG-29, así como los tanques de combate T-72 que ya formaban parte del arsenal iraní. Desde entonces, Moscú ha explorado otras posibilidades de venta de armas, incluyendo la de misiles antiaéreos S-300.40
No hace falta reseñar que Washington ha considerado que estas ventas no sólo son un desafío a su intento de aislar a Irán sino también un peligro potencial para el ejército estadounidense caso de que estallara la guerra entre los dos países. «Nos preocupa mucho la venta de armas de los rusos a países con los que creemos no debería entrar en contacto, como Irán», declaró a la prensa David Kramer, ayudante adjunto del secretario de Defensa para Asuntos Europeos y Euroasiáticos; luego se reunió con los dirigentes de la Unión Europea en Bruselas, en febrero de 2007.41 A pesar de la desaprobación de Washington, los rusos se han negado firmemente a suspender sus ventas de armas a Irán. «No creemos que Irán deba sentirse rodeado de enemigos —declaró Putin en febrero de 2007, después de que los iraníes probasen con éxito el sistema de defensa antiaérea TOR, facilitado por los rusos—. El pueblo iraní y los líderes de ese país deben sentir que tienen algunos amigos en este mundo.»42
Como respuesta a la acumulación de armas de Irán, respaldada por los rusos, y ansiosos por demostrar su fidelidad a sus aliados de siempre en el Golfo Pérsico, Estados Unidos anunció en julio de 2007 una venta importante de armas por iniciativa propia. Este paquete, que según se dice está valorado en unos 20.000 millones de dólares, incluirá, para Arabia Saudí, misiles guiados por satélite, barcos de guerra y mejoras para los aviones, más toda una serie de armas modernas para los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo: Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar.43 Para defender esos envíos propuestos (a los que miembros del Congreso se han opuesto alegando que algún día podrían usarse contra fuerzas israelíes), la administración Bush sostuvo que eran necesarios para contrarrestar la creciente influencia de Irán y de otras fuerzas hostiles en la región. La secretaria de Estado Rice declaró en julio que esas armas contribuirán «a potenciar las fuerzas moderadas y a respaldar una estrategia más amplia para contrarrestar las influencias negativas de Al Qaida, Hezbolá, Siria e Irán».44 El presidente Bush reiteró este tema durante una visita que hizo en enero de 2008 a Arabia Saudí, donde anunció la venta a ese país de 900 misiles guiados por láser.45
Estas transacciones, aunque sólo se hayan realizado en parte, aumentarán el riesgo que padece Irán, y, por tanto, también aumentará la inclinación de Teherán de adquirir armas adicionales de Rusia y, posiblemente, de otros proveedores, entre ellos China. Por supuesto, el resultado será el inicio de una nueva carrera armamentística en el Golfo, con consecuencias imprevisibles pero potencialmente catastróficas. Para empeorar las cosas, sin duda los líderes estadounidenses echarán la culpa a los rusos por incitar el apetito militar iraní, añadiendo más combustible a la desconfianza que ya existe entre Washington y Moscú; si Pekín también aumenta sus ventas de armas a Irán, también quedarán perjudicadas las relaciones entre China y Estados Unidos. Incluso si este patrón de polarización no afecta a los acontecimientos en el Golfo, es probable que incida en las relaciones entre las Grandes Potencias en otras partes del mundo, aumentando el riesgo de que surjan malentendidos y errores de cálculo en momentos de crisis.
Cuando los países poderosos desean indicar su determinación de intentar defender sus intereses frente a los de otras potencias más débiles o impedir que un rival sobrepase ciertos límites, a menudo dan todo un espectáculo en el que colocan fuerzas aéreas, navales o terrestres a tiro del receptor del «mensaje» que desean transmitir. Normalmente, esos movimientos de tropas no van destinados a iniciar hostilidades, aunque eso depende de la amenaza, sino más bien a sugerir la capacidad de emplear una dosis incalculable de fuerza si la potencia que la posee decide tirar por esa vía. Dado que las grandes potencias imperiales a menudo utilizaron en siglos pasados las fuerzas navales para intimidar y someter a los Estados más débiles de Asia, África y Latinoamérica, hoy día la expresión «la diplomacia de las cañoneras» sigue captando la esencia de este fenómeno, a pesar de que el envío manifiesto de bombarderos pesados o de fuerzas expedicionarias de la Marina pueda cumplir el mismo propósito.
El hecho de que la diplomacia de las cañoneras de la variante clásica siga estando tan de moda quedó patente durante la primavera y el verano del año 2007, cuando la administración Bush envió dos portaaviones al Golfo Pérsico, junto con docenas de otros navíos de guerra y cientos de aviones de combate, en un intento descarado de intimidar a Irán. Los dos portaaviones —el USS John C. Stennis y el USS Nimitz— realizaron dos maniobras de combate frente a las costas de Irán (a plena vista de los barcos de guerra iraníes), y navegaron repetidas veces por el estrecho de Ormuz para demostrar la determinación de Washington de controlar las vías marítimas esenciales en la zona. Ambos barcos participaron también en operaciones bélicas de respaldo en Iraq y Afganistán; tan sólo del Stennis despegaron aviones en 790 misiones, que dejaron caer unos 45.000 kilos de bombas sobre los dos países.46
Las fotografías y los vídeos de las operaciones combinadas de mayo de 2007 —operaciones que contaron además con el USS Bonhomme Richard (un barco del tamaño de un portaaviones para helicópteros de combate), el crucero USS Antietam, los destructores armados con misiles USS O’Kane y USS Higgins, así como unos cuantos barcos anfibios de asalto—, muestran la concentración más impresionante de poderío naval presente en estas aguas desde el inicio de la invasión de Iraq en marzo de 2003.47 Oficialmente, sólo se trataba de unas maniobras destinadas a demostrar «la importancia de la capacidad que tienen los grupos de asalto para planificar y realizar operaciones de fuerzas multifunción como parte del compromiso permanente de Estados Unidos para mantener la seguridad marítima y la estabilidad en la región».48 Pero el vicepresidente Cheney, que observó las maniobras desde la cubierta del Nimitz, dejó claro que no se trataba de una operación rutinaria: «Con dos portaaviones en el Golfo, estamos transmitiendo un mensaje claro tanto a nuestros aliados como a nuestros enemigos. Mantendremos abiertas las vías marítimas. Defenderemos a nuestros aliados oponiéndonos a los extremismos y a las amenazas estratégicas… [Y] nos uniremos a otros para evitar que Irán obtenga armas nucleares y controle esta región».49
Más tarde el Stennis y el Nimitz se marcharon del Golfo Pérsico, pero la administración Bush siguió enviando al menos uno, y a veces dos, portaaviones al Golfo como recordatorio constante de su capacidad para lanzar ataques aéreos contra Irán en cuestión de muy poco tiempo. Además, por lo general esos barcos han ido acompañados de otros portahelicópteros de combate, con la capacidad de lanzar ataques puntuales y rápidos por parte de los marines contra instalaciones militares iraníes clave. Aunque este despliegue naval no suele aparecer en las noticias estadounidenses, es claramente visible para los contingentes iraníes aéreos y navales que están pendientes de todos sus movimientos, de modo que representa un tipo de presión psicológica constante sobre el Gobierno de Teherán, añadiendo más fuerza a las amenazas que lanzan periódicamente el vicepresidente Cheney, el presidente Bush y otros personajes importantes de su administración.
Las cañoneras también han sido los emisarios de la intimidación en el mar de la China oriental, a lo largo de una disputada frontera marítima entre China y Japón. Citando directrices contradictorias contenidas en la Convención sobre Leyes del Mar de las Naciones Unidas, Pekín y Tokio han proclamado distintas fronteras marítimas en esta región estratégica. Japón insiste en que la frontera común en el mar está situada en la línea intermedia entre ambos países; China opta por la plataforma continental (que está mucho más cerca de Japón que de China). Por supuesto, entre esas dos líneas contrapuestas se extiende una zona que reclaman ambos países.
Lo que dota de una importancia tan grande a esta disputa fronteriza es la presencia de un enorme yacimiento de gas natural —que los chinos llaman Chunxiao y los japoneses Shirakaba—, que se extiende entre el territorio chino no disputado hasta la zona en conflicto. Pekín ha prometido abstenerse de extraer gas de la zona en litigio, esperando que se resuelva el conflicto; sin embargo, ha insistido en su derecho de perforar en la zona china de la línea intermedia entre ese país y Japón, a pesar de que Tokio responde que esto, inevitablemente, extraerá gas de la zona en disputa. Por su parte, Tokio defiende su derecho de extraer gas de la zona problemática, a pesar de que Pekín insiste en que ese área forma parte de su territorio soberano.
En 2004, cuando las compañías chinas ya buscaban depósitos de gas en lugares adyacentes a la línea intermedia, Japón empezó a explorar la zona, insistiendo en que trabajaba en su propio territorio nacional. No hace falta decir que esto produjo una reacción de ira por parte de Pekín, unida a la demanda que hizo el ministro de Asuntos Exteriores Wang Yi al embajador japonés de que dejaran de operar en la zona. Concretamente, definió el estudio japonés de la zona en litigio como una infracción de la «soberanía» china, un aviso realmente poderoso en medio del contexto histórico asiático.50 Como todo el mundo entendió, Yi sugería que Japón volvía a invadir territorio chino, como lo había hecho en los años treinta con efectos devastadores. Cuando Tokio se negó a detener el estudio topográfico, Pekín actuó con contundencia. A principios de noviembre, envió un submarino a aguas reclamadas por Japón, provocando que la Fuerza Japonesa de Autodefensa Marítima (JMSDF, la Marina japonesa) entrase en alerta máxima por primera vez en cinco años.51 Más tarde los chinos se disculparon por esa acción, insistiendo en que fue un «accidente», pero el mensaje estaba claro: Pekín estaba dispuesto a emplear la fuerza si fuera necesario para defender su derecho a la zona en disputa.52
Aunque se celebraron varias rondas de negociaciones en un esfuerzo por solventar la disputa fronteriza, no se logró un progreso sustancial; a principios de 2005, la China National Offshore Oil Corporation empezó a perforar en el campo de Chunxiao desde un punto situado a cosa de kilómetro y medio de la línea media que defiende Japón. Más o menos en la misma época se produjeron protestas en Pekín y en otras ciudades chinas contra la publicación en Japón de nuevos libros de historia que minimizaban las atrocidades cometidas por los japoneses en China durante la Segunda Guerra Mundial. Poco después, Tokio anunció que permitiría a las compañías japonesas solicitar derechos de extracción en las zonas conflictivas, fundiendo así las antiguas ofensas con una nueva.53 En julio de 2005, Tokio volvió a calentar la situación un poco más concediendo derechos de extracción en la misma zona a Teikoku Oil. Esto suscitó otra protesta de Pekín: «Si Japón persiste en conceder derechos de extracción a compa-ñías para actuar en la zona marítima en disputa, provocará una grave violación del derecho soberano chino».54 En un comentario que apareció en el periódico China Daily, respaldado por el Gobierno, se usó un lenguaje bastante menos diplomático: «Conceder a Teikoku el permiso de realizar prospecciones es un acto que hace inevitable el conflicto entre los dos países, aunque resulta difícil prever qué forma adoptará ese enfrentamiento».55
Ambas partes despejaron rápidamente toda duda sobre la forma que adoptarían sus respuestas inmediatas. A principios de septiembre de 2005, los aviones patrulla de la JMSDF habían comenzado vuelos regulares sobre las plataformas petrolíferas chinas a lo largo de la línea intermedia en disputa donde, antes de poco tiempo, se produjo una visión sin precedentes en estas aguas: la llegada de un escuadrón naval chino de cinco destructores y fragatas equipados con misiles.56 Pekín se apresuró a confirmar la presencia de los barcos: «Ahora puedo confirmar que en el mar de la China oriental se ha establecido una escuadra china de barcos de reserva», anunció el portavoz del Ministerio de Asuntos Exteriores Qin Gang el 29 de septiembre de 2005.57 Al cabo de unos días de su llegada, una de las torretas de uno de los navíos chinos apuntaba a un avión patrulla japonés que hacía una ruta de reconocimiento. Nadie disparó, pero en ese momento se estableció un ominoso precedente para una confrontación futura.58
Posiblemente escarmentados por este incidente, Pekín y Tokio acordaron celebrar una nueva ronda de negociaciones sobre la frontera conflictiva. Éstas comenzaron en enero de 2006, y siguieron una pauta irregular mientras los chinos seguían extrayendo gas de sus plataformas situadas a lo largo de la línea media, vigilados de cerca por las fuerzas navales de su país, y mientras los japoneses anunciaron planes para ampliar su propia fuerza patrullera marítima.59 En octubre de 2006 surgió alguna esperanza para arreglar el asunto en poco tiempo, cuando Shinzo Abe sustituyó a Junichiro Koizumi como primer ministro y, en una visita de Estado a China, rogó dotar de nueva fuerza a las negociaciones.60 Pero Abe dimitió en septiembre de 2007 a causa de un escándalo, antes de que se hubiera hecho ningún progreso.61 Aunque se piensa que su sucesor, Yasuo Fukuda, es más conciliador en los asuntos relativos a China, la disputa sigue sin resolverse y, a medida que ambas partes fortalecen su poderío naval, podemos esperar ser testigos de nuevos ejemplos de «la diplomacia de las cañoneras» en el mar de la China oriental.
La diplomacia de las cañoneras también ha tenido un lugar en las aguas del mar Caspio cuya posesión se disputan Azerbaiyán e Irán. Aunque tres de los Estados del Caspio —Rusia, Azerbaiyán y Kazajistán— han delineado sus fronteras marítimas en la sección norte del mar, Irán y Turkmenistán no se han puesto de acuerdo sobre un régimen legal que determinase los límites en el extremo sur del mar, y cada uno de ellos afirma tener derechos de propiedad sobre unas reservas submarinas que también reclama Azerbaiyán.
Los azerbaiyaníes, por su parte, han concedido acuerdos de repartición de producción a compañías energéticas extranjeras, para que busquen y produzcan hidrocarburos en las zonas en disputa, lo cual ha inducido las protestas predecibles de los otros dos pretendientes. En julio de 2001, Irán, motivado por la ira, dio un paso más cuando uno de los barcos de guerra se acercó a un barco de exploración petrolífera en un campo que explota BP bajo un PSA (acuerdo de producción compartida) que había concedido Azerbaiyán, y le ordenó que abandonase la zona. El barco de exploración obedeció, pero parece ser que Azerbaiyán respondió enviando una patrullera que expulsó de la zona al barco iraní; es posible que también participaran cazas de los dos países.62 (Los azerbaiyaníes y los iraníes ofrecieron versiones contradictorias de lo sucedido.)
Aunque no se han vuelto a producir confrontaciones en la zona, las autoridades estadounidenses y azerbaiyaníes usaron este episodio como una justificación para crear la Guardia del Caspio y para potenciar el respaldo estadounidense de la fuerza naval azerbaiyaní.63 Entretanto, es probable que la flota de CASPOR en el Caspio, competitiva y patrocinada por Rusia, incluya un contingente iraní.64 Como sucede en el mar de la China oriental, el escenario está dispuesto para asistir a versiones más amenazantes de la diplomacia de las cañoneras.
A veces, el despliegue de fuerzas terrestres y de bases militares avanzadas puede tener el mismo efecto que la diplomacia de las cañoneras tradicional, igual que puede tenerlo la negativa a retirarlas, a pesar del compromiso claro de hacerlo. Ha habido unos cuantos ejemplos especialmente alarmantes de esta conducta a principios del siglo XXI, como el envío de tropas estadounidenses y rusas a la cuenca del mar Caspio, sobre todo a Georgia y Kirguizistán. No hay ningún otro punto caliente mundial donde encontremos tan cerca uno de otro a los ejércitos de dos potencias tan grandes, que intentan amilanar al contrario.
Desde el colapso de la Unión Soviética, se han realizado importantes envíos de tropas rusas a la república de Georgia, un país prooccidental que goza de firmes vínculos con Washington, y que preferiría ver cómo los rusos hacen las maletas. Dos de los cuatro contingentes rusos estás destinados a zonas rebeldes y con ansias de secesión de Georgia, Abjazia y Osetia del Sur. Supuestamente cumplen una misión de «mantenimiento de la paz», y oficialmente vigilan un alto el fuego entre las fuerzas separatistas y las tropas gubernamentales georgianas. Sin embargo, Moscú no puede afirmar su neutralidad en estas disputas: en noviembre de 2006, sus autoridades aprobaron tácitamente las declaraciones de los líderes de Abjazia y Osetia del Sur cuando éstos anunciaron su intención de cortar todo vínculo con Georgia y unirse a territorio ruso.65 (Moscú reiteró su amenaza de anexionarse esos territorios en febrero de 2008, como posible represalia contra la admisión occidental de un Kosovo independiente.) En cuanto a los otros dos destacamentos, están situados en bases que antes fueron soviéticas y que nunca se han abandonado, a pesar de las numerosas promesas en contra. En mayo de 2005 Moscú aceptó devolver los dos destacamentos a Rusia como parte de una negociación política con Tiflis, pero en septiembre de 2006 abortó ese proyecto después de que Georgia detuviera a cinco militares rusos acusándolos de espionaje.66
Si bien estas maniobras militarizadas pueden entenderse como parte del esfuerzo constante para obligar a los líderes prooccidentales de Georgia a sentir más respeto hacia Moscú, también deben analizarse a la luz de la lucha geopolítica más amplia entre Rusia y Estados Unidos por el flujo de la energía contenida en la cuenca del Caspio. Tres de los cuatro contingentes rusos están situados a una distancia relativamente corta del oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (BTC), esa tubería de casi 1.700 km que se construyó con una importante financiación estadounidense para transportar petróleo azerbaiyaní (y posiblemente kazajo) desde el mar Caspio al Mediterráneo. Como parte del programa de ayuda estadounidense de 1.000 millones de dólares destinados a Georgia, el Departamento de Defensa ha enviado a más de 100 instructores militares a Tiflis para entrenar a las tropas georgianas en técnicas básicas de combate y para ayudarles a prepararse para asumir la responsabilidad de proteger el oleoducto.67 Aunque es relativamente modesta, la misión militar estadounidense en Georgia representa un reto para Rusia y explica, en parte, la reluctancia por parte de este país para retirar a sus tropas. Mientras esos destacamentos ocupen esa zona, Moscú conservará una capacidad tácita de interrumpir el oleoducto BTC o, de alguna otra manera, frustrar los objetivos estratégicos estadounidenses en la región.
Parece ser que la localización de los contingentes militares estadounidenses y rusos en Kirguizistán se guía por un conjunto de motivos parecidos. En este caso, Estados Unidos fue la primera potencia que adquirió una cabeza de playa en este país durante la era postsoviética. Poco después del 11-S, la administración Bush consiguió el permiso de los líderes kirguizos para establecer un centro logístico en el aeropuerto internacional de Manas, no lejos de la capital, Bishkek; desde entonces, Manas ha funcionado como una base de suministros para las fuerzas estadounidenses y aliadas en Afganistán.68 Es evidente que la presencia de unas instalaciones militares estadounidenses en esta ex república soviética era un desafío demasiado grande para que Moscú lo pasara por alto, de modo que los rusos respondieron forzando a los líderes kirguizos a permitirle adquirir una base militar propia. En diciembre de 2002, bajo los auspicios de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, Kirguizistán acordó albergar una «fuerza de reacción rápida» en la antigua base soviética de Kant, a unos 65 km al este de Bishkek. Aunque algunos militares no rusos se han incorporado a este contingente para guardar las apariencias, pocos observadores lo ven como otra cosa que una expresión de la determinación moscovita de contrarrestar la influencia de Washington.69
La rivalidad geopolítica nacida del establecimiento de una base rusa a tan sólo 20 km de las instalaciones militares estadounidenses en Manas fue sólo el comienzo de esta competencia geopolítica. En octubre de 2003, los líderes rusos han aplicado una presión cada vez mayor sobre los líderes kirguizos para echar a los norteamericanos. En julio de 2005, la Organización de Cooperación de Shanghái, de la que son miembros Rusia y Kirguizistán, solicitó a Estados Unidos que evacuase sus instalaciones militares en Asia central, incluyendo la de Manas.70 Los uzbekos, por su parte, respondieron a esta solicitud exigiendo que los estadounidenses se marchasen de la base aérea de Janabad. Al final, los líderes kirguizos permitieron que los estadounidenses se quedaran, pero sólo después de conseguir un precio de alquiler mucho más elevado por Manas, calculado en unos 150 millones de dólares anuales (75 veces lo que había venido pagando hasta entonces Estados Unidos).71 El presidente kirguizo Kurmanbek Bakiyev pudo entonces aducir una necesidad económica a la vista de la presión rusa y china; aun así, es evidente que la posición estadounidenses en Manas no sobrevivirá a la lucha en Afganistán. Entretanto, Moscú ha propuesto el establecimiento de una segunda base rusa de la CSTO en Kirguizistán.72
Por tanto, y en todos los campos, las apuestas están por las nubes. Ni Moscú ni Washington cederán terreno voluntariamente sobre el tema de las bases en la región del mar Caspio, de modo que es probable que los contingentes de tropas estadounidenses y rusas sigan viviendo en una proximidad relativamente estrecha, en lo que podría calificarse como equivalente político de una zona sísmica activa. Uno de los grandes peligros es que esos contingentes se encuentren en bandos opuestos de una guerra civil en curso o de un conflicto étnico, de la que no puedan librarse. Precisamente es en esas circunstancias tan impredecibles cuando puede ponerse en marcha una escalada militar que nadie desea.
Los envíos competitivos de armas y la diplomacia de las cañoneras son especialmente preocupantes, porque se asocian con la aparición de incipientes alianzas militares en Eurasia. Estos sistemas no son todavía bloques realmente militares como la OTAN o el antiguo Pacto de Varsovia, sino «protobloques» que, a pesar de ello, adoptan un carácter marcadamente geopolítico, con un fuerte énfasis en el Golfo Pérsico, la cuenca del mar Caspio y el Pacífico occidental. Aunque tienen diversas funciones, estos protobloques cada vez se han centrado más en la «seguridad energética», en esfuerzos intensos para garantizar la producción, el transporte y la distribución seguras e ininterrumpidas de los recursos energéticos necesarios, y lo han hecho como parte esencial de sus identidades.
En los últimos años han surgido dos protobloques. Uno, de carácter decididamente antiestadounidense, lo componen China, Rusia y los miembros de Asia central de la Organización de Cooperación de Shanghái; el otro, con unos miembros antichinos, se centra en torno a Estados Unidos y Japón, pero incluye también Australia, Corea del Sur y otros países que los respaldan. Por rudimentarios que sean, esos bloques fomentan la polarización internacional, y potencialmente pueden limitar la maniobrabilidad de los líderes naciones en el caso de que surja una crisis importante.
Estos dos protobloques crecieron a partir de una asociación esencial de dos potencias clave, China y Rusia por un lado, y Japón y Estados Unidos por el otro. De los dos, la relación Estados Unidos-Japón es la más fuerte. Si bien estos dos países aún no han creado nada equivalente a la OCS, la mayoría de los países aliados con ella en Asia disfrutan de vínculos de seguridad oficiales con Estados Unidos, albergan bases estadounidenses y han cooperado con ese país en combates bélicos del pasado.
La asociación chino-rusa, por el contrario, tiene una historia francamente enrevesada. Las dos potencias comunistas fueron aliados estrechos en los primeros años de la Guerra Fría, pero luego se convirtieron en acérrimos adversarios a finales de la década de 1960, cuando chocaron debido a diferencias ideológicas y se enfrentaron en una serie de escaramuzas fronterizas a gran escala. El presidente Richard Nixon y su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger, intentaron explotar ese cisma incluso antes de que acabase la guerra de Vietnam, estableciendo vínculos diplomáticos con Pekín y usando la «tarjeta china» (como se llamaba en aquella época) para intentar aislar a Moscú diplomáticamente, y alterar la «correlación de fuerzas» a favor de Estados Unidos.
Tras el colapso de la URSS, los rusos y los chinos descubrieron que su temor al estatus de «superpoder único» del que disfrutaba Estados Unidos superaba con creces las sospechas que albergaban unos por otros, de modo que empezaron a maniobrar para intentar un acercamiento de sus países.73 El ansia de los chinos por echar mano de las vastas reservas energéticas rusas, para respaldar su economía en pleno auge, aceleró el proceso. Tras algunas reuniones preliminares entre los máximos responsables políticos, los presidentes Jian Zemin de China y Vladimir Putin de Rusia firmaron un «tratado de amistad y colaboración» el 16 de julio de 2001, comprometiéndose a prestarse una intensa colaboración en los esfuerzos para contener el poderío estadounidense en Eurasia.74
Un resultado temprano de esta asociación restaurada fue un aumento en la venta de armas rusas a China, y una ampliación de las relaciones militares entre ambos países. Desde el año 2000, los chinos han comprado armas de alta tecnología rusa por importe de muchos miles de millones de dólares, incluyendo birreactores de combate Su-27, cazabombarderos Su-30, destructores Clase Sovremenny, submarinos Clase Kilo y toda una gama de misiles modernos.75 Aunque no son tan sofisticadas como las municiones más modernas de los arsenales estadounidense y japonés, los analistas norteamericanos consideran que estas armas rusas «potencian la capacidad de proyección [china] en Asia», y por tanto «su capacidad de influir en los acontecimientos por toda la región».76 En una expresión más de la colaboración militar chino-rusa, los dos países acordaron, a finales de 2004, realizar maniobras militares conjuntas por primera vez en cincuenta años. Estas maniobras, bautizadas como «Misión de la Paz 2005», se realizaron en la península china de Sandong, y en ellas participaron unos 10.000 efectivos militares chinos y rusos.77
Hay dos preocupaciones que han dominado la atención de los políticos chinos y rusos: la firmeza creciente de Estados Unidos en Eurasia, y la también creciente necesidad china de petróleo y de gas natural. Inmediatamente después del 11-S, Pekín y Moscú accedieron a las peticiones estadounidenses de ayuda para combatir a los talibanes en Afganistán, sin presentar ninguna objeción al establecimiento de lo que se consideraron bases estadounidenses temporales en Kirguizistán y Uzbekistán. Una vez que quedó claro que el ejército norteamericano tenía intenciones de quedarse en Asia central, hubiera guerra contra el terrorismo o no, los líderes chinos y rusos empezaron a pedir la retirada de las fuerzas estadounidenses.78 Aunque han tenido cuidado de no mencionar por su nombre a Estados Unidos, han respaldado una serie de afirmaciones que condenaban el uso agresivo del poderío militar fuera de los límites de la ley internacional. En la expresión más notable de este punto de vista, los presidentes Hu y Putin firmaron en Moscú una «Declaración sobre el Orden Mundial en el siglo XXI», el 1 de julio de 2005, en la cual denunciaban a determinado país —al que no se nombraba— por socavar la seguridad mundial al perseguir descaradamente sus «aspiraciones al monopolio y a la dominación de los asuntos internacionales».79
La energía, la seguridad nacional y el antiamericanismo son también los elementos cohesivos de la Organización de Cooperación de Shanghái, que se formó en China en abril de 1996 bajo nombre de «Los Cinco de Shanghái», un grupo coordinador formado por diplomáticos de China, Rusia, Kazajistán, Kirguizistán y Tayikistán, con el propósito de resolver las disputas fronterizas y fomentar la colaboración en la erradicación del extremismo islámico y los movimientos separatistas étnicos.80 Optimistas al ver un comienzo tan prometedor, Pekín y Moscú empezaron a promover una agenda más ambiciosa para aquel organismo naciente. Por incitación de China, se invitó a Uzbekistán a unirse a aquel grupo y, en junio de 2001, el organismo originario se convirtió en la OCS y se le concedió un pequeño secretariado en Pekín.81
La organización sigue cargando las tintas sobre las actividades de contrainsurgencia y antiterroristas. Ha establecido un centro regional antiterrorista en Bishkek, Kirguizistán, y ha realizado cierto número de ejercicios antiterroristas conjuntos.82 Pero también ha abordado asuntos más amplios de seguridad internacional, sobre todo al declarar su oposición a cualquier uso de la fuerza no permitido por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y al condenar los planes de Washington para construir un sistema de defensa por misiles en el Pacífico occidental.83 A medida que la organización ha ido aumentando la confianza en sí misma, sus líderes han subrayado con mayor firmeza su deseo de excluir a los países no miembros de la participación militar directa en el área, incluyendo la petición del año 2005 a Estados Unidos para que abandonase sus bases en Kirguizistán y Uzbekistán.84
Recientemente, la organización ha adoptado un carácter más marcadamente militar. Tras una cumbre de la OCS en agosto de 2007, celebrada en Bishkek, tropas de los seis Estados miembros participaron en unas maniobras de combate multinacionales bautizadas como «Misión de Paz 2007». Estas maniobras, realizadas en zonas remotas de China y Rusia, contaron con la participación de 6.000 soldados (incluyendo 2.000 rusos y 1.700 chinos), y fueron presenciadas por los máximos responsables políticos de todos los países involucrados. En las declaraciones expuestas durante la cumbre, los presidentes Putin y Hu enfatizaron la importancia de que sean las potencias locales las que garanticen la seguridad regional y, por inferencia, la pertinencia de excluir a las potencias extranjeras, como Estados Unidos. «Las naciones de la OCS entienden claramente las amenazas a las que se enfrenta la región, y por tanto deben garantizar su propia seguridad», declaró Hu.85
La cooperación en el terreno de la energía también es un punto central. A partir de las noticias públicas sobre sus actividades, parece que la OCS sirve como un foro en el que los líderes nacionales pueden alcanzar acuerdos sobre tratos importantes relativos a la energía y trazar medidas logísticas necesarias para ponerlos en práctica.86 Dado el énfasis que pone la organización en la seguridad nacional y en la amenaza de la violencia extremista, podemos dar por hecho que los ministros de Defensa e Interior de los países miembros de la OCS dedican cada vez más atención a la protección de los gasoductos y oleoductos que empiezan a extenderse por las estepas de Asia central.87
Las consideraciones sobre la seguridad y la energía también impulsan al segundo protobloque en Eurasia, que en gran medida se ha visto motivado por la preocupación respecto al auge de China y a la posibilidad de que su creciente vigor económico pueda amenazar la prosperidad de potencias industriales más antiguas pero menos lozanas.88 En el ámbito de la seguridad detectamos un miedo añadido: que el rápido crecimiento de China en un mundo sumido en la intensa competencia por los recursos energéticos impulse a ese país a potenciar su fuerza militar mucho más que ahora.89
Desde los años noventa, los estrategas estadounidenses han intentado contrarrestar el auge chino y limitar su influencia regional. El proyecto público originario para esa estrategia de «contención» post-Guerra Fría puede hallarse en un artículo que escribió Condoleezza Rice para la prestigiosa revista Foreign Affairs en enero de 2000, justo antes de convertirse en la asesora de seguridad nacional de George W. Bush. En ese artículo, manifestando que Pekín intenta «alterar el equilibrio de poder en Asia a su favor», Rice afirmaba que hay que considerar a China como un «competidor estratégico», no un «socio estratégico» (el término descriptivo que había venido usando la administración Clinton). Dada esta evaluación, proseguía diciendo, «Estados Unidos debe intensificar su cooperación con Japón y Corea del Sur y mantener su compromiso con la sólida presencia militar en la región». Además, «debe prestar más atención al papel de India en el equilibrio regional».90
Según parece, Rice hizo de este proyecto su máxima prioridad durante los primeros meses en que desempeñó su cargo como asesora de seguridad nacional antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001. En concreto, ella (y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld) siguieron presionando con sus planes para la construcción de un sistema de defensa a base de misiles en Asia, que uniera los sistemas avanzados de defensa antimisil que el Pentágono procuraba vender a Japón, Corea del Sur y Taiwán con las propias fuerzas estadounidenses; éste sería un sistema que, oficialmente, iría destinado a protegerse de los misiles que pudiera lanzar Corea del Norte en el futuro, pero que está claro que también tenía en mente a los chinos.91 Entonces llegó el 11-S, y la atención de Rice —como la de todos los máximos responsables políticos— se centró en gran medida en la Guerra contra el Terror que lanzó el presidente, el conflicto en Afganistán y, al final, la invasión y ocupación de Iraq. Totalmente ocupada en estos asuntos, al principio la administración Bush creyó conveniente reducir las críticas contra China y buscar la ayuda de Pekín en su campaña recién iniciada contra los extremistas islámicos en Asia central y en Oriente Próximo.
A principios de 2005, a pesar de que la guerra de Iraq ocupaba incesantemente la atención de la Administración, ésta hizo algunos intentos para volver a concentrarse en la prioridad de contener a los chinos. La primera señal de este cambio se produjo en febrero, durante una reunión del Comité Asesor de Seguridad Japón-Estados Unidos, un organismo de alto nivel compuesto por los cargos superiores de ambos países. Todos los presentes, incluyendo a la secretaria de Estado Rice y al secretario de Defensa Rumsfeld, respaldaron un documento comunitario que solicitaba un aumento de la cooperación militar de ambos países, precisamente el tipo de maniobra que ya se preveía en el proyecto de Rice de 2000.92 Esto, por sí solo, bastó para alarmar a los chinos, que aún se enfurecieron más debido al llamado que hacía el documento para unir los esfuerzos estadounidenses y japoneses para «fomentar la resolución pacífica de las cuestiones relativas a los estrechos de Taiwán por medio del diálogo», una admisión tácita del estatus cuasi-independiente de Taiwán y un intento de involucrar a Japón —el ex gobernador colonial de la isla— en el futuro de Taiwán. «[China] se opone resueltamente a Estados Unidos y a Japón a la hora de emitir un documento bilateral relativo a Taiwán, territorio chino, lo cual interfiere en los asuntos internos de nuestro país y perjudica nuestra soberanía», se dice que afirmó un máximo dirigente chino.93
En su siguiente reunión, en octubre de 2005, el comité acordó ampliar aún más los vínculos militares entre Estados Unidos y Japón.94 Esto conduciría, el 1 de mayo de 2006, a la firma de un documento oficial que introducía estas nuevas medidas, reunión donde volvieron a estar presentes los secretarios Rice y Rumsfeld. El documento «La alianza Estados Unidos-Japón: transformación y realineación para el futuro», se centraba en gran medida en el cambio de emplazamiento de algunas instalaciones militares estadounidenses en Okinawa y en otros puntos de Japón a la isla de Guam, controlada por los norteamericanos, o en lugares menos poblados del propio Japón, en un intento por reducir la oposición japonesa local a la presencia de contingentes estadounidenses. Sin embargo, el documento también se centraba en aumentar la cooperación binacional en la defensa por misiles balísticos y las actividades de apoyo al combate.95 Todo esto quedaba reafirmado por el compromiso mutuo de Estados Unidos y Japón de cooperar con mayor eficacia al abordar «las circunstancias en las zonas que rodean Japón». En los textos públicos no se detallaba qué significaba exactamente esto, pero sin duda los líderes chinos llegaron a la conclusión de que el objetivo último de esta colaboración era la contención de China.96 Por supuesto, estos acuerdos entre Estados Unidos y Japón tuvieron lugar frente al telón de fondo del músculo naval chino que se iba flexionando en áreas con reservas energéticas en disputa situadas en el mar de la China oriental y en el mar de la China meridional. Además, en julio de 2005, el Departamento de Defensa emitió su informe anual sobre The Military Power of the People’s Republic of China, donde comentaba que la búsqueda incesante de energía por parte de los chinos «desempeñaba un papel en el recrudecimiento de las tensiones chino-japonesas por el disputado mar de la China oriental».97
Como Japón seguirá dependiendo de Estados Unidos para su defensa nuclear, seguirá siendo el principal aliado de ese país en Asia. Pero Rice y sus colegas han trabajado para ampliar la alianza esencial entre Estados Unidos y Japón de forma que describa un arco que rodee a China, incorporando a otras potencias «amigas».
En el extremo norte de este arco, los estrategas estadounidenses han intentado con ahínco ampliar la sociedad entre los dos países para incluir a Corea del Sur. En un testimonio prestado ante el Comité Senatorial de los Servicios Armados en marzo de 2006, el dirigente del Mando Estadounidense del Pacífico, el almirante William Fallon (que luego sería nombrado jefe del Mando Central) comentó que aunque trabajaba para fortalecer los vínculos militares bilaterales entre Estados Unidos, Japón y Corea del Sur, «también esperamos fomentar la cooperación trilateral entre la República de Corea, Japón y Estados Unidos». Él sostuvo que esa colaboración era necesaria para abordar una serie de amenazas regionales diversas, incluyendo los programas armamentísticos de Corea del Norte, el terrorismo y la modernización bélica de China.98 Fallon y otros dirigentes estadounidenses saben que los coreanos del sur miran con recelo una asociación militar estrecha con Japón, dada la brutal ocupación de la península de Corea llevada a cabo por Japón entre 1940 y 1945; a pesar de todo, pretenden fomentar esos vínculos bajo la pátina del «tripartidismo», y también ofreciendo «incentivos» como la participación en los sistemas avanzados de defensa por misiles proporcionados por Estados Unidos.
Siguiendo el arco hacia el sur, la Administración se ha dedicado a fondo a incorporar a Australia en este incipiente protobloque, a pesar de los vínculos económicos cada vez más intensos que este país mantiene con China. Durante una visita que realizó en marzo de 2006 a Sidney para un «Diálogo Estratégico Trilateral», donde participaron los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Australia y Japón, la secretaria de Estado Rice advirtió sobre el peligro que planteaba el creciente poderío militar chino. Antes de partir para Australia, declaró a la prensa que esa potenciación militar de China se había convertido en una «fuerza negativa» en la región, y que las negociaciones trilaterales deberían concentrarse en cómo abordar mejor ese asunto.99 Mientras estaba en el continente, invitó a Australia a unirse a los otros dos países para contrarrestar ese peligro. En febrero de 2007, el vicepresidente Cheney visitó Tokio y luego Sidney para realizar consultas100 y, dos semanas después, el primer ministro australiano John Howard firmó un acuerdo de seguridad conjunto con su contrapartida japonesa, Shinzo Abe, durante una elaborada ceremonia celebrada en Tokio.101
En su forma actual, este acuerdo australiano-japonés se queda corto y no llega a ser un pacto de defensa mutua; no exige que ninguna de ambas partes acuda en ayuda de la otra en caso de guerra (como sí lo exige el Tratado de Seguridad Estados Unidos-Japón). A pesar de todo, abrió el camino para una formación militar conjunta, maniobras en las que participan soldados de ambos países, la puesta en común de información sobre inteligencia y otras formas de colaboración militar.102 Ambas partes consideraron este documento como una maniobra para facilitar su integración en la protoalianza que está organizando Washington.103 «Creo que es justo decir que Japón, Estados Unidos y Australia son las tres grandes democracias del Pacífico, y consideramos esas relaciones por su mérito propio, además de encuadrarlas en el contexto del impacto que tienen sobre toda la región», declaró Howard en aquel momento.104 Pero no todos los australianos parecen compartir su entusiasmo por participar en los esfuerzos liderados por Estados Unidos para «contener» a China: en las elecciones parlamentarias de noviembre de 2007, Howard perdió su puesto frente al líder de la oposición, Kevin Rudd, que prometió adoptar una postura más imparcial en la zona.
La administración Bush también intentó involucrar a Indonesia en estas disposiciones de seguridad en pleno desarrollo. Así, en el viaje que realizó en 2006 a Australia, la secretaria Rice se detuvo en Yakarta para proponer una «sociedad estratégica» entre Estados Unidos e Indonesia. Rice, alabando los esfuerzos de Yakarta para modernizar sus fuerzas armadas —que durante mucho tiempo los defensores de los derechos humanos criticaron por sus sistemáticas pautas de abuso—, declaró que «un ejército indonesio reformado y eficiente beneficia a todos los habitantes de la región, porque las amenazas contra nuestra seguridad comunitaria no han desaparecido».105 Aunque empleó un lenguaje vago en cuanto a la naturaleza de tales amenazas, los observadores suponen que se refería al creciente poder de China.106 Muchos analistas piensan que la inquietud generada por el creciente poder de China es también el catalizador para impulsar las relaciones militares entre Estados Unidos y Vietnam, que en otro tiempo fuera un poderoso adversario de Estados Unidos y más tarde de China. Durante una visita que realizó a Hanoi en junio de 2006, el secretario de Defensa Rumsfeld se reunió con los máximos líderes militares vietnamitas y anunció que ambos países habían acordado aumentar «sus relaciones en todas las facetas de lo militar».107
Por último, se proyectó un acuerdo nuclear entre Estados Unidos e India que, si ambos países lo ratifican, permitiría que Estados Unidos enviase tecnología y materiales nucleares a India a cambio de su decisión de abrir sus reactores civiles a la inspección internacional. Aunque este acuerdo se centra especialmente en la cooperación nuclear, el presidente Bush lo describió como parte de una «colaboración estratégica» más amplia con India, que conllevaría la cooperación en muchas áreas de interés mutuo, incluyendo la seguridad regional y la producción de energía.108 Si examinamos de cerca el anuncio de Bush, nos recordará inevitablemente la propuesta que hizo Rice en Foreign Affairs para incorporar a India en un amplio sistema de alianzas antichinas.109 Los defensores del pacto nuclear en Washington han sostenido que esto fomentará los vínculos en materia de seguridad entre Estados Unidos e India, y dotará a este segundo país de una mejor tesitura para «contrarrestar» la influencia china en la región.110
A pesar de estos esfuerzos, Australia, India, Indonesia y Vietnam no se han comprometido a unirse a Estados Unidos y a Japón en un sistema de alianzas explícitamente antichino, igual que no todos los miembros de la OCS han aceptado una postura definidamente antinorteamericana. Por el contrario, en los últimos años India y China han hecho grandes esfuerzos para enterrar sus conflictos pasados y cooperar en la búsqueda de recursos energéticos extranjeros. Ha habido otros países dentro de estos protobloques que han manifestado una considerable flexibilidad para maniobrar entre las grandes e imponentes potencias mundiales. A pesar de todo, la tendencia hacia una mayor polarización en Asia oriental y sur es evidente, a medida que los Estados euroasiáticos más débiles están sometidos a presión para que se pongan de parte de uno de los dos bloques incipientes.
La solidificación de estos sistemas no se traduciría automáticamente en un aumento del riesgo de que estalle una guerra. Todos estos esfuerzos podrían producir una especie de equilibrio, en el que la fortaleza de cada bando podría mitigar la posibilidad de una crisis. Sin embargo, la historia sugiere que las alianzas militares de este tipo tienden a agravar las tensiones y las sospechas, haciendo que cualquier pequeño incidente tenga el potencial de convertirse en catalizador de algo mucho más peligroso.
La acumulación de ofensas y resentimientos entre las Grandes Potencias que nace de la búsqueda competitiva de la energía aún no ha llegado al punto en que sea probable una confrontación violenta entre un par determinado de participantes. Por resentidos que estén los perdedores de las competiciones energéticas recientes —los chinos en el asunto Unocal o los británicos después de la pérdida por parte de la Royal Dutch Shell de su participación mayoritaria en Sakhalin-2—, ninguno ha manifestado la inclinación de alterar el resultado por medio de una amenaza armada, y mucho menos el combate. A pesar de todo, la refundición de dos tendencias clave —el auge del nacionalismo energético y la mala voluntad acumulada entre los protobloques chino-ruso y estadounidense-japonés— debe interpretarse como un indicio de peligro para el futuro. Cada uno de estos fenómenos puede tener sus propias raíces, pero el modo en que empiezan a combinarse en las luchas competitivas por las áreas primarias productoras de energía en la cuenca del mar Caspio, el Golfo Pérsico y el mar de la China oriental resulta inquietante. Las luchas por los recursos en esas áreas se contemplan cada vez más no sólo a través de la lente del nacionalismo, sino también como parte de una competición más intensa por los intereses geopolíticos esenciales.
Por último, existe el aspecto de suma cero de las principales disputas sobre la energía. Si el suministro de recursos vitales se considerara infinito, es improbable que esas áreas potencialmente conflictivas conduzcan a una crisis desatada que acabe en una guerra. Pero es casi seguro que las reservas mundiales de petróleo, gas natural y uranio se irán reduciendo a largo plazo. Aquí es donde la «fuerza de la desesperación» se convierte en algo que tener muy en cuenta: podemos argüir, en abstracto, que las reservas mundiales de energía seguirán satisfaciendo las necesidades futuras, pero si los líderes nacionales temen la pérdida de un campo importante frente a un país rival y están convencidos de que los suministros mundiales de energía son insuficientes en una era «de petróleo difícil», pueden actuar de forma irracional y ordenar una exhibición de fuerza brutal, poniendo en marcha una cadena de acontecimientos cuyo curso último es posible que nadie pudiera controlar.
La Crisis de los Misiles Cubanos de 1962, y otros acontecimientos más recientes, han dado a los líderes nacionales cierta experiencia para administrar unas confrontaciones tan peligrosas en sí mismas. Pero nadie, recientemente, ha tenido que enfrentarse a un mundo plagado de potencias agresivas que compiten entre ellas por unos recursos cada vez más escasos y valiosos y a escala mundial, a menudo en regiones que son inestables de por sí y que ya están al borde del conflicto. Para prevenir que una lucha compleja de este tipo se convierta en una matanza inimaginable hace falta, como mínimo, mantener la cabeza fría; hacerlo cuando las circunstancias empiezan a deteriorarse puede exceder la capacidad incluso de los líderes más lúcidos y competentes.