En África y en la región del mar Caspio, Estados Unidos sigue practicando una ofensiva en la lucha mundial por depósitos valiosos de recursos energéticos, pero hay una región crítica, la cuenca del Golfo Pérsico, donde se encuentra a la defensiva, intentando conservar su posición dominante y restringir el acceso a las potencias competidoras. Hace mucho tiempo que Estados Unidos tiene la intención de ostentar el control último sobre esta zona vital, que encierra dos tercios de las reservas mundiales de petróleo conocidas. La presencia económica y militar estadounidense en el Golfo es tan amplia que algunos observadores la han descrito como «un lago norteamericano».1 Aun así, el atractivo magnético de la energía contenida en el Golfo Pérsico es demasiado poderoso como para que otras naciones consumidoras importantes se resistan a él; y muchas de ellas, incluyendo China, India y Japón, buscan maneras de ampliar su presencia en esa zona. Rusia también pretende ampliar su influencia política y económica en el Golfo, añadiendo una nueva serie de retos a los políticos estadounidenses.
Por supuesto, los otros países podrían eludir la confrontación con Estados Unidos mediante el simple recurso de adquirir la energía que necesitan en el mercado abierto, dejando ahí las cosas. Es lo que hacen muchos. Pero el Golfo ejerce una poderosa atracción. Dada la magnitud del porcentaje de petróleo y gas del mundo que se origina en ese lugar, algunos países han procurado ejercer cierto grado de control sobre la producción y exportación de los suministros petroleros de la región. Aunque la mayor par-te de los Gobiernos locales del Golfo han sido renuentes a ceder la propiedad de sus recursos —por lo general los nacionalizaron en los años setenta—, a pesar de todo están ansiosos por acceder a las capacidades técnicas y financieras de las compañías extranjeras, de modo que, de una u otra manera, se han mostrado dispuestos a permitir que los extranjeros participen en la extracción de las reservas vírgenes.
Irónicamente, fue precisamente para huir de la inestabilidad crónica del Golfo por la que muchos países quisieron «diversificar» sus fuentes de crudo en los años noventa, aumentando su dependencia de los suministros procedentes de la cuenca del mar Caspio y de África. Sin embargo, en definitiva, no hay ninguna otra región productora de petróleo que pueda compensar la tremenda abundancia de las reservas del Golfo Pérsico, de modo que todos los clientes que pretenden diversificar sus fuentes han tenido que regresar al final al Golfo en busca de contratos de suministro a largo plazo. Además, es evidente que la zona del Golfo será incluso más crucial para el suministro energético mundial en el futuro, cuando otras regiones productoras alcancen su cota máxima de producción y luego entren en decadencia.
Según los datos más recientes de BP, el Golfo Pérsico posee aproximadamente 737.000 millones de barriles de reservas petrolíferas demostrables, lo cual representa en torno al 61 por ciento de las existencias mundiales conocidas. Compárese con el 12 por ciento de Europa y de la ex Unión Soviética, el 10 por ciento de África, el 9 por ciento de Sudamérica y Centroamérica, el 5 por ciento de Norteamérica, y el 3 por ciento de Asia oriental y suroriental; esto explica sin lugar a dudas la constante importancia geopolítica del Golfo.2
Además de esto, dentro de este área limitada las reservas de hidrocarburos del Golfo se concentran en un puñado de naciones extraordinariamente privilegiadas. Como se muestra en la Tabla 7.1, hay cinco países —Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Irán, Iraq y Kuwait— que poseen la inmensa mayoría de las reservas petrolíferas de la región, mientras que hay sólo dos —Irán y Qatar— que tienen la parte del león de su gas natural.
Durante los últimos años, todos estos países han sido el blanco de feroces intentonas de China, India, Japón y otros países consumidores de energía, que pretendían obtener garantías de suministro futuro de petróleo y gas natural. Esos países buscadores de recursos han echado mano de todos los recursos diplomáticos a su disposición, además de incentivos económicos y, en algunos casos, la provisión de armas y otros equipos militares. Por supuesto, hace mucho tiempo que Estados Unidos utiliza medios parecidos (y, antes que lo hicieran ellos, los británicos), de modo que su empleo por parte de otras naciones que buscan energía no debe extrañarnos. Pero dado que Estados Unidos ha dominado esta zona desde los años setenta, ahora Washington considera que esos movimientos son una amenaza importante para intereses estadounidenses primordiales.
El papel crucial que desempeñan las gigantescas empresas petrolíferas estadounidenses en la producción, procesamiento y transporte de la energía del Golfo Pérsico está siendo objeto de fuertes críticas, y eso es decir poco. Aunque en los años setenta esas compañías se vieron obligadas en gran medida a ceder sus títulos de propiedad sobre las reservas de petróleo y de gas del Golfo a empresas privadas, aún siguen desempeñando un papel importante como proveedores de servicios a las compañías petroleras nacionales, y a menudo participan como socios menores en la construcción y explotación de refinerías, complejos petroquímicos y plantas para la licuefacción del gas. Sin duda, su presencia en los campos petrolíferos es mucho menor de lo que fue en otros tiempos; hace mucho tiempo que los logos de las empresas locales han tapado los estadounidenses en plataformas petrolíferas y en refinerías; pero Exxon Mobil, Chevron y ConocoPhillips siguen dominando muchas facetas de la producción de petróleo y gas natural de la zona.3 Esto no sólo les confiere una influencia considerable sobre el comercio mundial de la energía (un objetivo empresarial importante desde la época de John D. Rockefeller), sino que también destaca en sus cálculos de beneficios anuales. Dada la importancia del premio, sería muy extraño que los políticos estadounidenses y los ejecutivos de las petroleras no sintieran una alarma considerable al ver la aparición en el Golfo de vigorosos competidores nacionales como China, Japón y Rusia (y sus compañías petrolíferas nacionales aliadas).
Pero el reparto del mercado y los beneficios del petróleo no son los únicos puntos cruciales en este caso. Desde la era de la Guerra Fría, los líderes estadounidenses han creído que, como cuestión de necesidad estratégica, Estados Unidos debe ejercer el control último sobre el flujo de la energía procedente del Golfo Pérsico, tanto para conservar su acceso ininterrumpido al suministro vital de petróleo como para garantizar que ese país —y sólo ese país— tiene la mano sobre la principal espita mundial del petróleo. Habitualmente, este punto de vista se ha expresado en términos negativos: no buscamos ese control para nuestro propio beneficio económico, pero debemos negárselo a otros, no sea que lo utilicen para paralizar la economía de Estados Unidos y del mundo. Ésta era, en realidad, la esencia de la «doctrina Carter», la expresión más clara de una política sobre este tema hasta el día de hoy. «Que nuestra postura quede totalmente clara —dijo el presidente Jimmy Carter en una Sesión Conjunta del Congreso el 23 de enero de 1980—. Cualquier intento por parte de una potencia extranjera para obtener el control de la región del Golfo Pérsico se consideraría una agresión a los intereses vitales de Estados Unidos.» El presidente declaró que semejante agresión sería «repelida por cualquier medio necesario, incluyendo la fuerza militar».4
Una y otra vez, los máximos políticos estadounidenses han reafirmado este principio básico. Cuando en agosto de 1990 las fuerzas iraquíes invadieron Kuwait y parecieron suponer una amenaza directa para los campos petrolíferos de Arabia Saudí, la primera administración Bush llegó rápidamente a la conclusión de que era esencial la respuesta militar estadounidense. En un testimonio ante el Comité del Senado para los Servicios Armados, el secretario de Defensa Dick Cheney explicó de la siguiente manera la decisión del presidente George H. W. Bush de enviar cientos de miles de tropas norteamericanas a defender el reino: «Una vez que [Saddam Hussein] se hizo con Kuwait y desplegó un ejército tan amplio como el que posee [adyacente a Arabia Saudí], estaba claramente en disposición de dictar el futuro de la política energética mundial, lo cual le permitía dominar nuestra economía».5 Para Cheney (igual que para el presidente Bush y para otros máximos responsables políticos), no hacía falta decir más: la mera posibilidad de que Iraq pudiera «dominar» la economía estadounidense era justificación más que suficiente para ir a la guerra.
La primera Guerra del Golfo, de enero-febrero de 1991, concluyó con la expulsión de las fuerzas iraquíes de Kuwait. A medida que la guerra se acercaba a su fin, muchos en Washington urgieron al primer presidente Bush a que enviase tropas estadounidenses a Bagdad, eliminando así la amenaza que suponía Saddam Hussein de una vez por todas. En lugar de ello, Bush prefirió introducir «un cambio de régimen» asfixiando al país por medio de duras sanciones económicas y fomentando un golpe de Estado interno de los generales de Hussein.6 Más tarde Bill Clinton y su sucesor, el segundo presidente Bush, continuarían con esta política, hasta que se tomó la decisión de recurrir a la intervención militar. A lo largo de este periodo, los políticos estadounidenses se enfrentaron al desafío de cómo evitar que Saddam Hussein se rearmase… lo cual supondría una nueva amenaza para los campos petrolíferos saudíes. Independientemente de que un conjunto de políticos defendiera una batería de sanciones cada vez más severas (respaldadas por ataques aéreos esporádicos) o una invasión directa, el objetivo básico nunca se puso en duda: no debemos permitir que Hussein recupere el poder que le permitiría llevar los ejércitos iraquíes a la frontera con Arabia Saudí.7
El hecho de que la Doctrina Carter, en sus diversas manifestaciones, es la fuente última de la política estadounidense en el Golfo lo confirmó Dick Cheney —por aquel entonces vicepresidente— en un discurso que pronunció en agosto de 2002 sobre los motivos que tenía la administración Bush para una posible invasión de Iraq. «Si se pusieran en práctica [los esfuerzos de Hussein para adquirir armas de destrucción masiva), las consecuencias serían enormes. Armado con un arsenal de estas armas de terror y sentado sobre un 10 por ciento de las reservas petrolíferas mundiales, podríamos esperar que Saddam Hussein buscara dominar todo Oriente Próximo, haciéndose con el control de una gran parte de los suministros energéticos mundiales, [y] amenazando directamente a los amigos de Estados Unidos de toda la región.»8 No cabe duda de que sus oyentes comprendieron a la perfección que la administración Bush no iba a permitir que sucediera algo así. Tal y como han revelado desde entonces muchas fuentes de Washington, a esas alturas el presidente ya había dado su aprobación para una invasión —para la que aún faltaban ocho meses—, incluso aunque negara que esto fuera así prácticamente hasta la víspera del inicio de la invasión, en marzo de 2003.9
A pesar de todo lo que ha sucedido desde la invasión estadounidense —a pesar de todo el derramamiento de sangre, la miseria y el caos que se han adueñado de Iraq—, no hay evidencias de que los principales políticos estadounidenses hayan abandonado su fidelidad a los principios subyacentes en la Doctrina Carter. Al contrario, las élites del país creen que es más importante que nunca que Estados Unidos ejerza el dominio último sobre la región. Ciertamente, la posibilidad de un fracaso de Estados Unidos en Iraq —seguido de los disturbios regionales y/o el auge de un adversario hostil como Irán— se ha citado regularmente como un motivo más para aferrarse a este punto de vista. «Si nos expulsaran de Iraq —dijo el presidente Bush al país en un programa nacional de televisión el 13 de septiembre de 2007—, los extremistas de toda laya se envalentonarían… Irán se beneficiaría del caos y potenciaría sus esfuerzos para obtener armas nucleares y dominar la región. Los extremistas podrían controlar una parte esencial del suministro energético mundial.»10 De todos los argumentos que ha esgrimido Bush para buscar el apoyo para su invasión y ocupación de Iraq —la presencia de armas de destrucción masiva, los vínculos con al Qaida y la defensa de la democracia, entre otros—, éste es el único que ha hallado una buena acogida entre sus críticos. De hecho, todos los principales candidatos democráticos para la presidencia en 2007-2008, incluyendo la senadora Hillary Clinton y Barack Obama, han insistido personalmente en la necesidad de mantener una robusta presencia militar estadounidense en la zona del Golfo, para garantizar la estabilidad regional y el flujo ininterrumpido de petróleo.11
La región del Golfo Pérsico llamó por primera vez la atención de los políticos estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, cuando al presidente Franklin D. Roosevelt y a otros altos cargos les pareció evidente que Estados Unidos acabaría dependiendo del petróleo importado para obtener un porcentaje considerable de su suministro. Hasta aquel momento, Estados Unidos había sido en gran medida autosuficiente en el tema del crudo, y sus líderes habían mostrado un escaso interés por el Golfo. Entonces la región estaba bajo el eficaz control imperialista británico, y la mayoría de los políticos de Washington estaba a favor de dejar las cosas así. Sin embargo, cuando fue evidente que la autosuficiencia estadounidense en el campo del petróleo no duraría mucho tiempo después del final de la guerra, y que Oriente Próximo se convertiría en el nuevo centro de la producción petrolífera, los máximos responsables políticos volvieron a mirar la situación a través de una nueva lente, y llegaron a la conclusión de que Estados Unidos necesitaba urgentemente desempeñar un papel importante en la región.12
La historia y la geopolítica de Oriente Próximo dictaban que cualquier presencia estadounidense en el Golfo debía concentrarse inicialmente en el reino de Arabia Saudí. En aquella época, Gran Bretaña ejercía un control directo o indirecto sobre Irán, Iraq, Kuwait, Omán, y los diversos dominios de los jeques en el sur del Golfo; sólo los saudíes estaban fuera de la órbita imperial de Londres. Los británicos también controlaban la mayor parte de las concesiones petrolíferas de la zona, incluyendo los campos productores iraníes, iraquíes y kuwaitíes. Creyendo que en Arabia Saudí había poco petróleo o nada, los dirigentes británicos poco hicieron por evitar que la Standard Oil Company of California (SOCAL, luego rebautizada como Chevron) adquiriese una concesión sustancial en esa zona en 1933. Así, cuando la administración Roosevelt empezó a buscar un proveedor de petróleo en Oriente Próximo, Arabia Saudí ya había aparecido como la elección más natural y, al final de la guerra, recibía una importante ayuda estadounidense mediante el Programa de Préstamo-Arriendo.13
Al principio, el presidente Roosevelt intentó conseguir un monopolio económico y político en Arabia Saudí. Con la esperanza de imitar el ejemplo del Gobierno británico en 1914, cuando obtuvo el control sobre la Anglo-Persian Oil Company (predecesora de British Petroleum, BP), Roosevelt intentó afirmar la propiedad gubernamental sobre la concesión de SOCAL en Arabia Saudí.14 Como no es de extrañar, esos planes se enfrentaron a una fiera oposición por parte del Congreso y la comunidad empresarial estadounidense, forzando a Roosevelt a abandonar sus planes para el control gubernamental de las reservas saudíes de SOCAL. En lugar de ello, adoptó lo que el historiador David S. Painter de la Universidad de Georgetown ha definido como «una sociedad público-privada», según la cual el Gobierno federal abriría las puertas a la inversión estadounidense en el Golfo, protegiendo sus campos petrolíferos, mientras las compañías estadounidenses producirían y transportarían el petróleo. Esta sociedad se puso en marcha durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando SOCAL se dispuso a acelerar sus operaciones extractoras en el reino.15
Desde el punto de vista de Roosevelt, la misión más inmediata era obtener la aprobación del monarca de Arabia Saudí, el rey Abd al-Aziz ibn Saud, para este proyecto básico. Ibn Saud había unificado la vasta región desértica bajo su control exclusivo en 1932, y su palabra era la ley. Para obtener su consentimiento, un Roosevelt achacoso se reunió con él a bordo del USS Quincy el 14 de febrero de 1945, tras la conferencia «de los Tres Grandes» en Yalta. Según los informes sobre su reunión, los dos líderes acordaron una alianza tácita según la cual Estados Unidos proporcionaría a Arabia Saudí —y a la familia real— una cortina de protección garantizada a cambio del acceso permanente y privilegiado al petróleo saudí por parte de las compañías estadounidenses.16 No se guardó un registro oficial de este hito, pero los máximos responsables políticos dieron fe de su importancia, y sigue dirigiendo las relaciones entre Estados Unidos y Arabia Saudí hasta nuestros días.17
Entonces SOCAL inició la explotación a gran escala de su concesión en la Provincia Oriental de Arabia Saudí. Cuando fue evidente que la zona albergaba algunos de los campos petrolíferos más grandes del mundo, SOCAL —que entonces se había asociado con la Texaco Company— unió sus fuerzas con la Standard Oil of New Jersey (luego Exxon) y con la Standard Oil of New York (luego Mobil), para crear la Arabian-American Oil Company (Aramco), que pronto se convertiría en la máxima productora de petróleo del mundo.18 Entretanto, para cumplir las facetas de seguridad de la alianza Roosevelt-Ibn Saud, el Departamento de Defensa estableció en 1946 una base aérea en Dhahran, cerca de las instalaciones más importantes de Aramco; la Marina adquirió una pequeña base en Bahrein (sometido entonces a control británico) en 1948. Aunque a estas alturas su presencia militar era relativamente modesta, Estados Unidos iba de camino a convertirse en toda una potencia en el Golfo Pérsico.19
Durante un cuarto de siglo, la sociedad fundada por el presidente Roosevelt y las compañías petrolíferas estadounidenses funcionó en gran medida como estaba previsto. Gracias a los conocimientos técnicos y el impulso empresarial de las compañías estadounidenses, Arabia Saudí alcanzó a todos los otros proveedores de petróleo, convirtiéndose en el principal productor mundial, aumentando en gran medida el suministro energético mundial y enriqueciendo a los principales propietarios de Aramco más allá de lo que nadie hubiera podido imaginar.20 El Gobierno estadounidense también hizo su papel, esforzándose por mantener un entorno político cordial en la región, invitando regularmente a la realeza del Golfo a la Casa Blanca e interviniendo cuando era necesario para expulsar a cualquier régimen que quisiera ostentar el dominio de su propio petróleo. En 1953, por ejemplo, la Central Intelligence Agency cooperó con la inteligencia británica para orquestar un golpe que derrocó al Gobierno iraní, elegido por el pueblo, del primer ministro Mohammad Mosaddeq, después de que nacionalizase las compañías petrolíferas del país.21 Sin embargo, en torno a 1970, la ecuación del petróleo en el Golfo empezó a padecer una alteración fundamental. La importancia de las compañías estadounidenses y británicas empezó a menguar, a medida que los productores del Golfo tenían éxito para nacionalizar sus campos petrolíferos y para establecer empresas gubernamentales que supervisaran sus recursos. Al mismo tiempo, la retirada gradual de las fuerzas británicas condujo a un llamamiento para aumentar la presencia militar norteamericana en la zona.
Los políticos estadounidenses empezaron a prestar mucha atención a la seguridad en la zona del Golfo en 1969-1970, después de que el Gobierno británico anunciase que ya no seguiría manteniendo una presencia militar «al este de Suez» después de 1972. Hasta esa época, los británicos habían servido como los guardianes principales de los intereses occidentales en el Golfo y, en su mayor parte, las autoridades estadounidenses se habían complacido en dejarlos desempeñar ese papel. Pero como ahora los británicos se iban de la región y las fuerzas estadounidenses estaban totalmente volcadas en Vietnam, el presidente Richard Nixon optó por embarcarse en un curso de acción arriesgado: en lugar de hacerlo en los británicos, delegó la responsabilidad de la seguridad en el Golfo a las fuerzas del sah de Irán —equipadas por Estados Unidos—, Mohammed Reza Pahlavi, que había recuperado el poder gracias a aquel golpe de Estado de 1953.22
De 1970 a 1979, el sah serviría como «guardián del Golfo» en beneficio de Washington, gastando grandes sumas de dinero en armas importadas de Estados Unidos e incurriendo en las iras de su propio pueblo durante ese proceso. Pero esta «estrategia auxiliar» se desintegró en enero de 1979 cuando el sah —a quienes los estadounidenses creían invencible— fue expulsado repentinamente del poder por un movimiento revolucionario que se hizo con el poder en nombre de un ayatolá chií radical, Ruhollah Jomeini. Poco tiempo después, los seguidores militantes de Jomeini secuestraron a los diplomáticos estadounidenses de la embajada de ese país en Teherán y los mantuvieron como rehenes durante 444 humillantes días. Tras esto llegó otro tremendo reto para los intereses estadounidenses: en diciembre de 1979, la URSS invadió Afganistán, llevando las tropas soviéticas a pocos cientos de kilómetros del Golfo Pérsico.
Una vez más, los estrategas estadounidenses se vieron forzados a evaluar el grado de la seguridad en el Golfo. Para el presidente Carter y sus asesores, con su estrategia auxiliar hecha trizas, sus diplomáticos tomados como rehenes y los soviéticos en movimiento, las opciones se habían reducido a una sola: Estados Unidos tendría que asumir por sí solo la responsabilidad general para la defensa de la región. Éste fue el motivo de que naciera la Doctrina Carter. Tan sólo unas pocas semanas después de la invasión soviética, Carter aprovechó la ocasión de su discurso sobre el Estado de la Nación de 1980 para enunciar la nueva política. En ese mismo discurso, anunció la formación de lo que se convertiría en el Mando Central de Estados Unidos, con la responsabilidad oficial de proteger el flujo del petróleo del Golfo Pérsico, así como del establecimiento de nuevas bases estadounidenses en la zona.23
Ahora la seguridad en el Golfo llegó a ensombrecer todos los demás aspectos de la presencia estadounidense. Aunque las compañías petrolíferas estadounidenses siguieron trabajando en la zona —más a menudo como proveedores de servicios para las compañías petrolíferas nacionales que como explotadores principales de los campos de petróleo y gas más importantes—, la característica más destacable de la participación estadounidense en la región serían las tropas norteamericanas, no los trabajadores de las petroleras. Esto reflejaba el punto de vista, tremendamente enraizado en Washington, de que la producción y la exportación del petróleo del Golfo Pérsico como un todo, y no los beneficios de las compañías individuales, se habían vuelto esenciales para la supervivencia económica estadounidense.24
Con el paso de los años, las ocasiones en que los líderes estadounidenses han hecho que la fuerza militar predomine en el Golfo llegaron a dominar el panorama político de Estados Unidos, de modo que no hace falta que los detallemos a fondo en estas páginas, aunque sí es esencial subrayar la regularidad con la que optaron por aplicar la fuerza, o amenazaron con hacerlo. La primera ocasión fue el «cambio de bandera» de los petroleros kuwaitíes durante la guerra Irán-Iraq de 1980-1988, y su protección a cargo de los buques de guerra estadounidenses, seguida, por supuesto, de la primera Guerra del Golfo en 1990-1991. Durante la siguiente década se emplearon ataques aéreos intermitentes contra Iraq, hasta que empezó la invasión de ese país en marzo de 2003.
Hoy día, cuando Saddam Hussein hace tiempo que fue retirado del poder, las fuerzas estadounidenses siguen peleando en Iraq. Se enfrentan a una miríada de amenazas, incluyendo un movimiento insurgente sunní contra la ocupación norteamericana, una guerra civil entre varias milicias chiíes y una violenta actividad criminal. Dadas las circunstancias actuales, la insurgencia y los disturbios civiles no pueden poner en peligro el flujo del petróleo fuera del propio Iraq. Por supuesto, dentro de ese país han demostrado ser más que capaces de infligir daños tremendos. Por medio de los ataques sistemáticos contra los oleoductos, refine-rías, estaciones de bombeo y otros componentes de la infraestructura energética vital del país, los insurgentes (y sus cómplices criminales) se las han arreglado, en gran medida, para mantener la producción neta de petróleo iraquí por debajo de los niveles anteriores a la invasión, que ya eran bajos de por sí.25 Incluso para mantener la producción a los niveles actuales, abismalmente bajos, Estados Unidos y sus aliados en Bagdad se han visto forzados a desviar enormes cantidades de dinero destinadas a la nueva estructuración económica para dedicarlas a la seguridad de los oleo-ductos, socavando aún más los objetivos políticos de la administración Bush en Iraq.26
Como señal clara de que Estados Unidos pretende desempeñar un papel esencial para defender la vulnerable infraestructura de Iraq durante muchos años, la Marina reveló en noviembre de 2007 que establecía un centro de mando en lo alto de una plataforma petrolífera marítima iraquí, situada en el Golfo Pérsico, para supervisar la protección de las terminales esenciales de carga de petróleo. Estas instalaciones van destinadas a proteger las operaciones en las dos principales terminales iraquíes, Khawr Al Amaya y Al Basra (Basora), que, si funcionan plenamente, pueden cargar casi dos millones de barriles por día, es decir aproximadamente un 2,4 por ciento de la demanda mundial.27 También es probable que la determinación del Pentágono para conservar al menos cuatro de sus megabases existentes en Iraq —instalaciones gigantescas que tienen el tamaño de pequeñas ciudades estadounidenses— también está vinculada a la inquietud que siente Washington por la seguridad de la importantísima infraestructura energética iraquí.28
Incluso aunque los insurgentes iraquíes sean incapaces de amenazar los intereses estadounidenses en otros puntos de la región, el conflicto constante en ese país ha envalentonado a los extremistas islámicos en los territorios cercanos para aumentar sus ataques contra los símbolos de la influencia norteamericana, y para socavar los regímenes que se consideran claramente amistosos con Washington.
Arabia Saudí —con su amplia y muy expuesta infraestructura petrolífera— ha sido un objetivo concreto de esos ataques. El primero de una serie de ataques contra las instalaciones petrolíferas tuvo lugar el 1 de mayo de 2004, cuando unos pistoleros mataron a cinco trabajadores occidentales de la industria petrolífera en Yanbu, donde está situado un enorme complejo petroquímico.29 Un segundo ataque tuvo lugar cuatro semanas después, cuando un grupo de militantes armados (que según se dice eran aliados de Al Qaida) asaltó un recinto residencial ocupado por trabajadores occidentales de la industria del petróleo en Khobar, cerca del centro petrolífero de Dhahran, y mató a 22 personas.30 Parece que ambos ataques estuvieron destinados a asustar a los trabajadores expatriados e inducirles a huir, minando así la capacidad técnica de la industria petrolífera saudí. Un ataque incluso más siniestro se produjo el 23 de febrero de 2006, cuando unos atacantes suicidas atravesaron el perímetro exterior de defensa de la refinería de Abqaiq y detonaron unos vehículos cargados de explosivos dentro de la instalación energética más importante del reino, poniendo en peligro, potencialmente, una producción de 6,8 millones de barriles diarios; aunque el ataque se frustró antes de que los suicidas pudieran acercarse a la propia fábrica, la determinación con la que lanzaron el ataque señala hasta qué punto ese tipo de objetivos se consideran fundamentales.31
Como respuesta a esos atentados, los saudíes —sin duda manteniendo una estrecha colaboración con los responsables antiterroristas estadounidenses— han aumentado el grado de defensa en sus principales instalaciones petrolíferas, así como sus esfuerzos para aplastar los remanentes de Al Qaida; aun así, debemos suponer que el riesgo de padecer futuros ataques terroristas seguirá siendo elevado. Ciertamente, el 28 de noviembre de 2007 las fuerzas de seguridad saudíes detuvieron a 208 extremistas sospechosos con supuestos vínculos con Al Qaida, durante una redada a escala nacional; se dijo que al menos algunos de los detenidos estaban planificando ataques contra las principales instalaciones petrolíferas.32
El otro gran reto al que se enfrentan los intereses de seguridad estadounidenses en el Golfo es el que supone el régimen islamista de Teherán, que no ha mantenido en secreto su deseo de reducir la presencia de Estados Unidos en la región. Por supuesto, los iraníes tienen buenos motivos para cuidarse de los estadounidenses. Antes que nada padecieron aquel golpe en 1953 que derrocó a Mosaddeq sustituyéndolo por un sah muy despreciado por el pueblo, que gobernó hasta 1979. Para defender el gobierno autocrático del sah, Estados Unidos envió armamento y equipamiento militar para el ejército del sah, mientras contribuía a entrenar y a equipar a su policía secreta, la SAVAK, notoria por su brutalidad; esto fue un motivo más de alejamiento por parte de los líderes iraníes actuales, muchos de los cuales conocieron las cárceles y las cámaras de tortura del sah.33 Luego vino la inclusión de Irán en el famoso «eje del mal» de George W. Bush, aquel trío de países hostiles (los otros dos eran Iraq y Corea del Norte), a los que se advirtió en 2002 de un «cambio de régimen».
Parte como autodefensa y parte con el propósito de defender sus propios intereses regionales, los iraníes han dado una serie de pasos que han amplificado el grado de alarma en Washington, fomentando nuevas fuentes de inquietud. Antes que nada, se sospecha que intentan conseguir la capacidad para construir armas nucleares, encubriendo sus intenciones bajo un programa pacífico de enriquecimiento de uranio. Los líderes iraníes insisten en que este programa va destinado a cumplir un propósito pacífico, mientras que los altos mandos estadounidenses afirman que la única explicación posible para desarrollar un ambicioso programa nuclear civil en un país rebosante de petróleo sería la creación de misiles nucleares. Una Evaluación Nacional de Inteligencia (NIE) parcialmente desclasificada y que emitió la administración Bush en diciembre de 2007, sugería que los iraníes ya habían intentado desarrollar armas nucleares en los primeros años del siglo XXI, pero suspendieron su programa en 2003 debido a la intensa oposición internacional.
Dejando a un lado las preocupaciones nucleares, Irán también es una fuente importante de inquietud para los estrategas estadounidenses, porque ha situado numerosos misiles tierra-mar en la costa norte del estrecho de Ormuz, ese canal estrecho situado en la desembocadura del Golfo Pérsico, por el que pasan unos 17 millones de barriles de petróleo diarios, transportados en petroleros. En caso de que se produjera una crisis en el futuro —quizás un ataque aéreo estadounidense contra las instalaciones nucleares ira-níes—, los iraníes podrían utilizar esos misiles para interrumpir gravemente el tráfico de petróleo en el Golfo y, junto con las minas antibarco situadas en el estrecho, provocar una crisis energética mundial. También se dice que los iraníes están facilitando armas y explosivos a las milicias chiíes en Iraq, lo cual supone un peligro para los soldados estadounidenses que trabajan en la zona, y que también ayudan a otros grupos militantes de la región, incluyendo Hezbolá en el Líbano y Hamás en la franja de Gaza.34
Hace mucho tiempo que limitar el poder iraní y evitar su adquisición de armas nucleares ha sido un objetivo de Estados Unidos, y el tema de un debate político importante en Washington, donde algunos políticos favorecen la diplomacia intensiva y la imposición de sanciones, mientras que otros abogan por el uso de la fuerza para destruir las instalaciones nucleares iraníes y paralizar así sus fuerzas militares. La facción que favorece la diplomacia, dirigida por el secretario de Defensa Robert Gates y la secretaria de Estado Condoleezza Rice, parecía dominar la situación a principios de 2008, sobre todo después de la emisión del NIE de diciembre de 2007; sin embargo, el sector «dispara primero, pregunta después», encabezado por el vicepresidente Cheney, sigue siendo un participante significativo.35 En un discurso que recordaba mucho a las tácticas alarmistas que usaba la administración Bush para allanar el camino de una invasión de Iraq, Cheney aprovechó la ocasión de un discurso político en octubre de 2007 en el Instituto de Washington para una Política en Oriente Próximo, una organización investigadora privada, para advertir a Teherán sobre los riesgos de ignorar las exigencias estadounidenses: «El régimen iraní debe saber que si sigue por el mismo camino, la comunidad internacional está dispuesta a imponerle unas consecuencias graves —declaró—. Estados Unidos se une a otros países para lanzar un mensaje claro: no permitiremos que Irán disponga de armamento nuclear».36
Aunque el presidente Bush ha afirmado repetidamente que opta por una solución diplomática al punto muerto con Teherán (como hizo con respecto a Bagdad en los meses anteriores a la invasión de 2003), también es evidente que aprueba los preparativos elaborados para desplegar toda una gama de actividades militares contra Irán si se tomara la decisión de recurrir a la fuerza. Según diversas notas de prensa, esos actos podrían ir desde ataques limitados, «quirúrgicos», contra determinadas instalaciones nucleares y bases militares de Irán —en especial las ocupadas por las unidades de la Guardia Revolucionaria, sospechosas de contribuir a las milicias antiamericanas en Iraq— hasta una campaña completa de ataques aéreos contra una amplia gama de instalaciones militares y gubernamentales iraníes.37 Sea cual fuere la escala de semejante ofensiva, es probable que los iraníes respondieran con represalias propias, probablemente de naturaleza poco convencional o «asimétrica». Estas respuestas podrían incluir el ya mencionado minado del estrecho de Ormuz y ataques con misiles contra los petroleros que circularan por él; ataques intensificados de las milicias chiíes aliadas contra los soldados estadounidenses en Iraq; el sabotaje o ataques con misiles contra áreas petrolíferas de Arabia Saudí, así como otros pasos destinados a fomentar el caos en los mercados mundiales del petróleo.
Una previsión sobrecogedora de qué aspecto podría tener semejante conflicto tuvo lugar en enero de 2008, cuando cinco lanchas armadas iraníes se acercaron a tres barcos de guerra estadounidenses situados en aguas internacionales en el estrecho de Ormuz, y luego maniobraron agresivamente mientras lanzaban amenazas por radio, diciendo que iban a destruir las embarcaciones norteamericanas. Uno de esos barcos, el USS Hopper, estaba ya a punto de abrir fuego contra las lanchas iraníes cuando éstas se alejaron, concluyendo así la confrontación. Las autoridades ira-níes negaron cualquer intención de hacer daño, y más tarde las autoridades estadounidenses admitieron que la fuente de las amenazas por radio (que se recibieron mediante un canal internacional abierto) no pudieron identificarse, pero el episodio fue lo bastante amenazador como para provocar una seria advertencia por parte del presidente Bush. «Si atacan nuestros barcos, habrá graves consecuencias —dijo en una conferencia de prensa en Jerusalén, a principio de una visita de ocho días a Oriente Próximo—. Y os aconsejo que no lo hagáis.»38
Incluso frente a esta miríada de peligros, es improbable que Estados Unidos —tanto bajo una administración del Partido Demócrata como del Republicano— abandone la premisa básica, sostenida durante tanto tiempo, de la política estadounidense en lo relativo a la protección del petróleo del Golfo. Los costes y los riesgos de mantener esta política nunca han sido tan altos, pero no hay indicios de que los máximos responsables políticos estén dispuestos a valorar cualquier tipo de cambio en la Doctrina Carter o en sus corolarios. Tampoco hay evidencias, al respecto, de que estén dispuestos a desmantelar la gigantesca infraestructura militar establecida de acuerdo con esta doctrina, ni a renunciar a sus planes para conservar al menos cuatro grandes bases en Iraq.
Dentro del espacio protegido que ofrece el paraguas de seguridad de Estados Unidos, la política gubernamental sigue favoreciendo un papel privilegiado para las compañías norteamericanas en la producción y distribución de la energía del Golfo Pérsico. La segunda administración Bush, en concreto, puso un gran énfasis en este aspecto de la «sociedad público-privada», mencionándola de forma especial en la Política Energética Nacional (NEP) de 2001. Entre sus principales recomendaciones, la NEP solicitaba que los dirigentes gubernamentales de más alto nivel redoblaran sus esfuerzos para convencer a los directores de las productoras del Golfo de que reabriesen sus industrias energéticas a la inversión privada, preferentemente estadounidense.39
Está claro que el objetivo último de estos esfuerzos era el de eliminar las restricciones contra la propiedad extranjera de recursos de hidrocarburos, y permitir la reintroducción de las compañías estadounidenses como principales productoras en la región. Actualmente, esas restricciones siguen siendo la norma en la mayoría de naciones productoras de petróleo, incluyendo Arabia Saudí, Irán, Iraq y Kuwait. Sin embargo, recientemente algunos de estos países han demostrado cierta inclinación hacia permitir que las empresas extranjeras participen como socios minoritarios, sobre todo en complejos proyectos submarinos o en operaciones avanzadas de recuperación de petróleo (que implican el uso de tecnologías punta para invertir la decadencia de los campos más antiguos y agotados). Conscientes de esta nueva apertura, los dirigentes estadounidenses y los empresarios han estado presionando para suavizar las limitaciones a la inversión foránea en las operaciones de petróleo y gas natural del Golfo Pérsico. «Esta [apertura] nos proporciona una oportunidad importante para fomentar aún más la inversión extranjera en estos países, importantes productores de energía, ampliando así nuestros intereses comerciales y estratégicos compartidos», declaró la NEP.40
Estos esfuerzos alcanzaron su primer gran éxito —o eso parecía— en 2002, cuando los líderes saudíes anunciaron una «Iniciativa de Gas Saudí» (SGI), destinada a incitar la explotación de las vastas reservas de gas natural del país. El plan originario para esta empresa de 20.000 millones de dólares exigía la participación sustancial de Estados Unidos, pero, a medida que progresaban las negociaciones, los dirigentes saudíes se alarmaron al ver el grado cada vez mayor en que los extranjeros invertían en el país, de modo que las cancelaron. Algunos componentes del plan SGI originario se han reciclado a pequeña escala (especialmente mediante intentos de explotar reservas de gas vírgenes en los desiertos de la Zona Vacía (Rub al-Jali), en la frontera entre Yemen y Omán), pero los saudíes han hecho todo lo posible para incluir a empresas no estadounidenses en las sociedades resultantes.41
Mientras tanto, Kuwait quiere avanzar con una iniciativa propia, «Proyecto Kuwait», que intenta aumentar la producción en los campos de bajo rendimiento permitiendo la participación de empresas extranjeras mediante el sistema de socio subordinado. Una vez que el proyecto sea finalmente aprobado por el Gobierno, se espera que muchas empresas de Estados Unidos, entre las cuales se encuentran Chevron, Exxon Mobil, ConocoPhillips y Occidental, tengan un papel importante.42
Las empresas estadounidenses han tenido también un importante éxito en Qatar, donde el Gobierno del jeque Hamad bin Jalifa al-Thani desea vigorizar la economía del emirato atrayendo inversiones foráneas para el desarrollo de las gigantescas reservas de gas natural. Exxon Mobil se encuentra especialmente bien situada al respecto, por el importante papel que tiene en dos consorcios que operan en la producción y exportación de gas natural licuado: Qatar LNG Company (Qatargas) y Ras Laffan LNG Company (Rasgas). Mientras tanto, ConocoPhillips va como corredor en cabeza gracias a su alianza con la Abu Dhabi National Oil COmpany para desarrollar el enorme campo de gas natural de Abu Dhabi en Shah.43
A las empresas estadounidenses de energía les gustaría volver tanto a Iraq como a Irán. Esto se hizo evidente en el caso de Iraq en el otoño e invierno de 2002-2003, cuando los principales directivos de estas empresas tuvieron una reunión con Ahmed Chalabi y otra con dirigentes iraquíes expatriados y apoyados por la Casa Blanca para hablar sobre la reconstitución de la industria petrolífera de Iraq una vez depuesto Sadam Hussein, y los exiliados —como se suponía sin mayor problema en ese tiempo— habían empuñado las riendas del poder.44 «Las empresas estadounidenses tendrán una participación importante en el petróleo iraquí», se dice que les dijo Chalabi a los directivos de las compañías petroleras en una de esas reuniones,45 con Hussein ya fuera del cuadro. Pero a medida que se desarrollaban los acontecimientos, Chalabi y sus aliados fracasaron en ese intento, y otras fuerzas políticas —incluyendo grupos de militantes chiíes, con estrechos lazos con Irán— han asumido el papel protagonista en Bagdad. Con el estallido de la violencia insurgente y sectaria, además, muchas de las empresas más importantes estadounidenses suspendieron sus planes para nuevos proyectos de energía en Iraq, en espera de condiciones más tranquilas y la aprobación de una ley nacional que les garantice la validez de los contratos a largo plazo.46 Sin embargo, algunas de esas firmas al parecer quieren someter sus demandas al Ministerio del Petróleo de Iraq en un proceso de «precalificación» que seleccione a las compañías que se juzguen capacitadas para licitar por una licencia con la cual algún día puedan operar en el país; también, algunas empresas pequeñas de Estados Unidos han elegido invertir en el Kurdistán iraquí, confiando en que sus inversiones sean finalmente regularizadas mediante una nueva ley de hidrocarburos.47
Como es de esperar, las empresas petroleras estadounidenses aguardan con ansias el día en que el actual régimen de Irán sea reemplazado por otro más amistoso y prooccidental, que autorice el levantamiento de las sanciones económicas contra Estados Unidos y permita su participación en las empresas iraníes de petróleo y gas. Muchas empresas gigantes estadounidenses gozaron de una presencia importante en el país durante el reinado del sah, entre las cuales estaban Chevron, Exxon, Mobil, Texaco y Gulf, y puede esperarse que estas compañías (o sus sucesoras por fusión) busquen una nueva oportunidad para operar cuando sean anuladas esas sanciones.48
Dado el grado con que Estados Unidos mantiene su posición predominante en el Golfo, no es sorprendente que otras potencias hayan escogido, por lo general, evitar enfrentarse a su posición dominante allí. Incluso la Unión Soviética, en lo más alto de su poder, no desplegó ninguna fuerza en esa región. De hecho, la mayoría de los países aceptan la presencia militar estadounidense como una realidad inconclusa, y han elegido aprovecharse de la situación abasteciéndose de petróleo en la región, dando por supuesto que el Tío Sam mantendrá las rutas marítimas a salvo. Pero más recientemente algunos países —el principal, China— han comenzado a anudar lazos más estrechos con los aliados más importantes de Estados Unidos en esa área, incluyendo Arabia Saudí, y a forjar lazos comerciales con Irán, que implican importantes aspectos militares.
Los dirigentes chinos, como los de todos los países consumidores de energía, están muy familiarizados con los datos de la Tabla 7.1 [v. pág. 249]. «Dada la creciente demanda china de petróleo para su economía doméstica y el hecho de que la mayor parte de las existencias de reservas comprobadas se encuentran en la región del Golfo —observaba en 2002 el experto Philip Andrews-Speed—, los chinos serán inevitablemente más dependientes de esta región para el suministro de petróleo, aunque muchos recursos se destinen a diversificar los suministros.»49
Aunque a menudo obligados a comprar lo que necesitan de empresas estatales del Golfo, estos países aprovecharán la menor oportunidad que esté a su alcance para conseguir derechos de producción sobre recursos comprobados de petróleo y gas natural, mientras simultáneamente se esfuerzan por establecer lazos políticos con los Gobiernos involucrados. Como lo sugieren las repetidas visitas a Riad de sus principales dirigentes, China ha invertido mucho esfuerzo en cultivar estrechos lazos con la familia real saudí y con diversos dirigentes saudíes. No hay duda de que los dirigentes chinos son muy conscientes de que esto producirá molestias en Washington, pero han decidido que las necesidades energéticas de su país pasan por encima de todo.50
Cuando sus esfuerzos para asegurarse una importante cabeza de playa en el Golfo comenzó a mediados de los noventa, China dependía de los productores de la zona en un pequeño porcentaje de sus importaciones de petróleo. En una fecha tan reciente como 1995, China sólo recibía 20.000 barriles diarios de Irán y 60.000 de Arabia Saudí. Peero detrás de estas cifras modestas había una decisión estratégica que conducía a lo que Andrews-Speed calificaba de «ofensiva diplomática para establecer convenios que aseguraran suministros a largo plazo con los principales países exportadores de petróleo del Golfo».51 En los últimos cinco años, el flujo neto de petróleo a China ha aumentado 10 veces en el caso de Irán, hasta 200.000 barriles diarios, y 6 veces en el caso de Arabia Saudí, hasta 350.000 barriles diarios.52 En 2003, Arabia Saudí representaba el 16,8 por ciento de las importaciones de petróleo por parte de China, Irán el 13,8 por ciento, Omán el 10,3 por ciento, y Yemen el 7,7 por ciento.53
En un comienzo, los dirigentes chinos se contentaron con asegurar convenios de compra a largo plazo con los principales productores del Golfo, pero muy pronto comenzaron a buscar oportunidades de adquirir derechos de exploración y producción. La primera incursión de China en este terreno fue un acuerdo sellado en 1997 para desarrollar el campo de al-Ahdab en la región centro-sur de Iraq, una empresa conjunta de CNPC y Norinco, una compañía armamentística china. Se suponía que este proyecto sólo saldría adelante después del levantamiento de las sanciones de las Naciones Unidas contra Irak, pero el hecho de que Pekín hubiese conducido tales negociaciones con el régimen de Saddam Hussein fue considerado por muchos dirigentes en Washington como una provocación.54 La realidad es que el proyecto no siguió adelante ni mientras Hussein estaba en el poder ni después de los caóticos resultados de la invasión por parte de Estados Unidos. Pero China mantiene que el acuerdo sigue en pie e insiste en que desarrollarán el campo de al-Ahdab cuando lo permitan las condiciones.55 Aunque el Gobierno de Iraq aún tiene que ajustar el texto final de una ley que resguarde las inversiones extranjeras en el sector petrolero del país, el ministro del Petróleo, Hussein al-Shahristani, dijo a los chinos en noviembre de 2006 que finalmente les permitirían seguir adelante.56
Por encima de todo, China ha intentado establecer una presencia significativa en el sector energético iraní. Como primer paso, un consorcio de varias empresas chinas colaboró en la construcción de un oleoducto de casi 390 km desde el puerto iraní de Neka, en el mar Caspio, hasta las refinerías cerca de Teherán, permitiendo así el suministro de petróleo desde Kazajistán (donde China tiene importantes inversiones en campos de petróleo) para su consumo en Irán.57 Importantes cantidades de petróleo así suministradas son después «permutadas» por petróleo sin refinar exportado a China o a otros mercados extranjeros desde los campos petrolíferos situados en el sur de Irán. Cuando ese proyecto estaba a punto de su terminación, en agosto de 2003, CNPC adquirió derechos en el campo petrolífero Masjed-I-Suleyman, uno de los más antiguos de Irán; aunque su producción actual está muy lejos de su pico histórico de 130.000 barriles diarios, los chinos confían en detener su decaimiento e invertir su sentido mediante el uso de tecnología moderna.58
En octubre de 2004, la implicación de China en Irán se elevó a un nuevo nivel, cuando Sinopec firmó un acuerdo con la National Iranian Oil Company (NIOC) para adquirir una participación importante en el gigantesco campo petrolífero de Yadavaran, como retribución por el compromiso de comprar 10 millones de toneladas de gas natural licuado anualmente durante 25 años, un contrato entonces valorado en 100 millones de dólares. Según el convenio, Sinopec dispondrá del 51 por ciento del campo, en tanto que la India’s Oil y Natural Gas Corporation controlará el 29 por ciento, y diversas otras empresas iraníes un 20 por ciento. Se espera que el campo produzca unos 300.000 barriles diarios en la década 2010-2020, con lo que sería la mayor empresa de Sinopec en el extranjero; además, Sinopec aparece como candidata para la construcción de una gran refinería e instalaciones para la exportación de gas natural licuado (LNG). El contrato de Sinopec con NIOC para el desarrollo de Yadavaran se aprobó definitivamente en diciembre de 2007, pero aún quedan muchos obstáculos técnicos para su compleción antes de que este complejo proyecto quede completamente listo para su andadura.59
También Arabia Saudí ha constituido uno de los principales objetivos de los esfuerzos chinos. El primer gran éxito diplomático de Pekín en este reino ocurrió en 1999 cuando el presidente Jiang Zemin visitó Riad y anunció el establecimiento de una «asociación estratégica para el petróleo» entre ambos países.60 Desde entonces las autoridades chinas han visitado regularmente el reino en señal de retribución, y han invitado a sus homólogos saudíes a Pekín; los ejecutivos de Sinopec y los de Saudi Aramco han hecho lo propio.61 En 2003, Aramco aceptó ser propietaria parcial de una refinería y complejo petroquímico que Sinopec está construyendo en la provincia china de Fujian por valor de 3.600 millones de dólares, y enviarle petróleo sin refinar para su tratamiento.62 A su vez, Sinopec obtuvo el derecho de construir las instalaciones para gas natural en el Block B de la Zona Vacía de Arabia Saudí.63
El acontecimiento cumbre de China sucedió en enero de 2006, cuando el rey Abdullah aceptó visitar Pekín en su primer viaje al exterior después de suceder a su hermano, el rey Fahd, en agosto de 2005; este honor, en el pasado, le habría debido corresponder a Estados Unidos. El primer ministro Wen no ocultó su dicha al saludar a Abdullah el 24 de enero de 2006, expresando su alegría agradeciéndole «al apreciado rey Abdullah por haber elegido China como el primer país para visitar desde que accedió al trono». Wen continuó diciendo que «China concede gran importancia al desarrollo de relaciones bilaterales, y le gustaría fortalecer en gran medida la mutua confianza política, la cooperación económica y el comercio, y los intercambios culturales».64
Esto fue un golpe maestro no sólo diplomático para China, sino también económico: mientras recibía como huésped a Adbullah en el Gran Hall del Pueblo en Pekín, el presidente Hu presidía la firma de un «protocolo de cooperación en las áreas de petróleo, gas natural y recursos minerales» entre ambos pueblos, estableciendo el marco para una cooperación incluso mayor entre las empresas energéticas chinas y saudíes.65 Los detalles no se hicieron públicos, pero se cree que incluyen una mayor implicación china en los trabajos de exploración de petróleo y gas natural, y aumentan las inversiones saudíes en las refinerías y empresas petroquímicas chinas.66
Tan sólo tres meses después, Hu viajó a Arabia Saudí para una reunión de seguimiento con Abdullah. Este encuentro tuvo su punto de dramatismo porque Hu voló a Riad directamente desde Washington, donde había celebrado una reunión, considerada por lo general infructuosa, con el presidente Bush.67 El presidente chino y el rey saudí no sólo parecieron estar de acuerdo sobre una amplia variedad de cuestiones, sino que esa reunión allanó el camino para una mayor cooperación en la esfera de la energía.68 Antes de abandonar la capital saudí, a Hu le aseguraron que las exportaciones de crudo de Aramco a China pasarían de unos 450.000 barriles diarios a 1 millón de barriles en 2010, y que ya se habían trazado planes para la construcción de un segundo complejo de refinerías Aramco-Sinopec, situado en China, esta vez en la provincia de Qingdao.69
Al forjar semejantes alianzas, por lo general los chinos recu-rrían a maniobras diplomáticas y comerciales, pero en otras ocasiones también ofrecieron armamento y tecnología militar; un comercio en el que, hasta aquel momento, Estados Unidos y Gran Bretaña habían tenido el monopolio absoluto. El primer envío de armas de Pekín de este tipo tuvo lugar en 1987, cuando vendió 36 misiles de alcance medio CSS-2 a Arabia Saudí, que presuntamente los quería para equilibrar el arsenal balístico israelí. Aunque los anticuados CSS-2 se consideraban de escaso valor militar, fueron una importante adquisición simbólica para Arabia Saudí. Sin embargo, esta venta no condujo a más transferencias de armas de China a Arabia, y los saudíes han seguido dependiendo de Estados Unidos y de las potencias europeas para obtener la inmensa mayoría de sus armas; pero esa ocasión sí que otorgó a Pekín el papel de un proveedor potencial e importante de equipamiento militar.70
China obtuvo una mayor visibilidad militar durante los últimos años de la guerra entre Irán e Iraq, cuando envió a Irán varios cientos de misiles tierra-mar HY-2 «Silkworm» [Gusano de seda]. Los Silkworm, una variante china del misil soviético antibarco «Styx», tiene un alcance de unos 100 km y porta una cabeza explosiva de 500 kilos.71 El uso que hizo Irán de esos Silkworm de fabricación china contra los petroleros kuwaitíes y las plataformas petrolíferas marítimas fue uno de los factores que impulsaron a Estados Unidos a adoptar una postura más directamente beligerante en ese conflicto. Cuando un misil Silkworm impactó en un petrolero kuwaití con bandera estadounidense, el Sea Island City, el 16 de octubre de 1987, dejando ciego al capitán norteamericano e hiriendo a 18 miembros de la tripulación, el presidente Reagan ordenó una rápida respuesta militar estadounidense: la destrucción de una plataforma petrolífera iraní en el mar, que supuestamente se usaba como puesto de reconocimiento y como base donde planificar los ataques contra los barcos de transporte del petróleo del Golfo Pérsico.72
Tras la guerra entre Irán e Iraq, China siguió proveyendo al primero con misiles tierra-mar, y con otros equipamientos militares. En 1997, el comandante del Mando Central Estadounidense, el general J. H. Binford Peay, dijo al Congreso que los chinos habían vendido a Irán 20 patrulleras armadas con el misil de crucero antibarcos C-802, un arma más avanzada que el Silkworm.73 No es de extrañar que la venta de los C-802 disparase la alarma en Washington. «Nos resulta especialmente preocupante que esos misiles de crucero supongan una amenaza nueva y directa a las fuerzas estadounidenses destinadas [en el Golfo]», declaró ante un comité del Congreso Robert Einhorn, ayudante del secretario de Estado para la no proliferación armamentística.74 Mientras realizaba una visita oficial a Pekín en enero de 1998, el secretario de Defensa William Cohen suplicó a los líderes chinos que dejaran de vender misiles de crucero a Irán. Los chinos, que parece ser que no estaban por provocar a los estadounidenses en una cuestión tan sensible, acordaron hacerlo.75 Sin embargo, los expertos estadounidenses de inteligencia creen que los chinos ya habían proporcionado a Irán unos 150 C-802, y que los iraníes habían empezado a construir copias usando componentes obtenidos de diversas fuentes extranjeras.76
Desde entonces, parece que los chinos han evitado cuidadosamente vender a Irán armas que pudieran suponer una amenaza importante para la seguridad estadounidense en el Golfo. No obstante, las fuentes de inteligencia estadounidense siguen informando que diversas compañías chinas están proporcionando a Irán conocimientos técnicos y componentes de misiles, permitiendo a los iraníes mejorar la eficacia de sus misiles balísticos, sobre todo el Shahab-3 y el Shahab-4.77 En respuesta a estos descubrimientos, las administraciones Bush y Clinton impusieron sanciones a una serie de compañías chinas implicadas en esas transacciones, entre ellas algunas tan destacadas como la China Great Wall Industry Corporation, la North China Industries Corporation y la China Aero-Technology Import and Export Corporation.78 Tanto si estas transacciones son el típico caso de la mano izquierda que no sabe lo que hace la derecha, como si son el producto de un esfuerzo deliberado por parte de los dirigentes chinos para engañar a Washington en lo tocante al grado de sus vínculos con Teherán, es algo que no se puede dilucidar desde lejos.
Lo que es evidente, sin duda alguna, es que los chinos están extendiendo lentamente su presencia en el Golfo, mientras evitan hacer nada que pudiera interpretarse en Washington como un desafío descarado. Ciertamente, la enérgica diplomacia de Pekín y los esfuerzos agresivos por parte de las compañías energéticas chinas para forjar vínculos colaboradores con compañías petrolíferas estatales indican los movimientos introductorios de lo que será, sin duda, un proyecto a largo plazo para aumentar la influencia de China, hasta el punto en que pueda competir en un plano casi de igualdad con Estados Unidos.
Durante este proceso, los chinos intentan conscientemente beneficiarse, aunque sea de forma indirecta, del antiamericanismo generalizado causado por la invasión de Iraq por la administración Bush, y de lo que en todo el mundo árabe se entiende como el respaldo sin fisuras estadounidense al maltrato al que los israelíes someten a los palestinos. Estos puntos figuraban en la agenda cuando el presidente Hu se reunió con el rey Abdullah en Riad en abril de 2006. Como plasma un informe oficial chino sobre los comentarios de Hu: «China defiende que todos los actos y propuestas relacionadas con Oriente Próximo y la región del Golfo vayan destinadas a conseguir la paz en esta región; que se respeten las elecciones de todos los países de la zona y de sus habitantes; y que se hagan esfuerzos para realizar amplias consultas con todos los Estados presentes en la región».79 Aunque envueltos en la retórica anodina del discurso diplomático, estos comentarios eran un eco lejano del lenguaje utilizado por el presidente Bush, propio de una Cruzada, y que insiste una y otra vez en imponer la democracia al estilo occidental en los países de Oriente Próximo, usando la fuerza para derrocar los regímenes que considera impedimentos para la seguridad estadounidense. No es difícil imaginar qué punto de vista les habrá resultado más atractivo al rey Abdullah y sus asociados.
A pesar de todo, los saudíes no están preparados para reducir drásticamente sus vínculos con Washington ni para forjar una alianza formal con Pekín. El paraguas de seguridad que ofrece Estados Unidos sigue siendo demasiado importante para los reyes saudíes, y China no está en posición de reemplazar a los norteamericanos. Pero hay otro panorama plausible: que los líderes saudíes, irritados por el papel dominante que ejerce Washington, vean en las propuestas chinas la oportunidad de romper sus vínculos con Washington y adquirir una mayor capacidad de maniobra en los asuntos mundiales. «Estamos abriendo nuevas vías dirigiéndonos al Este —declaró el príncipe Walid bin Talal, un adinerado inversor saudí y miembro de la familia real, durante la visita de Hu a Riad en 2006—. China es un gran consumidor de petróleo. Arabia Saudí necesita abrir nuevas vías diferentes a Occidente. Por tanto, esto es bueno para ambas partes.»80 Es posible que ésta no sea para Washington motivo de pesadillas, pero es el principio de una tendencia a largo plazo cuyo resultado final podría ser demoledor para las estrategias que una administración estadounidense tras otra ha aplicado en el Golfo.
Igual que la noche sigue al día, Japón e India siguen a China al Golfo Pérsico en busca de recursos energéticos prometedores. Ambos países llevan mucho tiempo dependiendo del Golfo para obtener una parte importante de sus importaciones de petróleo, y prevén depender más de la región en el futuro. De hecho Japón, que compra en el Golfo el 81 por ciento de su suministro total de petróleo, puede que sea la potencia más dependiente de sus reservas energéticas.81 Admitiendo que la diversificación en el grado que sea no los liberará de su dependencia del Golfo, estos países, como China, han intentado establecer una posición más segura en esa zona, por medio del uso intensivo de la diplomacia y de la adquisición de derechos de producción.
De los dos, Japón ha sido el más agresivo. Durante muchos años, la empresa japonesa Arabian Oil Company (AOC) tuvo una concesión en los campos submarinos de Jafji y Hout, en la Zona Neutral entre Kuwait y Arabia Saudí, pero perdieron sus derechos sobre la porción saudí de los campos en el año 2000, y los de la parte kuwaití en 2003. A pesar de ello, AOC sigue realizando servicios técnicos para los propietarios kuwaitíes del campo, y tiene derecho a adquirir 100.000 barriles diarios de crudo de Jafji.82 Cuando sus pérdidas se hicieron evidentes, Tokio acudió enseguida a Irán en busca de ayuda, y tuvo un éxito inicial en enero de 2003, cuando Inpex —que antes fuera parte de la empresa estatal japonesa National Oil Company— adquirió una participación del 20 por ciento en dos campos petrolíferos submarinos, Soroush y Nowruz, que en aquel entonces explotaba Shell según un contrato «de recompra» con la National Iranian Oil Company (NIOC).83 (Según este acuerdo, los operadores extranjeros explotan un campo y disfrutan de su producción durante un número determinado de años, antes de devolver la producción a la compañía petrolífera nacional.)
En febrero de 2004 Inpex obtuvo un triunfo incluso mayor, cuando la compañía firmó un contrato por 2.000 millones de dólares con NIOC para obtener una participación del 75 por ciento en el gigantesco campo Azadegan, en el rincón noroeste del Golfo Pérsico. Se calcula que Azadegan, descubierto en 1999, contiene hasta 26.000 millones de barriles de petróleo, convirtiéndolo en el mayor yacimiento petrolífero descubierto en Irán en más de treinta años. Dado el enorme tamaño de Azadegan y su rendimiento previsto —más de 250.000 barriles diarios—, esto se consideró un verdadero éxito para Inpex y un gran paso en el impulso de Tokio para aumentar el petróleo producido por las empresas respaldadas por el Gobierno.84
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que el proyecto de Azadegan empezara a desbaratarse. Al darse cuenta de que necesitaría ayuda para administrar una empresa tan grande y compleja, Inpex buscó socios en Europa que le ofrecieran ayuda financiera y técnica, pero las compañías europeas se mostraron renuentes incluso a proporcionar servicios técnicos, por miedo a represalias de Washington, gracias a la Ley de Sanciones Irán-Libia, emitida por el Congreso de Estados Unidos en 1996, y que impone duras penas a las empresas extranjeras que hagan negocios con Irán. Entretanto, los furiosos políticos estadounidenses empezaron a presionar al Gobierno japonés (que tiene una participación del 29 por ciento en Inpex) para que cancelasen el proyecto; afirmaban que semejante empresa obstaculizaría los esfuerzos de Estados Unidos para aislar a Teherán y obligarle a abandonar sus actividades de enriquecimiento de uranio. El efecto que esto tuvo sobre el Gobierno japonés —que depende de Estados Unidos para su seguridad última— fue evidente enseguida.85 Inpex evidenció una gran lentitud para ponerse a trabajar en el campo, lo cual originó amenazas por parte de las autoridades iraníes; por último, en octubre de 2006, NIOC canceló la participación del 75 por ciento de Inpex en el proyecto (dejándoles un interés del mero 10 por ciento), sosteniendo que Inpex no había cumplido su obligación contractual de empezar el trabajo dentro de un periodo de tiempo razonable tras la firma del contrato.86
Admitiendo los problemas a largo plazo que conllevaba la creación de vínculos más estrechos con Irán sin perder por ello la alianza con Estados Unidos en Asia, los japoneses tiraron por otro camino que ya habían recorrido los chinos y empezaron a fomentar las relaciones con Arabia Saudí, esperando, sin duda, como los chinos, obtener el derecho de explotación de campos de petróleo y gas prometedores en la Zona Vacía. Los dirigentes japoneses, recién llegados al juego, intentaron compensar el tiempo perdido cortejando asiduamente a los líderes saudíes. Sólo tres meses después de la visita anterior del rey Abdullah a Pekín de 2006, que sentó un precedente, el primer ministro Junichiro Koizumi convenció a la segunda figura en importancia de la realeza saudí, el príncipe heredero Sultan, a embarcarse en una visita de Estado de gala a Tokio, donde recibió un privilegio del que disfrutan pocos visitantes extranjeros: una audiencia con Akihito, el emperador de Japón.87
El sucesor de Koizumi, Shinzo Abe, retomó el asunto donde el primero lo había dejado, viajando al Golfo en una dilatada visita oficial en abril de 2007. Como Hu Jintao un año antes, Abe voló directamente desde una reunión pro forma en Washington con George W. Bush a un encuentro al que se dio mucho bombo y platillo, con las autoridades saudíes en Riad. «No necesitamos palabras para expresar la importancia que tiene para Japón Oriente Próximo», dijo a sus anfitriones saudíes. Lanzando su «política hacia el Este», Abe prometió «una nueva era de relaciones japonesas con la región».88 Mientras estaba en Riad, firmó un acuerdo único según el cual Saudi Aramco tendrá permiso para almacenar grandes cantidades de petróleo en la isla de Okinawa para reenviarlas por toda la región del Pacífico asiático; a cambio, los saudíes se comprometieron a dar a Japón la primera opción a esos suministros en momentos de emergencia. En un trato separado que Abe aprobó durante una visita colateral a Abu Dhabi, el Banco Japonés de Cooperación Internacional acordó prestar 1.000 millones a la Abu Dhabi National Oil Company destinados al desarrollo de su infraestructura, a cambio de una ampliación de los contratos de suministro de petróleo con Japón.89
Los japoneses siguen con la vista fija en Iraq, un país en guerra, como fuente futura de petróleo. Durante una visita a Tokio en octubre de 2006, al ministro iraquí del petróleo Hussein al-Shahristani le prometieron unos 20.000 millones de yenes (170 millones de dólares) en préstamos para actualizar una refinería cerca de Basra, y una ayuda económica adicional para reconstruir la infraestructura petrolífera iraquí, muy perjudicada. Además, dos compañías japonesas, la Arabian Oil Company y la Japan Petroleum Exploration Company (Japex) proporcionan al Ministerio Iraquí del Petróleo diversos tipos de ayuda tecnológica.90 «No queremos perder el barco que nos lleva a las vastas reservas de petróleo de Iraq», dijo a los periodistas Shin Hosaka, director de la división de petróleo y gas del ministerio de Comercio japonés, en octubre de 2006.91
India también ha comenzado a usar una intensa diplomacia para abrir las puertas a una ampliación de la inversión por parte de las compañías estatales en proyectos del Golfo Pérsico relacionados con el petróleo y el gas. Dada su relativa proximidad al Golfo, hace mucho que los indios dependen de Irán, Arabia Saudí y otros suministradores locales para obtener una parte sustancial de su petróleo importado; ahora, concediendo más importancia al gas natural, han procurado complementar la adquisición de combustible con la participación en empresas de producción regionales.
Hasta el momento, las empresas indias han conseguido sus mayores éxitos en Irán. En noviembre de 2004, la Indian Oil Corporation (Indian Oil), una empresa estatal, anunció una empresa conjunta de 3.000 millones de dólares con Petropars, de Irán, subsidiaria de NIOC, para explotar un gran bloque del campo submarino de gas natural Pars Sur, uno de los mayores del mundo, y para contribuir a la construcción de unas instalaciones de licuefacción para la exportación de LNG a India.92 Un año más tarde, se concedió al consorcio Indian Oil-Petropars un bloque en el campo de gas Pars Norte, un depósito de gas natural no relacionado con el anterior; se prevé que este proyecto conlleve también una fábrica de LNG y la infraestructura asociada.93
Hay al menos un aspecto de esta relación que ha provocado una considerable incomodidad en Washington: un plan indo-iraní para construir un gasoducto para gas natural de 2.600 km que iría del este de Irán a India, pasando por Pakistán. El gasoducto «Irán-Pakistán-India» (IPI), que se calcula costará entre 3.000 y 4.000 millones de dólares, permitiría a los iraníes enviar gas natural a India sin pasar por el proceso difícil y costoso de la licuefacción. Por este motivo, las autoridades de Nueva Delhi lo favorecen tanto, a pesar de que ello conlleve superar su tradicional hostilidad hacia Pakistán.94
El proyecto IPI ha consternado a los responsables políticos de la administración Bush, que han aumentado sus esfuerzos para debilitar las relaciones de India con Irán, tradicionalmente estrechas. «Todo el mundo conoce nuestra opinión sobre Irán —declaró la secretaria de Estado Rice a la prensa después de reunirse con los políticos indios en Nueva Delhi, el 16 de marzo de 2005—. Hemos transmitido al Gobierno indio nuestra preocupación sobre la colaboración en la construcción de un gasoducto entre Irán e India».95 India, sin embargo, no está tan obligada a Washington como lo está Tokio. El ministro indio de Asuntos Exteriores, Natwar Singh, señaló enseguida que su país seguiría construyendo el gasoducto. «No tenemos ningún tipo de problema con Irán», declaró.96
Cuando los reiterados intentos de convencer a Nueva Delhi de que se echara atrás con el proyecto resultaron infructuosos —la perspectiva de imponer sanciones a los indios resultaba de lo menos apetecible—, es evidente que la administración Bush decidió ofrecer grandes incentivos para cancelar el proyecto. El 2 de marzo de 2006, el presidente Bush viajó a Nueva Delhi y anunció un plan notable para proporcionar combustible nuclear y tecnología al programa del reactor civil indio, a cambio de la promesa por parte de India de abrir esos reactores a la inspección internacional y, según se suponía, de otra promesa tácita: dejar correr el proyecto del gasoducto.97 Aunque este paso se describió en Washington como un avance estratégico, destinado sobre todo a mejorar las relaciones entre India y Estados Unidos, el plan también se vendió como una solución al creciente problema de India con la energía. «[Este] acuerdo aborda la creciente necesidad energética de India para su boyante economía», explicaba una hoja informativa de la Casa Blanca.98 No obstante, y a pesar del fuerte respaldo gubernamental de ambos países, se han suscitado algunas objeciones al acuerdo nuclear; en el Congreso estadounidense, porque eximirá a India de las medidas de no proliferación impuesta a otros países; y en el Parlamento indio, porque impone al sistema nuclear del país, tan publicitado, algunas restricciones. Por tanto, aún no está claro si el acuerdo acabará ratificándose.99
Como los japoneses, los indios han descubierto que forjar vínculos estrechos con Irán puede provocar intensas presiones de diversos tipos por parte del Gobierno estadounidense, que es totalmente iranofóbico. Por tanto, también los políticos indios han seguido el tan trillado camino hacia la realeza saudí. Inmediatamente después del viaje de 2006 del rey Abdullah a Pekín, los indios le convencieron para que regresara a su país pasando por Nueva Delhi, donde se le agasajó con un fervor parecido al que evidenciaron los máximos responsables políticos chinos. Cuando concluyó su visita, Abdullah firmó una «Declaración de Delhi», que propugnaba la cooperación indo-saudí en materia energética, siguiendo la misma línea que la que se establecía en el protocolo chino-saudí recién firmado.100
Incluso más que los chinos, los japoneses y los indios son conscientes del riesgo de provocar a Estados Unidos en el Golfo. Pero eso no altera el panorama general. Lo que dijo el príncipe Walid bin Talal de las relaciones entre Arabia Saudí y China en 2006 se podría aplicar con la misma validez a India y Japón: «Estamos abriendo nuevas vías, marchamos hacia el Este».
Los rusos, ricos en recursos, no se han visto atraídos al Golfo por la necesidad de obtener más importaciones de hidrocarburos; Vladimir Putin y sus máximos responsables se han sentido atraídos por el deseo de aumentar el provechoso comercio de su país en el sector de la energía, y de ejercer mayor influencia geopolítica. Por tanto, también Moscú ha estado incitando a las principales compañías energéticas a que busquen o fortalezcan los vínculos con las compañías petroleras nacionales del Golfo, mientras que el propio Putin ha encabezado un aumento considerable de la exportación rusa de armas a la zona.
Cuando Saddam Hussein aún ostentaba el poder, las compañías rusas hicieron un esfuerzo conjunto para garantizar contratos de explotación y de producción en Iraq. Por ejemplo, un consorcio encabezado por Lukoil obtuvo el derecho de explotar el enorme campo iraquí de Qurna Occidental, con unas reservas calculadas de 11.300 millones de barriles de petróleo.101 El estatus de éste y otros contratos firmados en la era de Hussein se pusieron en tela de juicio debido a la invasión estadounidense, y permanecieron en el aire durante las primeras negociaciones sobre las disposiciones de una nueva ley de hidrocarburos. Lukoil tenía todos los motivos para creer que sus pretensiones a Qurna Occidental quedarían confirmadas por el nuevo régimen de Bagdad cuando el ministro del Petróleo iraquí Hussein al-Shahristani viajó a Moscú en agosto de 2007 e invitó a las compañías rusas a invertir en su país.102 Sin embargo, esas esperanzas se vieron defraudadas pronto cuando el Gobierno iraquí —presuntamente debido a la presión de sus asesores estadounidenses— comunicó a Lukoil a finales de octubre que el contrato quedaba rescindido.103
Moscú, cuyo acceso a Iraq ha quedado aparentemente bloqueado por el momento, ha recurrido a los otros países del Gol-fo Pérsico. En una acción inusualmente osada, Putin entabló conversaciones con Arabia Saudí y Qatar durante visitas trascendentales a ambos países en febrero de 2007. Voló a Riad inmediatamente después de criticar con dureza la política extranjera estadounidense durante una conferencia de seguridad internacional celebrada en Munich. «Estados Unidos ha sobrepasado sus fronteras nacionales, y en todos los sentidos —declaró en la conferencia—. Esto nos empuja al abismo de un conflicto tras otro, lo cual hace que las soluciones políticas sean… imposibles.»104 Imaginemos, por tanto, la consternación en Washington cuando los máximos responsables políticos se enteraron de que el rey Abdullha había recibido a Putin con alfombra roja, acompañada de un saludo de veintiuna salvas.105 «No cabe duda de que Rusia tiene un papel fundamental para conseguir la paz», declaró Abdullah a la agencia de prensa rusa Itar-Tass en aquel momento… añadiendo sal, sin duda, a las heridas de Washington.106
Ridiculizando la idea de que Arabia Saudí y Rusia —los proveedores de petróleo números uno y dos a nivel mundial— están destinados a competir en el campo de la energía, Putin insistió que existe mucho terreno para la colaboración. «A primera vista… parece que somos rivales, pero considerando la creciente demanda mundial de energía, no es así —dijo en una reunión entre hombres de negocios rusos y saudíes—. Nos resultará fácil encontrar puntos en común.» Como evidencia de esto, Putin comentó que Lukoil era el principal operador en la explotación de un rico campo de gas natural situado en el Bloque A, en la Zona Vacía del reino, y que Stroitransgaz, rama de ingeniería de Gazprom, era contratista de Saudi Aramco.107 También debatió con las autoridades saudíes la formación de una asociación de exportadores de gas natural, o un cártel —una «OPEP del gas»—, junto con otros tipos de colaboración en el sector energético. Además, Putin abordó el tema de la venta de armas rusas a Arabia Saudí, lo cual al parecer es un tema que ha estado presente en las agendas de ambos países durante bastantes años.108
Desde Riad, Putin viajó a Doha, capital de Qatar, donde se reunió con el líder del emirato, el jeque Hamad bin Khalifa al-Thani. «Pretendemos desarrollar relaciones especiales entre Qatar y Rusia», declaró el jeque Hamad cuando llegó Putin, sin duda alertando de nuevo a los observadores de Washington, que consideran Qatar un firme aliado en la región.109 (Hay una importante base aérea estadounidense a las afueras de Doha.) Putin y el emir también sopesaron los méritos de un cártel de gas natural, una opción realmente amenazadora desde el punto de vista de cualquier nación importante consumidora de energía.110 «Es importante colaborar y ayudarnos mutuamente —declaró Putin tras la reunión—. También trabajamos juntos para defender los intereses de los exportadores de gas, y para coordinar nuestras relaciones con los consumidores.»111
Rusia también ha buscado establecer vínculos estrechos en el sector energético con Irán. Gazprom ha analizado el establecimiento de relaciones directas con las reservas de gas iraníes para el posible trasvase futuro de gas iraní a Europa mediante su amplísima red de gasoductos. Esto explicaría la insistencia de Gazprom en adquirir un gasoducto aparentemente insignificante en el sur de Armenia, de 39 km, que pronto se convirtió en la única conexión existente entre la red de gasoductos iraní y el sistema de Gazprom en el Cáucaso y el sur de Rusia. Teniendo en sus manos este conducto, sería posible teóricamente que los iraníes canalizaran una parte de su excedente de gas a través de Rusia. Para añadir credibilidad a esta suposición, Vladimir Putin firmó un acuerdo de colaboración energética con el presidente Mahmud Ahmadineyad, de Irán, en un encuentro de Estados del mar Caspio en Teherán, el 16 de octubre de 2007. Según los informes de prensa, las empresas rusas e iraníes buscarán «la coordinación de la política mercantil en la esfera de las importaciones», un indicio de los esfuerzos futuros para conectar los sistemas de gasoductos de ambos países. A las compañías rusas —presuntamente lideradas por Gazprom— también las invitaron a participar en la explotación del descomunal yacimiento de gas natural iraní Pars Sur, situado en el Golfo Pérsico.112
Putin participó en la reunión celebrada en octubre de 2007 con otro propósito en mente: disuadir a Estados Unidos de lanzar un ataque contra Irán. En la cumbre de jefes de Estado regionales, el presidente ruso encabezó la firma de una declaración de cinco naciones afirmando que ninguno de los países que rodea el Golfo Pérsico permitirá que su territorio se utilice como base desde la cual efectuar ataques militares contra cualquiera de los otros. «Ni siquiera deberíamos pensar en utilizar la fuerza en esta región», declaró Putin en la reunión.113 Mientras estaba en Teherán, Putin también prometió completar los trabajos en el reactor nuclear construido por los rusos en Bushehr, al sur de Irán, demostrando una vez más el respaldo de Moscú. (Dos meses después Moscú anunció las primeras entregas de combustible nuclear a Bushehr.) Putin, sin manifestar ninguna simpatía por los esfuerzos estadounidenses para aislar económicamente a Irán (y no sólo políticamente), utilizó su visita para presionar sobre una serie de otros tratos comerciales, incluyendo la venta de aviones de pasajeros Tupolev 214 y 334.114 (Quizá como represalia por estos actos, la administración Bush presionó al Gobierno iraquí para que tomase la decisión, anunciada dos semanas más tarde, de que a Lukoil se le denegaba el acceso al campo petrolífero de Qurna occidental.)
China, India y Japón, aunque son plenamente conscientes de la posición dominante de Estados Unidos en la región del Golfo Pérsico y de su intolerancia frente a las provocaciones flagrantes, parecen decididos a eludir las defensas norteamericanas de todas las maneras posibles. En este proyecto se muestran incansables: si los esfuerzos de hoy resultan inútiles, están dispuestos a probar de nuevo mañana y pasado mañana, dedicados a la búsqueda incesante de suministros adicionales de petróleo y de gas. Debido a la vastedad de los recursos energéticos en juego, resulta difícil cuestionar la lógica de esta forma tan implacable de actuar.
En su intento de afianzar su posición en el Golfo, estos países no es que opten deliberadamente por enfrentarse a Estados Unidos, pero puede que eso tenga poca importancia. Seguro que Washington considera esos proyectos como desafíos implícitos a su autoridad. Esto ha sido evidente, por ejemplo, en la reacción histérica de Washington al trato que hizo India con Irán sobre el gasoducto que, desde el punto de vista de Nueva Delhi, no era más que una empresa comercial. Dada la importancia esencial conferida al Golfo en la gran estrategia estadounidense, es probable que estos conflictos potenciales vuelvan a surgir una y otra vez, a medida que la lucha por las reservas menguantes de petróleo y gas se vaya recrudeciendo.
Por supuesto, el interés que siente Rusia por el Golfo es distinto, y quizá va más directamente destinado a desafiar el poderío y el prestigio estadounidenses en el mundo. El hecho de que haya surgido un número tan elevado de competidores cuando la posición de Estados Unidos en el Golfo se ve amenazada por los insurgentes de Iraq y por los críticos de la guerra en su propio país contribuye a la gravedad del dilema de Washington. Aunque nadie duda que el Golfo sigue siendo un «lago estadounidense» desde el punto de vista puramente naval, van aumentando los indicios contra la dominancia estadounidense, por parte tanto de los enemigos declarados como Irán como por la de los aliados de Estados Unidos. Quizá quepa destacar una afirmación chocante que hizo en marzo de 2007 el rey saudí Abdullah, cuando dijo que la ocupación estadounidense de Iraq era «ilegal», y que los países árabes deberían colaborar para resolver los problemas regionales a fin de evitar que sea Estados Unidos quien determine su destino.115 Aunque este comentario tan directo de Abdullah no puede atribuirse directamente a la enérgica diplomacia de los chinos, los rusos y otros países, no cabe duda de que su presencia creciente en la zona ha proporcionado a los saudíes y a sus vecinos mucho más espacio en el que maniobrar, mientras erosiona lentamente el papel despótico de Estados Unidos en el Golfo Pérsico, un proceso que, sin duda, irá cobrando más impulso en los años venideros.