De entre todas las características del nuevo orden energético internacional, ninguna es más sorprendente ni trascendental que la aparición de «Chindia» —un nombre que compendia esos dos motores económicos combinados, China e India— y de otros países en desarrollo en su papel de grandes consumidores. Hasta hace poco, la caza mundial de los recursos vitales había estado dominada, casi por completo, por las desarrolladas e industrializadas grandes potencias. Tres centros de poderío económico —Estados Unidos, Japón y Europa— devoraban la inmensa mayoría del petróleo, el gas natural, el carbón, el uranio y otras fuentes primarias de energía usadas por todo el mundo, junto con unas cantidades desproporcionadas de otros bienes de consumo industrial como hierro, cobre, aluminio y estaño. Sin embargo, durante los últimos diez años aproximadamente, impetuosos y jóvenes competidores se han abierto paso firme al terreno de juego, con unas economías rugientes que devoran cantidades colosales de materias primas sólo para poder mantener su índice explosivo de crecimiento. La aparición de esos nuevos consumidores tan seguros de sí mismos ha alterado completamente el campo de batalla de los recursos.
No es un misterio qué país se ha puesto en cabeza con creces entre esos nuevos competidores: la República Popular de China. El auge de China, que hasta un momento tan reciente como los años ochenta no era más que un jugador de poca monta en el terreno de la rivalidad mundial por los recursos, ha sido realmente increíble. Pongamos el caso del petróleo: en 1980 consumía una cantidad relativamente modesta de 1,7 millones de barriles diarios. Hacia 1990, su consumo de petróleo había ascendido a 2,3 millones al día, colocando a China en el quinto lugar de la lista de consumidores, por detrás de Alemania, Estados Unidos, Japón y Rusia; en 2006, con un prodigioso consumo de 7,4 millones de barriles diarios, ha superado a todos los demás países menos a Estados Unidos. En esa época, y en lo relativo al mineral de hierro, cobre, aluminio y muchos otros minerales industriales, China había sobrepasado a Estados Unidos en consumo total. Todos los indicios sugieren que, con el aumento de su demanda de energía y de minerales, China cada vez se acercará más a Estados Unidos en cuanto al consumo bruto de recursos.
En un punto menos avanzado de la curva del consumo de recursos —pero avanzando con rapidez— tenemos a la India. Después de unas décadas de crecimiento relativamente lento, está tomando la delantera en el terreno de la producción industrial, generando una demanda voraz de energía y otros materiales básicos. En 1990 era el consumidor número doce de petróleo; en 2005 ya se había situado en la sexta posición, a punto de superar al número cinco, Rusia, y al cuatro, Alemania. Si India, al igual que hace China, sigue su curva de crecimiento actual, buscará cada vez con más intensidad suministros crecientes de energía y otras materias primas.
Juntas, se espera que China e India sean responsables de casi la mitad del aumento de la demanda de energía mundial durante el próximo cuarto de siglo, transformando por completo la ecuación energética internacional. «El ritmo sobrecogedor del crecimiento económico chino e indio en los últimos años, que supera con creces al de otros países importantes, ha disparado radicalmente sus necesidades de energía, teniendo que importar una parte cada vez mayor de ésta», observaba en 2007 la Agencia Internacional de la Energía. La Agencia advertía que, aunque este aumento de la demanda es una fuente potencial de beneficio económico para algunos, es probable que someta a una tremenda presión la infraestructura energética mundial. Si se calcula que las nuevas fuentes de suministro no satisfarán la demanda creciente, «no se puede descartar» una «crisis de suministros» en los próximos años.1
Para garantizar que sus países no se queden atrás frente a las antiguas potencias en esa lucha inevitable por los recursos que consideran necesarios, los líderes de China y de India han estado recorriendo medio mundo, buscando nuevas oportunidades de inversión y haciendo pujas por cualquier activo prometedor que aparezca en el mercado. Los aspectos formales de estos acuerdos de adquisición se delegan entonces, habitualmente, en empresas propiedad del Estado o controladas por éste, como CNOOC y Sinopec en China o la Oil and Natural Gas Corporation en la India. Los líderes de ambos países también han procurado forjar alianzas estratégicas entre sus empresas energéticas nacionales y las de los principales países productores de energía en África, Latinoamérica, Asia central y Oriente Próximo.
En su búsqueda mundial de recursos, China e India se han considerado a veces competidores, pero también han empezado a buscar vías de colaboración para evitar escaramuzas de subasta que los debilitarían. Se han firmado algunos acuerdos preliminares, induciendo a hablar (aunque no a llevar a la práctica) de «Chindia», es decir, una amalgama económica de ambos países. Si bien semejante cooperación está plagada de incertidumbres, cualquier asociación de dos economías tan dinámicas como éstas, por informal que sea, podría resultar verdaderamente formidable.
Cuando el Partido Comunista Chino (PCC) se hizo con el control efectivo del país en octubre de 1949, después de una agotadora guerra civil, China era una nación desolada, atrasada, empobrecida. A pesar de su enorme población y de su riqueza potencial, su producto interior bruto (PIB) era inferior al 3 por ciento del de Estados Unidos. Como respuesta al anhelo nacional de obtener estabilidad y de crecer, el PCC, dirigido por su presidente, Mao Zedong, se entregó a la expansión económica y a la reconstrucción de la derruida infraestructura del país. Como declaró Song Qingling, la viuda de Sun Yat-sen (fundador de la república china en 1911) en una fiesta celebrada en mayo de 1950 en Shanghái: «Traeremos un grado de prosperidad a nuestra ciudad y a China que nunca antes hemos conocido en nuestra larga historia».2 Impulsado por este tipo de celo nacionalista, el país alcanzó realmente un considerable crecimiento económico en los años cincuenta y principios de los sesenta.
Mao, tras haber supervisado esta fase de expansión económica relativamente impresionantes (acompañada, no obstante, de una serie de reveses importantes, incluyendo la desastrosa colectivización del «gran salto adelante» en 1958-1960), empezó a poner en tela de juicio el valor del crecimiento ilimitado. Temiendo que la industrialización constante y la reforma agrícola dieran como resultado la perpetuación, incluso la acentuación, de las distinciones entre clases, y que los directores de fábrica, los intelectuales y los burócratas del Partido Comunista formasen un nuevo estrato privilegiado que ocupara el lugar de los antiguos gobernantes mandarines en China, Mao lanzó la «gran revolución cultural proletaria» en 1966. Legiones jóvenes e idealistas de Guardias Rojos —en su mayor parte estudiantes de instituto y de universidad que blandían las obras de Mao— asaltaron fábricas, escuelas e instituciones gubernamentales, exigiendo el cese de los responsables y su «reeducación» por medio del duro trabajo manual en el campo. El resultado, como era de esperar, fue el caos socioeconómico, en el que se redujo considerablemente el rendimiento industrial y agrícola y murió un elevadísimo número de chinos. Al final Mao intentó detener el alud que los arrastraba al desastre haciendo intervenir al ejército chino —el Ejército Popular de Liberación— para restaurar el orden, pero a esas alturas el perjuicio causado a la economía ya era impresionante.3
A mediados de los años setenta, a medida que la salud de Mao empezó a empeorar, en la cúpula del Partido Comunista se produjo un cisma debido a una lucha implacable por el poder entre radicales, que pretendían institucionalizar los ideales utópicos de la Revolución Cultural, y una facción más moderada, que deseaba poner el crecimiento económico por delante de la lucha de clases. Durante un tiempo no estuvo claro qué grupo iba a prevalecer: el sector radical, dirigido por Zhang Chunqiao (ideólogo de Shanghái) y Jiang Qing (la cuarta esposa de Mao), o el sector moderado, dirigido por Hua Guofeng (un incondicional del Partido nombrado primer ministro a principios de 1976) y Deng Xiaoping (ex secretario del Partido expulsado de su cargo durante la Revolución Cultural, y que no fue rehabilitado hasta 1973).
El asunto no se concluyó hasta después de la muerte de Mao en septiembre de 1976, cuando Zhang y Jiang fueron expulsados del poder y el sector moderado consolidó su control sobre el Partido… y sobre el país. Como nueva cabeza visible del Gobierno y presidente del Partido, Hua promulgó lo que llegó a conocerse como «las cuatro modernizaciones»: la expansión vigorosa y despolitizada de la agricultura, la industria, la defensa y la ciencia (combinada con la tecnología). Se retomaron muchas de las iniciativas industriales congeladas por la Revolución Cultural, y China entró en un periodo de crecimiento económico renovado.4
En esos años, el poder gravitó cada vez más hacia el principal arquitecto de la reforma, Deng Xiaoping. Deng, declarando que el crecimiento económico debería superar a la reconstrucción social como máxima prioridad del Partido, supervisó la privatización de la agricultura y la introducción de reformas mercantiles en la industria. «Durante la “Revolución Cultural” se creía que un comunismo pobre era preferible a un capitalismo rico—explicó posteriormente, pero, insistió—: la principal tarea del socialismo es desarrollar las fuerzas productivas, mejorar sin cesar la vida del pueblo e incrementar constantemente la riqueza material de la sociedad. Por consiguiente, no puede haber comunismo con pauperismo… Por tanto, enriquecerse no es pecado».5 Hipnotizados por este nuevo punto de vista sobre el crecimiento económico (muy diferente del de Mao), los chinos reunieron un considerable talento empresarial y, bajo el lema «enriquecerse es glorioso», se lanzaron a las actividades productivas.
Hacia 1986, era evidente que la economía de China había experimentado una transformación fundamental.6 En lugar de un sistema económico centralizado, de estilo soviético, la mayoría de compañías industriales y unidades agrícolas tenía ahora la capacidad de tomar sus propias decisiones, recompensar a los trabajadores productivos y creativos con beneficios materiales, y participar en otras prácticas impulsadas por el mercado. El periodista británico John Gittings escribió en su obra The Changing Face of China: «Con una agricultura privatizada de verdad y con el objetivo de obtener beneficios como la fuerza dominante aceptada en toda la economía, el escenario de 1989… era inimaginable a principios de la década». En esa época, «los incentivos materiales, la autonomía empresarial [y] el fomento de la competencia» se habían convertido en la norma.7 Libres para atraer el capital extranjero y desarrollar nuevos productos para la exportación destinados a los mercados extranjeros que los esperaban, las empresas chinas obtuvieron todo un récord de producción y ventas. El resultado neto fue un ascenso casi antigravitatorio del crecimiento económico, que hizo que el PIB alcanzase los 1.100 billones de dólares en 2000, diez veces la cifra de 1970.8
Entrando a toda velocidad en el siglo XXI, la expansión económica china no ha mostrado indicios de aminorar la marcha. El índice de crecimiento anual durante los seis primeros años del nuevo siglo ha rondado el 10 por ciento, y la mayoría de economistas afirma que este elevado índice se mantendrá durante el resto de esta década y más allá. En 2004, con un PIB calculado en 1.900 billones de dólares, China se colocó en sexta posición entre las grandes economías mundiales; en 2005 pasó por delante de Gran Bretaña y Francia para colocarse en cuarto lugar; y muchos analistas predicen que en 2008 superará a Alemania para arrebatarle la tercera posición. La verdad es que algunos analistas piensan que si los resultados económicos de China se recalibrasen para reflejar el valor artificialmente bajo de su moneda, estaría pisándole los talones a Japón como el segundo poder económico del mundo.9
Dado semejante índice de crecimiento, cualquier Gobierno podría dormirse en los laureles con toda justicia. Pero para el Partido Comunista Chino, que sigue gobernando una nación económicamente «libre» pero políticamente encadenada, el crecimiento rápido de este tipo se ha convertido en su propia razón de existir. En determinado momento, el Partido pudo afirmar que su derecho a gobernar nacía de su compromiso inquebrantable con el establecimiento de una sociedad igualitaria, sin clases, pero ese objetivo hace mucho tiempo que fue arrojado por la borda. Hoy día, la autoridad del Partido para gobernar nace, principalmente, de su éxito al elevar el estándar de vida. «La prosperidad comunitaria no es un objetivo inalcanzable», explicó en 2005 el secretario general del PCC, Hu Jintao; más bien, se ha convertido en «el principio básico y el objetivo del socialismo».10 El Partido, que es claramente reacio a conceder derechos políticos a sus ciudadanos, debe seguir transmitiendo sus promesas económicas si pretende conservar la lealtad de sus súbditos.
Una manera de evaluar el extraordinario grado de crecimiento chino es fijarse en la acumulación ininterrumpida de dólares, yenes, euros y otras monedas extranjeras en sus bancos y fondos de inversión; otra manera más concreta subyace en esa alucinante epidemia nacional de expansión industrial, desarrollo de infraestructuras y acumulación personal de bienes. De la noche a la mañana han surgido nuevas fábricas, refinerías, centrales eléctricas, autopistas, puentes, presas, puertos, aeropuertos, vías férreas, centros comerciales, escuelas, hospitales, hoteles, estadios y urbanizaciones de protección oficial. Las pequeñas aldeas son ahora ciudades, y las ciudades son metrópolis inmensas. Además, den-tro de esas ciudades los bienes materiales que poseen los ciudadanos de a pie han aumentado su cantidad y su valor. La producción de neveras en China ha pasado de 5,9 millones de unidades en 1993 a 15,9 millones en 2002; las lavadoras, de 8,9 millones a 15,9 millones; los automóviles turismos han pasado de ser 240.000 a más de un millón,11 y la propiedad de esos bienes de consumo básicos se ha acelerado desde entonces. Por supuesto, no todo el mundo se ha beneficiado de esta explosión de riqueza personal —hay decenas de millones de campesinos empobrecidos que han perdido terreno durante estos años—, pero cada vez son más los ciudadanos a quienes les va bien; se suman al grupo más grande de seres humanos que lograron salir de la pobreza y alcanzar la comodidad de la clase media en el espacio de una sola generación.12
Una forma de apreciar este tremendo auge es observar la ciudad de Shanghái, el máximo puerto en el sur del país y un verdadero núcleo comercial, donde unos 4.000 rascacielos —casi el doble de los que hay en la ciudad de Nueva York— ocupan ahora un horizonte abarrotado. Y el futuro promete seguir igual: se ha previsto que, a finales de la primera década del siglo XXI, se hayan construido otros 1.000 rascacielos, junto con complejos de apartamentos y centros comerciales de una magnitud increíble. La mayoría de esos edificios tiene aire acondicionado durante el verano; la mayoría dispone de ordenadores personales y de otros aparatos electrónicos avanzados, así como de una amplia gama de electrodomésticos, alimentados por una vasta red eléctrica. Además, para trasladar al trabajo a los 13 millones de personas, aproximadamente, que viven en Shanghái, la ciudad está construyendo autopistas a un ritmo anonadante, y añadiendo nuevas líneas a su Metro, cuyo tendido ya tiene una longitud de 500 km, siendo uno de los más grandes del mundo.13 La congestión del tráfico es un fenómeno que dura 24 horas cada día, y los vagones del Metro están atiborrados casi siempre, pero aun así la población sigue creciendo, alimentada por ansiosos o desesperados refugiados provenientes del campo, algunos de los cuales simplemente buscan un sueldo mejor en la ciudad, y otros que se han visto obligados a dejar sus tierras y entrar en el mundo perpetuo del empleo mal remunerado.14
Podemos captar otro reflejo de este desarrollo de alta velocidad si observamos los salones del automóvil chinos, donde unos consumidores recién enriquecidos compran vehículos en una cantidad sin precedentes. Hasta finales de los años noventa, los automóviles privados eran la prerrogativa exclusiva de funcionarios del Partido y directivos superiores; hoy día, los ciudadanos normales de clase media hacen cola para comprarse su turismo. «Nuestro nivel de vida ha mejorado hasta el punto en que pensamos que es hora de comprarse un coche bonito», decía Sang Guodong, el propietario de una pequeña fábrica textil, mientras contemplaba los modelos nuevos en un concesionario de Pekín.15 En 2005, los clientes como Sang compraron 5,9 millones de turismos, todo un récord, haciendo que China adelantase a Alemania y a Japón como el segundo mercado mundial del automóvil, por detrás de Estados Unidos. Si las ventas de coches siguen al mismo ritmo temerario que hoy día, China sobrepasará a Estados Unidos como máximo mercado del motor en 2020, cuando en las carreteras chinas habrá en torno a 130 millones de automóviles y camiones; hacia 2030, la flota de vehículos china se calcula que alcanzará los 270 millones de unidades.16
El rápido crecimiento en este sector es un reflejo, en parte, de la demanda acumulada: con los ingresos medios chinos, si se miden en función de su paridad de compra (la capacidad de comprar una serie de bienes básicos con moneda local), que se acerca a los 6.000 dólares anuales —el punto en que los consumidores de otros países en vías de desarrollo han empezado a cambiar sus bicicletas y motos de baja cilindrada por coches privados—, cientos de millones de ciudadanos esperan unirse a las filas de los propietarios de un automóvil por primera vez en su vida. Pero una sociedad cuyos ciudadanos compran automóviles también refleja la decisión estratégica de los líderes chinos en los años noventa: inducir la industrialización y el empleo urbano fomentando el desarrollo de una gran industria del automóvil doméstica. Incitadas por los generosos subsidios y desgravaciones fiscales gubernamentales, durante la última década las empresas privadas o de propiedad estatal —junto con agencias gubernamentales locales— han invertido miles de millones de dólares en el desarrollo de fábricas de automóviles e industrias auxiliares. Como resultado, la industria del motor emplea hoy en torno a 1,7 millones de personas, convirtiéndose en un factor clave en la economía china.17
Para dar cabida a todos esos nuevos vehículos privados, China ha estado construyendo autopistas a un ritmo frenético. Según los planes actuales, añade aproximadamente 3.200 km de autopistas al año a una red nacional ya existente de unos 32.000 km, un proyecto que a la larga proporcionará a China una red de superautopistas más grande que la existente en el sistema interestatal de Estados Unidos. Los gobiernos locales de las principales ciudades también contribuyen con la construcción de autopistas, puentes, túneles, zonas de parking y garajes. A pesar de ello, las calles, carreteras y autopistas del país se congestionan cada vez más, contribuyendo de este modo a un problema ya de por sí grave, el del smog y las emisiones que fomentan el efecto invernadero. En Pekín, por ejemplo, el nivel de óxido nitroso —un contaminante que liberan los vehículos de motor— excede hoy día las pautas sobre aire limpio de la Organización Mundial de la Salud en un 78 por ciento, mientras aproximadamente 1.000 coches nuevos salen a las calles de las ciudades cada día que pasa.18
Todas estas cosas —rascacielos, autopistas, vías férreas, Metro, puentes, aeropuertos, aviones, automóviles y electrodomésticos— tienen algo en común: dependen de un aluvión colosal de materias primas y de una distribución masiva de energía para su construcción, funcionamiento y mantenimiento. Todo edificio grande requiere muchas toneladas de acero y hormigón, junto con contrachapado (para mantener el hormigón en su sitio cuando se vierte), vidrio, y cobre (para el tendido eléctrico); cada autopista necesita unas cantidades colosales de cemento y asfalto; cada coche exige acero, cromo, aluminio y vidrio, más petróleo para desplazarse; los ordenadores y demás aparatos requieren un flujo regular y fiable de electricidad. En otras palabras, la expansión de la infraestructura china ha sido posible gracias a un aumento impresionante en la producción y adquisición de recursos básicos, sobre todo petróleo, carbón, gas natural, mineral de hierro, cobre, aluminio, plomo, estaño, cemento y madera. Sin todo esto, nunca hubieran conseguido todas esas mejoras tan impactantes.
Para apreciar plenamente el alcance y la magnitud del uso que hace China de los recursos no renovables, fijémonos en algunos datos. La producción de acero en bruto en China pasó de 66,1 millones de toneladas métricas en 1990 a 349,4 millones en 2005, una escalada sin precedentes en el mundo. Al principio de este aumento extraordinario, China iba por detrás de Japón, Estados Unidos y la antigua Unión Soviética en la producción de acero; hoy los ha superado a todos. El mismo patrón es el que sigue la producción de cobre y aluminio. En 1993, las fábricas chinas producían 736.000 toneladas métricas de cobre; en 2005, ya eran 2,8 millones de toneladas; durante el mismo periodo, la producción de aluminio en China ascendió de 1,2 a 7,8 millones de toneladas métricas. En cada caso, la producción china en 2005 superó la de todos los demás países por un margen significativo.19
Proporcionar energía a todas las nuevas fábricas, hogares, centros comerciales y edificios de oficinas construidos durante el último cuarto de siglo, y combustible para propulsar los millones de coches nuevos y los autobuses por la creciente red de carreteras chinas, ha supuesto un impresionante aumento en la producción de electricidad, así como en la producción de combustibles y en su importación. En 1990, China consumía aproximadamente 27.000 billones de BTU [British Thermal Units], lo que representa el 7,8 por ciento del consumo mundial de energía; hacia 2006, su consumo neto se había disparado hasta los 68.600 billones de BTU, o sea, el 15,6 por ciento del consumo mundial.20 Durante ese periodo, aumentó su consumo de todas las principales fuentes de energía, sobre todo de carbón, que constituía la mayor parte de su suministro energético, y de petróleo, la segunda fuente primordial. El aumento del consumo de petróleo, que ha pasado de 2,3 millones de barriles diarios en 1990 a 7,4 millones en 2006, resultó especialmente sorprendente: es un incremento superior al 200 por ciento.21
Sin embargo, todas estas cifras se quedan cortas comparadas con la previsión de la demanda energética china futura. Según las previsiones más recientes llevadas a cabo por el Departamento de Energía estadounidense, su consumo neto de energía pasará de los 59.600 billones de BTU en 2004 a 145.500 billones en 2030, un aumento del 144 por ciento. Si estas previsiones resultan ser precisas, el índice de consumo mundial de China aumentará del 1,3 por ciento al 20,7 por ciento, una subida impresionante en tan poco espacio de tiempo. Para obtener esa energía adicional, China tendrá que aumentar su suministro de todas las fuentes potenciales, incluyendo carbón, petróleo, energía nuclear e hidráulica, biocombustibles y gas natural. Pero su aumento previsto de consumo de petróleo es lo que ha llamado más la atención. Según el DoE, su demanda aumentará de 6,4 millones de barriles diarios en 2004 a 15,7 millones en 2030, una cantidad equivalente al uso previsto de Latinoamérica y Oriente Próximo combinados.22
Históricamente, los políticos chinos han dependido todo lo posible de las fuentes energéticas domésticas, un enfoque que adoptaron durante los primeros años del gobierno comunista para inmunizar al país todo lo que fuera posible frente a los efectos de las sanciones económicas y comerciales (como la que Estados Unidos impuso a Cuba tras el ascenso al poder de Fidel Castro) y, en un país empobrecido, para reducir al máximo los gastos de bienes de consumo importados. Gracias a la existencia en el país de grandes yacimientos de petróleo, carbón y otras materias básicas, esta forma de actuar tuvo éxito durante un tiempo. Pero ya no es así. Por ejemplo, el petróleo chino sólo proporcionará en torno a un cuarto de la demanda del país en 2030, y el resto tendrá que importarlo; en esa época tendrá que importar también un porcentaje aún mayor del gas natural que consuma, junto con un suministro vital de uranio. Y aunque China se jacta de tener enormes reservas de carbón, muchos de sus depósitos son de mala calidad o están situados lejos de los centros urbanos costeros e industriales, de modo que Pekín ya ha empezado a importar incluso este portaestandarte de la autosuficiencia energética.23
El proceso de obtener tantísima energía adicional supondrá un reto formidable, que exigirá una inversión prevista de 3.700 billones de dólares durante los próximos 25 años, según la Agencia Internacional de la Energía.24 Y a pesar de todo, cualquier progreso en el rendimiento de granjas y fábricas, la construcción de hogares y oficinas, y cualquier mejora del estilo de vida de los consumidores requerirá el uso de una electricidad y un combustible adicionales. Visto desde la perspectiva correcta: los 86.000 billones de BTU que necesitará China para satisfacer la demanda energética prevista para 2030 equivale a todo el consumo energético europeo durante el año 2007; esto representa el producto combinado de todas las centrales eléctricas, refinerías, reactores, presas hidroeléctricas, yacimientos de gas natural y plantas eólicas de Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, España y otra docena de países. Conseguir esto es una tarea digna de Hércules, que hará que el milagro económico de China sea todo un éxito, o se venga abajo. (Véase la Tabla 3.1.)
En teoría, la responsabilidad directa por las decisiones sobre la adquisición y el uso de energía y otras materias primas no está en manos de los planificadores centrales de Pekín, como en la era maoísta, sino en manos de empresas particulares. Sin embargo, los responsables superiores del Partido y del Gobierno siguen ejerciendo un control considerable sobre estas actividades. En la cumbre del poder político y económico en Pekín se encuentran los líderes del Partido Comunista Chino, concentrado en gran medida en su órgano colegiado político (Politburó) y en su brazo ejecutivo, el Comité Permanente del Politburó. El personaje más poderoso en China, el secretario general del PCC Hu Jintao, también ocupa el cargo de presidente de la Comisión Militar Central, encargada de supervisar las fuerzas armadas del país. La administración cotidiana de las operaciones gubernamentales es responsabilidad del primer ministro, Wen Jiabao, pero las políticas básicas las trazan Hu Jintao y sus colegas del Politburó.
Hu Jintao, nacido en 1942, se formó originariamente como ingeniero hidráulico, pero se ha pasado la mayor parte de su vida profesional como funcionario del Partido Comunista. Después de trabajar como jefe del Partido en la provincia de Guizhou y en la Región Autónoma del Tíbet, fue trasladado a Pekín en 1992 para trabajar en el Comité Permanente del Politburó y para ocupar diversos cargos importantes en la jerarquía del Partido. En 1998, Hu fue nombrado vicepresidente de China y, en 2002, secretario general del Partido. Desde entonces ha consolidado su poder asumiendo la presidencia en 2003 y la de la comisión militar, un centro de poder esencial, en 2004.
Hu no mostró un interés especial en las cuestiones energéticas antes de su elección como jefe del Partido, pero, desde 2002, ha dedicado una gran atención a las necesidades energéticas de China. En lo que debió ser toda una sorpresa para los diplomáticos occidentales, en su primer viaje al extranjero como presidente, en junio de 2003, eligió visitar Kazajistán, uno de los nuevos y más importantes suministradores de energía a China. Hu aprovechó esta ocasión de carga simbólica para revitalizar un plan de Pekín que en aquel entonces estaba parado: la construcción de un oleoducto entre los campos petrolíferos propiedad de China situados al oeste de Kazajistán y el territorio chino.25 También ha desempeñado un papel directo y vigoroso en los esfuerzos de Pekín para aumentar las importaciones de petróleo y de gas de África, la cuenca del mar Caspio y Oriente Próximo.
Está claro que los abundantes esfuerzos de Hu reflejan el punto de vista estratégico del liderazgo chino. El primer ministro Wen ha desempeñado un papel similar en la adquisición de recursos energéticos extranjeros (incluyendo petróleo ruso y uranio australiano), igual que lo ha hecho Ma Kai, principal ministro de la National Development and Reform Commission, una especie de «superministerio» para asuntos económicos.26
Esos políticos, y sus asociados, parecen basarse en un guión común cuando establecen la política energética de sus países, incluyendo una preferencia constante por la energía generada dentro de sus fronteras. Esto es especialmente evidente en el énfasis constante que pone Pekín en la única fuente de energía que China posee en gran abundancia: el carbón. En este sentido no se han amilanado ante las desastrosas consecuencias ecológicas del uso excesivo del carbón. Los chinos también están construyendo presas hidroeléctricas en los pocos ríos que aún fluyen con libertad en su país, y están llegando a los extremos que sean necesarios para desarrollar los depósitos de petróleo y de gas dentro de su territorio, incluyendo las reservas de hidrocarburos en la lejana región autónoma de Xinjiang, y los yacimientos de gas natural poco desarrollados en el mar de la China oriental.27
Pero a pesar de su sincero deseo de depender de las fuentes locales de energía, los máximos responsables saben que las reservas domésticas por sí solas no podrán satisfacer ni de lejos la creciente necesidad del país, sobre todo por lo que respecta al petróleo. Incluso en la mejor de las circunstancias imaginables, no será posible incrementar la producción doméstica muy por encima de los cuatro millones de barriles diarios, cuando, hacia el año 2030, necesitarán quince millones de barriles.28 Para abordar el gigantesco problema de producir esos once millones de diferencia durante las próximas décadas, los líderes chinos han adoptado un planteamiento que es más que evidente en sus iniciativas diplomáticas y en las actividades de compañías energéticas controladas por el Estado, aunque esa actitud no siempre se plasme en declaraciones públicas y en documentos.
Parece que los líderes chinos han tenido tres prioridades clave desde que China empezó a importar petróleo a principios de los años noventa: primero, diversificar las fuentes nacionales de energía importada; segundo, depender lo máximo posible de los proveedores que puedan llegar a China por tierra, no por mar; y tercero, confiar la adquisición de suministros energéticos extranjeros a empresas estatales.29
La diversificación como política es evidente en los países que suministran petróleo a China. En un momento tan reciente como 1996, China obtuvo más de dos tercios de su petróleo importado de tres únicos países: Indonesia, Omán y Yemen. En 2007, su batería de proveedores se había ampliado para incluir a Arabia Saudí (que en 2003 ya suministraba el 16,8 por ciento de sus importaciones), Irán (13,8 por ciento), Angola (11,2 por ciento) y Sudán (4,7 por ciento).30 En 2006, China también empezó a importar cantidades considerables de petróleo de Kazajistán, por medio de un oleoducto recién construido. China ha planificado seguir aumentando su diversificación, y esto podemos verlo en los acuerdos de suministro firmados con productores como Argelia, Chad, Guinea Ecuatorial, Libia, Nigeria y Venezuela. No obstante, siempre que ha sido posible, China ha preferido contar con los productores situados en su periferia, que puedan transportar el petróleo por oleoductos en tierra firme. No cabe duda de que esto es un reflejo del constante deseo de Pekín de minimizar su vulnerabilidad frente a bloqueos navales o embargos; por ejemplo, un bloqueo impuesto por Estados Unidos como respuesta a alguna agresión militar futura china a Taiwán.31
Pekín ha dependido en un grado extraordinario del poder de su bolsa bien repleta para adquirir los recursos que necesita. Ha invertido muchos miles de millones de dólares anualmente para conseguir el petróleo y el gas natural importados, contribuyendo así a aumentar el precio global de mercado de esos productos. Los políticos chinos también han invertido miles de millones en obtener acceso a reservas prometedoras de petróleo y gas en el extranjero. Al abordar esta campaña mundial, Pekín ha dependido en gran medida de las tres principales compañías energéticas estatales: la China National Petroleum Corporation (CNPC); la China National Petrochemical Corporation (Sinopec); y la controvertida China National Offshore Oil Corporation (CNOOC). Cada una de ellas ha fundado empresas subsidiarias y privatizadas y, supuestamente, goza de gran libertad para buscar inversiones siempre que surjan oportunidades prometedoras, pero está claro que el Gobierno central siempre impone sus objetivos a largo plazo, y supervisa los intentos de las filiales para adquirir recursos extranjeros. Esto lo consigue fijando los amplios parámetros políticos y económicos dentro de los cuales deben funcionar todas las empresas estatales, eligiendo a sus principales directivos, revisando sus principales adquisiciones y proporcionando préstamos a bajo interés, de bancos estatales, para contribuir a financiar esas compras.32
El presidente Hu y el primer ministro Wen han viajado también por el mundo para buscar recursos energéticos prometedores, actuando como destacamento para los ejecutivos de las empresas chinas. No cesan de alabar los beneficios de un vínculo con China —sobre todo cuando hablan con los líderes de países en desarrollo—, y reparten con prodigalidad favores e incentivos económicos; además, invitan a sus homólogos extranjeros a elaboradas visitas oficiales y a cumbres en Pekín. Estas reuniones han llevado a la firma de muchos acuerdos de suministro y a protocolos asociados durante los últimos años.33
Al buscar estos vínculos, los líderes chinos han manifestado una clara preferencia por forjar alianzas entre sus propias compañías estatales y las compañías petrolíferas nacionales de los países que son grandes proveedores, como Saudi Aramco, la Nigerian National Petroleum Corporation, la rusa Gazprom y la PdVSA venezolana. Estas alianzas establecen vínculos políticos entre los dos países, y permiten la máxima participación de los responsables gubernamentales a la hora de establecer las pautas de futuros acuerdos. Por ejemplo, en 1999 China forjó una «sociedad petrolífera estratégica» con los saudíes, en virtud de la cual Sinopec colaboraría con Aramco para desarrollar yacimientos de petróleo y de gas natural en Arabia Saudí, mientras Aramco invertiría en refinerías y plantas petroquímicas en China.34 En un acuerdo parecido que firmaron los presidentes Hu y Putin en Pekín, el 21 de marzo de 2006, CNPC y Gazprom colaborarán en el suministro anual de 80.000 millones de metros cúbicos de gas ruso a China, a partir de 2012 aproximadamente.35 También está previsto que CNPC coopere con PdVSA para desarrollar las vastas reservas de crudo pesado situadas en el cinturón del Orinoco venezolano.36 En todos los casos, la firma de tales acuerdos se acompañó de un torbellino de actividades diplomáticas y de promesas de colaboración en una amplia gama de otras empresas.
A juzgar por el tiempo dedicado a estas actividades diversas, la adquisición de suministros energéticos adecuados figura claramente a la cabeza de las prioridades económicas chinas. Sin embargo, tan sólo en los últimos años, los responsables políticos de alto rango se han empezado a concentrar también en un aspecto distinto, aunque relacionado, de la ecuación energética: las devastadoras consecuencias para el medio ambiente de la dependencia china del carbón y los combustibles fósiles para producir electricidad y alimentar los sistemas de transporte nacionales. A fuerza de abusar del carbón, China está destinada a ser el primer emisor mundial de dióxido de carbono, el principal componente de los gases de efecto invernadero que alteran el clima. El consumo excesivo de carbón también es la causa principal de la lluvia ácida y de otros peligros contaminantes, que producen trastornos respiratorios en muchas personas que viven en el noreste del país, una zona altamente industrializada. Dado que la degradación ambiental extendida empieza a actuar como un lastre para la economía y a manchar la imagen del país en el extranjero, se están dando pasos tardíos para cerrar las fábricas y centrales eléctricas especialmente contaminantes; sin embargo, a estas alturas el impulso de los dirigentes para ampliar las reservas energéticas nacionales supera con creces cualquier preocupación advenediza por el medio ambiente.37
Es posible que China sea el nuevo competidor más duro en la carrera por los recursos mundiales, pero en la pista ya ha entrado otro adversario agresivo. Aunque India comenzó su propia reforma económica más o menos un decenio después de que China iniciase las «cuatro modernizaciones», ya empieza a rivalizar con ese país en lo relativo al crecimiento económico sostenido. Dado que también India carece de suficientes reservas domésticas de energía y de otros materiales esenciales para mantener ese impulso, se ha visto compitiendo por los recursos cruciales con países consumidores de energía desde hace mucho tiempo, como Estados Unidos y Japón, y también con China.
Con sus vigorosas tradiciones democráticas y su sociedad tan vasta y bulliciosa, India tiene un aspecto muy distinto de la China gobernada por los comunistas. Sin embargo, desde el punto de vista de las materias primas, ambos países resultan notablemente parecidos. Como China, India entró en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial dotada de una economía en gran medida agrícola, una industria escasa, y una infraestructura relativamente primitiva (exceptuando las vías férreas, que se crearon bajo dominio británico). Los primeros grandes líderes de ambas naciones —Mao Zedong y Jawarharlal Nehru— fomentaron la autosuficiencia en áreas económicas clave, junto con el establecimiento de gigantes empresas estatales. Si bien la planificación central fue mucho más extendida en China, el Gobierno indio amplió el control estatal sobre amplísimos sectores de la economía no agrícola; la inversión extranjera en industrias clave estaba prohibida, y en gran medida se ponían trabas a las importaciones.
El crecimiento económico indio fue relativamente lento desde los años cincuenta a los setenta, pero entonces, como había hecho antes China, India experimentó un despertar económico. Un nieto de Nehru, Rajiv Gandhi, empezó el proceso después de suceder a su madre, Indira Gandhi, como primer ministro en 1984. Diez años después de China, empezó a reducir el control estatal sobre la economía, permitiendo más espacio para la creación de empresas privadas. A principios de los años noventa, el partido de Rajiv Gandhi, el Indian National Congress Party —el propio Gandhi había sido asesinado por un separatista tamil de Sri Lanka— aceleró el ritmo de la reforma, abriendo el camino a sustanciales inversiones extranjeras.
La economía india, antes perezosa, empezó a acelerar su paso. Desde la independencia en 1947 hasta 1980, el producto interior bruto creció a un ritmo medio de un 3,5 por ciento anual. De 1980 a 2000, ese índice subió al 5,6 por ciento, y en los últimos años casi alcanza el 7 por ciento. Esta subida constante contribuyó a fomentar, igual que en China, la aparición de una clase media importante, coexistiendo con cientos de millones de indios —que en su mayoría vivían en pequeñas aldeas y zonas rurales—, que seguían sumidos en la más lamentable pobreza. La aparición de una clase media bien educada, con los apetitos normales de un consumidor, demostró ser un progreso económico transformador.38
El Congress Party perdió el favor del público a finales de los años noventa, cuando los beneficios de todo ese progreso no llegaron hasta las masas de los pobres en zonas rurales. Como resultado, tras las elecciones de 1999 surgió el partido nacionalista hindú Bharatiya Janata Party (BJP) como el bloque parlamentario dominante. A pesar de sus diferencias con el Congress Party, el nuevo primer ministro, Atal Bihari Vajpayee, aceleró el proceso de reforma, privatizando más empresas estatales y aumentando el ritmo de las inversiones extranjeras. Esto, a su vez, estimuló el auge de la clase media urbana, produciendo importantes bolsas de riqueza en las grandes ciudades como Mumbai (antigua Bombay), Nueva Delhi, Bangalore y Chennai (la antigua Madrás). Pero entonces, la distribución desigual de la recién descubierta riqueza india empezó a socavar el fundamento del BJP, y en 2004 el Congress Party recuperó el poder con el primer ministro Manmohan Singh, quien, como ministro de economía a principios de los noventa, se había contado entre los primeros promotores de la reforma económica.39
Los resultados, tanto durante el mandato del BJP como del Congress Party, fueron impresionantes. En 2004, con un PIB de 691.000 millones de dólares, India se había colocado en la octava posición en la lista de las economías mundiales. Cuando se mide desde el punto de vista de la paridad adquisitiva, ya ocupaba la cuarta plaza después de Japón, China y Estados Unidos.40 Lo que es más importante, India disponía de una masa creciente de consumidores adinerados que podían comprar toda una batería de bienes de consumo deseados, que iban desde neveras y aparatos de aire acondicionado hasta coches y ordenadores.41
Muchos economistas predicen que en las próximas décadas India irá ganándole terreno a China, a medida que se amplíe su base de industrias manufactureras, y que explote su ventaja formidable en conocimientos informáticos.42 Según el Ministerio de Economía indio, el sector manufacturero del país está creciendo a un ritmo del 9,4 por ciento anual43 —uno de los más altos de Asia—, debido en parte al tamaño de su fuerza laboral bien educada y al precio relativamente bajo de la mano de obra. Los trabajadores de las fábricas indias suelen empezar cobrando dos dólares diarios, mientras que el sueldo diario de un chino suele duplicar o triplicar esa cantidad. A medida que los salarios siguen aumentando en China, muchas industrias grandes —incluyendo GM, IBM, BMW e Intel— están empezando a trabajar también en India.44 «Lo que estamos viendo es que la idustria manufacturera internacional cada vez centra más su atención en India», comenta Ng Buck Seng, director de una empresa de investigación de Manufacturing Insights, una consultoría que aconseja a la industria manufacturera internacional.45
Como en China, los nuevos asalariados indios, que tienen dinero para gastar, han adquirido muchos artículos de consumo básicos, y también en este país podemos apreciar una reverencia especial por los automóviles. Hasta hace muy poco, era muy infrecuente que en India alguien tuviera coche; sin embargo, en los últimos años India se ha convertido en uno de los mercados del automóvil de más rápido crecimiento, y cada año se venden un millón de vehículos. «Los salones del automóvil, cuanto más grandes mejor, son ahora los nuevos templos, y los coches son los iconos de un nuevo individualismo que está echando raíces», observó Amy Waldman, del New York Times.46 Para satisfacer a este mercado creciente, los fabricantes de automóviles de todo el mundo —entre ellos Toyota, Renault, Nissan, Volkswagen, Suzuki e Hyundai— se apresuran ahora a montar fábricas en India, algunas destinadas a vender coches pequeño con un precio de tan sólo 2.500 dólares. Con unos precios como éste y una demanda en apariencia inextinguible, se prevé que la flota de vehículos india decuplique su número entre 2006 y 2030, pasando de 11 a 115 millones de vehículos.47
Para hacer espacio para todos esos automóviles nuevos, India está construyendo su primer sistema nacional de autopistas de cuatro carriles. La superautopista llamada «el Cuadrilátero de Oro», con una longitud de 5.876 km conectará las cuatro principales ciudades del país, Nueva Delhi, Mumbai, Chennai y Calcuta; el Estado mejorará y modernizará sustancialmente otros 64.000 km de carreteras estrechas de doble carril. Esta empresa titánica —sólo la primera fase se calcula que costará 6.250 millones de dólares— representa el proyecto de infraestructura más grande de India desde su independencia.48 También se han iniciado ya muchos otros grandes proyectos destinados a mejorar la infraestructura de transportes nacional, incluyendo nuevos aeropuertos, enlaces ferroviarios y puertos comerciales.
No es de extrañar que estas empresas —combinadas con el crecimiento en los ingresos personales— estén aumentando significativamente el deseo de India de obtener materias primas. Según el Departamento de Energía estadounidense, se prevé que el consumo energético neto de India aumentará un 2,8 por ciento anualmente entre 2004 y 2030, casi tres veces el índice de Estados Unidos y siete veces el de los países ricos de Europa. En 2030, India seguirá por detrás de Estados Unidos, China y Rusia en el consumo energético neto, pero estará por delante de todos los demás países, incluyendo Japón.49 Por supuesto, esto exigirá un aumento en todas las formas de energía. Las reservas nacionales de carbón seguirán constituyendo una fuente primordial de energía, pero se calcula que el uso del petróleo aumentará en un 76 por ciento en esos años, pasando de 2,5 a 4,4 millones de barriles diarios; el uso del gas natural aumentará en un 255 por ciento, pasando de 1,1 a 3,9 billones de pies cúbicos.50 Dado que India sólo puede satisfacer parte de esta demanda con sus reservas nacionales, ya ha empezado a seguir el transitado camino de China en el extranjero. (Véase la Tabla 3.2.)
India también está experimentando un fuerte crecimiento en la demanda de mineral de hierro, cobre, aluminio, níquel, estaño y otros minerales industriales. Por ejemplo, su producción de acero en bruto pasó de 18,2 millones de toneladas métricas en 1993 a 34 millones en 2005, un aumento del 87 por ciento; su producción de cobre superó el 1.000 por ciento en el mismo periodo.51 Considerando todo esto, y según las previsiones de los banqueros inversores Goldman Sachs, India y las empresa extranjeras se están disponiendo a invertir 86.000 millones de dólares en el sector indio del metal durante los próximos años.52
La autosuficiencia energética fue un objetivo esencial tanto del Congress Party como de los partidos nacionalistas hindúes de la India, incluyendo el BJP. Pero, de nuevo como su contrapartida china, los líderes indios no han tenido más opción que buscar las materias primas en el extranjero. Sin embargo, sólo recientemente los responsables políticos en Nueva Delhi han empezado a entender la magnitud de este reto, dando los primeros pasos para abordarlo. El primer ministro Singh se ha mostrado especialmente directo sobre este tema. «Debemos aprender a pensar estratégicamente, a planificar de antemano y a actuar rápida y decididamente», anunció en 2005 a los responsables de las compañías energéticas indias.53
En respuesta a estas incitaciones, las principales compañías energéticas estatales de India —Oil and Natural Gas Corporation (ONGC), Indian Oil Corporation (Indian Oil) e Hindustan Petroleum Corporation— han acelerado su búsqueda de oportunidades de inversión en áreas productoras extranjeras. «Todo el país está buscando petróleo por todo el planeta, en cualquier parte que haya recursos disponibles», dijo P. Sugavanam, director de economía de Indian Oil.54 Esta búsqueda ya ha originado la adquisición de propiedades petrolíferas y de gas natural en Argelia, Indonesia, Kazajistán, Libia, Rusia, Siria, Sudán y Vietnam. ONGC e Indian Oil buscan nuevos recursos en África, Latinoamérica y Asia central.55 Al igual que los chinos, los indios han intentado obtener todas las ventajas posibles fomentando alianzas entre sus empresas estatales y las compañías petrolíferas nacionales de países amistosos. Por tanto, ONGC se ha aliado con PdVSA, de Venezuela, para desarrollar el cinturón de crudo pesado del Orinoco, y con una subsidiaria del National Iranian Oil Company para la explotación del depósito de gas iraní South Pars, situado frente a la costa.56
India tiene un problema adicional al que no se enfrenta Pekín, en sus primeras incursiones en el mundo de las reservas energéticas extranjeras: la propia China. India debe competir no solamente con las principales compañías occidentales y japonesas, sino con las empresas chinas, respaldadas por el Estado y ya poderosas, que entraron en la cacería antes que India y que disponen de un depósito formidable de divisas fuertes en las que apoyarse. En diversas ocasiones, las compañías indias que estaban a un tris de hacerse con unos recursos extranjeros prometedores se han quedado fuera cuando una empresa china ha intervenido para hacer una oferta superior. Por ejemplo, en agosto de 2005, la ONGC India perdió frente a la CNPC china en una puja de alto nivel por PetroKazakhstan, la empresa canadiense que dispone de grandes campos de petróleo y de gas natural en Kazajistán.57
Para responder al desafío chino, los políticos indios han adoptado diversas estrategias. En algunos casos han acelerado la presión competitiva al intentar pujar más alto que las compañías chinas, o buscando con mayor agresividad áreas productoras poco deseables, como Myanmar (la antigua Birmania) y Ecuador. Pero Nueva Delhi también ha sido pionera en otra técnica: unirse a China en vez de luchar contra ella. Desde principios de 2005, los responsables de la energía indios se han reunido regularmente con sus homólogos para fomentar la cooperación en la búsqueda de recursos energéticos en el extranjero, y para desarrollar los grandes proyectos de infraestructura, como la construcción de oleoductos y gasoductos. Los ejecutivos de las empresas estatales de ambos países han participado en esas reuniones, lo cual ha producido una serie de acuerdos entre compañías. «Entendemos que, a largo plazo, esto es una sociedad colectiva estratégica», dijo Talmiz Ahmad, alto funcionario del Ministerio de Petróleo y Gas Natural indio, tras una visita de cinco días a Pekín en agosto de 2005. Añadió: «Puedo imaginar a una empresa como CNOOC ofreciendo una puja colectiva [por un recurso energético] del brazo de una compañía india».58
La visión que tenía Ahmad de una sociedad futura se hizo realidad, por primera vez, a finales de diciembre de 2005, cuando CNPC y ONGC hicieron una oferta conjunta exitosa por una participación minoritaria en la empresa siria Al Furat Petroleum Company (propiedad de Syrian Petroleum Company y diversas empresas occidentales).59 Tres semanas después, el 12 de enero de 2006, los directivos chinos e indios firmaron en Pekín un pacto de cooperación, estableciendo un mecanismo gracias al cual las empresas energéticas de cada uno de los dos países notificarían al otro de antemano cuando estuvieran planificando una oferta por un depósito de petróleo o de gas extranjero, abriendo así la posibilidad de una gran cantidad de ofertas conjuntas. El pacto también preveía la colaboración chino-india en el campo del marketing y de la exploración. Serán necesarias más consultas y protocolos adicionales antes de que este pacto esté plenamente operativo, pero ya se ha dispuesto el escenario para una cooperación más estrecha en la búsqueda de recursos energéticos extranjeros.60
Dados los poderosos impulsos competitivos que parecen gobernar a todas las grandes potencias en lo que respecta a la energía, el establecimiento de una sociedad estrecha entre China e India exigirá un esfuerzo cooperativo y una determinación mayores de las que se han demostrado hasta el momento.61 A pesar de todo, los líderes a ambos lados del Himalaya entienden la venta-ja que supone aumentar su colaboración —seguir el proyecto «Chindia»—, y dan pasos en esa dirección. En abril de 2005, el primer ministro Wen aprovechó la ocasión de una visita oficial a India, de cuatro días, para echar parte de los cimientos necesarios. La visita empezó con un viaje a Bangalore, epicentro de la industria india del software, en pleno auge, donde Wen proclamó los beneficios de la colaboración chino-india en la electrónica de ordenadores. Luego viajó a Nueva Delhi, donde solicitó una mayor colaboración en el terreno energético.62
Dieciocho meses después, en noviembre de 2006, el presidente Hu llegó a India para una visita oficial de cuatro días, durante los cuales firmó una resolución de diez puntos con el primer ministro Singh, lo que avanzó un poco más el proyecto Chindia.63 «En su calidad de dos grandes Estados asiáticos y dos de las economías de crecimiento más rápido del mundo, la colaboración entre India y China trasciende el [nivel] bilateral y tiene una importancia mundial», declaró Singh a los periodistas después de firmar la resolución.64 Cabe destacar un acuerdo para duplicar el volumen del comercio bilateral, de modo que pase de los actuales 20.000 millones de dólares a 40.000 millones en 2010, y otro para cooperar en el terreno de la energía nuclear con fines civiles. Los dos líderes también acordaron buscar una resolución rápida y pacífica a una disputa fronteriza que dura ya mucho tiempo, la causa de una amarga guerra en 1962 en la cordillera del Himalaya.65
Los intercambios de alto nivel prosiguieron en enero de 2008, con una visita oficial a Pekín del primer ministro Singh. Antes de llegar a la capital china, el señor Singh insistió en que no tenía intención alguna de limitar el auge de ese país, pero que los dos países deberían colaborar para obtener un beneficio mutuo. Una vez en Pekín retomó esta cuestión: «Hay espacio suficiente para que tanto India como China crezcan y prosperen mientras fortalecemos nuestra relación de cooperación», declaró.66 Los políticos chinos se hicieron eco de las amables declaraciones de Singh, y los dos países acordaron participar en diversas iniciativas conjuntas, incluyendo un plan para iniciar las negociaciones sobre un acuerdo de comercio regional. También elevaron su objetivo para el comercio bilateral hasta la cifra de 60.000 millones de dólares en 2010, un aumento del 50 por ciento respecto a la cifra que habían estipulado sólo dos años antes, en la anterior cumbre chino-india.
Aunque muchos miembros de la élite india siguen resentidos por el impulso agresivo y exitoso de China para ganar la guerra fronteriza de 1962, los dos países han reabierto una ruta comercial terrestre directa que atraviesa el Himalaya, cruzando el paso de Nathu La, a 4.572 metros de altitud, y que hoy es el puesto fronterizo situado a más altura del mundo.67 A pesar de la decisión que tomó India en marzo de 2006 para cerrar un acuerdo de comercio nuclear con Estados Unidos (que tanto en Washington como en Nueva Delhi se consideraba parte de un esfuerzo mutuo para contener la influencia china en la región),68 China e India siguen colaborando en muchos campos, y en junio de 2007 anunciaron que iban a celebrar sus primeras maniobras militares mixtas: un ejercicio combinado de antiterrorismo en territorio chino.69
La aparición de China y de India como competidores agresivos en el campo mundial de la búsqueda de recursos no ha pasado inadvertida a los analistas y responsables políticos de las naciones que son antiguas consumidoras de energía. Los medios de comunicación occidentales se han llenado de informes y comentarios sobre el auge de China y de India y el desafío energético que esto supone. «El mundo empieza a sentir el aliento del dragón en la espalda», decía el titular de un comentario típico de este estilo en el Financial Times.70 «Los rivales asiáticos presionan a los gigantes energéticos occidentales», decía el titular de otro informe publicado en el Wall Street Journal, que comentaba, con su prosa característica, que «las principales compañías petroleras occidentales, que ya se sentían bastante presionadas a medida que los yacimientos de petróleo y de gas natural cada vez resultan más escasos, han encontrado unos rivales duros en Asia».71
Los analistas de los servicios de inteligencia de Estados Unidos han participado con sus propias contribuciones. Un documento especialmente revelador fue Mapping the Global Future, un informe redactado en 2004 por el Consejo Nacional de Inteligencia, una agencia gubernamental estadounidense, sobre el entorno de la seguridad mundial en 2020. «El auge probable de China e India, y de otros países, como grandes participantes mundiales —parecido a la aparición de una Alemania unida en el siglo XIX y de unos Estados Unidos poderosos a principios del XX— transformará el paisaje geopolítico, teniendo un impacto potencialmente tan espectacular como los que tuvieron lugar en los dos siglos precedentes.» La energía será esencial para esta transformación, según dicen los analistas del Consejo: «China e India, que carecen de suficientes recursos energéticos domésticos, tendrán que garantizar el acceso constante a proveedores extranjeros; así, la necesidad de la energía será un factor vital para conformar sus políticas extranjeras y de defensa, incluyendo la expansión de su poderío naval».72
Estas evaluaciones revelan casi invariablemente cierto grado de ansiedad sobre la creciente importancia de las nuevas econo-mías asiáticas, especialmente entre quienes temen la pérdida de la supremacía de Estados Unidos. Normalmente, los políticos estadounidenses preferirían confinar esos temores a las conversaciones privadas o a los comentarios sin firma de la prensa. Sin embargo, en la primavera de 2005, el precio de la gasolina había subido tan bruscamente que la administración Bush se sintió obligada a echar a alguien la culpa por la difícil situación de su país, y las intentonas chinas e indias de conseguir petróleo le vinieron de perlas. En la víspera de la reunión presidencial de abril de 2005 con el príncipe (hoy rey) Abdullah de Arabia Saudí, celebrada en el rancho del presidente en Crawford, Texas, la secretaria de Estado Condoleezza Rice anunció a los periodistas que los consumidores estadounidenses debían echar la culpa de sus problemas a la aparición de nuevos «consumidores a gran escala» en el extranjero.73 «Obviamente, con países como China, India y otros que van entrando en el juego, existe cierta preocupación por la oferta y la demanda.»74 Luego fue Bush el que intervino. «El precio del crudo es lo que hace aumentar el de la gasolina—explicó—, y el precio del crudo ha subido porque no sólo está creciendo nuestra economía, sino también las economías de países como China e India.»75
Para enfrentarse a ese reto, Bush dijo que presionaría al príncipe saudí para que aumentase las exportaciones de su país, aumentando así el suministro de crudo y reduciendo el precio de la gasolina. «El príncipe entiende que es muy importante actuar… para asegurarse de que el precio sea razonable —dijo—. El elevado precio del petróleo perjudicará a los mercados, y él lo sabe. Espero el momento de hablar con él de este tema.»76 El presidente intentó demostrar su estrecha relación con Abdullah en un acto ya famoso, caminando de la mano con él por todo el rancho; fue una imagen que captaron las cámaras de los periodistas y que se difundió por todo el mundo, dando pie a comentarios poco halagüeños sobre la estrecha relación entre Estados Unidos y la familia real saudí.77
Al parecer, el paseo cogidos de la mano resultó eficaz: el consejero de Seguridad Nacional Stephen J. Hadley anunció después de la reunión que Abdullah había prometido a Bush que daría los pasos inmediatos necesarios para aumentar la producción de crudo saudí.78 Aunque los analistas de la industria petrolífera han cuestionado desde entonces el valor de la promesa de Abdullah,79 lo que hace que este episodio resulte tan chocante al verlo retrospectivamente (aparte del papel de China e India como cabezas de turco y los mimos deparados a un príncipe saudí) es hasta qué punto el presidente de Estados Unidos asumió un papel central para negociar con un proveedor extranjero su índice de producción de petróleo; una labor que, en el pasado, podría haber delegado a los ejecutivos de las grandes compañías petroleras.
Y el presidente, como sus homólogos chinos e indios, siguió desempeñando un papel esencial en las negociaciones energéticas internacionales, reuniéndose en los años sucesivos con los líderes de los principales países productores de petróleo en un intento de asegurarse de que Estados Unidos no se quedara atrás en la carrera mundial para hacerse con fuentes de suministro nuevas o ampliadas. Por ejemplo, en enero de 2008 Bush volvió a reunirse con Abdullah (que ya es rey) durante una visita que hizo a Oriente Próximo, y reiteró sus peticiones de aumentar la producción petrolífera saudí en beneficio de las angustiadas familias estadounidenses. Antes de la reunión, Bush comunicó a los periodistas: «La idea que pretendo expresar a Su Majestad es que, cuando los consumidores tienen menos poder adquisitivo debido al elevado precio de la gasolina», la economía estadounidense tendrá que frenar, de modo que «compraremos menos barriles de petróleo [saudí].»80 Y cuando el presidente no estaba disponible para cumplir misiones de este tipo, enviaba a sus máximos ayudantes, incluyendo al vicepresidente Cheney y a la secretaria de Estado Rice. Cheney, por ejemplo, ha tenido un papel esencial en los esfuerzos de la administración Bush para engatusar a los líderes autoritarios de los Estados productores de petróleo situados en la cuenca del mar Caspio.
Los políticos japoneses, que también están muy preocupados por los esfuerzos chinos e indios para hacerse con nuevas fuentes energéticas, han seguido los pasos de Estados Unidos y han organizado proyectos propios. China y Japón ya han cuadrado el desarrollo de los yacimientos submarinos de gas en las aguas en disputa del mar de la China oriental, y ambos países compiten intensamente para obtener las exportaciones futuras del petróleo y el gas rusos procedentes de Siberia oriental y de la isla de Sajalin. Los japoneses también han redoblado sus esfuerzos para adquirir nuevos derechos de perforación en el norte de África y en Oriente Próximo. En 2004, China alcanzó a Japón como el segundo máximo consumidor de petróleo, aumentando el grado de ansiedad en Japón y provocando una búsqueda aún más frenética de fuentes energéticas extranjeras, una búsqueda que con el paso del tiempo cada vez será más desesperada.
Mientras tanto, la lucha por obtener el control de los depósitos clave de las materias primas esenciales ha ido incorporando nuevos participantes casi cada mes, porque países como Brasil, Indonesia, Malaisia, Corea del Sur, Turquía y otras naciones que están creciendo muy rápido se han subido al carro. El «gran juego» resultante, donde el premio es la energía, con todo su potencial para que se generen rivalidades, alianzas, conflictos, cismas, traiciones y momentos de máxima tensión, será un rasgo esencial, por no decir central, de la política mundial durante el resto de este siglo.