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En el pasillo que conducía a la Capilla Sixtina, Vittoria seguía sentada en el banco. Cuando vio la figura que se perfilaba al final del pasillo, se preguntó si estaba viendo un espíritu. Cojeaba y vestía una especie de uniforme de hospital.

Se puso en pie, incapaz de dar crédito a sus ojos.

—¿Ro… bert?

Él no contestó. Se precipitó hacia ella y la estrechó entre sus brazos. Cuando apretó los labios contra los de Vittoria, fue un beso largo e impulsivo, lleno de gratitud.

Vittoria sintió que las lágrimas resbalaban sobre sus mejillas.

—Oh, Dios… Gracias, Dios mío…

El la besó de nuevo, esta vez con más pasión, y Vittoria se apretó contra su pecho. Sus cuerpos se entrelazaron, como si hiciera años que se conocieran. Ella olvidó el dolor y el miedo. Cerró los ojos, ingrávida, por un momento.

—¡Es la voluntad de Dios! —estaba chillando alguien, y su voz resonó en las paredes de la Capilla Sixtina—. ¿Quién sino el elegido habría sobrevivido a esa explosión diabólica?

—¡Yo!

Una voz retumbó en la capilla.

Mortati y los demás se volvieron estupefactos hacia la figura desaliñada que avanzaba por el pasillo principal.

—¿Señor… Langdon?

Sin decir palabra, Langdon caminó hasta la parte delantera de la capilla. Vittoria Vetra también entró. Después, lo hicieron dos guardias, que empujaban un carrito sobre el que descansaba un televisor de gran tamaño. Langdon esperó a que lo enchufaran, de cara a los cardenales. Después indicó con un gesto a los guardias que salieran. Cerraron la puerta a su espalda.

Sólo quedaron Langdon, Vittoria y los cardenales. Langdon enchufó la videocámara a la televisión. Después apretó el botón de reproducción.

La pantalla del televisor cobró vida.

La escena que se materializó ante los cardenales reveló el despacho del Papa. El vídeo había sido filmado con torpeza, como si la cámara estuviera oculta. El camarlengo se erguía en el centro de la pantalla, frente al fuego. Si bien daba la impresión de hablar a la cámara, pronto fue evidente que estaba hablando a alguien, la persona que estaba rodando el vídeo. Langdon les dijo que la cinta la había grabado Maximilian Kohler, director del CERN. Tan sólo una hora antes, Kohler había grabado en secreto esta reunión con el camarlengo gracias a esta minicámara montada bajo el brazo de su silla de ruedas.

Mortati y los cardenales miraban perplejos. Aunque la conversación ya había empezado, Robert Langdon no se molestó en rebobinar. Por lo visto, lo que deseaba que vieran los cardenales venía a continuación…

«¿Leonardo Vetra llevaba un diario? —estaba diciendo el camarlengo—. Supongo que es una buena noticia para el CERN. Si el diario contiene el proceso de creación de la antimateria…»

«No —dijo Kohler—. Le tranquilizará saber que ese procedimiento murió con Leonardo. Sin embargo, ese diario hablaba de otra cosa. De usted.»

El camarlengo dio muestras de perplejidad.

«No le entiendo.»

«Describía una reunión que Leonardo celebró el mes pasado. Con usted.»

El camarlengo vaciló, y luego miró hacia la puerta.

«Rocher no tendría que haberle dejado pasar sin consultar antes conmigo. ¿Cómo ha entrado aquí?»

«Rocher sabe la verdad. Le llamé antes y le conté lo que usted había hecho.»

«¿Qué he hecho? No sé qué historias le contó, pero Rocher es un Guardia Suizo y fiel a esta Iglesia para creer a un científico amargado antes que a su camarlengo.»

«De hecho, es demasiado fiel para no creer. Es tan fiel que, pese a las pruebas de que uno de sus leales guardias traicionó a la Iglesia, se negó a aceptarlo. Durante todo el día ha estado buscando otra explicación.»

«Y usted le proporcionó una.»

«La verdad. Por estremecedora que fuera.»

«Si Rocher le hubiera creído me habría detenido.»

«No. Yo no se lo permití. Le ofrecí mi silencio a cambio de este encuentro.»

El camarlengo soltó una extraña carcajada.

«¿Piensa chantajear a la Iglesia con una historia que nadie creerá?»

«No tengo necesidad de chantajearla. Sólo quiero oír la verdad de sus labios. Leonardo Vetra era amigo mío.»

El camarlengo no dijo nada. Se limitó a mirar a Kohler.

«A ver qué le parece esto —dijo el director del CERN con brusquedad—. Hará cosa de un mes, Leonardo Vetra se puso en contacto con usted para solicitar una audiencia urgente con el Papa, audiencia que usted le concedió, porque el Papa era un admirador del trabajo de Leonardo y porque Leonardo dijo que se trataba de un asunto urgentísimo.»

El camarlengo se volvió hacia el fuego. No dijo nada.

«Leonardo vino al Vaticano con gran secreto. Estaba traicionando la confianza de su hija al hacerlo, un hecho que le preocupaba profundamente, pero pensaba que no tenía otra alternativa. Sus investigaciones le habían provocado un gran conflicto interior y necesitaba la guía espiritual de la Iglesia. En una reunión privada, les dijo a usted y al Papa que había hecho un descubrimiento científico de profundas implicaciones religiosas. Había demostrado que el Génesis era posible desde un punto de vista físico, y que intensas fuentes de energía, lo que Vetra llamaba Dios, podían repetir el momento de la Creación.»

Silencio.

«El Papa se quedó estupefacto —continuó Kohler—. Quería que Leonardo hiciera pública la noticia. Su Santidad opinaba que ese descubrimiento quizá podría salvar el abismo que separaba la ciencia de la religión, uno de los sueños del Papa. Después, Leonardo les explicó la parte negativa del descubrimiento, el motivo que le impulsaba a pedir la guía de la Iglesia. Al parecer, su experimento de la Creación, tal como predice la Biblia, lo producía todo a pares. Opuestos. Luz y oscuridad. Vetra descubrió que, aparte de crear materia, creaba también antimateria. ¿Sigo?»

El camarlengo guardó silencio. Se inclinó y removió las brasas.

«Después de la visita de Leonardo —dijo Kohler—, usted fue al CERN a ver su trabajo. El diario de Leonardo revela que usted visitó en persona su laboratorio.»

El camarlengo alzó la vista.

Kohler prosiguió.

«El Papa no podía desplazarse sin llamar la atención de los medios de comunicación, de modo que le envió a usted. Leonardo le ofreció una visita secreta a su laboratorio. Le mostró la destrucción de antimateria, el Big Bang, el poder de la Creación. También le enseñó una muestra grande que guardaba bajo llave, como prueba de que este nuevo proceso podía producir antimateria a gran escala. Usted se quedó sorprendido. Volvió al Vaticano e informó al Papa de lo que había presenciado.»

El camarlengo suspiró.

«¿Y qué es lo que le parece mal? ¿Acaso cree que debería haber respetado la confianza de Leonardo y haber fingido ante el mundo entero esta noche que no sabía nada de la antimateria?»

«¡No! ¡Lo que me parece mal es que Leonardo Vetra demostró en la práctica la existencia de su Dios, y usted ordenó asesinarle!»

El camarlengo se volvió, con semblante inexpresivo.

El único sonido que se oyó fue el crepitar del fuego.

De repente, la cámara se agitó, y el brazo de Kohler apareció en pantalla. Se inclinó hacia adelante, como si se debatiera con algo sujeto bajo la silla de ruedas. Cuando volvió a reclinarse, sostenía una pistola. El ángulo de la cámara era escalofriante, enfocaba desde atrás… siguiendo la pistola que apuntaba… al camarlengo.

«Confiese sus pecados, padre —dijo Kohler—. Ahora.»

El sacerdote parecía sorprendido.

«Nunca saldrá vivo de aquí.»

«La muerte será un alivio bienvenido de la desdicha en que su fe me ha sumido desde la infancia. —Kohler sostenía la pistola con ambas manos—. Le dejaré elegir. Confiese sus pecados… o dispóngase a morir ahora mismo.»

El camarlengo miró hacia la puerta.

«Rocher está fuera —le desafió Kohler—. Él también está dispuesto a matarle.»

«Rocher ha jurado proteger a la…»

«Rocher me ha dejado entrar. Armado. Sus mentiras le dan asco. Tiene una sola opción. Confiese. He de oírlo de sus propios labios.»

El camarlengo titubeó.

Kohler amartilló la pistola.

«¿De veras duda de que voy a matarle?»

«Diga lo que diga —contestó el camarlengo—, un hombre como usted nunca lo entenderá.»

«Pruebe.»

El sacerdote permaneció inmóvil un momento, una silueta dominante a la tenue luz del fuego. Cuando habló, sus palabras resonaron con una dignidad más adecuada a una declaración de altruismo que a una confesión.

«Desde el principio de los tiempos —dijo—, esta Iglesia ha combatido contra los enemigos de Dios. A veces con palabras. Otras con espadas. Y siempre hemos sobrevivido.»

El camarlengo irradiaba convicción.

«Pero los demonios del pasado —continuó— eran demonios de fuego y abominación… Eran enemigos a los que podíamos hacer frente, enemigos que inspiraban miedo. Pero Satanás es taimado. A medida que transcurría el tiempo, cambió su faz diabólica por un nuevo rostro, el rostro de la razón pura. Transparente e insidioso, pero carente de alma al mismo tiempo. —La voz del camarlengo se tiñó de ira, una transición casi demoníaca—. Dígame, señor Kohler, ¿cómo puede la Iglesia condenar lo que nuestras mentes consideran lógico? ¿Cómo podemos censurar lo que constituye los mismísimos cimientos de nuestra sociedad? Cada vez que la Iglesia alza su voz para advertir a la humanidad, ustedes nos llaman ignorantes. Paranoicos. ¡Controladores! Así se esparce su maldad. Cubierta por un velo de intelectualismo justiciero. ¡Se multiplica como un cáncer! Santificado por los milagros de su tecnología. ¡Deificándose! Hasta que ya sólo se puede sospechar de ustedes que son la bondad personificada. La ciencia ha venido a salvarnos de nuestras enfermedades, del hambre y el dolor. Contemplad la Ciencia: el nuevo Dios de incesantes milagros, omnipotente y benevolente. Haced caso omiso de las armas y el caos. Olvidad la soledad fracturada, el peligro incesante. ¡La ciencia está aquí! —El camarlengo avanzó hacia la pistola—. Pero yo he visto el rostro de Satanás al acecho… Yo he visto el peligro…»

«¿De qué está hablando? ¡La ciencia de Vetra demostró en la práctica la existencia de su Dios! ¡Era su aliado!»

«¿Aliado? ¡La ciencia y la religión no están juntas en esto! ¡Usted y yo no buscamos al mismo Dios! ¿Quién es su Dios? ¿Uno formado por protones, masas y cargas de partículas? ¿Cómo inspira su Dios? ¿Cómo se infiltra en el corazón del hombre y le recuerda que responde ante un poder más grande, que es responsable ante sus semejantes? Vetra se había desviado del camino. ¡Su trabajo no era religioso, era sacrílego! El hombre no puede poner la Creación en un tubo de ensayo y mostrarlo al mundo entero. ¡Esto no glorifica a Dios, lo degrada!»

El camarlengo había extendido las manos como garras, y en su voz se revelaba un punto de locura.

«¡Por eso ordenó que asesinaran a Leonardo Vetra!»

«¡Por la Iglesia! ¡Por toda la humanidad! ¡Por la locura de todo ello! El hombre no está preparado para disponer del poder de la Creación. ¿Dios en un tubo de ensayo? ¿Una gota de líquido capaz de desintegrar una ciudad entera? ¡Era preciso detenerle!»

El camarlengo enmudeció de repente. Desvió la vista hacia el fuego. Daba la impresión de estar repasando sus alternativas.

Las manos de Kohler sujetaron con firmeza la pistola.

«Ha confesado. No tiene escapatoria.»

El camarlengo lanzó una carcajada triste.

«No lo entiende, señor Kohler. Confesar los pecados es la escapatoria. —Miró hacia la puerta—. Cuando Dios te apoya, cuentas con opciones que ningún otro hombre podría comprender.»

Apenas había terminado de hablar, el camarlengo asió el cuello de la sotana y lo desgarró con violencia, dejando al descubierto el pecho desnudo.

«¿Qué está haciendo? —preguntó Kohler, sorprendido.»

El camarlengo no contestó. Retrocedió hacia la chimenea y extrajo un objeto de las brasas.

«¡Alto! —ordenó Kohler, apuntando el arma—. ¿Qué está haciendo?»

Cuando el camarlengo se volvió, sostenía un hierro al rojo vivo. El Diamante de los Illuminati. Los ojos del hombre enloquecieron de repente.

«Tenía la intención de hacerlo sin ayuda. —Su voz transmitía una feroz intensidad—. Pero ahora… Veo que Dios quería que usted me acompañara. Usted es mi salvación.»

Antes de que Kohler pudiera reaccionar, el camarlengo cerró los ojos, arqueó la espalda y hundió el hierro al rojo vivo en el centro de su pecho. Su carne siseó.

«¡Santa María! Madre de Dios… ¡Mira a tu hijo!»

Lanzó un grito de dolor.

Kohler apareció en pantalla… Se puso de pie con movimientos torpes, agitando la pistola ante él.

El camarlengo chilló con más fuerza. Arrojó el hierro a los pies del director del CERN. Después, el sacerdote cayó al suelo, retorciéndose de dolor.

Los acontecimientos se precipitaron.

La Guardia Suiza irrumpió en la habitación. Se oyeron disparos sucesivos. Kohler se aferró el pecho, saltó hacia atrás cubierto de sangre y se desplomó en la silla de ruedas.

«¡No!» —gritó Rocher, al tiempo que intentaba impedir que sus guardias dispararan contra Kohler.

El camarlengo, que seguía retorciéndose en el suelo, rodó y le señaló frenéticamente.

«¡Illuminatus!»

«Bastardo —gritó Rocher al tiempo que se precipitaba hacia él—. Inmundo bast…»

Chartrand le abatió de tres balazos. El capitán cayó muerto al suelo.

Después los guardias corrieron hacia el camarlengo herido. Cuando se agacharon, la cámara captó a un aturdido Robert Langdon, arrodillado junto a la silla de ruedas, examinando el hierro. Luego, la imagen se movió violentamente. Kohler había recuperado el sentido y estaba soltando la minicámara del brazo de la silla. Intentaba entregársela a Langdon.

«Déselo… —jadeó Kohler—. Dé esto a las tele… visiones.»

Después la pantalla quedó en blanco.