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La aurora llegó tarde a Roma.

Una tormenta matutina había expulsado a la muchedumbre de la plaza de San Pedro. Los reporteros de las televisiones resistieron, acurrucados bajo paraguas y en sus camionetas, comentando los acontecimientos de la noche. En todo el mundo, los templos estaban atestadas de gente. Era un momento de reflexión y discusión… en todas las religiones. Las preguntas se multiplicaban, pero las preguntas sólo parecían generar preguntas más profundas. Hasta el momento, el Vaticano había guardado silencio, sin hacer la menor declaración.

En la Sagrada Gruta Vaticana, el cardenal Mortati estaba arrodillado solo ante el sarcófago abierto. Cerró la boca ennegrecida del hombre. Su Santidad parecía en paz ahora. En tranquilo reposo durante toda la eternidad.

A los pies de Mortati había una urna dorada, llena de cenizas. Mortati había recogido en persona las cenizas, para luego traerlas aquí.

—Una oportunidad para perdonar —dijo a Su Santidad, al tiempo que depositaba la urna al lado del Papa—. Ningún amor es más grande que el de un padre por su hijo.

Mortati ocultó la urna bajo la indumentaria papal. Sabía que la sagrada gruta estaba reservada exclusivamente a las reliquias de los papas, pero creía que esto era lo apropiado.

—¿Signore? —dijo alguien que entraba en las grutas. Era el teniente Chartrand. Iba acompañado de tres Guardias Suizos—. Le están esperando en el cónclave.

Mortati asintió.

—Enseguida voy. —Miró por última vez el contenido del sarcófago, y después se levantó. Se volvió hacia los guardias—. Ya es hora de que Su Santidad disfrute de la paz que se ha ganado.

Los guardias se adelantaron y con un enorme esfuerzo bajaron la tapa del sarcófago papal. Se cerró con un fragor definitivo.

Mortati iba solo cuando cruzó el patio Borgia en dirección a la Capilla Sixtina. Una brisa húmeda agitó su sotana. Un cardenal salió del Palacio Apostólico y se dirigió hacia él.

—¿Me concede el honor de acompañarle al cónclave, signore?

—El honor es mío.

—Signore —dijo el cardenal, con aspecto turbado—, el Colegio le debe una disculpa por lo de anoche. Estábamos cegados por…

—Por favor —contestó Mortati—. A veces, nuestras mentes ven cosas que nuestros corazones desean.

El cardenal guardó silencio durante largo rato. Por fin, habló.

—¿Le han dicho que ya no es el Gran Elector?

Mortati sonrió.

—Sí. Doy gracias a Dios por estas pequeñas bendiciones.

—El Colegio insistió en que usted era elegible.

—Parece que la caridad no ha muerto en la Iglesia.

—Es usted un hombre sabio. Nos guiaría bien.

—Soy un anciano. Los guiaría poco tiempo.

Ambos rieron.

Cuando llegaron al final del patio Borgia, el cardenal vaciló. Se volvió hacia Mortati con perplejidad, como si el precario prodigio de la noche se hubiera sepultado en su corazón.

—¿Ha visto que no encontramos restos en el balcón? —susurró.

Mortati sonrió.

—Tal vez se los llevó la lluvia.

El hombre alzó la vista hacia el cielo tormentoso.

—Sí, tal vez…