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A media mañana, el cielo aún continuaba nublado, cuando la chimenea de la Capilla Sixtina empezó a expulsar las primeras bocanadas de humo blanco. Se elevaron hacia el firmamento y desaparecieron.

En la plaza de San Pedro, el reportero Gunther Glick miraba en silencio. El capítulo final…

Chinita Macri se le acercó por detrás y se colgó la cámara al hombro.

—Ya es hora —dijo.

Glick asintió. Se volvió hacia ella, se alisó el pelo y respiró hondo. Mi última transmisión, pensó. Una pequeña multitud se había congregado a su alrededor para mirar.

—En directo dentro de sesenta segundos —anunció Macri.

Glick miró hacia el tejado de la Capilla Sixtina.

—¿Puedes filmar el humo?

Macri asintió con paciencia.

—Conozco mi trabajo, Gunther.

Glick se sintió estúpido. Por supuesto. Era muy probable que Macri ganara un Pulitzer por su trabajo de esta noche. Su propia actuación, por otra parte… No quería pensar en ello. Estaba seguro de que la BBC le despediría. No cabía duda de que tendría problemas legales con numerosas y poderosas entidades; el CERN y George Bush, entre otros.

—Tienes buen aspecto —le halagó Chinita, asomándose por detrás de la cámara con aire preocupado—. Me pregunto si podría ofrecerte…

Se contuvo.

—¿Algún consejo?

Macri suspiró.

—Sólo iba a decir que no hace falta concluir con un final espectacular.

—Lo sé. Quieres una conclusión honesta.

—La más honesta de la historia. Confío en ti.

Glick sonrió. ¿Una conclusión honesta? ¿Está loca? Una historia como la de anoche merecía mucho más. Un giro. Un bombazo final. Una revelación imprevista estremecedora.

Por suerte, Glick tenía algo en reserva…

—¿Preparado? Cinco… cuatro… tres…

Cuando Chinita Macri miró por su cámara, creyó percibir un brillo astuto en los ojos de Glick. Ha sido una locura dejarle hacer esto, pensó. ¿En que estaría pensando?

Pero el momento de arrepentirse había pasado. Estaban emitiendo.

—En directo desde la Ciudad del Vaticano —anunció Glick—, Gunther Glick. —Dedicó a la cámara una mirada solemne, mientras el humo blanco de la Capilla Sixtina se elevaba detrás de él—. Damas y caballeros, ya es oficial. El cardenal Saverio Mortati, un progresista de setenta y nueve años, acaba de ser elegido Papa. Pese a ser un candidato improbable, Mortati fue elegido por unanimidad, algo que no tiene precedentes.

Mientras Macri miraba, empezó a respirar con más facilidad. Glick parecía sorprendentemente profesional. Incluso austero. Por primera vez en su vida, actuaba como un reportero.

—Tal como informamos antes —añadió Glick—, el Vaticano aún no ha hecho ninguna declaración sobre los acontecimientos milagrosos de esta noche.

Bien. El nerviosismo de Chinita se atenuó un poco más. Hasta el momento, todo va bien.

Glick compuso una expresión apenada.

—Y si bien ha sido una noche de prodigios, también lo ha sido de tragedia. Cuatro cardenales perecieron ayer, junto con el comandante Olivetti y el capitán Rocher, ambos de la Guardia Suiza. Otras víctimas incluyen a Leonardo Vetra, el famoso físico del CERN y pionero de la tecnología de la antimateria, así como Maximilian Kohler, el director del CERN, que por lo visto acudió al Vaticano en un esfuerzo por colaborar, pero falleció en el proceso. Aún no existe ningún informe oficial sobre la muerte del señor Kohler, pero parece que se debió a complicaciones de una larga enfermedad que padecía.

Macri asintió. El reportaje funcionaba a la perfección. Tal como habían pactado.

—Tras la explosión ocurrida en el cielo del Vaticano anoche, la tecnología de la antimateria del CERN se ha convertido en el tema del día entre los científicos, tema que suscita entusiasmo y controversia. Una declaración leída por la ayudante del señor Kohler en Ginebra, Sylvie Baudeloque, anunció esta mañana que la junta directiva del CERN, si bien entusiasmada por las posibilidades de la antimateria, ha suspendido todas las investigaciones y las concesiones de licencias hasta que no se haya demostrado que se trata de una energía segura.

Excelente, pensó Macri. La recta final.

—El rostro de Robert Langdon —informó Glick—, el profesor de Harvard que vino al Vaticano ayer para ofrecer su experiencia durante esta crisis, ha estado ausente de nuestras pantallas esta noche. Aunque al principio se pensó que había perecido en la explosión del contenedor de antimateria, nos han llegado informes de que Langdon fue visto en la plaza de San Pedro después de la explosión. Sólo existen especulaciones sobre cómo pudo llegar hasta aquí, aunque un portavoz del hospital Tiberina afirma que el señor Langdon cayó desde el cielo al río Tíber poco después de medianoche, recibió tratamiento y se fue. —Glick enarcó las cejas—. Y si eso es cierto… podemos afirmar que fue una noche de milagros.

¡Un final perfecto! Macri se permitió una amplia sonrisa. ¡Una conclusión impecable! ¡Termina de una vez!

Pero Glick no lo hizo. Avanzó hacia la cámara tras un momento de silencio. Exhibía una sonrisa misteriosa.

—Pero antes de terminar…

¡No!

—… me gustaría que un invitado se reuniera con nosotros.

Las manos de Chinita se paralizaron sobre la cámara. ¿Un invitado? ¿Qué diablos está haciendo? ¿Qué invitado? Pero sabía que era demasiado tarde. Glick se había comprometido.

—El hombre que voy a presentarles es un norteamericano —dijo Glick—, un famoso erudito.

Chinita vaciló. Contuvo el aliento cuando Glick se volvió hacia la pequeña multitud congregada a su alrededor e indicó con un ademán a su invitado que se adelantara. Macri rezó en silencio. Por favor, dime que has localizado a Robert Langdon, y no a un chiflado adepto de las teorías conspiratorias.

Cuando el invitado avanzó, el corazón de Macri dio un vuelco. No era Robert Langdon. Era un hombre calvo, vestido con tejanos y camisa de franela. Llevaba un bastón y gafas gruesas. Macri sintió terror. ¿Un chiflado?

—Les presento al famoso estudioso del Vaticano —anunció Glick—, procedente de la Universidad De Paul de Chicago, el doctor Joseph Vanek.

Macri vaciló cuando el hombre acompañó a Glick ante la cámara. No era un chiflado. Había oído hablar de este individuo.

—Doctor Vanek —dijo Glick—, usted posee una información bastante sorprendente en relación con el cónclave de esta noche.

—En efecto —contestó Vanek—. Después de una noche con tantas sorpresas, es difícil imaginar que todavía queden más por descubrir… Y no obstante…

Hizo una pausa.

Glick sonrió.

—Y sin embargo, se ha producido un nuevo giro en los acontecimientos.

Vanek asintió.

—Sí. Por sorprendente que pueda parecer, creo que el Colegio Cardenalicio ha elegido sin saberlo a dos papas este fin de semana.

Macri casi dejó caer la cámara.

Glick sonrió taimadamente.

—¿Ha dicho dos papas?

El estudioso asintió.

—Sí. Antes debería explicar que he dedicado mi vida a estudiar las leyes de la elección papal. La judicatura del cónclave es extremadamente compleja, y gran parte está olvidada u obsoleta. Es probable que ni el Gran Elector sepa lo que voy a revelar. No obstante, según las antiguas leyes olvidadas aplicadas en el Romano Pontifici Eligendo, Numero sesenta y tres, la votación no es el único método mediante el cual puede elegirse un Papa. Existe otro método, más divino. Se llama «Elección por Adoración». —Hizo una pausa—. Y anoche ocurrió.

Glick clavó la vista en su invitado.

—Continúe, por favor.

—Como tal vez recuerde —continuó el estudioso—, anoche, cuando el camarlengo Carlo Ventresca apareció en el tejado de la basílica, todos los cardenales empezaron a gritar su nombre al unísono.

—Sí, me acuerdo.

—Con aquella imagen en mente, permítame que lea las antiguas leyes electorales. —El hombre sacó unos papeles del bolsillo, carraspeó y empezó a leer—. «La Elección por Adoración tiene lugar cuando… todos los cardenales, como por inspiración del Espíritu Santo, libre y espontáneamente, con unanimidad y en voz alta, proclaman el nombre de un individuo.»

Glick sonrió.

—¿Está diciendo que anoche, cuando los cardenales corearon al unísono el nombre de Carlo Ventresca, le eligieron Papa?

—En efecto. Más aún, la ley dicta que la Elección por Adoración anula los requerimientos para que un cardenal sea elegido y permite que cualquier clérigo, sacerdote, obispo o cardenal, sea elegido. Como ven, el camarlengo estaba perfectamente cualificado para la elección papal mediante este procedimiento. —El doctor Vanek miró a la cámara—. Los hechos son éstos… Carlo Ventresca fue elegido Papa anoche. Reinó algo menos de diecisiete minutos. Y de no haber ascendido milagrosamente en una columna de fuego, ahora estaría enterrado en la Sagrada Gruta Vaticana junto con los demás papas.

—Gracias, doctor. —Glick se volvió hacia Macri con un guiño travieso—. Muy esclarecedor…