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Los miembros del Colegio Cardenalicio volvieron a la Capilla Sixtina entusiasmados. Pero Mortati, por su parte, era presa de una confusión cada vez mayor. Creía en los antiguos milagros de las Escrituras, pero no comprendía del todo lo que acababa de presenciar. Después de toda una vida de devoción, setenta y nueve años, sabía que estos acontecimientos deberían inspirar en él una devota euforia, una fe viva y ferviente… No obstante, sólo experimentaba una inquietud creciente. Había algo que no encajaba.

—¡Signore Mortati! —gritó un Guardia Suizo, que corría por el pasillo hacia él—. Hemos subido al tejado, tal como nos pidió. Es el camarlengo… ¡En carne y hueso! ¡Es un hombre de verdad! ¡No es un espíritu! ¡Está tal como le conocíamos! —¿Habló con usted?

—¡Está rezando de rodillas! ¡Tuvimos miedo de tocarle! Mortati estaba perplejo.

—Dígale que… los cardenales están esperando. —Signore, como es un hombre…

El guardia vaciló.

—¿Qué?

—Tiene una marca en el pecho. ¿Hemos de vendar sus heridas? Deben dolerle mucho.

Mortati meditó. Nada le había preparado en toda su vida de servicio para esta situación.

—Es un hombre, de modo que trátenle como a un hombre. Báñenle. Venden sus heridas. Vístanle con ropas limpias. Esperamos su llegada a la Capilla Sixtina.

El guardia se fue corriendo.

Mortati se encaminó a la capilla. Los demás cardenales ya habían entrado. Mientras atravesaba el pasillo que conducía a la capilla vio a Vittoria Vetra derrumbada en un banco. Intuyó su dolor y soledad por la pérdida de su padre y de Langdon, y quiso acercarse a consolarla, pero sabía que tendría que esperar. Le aguardaba trabajo, aunque no tenía ni idea de qué clase.

Mortati entró en la capilla. Reinaba un gran júbilo. Cerró la puerta. Que Dios me ayude.

La Aero-Ambulanza del hospital Tiberina describió un círculo detrás del Vaticano, y Langdon apretó los dientes. Juró por Dios que éste era su último viaje en helicóptero.

Después de convencer a la piloto de que las normas que regían el espacio aéreo del Vaticano eran en este momento la última preocupación de la Santa Sede, la guió sin que los vieran hacia la muralla posterior, y aterrizaron en el helipuerto.

Grazie —dijo mientras bajaba con un penoso esfuerzo. Ella le envió un beso con los dedos, despegó a toda prisa y desapareció en la noche.

Langdon exhaló un suspiro, intentó aclarar sus ideas, confiado en que iba a hacer lo que debía. Con la minicámara en la mano, subió al mismo carrito de golf en el que se había desplazado horas antes. No habían recargado la batería y el indicador de la misma indicaba que estaba casi descargada. Langdon condujo sin luces para ahorrar energía.

También prefería que nadie le viera llegar.

El cardenal Mortati contempló con asombro el tumulto que tenía lugar en el interior de la Capilla Sixtina.

—¡Fue un milagro! —gritó un cardenal—. ¡Obra de Dios!

—¡Sí! —exclamaron otros al unísono—. ¡Dios ha manifestado Su voluntad!

—¡El camarlengo será nuestro Papa! —gritó otro—. ¡No es cardenal, pero Dios nos ha enviado una señal milagrosa!

—¡Sí! —coreó un tercero—. Las leyes del cónclave son leyes humanas. ¡Dios ha manifestado su voluntad! ¡Solicito que se celebre una votación de inmediato!

—¿Una votación? —preguntó Mortati, y avanzó hacia ellos—. Creo que ése es mi trabajo.

Todo el mundo se volvió.

Los cardenales estudiaron a Mortati. Parecían confusos, ofendidos por su serenidad. El anhelaba que su corazón se regocijara con la milagrosa exaltación que veía en las caras que le rodeaban. Pero no era así. Sentía un dolor inexplicable en el alma, una tristeza que no podía argumentar. Había jurado guiar este procedimiento con pureza de corazón, pero no podía negar esta vacilación.

—Amigos míos —dijo Mortati, mientras caminaba en dirección al altar. No reconoció su voz—. Sospecho que me esforzaré el resto de mis días por comprender el significado de lo que he presenciado esta noche. No obstante, lo que estáis sugiriendo en relación con el camarlengo… no puede ser la voluntad de Dios.

Se hizo el silencio en la sala.

—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó por fin un cardenal—. El camarlengo salvó a la Iglesia. ¡Dios le habló sin intermediarios! ¡Ese hombre ha sobrevivido a la muerte! ¿Qué más señales necesitamos?

—El camarlengo vendrá dentro de unos minutos —dijo Mortati—. Esperemos. Oigámosle antes de votar. Tiene que haber una explicación.

—¿Una explicación?

—Como Gran Elector, he jurado defender las leyes del cónclave. Sabéis sin duda que por la Sagrada Ley el camarlengo no puede ser elegido para el papado. No es cardenal. Es un sacerdote. Además, no tiene la edad reglamentaria. —Mortati vio que las miradas se endurecían—. Si permitiera la votación, os pediría que dierais vuestro apoyo a un hombre que la ley vaticana proclama no elegible. Os pediría a todos que rompierais un juramento sagrado.

—¡Pero lo sucedido esta noche trasciende nuestras leyes! —tartamudeó alguien.

—¿Ah, sí? —tronó Mortati, sin saber siquiera de dónde salían sus palabras—. ¿Es la voluntad de Dios que prescindamos de las leyes de la Iglesia? ¿Es la voluntad de Dios que abandonemos la razón y nos entreguemos a la histeria?

—Pero ¿no has visto lo que vimos nosotros? —le retó otro, enfurecido—. ¿Cómo osas poner en duda esa clase de poder?

La voz de Mortati bramó con una potencia desconocida para él.

—¡No estoy poniendo en duda el poder de Dios! ¡Fue Dios quien nos dio razón y circunspección! ¡Servimos a Dios ejerciendo la prudencia!