LA CONSTRUCCIÓN DEL NUEVO ESTADO, 1920-1945

LUIS ABOITES

ENGRACIA LOYO

El Colegio de México

INTRODUCCIÓN

Después de la Revolución de 1910, el país mostraba las huellas de la guerra, de la violencia, de la intensa disputa política e incluso de la lucha de clases. Miles murieron en las batallas pero muchos más murieron víctimas de la epidemia de influenza española de 1918, y otros más abandonaron el país. La experiencia de los años de guerra tuvo profundas secuelas en el país. Es la única década del siglo XX en que la población registra un descenso, de 15.1 millones en 1910, a 14.3 en 1921.

Otra consecuencia del movimiento armado fue el ingreso de las masas a la vida política. Las clases bajas, pobres, hechas a un lado por el porfirismo y por los regímenes liberales anteriores, descubrieron que su movilización y organización podían influir en la manera de conducir al país. Se hallaron de pronto con que sus demandas de mejoría, ya fuera en forma de tierras, aguas, salarios más altos, derecho a huelga y a la contratación colectiva, viviendas, educación, salud o participación política, no sólo eran legítimas sino que podían imponerse a todos los que buscaban con ansia ascender en su carrera política.

No sin dificultades, aparceros, obreros, jornaleros, vecinos de pueblos, así como maestros y arrieros hicieron valer su activa participación en el derrocamiento de Porfirio Díaz y Victoriano Huerta. Sus simpatías por la Revolución eran un argumento de peso para alcanzar mejores condiciones de vida para ellos y sus hijos y para tratar de desterrar los abusos y agravios cometidos en su contra por los ricos y los poderosos. Y con ese propósito muchos de ellos fundaron comités y ligas agrarias, sindicatos, partidos políticos, cámaras, uniones, federaciones. Pero no sólo los pobres y los trabajadores se organizaron, también los terratenientes y otros empresarios formaron sus organizaciones, como el sindicato de propietarios o las cámaras de comerciantes e industriales, o la confederación patronal en 1929.

En este capítulo pasaremos revista a un intenso tramo de la historia de México cuya dinámica esencial puede resumirse como sigue: por un lado en el enfrentamiento entre una sociedad movilizada y en buena medida organizada, y por otro un Estado en construcción cuyo principal propósito fue precisamente subordinar las organizaciones populares para ejercer pleno dominio sobre la sociedad entera. Lograr esa subordinación no fue tarea fácil, en parte por la oposición de las propias masas populares y en parte por las grandes dificultades con que toparon los grupos políticos en su esfuerzo por consolidar las nuevas instituciones del Estado. Entre esas dificultades cabe mencionar la amenaza de rebeliones militares, el estallido de algunas de ellas, el peso de los caudillos regionales y los caciques y en general la debilidad del gobierno nacional. Pero a mediados de la década de 1940, como trataremos de mostrar, el “éxito” del Estado en la tarea de someter a los grupos populares organizados era más que evidente.

EL ASCENSO DE OBREGÓN Y CALLES, 1920-1928

Después del triunfo del Plan de Agua Prieta en mayo de 1920, una de las prioridades de los militares y políticos sonorenses que habían encabezado ese movimiento fue llegar a acuerdos con los numerosos jefes militares que contaban con mando de tropa en distintos rumbos del país. Los más importantes eran los villistas, comandados por el propio Francisco Villa, pero también Manuel Peláez en la zona petrolera del norte de Veracruz, Saturnino Cedillo en San Luis Potosí y otros más. Por distintas razones todos eran enemigos de Carranza y ansiaban su caída. La desaparición del presidente coahuilense favoreció a los grupos políticos y militares encabezados por el general Álvaro Obregón. Durante su desempeño como presidente provisional (junio-noviembre de 1920), Adolfo de la Huerta dedicó sus esfuerzos a la pacificación. Así se inició la lenta tarea de los nuevos gobernantes de imponer su dominio efectivo a lo largo y ancho del territorio nacional. Tal dominio era condición indispensable para garantizar su permanencia en el poder. No había mucho dinero y la mayor parte del presupuesto federal se destinaba al ejército (casi 70% en 1917). El breve gobierno del presidente De la Huerta dio pasos firmes en esa labor pacificadora. El logro más importante fue la rendición de Villa en julio de 1920; poco a poco otros grupos negociaron también su sometimiento a los nuevos gobernantes.

Sin embargo, no todo era miel sobre hojuelas. Las relaciones con Estados Unidos atravesaron momentos de gran tensión. Por principio de cuentas, el gobierno de Estados Unidos no reconoció al nuevo gobierno mexicano, alegando que había sido resultado de un levantamiento armado. Nutrían esta actitud los intereses de petroleros y mineros que rechazaban el artículo 27 constitucional, que establecía la propiedad originaria de la nación sobre el suelo y el subsuelo. Sus concesiones, en gran medida otorgadas durante el régimen porfiriano, tenían que ser modificadas para acatar la nueva disposición constitucional. Obviamente los intereses extranjeros aprovecharon la ocasión para atacar el radicalismo mexicano, en particular el artículo 27. Por otro lado, la jerarquía católica y grupos de católicos se mostraban más que inconformes por el contenido, a su juicio anticlerical, de varios artículos de la Constitución de 1917: rechazaban la prohibición de hacerse de propiedades y verse sometidos a la regulación gubernamental tanto en materia de culto como de educación. Por su parte, los terratenientes, nacionales y extranjeros por igual, presionaban para lograr una indemnización por los daños causados por la guerra, recuperar sus propiedades incautadas y, más tarde, para evitar la afectación de sus haciendas.

En diversos lugares del país había grupos movilizados, y otros armados, y muy poco dinero en las tesorerías de los gobiernos estatales y municipales. Los años de guerra cobraban la factura. En los estados que habían sido teatro de batallas y grandes movilizaciones de tropas, militares y funcionarios habían saqueado las arcas, y algunos vecinos se acostumbraron a no pagar impuestos. En Yucatán, un estado muy poco involucrado en la lucha militar, la herencia política del gobernador carrancista Salvador Alvarado (1915-1918) se había transformado en un movimiento radical más extenso, encabezado por Felipe Carrillo Puerto, líder del Partido Socialista del Sureste, fundado en 1916 con el nombre de Partido Socialista Obrero. Se impulsaba la dotación de ejidos (aunque no en las haciendas henequeneras), se formaban sindicatos, se organizaban congresos sobre educación y feminismo. La escuela racionalista ganaba adeptos, en especial en el sureste del país, siguiendo las ideas del español Francisco Ferrer Guardia, cuya pedagogía proponía una educación basada en la libertad y la razón, para formar una juventud libre de prejuicios y fanatismos. En Veracruz el gobernador Adalberto Tejeda impulsaba el reparto de tierras. Los inquilinos del puerto de Veracruz, liderados por Herón Proal, un sastre de ideas anarquistas, ganaron fuerza por su lucha a favor del congelamiento de rentas. Los agraristas y los obreros presionaban a los gobernadores más conservadores, como Ignacio Enríquez de Chihuahua. En la rica zona algodonera de La Laguna, los comunistas, cuyo partido había nacido en 1919, daban sus primeros pasos en la tarea de organizar a los trabajadores. En Michoacán el gobernador Francisco J. Múgica estrechaba vínculos con agraristas, maestros y obreros. Sin embargo, en Chiapas, Oaxaca y Guerrero los políticos cerraron filas e hicieron hasta lo imposible por conservar el estado de cosas, por ejemplo en materia agraria.

En 1920 México era un país mayoritariamente rural. Ni 15% de la población podía considerarse urbana, si por tal entendemos la que vivía en localidades mayores de 15 000 habitantes. La población rural vivía dispersa en cerca de 60 000 localidades de diversos tipos: pueblos, barrios, ranchos, rancherías, estaciones de ferrocarril, haciendas; de esas localidades, casi 40 000 tenían menos de 150 habitantes. La capital del país era la ciudad más grande e importante. Según el censo de 1921, contaba con 615 000 habitantes, mientras que la segunda ciudad, Guadalajara, apenas llegaba a 143 000. Eran las únicas dos con más de 100 000 habitantes. Había ocho núcleos urbanos cuya población se hallaba entre 50 000 y 100 000 habitantes: dos en el norte (Monterrey y Torreón), una en el sur (Mérida) y las cinco restantes en el centro del país: Puebla, San Luis Potosí, Tacubaya, Veracruz y León. Podemos considerar 10 ciudades más cuya población oscilaba entre 30 000 y 50 000 habitantes. Cuatro norteñas: Chihuahua, Tampico, Saltillo y Durango; ninguna en el sur y seis en el centro: Aguascalientes, Pachuca, Orizaba, Toluca, Morelia y Querétaro. En esas poblaciones la modernidad, según la entendemos ahora, avanzaba con cierta rapidez. Por ejemplo, las transmisiones de radio daban sus primeras señales de vida. La primera estación propiamente dicha salió al aire en 1923. Disponer de electricidad hacía posible ampliar poco a poco el número de radioescuchas. Muy pronto los gobernantes descubrieron las posibilidades de propaganda que ofrecía el nuevo medio de comunicación de masas.

Al empezar la década de 1920, la situación política de la capital de la República era tensa. Varios partidos políticos habían surgido en los años recientes. Cuatro eran los más importantes: el Liberal Constitucionalista, el Nacional Agrarista (de los antiguos zapatistas), el Laborista, encabezado por Luis N. Morones, y el Cooperatista. Más que de sus propios medios, estas organizaciones políticas dependían en gran medida de la cercanía y protección de alguno de los caudillos. Los diputados y senadores, que por igual atendían la política nacional que la disputa local por las municipalidades del Distrito Federal, distaban de ser peones sumisos de la voluntad presidencial, aunque sí buscaban aliarse con el Ejecutivo federal para fortalecer sus posiciones políticas. Eran tiempos en que el presidente de la República no controlaba el Congreso de la Unión, pues tenía que negociar para que se aprobaran sus iniciativas de ley. El poder presidencial apenas se estaba construyendo. No era para nada la poderosa institución en que se convertiría a fines de la década de 1940. En los años veinte era frecuente que las disputas políticas se resolvieran por medio de crímenes. La novela La sombra del Caudillo (1929), de Martín Luis Guzmán, ilustra la violencia política reinante. Los trabajadores electricistas y los tranviarios ganaban peso político, lo mismo los choferes y transportistas que rápidamente crecían conforme se multiplicaba el camión urbano como nuevo sistema de transporte público.

Esfuerzos gubernamentales

En medio de ese denso escenario el gobierno federal, encabezado por el presidente Álvaro Obregón (diciembre de 1920-noviembre de 1924), buscaba afianzarse en el poder y tratar de impulsar algún tipo de política gubernamental propiamente dicha. En cuatro rubros obtuvo resultados satisfactorios: someter al ejército, impulsar el reparto agrario, echar a andar una política educativa y lograr el reconocimiento diplomático de Estados Unidos. Esos logros fortalecieron al gobierno federal frente a sus adversarios internos y externos. La influencia federal comenzó a extenderse en los estados y municipios, mediante el reparto de la tierra, aguas, bosques y más tarde por las campañas educativas y de salud. Poco a poco, en algunos lugares, los vecinos comprendieron que la burocracia federal podía convertirse en un valioso aliado para contrarrestar la influencia de caciques que se oponían a cualquier cambio significativo en las formas de propiedad y de control político. Pero a veces el gobierno federal se aliaba con personajes poderosos locales para sacar ventaja. Así puede explicarse el movimiento de las compañías petroleras y del gobierno de Obregón para despojar al gobierno veracruzano, en ese tiempo en manos del radical Adalberto Tejeda, del impuesto petrolero. A partir de 1922 esta clase de gravámenes quedó en manos del gobierno federal. La maniobra del presidente Obregón tenía que ver con la bonanza petrolera que por entonces rendía grandes sumas al erario federal. En 1922 esos impuestos aportaban 88 millones de pesos, más de un tercio del total de los ingresos federales, como ocurre hoy día. De esa recaudación se obtuvieron los fondos para los diversos programas gubernamentales, en especial el del ramo educativo.

Veamos ahora con detalle cada uno de estos cuatro aspectos fundamentales de la lenta y compleja construcción del nuevo Estado mexicano: ejército, reparto agrario, educación y reconocimiento diplomático de Estados Unidos.

El ejército es siempre un arma de doble filo: puede ser el principal bastión del gobernante o su principal enemigo. Si alguien estaba consciente de ese riesgo era Álvaro Obregón. Su ascenso a la Presidencia de la República obedecía a una revuelta del ejército que había derrocado y asesinado al presidente constitucional. A Obregón y a cualquiera le podía ocurrir lo mismo. En consecuencia, el ejército debía someterse al mandato del presidente de la República en turno, así lo señalaba además la Constitución. El ejército debía ser el único cuerpo armado del país, lo que significaba obligar a los jefes militares con mando de tropas y grupos de fuerzas irregulares (defensas sociales y agraristas, entre otros) a disolverse o bien a someterse a la cadena de mando de la jerarquía militar. Desde que quedó a cargo del despacho de la Secretaría de Guerra en 1924, el general zacatecano Joaquín Amaro tuvo la difícil encomienda de reducir y modernizar las fuerzas armadas. La tarea no fue sencilla, dada la persistencia de asonadas militares y enfrentamientos bélicos de gran envergadura. Sin embargo, hacia 1930 el ejército mostraba mejoras; por lo pronto su costo se redujo de 70% del presupuesto federal en 1917, a 40% en 1930.

Durante la década de 1920 el reparto agrario se intensificó y, más importante aún, se consolidó como uno de los principales componentes del México del siglo XX. Si bien se impulsaron diversas vías de cambio agrario, como la formación de colonias en algunos estados del centro-norte, el reparto por la vía ejidal ganó preponderancia en el escenario rural del país. A diferencia de Carranza, que llegó a considerar la reforma agraria como un ardid para ganar el apoyo popular y debilitar al zapatismo y que como tal podía administrarse y aplicarse a cuentagotas, Obregón y Calles comprendieron que poco podían avanzar si se resistían a la presión popular a favor de la entrega de tierras. Por lo pronto quedó atrás la idea de cobrar por las tierras ejidales dotadas: las tierras se entregarían al vecindario, al pueblo, no al ayuntamiento; serían gratuitas; podrían heredarse pero no hipotecarse, rentarse ni venderse, todo con el propósito de evitar futuros despojos y acaparamientos; la suprema autoridad agraria era el presidente de la República, a quien se subordinaban los gobernadores y demás autoridades locales; se compensaría a los propietarios afectados mediante indemnización y no previa indemnización, como señalaba el proyecto constitucional de Carranza. Tal cambio era significativo pues salvaba al gobierno federal de condicionar la dotación de ejidos a que hubiera fondos para adquirir las propiedades. De hecho muy pocos propietarios de las tierras afectadas para constituir los ejidos recibieron indemnización. Más que impulsar la agricultura o la ganadería, el reparto ejidal tenía el propósito de atraer el apoyo político de los agraristas. Así podemos comprender el notable aumento de la superficie dotada después de 1920. Carranza había entregado apenas 200 000 hectáreas de tierras ejidales, mientras que Obregón repartió poco más de un millón. El gobierno de Plutarco Elías Calles (1924-1928) elevó la cifra a casi tres millones. A pesar del aumento de las dotaciones ejidales, la gran propiedad rural, el latifundio, se mantenía prácticamente intacto, salvo en contadas entidades como Morelos. Pero como ya se dijo, el reparto ejidal y más tarde las escuelas rurales posibilitaron el contacto estrecho y cotidiano de las autoridades federales con la población campesina a lo largo y ancho del país. Y ese vínculo era un fenómeno nuevo, pues antes de 1917 la actuación del poder federal se limitaba en gran medida a la ciudad de México y a los territorios federales. Y como muchos gobernadores y presidentes municipales se oponían al agrarismo y a los ejidatarios, los vecinos de los pueblos comenzaron a confiar más en los representantes del gobierno federal. Se tejió así una alianza que rendiría frutos inestimables a los gobernantes, porque, como se verá, éstos lograron someter y mediatizar al movimiento agrarista.

Otro aspecto fundamental fue la educación. En 1921 el gobierno de Obregón logró que el Poder Legislativo reformara la Constitución de 1917 para cumplir el viejo anhelo de algunos porfiristas de hacer llegar la acción educativa del gobierno federal a todos los estados. Tal sería la misión de la recién creada Secretaría de Educación Pública (SEP). El promotor de esta nueva función federal era José Vasconcelos, un oaxaqueño de militancia maderista y convencionista. En 1920 el presidente De la Huerta lo había designado rector de la Universidad Nacional. Al año siguiente, una vez aprobada la reforma constitucional, se nombró a Vasconcelos secretario de Educación. Uno de los principales propósitos de la SEP era combatir el analfabetismo que afectaba a 77% de la población del país. Se continuó con la vasta campaña de alfabetización iniciada en 1920, y también se fomentó la lectura mediante la creación de bibliotecas y la publicación de diversas obras clásicas, entre ellas la Ilíada, la Odisea, los Evangelios, además de otros 14 títulos de autores consagrados, y dos publicaciones periódicas: El Maestro, con un tiraje de 60 000 ejemplares, y El Libro y el Pueblo, para orientar sobre qué y cómo leer. El Maestro difundía a autores como León Tolstói, Romain Rolland, Rabindranath Tagore, Miguel de Unamuno y a jóvenes talentos mexicanos y latinoamericanos.

Vasconcelos argumentaba que el gobierno federal contaba con más recursos y con mayor ilustración. Si bien los estados mantuvieron sus propios sistemas escolares, la reforma constitucional permitió a la SEP organizar su propio sistema educativo en todo el país, como ocurre hasta la fecha. En un principio la labor de la SEP fue de mera colaboración con los estados (por medio de subsidios), pero después surgieron las escuelas federales. Esta labor se dirigió preferentemente al medio rural pues además de que allí las carencias eran mayores y mayor también la desatención de los gobiernos locales, la presencia federal se aceptaba mejor que en las ciudades. La SEP atribuyó a la educación la responsabilidad de construir una identidad nacional y de forjar un hombre nuevo, sano, moral y productivo mediante la difusión de la lengua nacional y de un modo de vida homogéneo que pusiera fin a la diversidad cultural. Vasconcelos proponía integrar a los indígenas al resto del país, civilizarlos bajo los postulados de una cultura humanista que se consideraba universal. También se formaron las Misiones Culturales, constituidas por expertos en diversas materias que por tres o cuatro semanas visitaban pequeños poblados o centros urbanos para ayudar a la formación de maestros y llevar el mensaje de la SEP. Maestros y delegados federales ganaron espacios para el poder central. Destacó la labor de la Dirección de Extensión Universitaria de la SEP que reproducía la actividad de la Universidad Popular —creación del Ateneo de México en 1912— impartiendo conferencias para los trabajadores.

En realidad, el gobierno federal intentaba poner en marcha una empresa cultural sin precedentes. La SEP contrató entre otros a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros para pintar los muros de algunos edificios públicos de la capital del país. En esos murales se insistía en diversos episodios de las luchas populares, entre ellos la Revolución de 1910, que se mostraba como la lucha de los más pobres y explotados por alcanzar la justicia social; asimismo se subrayaba el compromiso del nuevo régimen político con esos sectores mayoritarios. Los pinceles de esos pintores contribuyeron a la elaboración de un discurso sobre la nueva nación que dejaba atrás a aquélla sustentada en los caciques y privilegiados del régimen de Porfirio Díaz. Aunque Vasconcelos renunció en julio de 1924, en algunos aspectos la labor educativa del gobierno federal se mantuvo e incluso se consolidó en los años siguientes.

El cuarto y último aspecto fue el arreglo con el gobierno de Estados Unidos. A pesar de la oposición de los petroleros estadounidenses, el presidente Warren G. Harding concedió el anhelado reconocimiento diplomático al gobierno del presidente Obregón. Eso ocurrió a fines de agosto de 1923, una vez que se firmaron los mal llamados Tratados de Bucareli. Ese acuerdo bilateral, que no fue aprobado por los congresos de ambos países, obligaba al gobierno mexicano a indemnizar a los propietarios estadounidenses perjudicados durante la Revolución y a causa de las afectaciones agrarias, y a garantizar las viejas concesiones petroleras y mineras, es decir, a dejar sin efecto el artículo 27 constitucional. A cambio, con el reconocimiento diplomático, el gobierno mexicano recibió el respaldo de su principal cliente comercial y cada vez más poderoso vecino, lo que significaba entre otras cosas el compromiso del gobierno de aquel país de no apoyar a exiliados ni a enemigos mexicanos del gobierno obregonista. Este asunto era fundamental. Durante la Revolución el gobierno estadounidense había mostrado su influencia en los acontecimientos mexicanos mediante dos instrumentos: aprobando o prohibiendo el comercio de armas, y con la tolerancia o intolerancia ante las actividades de mexicanos refugiados en su territorio.

Sin embargo, la buena noticia diplomática proveniente del norte se ensombreció con el estallido a finales de 1923 de una extensa rebelión militar. Tal rebelión, la más grave de todas después de 1920 junto con la Cristiada, mostró cuán frágil era todavía la posición del gobierno de Obregón y de hecho del Estado en ciernes. La asignatura de la sucesión del poder —uno de los retos más delicados que enfrentan los sistemas políticos de todos los tiempos y lugares— distaba de estar superada. El asesinato de Pancho Villa, ocurrido en Parral en julio de 1923, se inscribió en la cerrada lucha de facciones políticas y sectores económicos y de opinión pública en vista de la sucesión presidencial de 1924. Se temía que Villa apoyara a De la Huerta en contra del secretario de Gobernación, Calles, también general y también sonorense, quien desde entonces se perfilaba como el candidato oficial. En diciembre de 1923, más de la mitad de los efectivos del ejército y un selecto grupo de generales se alzaron en armas contra el gobierno del presidente Obregón. Esta rebelión se conoce como “delahuertista”, en virtud del importante papel que tenía entre los alzados el ex presidente De la Huerta, hasta hacía poco tiempo secretario de Hacienda. El propio Obregón se hizo cargo de las operaciones militares cuyos principales escenarios fueron Veracruz, Oaxaca, Puebla y Jalisco. En Yucatán, los enemigos del gobierno estatal y del Partido Socialista del Sureste aprovecharon la coyuntura para descabezar y reprimir al movimiento socialista. Contando con las simpatías de la llamada “casta divina”, varios oficiales se sumaron a la rebelión y apresaron y fusilaron a los principales líderes socialistas, entre ellos al gobernador Felipe Carrillo Puerto. Rápidas y hábiles maniobras militares de las tropas leales, así como el apoyo considerable de agraristas armados (como los veracruzanos y potosinos) y del gobierno estadounidense, permitieron a las fuerzas gubernamentales derrotar a los rebeldes. Por mucho, el saldo fue favorable al gobierno obregonista. Por lo pronto Calles vio allanado el camino para alcanzar la Presidencia de la República, una vez que triunfó en las elecciones de julio de 1924. Obregón y Calles no eran muy poderosos, pero lo eran más que sus adversarios. Además, lograron deshacerse de varios generales que murieron en la rebelión o que huyeron del país. Contaban asimismo con el reconocimiento diplomático del conjunto de gobiernos latinoamericanos, europeos y del estadounidense, con el apoyo de grupos populares y milicias irregulares, con el presupuesto federal y con el respaldo del ejército. Por medio de los comandantes de las zonas militares, el presidente de la República mantenía cierta influencia sobre gobernadores y presidentes municipales, un instrumento no muy distinto al que en su momento diseñó el régimen porfiriano. Este papel de los comandantes militares que se sostuvo en las décadas siguientes se ha estudiado poco.

Después de la rebelión delahuertista y del triunfo electoral de Calles, el gobierno federal amplió y diversificó su actuación. Por lo pronto en 1925, haciéndose eco de un movimiento mundial favorable al fortalecimiento y modernización de las finanzas gubernamentales, creó el impuesto sobre la renta (income tax), un impuesto directo que gravaba de manera progresiva los ingresos de los contribuyentes. Entre 1925 y 1926 nacieron varias instituciones que mostraban el propósito de consolidar al propio Estado pero también de hacer de éste una palanca de la modernización del país. Entre las instituciones que se fundaron destacan dos bancos, el Banco de México, que fungiría como banca central y emisor exclusivo de moneda corriente, y el Banco Nacional de Crédito Agrícola y Ganadero, cuya función era apoyar la producción rural, que en esa época se consideraba la base de la economía nacional. En 1926 se echaron a andar dos comisiones especializadas, de Caminos e Irrigación, que mostraban las prioridades de estos gobernantes. Un discurso modernista, interesado en expandir los negocios privados, acompañó las ideas radicales derivadas de la Revolución de 1910 pero también de la revolución bolchevique y del nacimiento de la Unión Soviética, país con el que se establecieron relaciones diplomáticas en 1924. Más que contradictorias, esas fuentes ideológicas dieron lugar a un peculiar discurso político que insistía en el legado popular de la Revolución mexicana (contra los terratenientes porfiristas), en el nacionalismo (contra los capitalistas de Estados Unidos y Gran Bretaña) y en el anticlericalismo (contra la Iglesia católica).

Crisis económica, conflicto religioso y lucha por la sucesión presidencial

Si el lector observa la gráfica 1 (p. 630), que representa la marcha general de la economía nacional, se dará cuenta de que la curva, después de un ascenso a partir de 1921, empieza a declinar en 1926, para culminar con la grave caída de 1929-1932. Puede decirse que la hegemonía de Obregón y Calles siguió una tendencia muy parecida pues entró en graves dificultades en esos mismos años, en parte por la crisis económica derivada de la caída de las exportaciones petroleras y mineras, en parte por la tenaz resistencia de diversos grupos sociales y empresariales a la acción gubernamental federal, y en parte por el desarreglo y tensión que produjo la ambición reeleccionista del ex presidente Obregón. A diferencia de Obregón, que había preferido al Partido Nacional Agrarista, Calles estrechó lazos con la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), fundada en 1918, y con el Partido Laborista, el instrumento político de la organización obrera. Incluso el líder de la CROM y del Partido Laborista, Luis N. Morones, se desempeñaba como secretario de Industria, Comercio y Trabajo en el gabinete presidencial. Algunos de los llamados agraristas desconfiaban de ese acercamiento, lo mismo que de las nuevas leyes agrarias que abrían paso a la parcelación individual de los terrenos ejidales. En eso se notaba el ideal de estos hombres de Sonora y del norte en general, que soñaban con un mundo agrario al estilo liberal decimonónico compuesto por pequeños propietarios; los ejidos debían ser, en todo caso, una transición a la pequeña propiedad privada. La idea colectivista, pueblerina en el sentido de corporación, más propia del centro y sur del país, se veía amenazada. Liderados por el veracruzano Úrsulo Galván, los agraristas constituyeron la Liga Nacional Campesina (LNC) en 1926. Luchaban por intensificar la reforma ejidal y, de manera velada, por el retorno de su viejo aliado, Obregón.

Las adversidades crecieron cuando el gobierno callista, en un mal cálculo, abrió dos frentes con rivales de gran poderío: por un lado, los capitalistas y el gobierno estadounidense, y por otro los católicos. En el primer caso, Calles dejó en claro que los acuerdos pactados con el gobierno de Obregón no lo comprometían. Los asuntos que causaron mayores fricciones con el vecino del norte fueron la reforma agraria, la propiedad del subsuelo y el pago de la deuda externa. La economía mexicana continuaba dependiendo del exterior. Como exportador de materias primas dependía de las fluctuaciones del mercado, y las actividades estratégicas se hallaban en manos de extranjeros. El país resintió la caída del precio del petróleo, causada por la sobreproducción y por el descubrimiento de los yacimientos en Venezuela. La producción petrolera se redujo año tras año hasta llegar a apenas una quinta parte del volumen de 1921. Miles de trabajadores perdieron sus empleos. La recaudación fiscal por concepto del impuesto al petróleo se redujo de 88 millones de pesos en 1922 a apenas 19 en 1927. La plata, otra importante fuente de ingresos, cayó estrepitosamente por el restablecimiento del patrón oro en varios países europeos. El descenso del precio del mineral afectó a varias minas en Guanajuato e Hidalgo. También se desplomaron los precios del cobre, el zinc y el plomo.

El gobierno mexicano se propuso introducir cambios radicales en el trato con la inversión extranjera. En diciembre de 1925 y enero de 1926 se emitieron las leyes reglamentarias de los párrafos I y IV del artículo 27 constitucional. El primero afectaba las posesiones extranjeras en una franja de 100 kilómetros a lo largo de las fronteras y 50 de las costas. Pero mayor oposición suscitó la ley reglamentaria del párrafo IV, relativo a los derechos petroleros, que estipulaba que las empresas con derechos anteriores a 1917 debían cambiar sus títulos de propiedad por concesiones con duración de 50 años. Las compañías petroleras, apoyadas por el gobierno de Washington, se negaron a aceptar la nueva legislación y desafiaron al de México abriendo nuevos pozos. Calles amenazó con enviar al ejército. La tensión aumentó por la política del gobierno mexicano hacia Centro y Sudamérica, muy distinta de la política intervencionista estadounidense, y por su relación diplomática con el gobierno bolchevique. Pero ni los estadounidenses ni el gobierno mexicano deseaban una ruptura, y menos llegar a las armas. Calles tuvo que conciliar y dar marcha atrás en su política petrolera. En ese cambio influyó el arribo en octubre de 1927 del nuevo embajador estadounidense, Dwight W. Morrow, socio de la influyente casa bancaria J.P. Morgan. Morrow estaba convencido de que Calles no era bolchevique y de que la mejor estrategia era ayudar al gobierno mexicano a fortalecerse. Así que Morrow y detrás de él el gobierno de Estados Unidos se convirtió en influyente protagonista de los acontecimientos mexicanos. El nacionalismo podía pintarse en murales (y también en el Rockefeller Center de Nueva York a cargo de Diego Rivera en 1933), pero a la hora decisiva tenía que llegarse a un entendimiento con Estados Unidos, y más si el gobierno mexicano se mostraba tan débil y asediado como ocurrió entre 1926 y 1928. La solución del conflicto se debió a concesiones mutuas. En noviembre de 1927 el Poder Judicial declaró anticonstitucional la nueva ley reglamentaria de la fracción IV del artículo 27 constitucional la “ley petrolera” por su carácter retroactivo y confiscatorio. Los derechos adquiridos por los petroleros antes de 1917 fueron reconocidos de manera absoluta, con lo que desapareció el límite de 50 años. Los títulos de propiedad se cambiaron por concesiones confirmatorias. El gobierno estadounidense dio por concluido el conflicto. Morrow también convenció a Calles de ir terminando con el reparto de tierras, e intervino en el problema del pago de la deuda externa, que sin embargo no se resolvió hasta 1942. Incluso aconsejó al nuevo secretario de Hacienda, Luis Montes de Oca, dejar de pagar la deuda externa para que así el país pudiera sanear sus finanzas. Por si fuera poco, Morrow intervino en las negociaciones que pondrían fin a la guerra cristera, junto con otros emisarios y agentes extranjeros.

En buena medida el estallido de la guerra cristera, a fines de 1926, fue resultado de las tensiones crecientes entre la jerarquía católica y un sector de católicos con los nuevos gobernantes, en particular con Calles. El malestar católico provenía, como se ha dicho, del rechazo a varios artículos de la Constitución de 1917 (3°, 5°, 24, 27 y 130) que se consideraban contrarios a los intereses de la Iglesia que representaba la religión mayoritaria del país. Establecer la libertad de creencias y estipular prohibiciones como la de adquirir y poseer propiedades inmuebles, someterse a la regulación gubernamental en materia de cultos y de contenidos educativos, así como limitar la libertad de expresión y prohibir la participación política de los sacerdotes eran otros tantos ingredientes de un anticlericalismo que rondaba entre algunos sectores de revolucionarios como reacción a lo que ellos consideraban una alianza de la Iglesia católica con las dictaduras de Díaz y Huerta y por la necesidad de limitar su peso ideológico. Ejemplo de esas tensiones fue la ceremonia pública en el Cerro del Cubilete, muy cerca de Silao, Guanajuato, para bendecir la primera piedra del gigantesco monumento a Cristo Rey. Tal ceremonia, celebrada en enero de 1923, provocó la expulsión del delegado apostólico.

El gobierno callista negaba su anticlericalismo pero en 1925 apoyó la fundación de la cismática Iglesia Católica Apostólica Mexicana, con el patriarca José Joaquín Pérez a la cabeza. La reacción católica consistió en formar la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa y en un boicot con el fin de paralizar la economía nacional. A principios de febrero de 1926 el arzobispo de México, José Mora y del Río, ratificó unas declaraciones suyas hechas nueve años antes en las que manifestaba su oposición a varios artículos constitucionales. La respuesta oficial fue la expulsión de sacerdotes extranjeros y la reglamentación de las escuelas privadas. De ahí en adelante se intensificó el duelo de agresiones y desafíos: Calles respondió al boicot de la Liga con la ley que reformaba el código penal para el Distrito Federal y territorios, mejor conocida como Ley Calles, que señalaba las penas para los delitos e infracciones en materia de culto e imponía límites al ejercicio del ministerio religioso y a la labor educativa. En algunos estados, como Jalisco y Tabasco, los gobernadores fueron más radicales que el propio gobierno federal. En respuesta, en julio de 1926, el episcopado suspendió el culto público e instó a los padres de familia a no enviar a sus hijos a las escuelas oficiales; a su vez, el gobierno prohibió el culto privado y desató una verdadera persecución contra las prácticas religiosas católicas y las escuelas clandestinas. Este conflicto se extendió por algunos estados de la República, sobre todo Jalisco, Guanajuato y Michoacán. En diciembre de 1926 la Liga convocó a un levantamiento armado bajo el lema “¡Viva Cristo Rey!”. La guerra se inició en Jalisco encabezada por Victoriano Ramírez pero después la Liga se negó a seguir al frente del movimiento. En ese contexto pidió a Enrique Gorostieta, general de carrera, jacobino y masón pero enemigo de Calles y Obregón, que se pusiera al frente de las tropas rebeldes. En realidad, Gorostieta fungió como mercenario. Las hostilidades obligaron al gobierno federal a movilizar gran cantidad de tropas hacia el occidente del país, donde cundió con mayor fuerza el llamado a las armas. Como en 1923, el gobierno federal obtuvo el apoyo de núcleos agraristas de San Luis Potosí y Veracruz. Era una auténtica lucha popular (se estima en 50 000 el número de cristeros en armas) que involucró a una gran diversidad de grupos rurales y urbanos contra un gobierno considerado despótico. Los cristeros, que también se oponían a la entrega de ejidos por parte del gobierno, contaron con el apoyo de los vecinos de los pueblos del occidente del país. Sólo así se explican los tres años de guerra y la incapacidad del ejército (que los doblaba en número) para someterlos. Católicos de Estados Unidos y de otros países de Europa y América del Sur presionaron al gobierno mexicano para que cesaran el anticlericalismo y la guerra.

En medio de estos conflictos, en junio de 1926, Obregón manifestó su intención de volver a la silla presidencial. Los agraristas de Obregón y los laboristas de Calles se enfrentaron en las cámaras a propósito de la reforma constitucional a que obligaban las pretensiones del general Obregón. En enero de 1927, en coincidencia con la guerra cristera, fue aprobada la reforma del artículo 82 constitucional, que permitía una sola reelección presidencial, después de un intervalo de un periodo de gobierno. Calles pareció conformarse, mientras que Morones manifestó su oposición a Obregón y amenazó con impedir su arribo a la presidencia. En octubre y noviembre de 1927, los candidatos presidenciales de partidos minoritarios, los generales Francisco R. Serrano y Arnulfo R. Gómez, fueron fusilados, el primero sin formación de causa, en Huitzilac, Morelos, y el segundo en Teocelo, Veracruz. En enero de 1928 se reformó de nuevo el artículo 82 para ampliar el periodo presidencial de cuatro a seis años, por lo que el mandato del nuevo presidente se extendería desde diciembre de 1928 hasta noviembre de 1934. De paso, los legisladores obregonistas también lograron extinguir los ayuntamientos del Distrito Federal, reducto de la CROM y de Morones, lo que dio paso a la formación del Departamento Central y de las delegaciones políticas con un titular impuesto por nombramiento. Pocos podían dudar de que el país estaba realmente descompuesto, y de que el gobierno federal vivía acosado en diversos frentes.

A Obregón, considerado por algunos como el poder tras el trono, se atribuía la responsabilidad de los actos violentos del gobierno callista, en particular las medidas anticlericales. Los rebeldes católicos enfilaron sus baterías contra él. En noviembre de 1927 Obregón sufrió un atentado en el Bosque de Chapultepec, en la ciudad de México. Los responsables, miembros de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, fueron fusilados. El fracaso no desanimó a los radicales católicos y pocos días después de las elecciones que le abrieron las puertas de la Presidencia de la República, Obregón fue asesinado por el militante católico José de León Toral. De inmediato los obregonistas responsabilizaron al presidente Calles, o en su defecto, al secretario Morones, cuya animadversión contra Obregón era más que sabida. Calles sorteó el temporal abriendo las puertas del gobierno a los agraviados obregonistas. Morones renunció y así se inició el desmoronamiento de la CROM y del Partido Laborista. Calles nombró secretario de Gobernación a Emilio Portes Gil, gobernador de Tamaulipas, quien por ley asumió la presidencia provisional el 1 de diciembre de 1928. Tres meses antes, en su último informe de gobierno, Calles había lanzado su iniciativa para “pasar de una vez por todas de la condición histórica de país de un solo hombre a la nación de instituciones y leyes”. En esa ocasión también invitó a los grupos conservadores a incorporarse a los trabajos legislativos. Tal declaración dio inicio a la formación de lo que luego sería el partido oficial, el Partido Nacional Revolucionario (PNR).

En los últimos dos años del cuatrienio callista la hegemonía de Calles y Obregón vivió momentos de gran incertidumbre: una actitud oficial mal calculada había hecho estallar una nueva rebelión popular, muy onerosa en materia de vidas y recursos; paralelamente se había dispuesto de la vida de jefes importantes, al tiempo que se había dilapidado el prestigio y el crédito político del régimen, para imponer la reelección. Quizá algunos pensaron que la influencia de los generales sonorenses era cosa del pasado. Pero no. Después de todo, la muerte de Obregón dejó a Calles como el personaje político de mayor prestigio entre los grupos que se consideraban revolucionarios.

Educación, cultura y vida cotidiana

Al despuntar los años veinte, los muy escasos lectores disfrutaban la poesía provinciana, costumbrista y nacionalista de Ramón López Velarde, José Juan Tablada, Francisco González de León, así como del poeta del modernismo y gran maestro Enrique González Martínez. Desde su exilio en España, Alfonso Reyes, antiguo ateneísta, practicaba el periodismo, la poesía y géneros diversos, como las memorias y el ensayo, con prosa impecable, y sacaba a la luz algunas de sus mayores obras, como Retratos reales e imaginarios (1920), El cazador (1921) y Huellas (1922). A solicitud de Vasconcelos, Reyes le enviaba a México obras esenciales de la literatura europea que aquél no podía encontrar en el país. Por su parte, Vasconcelos produjo una buena parte de su obra filosófica entre 1920 y 1927, imbuida del espíritu redentor y mesiánico que exhibió al frente de la SEP: Estudios indostánicos, Prometeo vencedor, La raza cósmica e Indología. Su obra autobiográfica, que escribió en los años treinta, estuvo marcada por su sangrienta y amarga derrota como candidato presidencial en 1929.

Una vigorosa corriente indigenista, que daría sus mejores frutos en los años cuarenta, produjo en los veinte obras como La tierra del faisán y del venado, de Antonio Mediz Bolio, y Los hombres que dispersó la danza, de Andrés Henestrosa, un compendio de cuentos y mitos zapotecas. Frente a esta tendencia, los llamados “colonialistas” trataban de recuperar la Nueva España y revivir tres siglos denostados de la historia de México. En 1922 el cronista de la ciudad, Luis González Obregón, publicó su célebre libro Las calles de México, y más tarde Artemio de Valle-Arizpe y Julio Jiménez Rueda evocaron en sus obras el romanticismo decimonónico de Vicente Riva Palacio.

Los muralistas no fueron los únicos artistas que recibieron apoyo del Estado. También los Contemporáneos (o “extemporáneos”, según sus críticos) que junto con los Estridentistas dominaron el escenario cultural de la década de 1920, gozaron de la protección de Vasconcelos y de su sucesor, el médico Bernardo Gastélum, después jefe del Departamento de Salud. A los primeros, entre los que se contaban Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Jorge Cuesta, Bernardo Ortiz de Montellano, un “archipiélago de soledades”, como ellos mismos se definieron, los unía su juventud, su afición por la literatura y por el arte europeo, su rigor crítico, su obsesión por la forma más que por el contenido. Difundieron autores extranjeros, tradujeron poesía, impulsaron el periodismo cultural, combatieron al nacionalismo revolucionario, escribieron crítica literaria, novelas, ensayos y obras de teatro. Se expresaron en revistas literarias como La Falange y Prisma. Con el apoyo del secretario de Educación del gobierno callista, José Manuel Puig Casauranc, publicaron la revista Ulises. En 1928, con la ayuda de Gastélum, ese grupo publicó otra revista, Contemporáneos, que osciló entre la promoción de lo mexicano y de las vanguardias extranjeras. El grupo de los Contemporáneos se desbandó hacia 1932. Algunos continuaron colaborando en altos puestos del gobierno federal, como Novo y Torres Bodet, futuro secretario de Educación en dos ocasiones, algunos optaron por la diplomacia y otros más por el exilio voluntario.

Por el contrario, el grupo de los Estridentistas, “la vanguardia más ruidosa de la cultura mexicana”, buscaba renovar, modernizar, desacralizar y “dar testimonio de la transformación vertiginosa del mundo”, mediante un lenguaje provocador, lleno de giros verbales y metáforas. Formaban parte del grupo escritores como Arqueles Vela, German List Arzubide, Manuel Maples Arce; pintores como Leopoldo Méndez, Rivera, Jean Charlot, Germán Cueto, y músicos como Silvestre Revueltas y Manuel M. Ponce. La hoja volante Actual de Maples Arce expresó en 1921 el anhelo de modificar el medio cultural a partir de “la urgencia de cosmopolitismo”. El estridentismo, definido como “la síntesis de una fuerza radical opuesta al conservatismo solidario de una colectividad anquilosada”, se difundió en El Universal Ilustrado, tribuna del movimiento cultural de la década. Los Estridentistas convirtieron el arte en un medio de combate y protesta y lo acercaron a grupos populares, a carpas y barriadas, “a donde asiste el pueblo, a donde debe llegar el arte”. Tuvieron su mayor brillo entre 1921 y 1928. También se expresaron mediante la revista Horizonte, publicada en Xalapa, ciudad llamada “Estridentópolis”. Sostuvieron un duelo provocador con los Contemporáneos: criticaban su situación privilegiada y sus prebendas, su indiferencia por lo social, lo nacional o lo popular y sus tendencias literarias ajenas al espíritu revolucionario de la época. La embestida contra sus rivales, a quienes tachaban de “lamecazuelas”, degeneró en un ataque por sus preferencias sexuales, por su poesía tildada de “no viril” y “amanerada”. A su vez, el trabajo de los Estridentistas fue calificado por aquéllos de soez y banal. Un ensayo publicado en 1925 por Julio Jiménez Rueda, en el que expresaba su asombro por la falta de una literatura nacionalista y popular, libre de influencias extranjeras y por el aislamiento de los escritores, desató una enconada polémica que sacó a la luz dos concepciones distintas sobre la cultura que despuntaron desde que los muralistas se convirtieron en objeto de ataques: por un lado, la revolucionaria, ligada al entorno social y comprometida con las luchas del pueblo que, más allá de un objetivo estético, perseguía ser útil a la sociedad; y por otro, una visión que valoraba el significado implícito de la obra y la forma, antes que el contenido. Gracias a esta querella en 1925 fue redescubierta la novela Los de abajo, de Mariano Azuela, considerada la más “vasta pintura literaria de la Revolución”. Se había publicado por primera vez en El Paso, Texas, en 1915 como folletín y llegado a pocos lectores.

Así se abrió paso a la novela de la Revolución, que ganó adeptos en los años veinte, inspirada en buena medida en los modos violentos del gobierno callista. Otra novela de Azuela, La luciérnaga, contenía una virulenta crítica al gobierno. El Universal Ilustrado publicó por entregas diversos relatos sobre luchas armadas, así como las memorias de Martín Luis Guzmán en forma de folletín en 1928, que poco después aparecieron como novela con el título de El águila y la serpiente. El mencionado asesinato de los generales Serrano y Gómez, en el otoño de 1927, llevó a Guzmán a escribir La sombra del Caudillo, publicada en Madrid en 1929 y en México en 1938. Por su parte, la guerra cristera dio pie inspiró Héctor, de Jorge Gram, propaganda antirrevolucionaria de dudoso valor literario pero que logró gran difusión, y La virgen de los cristeros (1934), de Fernando Robles, una novela autobiográfica.

Por medio de la SEP el gobierno federal se convirtió poco a poco en rector de un proyecto cultural que apoyaba el mejoramiento colectivo y que pretendía normar la conducta de los mexicanos. A la difusión de los “clásicos”, siguió la publicación de folletos de utilidad inmediata para los trabajadores, sobre industrias, higiene, cooperativismo. El secretario Puig Casauranc apoyó la publicación de Forma, revista de artes plásticas que daba a conocer la producción artística nacional y las manifestaciones populares. El arte que debería preparar a los trabajadores a ganarse la vida propició la instauración de talleres de arte popular. En 1928 Carlos Chávez creó la Orquesta Sinfónica Nacional para un auditorio amplio, culto y moderno, y en el mismo año, convertido en director del Conservatorio Nacional, dependiente de la SEP, integró a músicos como Silvestre Revueltas y Luis Sandi. Por su parte, la Escuela Nacional de Música pasó a formar parte de la Universidad de México. En el ámbito popular, Agustín Lara difundía el bolero, que compartía el gusto popular con el danzón y la trova yucateca.

El gobierno de Calles buscó impulsar a los pequeños productores agrícolas, así como moralizar a la población en general por medio de una religión cívica y de campañas diversas para fomentar nuevos hábitos. El anticlericalismo callista fue secundado en varios estados como Tabasco y más adelante Sonora con violentas campañas antifanáticas. Calles atribuyó a la cultura escolar un sentido útil y pragmático y un papel decisivo en su programa de desarrollo del campo. Echó a andar las Escuelas Centrales Agrícolas para formar pequeños agricultores prósperos y modernos, a la manera de los granjeros estadounidenses. Posteriormente integradas a una nueva institución, las Regionales Campesinas formaron maestros y trabajadores agrícolas. Moisés Sáenz, subsecretario de Educación, de religión protestante, impulsó la pedagogía de la acción formulada por John Dewey, de quien fue discípulo. La escuela activa, como se la denominaba, buscaba unir el estudio, el trabajo, la cooperación y la libertad como base del aprendizaje.

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Influido por las políticas de salud de otros países, entre ellos la Unión Soviética, el régimen formuló el Reglamento de Salubridad Pública en 1925 y, un año después, el Código Sanitario que reguló el ejercicio de la prostitución e introdujo el examen prenupcial y estipuló que se establecieran servicios sanitarios en los estados, sostenidos por el gobierno federal, mediante “delegaciones federales de salubridad”. En 1934 se expidió la Ley de Coordinación y Cooperación de Servicios Sanitarios en la República.

El secretario de Educación de Calles, Puig Casauranc, dejaba ver su gran preocupación por el “mejoramiento de la raza”. Creó el Departamento de Psicopedagogía de Higiene y puso en práctica en las escuelas federales pruebas antropométricas y de inteligencia. Las autoridades educativas alentaron dos experimentos: multiplicaron las Escuelas de Pintura al Aire Libre en localidades con población indígena para mostrar la sensibilidad y creatividad de la “raza” y exhibieron los trabajos de los alumnos con un despliegue de propaganda en México y el extranjero, a pesar de las críticas de los expertos. El subsecretario Sáenz impulsó otro ensayo, en este caso siguiendo modelos de Estados Unidos: para mostrar el vigor y la inteligencia de los indígenas, 200 jóvenes fueron separados de sus pueblos y concentrados en un internado en la ciudad de México a fin de transformar sus manifestaciones culturales y más tarde enviarlos de regreso con los suyos con la tarea de promover la “buena civilización”. El ensayo, perjudicial para estos jóvenes en varios aspectos, reveló, sin embargo, las posibilidades de la enseñanza bilingüe y el valor de las diferentes culturas. Un esfuerzo gubernamental en otra dirección fue una campaña antialcohólica nacional (inaugurada en 1929) que buscaba frenar lo que a juicio de las autoridades federales era una auténtica degeneración moral y física del país.

El lector no debe creer que la historia mexicana en estos años se reducía a los vaivenes políticos y los levantamientos armados, al ascenso y declive de grupos y personajes políticos, a las relaciones internacionales, en particular con Estados Unidos, a la actividad artística vinculada con las causas revolucionarias y a las variaciones de la economía. Todo lo anterior era muy importante y según algunos historiadores lo más significativo. Puede que así fuera. Pero no era lo único. En la década de 1920 las clases adineradas tuvieron a su alcance un conjunto de innovaciones domésticas y de moda que poco a poco se difundieron a otros sectores de la sociedad. Al automóvil y al teléfono se sumaron artefactos como los excusados, refrigeradores, estufas, aspiradoras, planchas eléctricas. Los fonógrafos y radios se hicieron cada vez más comunes. Políticos y artistas podían ser muy nacionalistas, pero los ricos y más tarde los clasemedieros estaban pendientes de las novedades provenientes de Estados Unidos y Europa, miraban sus películas, adoptaban las modas, los nuevos cortes de pelo y los vestidos propios del charleston y consumían productos de aquellos países y regiones.

El cine había conquistado un numeroso público desde su llegada a México en tiempos de don Porfirio. Ya había probado ser una atractiva distracción y a la vez un poderoso instrumento propagandístico de los gobernantes. Tanto Díaz como los caudillos revolucionarios se sirvieron del cine para mostrar su imagen y las bondades de su gobierno o de sus luchas. En las primeras décadas el cine fue predominantemente documental, retrataba la realidad, escenas cotidianas o acontecimientos extraordinarios, pero procuraba evitar los hechos desagradables o conflictivos. La banda del automóvil gris (1919), serie muda de 12 episodios sobre los desmanes de un grupo de ladrones que asoló la ciudad de México en el aciago año de 1915, había marcado un hito en la producción nacional pues conjugaba la ficción con el documental y elementos costumbristas. Tras el fin de la lucha armada, la ficción y el cine de argumento comenzaron a ganar adeptos.

Los gobiernos posrevolucionarios también se sirvieron del cine para promoverse, fomentar un nuevo nacionalismo revolucionario y engrandecer a México a los ojos de los extranjeros. El gobierno de Obregón produjo documentales y también recibió material fílmico de la Fundación Rockefeller y de la fabricante de automóviles Ford. Esos documentales tenían propósitos educativos, cívicos y moralistas, así como de difusión de métodos para combatir plagas, epidemias y enfermedades. Se exhibían en plazas públicas, escuelas, centros para analfabetos, cárceles. El gobierno de Calles vigiló de cerca la producción fílmica, buscando evitar críticas y promoviendo la que lo favorecía. En estos mismos años, el cine soviético hizo su aparición con El acorazado Potemkin y Octubre, de Serguéi Eisenstein, gracias a las gestiones de la embajadora en México Alexandra Kollontái. Pero el cine estadounidense fue el que se impuso en el país, dictando formas de conducta y de consumo, valores y modas. Dolores del Río, Ramón Novaro y Lupe Vélez probaron suerte al otro lado de la frontera. En 1930 había ya 830 salas cinematográficas en todo el país, 136 de ellas con sistema sonoro. Noventa por ciento de las películas exhibidas era de manufactura estadounidense.

En contraste con la vida holgada de grupos minoritarios, las condiciones de vida de los trabajadores y en general del grueso de la población no habían mejorado mayor cosa. Avances notables, debe decirse, beneficiaban a algunos sectores obreros de empresas de electricidad, tranvías y de ferrocarriles. Pero continuaban las jornadas extenuantes y los bajos salarios, además del hacinamiento y la falta de higiene y de servicios médicos. Los frecuentes brotes de tifo y viruela eran un reto constante para el gobierno, que pretendía enfrentarlos con campañas sanitarias y de vacunación, no siempre bien recibidas por la gente. A pesar de algunos avances organizativos, las leyes laborales distaban de cumplirse a cabalidad. Las más de las veces mujeres y niños carecían de contratos y se les impedía sindicalizarse. En algunas empresas los menores de 16 años representaban 80% de los trabajadores. Prevalecían los bajos salarios, tan bajos que la propia Secretaría de Trabajo, Industria y Comercio los consideraba insuficientes para adquirir la canasta básica. No obstante, en algunas entidades federativas y en septiembre de 1925 en el Distrito Federal se había reglamentado el artículo 123 constitucional, con el propósito de hacer efectivos los derechos laborales. Si en el medio urbano se apreciaban algunas mejoras significativas, en el campo la situación laboral era más grave. Según la revista CROM, abusos y prácticas, como salarios muy bajos e incluso pagos con vales que sólo servían en las tiendas de raya, subsistían hacia 1930 en lugares como Lombardía y Nueva Italia. En La Laguna y el Soconusco persistían los castigos físicos contra los trabajadores y una violenta represión sobre los que se atrevían a sindicalizarse.

CRISIS MUNDIAL Y ASCENSO DEL RADICALISMO, 1929-1938

La crisis mundial de 1929 abrió paso a una nueva época en la que México, como muchos otros países, quedó vinculado de manera más estrecha y directa a fenómenos mundiales. No es que antes no lo afectaran las guerras, los vaivenes de precios del mercado mundial o los intereses expansionistas de potencias extranjeras; no es que estuviera al margen de influencias ideológicas, artísticas y culturales. Por supuesto que no. Lo que ocurre después de 1929, sin embargo, es que la conexión con el mundo se expande, se fortalece, se diversifica y gana tal peso que la historia nacional desde entonces hasta nuestros días es cada vez más la historia del vínculo de México con el mundo. El ascenso del radicalismo y del intervencionismo estatal que caracterizó la década de 1930 no era un fenómeno singular de México; si bien se nutría de la experiencia revolucionaria de 1910, cada vez se identificaba más con un escenario mundial en el que destacaba el ascenso del fascismo italiano y del nacionalsocialismo alemán, la presencia de la Unión Soviética y el creciente poderío económico, político y militar de Estados Unidos. El Estado mexicano trató de mantener una postura independiente, pacifista, siguiendo el principio de no intervención (de acuerdo con la llamada Doctrina Estrada, expresada por el canciller Genaro Estrada en el otoño de 1930), pero al inicio de la década de 1940, en gran medida por el estallido de la segunda guerra mundial, no tuvo más remedio que acercarse a Estados Unidos. Tal acercamiento fue ingrediente de un cambio político interno que puso freno al radicalismo tanto popular como gubernamental.

Dificultades domésticas

Las muertes violentas de Serrano, Gómez y del presidente electo Obregón mostraron las dificultades del nuevo Estado para resolver sin violencia la sucesión presidencial y en general para alcanzar la estabilidad política. A regañadientes los obregonistas habían aceptado la designación de uno de ellos como presidente provisional, el tamaulipeco Emilio Portes Gil (diciembre de 1928-febrero de1930). Pero la cuestión no se resolvía del todo porque había que designar al nuevo mandatario que debía gobernar durante el lapso que restaba del sexenio del extinto Obregón. En ese contexto el general Calles y sus aliados tomaron la decisión de crear un partido político que uniera bajo una sola bandera a la gran diversidad de facciones que se ostentaban como revolucionarias. Fuera de ese grupo se hallaban los “conservadores” y “reaccionarios”, términos con los que se designaba a todos los sectores y grupos opuestos al dominio callista. De esa manera se pretendía institucionalizar la lucha política y resolver no sólo la sucesión presidencial sino regular de mejor manera la circulación de personal político en el Congreso de la Unión, las legislaturas locales, las gubernaturas y las presidencias municipales. La fundación del partido se fijó para los primeros días de marzo de 1929 en la ciudad de Querétaro, y ahí nació el Partido Nacional Revolucionario (PNR). Pero casi al mismo tiempo, los militares más identificados con Obregón se levantaron en armas contra el gobierno de Portes Gil, bajo el Plan de Hermosillo. El propósito era desplazar a Calles y al personaje que se perfilaba como candidato presidencial del nuevo partido, el michoacano Pascual Ortiz Rubio. Esta nueva rebelión militar, conocida también como “la Renovadora”, estuvo encabezada por el general José Gonzalo Escobar. Una vez más, como en 1920 y 1923, la sucesión presidencial conducía a la guerra civil. La rebelión fue sofocada rápidamente, en menos de tres meses.

Además de declararse un instrumento de la Revolución de 1910 para unificar a los revolucionarios y fortalecer su ideología y programa de acción, uno de los rasgos más destacados del PNR era que estaba integrado por numerosos partidos regionales y locales. En esa medida era expresión fiel de la fragmentación de las fuerzas políticas en la amplia geografía del país, y por lo mismo mostraba el camino a seguir, es decir, trabajar a favor de la unidad de los revolucionarios bajo una organización nacional. Como en otros ámbitos, el remedio parecía ser la centralización. El PNR fundó su propio periódico, El Nacional, publicado en la ciudad de México. Era el vocero del partido y del grupo callista. Ese periódico oficial hizo frente a las críticas que aparecían en otros diarios de la capital y de algunas otras ciudades. A tono con los tiempos, el PNR inauguró su propia estación de radio, la xefo de la ciudad de México. A fines de 1933, una reforma estatutaria eliminó los partidos regionales.

El gobierno de Portes Gil enfrentó al menos dos retos adicionales: el conflicto religioso y el universitario. En el primer caso, las pláticas con la jerarquía católica avanzaban ante la inconformidad de algunos grupos de cristeros y católicos a causa de la postura gubernamental, interesada en que los alzados depusieran las armas y se cumplieran las leyes en materia religiosa. Su única oferta era el perdón o la amnistía y un margen mayor de tolerancia con la Iglesia. Los arreglos entre el gobierno federal y los representantes de la Iglesia católica se firmaron en junio de 1929; algunos católicos, sobre todo los grupos alzados, se sintieron traicionados por la jerarquía. Las hostilidades, si bien a mucha menor escala, continuaron incluso hasta 1938.

Por su parte, el conflicto universitario surgió cuando afloraron viejas tensiones en la relación de la Universidad Nacional con el gobierno federal. El punto en cuestión era el lugar y el carácter de la institución. Puede decirse que en su mayoría los universitarios anhelaban una institución desligada de los vaivenes de la política, comprometida con el conocimiento y la cultura y no con el proyecto de los gobiernos de la Revolución. Ya desde 1914 se había demandado la autonomía, justamente para poner una mayor distancia entre ambos. En 1929, sin embargo, la autonomía no detonó el conflicto sino la oposición estudiantil a diversas medidas académicas. La cerrazón del rector Antonio Castro Leal agravó la tensión. Pronto se organizó un comité de huelga en la Escuela Nacional de Jurisprudencia y el movimiento cundió en otras escuelas. En ese movimiento participaron vasconcelistas como Alejandro Gómez Arias y Salvador Azuela. El ex secretario de Educación, Puig Casauranc, convenció al presidente Portes Gil de conceder la autonomía y desentenderse del asunto. Así se dio solución al problema en julio de 1929, cuando se expidió la ley de autonomía. Pero no fue sino hasta 1933 cuando la Universidad ganó la autonomía plena y pudo nombrar a sus propias autoridades.

Superados esos dos conflictos, cuya resolución debilitaba a los adversarios políticos del régimen, los esfuerzos oficiales se centraron en las elecciones presidenciales fijadas para finales de noviembre de 1929. El candidato oficial Pascual Ortiz Rubio era visto como pelele de Calles. José Vasconcelos se lanzó como candidato presidencial, con el respaldo, más estruendoso que numeroso, de grupos de profesionistas y estudiantes universitarios y de otros grupos predominantemente urbanos, todos contrarios a la hegemonía creciente de los callistas. En los comicios, el partido oficial y en general la maquinaria gubernamental allanaron el camino al candidato oficial Ortiz Rubio, quien resultó vencedor. Las protestas de los opositores vasconcelistas pronto se diluyeron.

La gran depresión

Tal era la situación política cuando el país se vio sacudido por un fenómeno económico mundial. En octubre de 1929 la Bolsa de Valores de Nueva York sufrió lo que se denomina un crack, una súbita caída de las cotizaciones de las acciones. El pánico financiero se extendió como reguero de pólvora, pronto rebasó fronteras y repercutió en el conjunto de economías vinculadas al mercado internacional. Los precios se desplomaron, por ejemplo los de los productos mineros y agrícolas. Se iniciaba así lo que se conoce como la gran depresión, un periodo definido por la contracción de la economía mundial, la disminución de las exportaciones e importaciones, el despido de millones de trabajadores y la escasez de dinero. En Estados Unidos los efectos de la gran depresión se prolongaron a lo largo de la década de 1930.

Al igual que otros países que basaban su economía en la exportación de minerales y productos agrícolas y ganaderos, México sufrió graves perjuicios a causa de la depresión económica mundial. Por lo pronto el comercio exterior se redujo casi a la mitad; los ingresos gubernamentales, que dependían de ese comercio, se desplomaron en igual medida. Los mineros, sobre todo los del norte del país, perdieron su trabajo por el cierre de empresas. Unos 7 000 ferrocarrileros quedaron también sin empleo. En Yucatán la caída del precio internacional del henequén causó desempleo y tensiones sociales. Se estima que para 1932 más de 350 000 trabajadores (6% de la población económicamente activa) había perdido su puesto de trabajo. Otro efecto significativo fue el retorno de unos 300 000 migrantes, es decir, mexicanos que abandonaron o fueron obligados a abandonar Estados Unidos. Paradójicamente México y otros países similares hallaron ventaja en su atraso, si como tal puede considerarse la fragmentación del mercado interno, el peso de las actividades de autosubsistencia y la amplitud de regiones económicas que mantenían débiles vínculos con el mercado internacional. Eso permitió atenuar las consecuencias desfavorables de la crisis y albergar a desempleados y repatriados, a pesar de las malas cosechas de esos años.

La gran depresión tuvo secuelas muy considerables. Una de ellas fue la importancia que cobraron las luchas y organizaciones de los trabajadores, de los sindicatos y de su fuerza política, tanto en Europa como en América. Otra más fue el ascenso del nacionalismo provocado por el derrumbe de las expectativas e ilusiones puestas antes en el mercado mundial. Era la hora del proteccionismo. Salir de la crisis obligaba a resguardarse de la competencia externa y a buscar nuevos modos de explotar los recursos disponibles en cada país. En cuanto a la economía mexicana, la crisis de 1929, al debilitar las exportaciones de productos minerales (plata, cobre) y agrícolas (henequén, café), reforzó las voces que insistían en el desarrollo del mercado interno y de la industria, en lugar de la alicaída actividad agroexportadora. De hecho, durante la década de 1930 la industria fue el motor de la economía; poco a poco ganó fuerza la sustitución de importaciones. En estos años surgieron campañas de propaganda encaminadas a promover el consumo de productos nacionales y la “mexicanización” de la economía. Como parte de este cambio general, los movimientos de población mundial, las migraciones, se redujeron a su mínima expresión. Después de 1930 los extranjeros quedaron en el olvido como apuesta demográfica. En su lugar se consideraba urgente impulsar el crecimiento de la población nacional. Entonces tomó vigor la postura poblacionista expresada entre otros por Gilberto Loyo, gran conocedor de las políticas del gobierno fascista italiano. En ese contexto apareció el importante ensayo de Samuel Ramos, antiguo colaborador de Vasconcelos en la SEP, titulado El perfil del hombre y la cultura en México (1934), en el que precisamente se analizan los componentes de la identidad nacional, entre ellos el complejo de inferioridad y la malsana admiración por la cultura europea.

Poco podemos entender de los acontecimientos de la década de 1930 en México y en el mundo si se desatiende la crisis de 1929. Por lo pronto la antes dominante combinación de grandes latifundios y enclaves extranjeros como eje de la economía quedó sumamente debilitada. La gran depresión también exacerbó los ánimos, polarizó las posiciones políticas y obligó a los gobernantes a desplegar innovaciones en materia de conducción económica y política. En 1932 el Partido Republicano de Estados Unidos perdió las elecciones presidenciales en gran medida por su incapacidad para encarar la crisis. Ascendió al poder un nuevo grupo político encabezado por Franklin D. Roosevelt, cuyo programa económico apuntaba hacia el reforzamiento de la intervención del Estado mediante la expansión del gasto público, el llamado “New Deal”. En México, como veremos, se ampliaría también la acción gubernamental. En Europa los regímenes de Alemania e Italia, con ese mismo intervencionismo, ganaron una fuerza extraordinaria y una influencia y simpatía crecientes de parte de la población; su influencia aumentó en diversos lugares del mundo. En 1933 Hitler, con un programa nacionalista a ultranza, se hizo del control del Estado alemán y logró reducir el desempleo y volver al crecimiento económico como en ningún otro país. Es muy probable que sin la gran depresión Hitler no habría llegado al poder y menos se habría convertido en la referencia mundial de un modo de hacer política que contradecía a las democracias liberales, cuyo repliegue era más que notable en Europa. Del mismo modo, sin la crisis de 1929, que debilitó a las de por sí empobrecidas haciendas, muy seguramente habría sido imposible el programa agrario del cardenismo.

Radicalismo popular

En el ámbito político mexicano ocurrió un fenómeno paradójico. Una vez consolidada su posición después de aplastar la rebelión militar de 1929 y de triunfar en las elecciones presidenciales de ese año, los gobernantes radicalizaron su discurso, pero al mismo tiempo se volvieron más intolerantes con la diversidad política. Como nunca antes se usaban términos y expresiones como proletariado, lucha de clases, bolchevismo, imperialismo, explotación del pueblo trabajador. Ese lenguaje no sólo era utilizado por los líderes y miembros de organizaciones radicales y algunos maestros, sino también por algunos gobernantes. En ese entorno no sorprende el rumbo del gobierno de Portes Gil: por un lado, intensificó como nunca antes el reparto de tierras y dio cobijo al nicaragüense Augusto César Sandino ante la amenaza intervencionista de Estados Unidos, pero por otro desató una feroz persecución de comunistas y de paso, en enero de 1930, rompió relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. En otros casos, como el del presidente Ortiz Rubio (1930-1932), el lenguaje moderado coincidía con una postura política caracterizada por su alejamiento de las clases populares y su interés creciente en favorecer a la clase empresarial. Muestra de ello fue el intento de poner fin al reparto agrario, alegando que ya no había tierras ni solicitantes y que además esa medida era necesaria para dar garantías al capital privado. No obstante las demandas y la oposición de las organizaciones agraristas, el reparto de tierras se dio por terminado en el Distrito Federal, Morelos, Tlaxcala, Aguascalientes, Zacatecas, y a punto estaba de culminar en San Luis Potosí y Coahuila. Así lo anunció el Presidente en su informe de 1931. Esta postura federal dividió a la llamada familia revolucionaria.

La dividió porque grupos de obreros, campesinos, maestros y dirigentes sindicales se radicalizaron, impulsados también por el difícil entorno económico. Muchos de ellos creían que la crisis de 1929 anunciaba la inminente caída del sistema capitalista y el advenimiento de un nuevo orden. En el mundo académico y literario proliferaron los trabajos que analizaban las causas del derrumbe financiero y que expresaban la necesidad de alcanzar una sociedad más justa. En México, las obras de Marx, Engels y Lenin se difundieron ampliamente. Al mismo tiempo, el discurso radical adoptado por ciertos gobernantes influyó en el sistema educativo. Las instituciones federales, en particular las escuelas normales, incorporaron el “socialismo científico” en sus programas de estudio. Las publicaciones periódicas y textos de la SEP se ocuparon de mostrar las contradicciones sociales y la explotación del proletariado. El marxista Narciso Bassols fue designado al frente de la SEP en 1931. Bassols provocó a los padres de familia con el anuncio de la educación sexual y con la laicización de la enseñanza secundaria, y a los propios maestros con reformas a la ley de escalafón, además de acelerar la centralización educativa. En 1933 el gobierno chihuahuense entregó la administración de todas las escuelas a la SEP, medida que después imitaron otros estados, presionados por los propios maestros.

Grupos de trabajadores del campo y la ciudad no se dejaron engañar por el malabarismo discursivo de los políticos encumbrados, algunos de ellos dedicados a lucrativos negocios privados, como el mismo Calles con el ingenio azucarero en el distrito de riego de El Mante, Tamaulipas. Insistieron en sus esfuerzos de organización y huelgas, y al hacerlo propiciaron la polarización política. Era frecuente que se toparan con autoridades que se mostraban más que dispuestas a respaldar a empresarios y propietarios. Tal postura federal, vale decir, alentó a la mayoría de los gobernadores y a no pocos presidentes municipales a defender los intereses de terratenientes y empresarios. No eran raros los hechos como la matanza de 21 manifestantes comunistas a manos de la policía rural de Coahuila ocurrida el 29 de junio de 1930, o el asesinato de 11 agraristas de la región de Cuauhtémoc, Chihuahua, victimados por soldados a mediados de 1932. El periódico El Machete, del Partido Comunista Mexicano, daba cuenta de las dificultades que enfrentaban las organizaciones obreras y campesinas.

Pero al mismo tiempo el PNR empezó a enfrentar dificultades precisamente a causa de la orientación gubernamental que lo alejaba de sus bases populares. Los conflictos laborales y la incapacidad manifiesta de los gobiernos locales para conciliar las relaciones obrero-patronales propiciaron la reforma constitucional de 1929, que dio al Congreso de la Unión el monopolio para legislar en materia laboral, así como facultades al gobierno federal para aplicar directamente la legislación en varias ramas económicas de alcance nacional, como electricidad, cine, minería, petróleo, ferrocarriles y otras más. El debilitamiento de la CROM y de su líder Morones una de las secuelas del asesinato de Obregón hizo posible el surgimiento de nuevas agrupaciones sindicales que mantenían mayor distancia con el gobierno o con el partido en el poder. En ese contexto se expidió la primera Ley Federal del Trabajo, en 1931, ley reglamentaria del artículo 123. De nuevo, los legisladores apostaban por una autoridad federal que tuviera capacidad para conciliar el denso y diverso mundo del trabajo. Algunos empresarios preferían tratar con el gobierno federal y no con los gobernadores.

En materia agraria diversas organizaciones se enfrentaban al conservadurismo gubernamental. En Veracruz el segundo periodo de gobierno de Adalberto Tejeda (1928-1932) era una referencia más que incómoda, pues su radicalismo agrario contrastaba con la política federal cada vez más moderada. Cosa similar ocurría en Michoacán, gracias al esfuerzo del antiguo gobernador Lázaro Cárdenas. Úrsulo Galván, dirigente de la combativa Liga Agraria Veracruzana y de la Liga Nacional Campesina, simbolizaba la poderosa inconformidad rural. Su propósito era conformar una organización verdaderamente nacional. Pero el gobierno federal se opuso de diversas maneras. Una de ellas fue promover la división de las organizaciones agraristas, otra fue desarmar a los agraristas veracruzanos, labor en la que participó como secretario de Guerra el propio general Lázaro Cárdenas. No importaba la amenaza de los pistoleros bajo las órdenes de los terratenientes. En mayo de 1933, ya con Tejeda fuera del gobierno veracruzano y sin su gran líder Galván (muerto en 1930), los dirigentes más cercanos a las altas esferas gubernamentales (Saturnino Cedillo, Portes Gil) formaron la Confederación Campesina Mexicana. Es irónico que uno de los propósitos del descabezamiento del agrarismo radical fuera apoyar la candidatura de Cárdenas a la Presidencia de la República.

A inicios de la década de 1930 los gobernantes, en gran medida encabezados por los callistas, creyeron que el solo radicalismo discursivo, en particular el anticlericalismo, bastaba para gobernar y conducir un Estado que a fin de cuentas se debía a un movimiento popular armado. Se equivocaron. Los radicales de la izquierda se opusieron, los trabajadores insistieron en sus demandas, los católicos y otros grupos opositores de la derecha reaccionaron ante el anticlericalismo. Los revolucionarios en el poder distaban de gobernar en un escenario terso.

Además, el desaseo institucional que implicaba la presencia avasalladora del general Calles dañaba la legitimidad del Estado posrevolucionario. Era evidente que tal presencia interfería con el fortalecimiento de la figura presidencial, ya que entraba y salía del gabinete y con sus amigos organizaba lo que a veces parecía un gobierno paralelo. Calles era el “Jefe Máximo”, como alguien lo apodó; por tal razón a este periodo (1929-1935) se le conoce como “Maximato”. El presidente Ortiz Rubio intentó poner remedio a esa situación anómala pero se vio obligado a renunciar en septiembre de 1932. En su lugar fue designado Abelardo L. Rodríguez, otro general sonorense, también interesado en hacer negocios privados aprovechando los puestos públicos. Rodríguez concluyó el tortuoso sexenio 1928-1934 para el que había sido elegido el extinto Obregón. En la sucesión Ortiz Rubio-Rodríguez ya no hubo violencia militar pero sí un desprestigio creciente de la clase gobernante e incluso del propio Jefe Máximo. Pero su fuerza persistía. Además del PNR, de su ascendencia política y de su prestigio en el ejército, los callistas controlaban gobiernos y congresos locales.

La lucha por el intervencionismo estatal

El año 1933 fue clave, en gran medida porque las organizaciones populares expresaron su oposición al grupo callista, y por lo mismo dieron pruebas de su independencia creciente frente al régimen. Destaca en este tiempo el ascenso de Vicente Lombardo Toledano, un universitario que además era líder radical, marxista, independiente, y como tal enfrentado a la vieja CROM de Luis N. Morones, de donde había surgido. En octubre de 1933 se formó la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, que mantenía un mayor margen de autonomía ante el gobierno federal que la vieja central moronista. A pesar de haber combatido a zapatistas, villistas, yaquis, y desarmar a los agraristas veracruzanos, a Cárdenas se le consideraba un político progresista. Así lo había mostrado durante su periodo al frente del gobierno de Michoacán entre 1928 y 1932. La nueva organización se sumaría a la candidatura presidencial de Cárdenas. Ciertos grupos radicales influyeron en los trabajos de elaboración del Plan Sexenal mediante el cual Calles pretendía maniatar al nuevo presidente de la República. Además, en lugar de cumplir los deseos de Calles, los delegados a la convención del PNR de diciembre de 1933 (la misma que eliminó los partidos regionales y locales) establecieron un conjunto de políticas que pretendían otorgar una amplia injerencia al gobierno federal en la economía y en la atención urgente de las necesidades sociales de la población. Se demandaba la intensificación del reparto agrario, la creación de un departamento agrario y la dotación de créditos y otros apoyos a los ejidos. En la cuestión obrera se expresaba el compromiso de hacer respetar el derecho de huelga, la contratación colectiva, la libertad sindical, el pago regular del salario mínimo (instaurado en 1933) y por supuesto la jornada laboral de ocho horas. El gobierno federal debía ampliar su acción educativa, darle un contenido socialista y dirigirla preferentemente a los trabajadores. Al igual que ocurría en otros países, los redactores del Plan Sexenal buscaban hacer del Estado una palanca del desarrollo económico y del cambio social y político. Ya no estaba a discusión si el Estado debía involucrarse en la economía; más bien se discutía el rumbo y sentido de tal intervención. El radicalismo popular intentó imponer un rumbo favorable a sus intereses. En eso coincidió con algunos funcionarios, políticos e intelectuales.

También por otras razones es importante el año 1933. En marzo se creó el Banco Nacional Hipotecario y de Obras Públicas. Su propósito era contribuir a financiar las obras de infraestructura urbana, modernizar los servicios públicos y con ello mejorar la calidad de vida de los habitantes. Era una iniciativa novedosa que daba entrada al gobierno federal en el manejo de ciertos aspectos de la vida local que antes eran materia exclusiva de los ayuntamientos. Ante la creciente debilidad de las tesorerías de los gobiernos estatales y municipales, de nueva cuenta se hacía necesaria la intervención federal, en este caso por medio del financiamiento y el conocimiento técnico que exigía la nueva infraestructura urbana. En ese mismo año se aprobó la reforma constitucional que reservó al Congreso de la Unión y por ende al gobierno federal la creación y manejo de todo impuesto a la industria eléctrica. A cambio de esa pérdida de ingresos, los estados recibirían una participación de la Secretaría de Hacienda. Avanzaba así la centralización de los principales ramos tributarios, como había ocurrido antes con el petróleo (1922) y la minería (1927). Pero más allá de la cuestión fiscal, esa reforma constitucional se sumaba a la de 1921 en materia educativa y a la de 1929 en materia laboral que dio paso a la mencionada Ley Federal del Trabajo de 1931. Las facultades federales se ampliaban al tiempo que se reducían o limitaban las de los gobiernos estatales. Era una tendencia, iniciada en las últimas décadas del siglo XIX, que apuntaba hacia el fortalecimiento del gobierno federal, con sede en la cada vez más influyente y populosa ciudad de México. En los hechos se trataba de la construcción de un nuevo concepto de lo nacional, muy identificado con las crecientes atribuciones federales.

También en ese mismo 1933 se avanzó en la discusión de la nueva legislación agraria, impulsada por grupos radicales. El Código Agrario de 1934, expedido dos meses antes de la toma de posesión de Cárdenas, precisaba los procedimientos de la entrega de tierras y aguas. Además de crear el Departamento Agrario, que significaba dar mayor autonomía a los promotores del reparto de tierras y aguas, era fundamental la inclusión de los peones de las haciendas como sujetos de la acción agraria. Su exclusión había favorecido entre otros a los hacendados henequeneros yucatecos y a los productores algodoneros de La Laguna.

La complejidad de la vida política del país puede apreciarse en el episodio que dio paso a la reforma constitucional de octubre de 1934 en materia educativa. Se trataba de establecer la educación socialista. Como expresión del ambiente ideológico, en parte sostenido por sectores radicales y en parte por callistas, estudiantes, maestros, diputados y senadores impulsaron esa reforma, que despertó gran oposición en el país. Varios sectores expresaron su temor y rechazo a tal reforma porque la consideraban un intento por imponer un solo punto de vista en el sistema educativo nacional y una continuación de los excesos anticlericales de gobiernos anteriores. Los periódicos de la ciudad de México, como Excélsior y El Universal, Omega y El Hombre Libre, se enfrentaron a El Nacional en esa batalla ideológica que se prolongó durante años. El gobierno federal, empero, continuaba expandiéndose. En 1934 vieron la luz dos entidades fundamentales: Nacional Financiera, una institución crediticia cuyo objeto era promover el desarrollo industrial de México, y el Fondo de Cultura Económica (FCE), una casa editorial que pronto ganó prestigio por sus publicaciones de economía, filosofía y literatura. Su programa editorial, incluyendo la traducción al español de obras clásicas (entre ellas de varios autores marxistas), fue, sigue siendo, inestimable.

El conflicto Calles-Cárdenas

En ese contexto tan agitado Cárdenas tomó posesión de su alto cargo el 1 de diciembre de 1934, luego de imponerse en las elecciones de julio anterior por amplio margen a los otros tres candidatos (Antonio I. Villarreal, Adalberto Tejeda y el comunista Hernán Laborde). Buena parte del nuevo gabinete presidencial quedó ocupado por funcionarios identificados con Calles, como Juan de Dios Bojórquez, Tomás Garrido Canabal, Rodolfo Elías Calles y Narciso Bassols. La apuesta callista era que el joven michoacano (de apenas 39 años) no fuera más que otro presidente débil. Pero no fue así. Además de promover y lograr la reforma constitucional que acabó con la inamovilidad de los ministros de la Suprema Corte de Justicia, una de sus primeras medidas fue la remoción o sustitución de los mandos militares identificados con el Jefe Máximo. Contar con la lealtad del ejército era crucial.

A lo largo del primer semestre de 1935, el conflicto entre Calles y el presidente Cárdenas, y más allá, entre dos amplios bloques de fuerzas políticas, no hizo más que agravarse. Las declaraciones del general Calles en las que criticaba la tolerancia y debilidad presidencial frente a los movimientos y huelgas obreras encendieron los ánimos. A la postre, el antisindicalismo de los callistas fue un error, pues se ganó la animadversión de organizaciones obreras que además de apoyar al gobierno cardenista avanzaron en la tarea de la unificación. En junio de 1935 nació el Comité de Defensa Proletaria, en la que por igual participaban los restos de la CROM de Morones que los nuevos líderes radicales como Lombardo Toledano y los comunistas; se convirtió en una de las primeras fuerzas cardenistas propiamente dichas. La tensión se agravó porque los callistas presionaron sin disimulo al Presidente. A mediados de junio éste decidió hacer cambios en su gabinete. Cárdenas sustituyó a los funcionarios callistas con personajes que, más que cardenistas, eran adversarios de Calles. Portes Gil, designado nuevo presidente del PNR, es quizá quien mejor simboliza este arreglo político, lo mismo que el cacique potosino Saturnino Cedillo. La alianza de Cárdenas con personajes enemistados con Calles sería patrón común. Así se explica también su acercamiento con la jerarquía católica, olvidándose de las medidas anticlericales tan típicas de los callistas, y lo mismo la cordialidad con el gobierno estadounidense, en gran parte por los buenos oficios del embajador Josephus Daniels (1933-1941), quien era fiel exponente de la política del “buen vecino” del presidente Franklin D. Roosevelt.

Pero los mejores y más poderosos aliados del presidente Cárdenas no fueron los personajes del mundillo político enemistados o distanciados de Calles o los jerarcas de la Iglesia católica o el gobierno de Roosevelt. La fuerza de Cárdenas, y él lo entendió a lo largo de 1935, residía en las diversas agrupaciones populares radicales que venían oponiéndose al Jefe Máximo y a los callistas desde varios años antes, es decir, las organizaciones obreras lideradas por Lombardo Toledano, las organizaciones agrarias, en especial la encabezada por Graciano Sánchez, los comunistas que recibían línea de Moscú para formar frentes amplios ante el ascenso del fascismo en Europa, así como grupos de maestros y otros profesionistas. En realidad el radicalismo del gobierno federal fue impulsado por el radicalismo de los trabajadores del campo y la ciudad, postura que como vimos ganó fuerza después de la crisis mundial de 1929. Un ejemplo claro parece ser la lucha de los mineros y petroleros por constituir sindicatos nacionales. La oposición de empresarios y gobernadores había detenido ese avance, pero en abril de 1934 los mineros lograron formar su sindicato nacional, y en 1935 lo harían los petroleros. Del mismo modo que ocurría en el campo por medio de los ejidos y los maestros rurales, en las ciudades, minas y campos petroleros se abría paso una suerte de alianza de obreros y vecinos con el gobierno federal. Así se rompían gradualmente los paraísos laborales que antaño favorecían a empresarios y terratenientes y que los callistas se habían empeñado en salvaguardar.

Calles y sus partidarios se quedaban solos. Todavía en diciembre de 1935 hubo una nueva arremetida del jefe Calles contra el presidente Cárdenas, que fue enfrentada con paros y movilizaciones multitudinarias en la ciudad de México. El gobierno cardenista empujó a fondo contra los callistas, promovió la desaparición de poderes en varios estados (Sonora, Durango, Guanajuato, Sinaloa), así como el desafuero de varios senadores. Los mandos militares callistas fueron removidos, y también varios políticos de esa filiación, entre ellos el propio Calles, quedaron fuera del PNR. Nada inocente, en enero de 1936 el gobierno estadounidense expresó su apoyo pleno a Cárdenas y repudió la postura del general sonorense, tal vez con ánimos de influir en el rumbo de las políticas gubernamentales. En abril de 1936, después del atentado contra un ferrocarril en Orizaba, el Presidente decidió expulsar a Calles del país.

Con el general Calles volando hacia Los Ángeles, California, llegó a su fin la hegemonía de los sonorenses sobre el Estado mexicano, iniciada con el triunfo del Plan de Agua Prieta en mayo de 1920. Dos conclusiones podemos apuntar. La primera es que con el exilio de Calles no sólo se impuso Cárdenas sino también la figura del presidente de la República. Nunca más en el siglo XX se tuvo duda de que el presidente era quien gobernaba a plenitud, y no un jefe alterno, máximo o superior. La segunda es que la expulsión de Calles mostró que el país había madurado puesto que ya no se necesitaba de las armas para resolver la sucesión presidencial ni de crímenes políticos para deshacerse de los adversarios. Después de todo, Cárdenas había recibido el poder de su antecesor en un ambiente pacífico. Y eso lleva a reconocer que durante los 15 años de predominio de Obregón y Calles el nuevo Estado mexicano logró hacerse de instituciones y prácticas políticas que lo alejaron de la guerra civil. Y eso no es poca cosa. Resuelta la pugna con los callistas, Cárdenas quedó con las manos libres para recorrer, en alianza con sus partidarios, un camino de radicalismo desconocido hasta entonces. El gobierno federal pudo desplegar acciones que dieron profundidad al radicalismo proveniente no sólo del movimiento revolucionario de 1910 y de la lucha subsecuente de los trabajadores del campo y la ciudad, sino también de las ideas derivadas del marxismo, de la experiencia soviética y de la polarización provocada por la crisis mundial de 1929 así como por el ascenso nazifascista. Sin embargo, a la postre ese radicalismo fortaleció más al Estado posrevolucionario que a las clases populares. Del mismo modo, ese radicalismo no evitó la expansión de las empresas privadas, en especial en el ramo industrial y bancario, algo que no debe perderse de vista.

Radicalismo cardenista

El gobierno de Lázaro Cárdenas empezó en un entorno económico favorable. Desde fines de 1932 la economía mexicana había empezado a recuperarse de la gran depresión y de hecho no dejaría de crecer en las siguientes décadas. En ello influyó la mejoría en los precios de algunos productos de exportación (plata, petróleo), así como el brusco cambio en la política económica decidido también a partir de 1932. La nueva política dio prioridad a la reanimación económica y al pleno empleo, en lugar de mantener las antiguas prioridades, como evitar a toda costa el déficit presupuestal y sostener la paridad cambiaria. Así, se incrementó el gasto para estimular la economía, lo mismo la oferta monetaria (monedas, billetes y cheques) y con ello, en los hechos, el Banco de México se hizo del monopolio de la emisión de dinero. Al abandonarse el patrón oro, con el arribo de Alberto Pani a la Secretaría de Hacienda por segunda ocasión, el gobierno mexicano dejó de sostener la paridad cambiaria, que pasó de 2.54 pesos por dólar en 1932, a 3.60 a fines de 1933, paridad que se mantuvo hasta marzo de 1938, cuando se elevó a 4.52 pesos. A lo largo de 1932 el público comenzó a aceptar poco a poco los billetes del Banco de México (en 1935 su circulación sería obligatoria), lo que dio capacidad al banco central para influir en el monto del circulante, y lo mismo en la oferta del crédito mediante disposiciones de control de las reservas de los bancos privados. En suma, en el combate a la crisis de 1929 el Estado mexicano se hizo de importantes instrumentos económico-financieros que dieron mayor solidez al propio Estado ya que amplió su capacidad de influir en la economía nacional. Para 1936 algunos indicadores (volumen de exportaciones, ingresos gubernamentales) mostraban que el país volvía al crecimiento. La gráfica 1 revela que entre 1932 y 1945 el tamaño de la economía se duplicó. En ese movimiento ascendente, que ante todo fue producto de actividades empresariales privadas, sobre todo en el ramo industrial y bancario, hay que ubicar el cardenismo.

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Ya sin la carga que significaba sostener a un numeroso ejército, el gobierno federal pudo enfrentar mejor que antes los gastos sociales y de promoción económica, como educación y salud, crédito, carreteras, riego y energía. Esa posibilidad debía agradecérsela a Obregón y a Calles. Para 1940 el gasto militar se había reducido a 16% del presupuesto federal. Pero las necesidades eran múltiples. En materia eléctrica, el notable desinterés de las compañías extranjeras por ampliar y mejorar el servicio obligó al gobierno federal a retomar la idea de invertir directamente en el ramo; aunque había sido creada en 1933, en 1937 comenzó a funcionar de manera efectiva la Comisión Federal de Electricidad. Con los recursos provenientes de un impuesto aprobado en 1938, empezó a invertir por primera vez en la generación eléctrica. Eran frecuentes las protestas airadas de los usuarios del servicio eléctrico, al que calificaban de costoso y de mala calidad; lo mismo ocurría en materia de agua y alcantarillado. Los vecinos más pudientes fueron los que adoptaron primero estos servicios públicos, pero más tarde los siguieron los de la pequeña clase media y de algunos grupos populares.

La movilización de trabajadores y organizaciones obreras en apoyo al gobierno de Cárdenas durante 1935 allanó el camino para la unidad obrera. En febrero de 1936 surgió la Confederación de Trabajadores de México (CTM), encabezada por Lombardo Toledano junto con un grupo de líderes del Distrito Federal conocido como los “cinco lobitos”, entre ellos Fidel Velázquez. A tono con los tiempos, el lema de la nueva organización era “Por una sociedad sin clases”. Así se alcanzaba una de las metas anheladas tanto por los líderes obreros como por el gobierno federal. La CTM nació como la central obrera más grande e influyente. Se estima que el número de afiliados iniciales fue de 750 000, cifra que incluía a mineros, ferrocarrileros, maestros, petroleros, trabajadores textiles, azucareros, electricistas, así como a miembros de las federaciones regionales. La CTM y el gobierno federal establecieron una estrecha relación de colaboración que permitiría por un lado avances sustanciales en la contratación colectiva, y por otro el respaldo obrero a las decisiones gubernamentales. A diferencia de los gobiernos del Maximato, Cárdenas podría gobernar contando con el respaldo pleno de una organización obrera nacional. Cuando a principios de 1936 los empresarios de Monterrey se inconformaron con las medidas obreristas, el Presidente se apersonó en la ciudad norteña y aclaró su postura. No era radicalismo ni comunismo sino simple justicia laboral. Frente a la amenaza de paro patronal, el Presidente amenazó a su vez con expropiar las fábricas con ayuda de los obreros. Pero Cárdenas, como se verá, pronto marcaría su distancia respecto a la CTM y a su líder Lombardo Toledano.

En materia agraria Cárdenas llevó el reparto ejidal a extremos jamás imaginados, empezando con el célebre reparto de las propiedades de La Laguna en octubre de 1936. En mes y medio, 447 516 hectáreas, entre ellas más de 100 000 hectáreas de riego, pasaron a manos de 34 743 ejidatarios constituidos en 296 ejidos. Para mantener la productividad del delicado cultivo algodonero se organizaron ejidos colectivos, contando con el apoyo del crédito rural gubernamental, otorgado por el Banco Agrícola (creado por Calles en 1926) y por el Banco Nacional de Crédito Ejidal, fundado apenas en enero de 1936. La mayor parte de los recursos de esos dos bancos se canalizaron a los ejidos laguneros. No tardó en aparecer la corrupción a gran escala entre funcionarios y líderes. En vista de que el crédito oficial era muy escaso, se alentó la participación de capital privado, nacional y extranjero en el financiamiento y comercialización de la fibra, por ejemplo por medio de empresas como Anderson Clayton. Después de La Laguna, en 1937 se efectuó el reparto en el Valle de Mexicali, en la zona henequenera de Yucatán y en porciones de las ricas tierras irrigadas del Valle del Yaqui. En este caso también se entregaron más de 200 000 hectáreas a los yaquis y se comprometió la mitad del agua de la nueva presa La Angostura para el regadío de sus terrenos. Después de la invasión de enero de 1937 en terrenos de la Colorado River Land por parte de cientos de vecinos y peones, el gobierno de Cárdenas procedió al reparto agrario en esa zona fronteriza. En Yucatán se repartieron 500 000 hectáreas pero la maquinaria desfibradora de henequén permaneció en manos de los hacendados. Las oligarquías locales sobrevivieron e incluso prosperaron a costa del trabajo de los ejidatarios, que si bien se liberaron del pesado dominio de las haciendas pasaron a depender desde entonces de la burocracia gubernamental, en particular del Banco Ejidal. En noviembre de 1938 tocó el turno a las ricas haciendas de Lombardía y Nueva Italia, propiedad del italiano Cusi, en el Valle de Apatzingán. Más adelante se afectaron las fincas cafetaleras del Soconusco y las tierras del distrito de riego de El Mante, donde Calles tenía diversas propiedades. El reparto del Valle de Mexicali formaba parte de un plan de largo plazo destinado a reforzar las fronteras mexicanas. Con ese mismo propósito dio inicio la construcción del ferrocarril que uniría Sonora con el distrito norte de Baja California. Así se explica también la refundación del territorio federal de Quintana Roo en 1935, suprimido en 1931.

Las dotaciones ejidales en las zonas mencionadas son las más conocidas y significativas, pero la acción agraria se extendió a lo largo y ancho del país. Se entregaban tierras con mayor celeridad y tierras de mucha mejor calidad que antaño. Era el cumplimiento de un pacto político, más que un proyecto económico, aunque Cárdenas imaginaba los ejidos plenamente vinculados al mercado nacional. Durante el sexenio cardenista se entregaron casi 18 millones de hectáreas entre más de 800 000 ejidatarios, pero más importante que ese monto fue que la mitad de la superficie irrigada del país, la de mejor calidad, pasó a manos ejidales. Ante semejante panorama, ejidatarios y agraristas no dudaron en apoyar al gobierno federal. A lo anterior había que sumar la expansión de la educación rural, de la salud y de las labores de orientación en trámites agrarios, créditos y formación de cooperativas. El gobierno de Cárdenas hizo suyos los propósitos anteriores de extender la educación federal. En 1939 tenía control parcial o total de los sistemas educativos de 13 estados y el número de escuelas federales se había elevado de 200 en 1921, al crearse la SEP, a 14 384. Tal expansión, junto con la labor de los gobiernos estatales, contribuyó a reducir el analfabetismo en el país, de 77% en 1921 a 58% en 1940.

Quizá como nunca antes la figura del presidente de la República, del gobierno federal, se hizo presente en las zonas rurales más apartadas y pobres del país. En ese contexto se explica la relativa facilidad con la que se logró dar paso a la formación de una central única, la Confederación Nacional Campesina (CNC) en agosto de 1938. La creación de la CNC significaba que el presidente Cárdenas se había impuesto sobre la CTM, cuyo propósito de incluir a los trabajadores del campo quedó finalmente derrotado. En ese duro conflicto con la CTM, Cárdenas se valió del PNR para promover la unificación campesina. De esa manera, el gobierno federal contaba con sólidos pilares en esas dos organizaciones populares, la CTM y la CNC. En materia indígena, la atención se centró más en aspectos económicos, por ejemplo en la tenencia de la tierra, que en aspectos culturales. De cualquier modo, el gobierno federal tomó varias medidas “indigenistas”, entre ellas la multiplicación de los Centros de Educación Indígena, la creación del Departamento de Asuntos Indígenas para atender lo concerniente a sus intereses y problemas, y la convocatoria a varios congresos regionales con el propósito de servir de foro para exponer peticiones y quejas. En el Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en Pátzcuaro en abril de 1940, se reunieron representantes (en su mayoría no indios) de todo el continente; en gran medida en él se determinó la política de las tres décadas siguientes, es decir, favorecer la rápida integración de las poblaciones indígenas a las diversas naciones, así se reconociera el valor de sus lenguas y de otros rasgos culturales.

Por otro lado, la acción gubernamental se extendió hacia diversos sectores de la economía, como los ferrocarriles, que fueron nacionalizados en 1937 y entregados a la administración obrera el año siguiente, o la construcción del ingenio de Zacatepec, en Morelos. Y era extraño que el gobierno expandiera sus redes económicas, porque a partir de 1937 las buenas noticias económicas se diluyeron. El precio de la plata se desplomó de manera drástica. Pero el gobierno mexicano logró, con una hábil gestión diplomática y prácticamente a cambio de nada, que el gobierno estadounidense acrecentara sus compras de plata, lo que dio un respiro al gobierno cardenista. Si se cree que México ha sido siempre víctima pasiva de la ambición de los vecinos del norte, este tipo de episodios muestra una posición mexicana mucho más desafiante y activa.

Algunos gobernadores distaban de compartir las posturas del Ejecutivo federal. En varios casos, como el del sonorense Román Yocupicio, reconocían mayor cercanía con los grupos de Portes Gil y de Cedillo, o bien con tradiciones políticas locales que se oponían al fortalecimiento del gobierno nacional por medio de la CTM y los ejidos. En Puebla el gobierno estatal apoyó una y otra vez al dueño del ingenio de Atlixco, el estadounidense William Jenkins, y detuvo el intento de los ejidatarios por hacerse del ingenio. En Chihuahua el gobierno federal hizo caso omiso de las actividades ilegales y el nepotismo escandaloso del gobernador Rodrigo M. Quevedo, mientras que el gobernador de Nuevo León, Anacleto Guerrero, se echó en brazos de los grandes empresarios de Monterrey. Parecía que era la única manera de gobernar aquella entidad. Portes Gil saboteó hasta donde pudo las iniciativas del presidente Cárdenas, hasta que finalmente fue separado de la dirección del PNR. El hombre fuerte y cacique de San Luis Potosí, el general Cedillo, fue designado secretario de Agricultura, con la intención de vigilarlo. Pronto Cedillo abandonó el cargo y más tarde, en mayo de 1938, se alzó en armas contra el gobierno, pero fue rápidamente derrotado.

En buena medida esas sombras obedecían a que el régimen cardenista distaba de gobernar una sociedad volcada en su apoyo. Amplios sectores de la población no ocultaban su inconformidad y oposición al rumbo adoptado. Y algunos de ellos se inspiraban o se nutrían de acontecimientos y de personajes que actuaban en otras latitudes del planeta.

El contexto internacional

La guerra civil española (julio de 1936-abril de 1939) sacudió al gobierno cardenista. La sacudida no sólo obedecía al rechazo del levantamiento militar contra un gobierno legítimo, como lo era la República española presidida por Manuel Azaña. México mantenía relaciones diplomáticas más que cordiales con el gobierno español desde antes del gobierno cardenista. Más grave aún era el hecho de que desde un principio se hizo evidente el amplio respaldo de la Italia fascista y de la Alemania nazi al bando rebelde. Para el gobierno mexicano eso era inadmisible porque, además de significar una descarada intervención en asuntos internos de un país, la amenaza totalitaria en caso de resultar vencedora podría extenderse al continente americano. En su anotación de 17 de junio de 1937 el presidente Cárdenas expresaba que si no se le ponía freno “no estará lejano el día en que la escuela de Hitler y de Mussolini dé sus frutos, pretendiendo una agresión a los pueblos de América”. Y seguramente Japón se uniría a tal alianza. No sólo era un problema de política exterior. Para nadie era un secreto que varios grupos y sectores de la oposición en México simpatizaban con los rebeldes españoles. El líder alzado, el general Francisco Franco, así como Mussolini y Hitler eran admirados por ciertos grupos y personalidades urbanos (como Luis Cabrera) que se oponían al rumbo gubernamental, al que tildaban de bolchevique o de plano comunista. Además, algunos católicos aplaudían a Franco para reiterar su secular animadversión por Estados Unidos. Nazis, fascistas y franquistas católicos podían poner en su lugar, según ellos, a los estadounidenses protestantes.

El gobierno mexicano condenó el estallido de la guerra española en la Liga de las Naciones; también repudió la perversa neutralidad de Francia e Inglaterra, e incluso la de Estados Unidos; esos países eran no intervencionistas sólo cuando les convenía, denunció. El gobierno mexicano hizo lo que pudo: además del respaldo diplomático al gobierno de la República española, le vendió armas, apoyó el envío de fuerzas de voluntarios y acogió a miles de refugiados españoles, entre ellos los famosos “niños de Morelia”. Varios de esos exiliados se convertirían con los años en fecundos intelectuales y científicos. Con esa actitud, el gobierno mexicano parecía más cercano a la postura de la Unión Soviética, que envió aviones y pertrechos militares al gobierno legítimo español, que a la posición neutral estadounidense.

Al mismo tiempo México sostenía su tradicional política de no intervención en los asuntos de otros países. Y por igual la manifestaba contra Italia por invadir Etiopía en 1935, contra la Unión Soviética cuando ésta invadió Finlandia o cuando Alemania se anexó Austria en marzo de 1938 y Checoslovaquia en enero de 1939. El principio de no intervención era, como sabemos, una postura esencialmente dirigida a contrarrestar el expansionismo estadounidense, como había ocurrido en la década anterior cuando México dio refugio al nicaragüense Sandino. Así se manifestó de manera reiterada en las reuniones continentales celebradas en Buenos Aires (1936), Lima (1938), Panamá (1939) y La Habana (1940). Obviamente, en esa postura, el gobierno cardenista contó con el apoyo de organizaciones obreras y campesinas oficialistas, de maestros, ingenieros y demás profesionistas. Sin duda, el antiimperialismo era uno de los componentes esenciales del radicalismo mexicano de esos años. Otro signo de independencia fue la decisión del gobierno mexicano de conceder asilo al revolucionario ruso León Trotski, quien llegó a México en enero de 1937 invitado por Diego Rivera. En agosto de 1940 fue asesinado por un agente soviético, hecho que fue visto con simpatía por algunos mexicanos de izquierda que tildaban a Trostki de reaccionario, como Lombardo Toledano.

Pero el tono subido de los discursos y manifestaciones antiimperialistas no significaba una mala relación con el gobierno estadounidense, a pesar de los conflictos por indemnizaciones y derechos petroleros. Al contrario, la administración de Roosevelt pronto hizo pública su política del “buen vecino”, que pretendía mejorar sus relaciones con los países de América Latina, propósito que se fue haciendo cada vez más evidente conforme se oscurecía el panorama político-militar europeo. México aceptó el guiño aunque sin dejar de manifestar su oposición al intervencionismo estadounidense de nuevo en Nicaragua, ante el derrocamiento del presidente Juan Sacasa y el ascenso del primer Anastasio Somoza de la historia de la presidencia de aquel país. El embajador estadounidense Daniels, muy cercano a los dos presidentes, insistía en que Roosevelt y Cárdenas compartían propósitos y estrategias a favor de las clases trabajadoras y la democracia. No había lugar al enfrentamiento sino a la cooperación y al acuerdo entre los dos países. En este mismo plano de entendimiento pueden ubicarse los contratos que capitalistas e instituciones estadounidenses otorgaron a Rivera, Siqueiros y Orozco para que pintaran murales en edificios en Nueva York o Chicago; y de igual modo, hay que entender el hecho de que varios artistas e intelectuales de aquel país miraron a México con admiración, lo estudiaron y difundieron los avances de su movimiento revolucionario. A lo largo de las décadas de 1920 y 1930 destacaron, entre otros, John Dewey, Ernest Gruening, Frank Tannenbaum, Anita Brenner, Carleton Beals y Robert Haberman, algunos de ellos de ideas anarquistas y socialistas.

Debate cultural, ideológico

Durante la década de 1930 fue más que claro que la confrontación político-ideológica se libraba dentro y fuera del país. Así como la crisis de 1929 propició el ascenso del radicalismo en México, mismo que minó el dominio del jefe Calles y apuntaló el radicalismo cardenista, también provocó la reacción y la organización creciente de los opositores al radicalismo popular y gubernamental.

La educación y en general la cultura fueron ámbitos en los que tal confrontación adquirió una de sus manifestaciones más claras. El proyecto gubernamental de promover la educación socialista causó gran división en la sociedad mexicana. Si para algunos el propósito de ese tipo de educación era impulsar una escuela comprometida con los principios revolucionarios y dar una lucha sin cuartel contra las fuerzas retardatarias y los explotadores del pueblo, para otros, como las organizaciones católicas y de padres de familia, representaba un atentado inadmisible contra la libertad de creencias y los valores cristianos. Era abierto el rechazo al monopolio del Estado educador, al ateísmo. En algunas regiones como La Laguna la educación socialista fue bien recibida, pero en otras como en el Bajío y Durango fue repudiada con violencia. Los numerosos casos de mutilación y asesinatos de maestros rurales (243 según un experto) revelan el grado de confrontación y división.

La polarización no detuvo a la SEP, que reanudó las campañas contra el analfabetismo, comprometiendo en ello a diversas organizaciones en todo el país. Copió y adaptó métodos pedagógicos de la Rusia soviética, multiplicó las escuelas secundarias, nocturnas y técnicas, incorporó programas radicales en las normales e instituciones de enseñanza media superior y creó el Departamento de Educación Obrera para promover entre los trabajadores “un criterio revolucionario” y prepararlos para metas tan ambiciosas como asumir la conducción del aparato productivo. Un buen número de maestros se convirtieron en organizadores de los trabajadores en la lucha por sus derechos. A partir de 1937 el Departamento Autónomo de Prensa y Propaganda (DAPP), nueva dependencia del gobierno federal, publicó textos de lectura con tirajes de más de un millón de ejemplares, en los que alentaba la emancipación de los trabajadores.

La apertura del Instituto Politécnico Nacional en enero de 1937 debe ubicarse precisamente en este contexto de división ideológica, que incluía la oposición de autoridades y estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de México a sumarse a los designios del gobierno federal en turno. En estos años, la autonomía universitaria permitía oponerse al radicalismo gubernamental. Décadas más tarde la defensa de la autonomía cambiaría de signo ideológico.

Varios artistas se sumaron al radicalismo. En 1933 se fundó la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), siguiendo el ejemplo de una organización similar de la Unión Soviética. Estaba integrada entre otros por Leopoldo Méndez, Juan de la Cabada, Pablo O’Higgins, Alfredo Zalce, Silvestre Revueltas, varios de ellos miembros del Partido Comunista. Se pronunciaban por la unidad de la clase obrera y contra el imperialismo, el fascismo, la guerra y el sindicalismo oficial. El Taller de la Escuela de Artes Plásticas, abierto en 1935 por la propia LEAR, se convirtió en 1937 en el Taller de Gráfica Popular. Sus carteles, mantas, folletos y volantes denunciaban la explotación del obrero y la miseria del campo. Sus integrantes apoyaron la labor propagandística del DAPP y la difusión de la educación socialista, y varios de ellos (Méndez, Raúl Anguiano, Luis Arenal, Zalce y el indigenista Julio de la Fuente) ilustraron las publicaciones y textos de lectura de la SEP.

De otro lado, revistas y medios de comunicación expresaban la oposición al radicalismo, a la educación socialista, a los excesos “socializantes” que se apreciaban por ejemplo en la colectivización ejidal. La revista Hoy era una de ellas, en la que además se manifestaban las simpatías por el franquismo y por Hitler y Mussolini. En 1937 los hermanos Alfonso y Gabriel Méndez Plancarte, ambos sacerdotes católicos, comenzaron a publicar Ábside, una revista de signo conservador enemistada con el nacionalismo exacerbado y el jacobinismo. Luis Cabrera y José Vasconcelos eran figuras de esta postura ideológica, de por sí muy heterogénea.

En el mundo de las letras predominó la literatura de tendencias proletarias como nueva forma de combate y de demostración del mundo de las luchas de los trabajadores del campo y la ciudad. Sobresalieron La ciudad roja de José Mancisidor sobre la huelga inquilinaria de Veracruz de la década de 1920, cuya portada ilustró Méndez, y Campamento, de Gregorio López y Fuentes. El mismo autor en El indio (1935) abordaba la urgente necesidad de impulsar la unidad nacional. Mancisidor, miembro de la LEAR, popularizó las ideas revolucionarias en varios folletos, y Jorge Ferretis rechazó filosofías ajenas a la realidad mexicana en Cuando engorda el Quijote (1937). En El resplandor, Mauricio Magdaleno incursionó en la problemática del indígena, mientras que Azuela exhibió los aspectos negativos de la lucha revolucionaria en El camarada Pantoja (1937), Regina Landa (1939) y Nueva burguesía (1941). En los años del cardenismo destacaron las memorias de personajes involucrados en la Revolución y que ya para entonces eran poco indulgentes con ella, como Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael Muñoz; los cuatro volúmenes de Las memorias de Pancho Villa, de Martín Luis Guzmán, publicados entre 1938 y 1940, y los seis volúmenes autobiográficos de Vasconcelos, inaugurados por Ulises criollo, escritos entre 1936 y 1939. Apuntes de un lugareño y La vida inútil de Pito Pérez, de José Rubén Romero, hacían gala de humor cínico, no exento de tintes macabros. Estas obras tuvieron tantos lectores como Los de abajo y El águila y la serpiente.

Las películas de Hollywood continuaban ocupando las carteleras, aunque el cine mexicano parecía vivir mejores épocas. En éste predominaban el espíritu nacionalista y las miradas retrospectivas a la Revolución, como en ¡Vámonos con Pancho Villa!, de Fernando de Fuentes. Allá en el Rancho Grande, del mismo director, marcó el inicio de varias películas que representaban el México rural idealizado, sin fracturas ni conflictos, y difundían el estereotipo del charro alegre, cantor y jactancioso. A finales de la década de 1930, cintas como Mientras México duerme y otras del mismo género daban una visión de la vida nocturna de la capital. Serguéi Eisenstein, el cineasta ruso, dejó inconclusa ¡Que viva México!, una serie de estampas costumbristas del país.

El flamante Palacio de Bellas Artes, inaugurado en 1934, se convirtió en la sede de la Orquesta Sinfónica Nacional de México. Además de invitar a prestigiosos directores extranjeros, las actividades musicales organizadas en ese inmueble sirvieron de plataforma a varios músicos mexicanos. A finales de la década Blas Galindo daba a conocer sus Sones de mariachi y en 1941 José Pablo Moncayo compuso su famoso Huapango y Ponce su poema sinfónico Ferial. Al mismo tiempo la música de Lara sobre amores y mujeres de los bajos fondos escandalizaba a las buenas conciencias y se difundía por todo el país y más allá de las fronteras por medio del radio y la industria disquera. En 1940 había ya 100 radiodifusoras en el país, 43 más que en 1934. Destacaban las capitalinas XEW, XEB y XEQ, que transmitían programas en vivo con artistas como Pedro Vargas, Toña la Negra, Los Calaveras, Lucha Reyes. En 1937 el DAPP inauguró la Hora Nacional que enlazaba a todas las radiodifusoras para enviar mensajes oficiales.

Si el gobierno publicaba mediante el FCE, la SEP y el DAPP, varios empresarios vieron con buenos ojos el negocio editorial. A finales de la década nacieron la editorial UTEHA y el diario Novedades, así como una revista de origen estadounidense que de inmediato captó a miles de lectores: Selecciones del Reader’s Digest. Sin embargo, los populares “paquines” Paquito y Pepín, historietas ilustradas por mexicanos y editadas por Juventud, de José García Valseca, desplazaron a cualquier otro género. El tiraje del primero alcanzó 320 000 ejemplares diarios. Pepín rebasó esa cifra. De cualquier modo, el consumo de mercancías estadounidenses se incrementó a lo largo de la década. Las estufas de gas, lavadoras, refrigeradores, rasuradoras eléctricas, máquinas de escribir y radios portátiles, tractores y automóviles, cada vez más automóviles, comenzaban a llenar las calles de las principales ciudades. En la capital del país circulaban ya 25 000 vehículos aunque apenas un tercio de las calles estuvieran pavimentadas. En 1937, la planta armadora de la General Motors se había sumado a la Ford, instalada en 1925, y ambas promovían la venta masiva de vehículos con motores de gasolina y diésel. Por lo pronto la carretera México-Nuevo Laredo (de 1 200 kilómetros), comenzada en tiempos del presidente Calles, fue inaugurada en estos años.

Expropiación petrolera y fin del radicalismo

Pese a todo, la fuerza política dominante en el país era el Estado posrevolucionario, en especial la del gobierno federal con sede en la ciudad de México. Había bastante camino recorrido en ese sentido. El episodio de la expropiación petrolera lo muestra en toda su complejidad. Desde 1935 las relaciones entre trabajadores y dueños de las empresas petroleras se habían ido deteriorando. Los trabajadores pretendían mejorar sus condiciones contractuales pero las empresas petroleras extranjeras, sobre todo las estadounidenses, se oponían. El conflicto llegó a la Suprema Corte de Justicia a fines de 1937. A principios del año siguiente la máxima instancia judicial del país falló a favor de los trabajadores. Los empresarios, de nuevo con los estadounidenses al frente, se negaron a acatar la resolución del más alto tribunal del país. Y entonces se abrió el camino de la expropiación petrolera, para lo cual el gobierno federal disponía de la ley de expropiación, aprobada en noviembre de 1936. Tal medida se anunció por radio en cadena nacional la noche del 18 de marzo de 1938. Fue el momento cumbre del radicalismo cardenista e incluso del radicalismo mexicano del siglo XX. La medida de inmediato se ganó el respaldo de los más diversos sectores del país, incluida la jerarquía católica. A pesar del intenso cabildeo de los petroleros extranjeros ante el gobierno de Estados Unidos y de la Gran Bretaña, el gobierno de México no sufrió represalias extremas aunque sí rompió relaciones con Gran Bretaña. El entorno internacional cada vez más tenso parecía cobijar la decisión mexicana. Tal era el cálculo del presidente Cárdenas, según escribió en su diario una semana antes del anuncio de la expropiación. De cualquier modo, hubo fuga de capitales y los dueños de las compañías petroleras dificultaron el nuevo camino con el retiro del personal especializado y algunos equipos. Pero los trabajadores mexicanos lograron salvaguardar la producción, refinación y distribución, no obstante el boicot a las exportaciones petroleras mexicanas. Ante eso, el gobierno federal diversificó sus ventas, entre otros lugares a Alemania. El intercambio comercial con la Alemania nazi no era cosa nueva y se acrecentaría después de la expropiación. En agosto de 1940 se creó la actual empresa Petróleos Mexicanos (Pemex), fusionando varias instituciones que se habían creado a raíz de la expropiación de 1938, e incluso antes. Era un intento más por mejorar la pésima situación financiera de la industria nacionalizada, en la que destacaba el duro enfrentamiento entre los trabajadores petroleros y el propio gobierno cardenista.

Doce días después de la expropiación petrolera, Cárdenas procedió a reorganizar al partido oficial, el PNR. Lo principal, además del cambio de nombre a Partido de la Revolución Mexicana (PRM), fue su integración con base en cuatro sectores: agrario, obrero, popular y militar. Tanto la CTM como las diversas organizaciones agraristas cercanas al cardenismo pasaron a formar parte del partido. Incluir a los militares significaba el dominio del gobierno sobre el ejército pero también mostraba el temor de verlo dividido; y además mostraba la vigencia de la idea, muy común en esa época, de que más que por ciudadanos el partido y en general la vida política debía organizarse en cuerpos o sectores sociales, lo que se conoce como corporativismo. El PRM nació subordinado al presidente de la República, a diferencia del PNR que surgió como instrumento de un grupo político. En una época en que los regímenes autoritarios ganaban más y más terreno en el mundo, Cárdenas se sumaba a la desconfianza que despertaba la democracia liberal. A final de cuentas, según él, esa democracia acababa favoreciendo a las minorías poderosas. Era preferible la alianza del Estado con las masas organizadas, así fuera de manera autoritaria desde el propio Estado, para combatir la desigualdad económica y las injusticias reinantes.

La expropiación petrolera marcó la cúspide del radicalismo cardenista e incluso del nacionalismo derivado de la Revolución de 1910. Contó con un amplio apoyo interno y una sorprendente comprensión o indiferencia internacional, derivadas de la incertidumbre dominante en el mundo entero. Sin embargo, a partir de entonces el rumbo gubernamental cambió de manera gradual pero significativa. El principal indicio de ello fue la decisión de Cárdenas de no apoyar al radical Francisco J. Múgica, su correligionario e incluso su mentor político durante años, como candidato a la Presidencia de la República. En su lugar, dispuso que el gobierno federal y el partido oficial apoyaran al general poblano Manuel Ávila Camacho —hermano del gobernador de Puebla, Maximino, que de radical cardenista no tenía ni la fama. Hasta entonces el general Ávila Camacho fungía como secretario de la Defensa Nacional, según la denominación aprobada en noviembre de 1937.

LA ERA DE LA UNIDAD NACIONAL, 1939-1945

Al reparar en la profunda división que habían provocado las medidas de su gobierno en la sociedad mexicana, el presidente Cárdenas no tuvo más opción que moderar el rumbo y tratar de consolidar los logros alcanzados hasta entonces. Ante un entorno mundial cada vez más sombrío y en un país con crecientes dificultades económicas —por ejemplo la inflación, que redujo el poder adquisitivo de los salarios, y la fuga de capitales, o bien los conflictos con grupos otrora cercanos—, el gobierno de Cárdenas y con él el radicalismo mexicano iniciaron su repliegue, su decadencia. Una franja de la oposición que podemos calificar de conservadora y católica acrecentaba su presencia y beligerancia. En 1937 había nacido la Unión Nacional Sinarquista, integrada por grupos del occidente del país vinculados con los cristeros. Buscaban cobrar la factura de esa guerra y de los arreglos con la jerarquía católica de 1929, pero también con la educación socialista y el reparto agrario. Otros opositores ponían el énfasis en la existencia del partido oficial. ¿Cómo podía el ejército, una institución de Estado, formar parte del partido gubernamental? La política exterior también generaba inconformidad. Recelaban de la cercanía con la Unión Soviética e incluso con Estados Unidos, y lamentaban la animadversión hacia Hitler y Mussolini. Más aún, proponían que México reconociera al gobierno franquista. Cárdenas entendió que había tocado los límites, la frontera de lo posible, y que mal haría en acrecentar la división. Tal vez tenía en mente la suerte de la República española.

Las elecciones de 1940

Podría pensarse que Cárdenas intentó debilitar a la oposición pareciéndose lo más posible a ella, apoyando como candidato oficial al moderado Ávila Camacho. Y es que enfrente se movían numerosas fuerzas opositoras que buscaban a un candidato capaz de darles unidad y coherencia. Lo encontraron en el general Juan Andreu Almazán, en ese entonces jefe de la zona militar con sede en Monterrey y, como muchos otros políticos, muy interesado en los negocios privados. En julio de 1939 su candidatura se hizo pública y atrajo las simpatías de diversas fuerzas opositoras al gobierno cardenista. También se sumaron a la oposición algunos sectores obreros (ferrocarrileros), distanciados del gobierno cardenista y de la CTM. Un nuevo partido político, creado en septiembre de 1939, el Partido Acción Nacional (PAN), encabezado por el abogado Manuel Gómez Morín, no se sumó explícitamente a Almazán, pero tampoco ocultó sus coincidencias con el candidato independiente.

En las elecciones de 1940 fue más que claro que las líneas de mando del presidente de la República todavía no eran tan firmes como lo serían años después. Al menos en Chihuahua y Puebla hubo serios desacuerdos con la postura del Presidente y del partido oficial. Pese a ello el candidato Ávila Camacho, no sin marrullerías como acarreos y robo de urnas, se impuso en las elecciones presidenciales. Los almazanistas denunciaron el fraude electoral, así como el asesinato de varios simpatizantes en la ciudad de México. Para desconcierto de sus seguidores, Almazán abandonó el país después de las elecciones. Se dijo que buscaba el apoyo del gobierno estadounidense, pero el gobierno de Roosevelt confiaba mucho más en Cárdenas y en Ávila Camacho que en Almazán, a quien algunos consideraban simpatizante de la Alemania nazi. La incertidumbre reinante en el entorno mundial en el año 1940 tenía más peso en México del que comúnmente se reconoce.

Cárdenas entregó el poder a Ávila Camacho en diciembre de 1940. Una vez más la transmisión del poder se llevó a cabo sin levantamientos armados, aunque sí ante la extendida inconformidad de opositores y de parte de la opinión pública. El sistema político se perfeccionaba y ganaba experiencia para lidiar con la sucesión presidencial. Cárdenas entregó una presidencia más consolidada y con mayores facultades legales y extralegales (como el mismo partido oficial, el PRM) para conducir el gobierno de la nación. Una vez en la silla presidencial Ávila Camacho reforzó el discurso de la unidad nacional, que se convirtió en el valor supremo, mucho más que el cumplimiento de promesas revolucionarias. Atrás quedaban el radicalismo agrario, el educativo, el obrero. Antes de tomar posesión admitió su fe católica, cosa que fue vista como un guiño a la oposición. Lejos quedaba el anticlericalismo callista.

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Guerra mundial
y cercanía con Estados Unidos

Un aspecto que ilustra bien el rumbo del país al inicio de la década de 1940 fue el acercamiento con Estados Unidos. El gobierno de ese país veía cada vez más inevitable su incorporación a la segunda guerra mundial, a la que ingresó en diciembre de 1941 después del ataque japonés a Pearl Harbor. Ese mismo mes el general Cárdenas fue nombrado comandante de la región militar del Pacífico, una hábil maniobra del gobierno mexicano para detener las pretensiones estadounidenses de establecer una base militar en la península de Baja California. Después de todo, los estadounidenses no podían dudar del antifascismo de Cárdenas, pero tampoco olvidar su papel como baluarte del nacionalismo mexicano. Para ellos era imprescindible mejorar la defensa de su propio territorio y su posición militar en el continente americano. Y México era crucial en ese sentido. Cuando submarinos alemanes hundieron varios buques mercantes mexicanos, en mayo de 1942, México declaró la guerra a las potencias del Eje: Alemania, Italia y Japón. A diferencia de la neutralidad mexicana durante la primera guerra mundial, México se involucraba en la nueva guerra alineándose con uno de los bandos. Cárdenas fue nombrado secretario de la Defensa Nacional. Algunas voces, como la del PAN, proponían la neutralidad. El acercamiento con Estados Unidos, cada vez mayor, se veía con recelo por estos grupos que, por otro lado, insistían en establecer relaciones diplomáticas con la España franquista. En esos años de guerra se creó el Servicio Militar Nacional. El gobierno estadounidense entregó armamento para mejorar la capacidad del Ejército Mexicano. Los ciudadanos alemanes, japoneses e italianos fueron recluidos y sus propiedades incautadas.

En este contexto bélico tuvieron lugar negociaciones con Estados Unidos en materia militar, de deuda externa, comercio, aguas y trabajadores migratorios. México aprovechó la ocasión. Por lo pronto logró reducir la deuda total a una cantidad mínima y se suscribió un tratado comercial de vigencia muy breve. También se llegó a un acuerdo para el envío legal de trabajadores mexicanos que sustituirían a la mano de obra de aquel país dedicada a la guerra. En materia de aguas, se firmó un tratado que incluía la distribución del agua de las cuencas de los ríos Colorado y Bravo. A diferencia de los acuerdos en materia comercial y de braceros, que fenecieron en 1950 y 1964 respectivamente, el tratado de aguas continúa vigente en nuestros días. La cercanía diplomática con Estados Unidos sería perdurable. Expresión de lo anterior fue que en 1945, al nacer la Organización de las Naciones Unidas, México figuró como miembro fundador. No hay que olvidar que por su neutralidad durante la primera guerra México no había sido invitado a participar en la fundación de la Sociedad de las Naciones en 1919.

El estallido de la segunda guerra en septiembre de 1939 y el ingreso de Estados Unidos a la conflagración a fines de 1941 tuvieron una profunda y positiva repercusión en la economía mexicana. El esfuerzo bélico de los países beligerantes promovió el crecimiento económico general; también propició la entrada a México de capitales repatriados y de capitales extranjeros que buscaban protegerse de los vaivenes provocados por la guerra. La contienda también aumentó la demanda de las exportaciones mexicanas de bienes y servicios y al mismo tiempo impuso la necesidad de producir en el país mercancías que antes se importaban del extranjero. El gobierno mexicano aprovechó esas condiciones favorables para impulsar la industrialización, mediante diversos estímulos oficiales. En su mayoría las nuevas fábricas se establecieron en la ciudad de México. El gobierno federal utilizó Nacional Financiera para financiar la instalación de nuevas industrias. En 1943 nació el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), cuyo propósito era brindar atención médica y jubilaciones a los trabajadores y a sus familias, con base en las aportaciones de patrones, trabajadores y gobierno. La unidad nacional que se expresaba en la forma de integración del IMSS quedaba lejos del radicalismo proletario de la década anterior. Ahora la unidad se juzgaba indispensable no sólo por el estado de guerra sino por la necesidad de promover la industrialización del país, es decir, generar riqueza de un modo distinto al agrario y minero prevaleciente antes de la crisis de 1929. Esa manera de impulsar la industrialización, que también ocurría en Brasil y Argentina, se conoce como modelo de sustitución de importaciones. Debe destacarse que en 1942 el gobierno federal tomó la decisión de apropiarse de una parte mayor del auge económico que beneficiaba a la clase empresarial, mediante la elevación de tasas del impuesto sobre la renta. La ventaja de este impuesto era doble: por un lado como impuesto progresivo cobraba tasas más altas a los ingresos más altos, lo que lo convertía en un mecanismo de redistribución del ingreso, y por otro era una fuente tributaria más estable que los impuestos al comercio exterior. La situación hacendaria del gobierno federal mejoró a lo largo de la década, no así la de gobiernos estatales y municipales que empeoró de manera sostenida.

Al moderarse el rumbo del gobierno federal, se hizo más evidente que los revolucionarios habían creado un formidable aparato de dominación sobre las clases trabajadoras del campo y la ciudad mediante organizaciones nacionales, y sobre la ciudadanía con capacidad de voto (en esa época sólo votaban los varones mayores de 21 años) por medio del partido oficial. Signo de los nuevos tiempos fue la drástica disminución del reparto de tierras tanto en cantidad como en calidad (de 18 millones de hectáreas repartidas por Cárdenas, a apenas siete millones repartidas por Ávila Camacho); de igual manera se redujeron los créditos y demás apoyos a la producción ejidal. El arribo de Fidel Velázquez al frente de la CTM, en febrero de 1941, puede verse como el tránsito de una central obrera que nació al calor de la movilización radical contra el callismo, a un organismo más interesado en someter a los obreros y en preservar las prerrogativas políticas de sus líderes. Las duras condiciones de vida de los trabajadores y en general de las clases populares durante los años de la guerra (en gran medida por la inflación) fueron el bautizo de las organizaciones obreras de este nuevo tipo.

Por otro lado, una nueva reforma constitucional en 1945 eliminó el adjetivo “socialista” de la educación en el artículo tercero. Con esa reforma se satisfizo una de las demandas más sentidas de los opositores al cardenismo, y con ello se consumó el viraje hacia la moderación política, mismo que se consolidó con el nombramiento de Jaime Torres Bodet al frente de la SEP. Poco antes, en 1943, había nacido el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. El SNTE unificó a los maestros y los convirtió en aliados del gobierno federal contra intereses locales. También en 1943 se creó el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, patrocinado por empresarios regiomontanos interesados en formar personal calificado para las empresas mexicanas.

Pese a todo hubo aspectos que no cambiaron un ápice, no sólo con respecto al cardenismo sino incluso en relación con el periodo dominado por los sonorenses. Uno de ellos fue la orientación norteña de la inversión en obras de riego. Durante el sexenio de 1940-1946 se llegó a destinar 13% del presupuesto federal a este rubro, cifra sin parangón en el mundo entero. El auge algodonero de varias zonas del norte del país parecía justificar con creces el tamaño de la inversión gubernamental. Tampoco cambió en ese tiempo el empeño de expandir las facultades y funciones del gobierno federal a costa de los estados y municipios. La guerra mundial, el acercamiento con Estados Unidos y la industrialización eran ahora las principales preocupaciones. Puede decirse que el auge económico, expresado en un creciente número de experiencias individuales y familiares de ascenso social, dio motivos suficientes a buen número de mexicanos para olvidarse de la política y de la precariedad democrática. Había otras tareas que parecían más urgentes que la democracia, por ejemplo modernizar la sociedad. A finales del sexenio cardenista apenas 25% de la población de la ciudad de México contaba con luz eléctrica y 5% con teléfono. Si tal era el panorama en la ciudad más grande y rica, habrá que imaginar la situación en otras ciudades y sobre todo en el campo. Una pesada continuidad de antiguos modos de vida mostraba que la Revolución había modificado poco al país en todos estos años. Pero de cualquier modo hubo cambios que conviene registrar.

EPÍLOGO

Hacia 1945 quizá el cambio más espectacular fue el aumento de la población, de 14 millones en 1921, a 20 en 1940 y a 26 en 1950, casi el doble en 30 años. Menos visible pero también de gran profundidad era un fenómeno rural, consistente en el despoblamiento de las haciendas y el surgimiento y crecimiento de pueblos, rancherías y ejidos. Aunque algunas contaban con escuelas y con frecuencia las brigadas médicas o culturales las visitaban, esas localidades carecían por lo general de luz eléctrica, agua entubada y carreteras pavimentadas. Eso significaba que en buena medida la manera de vivir de antaño no había variado. Sólo había cambiado porque ahora los campesinos contaban con tierras y porque ya no vivían o trabajaban en las haciendas; tenían su propia organización agraria, con base en el ejido, pero dependían del agiotista o del cacique para vender la cosecha. Ante la generalidad del reparto ejidal, los latifundios languidecían. El despoblamiento de las haciendas simbolizaba la transformación del campo pero también del país entero. La vieja clase gobernante del Porfiriato y sus beneficiarios habían sido desplazados del poder político y del escenario rural. Ése fue uno de los principales resultados de la Revolución de 1910. Y no era cualquier cosa. La decadencia y fragmentación de las grandes propiedades rurales significaba romper no sólo con el México porfiriano sino con la vieja estructura rural que se mantuvo vigente durante siglos.

Otro cambio importante era la nueva preponderancia de la ciudad de México, a la vez demográfica, económica y política. El crecimiento urbano de la capital y la fuerza del gobierno federal parecen haber ido de la mano en estos 25 años. Entre 1921 y 1950 la población de la ciudad de México pasó de 615 000 a 2.8 millones. Durante la década de 1940 tuvo lugar el mayor crecimiento de la población urbana del siglo XX. Entre 1921 y 1950 la proporción de población urbana se duplicó, de 14 a 28% del total, lo mismo el número de ciudades, de 39 a 84. En ellas se expandían poco a poco la clase media y los sectores de obreros calificados. Al mediar el siglo, la capital del país era más importante que en 1921. Mientras que en este año su población era cuatro veces y media mayor que Guadalajara, la segunda ciudad, en 1950 era siete veces mayor. Eso significaba una jerarquía que parecía coherente con el propósito general de los gobernantes referido al fortalecimiento del centro político de la nación. Ese entorno urbano, que rápidamente se convertía en la zona industrial más rica del país y que atraía grandes sumas de inversión pública, era la sede de los poderes federales. Y éstos, como ha tratado de mostrarse, eran cada vez más solventes en cuanto a su alcance nacional, no obstante la feroz resistencia y oposición de gobernadores y grupos de interés regionales. Cómo habrían deseado los gobernantes del siglo XIX contar con semejante capacidad. La prosperidad que trajo aparejada la segunda guerra mundial abonó en ese sentido, principalmente por medio del crecimiento industrial y de los servicios en la ciudad de México, y por la creciente recaudación del impuesto sobre la renta. La ciudad capital era bastión del Estado posrevolucionario, y por lo pronto era su principal fuente de ingresos tributarios. Así como en la cuestión agraria hubo una clara ruptura con el Porfiriato, en el impulso a la ciudad de México se dio una notable continuidad entre el régimen del general Díaz y las primeras décadas de la época posrevolucionaria. La historia del Palacio de Bellas Artes expresa tal continuidad: su construcción se inició en 1910 y fue concluida en 1934. Al comentar su inauguración, algunos expresaron que el palacio era una burla al espíritu original de la Revolución, una “resurrección de la magnificencia cortesana del porfirismo, extraña y refractaria a la necesidad social”.

A la vuelta de 25 años otro cambio significativo tuvo que ver con la organización política. Los vencedores de la Revolución impusieron un férreo dominio sobre la sociedad, especialmente sobre los sectores populares que o bien participaron en el movimiento armado o bien se nutrieron de la experiencia de la movilización y organización populares bajo distintos signos ideológicos. Asimismo las instituciones políticas mostraban mayor solidez, en particular la Presidencia de la República y en general el gobierno federal, incluyendo por supuesto la subordinación plena de las fuerzas armadas al presidente de la República, su jefe supremo. Reflejo de ello fue que en adelante la sucesión presidencial se resolvió de manera pacífica, un rasgo destacado de México durante buena parte del siglo XX.

Calles, uno de los principales protagonistas de esta historia, murió en el verano de 1945. Seguramente murió en paz, rodeado de su familia. Después de todo el país que lo veía morir se parecía mucho al que había soñado en sus años de gloria política. Aunque el anticlericalismo había quedado atrás, el radicalismo cardenista también era cosa del pasado. La propiedad privada recibía mayores garantías, sobre todo en el campo, lo mismo que la floreciente clase empresarial. La consolidación del Banco de México como banca central, las inversiones millonarias en obras de riego y en carreteras y la expansión de la educación pública (ya no socialista) mostraban la pesada herencia de su proyecto de nación. Habría sido terrible para él morir en el exilio entre la primavera de 1936 y el final del invierno de 1938, justo cuando predominaba el radicalismo cardenista.

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