El camarlengo yacía en posición fetal sobre el suelo de tierra de la tumba de San Pedro. Hacía frío en la Necrópolis, pero contribuía a coagular la sangre de las heridas que se había hecho al desgarrar su propia carne. Su Santidad no le encontraría aquí. Nadie le encontraría aquí…
«Es complicado —resonó en su mente la voz del Papa—. Necesitaré tiempo para conseguir que lo comprendas…» Pero el camarlengo sabía que el tiempo no le ayudaría a comprender.
¡Mentiroso! ¡Yo creía en ti! ¡DIOS creía en ti!
Con una sola frase, el Papa había destrozado el mundo del camarlengo. Todo lo que siempre había creído sobre su mentor había saltado en pedazos ante sus ojos. La verdad asaeteó el corazón del sacerdote con tal fuerza que salió tambaleante del despacho del Papa y vomitó en el pasillo.
—¡Espera! —había gritado el Papa, corriendo tras él—. ¡Déjame que te explique!
Pero el camarlengo huyó. ¿Cómo podía esperar Su Santidad que aguantara más? ¡Oh, qué retorcida depravación! ¿Y si alguien más lo descubría? ¡Qué profanación para la Iglesia! ¿Los votos sagrados del Papa no significaban nada?
La locura se apoderó de él al instante, chilló en sus oídos, hasta que despertó ante la tumba de San Pedro. Fue entonces cuando Dios acudió a él con ferocidad aterradora.
¡TU DIOS ES VENGATIVO!
Hicieron planes juntos. Juntos protegerían a la Iglesia. Juntos devolverían la fe a este mundo incrédulo. El mal estaba en todas partes. ¡No obstante, el mundo se había inmunizado! Juntos ahuyentarían la oscuridad para que el mundo viera la terrible verdad… ¡y Dios vencería! Horror y Esperanza. ¡Entonces el mundo creería!
La primera prueba de Dios había sido menos horrible de lo que el camarlengo imaginaba. Introducirse en los aposentos papales, llenar la jeringa, tapar la boca del farsante cuando los espasmos le condujeron a la muerte… A la luz de la luna, el camarlengo vio en los ojos desorbitados del Papa que quería decir algo.
Pero era demasiado tarde.
El Papa ya había hablado bastante.