No estaba previsto que esto acabara así. Cuando concluyó la Guerra Fría en 1990, los políticos norteamericanos supusieron, en general, que Estados Unidos disfrutaría a partir de entonces de una posición de dominio incuestionable. Gozaría de seguridad gracias a su condición de «superpoder único», en virtud de su demostrada superioridad militar y de la ausencia de competidores creíbles. En el pasado, el poderío militar se había revelado siempre como el factor determinante que decidía los vencedores mundiales, y muchos pensaban que ésa seguiría siendo la carta triunfadora en el futuro. En septiembre de 1999, el que entonces era gobernador de Texas, George W. Bush, declaró: «Para Estados Unidos, ésta es una época de poderío militar sin rival, promesas económicas e influencia cultural». Afirmaba que, dado el poderío aplastante norteamericano, Estados Unidos gozaba de una extraordinaria oportunidad para ampliar su posición dominante «en el ámbito distante del futuro».1 Pero una vez que se vistió el manto de la presidencia e intentó emplear esa gran fortaleza para extender el poder de su país por todo el mundo, descubrió que la superioridad militar no constituía el factor determinante decisivo, ni siquiera el más importante, en la búsqueda de la supremacía mundial en esta nueva y turbulenta era. Hay otros factores que rivalizan con el poderío militar, y uno de ellos, la energía, ha adquirido una inesperada y tremenda importancia.
En este nuevo y desafiante panorama político, la posesión de potentes arsenales militares puede quedar en segundo plano respecto a la propiedad de enormes reservas de petróleo, gas natural y otras fuentes de energía primaria. Por eso Rusia, que salió de la Guerra Fría en un estado deplorable y desmoralizado, ha reaparecido como un participante central en la arena internacional, en virtud de sus colosales recursos energéticos. Por el contrario, y a pesar de su poder militar, Estados Unidos se ha visto a veces reducido a solicitar a sus proveedores extranjeros de petróleo —incluyendo aliados a largo plazo como Arabia Saudí— a aumentar su producción de petróleo para reducir la espiral ascendente en el precio de la energía.2 En resumen, ese «superpoder único» ha tenido que esforzarse —en el campo de batalla, en el mundo del comercio internacional y en las habitaciones privadas de la diplomacia— para asimilar lo que el senador republicano por Indiana Richard G. Lugar ha definido como «petro-superpotencias»: naciones que, en virtud de sus reservas petrolíferas superiores, ostentan un poder desproporcionado en el sistema internacional.3
Hay otros países importantes consumidores de energía que se han visto forzados a ajustarse a este paisaje en plena transformación. China, a pesar de que goza de una situación económica envidiable gracias a su balanza de pagos —a finales de 2007 sus reservas de divisas alcanzaban unos impresionantes 1,4 billones de dólares—, cada vez depende más del petróleo importado, de modo que debe buscar fuentes disponibles por todo el mundo. Japón, que tiene la segunda mejor economía del mundo —pero que incluso depende más que China de los recursos energéticos importados— se ha visto enzarzado en una feroz competición con Pekín para acceder a algunas de las mismas reservas naturales en el extranjero.
En el otro extremo del espectro, hay países con riqueza energética, como Kazajistán y Nigeria, que ahora han adquirido una nueva preponderancia en los asuntos mundiales, atrayendo un flujo constante de visitantes de alto nivel procedentes de naciones consumidoras de energía, quienes a menudo son portadores de ofertas de inversiones, ayuda militar y otros tipos de generosidad. Nursultan Nazarbayev, presidente autócrata de Kazajistán, ha sido un huésped de lo más alabado en Pekín, Moscú y Washington, mientras que su país ha recibido un aluvión de armas y otros equipamientos militares procedentes de esos tres países; ciertamente, algo infrecuente en los anales de la diplomacia militar. Otro dato revelador es que el presidente venezolano Hugo Chávez, personalidad sin pelos en la lengua, se ha mostrado inmune a las represalias estadounidenses a pesar de sus frecuentes ataques verbales contra la administración Bush, y pese a su estrecha asociación con los líderes de Estados «parias» como Cuba, Irán y Siria. (A pesar de todas las invectivas que se han cruzado estos dos países, Venezuela sigue suministrando a Estados Unidos en torno al 10 por ciento del petróleo importado por este último, aproximadamente 1,4 millones de barriles diarios.4)
¿Cómo es que la energía ha llegado a desempeñar un papel tan crucial en los asuntos mundiales? Para empezar, su constante disponibilidad —en gran profusión— jamás ha sido tan decisiva para el funcionamiento correcto de la economía mundial. Hace falta energía para mantener en marcha las fábricas, iluminar las ciudades y producir las cosechas que alimentan al planeta. Lo que es más importante, los productos derivados del petróleo son totalmente esenciales para mantener las coyunturas internacionales de la globalización: los aviones, trenes, camiones y barcos que transportan suministros y personas de una región del mundo a otra. Según el Departamento de Energía de Estados Unidos (DoE), la producción mundial de energía debe aumentar un 57 por ciento durante los próximos 25 años —de unos 450.000 a 700.000 billones de BTU (unidad térmica británica)— para poder satisfacer la demanda internacional prevista.5 Sin esta energía adicional, la economía mundial caerá en una recesión o una depresión, el proyecto de globalización se vendrá abajo y el planeta podría sumirse en el caos.
Pero los engranajes de la industria no son los únicos que se ralentizan cuando no hay un suministro adecuado de energía; las fuerzas militares dependen igualmente de la infusión copiosa de combustibles cruciales. Para las grandes potencias como Estados Unidos, que dependen de las fuerzas aéreas y las terrestres mecanizadas para prevalecer en un conflicto bélico, la necesidad de los productos derivados del petróleo se multiplica con cada nuevo avance que se produce en la tecnología armamentística. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército norteamericano consumía 1 galón (3,78 litros) de petróleo por soldado y día; durante la primera Guerra del Golfo de 1990-91, esta cifra ascendió a 4 galones (15 litros); durante las guerras de la administración Bush en Iraq y Afganistán, se disparó a 16 galones (60 litros) diarios por soldado.6 Dado que el Pentágono está seguro de que aumentará su dependencia de las armas de alta tecnología, y dado que otras grandes potencias, como China, Japón, Rusia e India, intentan imitarle en este sentido, la demanda de energía mundial por parte del ejército, ya de por sí voraz, no puede por menos que aumentar.
Al mismo tiempo, la competencia por la energía jamás ha sido tan intensa como ahora. Desde la Segunda Guerra Mundial, las principales potencias industrializadas —Estados Unidos, Japón y los países de Europa occidental— han consumido entre todos la mayor parte del suministro energético mundial. Como resulta que la industria de la energía ha tenido éxito, por lo general, a la hora de aumentar la producción de suministros para satisfacer la demanda creciente, el mundo se ha librado de la competencia implacable que había caracterizado la carrera energética euroasiática antes de la Segunda Guerra Mundial, y que contribuyó al desencadenamiento de la guerra en el Pacífico en 1941. Sin embargo, durante las pasadas décadas, en la lucha ha entrado un nuevo tipo de adversarios —las dinámicas economías crecientes como China, India y Brasil—, y si miramos el futuro no es evidente que la industria energética pueda satisfacer las necesidades emergentes de esos nuevos consumidores y los requisitos, ya de por sí elevados, de las potencias industriales veteranas. «El desarrollo de la energía en China e India está transformando el sistema de energía mundial simplemente por su volumen y por su creciente peso en el comercio internacional de combustibles fósiles», anunció la Agencia Internacional de Energía (IEA) en su World Energy Outlook de 2007. A pesar de las grandes inversiones en nuevos sistemas de producción de petróleo, «es bastante dudoso que éstos basten para compensar el descenso en la producción de los campos existentes, y para mantener el ritmo de la demanda prevista para el futuro».7 Por consiguiente, ha estallado una competición intensa y en ocasiones brutal por los yacimientos vírgenes.
Todo país con una necesidad alta de obtener energía importada contribuye a la intensidad de esta lucha, pero no podemos ignorar el tremendo impacto que ha tenido el fabuloso ritmo de crecimiento chino. En 1990, sólo ayer, China suponía un mero 8 por ciento del consumo mundial de energía, mientras que Estados Unidos absorbía un 24 por ciento de la oferta disponible, y los países de Europa occidental un 20 por ciento. Pero el crecimiento de China en los últimos quince años ha sido tan vigoroso que, en 2006, su utilización neta de la energía ha subido hasta un 16 por ciento del consumo mundial. Si este crecimiento sigue adelante a este ritmo tan impresionante, China alcanzará la cifra del 21 por ciento en 2030, superando a todos los demás países, incluyendo Estados Unidos.8 Por supuesto, el reto al que se enfrenta China consiste en obtener toda esa energía adicional. Para tener éxito, el Gobierno chino tendrá que supervisar un aumento sustancial en el rendimiento de su producción energética doméstica, mientras obtiene al mismo tiempo unas cantidades impresionantes de combustibles importados, especialmente petróleo. Tal y como están las cosas, esto sólo puede conseguirlo a expensas de otras naciones que necesitan una energía de la que carecen. No es de extrañar que el crecimiento de China haya producido semejante grado de alarma entre las antiguas potencias industriales.
Lo que hace que todo este asunto genere una angustia extra es otro factor preocupante en la ecuación de la búsqueda de energía: la previsión de la escasez futura de combustibles vitales, sobre todo de petróleo. Cada vez son más las evidencias que sugieren que la era del «petróleo fácil» ya ha pasado, y que hemos entrado en la del «petróleo difícil». Los expertos sugieren que cada nuevo barril que se añada a las reservas mundiales será más difícil y costoso de extraer que el anterior; estará a más profundidad en el subsuelo, más alejado de la costa, en entornos más peligrosos o en regiones del mundo más propensas al conflicto, más hostiles. Es probable que este mismo panorama se repita en lo relativo a la mayoría de los demás combustibles existentes, incluyendo el carbón, el gas natural y el uranio. Teniendo esto en cuenta, se ha puesto en tela de juicio la adecuación futura de las reservas de energía mundiales.9
Ya desde el inicio de la Revolución Industrial, los seres humanos han logrado desarrollar nuevas fuentes de energía para complementar las que ya usaban: primero el carbón, luego el petróleo, y más tarde el gas natural y la energía atómica. El desarrollo de estos combustibles ha posibilitado una espectacular expansión de la economía global durante el último siglo y medio, así como una cuadruplicación de la población humana. Pero todos esos materiales son, por naturaleza, finitos, y es probable que el suministro de la mayoría, por no decir de todos, se agote a finales de este siglo. Muchos expertos piensan que, por lo que al petróleo se refiere, este proceso de agotamiento ya está en marcha.
Los científicos buscan ávidamente maneras de desarrollar una nueva gama de combustibles que sustituyan aquellos que corren el riesgo de agotarse, pero que liberen a la atmósfera muchos menos «gases de efecto invernadero» —o ninguno—, que son los que alteran el clima. Pero ningún país consumidor de energía ha desarrollado aún los recursos suficientes para abordar este problema para garantizar que estas alternativas estén disponibles en una escala lo bastante grande como para sustituir las fuentes energéticas existentes en el futuro previsible. Como resultado de ello, el Gobierno [de Estados Unidos] y su equipo siguen considerando que los combustibles fósiles (el petróleo, el carbón y el gas natural) serán la principal fuente energética mundial durante algún tiempo. Según el DoE, estos combustibles seguirán satisfaciendo en torno al 87 por ciento de las necesidades energéticas mundiales en 2030.10 Teniendo en cuenta que tanto los antiguos como los nuevos consumidores dependen de estos combustibles tradicionales —y que no hay a la vista alternativas prácticas y abundantes—, no cabe duda de que la lucha por ellos será sin cuartel.
Dentro de este contexto, la angustia se extiende al suministro neto de la energía básica en general: la suma de todos los combustibles primarios, incluyendo el petróleo, el gas natural, el carbón, la energía nuclear, el hidráulico, los renovables como el eólico y el solar, y los combustibles tradicionales como la madera y el carbón de leña. Sin embargo, a la hora de ponderar la adecuación de las reservas futuras, el temor más grande suele reservarse para el petróleo que, durante el último medio siglo, ha sido —y sigue siendo— la fuente de energía más importante del mundo. Si bien el petróleo constituye aproximadamente el 40 por ciento de la energía producida en el mundo en 2006 (el gas natural, el combustible número dos, sólo proporcionó el 25 por ciento), y aunque se espera que siga siendo el número uno en 2030, es la fuente de energía que con mayor probabilidad se reducirá en las décadas futuras. Aunque existe una gran controversia sobre el volumen de las reservas petrolíferas que quedan en el mundo, se sabe lo bastante como para llegar a la conclusión de que la producción mundial de petróleo alcanzará, en un futuro no muy distante, un máximo o «pico», y luego comenzará una reducción irreversible. Es posible que la desaparición gradual del petróleo líquido convencional se pueda paliar, durante un tiempo, mediante el desarrollo de combustibles sintéticos derivados de sustancias petrolíferas «no convencionales» —las arenas bituminosas canadienses, el crudo extrapesado venezolano, las pizarras bituminosas de las Montañas Rocosas—, pero el coste económico y ambiental de usar estos materiales es enorme, y es improbable que puedan paliar, aunque sea por poco tiempo, una contracción drástica y dolorosa de los recursos energéticos primarios.11
Como resultado de ello, el problema de la «seguridad energética», como se define en general, ha ascendido al peldaño más alto de la escalera internacional de la inquietud y la preocupación.12 No es de extrañar que esto haya alterado fundamentalmente la percepción de lo que es el «poder» y la «influencia» en un sistema internacional drásticamente alterado, forzando a los responsables políticos a contemplar la ecuación del poder mundial de formas totalmente distintas.
Según el nuevo orden energético internacional, los países se pueden dividir en naciones con exceso de energía o naciones con déficit de energía. Según el antiguo orden, la posición que ocupaba un país en la jerarquía mundial se medía con criterios como la cantidad de armas nucleares de que disponía, su flota militar y el número de soldados de su ejército; las superpotencias tenían, sobre todo, una capacidad destructiva desmesurada. Dentro del nuevo orden, el rango de una nación cada vez vendrá más determinado por la vastedad de sus reservas de petróleo y de gas, o por su capacidad de aprovechar otras fuentes de riqueza para comprar (o adquirir de otro modo) los recursos de los países que tienen abundancia de ellos.13
La nueva disposición jerárquica mundial, dividida ahora entre países con déficit de energía y otros con excedente de ella, tiene consecuencias económicas evidentes. Después de todo, los países con déficit energético, como China, Japón y Estados Unidos, se ven forzados a pagar precios cada vez más altos por combustibles importados, mientras compiten entre sí por aquellos materiales que los países con excedentes están dispuestos a vender. Por otro lado, los países con excedente están seguros de que se enriquecerán cada vez más mientras dividen en lotes sus valiosos bienes, a los precios que el mercado pueda tolerar. Así, sólo en 2006, los países exportadores de petróleo obtuvieron unos 970.000 millones de dólares de los países importadores, tres veces más de lo obtenido en 2002;14 teniendo en cuenta que el precio del crudo en 2007 ha duplicado, aproximadamente, el que tenía en 2006, esta cifra ciertamente aumentará mucho más. A estas alturas, este giro del destino ha proporcionado una inmensa fortuna a Rusia, que ha disfrutado de un notable crecimiento desde 2000 gracias a sus lucrativas exportaciones de petróleo y de gas natural. También explica el repentino surgimiento de centros financieros con un éxito espectacular como Abu Dhabi y Dubai, en el Oriente Próximo rico en petróleo.
Algunos de estos «petroestados», tremendamente ricos, han usado una parte de sus «fondos de riqueza soberana» (fondos de inversión controlados por los Gobiernos) para comprar importantes paquetes de acciones en bancos y empresas estadounidenses de primera línea. Por ejemplo, en noviembre de 2007, la Abu Dhabi Investment Authority adquirió una participación de 7.500 millones de dólares en Citigroup, la mayor empresa propietaria de bancos norteamericana, mientras intentaba recuperarse de las pérdidas en que incurrió en el mercado de hipotecas subprime; en enero de 2008, Citigroup vendió una participación incluso mayor, por un valor de 12.500 millones, a la Kuwait Investment Authority y a otros inversores de Oriente Próximo, incluyendo el príncipe Walid bin Talal, de Arabia Saudí. Abu Dhabi también ha realizado inversiones importantes en Advanced Micro Devices, un fabricante muy importante de chips, y en el Carlyle Group, un gigante del capital privado.15
Por supuesto, existen importantes grados económicos entre los países con excedente y aquellos con déficit energético. Rusia se ha enriquecido inmensamente durante el auge energético actual porque posee vastos yacimientos no sólo de petróleo sino también de gas natural y de carbón. Esto le ha permitido proporcionar energía barata a sus habitantes e industrias y, al mismo tiempo, exportar grandes cantidades de petróleo y de gas con un gran margen de beneficios a los países cercanos. De igual manera, Arabia Saudí, que tiene las reservas vírgenes de petróleo más grandes de todo el planeta, seguirá enriqueciéndose durante muchos años gracias a las exportaciones de petróleo. Pero no todos los poseedores de petróleo tienen tanta suerte. Muchos, como Chad, Gabón y Guinea Ecuatorial, es probable que produzcan modestas cantidades de petróleo durante un par de décadas, generando grandes fortunas para unos pocos privilegiados, antes de quedarse sin materiales y regresar al empobrecimiento propio de las circunstancias anteriores. En el caso de los países con déficit energético asistimos a una diversidad similar. Los países ricos, incluyendo China, Japón y Estados Unidos, podrán usar su dinero para paliar la escasez, aunque sin duda durante el proceso sus economías quedarán resentidas; los países más pobres, que carecen de semejantes ventajas, padecerán tremendamente.
Igual de importantes —y de complejas— son las consecuencias geopolíticas de la nueva ordenación del poder. Cuando el poderío militar era el determinante principal del estatus de un país, los gigantes con armas nucleares como Estados Unidos y la Unión Soviética ocupaban el estrato superior y podían influir en la conducta de otros países con menos poder. No cabe duda de que la fuerza militar sigue constituyendo una ventaja en el mundo moderno, pero cada vez más se encuentra a la sombra del poder basado en la abundancia de recursos energéticos. Por ejemplo, Arabia Saudí, que tiene un ejército reducido, ocupa una posición de gran influencia en los asuntos mundiales debido a su posesión de las reservas de petróleo más abundantes del planeta de las descubiertas hasta el momento. Incluso los países que tienen menos recursos petrolíferos, como Azerbaiján, Kazajistán, Angola y Sudán, empiezan a gozar de una influencia desproporcionada con su tamaño y circunstancias. Las élites gubernamentales de esos países con excedentes energéticos han podido explotar su estatus de privilegio para obtener concesiones de diversos tipos que les han proporcionado sus principales clientes; éstas adoptan la forma de respaldo político en instituciones internacionales como el Consejo de Seguridad Nacional de las Naciones Unidas, la transferencia de armas y de apoyo militar, o incluso la negligencia parcial de sus clientes a la hora de analizar a fondo el abuso de los derechos humanos perpetrado en ellos. Sudán, por ejemplo, ha sido capaz durante mucho tiempo de impedir la intervención internacional en el conflicto y la masacre que tienen lugar en Darfur, todo gracias al amparo diplomático de su principal comprador de petróleo, la República Popular China.16
También en este campo hay gradaciones de poder y de influencia. Rusia ha visto aumentar su influencia al ser un país con excedentes energéticos, en gran medida porque es uno de los principales suministradores de petróleo y gas natural a Europa. Pero también conserva su arsenal nuclear, un recuerdo de su época de hegemonía como superpoder, y está utilizando sus recursos energéticos recién descubiertos para modernizar su decrépito ejército. Arabia Saudí puede que disponga de un ejército relativamente pequeño, pero posee algunas de las armas más sofisticadas del mundo, en su mayor parte compradas a Estados Unidos y Gran Bretaña con una fracción de su inmensa riqueza derivada del petróleo. Otros países con excedente, que carecen de ejércitos cuantiosos o de amigos poderosos en el sistema internacional, siguen siendo vulnerables a la invasión por parte de otros Estados fuertes importadores de recursos energéticos.
Sea cual fuere su clasificación en esta reordenación del poder, tanto las naciones con excedente como aquellas con déficit de recursos energéticos están dando pasos osados —y en ocasiones arriesgados— para potenciar sus posturas competitivas. En muchos casos, esto conlleva la formación de asociaciones oportunistas de uno u otro tipo: grupos de suministro de energía, como una propuesta «OPEC del gas natural» que seguiría el modelo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo originaria; organizaciones de consumidores, como la Agencia Internacional de Energía (IEA); e incluso nuevas protoalianzas de bloques de poder entre exportadores e importadores selectos, como la alianza energética estratégica entre China y Rusia (destinada en parte a minar la influencia estadounidense en Asia). Si bien aún es demasiado pronto para prever el verdadero impacto de estas disposiciones, no cabe duda de que se está produciendo una reordenación política a nivel mundial, de proporciones históricas, y cuyo eje central es la búsqueda vigorosa de fuentes energéticas.
Una expresión impresionante de esta reordenación mundial es el grado en que la propiedad de las reservas vírgenes de petróleo se concentra en manos de las empresas petroleras nacionales (NOC). Algunos ejemplos destacados incluyen las empresas titánicas como Saudi Aramco, la National Iranian Oil Company y Petróleos de Venezuela S. A. (PdVSA), que son propiedad exclusiva o casi absoluta de sus Gobiernos. Hasta hace poco, la mayoría de las reservas petrolíferas mundiales estaban controladas por grandes compañías energéticas occidentales, como Exxon Mobil, Chevron, British Petroleum (ahora llamada BP), Royal Dutch Shell y TotalFinaElf (hoy llamada Total S. A.), francesa. Hoy día, esas empresas cada vez están más a la sombra de las NOC, que incluyen nueve de los diez máximos poseedores de reservas petrolíferas del mundo. Juntas, las compañías petroleras nacionales (incluyendo las empresas controladas por el Estado ruso que permiten cierta participación de empresas de energía occidentales) supervisan un 81 por ciento aproximado de todas las reservas conocidas de petróleo; esto constituye una enorme fuente de poder latente para los Estados que las controlen.17 Además, dado que operan en los países que disponen de los recursos energéticos por explotar más prometedores, es previsible que conserven su posición dominante en años venideros.18 (Véase la Tabla 1.1).
En contraste con las empresas privadas, motivadas en gran medida por el atractivo de los beneficios y por el deseo de aumentar el valor de sus acciones, a menudo las NOC están motivadas por lo que el Congressional Research Service ha bautizado como «objetivos dictaminados por el Gobierno». Éstos pueden incluir la redistribución de la riqueza nacional, un objetivo clave para el presidente Chávez en Venezuela; la creación de puestos de trabajo, importante en Arabia Saudí; o el fomento del desarrollo económico nacional.19 Pero para muchos de los países involucrados, los Gobiernos están utilizando las compañías petroleras nacionales como un instrumento de política exterior. «No es de extrañar —declaraba el James A. Barker III Institute of Rice University— que las NOC, con su amplio acceso a los recursos del mundo, se estén convirtiendo en jugadores de peso en la política del poder mundial.»20 Algunos ejemplos de estos esfuerzos incluyen el uso que hace el presidente Chávez del gigante venezolano del petróleo PdVSA para crear un bloque antiestadounidense en Latinoamérica, y el modo en que Vladimir Putin utiliza la empresa con el monopolio ruso del gas natural, Gazprom, para restaurar el dominio de Moscú sobre las ex repúblicas soviéticas situadas en su periferia.21
Cada vez más, las compañías petroleras nacionales forman alianzas estratégicas entre ellas para avanzar hacia los objetivos de política exterior, y para ampliar su poder combinado en un enfrentamiento con los gigantes occidentales del petróleo (también conocidos como compañías petroleras internacionales, IOC). Por ejemplo, en 2006 PdVSA anunció que se uniría con otras compañías petroleras nacionales, incluyendo Petropars (afiliada a la National Iranian Oil Company) y Petróleo Brasileiro S. A. (Petrobras), para explotar el crudo extrapesado de Venezuela en la cuenca del río Orinoco; anteriormente, PdVSA había colaborado en la mayoría de ocasiones con IOC occidentales.22 Aunque a veces estén justificadas sobre un fundamento económico, estas alianzas NOC-IOC también están claramente destinadas a reforzar los vínculos entre los Gobiernos participantes, y a reducir la influencia de la que un día disfrutaron las potencias occidentales y los gigantes de la industria petrolífera en zonas del mundo ricas en recursos energéticos, que antes estaban subdesarrolladas y colonizadas.23
En otra flexión de sus músculos prodigiosos, las empresas petroleras nacionales cada vez se alejan más de su centro histórico realizando operaciones «río arriba» —la producción de hidrocarburos en la fuente— y «río abajo», como el refinamiento, transporte y comercialización del petróleo, el gas natural y sus derivados. Gazprom, la empresa rusa, ha sido una de las pioneras en hacer esto, forjando asociaciones comerciales con compañías europeas para participar en la venta directa de gas natural a clientes de la Europa occidental; de igual manera, Arabia Saudí se ha asociado con la China National Petrochemical Corporation (Sinopec) para construir refinerías y vender productos derivados del petróleo a clientes chinos.24 Al entrar en semejante sector tan lucrativo, estas empresas aumentan los beneficios derivados de sus materias primas y suplantan a los gigantes petroleros occidentales en áreas que antes éstos controlaron ampliamente. Por supuesto, en tales casos también aumentan el poder de los Estados con excedentes energéticos que las controlan.
Enfrentándose a este reto y a la lucha implacable por los recursos decrecientes, los Estados con déficit energético forjan o fortalecen sus vínculos estratégicos con suministradores actuales (o futuros) para aumentar sus ventajas en el mercadillo competitivo en que se convertirá este sector dentro de poco. No hace falta decir que las asociaciones de este tipo siempre han desempeñado un papel en la ecuación de la energía mundial. Durante más de sesenta años, Estados Unidos ha mantenido vínculos estrechos con la familia real saudí, mientras que los franceses se han asociado con los Estados productores de petróleo del África francófona. Pero esas «relaciones especiales» con los proveedores clave de energía cada vez son más extensas… y más caras. Los arreglos como éstos siempre han supuesto un coste elevado, político, militar y económico; ahora las etiquetas que llevan marcan un precio mucho más alto.
Las dimensiones geopolíticas de estas relaciones son especialmente evidentes en Kazajistán y en las otras ex repúblicas soviéticas de la cuenca del mar Caspio, donde Washington y Pekín siguen haciendo grandes esfuerzos para acceder a los campos petrolíferos y de gas natural que hay en esta zona y que acaban de empezar a explotarse; y Rusia, a pesar de que tiene recursos naturales propios, intenta controlar el transporte de esos recursos al mercado.
A principios de los años noventa, Estados Unidos fue el primer país que intentó fijar una cabeza de playa en la zona, poco después del colapso de la Unión Soviética. Para vincular con más fuerza a los dirigentes de Asia central y de otros Estados de la región con Occidente, en lugar de con Rusia o Irán, y al mismo tiempo facilitar el flujo de energía del Caspio a los mercados europeos y norteamericanos, la administración Clinton (y luego la administración Bush) empezaron a subrayar los vínculos militares con regímenes amistosos, así como el establecimiento de bases militares o derechos para situarlas en la región. También promocionaron la construcción del oleoducto Baku-Tiflis-Ceyhan (BTC), que tiene una longitud de casi 1.700 km y que conecta el centro petrolífero de Baku, en Azerbaiján, en el Caspio, con el puerto turco de Ceyhan, en el Mediterráneo. Los bancos y las empresas petroleras occidentales proporcionaron la mayoría de los fondos para construir este oleoducto y desarrollar las operaciones de extracción asociadas, pero el Gobierno de Estados Unidos también invirtió un considerable capital político por medio de intercambios diplomáticos de alto nivel (incluyendo las lujosas recepciones celebradas en la Casa Blanca para los potentados dominantes en la región), así como de ayudas económicas y militares considerables.25
Hacia finales de los años noventa, también China participó en una forma vigorosa de diplomacia en muchos de los mismos territorios. Como Estados Unidos, pretendía acceder al potencial energético de la cuenca del mar Caspio y, siguiendo una réplica casi exacta del plan de juego norteamericano, los chinos empezaron a patrocinar la construcción de un oleoducto que trasladaría el crudo del Caspio no a Occidente, al Mediterráneo, sino a sus propios consumidores. Al mismo tiempo luchó por establecer toda una constelación de Estados amistosos en la región, mediante generosas ofertas de ayuda y favores diplomáticos. Los chinos llegaron incluso a encabezar la formación de un cuerpo político regional —la Shanghai Cooperation Organization— para promover sus intereses geopolíticos en la zona.26
Todos estos son ejemplos característicos de los tipos de relaciones que se están forjando hoy día por todo el mundo entre los principales consumidores de energía y los proveedores potenciales. En cualquier caso, estas relaciones, a su vez, conllevan nuevas calibraciones de las relaciones de poder entre las principales naciones consumidoras de energía. Estos movimientos, tensos y competitivos de por sí, presagian escenarios conflictivos en el futuro entre las llamadas Grandes Potencias, y de un tipo mucho más peligroso. Aunque todavía se encuentran en su primera fase, estas maniobras pugnaces para obtener recursos energéticos tendrán inevitablemente consecuencias profundas para la paz y la seguridad mundiales; como mínimo, volverán a trazar el atlas de la política internacional de una manera que no se ha visto desde el inicio de la Guerra Fría, hace unos sesenta años.
Como la adquisición de recursos energéticos adecuados siempre ha sido una prioridad nacional, ya hace mucho tiempo que los gobernantes desempeñan un papel esencial en la obtención y distribución de combustibles básicos. Esto ha sido especialmente claro en los periodos de guerra o de crisis. Fue Winston Churchill, cuando desempeñaba el cargo de Primer Lord del Almirantazgo en vísperas de la Primera Guerra Mundial, quien insistió en que el Gobierno británico asumiera la propiedad mayoritaria de la Anglo-Persian Oil Company (APOC, el progenitor de British Petroleum) y la responsabilidad de su protección; creyendo que la guerra con Alemania era inevitable, quería garantizar el acceso ininterrumpido de los británicos al petróleo iraní, destinado a los buques de guerra británicos que recientemente había convertido de embarcaciones propulsadas por carbón a otras movidas por petróleo.27 En la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler, al timón de una Alemania carente de petróleo, ordenó la invasión de la Unión Soviética, movimiento que iba destinado, en parte, a obtener un petróleo que necesitaba desesperadamente y que se hallaba en los campos soviéticos del Cáucaso; el Gobierno japonés también ordenó a su ejército, necesitado de combustible, que tomase las Indias Orientales, ricas en petróleo y bajo dominio holandés, en 1941 y, como acto de previsión, atacase la flota norteamericana en Pearl Harbour, desatando así la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico.28
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos y otras potencias occidentales confiaron en gran medida en las fuerzas de mercado y en las compañías petroleras internacionales, en lugar de organizar proyectos dirigidos por el Estado y recurrir a la intervención militar directa, para garantizar un suministro adecuado de energía. Su argumento se basaba en la premisa de que permitir que esas empresas organizasen operaciones internacionales en busca del beneficio colectivo, era la mejor manera de garantizar la máxima producción de energía y evitar ineficacias paralizantes. También se consideraba que las grandes compañías petroleras eran las que desarrollaban nuevos campos en las regiones «fronterizas» de África, Oriente Próximo y el sudeste asiático.29
Hoy día el péndulo avanza en dirección contraria: al no fiarse de la capacidad de las empresas privadas para superar los nu-merosos retos que se ciernen en el horizonte, los líderes gubernamentales vuelven a tomar el liderazgo en lo relativo a la adquisición de energía. Sin duda, tal y como indican los colosales beneficios que han obtenido durante los últimos años, las empresas energéticas privadas siguen desempeñando un papel importante, pero cada vez son más las decisiones estratégicas clave que toman los gobernantes. El hecho de que el presidente Clinton y sus máximos colaboradores adoptasen un papel dominante en la negociación de diversos tratados y acuerdos que posibilitaron la construcción del oleoducto BTC ya anunciaba lo que estaba por venir; y fueron sus sucesores en la administración Bush quienes mantuvieron la inercia del proyecto para completarlo. De igual manera, el presidente chino Hu Jintao fue responsable en gran medida de la decisión de Pekín de construir un oleoducto que atravesara Kazajistán, y que hoy día transporta el petróleo del Caspio a China occidental.30
En los países que tienen fuentes abundantes de energía se está produciendo un proceso semejante, dado que las autoridades gubernamentales intentan maximizar las ventajas de su posición privilegiada dentro del nuevo orden energético internacional. El modelo más evidente para este tipo de proceder ha sido el que ha liderado el presidente ruso Vladimir Putin. Ha supervisado el proyecto del Kremlin para devolver al control del Estado los recursos más valiosos de petróleo y gas natural de Rusia, muchos de los cuales se habían subastado a «oligarcas» tremendamente ricos en aquellos días caóticos que siguieron al desmantelamiento de la Unión Soviética. Putin también fue el responsable de transformar el monopolio nacional del gas natural, Gazprom, en una de las empresas energéticas más grandes, ricas y poderosas del mundo.31 Casi tan impresionante como éste ha sido el éxito del presidente Chávez, de Venezuela, para obtener el control de los recursos energéticos semiprivatizados de su país, usando luego esta gran riqueza para avanzar en su agenda social populista.32
Una forma de describir el papel creciente que tienen los responsables gubernamentales superiores en la política energética nacional es mediante la expresión «nacionalismo de recursos», que podría definirse como la administración de los flujos energéticos de acuerdo con los intereses vitales del Estado. Algunos analistas han tendido a aplicar esta expresión solamente a las naciones que tienen abundancia de recursos energéticos y que han maximizado el control estatal sobre los depósitos de petróleo y gas natural domésticos, intentando convertir este poder latente en una fuente de ventaja política.33 Pero no existen motivos conceptuales para limitar de esta guisa el uso de la expresión; también es aplicable a los intentos por parte de los líderes de los países con déficit energético para proteger sus intereses nacionales en un mundo que compite intensamente por los suministros disponibles.34 Por ejemplo, algunos países que poseen pocos yacimientos de petróleo y de gas natural pero tienen una red fluvial importante han intentado maximizar el potencial hidroeléctrico de estas vías fluviales construyendo múltiples presas, aunque eso signifique impedir el flujo del río a los países situados en un tramo inferior de éste. Por eso Turquía se ha enzarzado en una amarga disputa con Siria e Iraq sobre sus planes para construir una serie de presas en el curso superior del Tigris y del Éufrates.35
Independientemente de cómo apliquemos la expresión «nacionalismo de recursos», hay una cosa clara: el Estado, por sí solo, cada vez ostenta una mayor autoridad sobre los sectores energéticos nacionales, en su calidad de propietario de recursos clave y/o como factor esencial en la adquisición, transporte y disposición del flujo de los recursos energéticos. La expresión que más se emplea para definir este fenómeno es «estatismo» o, en algunos casos, «neomercantilismo». Es típico que los analistas occidentales adscriban semejante comportamiento a los dirigentes chinos, venezolanos y rusos, pero raras veces a los líderes estadounidenses u occidentales. Además, no es infrecuente que esos analistas califiquen los actos de esos gobernantes extranjeros como una amenaza latente a los intereses occidentales, aunque al mismo tiempo consideran que una conducta similar por parte de Occidente no es más que diplomacia ordinaria. Por ejemplo, los analistas Flynt Leverett y Pierre Noël afirmaron en 2006 que en Pekín, «el enfoque estatista dado a la administración de las relaciones energéticas externas está enfrentando cada vez más a China con Estados Unidos, en una competición para tener influencia en Oriente Próximo, Asia central y las regiones productoras de petróleo de África».36 Mikkal E. Herberg, del National Bureau of Asian Research, aportó una opinión parecida en el testimonio que dio en 2005 ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado: «Para los líderes chinos, la seguridad energética es demasiado importante como para dejarla en manos de los mercados, y hasta el momento su enfoque ha sido claramente neomercantilista y competitivo».37
Si bien el uso de términos como «estatista» y «neomercantilista» para describir las conductas energéticas de China y de otras potencias en auge es ciertamente razonable, sería un error concluir que éstos eran rasgos únicos o distintivos de los países no occidentales. Más bien sucede lo contrario: prácticamente todos los principales países que importan energía, incluyendo Estados Unidos, Japón y los principales países de Europa occidental, han estado participando en actividades que podrían caracterizarse fácilmente como «estatistas» o «neomercantilistas».38
Por ejemplo, la Política Nacional de Energía (National Energy Policy, NEP) adoptada por la administración Bush el 17 de mayo de 2001, exigía explícitamente un papel gubernamental de mayor firmeza para ayudar a las empresas energéticas norteamericanas a superar las barreras para invertir en proyectos petrolíferos y de gas natural extranjeros. Entre sus principales directivas, la NEP sugería al presidente que «hiciera de la seguridad energética una prioridad en nuestro comercio y en nuestra política exterior», y que asumiera la responsabilidad general por la administración de la diplomacia energética del país.39 Desde ese momento, los responsables superiores de la Administración, desde el presidente hacia abajo, han hecho repetidos esfuerzos para convencer a los líderes de países extranjeros productores de energía de que incrementen sus exportaciones de petróleo y gas a Estados Unidos, y que permitan que las empresas estadounidenses inviertan cada vez más en sus industrias de hidrocarburos. Por ejemplo, George W. Bush se reunió en diversas ocasiones con Vladimir Putin, en una campaña infatigable para abrir más el sector de la industria energética rusa a las inversiones estadounidenses. El vicepresidente Dick Cheney también desempeñó un papel clave en estos esfuerzos, visitando Kazajistán en mayo de 2006, tres semanas después de que el caudillo Nursultan Nazarbayev ganase un tercer periodo de seis años como presidente, con un 91 por ciento de los votos, en una parodia de lo que son unas elecciones. El vicepresidente, enviado para persuadir a los líderes kazajos de que enviasen más cantidad de su petróleo a Occidente en lugar de enviar la inmensa mayoría a China y a Rusia, alabó a Nazarbayev —en un comentario famoso— por el impresionante «desarrollo político» que había alcanzado su país.40 Y, por supuesto, desde que tomara el control de Bagdad en abril de 2003, la administración Bush ha intentado influir vigorosamente en la reforma de la legislación nacional iraquí sobre el petróleo, con la esperanza de aumentar las oportunidades de que empresas estadounidenses participen en el desarrollo de las gigantescas reservas petrolíferas de ese país.41 Esos intentos, a escala global, han rivalizado fácilmente —e incluso superado— los realizados por otros Gobiernos buscadores de energía, incluyendo el chino.
El papel del Estado y de las compañías respaldadas por el Gobierno en la adquisición de yacimientos energéticos extranjeros también se ha afianzado en otros países occidentales. Japón, que tiene el mayor déficit de todas las economías industriales importantes, ha hecho un llamamiento a las empresas nacionales para que asuman un papel mucho más importante en la adquisición de reservas de crudo y gas en el extranjero. No es que sea precisamente una política original —hace mucho que Tokio está influido por el pensamiento mercantilista—, pero ha recibido una nueva vigorización en los últimos años. En marzo de 2006, Tokio adoptó una «nueva estrategia energética nacional», ordenando que una proporción siempre mayor de las importaciones japonesas de petróleo procediese de empresas energéticas japonesas. Según un comunicado de prensa gubernamental: «El volumen de petróleo en la exploración y desarrollo [de campos petrolíferos] a cargo de empresas japonesas habrá aumentado hasta aproximadamente el 40 por ciento en 2030»; en aquel momento se encontraba en el 15 por ciento.42 Para contribuir a alcanzar este objetivo, el todopoderoso Ministerio de Economía, Comercio e Industria supervisó una fusión en 2005 de la Inpex Corporation (que antes formó parte de la Japan National Company, propiedad del Estado) con la Teikoku Oil Company.43 Los directivos de la nueva empresa señalaron que ese movimiento iba destinado a potenciar la capacidad de las dos empresas fusionadas para competir con «países como China e India» en la adquisición de reservas de petróleo y gas en el extranjero.44
Otros Gobiernos occidentales, incluyendo Francia e Italia, se han dedicado también a empresas «estatistas», sobre todo en África, donde hace mucho tiempo que mantienen una relación paternalista con las que fueran sus antiguas posesiones coloniales.45 Igual que hizo Estados Unidos en Iraq, Francia ha intervenido en algunas de esas posesiones, incluyendo Chad, la República del Congo (Congo-Brazzaville) y Gabón.
En otras palabras, el resurgimiento de la conducta «estatista» respecto a los recursos energéticos no es el producto de un sistema económico singular. Ni siquiera es indicativo de la posición que ocupa un país dentro del nuevo orden energético internacional. En lugar de ello, es una consecuencia de las características fundamentales de la energía en esta era nueva y exigente.
Al asumir un papel más destacado en la administración de las polít+nergéticos mundiales, sino también por lo que sólo puede calificarse como cierto grado de histeria al evaluar la sostenibilidad futura de las reservas, junto con un miedo desmedido a la posibilidad de perder terreno frente a las tácticas más agresivas de sus rivales. Fue este extremo de desesperación subyacente el que selló el destino de CNOOC en la lucha por Unocal, y el que ha suscitado un debate cada vez más ardiente sobre la «seguridad energética» en Estados Unidos.
Quizá nadie haya manifestado mejor esta angustia que el senador Lugar, que fue el primero en lamentarse del auge de las «petro-superpotencias». Describiendo la energía como el «albatros» de la seguridad nacional estadounidense, sus advertencias sobre los riesgos que conlleva la dependencia excesiva del pueblo norteamericano en el petróleo importado se han vuelto cada vez más estridentes. «En ausencia de una reorientación esencial del modo en que obtenemos nuestra energía, la vida en Estados Unidos será mucho más difícil en las décadas venideras —advertía en marzo de 2006—. La dependencia estadounidense de los combustibles fósiles y la creciente escasez de éstos a escala mundial han creado ya una situación que amenaza nuestra seguridad y prosperidad, y que mina la estabilidad internacional. Si no se producen cambios revolucionarios en la política energética, corremos el riesgo de que se produzcan numerosos desastres en nuestro país, que reducirán el estándar de vida, socavarán nuestros objetivos de política exterior y nos harán muy vulnerables a las maquinaciones de los Estados canalla.»46
Estas previsiones pesimistas se han extendido ampliamente durante los últimos años en el Congreso estadounidense. Muchos legisladores están especialmente preocupados por la creciente dependencia de su país de las importaciones de petróleo de esa zona de conflictos y terrorismo perennes, Oriente Próximo, que ya es el origen de más de un quinto de las importaciones de crudo de Estados Unidos. Otros se inquietan por la aparición de poderosos suministradores de energía, como Rusia y Venezuela, listos para imponer su propia agenda política en Estados Unidos y sus aliados. Sin embargo, hay dos temas que predominan: el temor de que los recursos energéticos mundiales se queden cortos frente a la demanda anticipada, y que las potencias industriales emergentes en el mundo en vías de desarrollo —con sus economías en auge, la aparición de una clase media y nuevas culturas de automoción— desencadene una lucha brutal por los recursos energéticos existentes.«Estamos al borde de una crisis energética —declaró el congresista Richard Pombo en el clímax del debate sobre Unocal—. La oferta prácticamente iguala a la demanda, motivo por el cual el precio del petróleo se ha disparado. La economía estadounidense está creciendo. La economía china, también. La india, también. La economía de Brasil mejora cada día. Todas esas economías dispares están creciendo, y compiten por las mismas fuentes de energía.»47
Además de los legisladores estadounidenses, los mandos militares norteamericanos y los consultores de defensa han empezado a expresar su alarma por la disponibilidad futura de los recursos energéticos. Quizá nadie haya sido más expresivo en este sentido que James R. Schlesinger, el único político que ha ocupado los cargos de secretario de Defensa (1973-1975) y secretario de Energía (1977-1979). Hoy día es consultor del Departamento de Defensa y miembro del Defense Policy Board (Consejo de Política de Defensa), y en 2005 dijo al Comité de Relaciones Exteriores del Senado que aunque Estados Unidos sea el «poder militar preponderante» del mundo, el sistema de defensa «depende enormemente del petróleo», motivo por el cual se enfrentará a una gama cada vez más amplia de peligros en el futuro. No es sólo que la carestía futura de petróleo y la subida de precios resultante coloque una carga más pesada sobre el presupuesto del Pentágono, sino que llegará un día en que el ejército estadounidense no podrá «obtener el suministro de productos derivados del petróleo necesario para mantener nuestra preponderancia militar».48 El hecho de que esta inquietud la comparten altos mandos dentro de la jerarquía militar se confirmó en 2007, gracias a un estudio encargado por el Departamento de Defensa sobre sus futuras necesidades energéticas. Este estudio, que destacaba que la dependencia de las fuerzas armadas de armas potentes y de alta tecnología es probable que entre en conflicto con la realidad de unas reservas petrolíferas cada vez más escasas en el mundo, advertía que la estrategia actual del Pentágono sobre la participación militar en el mundo «puede resultar insostenible a largo plazo».49
Los líderes de otros países con déficit energético suelen mostrarse más reticentes a la hora de abordar temas sensibles de este tipo, sobre todo en un país como China, donde los comunicados del Gobierno están cuidadosamente redactados; pero no cabe duda de que muchos comparten las mismas preocupaciones. Ciertamente, resulta difícil imaginar que el presidente Hu Jintao hubiera dedicado tanto tiempo como lo ha hecho a viajar por Asia central y África, congraciándose con los productores potenciales de petróleo, si no sintiera la tremenda presión de asegurarse cuantas más reservas adicionales sean posibles mientras quede alguna. Lo mismo podemos decir de los líderes japoneses, que han dedicado la misma atención desmedida a esos productores. Un punto de desesperación —por disfrazada que esté— es tan evidente en la conducta de los responsables políticos de Pekín, Tokio, Nueva Delhi y en cualquier otro lugar como entre los dirigentes en Washington.
Esta inquietud, expresada de una u otra manera, ha llevado a algunos responsables norteamericanos a solicitar un cambio radical en la conducta energética, que por lo general conlleva el uso de fuentes de energía domésticas, el desarrollo acelerado de fuentes alternativas de combustible y otras medidas destinadas a «la independencia energética». En su discurso sobre el estado de la Unión de 2006, el propio presidente Bush admitió que su país es «adicto» al petróleo, y urgió los esfuerzos inmediatos para desarrollar alternativas, aunque sus sugerencias reales sobre política no iban precisamente destinadas a reducir de forma significativa el problema.50 En cierto sentido, estas sugerencias representan el deseo —consciente o no— de desvincularse del nuevo orden energético internacional, creando de alguna manera un sistema autosuficiente. Resulta difícil no captar el atractivo de semejante estrategia, sobre todo dadas las intensas presiones competitivas del nuevo panorama mundial. Sin embargo, la mayoría de los responsables políticos admite que esa desvinculación, del tipo que sea (por no hablar de un distanciamiento radical), no es probable que sea una opción, dado que ninguna economía industrial moderna puede funcionar si se aísla del comercio mundial de la energía.
El dilema al que se enfrentan los responsables políticos estadounidenses se ha vuelto incluso más formidable debido a la admisión, cada vez más extendida, de que el calentamiento global supone una amenaza sustancial para el bienestar futuro de Estados Unidos, y que la fuente principal de los gases que causan el «efecto invernadero» y que atrapan el calor es el dióxido de carbono liberado durante la combustión de los combustibles fósiles. Para abordar este peligro sin precedentes a tiempo y evitar así sus efectos más catastróficos, sería necesario invertir una suma descomunal en el desarrollo de alternativas a estos carburantes, imponiendo estrictas limitaciones al consumo de petróleo para automóviles y otros aparatos que funcionan con gasolina; éste es un paso que ningún político o ningún partido importante están dispuestos a dar todavía. En lugar de ello, los líderes del Congreso y del Senado y del poder ejecutivo urgen la implantación de cambios que, en gran medida, son cosméticos, mientras ofrecen un respaldo económico inadecuado para el desarrollo de alternativas y aceptan el lentísimo ritmo del progreso en este sentido que marca Detroit.
En estas circunstancias, no se puede hablar siquiera del tipo más parcial imaginable de «independencia energética», sino tan sólo de lo contrario: la dependencia cada vez mayor de energía importada. «Hasta que llegue la época en que las nuevas tecnologías, que apenas se vislumbran en el horizonte, nos puedan liberar de nuestra dependencia del petróleo y del gas, seguiremos siendo presa de la inseguridad en lo relativo a la energía —declaró con total claridad en 2005 el ex ministro Schlesinger—. No acabaremos con la dependencia del petróleo importado ni tampoco, como algunos esperan, del inestable Oriente Próximo».51 Lo cierto es que la inquietud que manifiestan Lugar, Schlesinger y sus compatriotas ha llevado, en el mundo real, a que los líderes estadounidenses se embarquen en un nuevo orden energético internacional con un vigor renovado, y con la determinación de alcanzar sus metas. A pesar de todo lo que han dicho sobre el aumento de la dependencia de los estadounidenses de los recursos energéticos domésticos, el presidente Bush y sus asociados aceleraron los esfuerzos militares para dominar la zona del Golfo Pérsico y trabajaron sin descanso para convencer a los líderes de Estados suministradores clave, como Arabia Saudí y Kuwait, de que aumentaran sus exportaciones de crudo a Estados Unidos.52
Los líderes chinos no se muestran menos decididos. En lugar de lamerse las heridas después del conflicto con Unocal, las empresas chinas redoblaron sus esfuerzos en otros lugares del planeta. Sólo tres semanas después de que CNOOC retirase su oferta, la China National Petroleum Corporation (CNPC), otra compañía propiedad del Estado, hizo una oferta de 4.200 millones de dólares por PetroKazakhstan, una empresa canadiense que tiene importantes recursos de petróleo y gas natural en Kazajistán;53 un mes más tarde, la CNPC y Sinopec adquirieron conjuntamente los recursos petrolíferos y de gas natural ecuatorianos de EnCana Corporation, con sede en Calgary.54
La ávida búsqueda por parte de China de las reservas de petróleo y gas se ha convertido, a su vez, en una gran preocupación para otros países en vías de rápido desarrollo y que precisan cada vez más de fuentes energéticas. «Considero que China nos lleva ventaja en la planificación del futuro en el campo de la seguridad energética —declaró el primer ministro indio Manmohan Singh a principios de 2005—. Ya no podemos mostrarnos complacientes, debemos aprender a pensar estratégicamente, aumentar la previsión y actuar con rapidez y eficacia».55 Animada por estas palabras, la principal compañía de energía india, propiedad del Estado, la Oil and Natural Gas Corporation, pronto empezó a pujar contra las ofertas de las empresas chinas por la compra de prometedores bloques de exploración en África y en la cuenca del mar Caspio.56
Los comentarios de Singh los podrían haber hecho los líderes de cualquiera de las naciones que buscan recursos energéticos, y la respuesta por la que optó —instruir a las empresas estatales o locales para que acelerasen su búsqueda de reservas extranjeras— la han emulado prácticamente todos ellos. El resultado ha sido el equivalente, en el campo de la energía, de una carrera armamentística para asegurar el control sobre los depósitos de petróleo y de gas natural que puedan quedar en venta en el mundo, junto con reservas de otros materiales vitales. Esta carrera en busca de los recursos es uno de los rasgos más destacados del paisaje político contemporáneo y es posible que, a lo largo de nuestras vidas, se convierta en el más destacable: una competición voraz, de suma cero que, si se permite que continúe por el camino actual, sólo puede conducir al conflicto entre las principales potencias mundiales.
Por el momento, los líderes de esos países intentan limitar sus proyectos competitivos a los canales convencionales de la diplomacia y del comercio: visitas oficiales y contactos entre embajadores; el desarrollo de subvenciones y préstamos; la ayuda militar y económica; proyectos conjuntos, acuerdos comerciales, etc. Sin embargo, a medida que aumenta el grado de desesperación, evidencian una inclinación cada vez más intensa a complementar esas medidas tradicionales con otros medios menos convencionales e ilícitos. En realidad, en lo relativo a la energía, el uso de tácticas irregulares ha aumentado en ambas partes de la ecuación.
En lo que quizá sea el ejemplo reciente más notable de las maniobras de quienes poseen excedentes, en 2006 los líderes rusos emplearon regulaciones medioambientales que antes no ha-bían cumplido para obligar a Royal Dutch Shell y a sus socios japoneses a ceder la propiedad mayoritaria del proyecto de petróleo y gas natural Sakhalin-2 a Gazprom, causando a los inversores originarios una pérdida neta de varios miles de millones de dólares.57 Ahora es Kazajistán quien emula el estilo autocrático de Rusia, dado que ha citado una serie de normativas medioambientales —que ya nadie tenía en cuenta— como intento para obligar a las empresas occidentales a pagar unas elevadas multas punitivas, reduciendo su control de los campos petrolíferos importantes de su territorio.58 Si nos centramos en los países con déficit energético, supuestamente China ha armado y ofrecido apoyo militar a un Gobierno sudanés acusado de haber perpetrado una matanza de civiles en Darfur y en el sur no musulmán, a cambio de gozar de un acceso privilegiado al petróleo sudanés.59
Es evidente que estas acciones producirán fricciones y antagonismos. Así, cuando Moscú obligó a Shell y a sus socios a abandonar su trabajo en el proyecto Sakhalin-2, el secretario jefe del gabinete chino (que luego fue primer ministro), Shinzo Abe, dijo a los periodistas: «Me preocupa que las demoras importantes puedan tener una influencia negativa en las relaciones generales entre Rusia y China».60 Estos comentarios, aunque parecen moderados, representaron un reproche inusualmente fuerte contra un país vecino. Los episodios como éste dejan un poso de resentimiento permanente, y no sólo en Tokio. A lo largo de los últimos años, la empresa rusa Gazprom ha cortado el flujo de gas a Ucrania y ha amenazado con tomar medidas parecidas contra otras ex repúblicas soviéticas de la periferia, con el objetivo implacable de subir los precios y gozar de mayor influencia, lo cual provoca una ira y una amargura muy extendidas. A medida que se multiplican estas maniobras y se acumulan las humillaciones nacionales —mientras las reservas energéticas mundiales van reduciendo su volumen—, incluso los pequeños desacuerdos, disputas y discrepancias en cualquier punto del planeta podrían ser la chispa que diera origen a graves conflagraciones. Añadamos los elementos del orgullo nacional, la irracionalidad y un simple error de cálculo en una época difícil o reñida, y tendremos los ingredientes de una mezcla potencialmente letal.