La sotana blanca del camarlengo Ventresca onduló mientras se alejaba de la Capilla Sixtina por el pasillo. Los Guardias Suizos le habían mirado con perplejidad cuando salió solo de la capilla y les dijo que necesitaba un momento de soledad. Pero habían obedecido y le habían permitido continuar.
Ahora, cuando dobló la esquina y los perdió de vista, el camarlengo experimentó una oleada de emociones como no creía posible en la experiencia humana. Había envenenado al hombre al que llamaban «Santo Padre», el hombre que le llamaba «hijo mío». El camarlengo siempre había creído que las palabras «padre» e «hijo» eran una tradición religiosa, pero ahora sabía la diabólica verdad: las palabras eran literales.
Como aquella infausta noche de hacía semanas, el camarlengo sintió que la locura le invadía en la oscuridad.
Llovía la mañana que llamaron a la puerta del camarlengo y le despertaron de un sueño inquieto. Dijeron que el Papa no contestaba a la puerta ni al teléfono. El clero estaba asustado. El era la única persona que podía entrar en los aposentos del Papa sin ser anunciado.
El camarlengo entró solo y encontró al Papa tal como le había dejado, retorcido y muerto en su lecho. El rostro de Su Santidad parecía el de Satanás. Su lengua era negra como la muerte. El propio Diablo había dormido en la cama del Papa.
El camarlengo no sentía remordimientos. Dios había hablado.
Nadie se enteraría de la traición, todavía no… Eso vendría más tarde.
Anunció la terrible nueva: Su Santidad había muerto a causa de un ataque. Después preparó el cónclave.
La voz de la Virgen María estaba susurrando en su oído.
—Nunca rompas una promesa hecha a Dios.
—Te oigo, Madre —contestó—. Es un mundo sin fe. Es necesario devolverles al camino del bien. Horror y Esperanza. Es la única manera.
—Sí —dijo ella—. Si tú no, ¿quién? ¿Quién sacará a la Iglesia de la oscuridad?
Ninguno de los preferiti, desde luego. Eran viejos, cadáveres vivientes, liberales que seguirían los pasos del Papa, respaldando a la ciencia en memoria del fallecido, buscando seguidores modernos a base de abandonar la tradición. Ancianos desesperadamente anticuados, que fingían ser lo que no eran. Fracasarían, por supuesto. La fuerza de la Iglesia residía en su tradición, no en su transitoriedad. El mundo entero era transitorio. La Iglesia no necesitaba cambiar, sólo necesitaba recordar al mundo que era importante. ¡El mal vive! ¡Dios vencerá!
La Iglesia necesitaba un líder. ¡Los viejos no inspiran! ¡Jesús inspiraba! Joven, vibrante, poderoso… MILAGROSO.
—Disfruten de su té —dijo el camarlengo a los cuatro preferiti, dejándoles en la biblioteca privada del Papa antes del cónclave—. Su guía no tardará en llegar.
Los preferiti le dieron las gracias, contentos de que les hubieran concedido la oportunidad de visitar el famoso Passetto. ¡Qué cosa más rara! El camarlengo, antes de dejarlos, había abierto la puerta del Passetto, y a la hora en punto apareció por ella un sacerdote de aspecto extranjero provisto de una antorcha que había guiado a los emocionados favoriti.
No habían vuelto a salir.
Ellos serán el Horror. Yo seré la Esperanza.
No… Yo soy el horror.
El camarlengo Carlo Ventresca atravesó la basílica de San Pedro en la oscuridad. De alguna forma, pese a la locura y la culpa, pese a las imágenes de su padre, pese al dolor y la revelación, pese incluso al efecto de la morfina, había encontrado una claridad brillante. La sensación de tener un destino. Conozco mi propósito, pensó, asombrado de su lucidez.
Desde el principio, nada en esta noche había salido como lo había planeado. Se habían presentado obstáculos imprevistos, pero él se había adaptado y efectuado audaces ajustes. De todos modos, nunca pudo imaginar que esta noche acabaría así, pero ahora conocía la majestad predeterminada del desenlace.
No podía terminar de otra forma.
¡Oh, qué terror había experimentado en la Capilla Sixtina, cuando se preguntó si Dios le había abandonado! ¡Oh, qué obras había ordenado Dios! Había caído de rodillas, asaltado por las dudas, mientras se esforzaba por oír la voz de Dios, pero sólo oyó silencio. Había suplicado una señal. Guía. Directrices. ¿Era ésta la voluntad de Dios? ¿La Iglesia destruida por el escándalo y la abominación? ¡No! ¡Era Dios quien había espoleado al camarlengo a actuar! ¿Verdad?
Entonces la había visto. Posada sobre el altar. Una señal. Comunicación divina. Algo corriente visto a una luz extraordinaria. El crucifijo. Humilde, de madera. Jesús en la cruz. En aquel momento, lo había visto todo claro… El camarlengo no estaba solo. Nunca estaría solo.
Esta era Su voluntad… Su Significado.
Dios siempre había pedido grandes sacrificios a los que más amaba. ¿Por qué había sido tan lento en comprender? ¿Era demasiado timorato? ¿Demasiado humilde? Daba igual. Dios había encontrado una forma. El camarlengo comprendía ahora por qué Robert Langdon se había salvado. Era para traer la verdad. Para forzar este final imprevisto.
¡Era la única forma de salvar a la Iglesia!
El camarlengo experimentó la sensación de que flotaba cuando descendió al Nicho de los Palios. La oleada de morfina parecía implacable, pero sabía que Dios le guiaba.
A lo lejos, oyó que los cardenales salían en tropel de la capilla y gritaban órdenes a la Guardia Suiza.
Pero nunca le encontrarían. A tiempo no.
Se sentía atraído… Más deprisa… Bajando a la zona subterránea donde brillaban las noventa y nueve lámparas de aceite. Dios le estaba devolviendo al suelo sagrado. El camarlengo avanzó hacia la rejilla que cubría la abertura de acceso a la Necrópolis. En la Necrópolis concluiría la noche. En la sagrada oscuridad del subsuelo. Levantó una lámpara de aceite y se preparó a bajar.
Pero se detuvo un momento. Había algo que no acababa de encajar. ¿Cómo servía esto a Dios? ¿Un final solitario y silencioso? Jesús había sufrido ante los ojos de todo el mundo. ¡Esto no podía ser la voluntad de Dios! El camarlengo escuchó, por sí podía oír la voz de Dios, pero sólo captó el zumbido confuso producto de la morfina.
—Carlo. —Era su madre—. Dios tiene planes para ti.
El camarlengo, perplejo, siguió caminando.
Entonces, sin previo aviso, Dios llegó.
El sacerdote paró en seco y miró. La luz de las noventa y nueve lámparas de aceite había proyectado la sombra del camarlengo sobre la pared de mármol que tenía al lado. Gigantesca y temible. Una forma neblinosa rodeada de luz dorada. Con llamas que oscilaban a su alrededor, el camarlengo parecía un ángel que ascendiera a los cielos. Permaneció inmóvil un momento, se llevó las manos a los costados y contempló su propia imagen. Después se volvió y miró hacia lo alto de la escalera.
El mensaje de Dios era diáfano.
Transcurrieron tres minutos en los caóticos pasillos que conducían a la Capilla Sixtina, pero nadie podía localizar al camarlengo. Era como si la noche se hubiera tragado al hombre. Mortati estaba a punto de ordenar un registro a gran escala del Vaticano, cuando un rugido de júbilo estalló en la plaza de San Pedro. La celebración espontánea de la multitud fue tumultuosa. Todos los cardenales intercambiaron miradas de sorpresa.
Mortati cerró los ojos.
—Que Dios nos asista.
Por segunda vez aquella noche, el Colegio Cardenalicio salió a la plaza de San Pedro. Langdon y Vittoria fueron arrastrados por la multitud de cardenales, y también salieron a la noche. Todos los focos y cámaras de las televisiones estaban dirigidos hacia la basílica. El camarlengo Carlo Ventresca había salido al balcón papal, situado en el centro exacto de la fachada, y tenía los brazos levantados al aire. Incluso desde lejos, parecía la encarnación de la pureza. Una estatuilla. Vestida de blanco. Bañada en luz.
Daba la impresión de que la energía concentrada en la plaza crecía como una ola gigante, y al instante la barrera de Guardias Suizos cedió. La muchedumbre se precipitó hacia la basílica en un eufórico torrente de humanidad. La gente lloraba, cantaba, las cámaras destellaban. Un pandemónium. El caos fue en aumento, y parecía que nada podía detenerlo.
Y entonces, algo lo hizo.
En el balcón, el camarlengo hizo un ademán mínimo. Enlazó las manos ante él. Después inclinó la cabeza en una oración silenciosa. Una a una, docenas a docenas, cientos a cientos, la gente agachó la cabeza con él.
La plaza quedó en silencio… como si le hubieran arrojado un hechizo.
En su mente, remolineante y distante, las oraciones del camarlengo eran un torrente de esperanzas y pesares… Perdóname, Padre… Madre… llena de gracia… tú eres la Iglesia… ojalá puedas comprender el sacrificio de tu único hijo.
Oh, Jesús mío… sálvanos de los fuegos del infierno… guía nuestras almas al cielo, sobre todo las de los más necesitados de misericordia…
El camarlengo no abrió los ojos para ver la muchedumbre amontonada, las cámaras de televisión, el mundo que miraba. Lo sentía en su alma. Pese a la angustia que le embargaba, la unidad del momento era embriagadora. Era como si una red conectora hubiera partido en todas las direcciones del globo. Delante de los televisores, en casa, en los coches, el mundo rezaba como un solo hombre. Como sinapsis de un corazón gigantesco que trabajaran al unísono, la gente buscó a Dios en docenas de idiomas, en cientos de países. Las palabras que susurraban eran nuevas, pero tan familiares para ellos como sus propias voces, verdades antiguas… impresas en el alma.
La armonía parecía eterna.
Los cánticos empezaron de nuevo.
Sabía que el momento había llegado.
Santísima Trinidad, Te ofrezco el más precioso Cuerpo, Sangre, Alma… en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias…
El camarlengo ya sentía la punzada del dolor físico. Se estaba esparciendo sobre su piel como una plaga, y le daban ganas de arañar su cuerpo como semanas antes, cuando Dios había acudido a él por primera vez. No olvides el dolor que Jesús soportó. Podía notar en su garganta el sabor de las emanaciones. Ni siquiera la morfina podía evitarlo.
Mi trabajo aquí ha terminado.
En el Nicho de los Palios, el camarlengo había obedecido la voluntad de Dios y untado su cuerpo. Su pelo. Su cara. Su sotana de hilo. Su carne. Estaba empapado en los aceites sagrados y viscosos de las lámparas. Su olor era dulce, como el de su madre, pero quemaba. La suya sería una ascensión misericordiosa. Misericordiosa y veloz. Y se iría sin dejar atrás ningún escándalo; al contrario, dejaría tras de sí una fuerza y un prodigio nuevos.
Hundió la mano en el bolsillo de la sotana y acarició el pequeño encendedor de oro que había traído con él del incendiario del Palio.
Susurró un verso del libro de los Jueces. Y cuando la llama ascendió hacia el Cielo, el Ángel del Señor ascendió con la llama.
Apoyó el pulgar.
Estaban cantando en la plaza de San Pedro…
• • •
Nadie podría olvidar la visión que el mundo presenció.
En el balcón, como un alma que se liberara de su envoltura corporal, una pira de fuego luminosa brotó de la cintura del camarlengo. El fuego salió disparado hacia arriba y envolvió todo su cuerpo al instante. No chilló. Alzó los brazos sobre la cabeza y miró al cielo. La conflagración rugió a su alrededor, envolvió su cuerpo en una columna de luz. Quemó durante lo que pareció una eternidad al mundo. La luz era cada vez más brillante. Después, poco a poco, las llamas se desvanecieron. El camarlengo había desaparecido. Fue imposible deducir si se había derrumbado tras la balaustrada o evaporado en el aire. Sólo quedó una nube de humo que se elevó hacia el cielo.